Coordinación General Arq. Nicolás Barriola Coordinación de contenidos Arq. William Rey Ashfield Concepción Fotográfica Lic. Marcos Mendizábal Departamento Comercial Cr. Martín Colombo Coordinación Editorial Lucía Lin Diseño i+D Corrección Lic.Pilar Barreiro Colaboran en este Número 1: Alfonso Lessa, Daniel Viglione, Lucía Lin, Carolina Porley, William Rey Ashfield, María Barriola, Carlos López, Daniel Melgarejo, Rodrigo Camy (Levedad), Federico Prado, Mauro Martella, Lu Lee, Giselle Noroña. Agradecimientos: ElenaO’Neil, Rodolfo Madruga, Ernesto Beretta, Álvaro Casal, Archivo del CdF/IMM, Alejandro Artucio, Marcelo Conserva, Verónica Welker, Juan Borda, Patricia Greno, María José Carrera, Álvaro Rodríguez, Óscar Larroca, Horacio Guerriero, Florencia Núñez.
© 2016 BMR Productora Cultural, Derechos Reservados. Queda prohibida cualquier forma de reproducción, transmisión o archivo en sistemas recuperables, para uso público o privado, por medios mecánicos, electrónicos fotocopiado, grabación o cualquier otro, ya sea total o parcial, del presente ejemplar, con o sin propósito de lucro, sin la expresa, previa y escrita autorización del editor. Impreso en Gráfica Mosca. D. L. N° 361.324.
ISSN 2393-7041
Número 1
Bosch y Cía. presenta su Número 1, una publicación que incluye una temática diversa donde aspectos como la arquitectura, el arte y el diseño, el patrimonio, el museo y el paisaje, la gastronomía y la música, son materia de autores con amplio conocimiento en esas áreas. Es nuestro propósito fortalecer la actividad cultural uruguaya, destacando sus valores y espacios de producción, así como apoyar a sus más importantes actores y protagonistas en ese campo. No es un objetivo generar una publicación empresarial más, una revista donde exponer de manera tradicional los últimos productos de la firma ni tampoco los trabajos de arquitectos o diseñadores que lucen nuestros productos en sus obras. Nuestra apuesta es a la excelencia, destacando el esfuerzo de distintas personas que han aportado valores y experiencia a nuestra tradición creativa y de trabajo. Queremos, sí, un producto acorde a lo que deseamos como empresarios, o sea, una publicación que enriquezca el conocimiento de todos, produciendo en los lectores un alto disfrute en esta lectura, en la percepción de su diseño gráfico y en la fotografía. Proponemos un producto semestral, con contenidos desarrollados por diferentes autores, que estimule a apoyar la producción cultural del país como parte importante de la responsabilidad social y empresarial, dedicando el tiempo necesario para la discusión del producto que deseamos. Esperamos que les guste.
Marcelo Bosch
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Primeros pasos Este Número 1 plantea un recorrido por distintos caminos de la producción cultural uruguaya. Comenzamos por el recuerdo de viejas arquitecturas de cocinas pertenecientes a la primera mitad del siglo xix, con magníficas chimeneas de ladrillo y los enseres necesarios para producir platos cuyas recetas están hoy algo olvidadas. Luego, un artista plástico, Hogue —más conocido como caricaturista— nos muestra su producción cercana en el tiempo dentro del confortable ámbito de su estudio. Seguimos e ingresamos en la primera industria de azulejos uruguayos, promovida por un notable empresario español: Francisco Aguilar. Continuamos y charlamos con Álvaro Casal, especialista en materia de automóviles clásicos, quien nos invita a pasear por aquellas viejas máquinas que rodaron por la ciudad y los caminos del país.Pasamos luego a los potentes escenarios que demanda hoy el aceite de oliva, donde un público cada vez más exigente reclama tanta calidad en el diseño como en el gusto: visitamos Casa O’ un recinto único donde se dan la mano arquitectos, artistas y maestros culinarios. El Patio Andaluz del Parque Rodó nos atrae por la calidad de sus revestimientos sevillanos y por la gran nota de color que estos aportan al espacio verde de la ciudad. Volvemos a las artes visuales para conversar con un singular y reflexivo creador: Óscar Larroca. Le sigue una presentación de tres casas de autor —Taller de J. L. Zorrilla de San Martín, Quintas de Carlos Vaz Ferreira y José Batlle y Ordoñez— nombre con que empiezan a identificarse ciertos museos o espacios culturales de pequeña escala. La gastronomía —la tradición catalana de la Confitería Carrera— y la producción musical reciente —Florencia Núñez— dan cierre al presente Número 1, sin olvidar antes una nota de humor y reflexión gráfica, obra de los artistas visuales Melgarejo y Levadad.
Contenido
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Cocinas criollas. De fogones y campanas.
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Casa O’. Un espacio para los sentidos.
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Patio Andaluz. Un trozo de Sevilla en el Parque Rodó.
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Hogue: más allá de la caricatura. Entre la creación y la emoción.
Industria nacional. Viejos azulejos de Aguilar.
Autos. «El automóvil es una auténtica obra de arte».
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«Bisagras y simulacros». Óscar Larroca y la realidad confusa.
Museos. Nuestras «casas de autor».
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Confitería Carrera. El dulce paladar catalán que saborean los uruguayos.
Florencia Núñez. Los frescos matices de una voz madura.
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Cocinas criollas
De fogones y campanas por Carolina Porley Fotografía: Marcos Mendizábal, Federico Prado
La primera descripción de una cocina construida en nuestro territorio se puede leer en el expediente sucesorio, fechado en 1727, de uno de los primeros pobladores de Montevideo, el capitán Pedro Gronardo. Allí, se refiere a la casa de Jerónimo Eustache, conocido como Pistolete, propietario de una de las primeras cuatro viviendas de material construidas en la ciudad. El resto de ellas eran toldos o carpas de cuero, no muy distintas a las que tenían los indígenas.
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Esas primeras casas de material tenían paredes de adobe crudo; las más modestas, techo de cuero o paja o, en el caso de las más lujosas, muros de piedra asentada en barro y cubierta con tejas. La casa de Pistolete era de las mejores, tenía paredes de piedra y tejado, y «una cocina de piedra sobre horcones». Posiblemente, esa cocina ocupaba una de las dos o tres piezas que solían tener estas primitivas viviendas y estaba equipada con un fogón de piedra sustentado por tablones de madera verticales. También es posible que haya sido una pieza aparte, contigua a la vivienda, construida de piedra y sostenida con horcones, cumbreras y techo de teja. La segunda posibilidad fue bastante usual en el Montevideo colonial porque servía para evitar incendios.
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La escasa documentación y las polémicas restauraciones realizadas a las antiguas residencias de fines del siglo xviii y primeras décadas del xix exigen un gran cuidado a la hora de pensar cómo era la cocina colonial. Consideremos la cocina más famosa que se conserva desde tiempos hispanos: la de la casa de la familia Marfetán, en Santo Domingo Soriano. La vivienda, construida a fines del siglo xviii, tenía una planta en forma de U con muros de ladrillos a la vista del lado exterior y revestidos en las
Interior de cocina, casa Marfetán, Villa Soriano.
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habitaciones interiores. El techo de azotea incluía tirantes de madera dura, pisos con baldosas y ventanas con barrotes de hierro forjado con los cuatro rizos característicos de la decoración colonial. Esos aspectos hablan de una residencia de lujo para la época, que se mantuvo en relativo estado hasta 1930. Luego sufrió un deterioro casi total, hasta que fue restaurada a fines de la década de 1960. En 1927 Horacio Arredondo publicó un estudio sobre ella donde sostiene que «el detalle más sugestivo está en la
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La cocina de los Marfetán, con su gran fogón y esa llamativa chimenea de ladrillos de base rectangular que se acortaba de forma escalonada, ha sido objeto de admiración entre los entendidos.
Patio, casa Marfetán, Villa Soriano.
cocina, principalmente en su chimenea, tratada en una disposición arquitectónica única en el estilo colonial platense». Agrega que aquella cocina tenía «un fogón alto de esqueleto de gruesos adobes, y arriba la boca enorme de la campana que absorbía el humo y las impurezas del ambiente, sostenida de extremo a extremo por una formidable viga de Ñandubay». En el exterior, «llama la atención la disposición curiosa del lanza humo o chimenea, construida con un extraordinario derroche de ladrillo, lo que da la sensación de cierta pesadez, pero que entona con la solidez del edificio». Tanto gustó la cocina de los Marfetán que Arredondo insistió en hacer una idéntica en la casona de la estancia de Juan de Narbona (Colonia), construida hacia 1732. Para el autor de la primera restauración histórica del país —es el caso de la Fortaleza de Santa Teresa en 1927— «a falta de documentación original, se reconstruyó la derruida cocina (de la estancia Narbona), con el mismo tipo de materiales, proporciones y características —sobre todo la chimenea que salía al exterior— de la que estaba dotada la casa de los Marfetán, de la cual se disponían excelentes fotografías». Esa intervención generó una im-
Detalle de chimenea de cocina, casa Marfetán, Villa Soriano.
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portante polémica. Para su colega Luis Bausero, se trató de un agregado sin valor documental, al menos «si queremos hacer historia, hagámosla, pero no fabriquemos documentos para llamarnos a engaño», sostuvo el arqueólogo. Sin duda, la cocina de los Marfetán, con su gran fogón y esa llamativa chimenea de ladrillos de base rectangular que se acortaba de forma escalonada, ha sido objeto de admiración entre los entendidos. Para Juan Giuria, por ejemplo, ese «curioso tubo de humo» evoca «las de algunas cocinas de monasterios y palacios medievales» y cita como ejemplo las dos chimeneas cónicas de la cocina del Palacio de Sintra en Portugal, hoy patrimonio mundial de unesco. El fogón y su campana-chimenea de las primeras cocinas criollas era el elemento clave para caracterizar la cocina colonial que, a su vez, informaba sobre el estatus de su propietario. Las escasas referencias bibliográficas a las cocinas de entonces se detienen en la mención de ese elemento y poco más. En un estudio sobre la casa de Manuel Ximénez y Gómez, construida en tiempos de dominación luso-brasileña, Juan Giuria y María Julia Ardao describen la gran casona de dos plantas y veintitrés ambientes distribuidos en torno a dos patios y un mirador. Se trata de una residencia suntuosa, con finos detalles de herrería y carpintería y arcos lobulados, que sufrió múltiples intervenciones y que fue restaurada hacia 1970. Hoy alberga los talleres del Museo Histórico Nacional, ubicado frente a la rambla portuaria 25 de Agosto. Originariamente, en la planta baja las piezas eran utilizadas con fines comerciales, con locales que oficiaban de almacenes y depósitos de mercadería. En torno al primer patio se hallaba la capilla, mientras que en el segundo patio los ambientes eran ocupados por el personal de servicio. La planta alta era el espacio específicamente residencial. Allí estaban las habitaciones de la extensa familia de Ximénez, el salón principal y las salas laterales, así como el comedor diario y el comedor de recepción. Estos últimos estaban comunicados directamente con «la cocina de piso rústico y gran chimenea de campana», según expresan los historiadores. Ya en tiempos republicanos, y si de cocinas rurales se trata, una edificación que ha sido conservada es la casa-posta del Chuy del Tacuarí (Cerro Largo), sobre el transitado camino a Río Branco. El edificio principal, que data de 1855, es de piedra, tiene dos plantas y el techo de tejas y alero. Tenía además
Cocinas criollas
Interior de patio principal, casa Ximénez, sede del Museo Histórico Nacional, Montevideo.
