Samuel, de Grace Paley

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SAMUEL Algunos chicos son terribles. No tienen miedo a nada. Son los que gatean por una pared y cuando llegan arriba hacen una reverencia. No sólo son valientes en el tejado, sino que meten mucho escándalo en la parte más oscura del sótano, donde hasta a l c o n s e r j e l e f a s t i d i a i r. Y e n e l m e t r o , j u e g a n y s a l t a n t a m bién en la plataforma, entre las puertas cerradas de los vagones. Hay cuatro niños saltando y jugando en la plataforma balancean te. Se llaman Alfred, Calvin, Samuel y Tom. En los vagones, los hombres y las mujeres les miran. Les molesta que estén allí sal t a n d o y j u g a n d o , p e r o n o q u i e r e n i n t e r v e n i r. P o r s u p u e s t o , a l g u nos de los hombres de los vagones, fueron, en tiempos, chicos audaces como éstos. Uno de ellos había viajado enganchado a la cola de sin que tonces. Había

un camión desde Nueva York a Roctan¡?ay Beach sin tirarse, los dedos torturados se le soltasen. No le pasó nada en Ni después tampoco; hecho una apuesta con otros chicos, que preferían mirar:

empezando en la Octava Avenidad y en la Calle 15, llegaba a un lugar determinado cualquiera, por ejemplo, la 33 y el río, y sal taba al tope de un camión en marcha. Esto era difícil si el camión volvía una esquina en una dirección inesperada y el camión más próximo era más alto de la cuenta. Hacía tres o cuatro intentos antes de conseguirlo. Había tomado la idea de una película que había visto en el colegio, titulada La epopeya de los madereros. Habla terminado la escuela secundaria, se había casado con una buena amiga, tenía un puesto de responsabilidad e iba a la es cuela nocturna. Esos dos hombres, y otros, miraban a los cuatro chicos que sa_l taban y jugaban en la plataforma, y pensaban "Debe ser divertido viajar asi, sobre todo ahora que hace buen tiempo y estamos fue ra del túnel, por encima del Bronx". Luego pensaron "Esos chava les están haciendo el tonto. Son unos crios". Luego pensaron en algunas de las hazañas que habían hecho ellos de niños y aquellas cosas no parecían tan peligrosas. Las señoras del vagón se indignaban muchíáimo cuando miraban a los cuatro niños. Casi todas fruncían el ceño con la esperanza de que los niños advirtieran su disgusto. Una de ellas quiso levan t a r s e y d e c i r " Te n e d c u i d a d o , n i ñ o s t o n t o s , s a l i d d e l a p l a t a f o r ma o llamaré a un guardia", pero tres de los chicos eran negros.


y el cuarto era también algo de lo que ella no podía estar se gura. Tenía miedo a que fueran unos niños descarados y se rieran de ella y la dejaran en ridículo. Otra señora pensaba "Seguro que sus madres no saben nunca dónde están". No era cierto, en este ca so concreto. Todas sus madres sabían que hablan ido a "ver la expo_ sición de proyectiles de la Calle 14. Fuera, en la plataforma, cuando el metro aceleraba, los chicos alzaban las manos y apuntaban con ellas hacia el cielo como si fue ran cohetes a punto de despegar; luego repiqueteaban en el cristal irrompible, como ametralladoras, aunque en la exposición no figu raban ametralladoras. Por alguna razón que sólo debía conocer el maquinista, el tren empezó de pronto a aminorar la marcha. La señora que tenía miedo a hacer el ridículo, vio que los niños salían lanzados haciaadelante y hacia atrás, y que se agarraban a las balanceantes cade nas de protección. También ella tenía un niño en casa. Se levan tó muy decidida y fue hasta la puerta.' La abrió y dijo: —Oídme, niños, os vais a hacer daño, os vais a matar. Si no entráis ahora mismo en el vagón y os sentáis y os estáis quietos, a v i s a r é a l r e v i s o r. Dos de los niños dijeron "Sí, señora", e hicieron como si fueran a obedecer. Los otros: dos pestañearon un par de veces y fruncieron los labios. El tren recuperó su velocidad. La puerta se cerró, se parando a la señora de los niños. La señora se apoyó en la puer ta lateral, porque tenía que bajarse en la estación siguiente. Los niños se miraron abriendo mucho los ojos y riéndose. La se ñora se puso colorada. Los niños la miraban y se reían más. Em pezaron a darse golpes en la espalda unos a otros. Samuel era el que más se reía y le pegaba a Alfred en la espalda, hasta que Alfred empezó a toser y se le saltaron las lágrimas. Alfred es taba agarrado con fuerza al gancho de la cadena. Samuel le pega ba cada vez más fuerte, después de ver las lágrimas. Le decía: —Pero ¿por qué lloras? ¿Es que eres un niño pequeños? —y se reía. Uno de los hombres, cuya niñez había sido más prudente que va lerosa, se enfadó. Se levantó y miró a los niños un par de según dos. Luego, se dirigió lleno de civismo al final del vagón y pulsó la alamina, casi inmediatamente, con un terrible silbido, la presión del aire abandonó los frenos y las ruedas quedaron tra badas y el tren se detuvo.


Los que iban de pie en los sitios más seguros se vieron lanza dos, primero hacia adelante y luego hacia atrás. Samuel había sol tado la cadena para poder pegarle a Tom además de a Alfred. Todos los pasajeros de los vagones fueron catapultados atrás y adelante, pero él salié lanzado sólo hacia adelante y cayó de cabeza entre los vagones, que le aplastaron y le mataron. El tren había queado inmovilizado, una mitad en la estación y la otra mitad fuera, y el revisor avisó inmediatamente a los tra bajadores que sabían del asunto para que retirasen el cadáver de las ruedas y los frenos. Nadie hablaba, salvo los pasajeros de otros vagones, que preguntaban "¿Qué ha pasado, qué ha pasado?". Las seño ras esperaban expectantes, preguntándose si sería hijo único. Los hombres recordaban otras tardes que también habían acabado muy mal. Los niños se hablan agrupado y estaban muy juntos, apoyados los unos en los otros, rozándose los hombros y las piernas. Cuando el policía llamó a la puerta y explicó lo ocurrido a la madre de Samuel, la madre de Samuel empezó a llorar. Estuvo llo rando todo el día, y estuvo toda la noche sollozando, aunque los médicos intentaron calmarla con pastillas. —Oh, oh —gritaba desesperada. No sabía cémo podría encontrar otro niño como aquel. Sin embargo, era joven y quedó embarazada. Y, durante unos cuantos meses, recuperó la esperanza. Tuvo un niño. Se lo llevaron para que le viera y para que le diera de mamar. Ella sonrió, pero inmediatamente se dio cuenta de que aquel niño no era Samuel. Ella y su marido han tenadlo otros niños, pero nunca más habrá en el mundo un niño que sea exactamente como Samuel.

Relato extraído de Enormes cambios en el último minuto de Grace paley. Anagrama 1983.



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