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Interior de cocina, casa Ximénez, sede del Museo Histórico Nacional, Montevideo.
una enramada, una antigua pulpería y construcciones secundarias. Allí se reconstruyeron en la década de 1950 «tres tipos ilustrativos de las antiguas cocinas rurales en servicio en todo el siglo xix», según nos cuenta Arredondo, quien tuvo un papel clave en esas restauraciones. La primera es la «cocina familiar» con sus «clásicas hornallas altas para ser utilizadas por carbón de leña, su breve campana de mampostería y su alacena empotrada en la pared». Luego estaba la cocina «de los peones, también con su campana para absorber el humo, su fogón ni alto ni bajo, pero no rastrero, sus recovecos para guardar la leña y un arcaico dispositivo de registro regulador de la entrada de aire para acelerar o amenguar el fuego». Esta segunda cocina presenta un gran banco corrido a lo largo de las paredes de asiento curvo, construido en mampostería de piedra y ladrillo revocado, «donde la peonada se sentaba para comentar y matear en las horas
El fogón y su campana-chimenea de las primeras cocinas criollas era el elemento clave para caracterizar la cocina colonial que, a su vez, informaba sobre el estatus de su propietario.
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De peones. Estancia La Pileta, Caracoles (RĂo Negro). (Dibujo de Armando Genovese).
FogĂłn en un interior de la Posta del Chuy, Cerro Largo.
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De familia. Estancia de Moreira, en Mataojo de San Carlos (Maldonado) (Idem).
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de las comidas, y por las noches extendían sobre su breve pero amable asiento las pilchas del recado que quedaban acunadas en la concavidad y donde se dormía muy bien». Finalmente, en el exterior, en un cuerpo separado, se ubicaba «la cocina de los troperos» con fogón rastrero al medio, circuido por la llanta de una carreta caída en desuso. Al no haber campana, la salida del humo se lograba mediante un agujero circular que perforaba los tímpanos a cada extremo de la cocina en lo alto, vecino a la cumbrera. El humo se evadía impulsado por el tiraje que se establecía entre las dos perforaciones, siempre que las puertas y ventanas es-
Posta y puente del Chuy, Cerro Largo.
tuvieran cerradas. Esa cocina contaba con los utensilios básicos de entonces: los estrebes, asadores, caldera y olla de hierro de tres patas. Podemos saber más sobre ese mobiliario de las primeras cocinas orientales a partir de testimonios de época, documentos y colecciones como la de Roberto Bouton. Pero también a través de los inventarios como el del mobiliario de la casa de Pistolete, de 1727, donde se detallaba entre otros objetos «dos platos y dos jarros con tapas de peltre», «un salero de cristal pequeño», «tres tazas y un botecito de loza de la China», «un jarro de barro de Córdoba para sacar agua», «unas parrillas y un
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asador bueno de fierro», «una mesita de cinco cuartas de largo y un banco de una tabla rasa», «una ollita de fierro pequeña», «unas balanzas de cobre con su cruz de fierro» y «una chocolatera pequeña». Recuérdese que «el desayuno de los españoles, por lo menos de los que tenían su pasar, era la jícara de chocolate, como el mate en los criollos», según cuenta Isidoro de María en su Montevideo Antiguo. En ese texto clave para conocer la vida cotidiana en la ciudad colonial, De María describe el mobiliario de las cocinas de los pobladores más pobres que vivían entonces en cuartos de las calles Brecha y Santa Teresa. Allí había
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una «mesa de tijera, el arca, las sillitas de paja o algún banquito, un anaquel, el brasero, la caldera y el mate, el candelero, el yesquero, la guampita y el lebrillo, la batea, el trébede, la olla, la cazuelita y el asador, y si acaso el mortero. El pobre servicio de mesa de platos de barro y cucharas de palo, sino lo hay de loza y fierro; y por fin, el mantelito infaltable». Entre la «gente de viso» podía encontrarse el «canapé, el camoncillo y la silla de madera, hasta la de asiento de damasco; y desde la rica cuja de jacarandá con incrustados de nácar o de bronce en la cabecera, hasta la mesa de jacarandá de pie de cabra y el alfombrado; desde
Cocinas criollas
el anaquel hasta el cofre, y desde el mechero, el mate, hasta el servicio de mesa más lujoso». Para ayudar al lector con el significado de algunos de los objetos mencionados basta remitirnos al legado del médico rural y coleccionista Roberto J. Bouton, (1877-1940), que incluía una invalorable colección de «objetos gauchescos» (entre ellos un ejemplo de la tradicional olla de hierro de tres patas, muy útil para hacer los pucheros de antaño) y una serie de apuntes titulados Bien Criollo, organizados como un diccionario de objetos y costumbres. Allí pueden leerse, por ejemplo, que el trébede es lo mismo que
Interior de cocina, casa Garibaldi, sede del Museo Histórico Nacional, Montevideo.
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un estrebes, esto es, un trípode de hierro con forma de aro sobre el que se colocaba una pequeña olla que iba al fuego. También se puede conocer la diferencia entre una pava y una caldera (cuestión de tamaño), las características de los hornos de campaña (generalmente incluidos dentro de las cocinas) o aprender cuáles eran las maderas preferidas para hacer un mortero y su machaca (laurel o guayabo, por supuesto). Las viejas cocinas coloniales -y también las primeras del período republicano- constituyen una interesante materia de análisis que todavía espera de mayores líneas de estudio e investigación.
Ollas y morteros pertenecientes a la colección Bouton.
Patio interior de la casa de Garibaldi, sede del Museo Histórico Nacional, Montevideo.
Recuérdese que «el desayuno de los españoles, por lo menos de los que tenían su pasar, era la jícara de chocolate, como el mate en los criollos», según cuenta Isidoro de María en su Montevideo Antiguo.
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Hogue: más allá de la caricatura
Entre la creación y la emoción por Alfonso Lessa Fotografía: Lucía Lin
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Su padre era peluquero y pianista de tango («un gran pianista»), su madre, era ama de casa y tejía, con la cruz que le imponía ser asmática. Nació en 1953 en Trinidad, Flores, fue bancario desde muy joven y siempre dibujó. Desde hace muchos años vive en Montevideo donde intentó sin éxito traer a su familia que siempre prefirió la calma de Flores; incluso su hermana, que falleció en 2009. Hogue es ampliamente conocido por sus festejadas caricaturas, a través de las cuales retrata la realidad con humor e ironía, pero, como él mismo dice, Horacio Guerriero es mucho más que eso: tiene dos hijas con las que mantiene una cálida relación (Cecilia que es directora de arte y Julia que estudia gestión cultural), tres matrimonios y otros tantos divorcios, fue publicista, se introduce en otros mundos del dibujo y la pintura, es docente de niños y mayores en su propio taller y goza del fútbol, incluso mucho más al jugarlo que al verlo. A los 15 años empezó a trabajar en un banco ya inexistente: Sociedad de Bancos, primero en su ciudad y después en Durazno. Luego, se incorporó al Banco República en el que consiguió un traslado a Montevideo. Pero su vocación estaba clara desde siempre. «Mi vieja tenía la panza escrita adentro», comenta Hogue. Por eso, más allá de su trabajo como bancario, a los 25 años, «ya grande» dice, decidió llegar a Montevideo para recorrer redacciones: La Mañana, la revista Noticias y El Día, con su carpeta de dibujos y caricaturas debajo del brazo. Cuando el diario El Día decidió contratarlo se fue hasta la sede central del Banco República a presentar su renuncia. No fue sencillo. Recuerda que era plena dictadura y un policía no lo dejaba entrar por la puerta de Personal del Banco porque venía de una licencia, no estaba de saco ni corbata y se había dejado crecer el pelo. Entonces no lo dudó: aburrido de pedir que lo dejara pasar, le entregó el sobre con su renuncia al propio policía y nunca más volvió.
Hogue: más allá de la caricatura
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Hogue: mรกs allรก de la caricatura
Toro y hombre pastel sobre papel 100 x 70 cm 2012
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CON LA CARPETA BAJO EL BRAZO «Caí con la carpeta a El Día y fue una revolución. No te olvides que en ese momento casi todos los mejores dibujantes del país se habían ido, había un vacío muy grande», cuenta. Pero demoraban en confirmarle su contratación. Primero comenzó a publicar en la revista Noticias hasta que esta le pidió exclusividad. Entonces aprovechó la circunstancia y apuró a las autoridades de El Día, «Y yo agarré, de canario inconsciente, me fui al diario y les dije: (se ríe) a mí en la revista Noticias me piden exclusividad. Si el diario no toma una decisión, lamentablemente voy a tener que aceptar. Al otro día me llamaron del diario El Día. Fue como
tocar el cielo. Estaba cumpliendo con mis sueños». No eran tiempos fáciles para la caricatura: 1978, plena dictadura, cuando el humor no era lo que predominaba entre los gobernantes. «Se acercaba el mundial de Argentina y me acuerdo que editaban un suplemento deportivo y ahí empece a laburar mucho. Me pagaban por dibujo. Después en el suplemento huecograbado y en La Semana.» Hogue considera su experiencia en el suplemento La Semana como extraordinaria y muy efervescente, junto a figuras como Enrique Estrázulas, Alicia Migdal, Jorge Albistur, Alejandro Paternain, Roger Mirza, Roberto De Espada y Maneco
Flores Mora, entre otros, «una pléyade de intelectuales» bajo la dirección de Ricardo Lombardo hijo. En paralelo, también trabajó desde el primer número de las inolvidables revistas El Dedo y Guambia. Más adelante tuvo largos y muy productivos períodos en el diario El Observador y Canal 12. Además, ganó muchos y variados concursos de dibujo. Pero en aquellos inicios, después de llegar a Montevideo, también se incorporó al mundo de la publicidad: cerca de un año en Ferrero y Ricagni y algo más de una década en Grey, hasta que en 1992 formó su propio proyecto Cuatro Ojos, junto a Tommy Lowy, del que participó hasta 2008.
No eran tiempos fáciles para la caricatura: 1978, plena dictadura, cuando el humor no era lo que predominaba entre los gobernantes. Mutantes cera s/papel 100 x 70 cm 2006
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Hogue: más allá de la caricatura
«Mi vocación —cuenta— es la creatividad, creativo mucho más que dibujante. La creatividad para todo», dice. No tiene preferencias entre el color, el blanco y el negro para sus caricaturas, como tampoco las tiene entre lápiz y tinta. Aunque sí tiene un gusto especial por el pastel. «Para mí la técnica es emocional, porque tiene que ver con cómo estás.» También destaca la importancia de haberse incorporado a la era digital. «Pero, de todos modos, prefiero seguir pensando y dibujando con la cabeza, lo otro es un instrumento.» Cuando se le pregunta qué es lo que más le gusta hacer su respuesta puede resultar sorprendente. «Creo que me gusta mucho más otro tipo de dibujo que la caricatura. La caricatura es una pasión de toda la vida, pero me interesa mucho el dibujo que puede ser llevado al surrealismo, a otras áreas más introspectivas.»
San Berlusconi LXIX digital 3508 x 4961 px
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Pocho acrílico sobre tela 120 x 150 cm 2015
EL TALLER Y EL PADRE. El año 2013 fue particularmente duro: le coparon la casa y fue secuestrado con su última esposa y llevado junto a ella por varios puntos de Montevideo en su auto. Fueron varias horas de terror. Ese año también se separó. Y entonces quiso salir de Montevideo y tomarse un respiro: le propuso a sus dos hijas, aunque ya no eran niñas, viajar a Disneylandia. «Nos alojamos en un parque, porque necesitábamos estar juntos todo el día», recuerda con alegría. El sótano de su departamento es su lugar de trabajo y también el ámbito en el que enseña a niños y mayores. Sus mesas de trabajo y los pupitres de los alumnos están rodeados de grandes cuadros. Los talleres comenzaron en el año 2009. «Estuve años negándome a dar
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talleres y pensando que hay cosas que no se pueden transmitir, pero después te das cuenta que hay gente que hace muy buen trabajo. Además, para un tipo como yo, que tiene una labor casi individual, los talleres también tienen mucha importancia en lo social, en lo humano, en el descubrimiento de personas maravillosas y de artistas emergentes.» La pintura también le permitió otro gran paso en su vida: la tardía reconciliación con su padre. «No teníamos una buena relación, pero este cuadro, que lo pinté en el 2015, me apuré a colgarlo un 23 de febrero, sin saber bien por qué. Después entendí el apuro: era su cumpleaños, a diez años de su muerte. Y el cuadro está a la entrada de mi casa. Era la reconciliación. Convive conmigo.»
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Industria nacional
Viejos azulejos de Aguilar por William Rey Ashfield FotografĂa: Marcos MendizĂĄbal
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En tiempos coloniales llegaron a Montevideo —y también a otros poblados de la Banda Oriental— los primeros azulejos procedentes de fábricas catalanas.
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También existieron azulejos de origen napolitano de carácter artesanal que respondían a formas geométricas y a un número algo reducido de colores y tonos que aparecen en el período de la Cisplatina. Más tarde, en tiempos republicanos, se incorporaron partidas francesas provenientes de establecimientos industriales localizados en la Villa de Desvres, en la zona conocida como Paso de Calais. Por esta razón es que esas pequeñas y magníficas piezas —predominantemente azules y blancas— que tantas veces observamos en brocales de aljibes, cúpulas y torres de iglesias llevan el nombre del estrecho de agua que separa a Francia de Gran Bretaña. La historia de los azulejos en Uruguay indica, sin embargo, un momento muy especial: entre 1837 y 1840 se instaló la primera fábrica de azulejos en nuestro país. Fue en Maldonado, en tiempos próximos a la Guerra Grande, cuando un comerciante canario, llamado Francisco Aguilar, decidió iniciar la fabricación de azulejos en un difícil
Industria nacional
momento de nuestra historia. Instalado en la Banda Oriental desde tiempos de la colonia y desarrollando distintas actividades comerciales y de transporte de mercaderías llegaría a ser uno de los empresarios más innovadores de la primera mitad del siglo xix. Aguilar instaló en los fondos de su casa de Maldonado un taller con los enseres necesarios para producir piezas cerámicas y conjuntamente contrató a un maestro alfarero llamado Marcial Furné. Se iniciaron así los primeros trabajos de fabricación que controlaría de manera personal, discutiendo incluso —a través de sendas cartas— la calidad con que debían salir las diversas partidas de azulejos. Aguilar era, sin duda, un empresario tozudo pero altamente responsable e innovador. El maestro Furné trabajó en sus inicios con parte de la materia prima proveniente de España, pero poco a poco fue encontrando las correspondientes sustituciones locales, tal como la arcilla en las cercanías de Maldonado. Las primeras experiencias se centraron en
la realización de piezas más rústicas como macetas, porrones y caños, todas ellas cocidas en un horno de pequeña dimensión, según nos cuenta el historiador Francisco Mazzoni1. Inmediatamente después, y ante el éxito de los productos obtenidos, se decide aumentar el tamaño del horno y producir los azulejos. La producción de Aguilar incluyó un variado cromatismo y diseño, resultado de una tarea estrictamente manual. Las dimensiones de dichos azulejos alcanzan los 20×20 centímetros y un espesor que, en algunos casos, logra los 20 mm. Aunque muchos han perdido parte de su coloración, como resultado de la condición experimental que tuvo la iniciativa, estas piezas son de alto interés para distintas colecciones y museos. No obstante, su identificación hoy es materia
Mazzoni, F. La industria de la cerámica en Maldonado. Revista de la Sociedad de la Arqueología. Montevideo. Citado en: Seijo, C. (1945). Maldonado y su región. Montevideo: El Siglo Ilustrado. P. 446.
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Fotos de archivo. Galpón de Aguilar para la fabricación de azulejos, Maldonado.
Francisco Aguilar retratado por artista Amadeo Gras, 1833. Pintura pertenciente a la colección del Museo Histórico Nacional.
Museo del azulejo, Montevideo.
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de especialistas porque entre los bienes legados por Aguilar también se encontraron azulejos napolitanos, cuyos diseños son análogos a los producidos en su fábrica, ya que además fue importador de dichos cerámicos. Francisco Aguilar desarrolló otros proyectos altamente innovadores, entre ellos: la importación de maderas, la industrialización de sal, la explotación de canteras, la molienda de cereales, la plantación de tabaco y de diferentes variedades de árboles —especialmente pinos—. Muy recordado por distintos cronistas e historiadores ha sido el manejo de camellos que fueron traídos desde África para desembarcar mercaderías en las arenosas playas de Maldonado. En la esfera política tuvo particular destaque, llegó a alcanzar el cargo de senador en dos legislaturas. Francisco Aguilar falleció en 1840, a los 64 años de edad, cuando su fábrica de azulejos llevaba menos de tres años de funcionamiento.
Detalles de sitios donde se identifican azulejos de Aguilar.
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Autos clásicos
«El automóvil es una auténtica obra de arte» por Daniel Viglione Fotografía: Marcos Mendizábal
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Fascinado por las insignias de algunos vehículos, a los 6 años de edad, Álvaro Casal descubrió su pasión por los automóviles. Luego, en plena adolescencia, un viaje a Europa con su padre sellaría definitivamente su gusto por la velocidad y por los modelos clásicos de los autos. A su regreso a Montevideo se animó a competir en carreras de motos, hasta que sintió que la adrenalina lo conducía a otro lugar y hacia otras inquietudes: la estética rodante, la historia y las anécdotas de los autos y las novedades que llegaban de Detroit. Todas ellas, piezas de una misma búsqueda que forjaron vertiginosamente su vida, cuyo presente, a los 76 años de edad, lo muestran con el tanque lleno de vitalidad y buen humor, trabajando al frente del Museo del Automóvil Eduardo Iglesias desde su fundación en 1983 y apoyando, recientemente, la creación de un nuevo museo de autos en Punta del Este. Entre tanto, sin quitar nunca el pie del acelerador, Casal recorrió el camino del periodismo y escribió numerosos libros, entre ellos, el más reciente, El siglo del automóvil. Uruguay motorizado 1900-2013.
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Autos clásicos
Sobre una pequeña mesa de madera, ubicada al frente de una estufa a leña en el living de la casa, reposa una bandeja dispuesta con todo lo necesario para sentarse a tomar un café. Da la impresión de que eso estuviera allí siempre, disponible para quien desee pasar el rato hablando con uno de los referentes ineludibles de la historia del automóvil en Uruguay. Lo cierto es que Álvaro Casal no toma café, pero su amabilidad lo lleva a asir una taza, llenarla de agua caliente y preguntar cuántas cucharaditas de café uno prefiere. Todo esto lo hace pausadamente, con gestos gentiles, moviéndose alrededor de esa pequeña mesa de madera que, en todos sus lados, sobre su parte superior, lleva incrustadas numerosas y coloridas insignias de automóviles de todos los tiempos. Interior del Museo del Automóvil Eduardo Iglesias.
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Número 1
UN TEMPRANO RUGIR DE MOTORES ¿Es cierto que su pasión por los autos surgió a través de estas insignias? En realidad, todavía me pregunto cómo fue que nació mi pasión por los autos y no tengo una respuesta. Pero sí, claro que es cierto eso. Desde siempre me gustaron las insignias, me llamaban mucho la atención. Recuerdo que la volvía loca a mi madre, porque en una época, en la que tendría 6 o 7 años, cuando vivíamos en la zona de Punta Carretas en la calle Bonpland, bajábamos caminando a la playa Pocitos, siempre por 21 de Setiembre. Durante todo ese recorrido yo iba viendo las insignias de los autos y quedaba fascinado. Hacía cruzar a mi madre de una acera a la otra para verlas, porque de un lado a otro yo veía un auto que me gustaba y quería acercarme. Hasta el
Álvaro Casal junto a un Rolls Royce de la colección del museo.
día de hoy recuerdo la insignia de un enorme y ya para ese entonces antiguo Hispano-Suiza, que estaba sobre 21 de Setiembre a la altura de Juan Benito Blanco. La insignia de ese auto era un enigma para mí, me fascinaba, me parecía hermosa. Además, sobre el tapón del radiador traía un ave plateada en vuelo. ¡Era fabuloso! Pero la insignia era lo mejor, con la bandera española por un lado y la bandera suiza por otro, unidas por un par de alas de cigüeña. Fue mucho tiempo después que supe que la marca había sido fundada por empresarios españoles y suizos, y que las alas de cigüeña estaban vinculadas a una escuadrilla francesa que combatió en la Primera Guerra Mundial con aviones cuyo motor fue fabricado por la marca Hispano-Suiza. Es decir, en esa época me interesaba lo pintoresco, lo anecdó-
tico, sabía que el rey de España había tenido uno de estos autos. Recién mencionó a su madre en este recuerdo… ¿Y su padre? ¿Tuvo algo que ver con ese interés, con esas búsquedas? A mi madre no podía preguntarle nada de autos y a mi padre tampoco, porque era un tipo práctico. A él le interesaban los autos para que lo llevaran de un lado a otro, nada más. No le interesaba la historia ni lo anecdótico ni nada. Es más, le exasperaba que los autos fallaran, no los creía confiables del todo. Además, recuerdo que no tuvo mucha suerte con uno de sus primeros autos, porque fue la época de la Segunda Guerra Mundial y la nafta se racionalizaba, así que andaba muy poco. Pero sí gracias a él, a un viaje que hicimos juntos a Europa, entre los 13
Antigua unidad de auxilio del Automóvil Club.
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y 15 años de edad, conocí otro mundo alrededor del automovilismo, dado que me llevó a París y a Ginebra a ver los salones del automóvil, me llevó a ver el Rally de Montecarlo. Simplemente creo que él quería darme los gustos al punto que, estando en Génova, me pregunta si me quería comprar una moto. Yo no tenía edad para andar en moto, pero él me decía que al regresar a Montevideo ya la iba a tener y que podría andar. Obviamente le dije que sí y allí fuimos hasta Milán, donde conseguimos una moto marca Motom que luego se fabricaron hasta 1972. Con esa moto, encajonada al techo de un viejo Mercedes-Benz que tenía mi padre en ese entonces, regresamos a Montevideo y corrí varias carreras, y me fue bastante bien. Después, al poco tiempo, dije basta… ¡Carreras nunca más! Demasiada adrenalina… No sé, prefería las motos para pasear, no para ir a toda velocidad. Y a mí me divertía mucho cada novedad que llegaba a Uruguay de los autos. Igual, hablando de adrenalina, recuerdo una vez que mi padre nos sacó a pasear en un nuevo Renault que se había comprado, de motor atrás, porque fue la época en la que empezaron a aparecer los autos chicos. Con ese auto, el día que pasamos los 100 kilómetros por hora, nos sentimos como si fuéramos Malcolm Campbell, el piloto de carreras inglés que batía récords mundiales de velocidad utilizando vehículos llamados Blue Bird. Mi padre me decía que mirara el tablero, yo veía que marcaba 105… ¡Era una cosa impresionante! Ya se perfilaba entonces que prefería la elegancia antes que la velocidad… Bueno… No… Es decir, los dos son elementos de una misma cosa. La velocidad es importante, pero la elegancia también. Al fin de cuentas, el automóvil es una auténtica obra de arte. Como dijo Tom Wolfe, el periodista y escritor estadounidense, el auto es arte cinético, arte en movimiento. Es algo que nos provoca una sensación de fascinación y al mismo tiempo cumple una función práctica. Ese movimiento le da elegancia y practicidad. Si uno mira un móvil de Alexander Calder es arte y se mueve, no cabe duda, pero no tiene el sentido práctico del vehículo a motor. Así que, bueno, yo estoy con Wolfe, no solo por ser el padre del llamado Nuevo Periodismo, sino por estas mociones.
Autos clásicos
El auto como arte cinético. Es una idea sumamente interesante… Lo es, sí, pero tampoco se trata de algo original. En el Manifiesto Futurista, un texto de principios del siglo XX, el poeta italiano Filippo Marinetti exalta la velocidad y al automóvil de carrera. Marinetti dice algo así como que el esplendor del mundo se enriqueció con una nueva belleza, la velocidad. Y dice que un auto de carreras, rugiente, que tiene sobre su capó caños parecidos a serpientes, es más bello que la Victoria de Samotracia. Una obra de arte, clásica… Exacto. PATRIMONIO SOBRE RUEDAS Entonces, ¿decir autos clásicos es decir qué? Bueno, es una definición muy vaga, ¿no? Porque lo de clásico tiene un significado diferente para cada persona. Pero podríamos tratar de salir de esa vaguedad y decir que se trata de un auto que reúne algunas condiciones patrimoniales, tangibles e intangibles, vinculadas a lo histórico y a lo rodante. Los autos cargan con un valor cultural determinado por una época o uso. Es decir, lo mejor es pensar en lo clásico como un término de valor universal.
Rago, fabricado en Uruguay en 1967.
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Es decir, un auto clásico no necesariamente es un auto antiguo, ¿no? Un automóvil antiguo puede ser o no un clásico, eso es así. Lo mismo que un automóvil de menor valor monetario puede ser un clásico comparado a otro de mayor valor, que quizá no reúne valores históricos. Ese es un cliché en el Museo del Automóvil, siempre preguntan cuánto dinero sale tal o cual auto. Un ejemplo… El Rago que tenemos en el museo. ¿Qué pasa con este auto Rago? Su valor económico es menor a su valor histórico y patrimonial, ya que se trata de un auto hecho en Uruguay en 1967 por los hermanos Rago. Estos dos hermanos decidieron fabricar autos, aquí muy cerca de donde estamos, en la calle Guayaquí, llegando a hacer un total de doce vehículos. Esos autos son rarísimos mundialmente y sabemos que de esos doce quedan dos o tres nada más. El valor monetario del Rago que tenemos en el museo comparado con una Bugatti no tiene razón de ser.
Antigua estación de Ancap de Punta del Este, actualmente sede de un nuevo museo del automóvil.
Usted está al frente del Museo del Automóvil Eduardo Iglesias desde su creación en 1983, dependiente del Automóvil Club del Uruguay. Pero en enero de este año inauguró uno nuevo, en Punta del Este… Sí, el 6 de enero inauguramos en la antigua estación de servicio de Ancap, en Gorlero y la calle 30, un nuevo mu-
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seo de exhibición de autos clásicos que cuenta con unas treinta piezas de gran valor histórico y patrimonial, que se suman a las cuarenta que tenemos en Montevideo, donde también hay un espacio para mostrar insignias, surtidores… Precisamente quería apuntar a la conveniencia de tener dos museos de autos clásicos en el país… ¿Son necesarios, no es el mismo público para ambos, uno no va en detrimento del otro? Nunca es suficiente. Nunca está de más un museo adicional. En Río Branco, por ejemplo, tenemos el Museo de los Medios de Transporte. En Estados Unidos, en cualquier pueblo hay automóviles en exhibición, aunque sean dos o tres Ford destartalados y polvorientos. Digamos que, si hace más de 30 años no hubiésemos hecho el primer Museo del Automóvil del Uruguay, muchas piezas se habrían perdido. Insisto, estamos ante un patrimonio histórico innegable. Uruguay tenía un patrimonio muy rico en esta materia, pero sin un espacio para salvaguardarlo eso se fue perdiendo. Con la creación del museo salvamos mucha cosa. ¿Qué hubiera sido del Delin del año 1899, originario de Bélgica, con motor Buchet de un cilindro, traído a Uruguay por Alejo Rossell y Rius? De repente desaparecía o se exportaba o se desarmaba. Sabemos que Delin como el que nosotros tenemos solo quedan tres en el mundo.
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Esa es una de las joyas del museo, ¿otras? Un Armstrong-Siddeley de Inglaterra, de 1950. Un francés, el Panhard&Levassor, de 1910, con carrocería marca Labourdette. Un Chevrolet Roadster de 1924. Un Ford Sunliner de 1954. Un Hupmobile tipo Runabout de 1910. En fin, son muchos, cada uno tiene su encanto, tanto para quien visita el museo como para nosotros, como el Clement-Bayard, de 1904, francés. Un auto que fue empadronado en Montevideo en el año 1905 con el número 16, y que llevamos hasta Inglaterra para participar, exitosamente, en una prueba singular: la Londres-Brighton, que está reservada para autos fabricados antes de 1905. ¿Cómo se ha ido integrando el patrimonio del museo? Una particularidad que siempre tuvo es que los autos entran y salen… Sí, tenemos muchos préstamos. Al comienzo, en la década de 1980, apenas teníamos una docena de autos, pero luego se fue incrementando. Siempre estamos atentos. También vienen y nos ofrecen autos o recibimos la noticia de que alguien dejó en su testamento la donación de un auto para el museo. Así es el caso de uno de los más modernos que tenemos, un Torino cupé, con carburadores Weber, de la década de 1970, argentino. Su dueño, al morir, lo dejó donado al museo. Ahora, con respecto a eso de que entran y salen, diré que es muy bueno. Eso me lo enseñó Lord Montagu, fundador del National Clement-Bayard fabricado en 1904.
Autos clásicos
Motor Museum de Inglaterra, un amigo entrañable que publicaba mis artículos en su revista de coches clásicos. Fue él quien me ayudó mucho para hacer el museo en Uruguay. Una vez me dijo que no comprara muchos autos para la colección, porque eso comprometía al museo a exhibir esas piezas y se transformaba en algo congelado, algo aburrido. Pues bien, le hice caso y eso sigue siendo así, y funciona muy bien. ¿Qué auto que actualmente no posee el museo quisiera tener? ¡Un Jaguar XK120! Ojalá lo tuviéramos. Siempre me gustó, desde la primera vez que fui al salón del automóvil de París con mi padre, hace muchísimos años. Recuerdo que ni bien entramos había uno montado en la pared. Era un auto de 1948 que había batido el récord de velocidad. Fascinante. Si pudiera salir con alguno de los autos que exhibe en el museo a hacer un paseo pintoresco por Montevideo, ¿a cuál se sube y le echa marcha? Elegiría un auto raro entre los raros que tenemos, el Cadillac de 1939. Un convertible, con una capota muy fina, muy linda, pero que si llueve le garantizo que termino empapado. Pero ojalá lloviera, ¿no? Es lo romántico del asunto.
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Cadillac convertible de 1939, una de las grandes piezas del Museo Eduardo Iglesias.
Delin, 1899. Ingresado al paĂs por Alejo Rossell y Rius.
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Casa O’
Un espacio para los sentidos por Lucía Lin Fotografía: Marcos Mendizábal, Carlos López
En el corazón de Punta Carretas, rodeada de variados establecimientos gastronómicos, se encuentra Casa O’. Ubicada en una esquina de gran visibilidad, su arquitectura cautiva a los transeúntes y el interior, marcado por cierto halo de misterio, propone una invitación a los sentidos.
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En el año 2015 se inaugura este lugar perteneciente a la firma O’33 —orientada a la producción de aceite de oliva y, muy pronto, también de vinos— en la esquina de las calles Francisco Ross y Luis de la Torre. Esta antigua casona, construida a comienzos del siglo XX pero recientemente reciclada y acondicionada, es una extensión de los destacados establecimientos de producción que la empresa desarrolla en los departamentos de Maldonado y Treinta y Tres. El buen gusto y el cuidado por el detalle se trasladan a Montevideo para hacer de este sitio un ámbito para el más puro disfrute.
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La calidez de la madera resalta mediante una inteligente solución de la iluminación, en la que se contraponen diferentes texturas y colores.
ESPACIO. Entrar a Casa O’ implica dejar a un lado la rutina y vivir una verdadera fusión de sentidos. La cálida disposición interior guía la mirada hacia diversas expresiones artísticas que inundan su espacio. La calidez de la madera resalta mediante una inteligente solución de la iluminación, en la que se contraponen diferentes texturas y colores. Al igual que la almazara boutique con que cuenta la empresa en José Ignacio, la Casa O’ es obra del arquitecto Marcelo Daglio, quien establece en ambas
propuestas un verdadero equilibrio entre espacio, materia y diseño, sin eludir el más riguroso tratamiento del detalle. La planta baja y el entrepiso imponen una firme contemporaneidad espacial que se complementa con una excelente solución de mobiliario. El subsuelo, sin embargo, oficia de cava y la materia se expresa aquí de una manera más cruda: las texturas del ladrillo y la piedra resultan ampliamente dominantes, dejando apenas lugar para unas curiosas leyendas de nuestra historia del siglo xx.
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Arte. El hecho de que los propietarios sean coleccionistas de obras artísticas no es aquí casual. En la planta baja se puede ver claramente cómo arte y arquitectura se integran de manera plena. La superficie de los techos —por debajo del entrepiso— es obra del artista plástico José Pelayo, quien utiliza materiales propios del proceso de producción: corchos, etiquetas, cajas y maderas, entre otros elementos. El mobiliario también refleja esa relación de lo artístico con el diseño. Es el resultado de un trabajo conjunto del diseñador Gonzalo Massa de Mutate y la empresa de carpintería Urbano Pérez. Al subir la escalera nos encontramos, casi inmediatamente, con un gran cuadro del artista uruguayo Fernando López Lage y unas mesas de importante porte y fuerte geometría realizadas con madera de olivos. Pero la gran sorpresa se encuentra en los baños donde el arte se apodera del espacio íntimo y este se convierte en una verdadera instalación artística: colores, texturas y diseño se fusionan para hacer de su interior un lugar de mayor permanencia.
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La gran sorpresa se encuentra en los baños donde el arte se apodera del espacio íntimo y este se convierte en una verdadera instalación artística: colores, texturas y diseño se fusionan para hacer de su interior un lugar de mayor permanencia.
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La chef patissier María Barriola se encargó de adaptar la receta española de estos bombones a la oliva uruguaya.
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Actividades. La Casa O’ abre al público en forma restringida, a efectos de eventos especiales como ser catas, degustaciones o alguna actividad gastronómica concreta. Las catas de aceite son, sin duda, la línea más desarrollada, donde siempre se debe atender cada detalle, así como evitar alteraciones en los sentidos, fundamentalmente en el aroma y el sabor. Estas catas se realizan a determinada temperatura en cuencos de vidrio oscuro para no develar el color del aceite e impedir cualquier prejuicio al momento de opinar. Por encima de los cuencos se pone un vidrio reloj que mantiene y concentra los aromas y se realiza la degustación mediante succión. Primero participa el olfato y luego el gusto, porque se entiende que la relación de la oliva con los sentidos se ve potenciada por el entorno artístico que impera en el sitio. Durante nuestra visita tuvimos la oportunidad de experimentar posibles maridajes entre el aceite de oliva y el chocolate que dio como resultado unos magníficos bombones que, por su forma y sabor, bien podrían entenderse como nuevas piezas artísticas del lugar. La chef patissier María Barriola se encargó de adaptar la receta española de estos bombones a la oliva uruguaya utilizando, en este caso, la selección bivarietal Coupage Blanc para los de chocolate blanco y la selección trivarietal de edición limitada Reserva del Faro para los de chocolate negro, ambos rellenos de trufa. Como resultado obtenemos un chocolate suave, capaz de seducirnos en un solo bocado. Si bien este sitio convoca al público pocas veces en el año, la posibilidad real de conocerlo hará más que obligatoria su visita. Será entonces una oportunidad inadmisible de postergar.
un trozo de Sevilla en el Parque
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por Carolina Porley Fotografía: Marcos Mendizábal
Rodó
El Patio Andaluz del Parque Rodó, inaugurado en 1930, fue una donación de los emigrantes andaluces residentes en Uruguay como regalo al país que entonces festejaba su primer centenario. También se lo conoció como Glorieta Ariel, en homenaje al libro donde José Enrique Rodó, en 1900, llamó a rescatar las raíces latinas e hispanas de las naciones americanas en contraposición a la «nordomanía», o sea la creciente influencia anglosajona.
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Patio Andaluz
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La técnica consiste en tallar el dibujo que se le quiere dar al azulejo en negativo, sobre un molde metálico que se aplica mediante presión sobre la loza de barro aún fresco.
El patio se encuentra en un punto alto del parque y tiene un diseño circular marcado por una dominante fuerza geométrica. Se accede a él mediante seis sendas equidistantes que cuentan con pequeñas escaleras niveladoras. Su elemento más sobresaliente es el de las coloridas piezas cerámicas de los bancos que cubren su perímetro, así como la fuente central de forma octogonal de la que emanan ocho chorros de agua que convergen en lo alto. Los bancos tienen azulejos con diseños de lacería, compuestos de líneas rectas de intensos azules, rojos y verdes. Los motivos son abstractos, geométricos, estrellados y cruciformes que recuerdan a las formas logradas mediante alicata-
dos como los que se pueden ver en los Reales Alcázares de Sevilla. Tales diseños fueron logrados con la técnica de cuenca y arista, cuyos inicios se remontan al siglo xvi. Ellos hacen posible una producción más mecánica, rápida y a menor costo de las cerámicas vidriadas. La técnica consiste en tallar el dibujo que se le quiere dar al azulejo en negativo sobre un molde metálico que se aplica mediante presión sobre la loza de barro aún fresco. De ese modo, quedan marcadas las cuencas que se rellenan con su color y se separan entre sí por aristas a modo de tabiques que impiden la mezcla de los esmaltes de una cuenca con otra.
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La fuente reproduce el diseño octogonal del patio, con una estructura escalonada, formando una secuencia de tres niveles concéntricos. Ese tipo de diseño es propio de las fuentes de los patios andaluces que adoptan distintas formas: circulares, estrelladas, o florales. Así, en el patio de la quinta El Portazgo de la familia Ortiz de Taranco, en Melilla, inaugurada también en 1930, la fuente circular presenta un escalonamiento con seis anillos concéntricos.
Patio Andaluz
Tanto los azulejos de los bancos como los de la fuente y del piso fueron provistos por la firma sevillana Mensaque Rodríguez y Cía., de donde procedían también las cerámicas artísticas utilizadas por Ortiz de Taranco, en su quinta de Melilla.
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El piso del Patio Andaluz del Parque Rodó es de ladrillo; en torno a la fuente tiene un diseño de estrella de ocho puntas, delineado con borde azul, que encierra una trama en la que se alternan ladrillos y pequeños azulejos de diseños azules y fondo blanco. Son olambrillas de casi siete centímetros de lado, con dibujos figurativos heráldicos de castillos, dragones, símbolos florales y frutales, así como otros de motivos geométricos cruciformes. Tanto los azulejos de los bancos como los de la fuente y del piso fueron provistos por la firma sevillana Mensaque Rodríguez y Cía., de donde procedían también las cerámicas artísticas utilizadas por Ortiz de Taranco en Melilla, muy populares por aquel entonces. La memoria oral registra diversos nombres de personas que apoyaron la ma-
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terialización de esta obra; entre estos figura el de Ildefonso Bosch. El Patio Andaluz que vemos hoy es el fruto de una restauración iniciada en 1995. El proyecto consistió en el retiro del dañado revestimiento original y su sustitución por más de mil quinientos nuevos azulejos sevillanos, con medidas adaptadas y un respeto estricto por el diseño original. También hubo una refuncionalización de la fuente con un nuevo sistema hidráulico eléctrico, pero de acuerdo al proyecto original. La recuperación, financiada por la Junta de Andalucía, quedó inaugurada en 2010. Si bien hubo un criterio de restauración que buscó ser fiel a la idea inicial, los azulejos nuevos no son iguales a los primitivos. Los revestimientos del lado posterior de los bancos (que se visualizan desde afuera del patio) y los que
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Patio Andaluz
cubren el lado exterior de la fuente son diferentes. Esto seguramente obedeció a problemas de disponibilidad. Asimismo, existe un elemento esencial que identifica a los patios andaluces, que no fue mantenido del proyecto original, que es su decoración con muchas macetas y plantas. Una fotografía conservada por el CdF Centro de Fotografía, fechada en 1933, muestra al Patio Andaluz adornado con decenas de macetas apoyadas sobre los bancos y en los escalones internos de la fuente. La proliferación de plantas que decoran los patios andaluces, sobre todo cordobeses y sevillanos, tiene un sentido religioso de imitación del jardín eterno y de homenaje a los difuntos. Como se dijo antes, los azulejos son de la firma trianera Mensaque Rodríguez y Cía. de la cual procedían
Foto archivo: Glorieta Ariel (o Patio Andaluz), Parque Rodó, 1933. (Foto: 0777FMHA - Autor: s.d./ IMO /Centro de Fotografía de Montevideo).
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también las cerámicas originales. Esta fábrica de cerámicas artísticas había sido fundada en 1889 por los hermanos José y Enrique Mensaque y Vera y dejó de funcionar hace muy pocos años. En las primeras décadas del siglo xx los azulejos de esta firma trianera —como de otras— tenían gran popularidad y se podían adquirir en Montevideo, ya sea comprándolos a intermediarios importadores, como la casa Cavestany, o pidiendo el catálogo a Sevilla y adquiriéndolos directamente en la casa central. Esa época dorada del azulejo sevillano coincidió con el auge del hispanismo como movimiento cultural de revalorización de las raíces coloniales y de la cultura española, proceso que tuvo como hito especial la realización de la Exposición Iberoamericana de Sevilla en 1929.
Esa época dorada del azulejo sevillano coincidió con el auge del hispanismo como movimiento cultural de revalorización de las raíces coloniales y de la cultura española, proceso que tuvo como hito especial la realización de la Exposición Iberoamericana de Sevilla en 1929. Ildefonso Bosch, promotor de la construcción del Patio Andaluz.
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«Bisagras y simulacros», Estuario 2016
Óscar Larroca y la realidad confusa por Alfonso Lessa Fotografía: Lucía Lin
Óscar Larroca está preocupado por las confusiones que se producen hoy en diversos terrenos a causa de la mélange que muchas veces impide distinguir lo que debería distinguirse, por el hecho de que no exista una bisagra que marque de alguna manera los límites entre conceptos que deberían estar mínimamente claros.
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Esa es una preocupación que tiene que ver con el arte, pero que se extiende a muchos otros aspectos: la realidad y la ficción, la vida y la caricatura. Ese es precisamente uno de los ejes de su nuevo libro, Bisagras y simulacros. Allí, reúne una serie de ensayos escogidos y publicados entre 1997 y 2015, un período bastante largo si nos atenemos a lo meramente cronológico, pero realmente extenso y, sobre todo, intenso si tenemos en cuenta todo lo que ha ocurrido desde entonces, incluyendo el mundo de la política, abordado a veces con demoledora ironía por el artista. El libro también contiene algunas de las polémicas que mantuvo durante estos años. Larroca es un artista plástico —o como prefiere denominarse: artista visual— que emergió con mucha fuerza luego de la dictadura. Nació en Montevideo en 1962, pero vive en Florida desde donde viaja en forma permanente a su taller del Parque Rodó. Allí trabaja con entusiasmo con sus alumnos y comparte la docencia junto a otros artistas como Aldo Curto. Ha realizado numerosas exposiciones en Uruguay y en el exterior. La última gran muestra, en el Museo Nacional de Artes Visuales MNAV, Bordes, tuvo un fuerte impacto y mostró con su estilo característico esas confusiones que lo preocupan. Este año expuso en Viena; antes lo hizo de manera individual en Nueva York, París, Barcelona y Buenos Aires, entre otras ciudades y además
Santa mimesis II Cabeza d emaniquí, fotografía y dibujos 85,8 x 61,5 x 23 cm 2011-2012
«Bisagras y simulacros»
participó colectivamente de muestras en varios países. Larroca ha recibido numerosas distinciones incluyendo el Premio Figari a la trayectoria artística en 2011. Preocupado por la promoción del arte y la cultura, impulsa la publicación La Pupila que en 2013 editó una compilación —junto a Gerardo Mantero— en un volumen de gran nivel. Su nuevo libro desarrolla, según explica, «un hilo conductor que tiene que ver con la bisagra como límite entre algo que es arte y algo que no es arte, entre el objeto y la cosa deseada, entre la realidad y la ficción. Una bisagra que en los últimos tiempos se ha diluido bastante y a veces se confunden mucho los tantos. Por ejemplo, —añade— en las películas de alta definición a veces podemos analizar cómo hay situaciones en las que se plantea si eso existe o no, dónde empieza una cosa o termina otra. Y si lo llevamos al plano más simbólico y más social, en la vida
diaria y en distintos estamentos, a veces se mezcla la caricatura con la realidad». En ese contexto, Larroca reflexiona acerca de una pregunta que es motivo de múltiples discusiones: ¿qué es arte? «La pregunta —escribe en el libro— es tan tediosa (por lo reiterada) como blindada (por lo difícil de responder).» Y agrega en el mismo capítulo: «tal vez pueda comenzar por el final y decir de manera un tanto temeraria que el arte es una necesidad metafísica, para quien lo recibe, pero sobre todo para quien lo ejerce», sumado a aconteceres entre los que incluye el histórico, el cultural y el social. «Estos tres aconteceres —prosigue— están atravesados, con mayor o menor protagonismo, por un elemento exógeno desde hace por lo menos dos siglos: el mercado.»1
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Las citas en itálica corresponden al libro.
Si lo llevamos al plano más simbólico y más social, en la vida diaria y en distintos estamentos, a veces se mezcla la caricatura con la realidad.
Fragmentos corporales 2 (foco, cazador de sonido) Díptico. Fotografía y pastel 70 x 200 cm 2009
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Arroba Pastel sobre papel de algodón 105 x 75 cm 1998
Fragmentos corporales 1 (pantalla, ojo) Díptico. Fotografía y pastel 70 x 200 cm 2009
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Larroca tiene una posición clara: «Pienso —dice al hablar del libro— que tiene que haber una bisagra que separe los garabatos que yo hago a la hora de hablar por teléfono de una obra más comprometida, donde hay un oficio, una investigación. Creo que tienen que haber algunas divisiones mínimas». En uno de los artículos que recoge el libro Larroca lleva la polémica al terreno local: «Ya no hay arte bueno ni malo, conservador ni purista. Tampoco hay demasiadas tensiones intelectuales o morales: apenas cinismo. El escenario de la plástica local es análogo a la fauna variopinta que liba las mieles del poder en el Quincho de Varela». En ese panorama, reconoce la tarea de «gente joven valiosísima que está produciendo obra con gran nivel», aunque no se siente capacitado para afirmar si existen potenciales maestros como Barradas, Figari o Torres García. En todo caso, marca una distancia entre aquellos y el presente. «Todos esos nombres giraban en torno de un taller, de un magisterio, donde además las cosas estaban muy claras. Cada maestro con su librito. Pero no entraba el vale todo.» Larroca explicita a lo largo del libro la fuerte influencia que ha ejercido en él Manuel Espínola Gómez. «Los que salimos de la adolescencia junto con la dictadura —escribe en el prefacio— nos sentíamos en falsa escuadra respecto a la generación anterior desde el punto de vista del conocimiento del
Sin título No 3 de París Grafito y lápiz policromo 29 x 21,2 cm 1997
universo cultural: teníamos más dudas que certidumbres, y era infrecuente encontrar la respuesta rectora en aquellos que estuvieron presos o exiliados y necesitaban recobrar su propio tiempo profanado. En ese marco, tuve un precoz y modesto acercamiento a las ciencias humanas de la mano de Manuel Espínola Gómez, quien acabó de convertirse […] en un intelectual tan extravagante como ineludible», incluso en la docencia. «La docencia —cuenta— me gusta muchísimo y trato de aplicar el magisterio de Espínola Gómez, de quien me siento su discípulo. Atraviesa varios capítulos. Es una forma de trasmitir, de pasar la posta a otros, de que no se corte el conocimiento, el oficio y sobre todo la ética y la responsabilidad puestas al servicio del lenguaje artístico, que a mí es algo que me preocupa muchísimo». En 1986 Larroca fue víctima de la censura en una exposición de dibujos eróticos por parte del entonces intendente de Montevideo, Jorge Luis Elizalde, censura que generó un escándalo que atravesó, en cuanto a apoyos y rechazos se refiere, a todos los partidos políticos. Eran dibujos de desnudos de mujeres y hombres, de parejas manteniendo sexo. Pero todos los personajes, sin embargo, estaban «empaquetados, todos maniatados. Era una forma de hablar de forma solapada de otras censuras que tuvimos años anteriores.
Y busqué ese camino, sin ser demasiado literal, aplicarlo a la sexualidad». Larroca explica que la convivencia entre artistas y gobiernos nunca fue fácil, «incluyendo a este». Reconoce un apoyo a partir de la creación de los Fondos Concursables, de otros proyectos vinculados a la difusión y promoción de becas nacionales e internacionales, así como la mportancia de la reapertura del Salón Nacional. De todos modos, asegura que «eso no ha evitado que aparezcan siempre grupos de poder, sectores más o menos vinculados por afinidad política o por cofradías que se escapan un poco a los intereses del arte». Entre otras de sus originalidades, el libro contiene un «breve listado de algunas palabras, algunos autores y obras artísticas (literarias, plásticas, cinematográficas) que deberían ser censuradas si prosperaran los reclamos de los sujetos políticamente correctos». El epílogo, de pocas líneas, es contundente: «Murgas compañeras, empresarios deportivos, periodistas, artistas, militares, afroumbandistas y representantes del Gobierno despidieron con un asado a la embajadora de los Estados Unidos entre mollejas, trofeos y lágrimas. El Teto Medina2 faltó sin aviso».
Personaje del programa Videomatch de MarceloTinelli.
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Museos
Nuestras «casas de autor» por William Rey Ashfield Fotografía: Marcos Mendizábal
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El concepto museo de autor ha hecho referencia, durante mucho tiempo, a aquellos recintos cerrados que contenían exclusivamente la obra de un artista plástico o bien de un coleccionista en particular. En la mayoría de los casos eran sus propias residencias que se transformaban en museos, como lo podría ser el Museo Sorolla en Madrid o el Museo John Soane en Lincoln’s Inn Fields en Londres. Se trata, pues, de propuestas particulares, monográficas, que se centran en exponer y difundir un determinado acervo bajo un especial formato museográfico. Sin embargo, esta idea ha ido ampliándose y transformándose con el devenir del tiempo, incorporando museos con valores testimoniales y patrimoniales relativos a distintos personajes de la historia, incluso, a figuras anónimas. Asimismo, en lo referente al sitio, un museo de autor se pudo desarrollar en un espacio abierto, un parque o jardín, tal como sucede con el llamado Chilli-
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da-Leku, amplio ámbito verde donde se expone la obra del gran escultor vasco Eduardo Chillida. Los museos de autor, casi todos de acotada escala, permiten una interesante contextualización a través de la integración de bienes diferentes, ya sean estrictamente culturales —objetos de distintas especies que se vinculan directamente al autor— o culturales combinados con bienes naturales donde las obras se contactan con el ambiente o lugar, como en el citado museo Chillida. En este sentido, Uruguay cuenta con diferentes e interesantes museos de autor, aunque estos no siempre funcionen como tal. Veamos algunos de ellos.
Propuestas particulares, monográficas, que se centran en exponer y difundir un determinado acervo bajo un especial formato museográfico.
Escritorio de Carlos Vaz Ferreira.
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Casa-quinta de Vaz Ferreira Este espacio cultural de enorme potencial no se trata específicamente de un museo. Para que esto suceda se espera el aporte del Estado para transformar este reducto en un ámbito abierto al público. La quinta de Carlos Vaz Ferreira se construyó en 1918 y fue concebida en dos niveles. Ocupa un padrón esquina, rodeada de frondosos árboles que acompañan un agreste jardín. Toda la atmósfera allí reinante recuerda al ambiente algo rural de las chacras del Miguelete, así como también a las grandes quintas del Prado Oriental. La casa del filósofo apenas se percibe desde la calle. Envuelta en aquel verde profundo expresa sus ideas acerca de una naturaleza libre donde árboles, flores, pajarera, un viejo gallinero y un estanque van descubriéndose al paseante por senderos angostos. El interior de la vivienda es un espacio sugerente en el que ciertas
ideas acerca del arte, las artesanías y la industrialización, desarrolladas por Pedro Figari, se hacen materiales. La decoración y el equipamiento fueron definidos por su amigo y colaborador, el artista Milo Beretta, quien también acompañaba la experiencia figariana. Muchas de sus ideas se verifican en el diseño de muebles que manifiestan una búsqueda entre modernidad y tradición. Elementos propios de lo indígena americano se vinculan con un cierto racionalismo productivo. Todo recuerda a ese espíritu propio del nativismo en las artes y la literatura, como una búsqueda de lo propio. Al recorrer la casa se van percibiendo los distintos y más importantes acentos: el mobiliario del escritorio y su gran cielorraso decorado; el ambiente particular que genera el jardín, en contacto con la sala de música y el comedor a través de grandes ventanas. Otros elementos, tales como alfombras, empapelados, vitrales, herrajes y lumi-
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narias, deben comprenderse como parte de lo producido en tiempos de Figari en la Escuela de Artes y Oficios. La pequeña sala de recibo constituye un ámbito de alto valor por su planta poligonal y sus paredes enteladas con diseños propios del art nouveau y ciertas notas de la Escuela de Glasgow. Elementos fundamentales del acervo son sus libros —muchos de los cuales guardan los subrayados del filósofo—, una colección de sus manuscritos y cuantiosos cilindros musicales que son testimonio de las conocidas tertulias intelectuales que tuvieron lugar en esta quinta. Entre ellos participaron personajes de la talla de Emilio Oribe y Felisberto Hernández.
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Museos
SalĂłn central.
Comedor y sala de mĂşsica.
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Casa-quinta de Batlle y Ordóñez Acacias y araucarias, fuentes, glorietas y restos de una pajarera son elementos que hoy recuerdan un —que rodeaba esta casa-quinta en Piedras Blancas, conocida como quinta de Don Pepe, ya que su dueño fue José Batlle y Ordóñez. A fines de 1904, finalizando la guerra civil, el Presidente de la República adquiere la chacra en Piedras Blancas con sus eucaliptos y pinos ya algo crecidos. Esta ofrecía un aire bueno para la frágil salud de su pequeña hija, Ana Amalia, razón determinante de su adquisición. La construcción, que existía desde 1851, fue reformada por el arquitecto Alfredo Campos. En 1911 —al inicio de su segunda presidencia— Batlle y Ordóñez pudo instalarse en aquella casaquinta de forma definitiva. Al presente, la casa expone un mobiliario de tipo francés, con bibliotecas e innumerables objetos que permiten recrear la vida privada y pública de aquel gobernante, así como imaginarlo en su sillón —tal como lo retrató el famoso fotógrafo inglés Fitzpatrick— o detrás del escritorio estilo imperio redactando sus proyectos de ley. Las más variadas figuras políticas e intelectuales se dieron cita en aquella quinta para visitarlo, reunidas en el salón rojo, directamente enfrentado a su despacho. Todo el interior y su dimensión ornamental evocan el carácter solemne y representativo de un gusto imperante de inspiración francófila. Algunas particulares piezas, como estereoscopios franceses, confirman esto: entre las numerosas fotos de placas tridimensionales que registraron momentos de su viaje por Europa y Medio Oriente abundan las imágenes de París. De allí también provinieron los gobelinos que decoran la gran sala central. Batlle y Ordóñez vivió en esta casaquinta hasta su muerte, en octubre de 1929.
La casa expone un mobiliario de tipo francés, con bibliotecas e innumerables objetos que permiten recrear la vida privada y pública de aquel gobernante...
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Museos
Jardín del escultor desde donde se aprecia la casa de su padre, el poeta.
Taller del escultor J. L. Zorrilla de San Martín Una construcción de gusto moderno, con un gran ventanal hacia la calle y un frondoso eucalipto, permiten su rápida identificación. Una puerta verde con un extraño relieve indica su acceso. Construida con el propósito específico de albergar el taller de uno de nuestros más importantes escultores, José Luis Zorrilla de San Martín, esta edificación es hoy un lugar de restringido acceso. Sin embargo, su entrada es libre durante los festejos del Día del Patrimonio. Al ingresar, reconocemos que la imagen referida en la puerta es la de un poderoso Hércules, tal como es tradición en muchas de las casas solariegas españolas. El héroe contiene la piel del León de Nemea que muestra su condición de protector y guardián del taller del escultor. Atravesado el umbral, surgen por doquier diferentes yesos y bronces de diversos tamaños iluminados por una abertura cenital, tal como es propio en los talleres de artistas. Aunque ordenado y aseado, como resultado del cariño familiar, todo parece estar como el artista lo dejó. Documentos, dibujos, instrumentos, fotografías y pinturas murales se suceden a medida que recorremos el sitio y constituyen el testimonio de que ese es el mejor archivo sobre Zorrilla que tiene el país. Los temas mitológicos, evangélicos, hagiográficos, así como las imágenes de distintos actores de la historia americana impactan en nuestros ojos de visitantes. Al salir al jardín sentimos nuevamente asombro: una fuente que gobierna un expresivo pulpo se ubica en su centro y convive con otros pequeños gnomos de cemento y una magnífica escultura funeraria en bronce, todo en medio del verde. Desde allí vemos la casa del poeta, don Juan Zorrilla de San Martín, con esa atmósfera única que la rodea. El taller de este escultor es uno de los espacios interiores más atractivos —y poco conocidos— que tiene hoy Montevideo.
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El dulce paladar catalán que saborean los uruguayos por Daniel Viglione Fotografía: Marcos Mendizábal
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Con más de sesenta y cinco años de trayectoria, Confitería Carrera es un negocio familiar dedicado al oficio de la pastelería —un trabajo vocacional y de enorme sacrificio— que, si bien comenzó siendo un sueño en una Barcelona reprimida por el franquismo, terminó haciéndose realidad en un Montevideo lleno de oportunidades para quien se aventurara a emprenderlas. Actualmente, al frente de la empresa, la tercera generación de aquellos inmigrantes catalanes no guarda con mayores celos ningún secreto, sino que define su labor en virtud de tres pilares fundamentales: mantener viva la tradición heredada —tanto sea en respetar las recetas trasmitidas de padres a hijos como en trabajar con dedicación y cariño—, continuar con el fino acabado artesanal de los dulces y ofrecer siempre una manufactura fresca y de la mayor calidad.
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Detrás de los mostradores en los que se aprecia la fina presentación de distintas especialidades catalanas, como pueden ser los cremats, los cigarrillos barceloneses, las ensaimadas simples o rellenas, la tarta de almendra y, por supuesto, el clásico y tentador masini, existe una fotografía cuidadosamente protegida de toda mirada curiosa. Se trata de una imagen en blanco y negro en la que se ve a un hombre junto a un niño en la playa, rodeados de sombrillas y personas tomando sol. Ellos, sonrientes e impecablemente vestidos, parecen no tener calor. De hecho, se los ve felices y cómplices. Son Pedro Carrera y uno de sus tres hijos, Juan.
Para la familia se trata de una imagen muy inspiradora. También para quienes nos asomamos por primera vez a ese pequeño registro íntimo de los Carrera, ya que la fotografía deja entrever la humildad con la que arrancaron todo, el esfuerzo con el que toda la familia salió adelante, trabajando juntos. Para ser más precisos, la imagen, tomada en la Playa del Buceo —donde Pedro iba a vender un pastel dulce, típico de Cataluña, llamado xuxo, acompañado siempre por Juan que en ese entonces tendría nueve años de edad— es de un período, muy breve, anterior a la apertura de la confitería en 1951. Pedro Carrera en Barcelona ya se dedicaba a la pastelería. De hecho, su padre y su familia tenían una pastelería en Sant Joan Despí, una ciudad ubicada a unos 10 kilómetros de Barcelona. Su idea al llegar a Montevideo, junto a Rosa, su esposa, y sus tres hijos —la mayor María Rosa, luego Juan y la más chica Montserrat— fue decididamente seguir con su oficio porque era lo mejor que sabía hacer. En España se vivían épocas de mucha turbulencia y Pedro, incluso, llegó a ir preso por fabricar pan porque eso estaba racionado y prohibido. Una vez instalados en Montevideo, en la casa de los Carrera se respiraba el clima de trabajo y de hacer cosas. De hecho, lo primero que hicieron fue ponerse a hacer dulces como forma de ir ganándose la vida. Todos cocinaban y ayudaban en los quehaceres. Los xuxos, por ejemplo, los preparaba Rosa y era Pedro, junto a Juan, quien salía a venderlos. Primero fue en la playa,
pero luego ya se los pedían en colegios y en bares. La dedicación y el cariño por hacer las cosas bien son las principales características que marcaron el rumbo de Confitería Carrera. También lo fue el trabajo incansable, un sello que tuvieron todos los inmigrantes que llegaron a Uruguay con la ilusión de salir adelante, pero el hecho de llegar a Montevideo con tres niños de once, nueve y siete años de edad, determinó que Pedro Carrera hiciera las cosas con mucho empuje, colaborando siempre entre sí todos los integrantes de la familia y de la comunidad catalana. En 1951, cuando instala la confitería en la calle Vázquez, entre 18 de Julio y Colonia, en un local pequeño, era Rosa quien estaba en la caja. Luego abre la planta de la calle Magallanes. Siempre fue de menos a más. De un modo u otro, todos se involucraron en el oficio de la pastelería, pero fue Juan quien tras un año viviendo en Suiza y Barcelona, donde trabajó para un conocido pastelero catalán llamado Baixas, volvió para dirigir el emprendimiento familiar, trasladándoles a sus hijos el valor de cuidar la calidad y frescura de los productos, muchos de ellos especialidades catalanas, como puede leerse arriba de la marquesina en una de las imágenes históricas de la fachada de la confitería. Estas especialidades son los cremats, un tipo de pionono arrollado relleno de crema y decorado con crema y yema quemada. Otras son: el cigarrillo barcelonés y las cañas, esta última es un barquillo relleno
de chantilly, bañado en chocolate y decorado con almendras. Las ensaimadas son un producto muy tradicional, relleno de dulce de leche, que la confitería adaptó al paladar uruguayo. También hay otras especialidades catalanas que se elaboran en fechas o fiestas específicas del año como, por ejemplo, la Noche de San Juan, la tradicional fiesta que celebra la comunidad catalana en Uruguay a través del Casal Catalá. En ese caso se hacen las clásicas cocas de mazapán con frutos secos y piñones. También especialidades que no necesariamente son catalanas, pero que tienen que ver con fiestas tradicionales para muchas personas, como las empanadas de atún, bacalao y sardina que se hacen para la vigilia de Pascua. Pero, sin duda, uno de los productos que identifica a la empresa como una confitería que continúa y mantiene vivas las tradiciones es el ya emblemático masini, un postre tradicional en Barcelona, pero que algunos señalan que tiene origen italiano. Lo cierto es que es de origen catalán, la confusión se debe a su nombre que proviene de un cantante lírico italiano que fue muy querido en Barcelona, el tenor Angelo Masini. Fue un personaje que contribuyó mucho en Barcelona, tanto que los pasteleros de la ciudad dedicaron un postre en su nombre. Incluso cerca de la Estación Sants hay una calle en su nombre: Carrer del Tenor Masini. Falleció antes de 1930, así que se trata de un postre catalán de los más tradicionales, sobre todo porque no
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solo es una combinación de sabores que gusta mucho al paladar de los catalanes, como la nata —así le llaman al chantilly– y la yema quemada, sino también una combinación de postres que se preparan mucho en Cataluña, como el braç gitano, que es un pastel relleno y arrollado que se puede decorar con azúcar impalpable o quemada. Lo rico en todo esto, en la historia de Confitería Carrera, es ver cómo muchos de esos sabores tan típicos del paladar catalán gustan tanto a los uruguayos. Posiblemente, se deba a que la pastelería y repostería catalana es una rica combinación entre la clásica pastelería seca de toda España, como la almendra y el mazapán, infaltables en todos los productos, y la pastelería húmeda de toda Europa, en la que sobresalen la nata y la crema pastelera. De algún modo es una combinación que no puede fallar. También, puede que el gusto por estos sabores se deba a que el público de la confitería, el de las primeras décadas, era español o hijo de españoles, y hallaron en Carrera un lugar en el que podían reencontrarse con sabores que habían dejado atrás,
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que habían perdido al bajarse de un barco. Sin duda, el boca a boca fue de mucha importancia. Son conjeturas. Lo cierto es que, además del sabor, lo que distingue a la confitería es la forma de preparación de sus productos, el terminado artesanal. A pesar de que el mundo tiende cada vez más a la industrialización, los cremats, los cigarrillos barceloneses, las ensaimadas, el masini y muchos otros productos son tan delicados y artesanales que se les dificulta tener que hacerlos con máquinas. Quizá, el secreto a voces que hace que el dulce paladar catalán sea saboreado por los uruguayos radica en que la industrialización todavía no ha desplazado al hombre, al trabajo del hombre, al trabajo, cariño y cuidado de sus manos.
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Florencia Núñez
Los frescos matices de una voz madura por Daniel Viglione Fotografía: Mauro Martella, Lu Lee, Gisselle Noroña
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Nació en Rocha el 21 de febrero de 1991. Nadar y andar en bicicleta siguen siendo pasiones que tiene desde niña. A los 18 años de edadse trasladó a Montevideo para estudiar Ciencias de la Comunicación. Trajo consigo, además de sueños e ilusiones, su guitarra. Durante el primer año vivió en una residencia de monjas capuchinas, pero se mudó sola a un apartamento y la música explotó. Componer fue casi como una catarsis. De tanta sonoridad, en 2014, surgió su primer disco: Mesopotamia, galardonado como Mejor Álbum Indie en los Premios Graffiti 2015. Se trata de Florencia Núñez, una de las voces más cálidas de la escena musical uruguaya.
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En 2011, con apenas 20 años de edad, Florencia Núñez decidió grabar cinco canciones que había compuesto en sus numerosos viajes entre Rocha y Montevideo. Con ese material en sus manos y rodeada de amigos, durante las últimas horas y los primeros brindis del 31 de diciembre del mismo año, la cantante subió sus temas a SoundCloud bajo el título Estas canciones no están en ningún disco. En muy poco tiempo la plataforma de distribución de audio online reportaba más de 60000 reproducciones. Algo estaba pasando con la música de Florencia Núñez. Algo comenzaba a pasar o venía pasando sin que ella pudiera dimensionarlo. «Fue increíble –recuerda Núñez–, fue como si la música empezara a moverse sola. No sé, de repente, en pleno verano, época de vacaciones, cuando quizá no estás tan enganchado a internet, alguien por su propia voluntad accedió a SoundCloud y se prendió a mi música. ¿No es increíble? Hubo temas que en unas semanas tenían diez mil reproducciones. Eso para mí fue alucinante. Yo venía de mostrar mis propiascomposiciones en Rocha, en Costa Azul, en Cabo Polonio, pero el que accedía a internet, que no eran mis amigos ni mis conocidos, lo hacía desde distintos lugares del mundo. Fue como si mi música viajara.»
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SEÑAS DE IDENTIDAD Posiblemente eso se deba a que tu viaje musical comenzó muy temprano, siendo una niña, ¿no? He leído que con 6 o 7 años eras fanática de Shakira… Fanática no… ¡Muy fanática! Y te digo más, se comenta por ahí que era muy buena imitadora, que iba a la peluquería y hacía minishows y las doñas quedaban de cara. Igual, la pasión por la música fue antes de eso. Con 4 o 5 años yo elegía escuchar música antes que mirar la tele. Mi primer walkman, que era de color amarillo y gris, lo tuve a los 5 años…
¿Qué disco? Uno de las Spice Girls.
Hoy es SoundCloud, pero hace 20 años atrás tu plataforma musical eran los cassettes… ¡Cassettes a full! Cada vez que íbamos con mi familia al Chuy, cosa que hacíamos muy seguido por la cercanía de Rocha con la frontera, me traía de esos cassettes que vendían en la feria, grabados, con la música que sonaba en el momento o estaba de moda. Me acuerdo, como si fuese ahora, de un tema que fue furor en el Chuy y retumbaba en la feria... (y comienza a cantar) «Esta noche saldré a emborracharme, andaré por las calles de esta ciudad tan grande…» ¡Alucinante!
¿En qué sentido? En el de vacío de información. Para mí, venir a Montevideo fue más que un viaje del interior a la ciudad. ¡Me explotó el cerebro! Descubrí una trama real, palpable, que existía y que desconocía por completo. ¿Sabés lo que es tener 18 años de edad y no tener la menor idea de quién era Eduardo Mateo, Fernando Cabrera o Eduardo Darnauchans? Realmente es muy fuerte vivir eso. Es como si hubiera un filtro invisible en ese muro.
Traición a la mexicana, de Zimbawe… Sí, ese tema. Lo que sonaba era mucho rock argentino, mucha cumbia, mucha samba brasileña. Tenía cassettes de todo eso y de los que yo misma me grababa de la radio o me copiaba. No sé si fue Pies descalzos o ¿Dónde están los ladrones?, los dos de Shakira, que me pasé el rato viendo girar las rueditas mientras lo copiaba. Dijiste que grababas de la radio, ¿te armabas tus propios compilados? No tanto compilados, más bien temas sueltos. En ese entonces sintonizaba mucha radio argentina, como la fm 99.9, en la que pasaban muchos oldies y mucha música en inglés. Pero eso no duró mucho tiempo porque el disco, el cd, ya había entrado a mi vida. Te digo más, eso fue en 1998, yo tenía 7 años. A esa edad tuve mi primer disco original, junto a mi primer discman, traído de Estados Unidos por mis padres.
¿Lo habías pedido? No, fue de sorpresa. El primer disco que pedí fue uno de Natalia Oreiro. Ahí tenía 8 años y la imagen de ella era muy fuerte, en el sentido de mujer con un rol protagónico potente. Era lo que me llegaba o, mejor dicho, era lo que se veía y consumía en Rocha, porque creo que —y esto es algo que entendí cuando me vine a vivir a Montevideo— existe una especie de muro invisible que no permite pasar cierto tipo de música.
Pero esa brecha, con plataformas como SoundCloud u otras, quizás ahora se desdibuje… Sin duda, por eso me gusta hurgar en internet y subir mi música o escuchar la de otros. Pero, de verdad, yo estaba en Rocha, en Costa Azul o en Cabo Polonio y seguía prendiendo la radio. Está claro que eso es un tema mío, que yo elegía prender la radio, pero ahí no pasaban a Mateo, Cabrera o Darnauchans, solo sonaba cumbia, folclore o rock masivo. Artistas vinculados a la canción o a una poética no estaban ni están en el dial. Insisto, pasar de información cero a descubrir un artista nuevo fue increíble para mí. RESETEARSE Y PEDALEAR Una vez que está instalada en Montevideo, y con mayor información sonora en su cabeza, el proyecto musical de Florencia Núñez comienza a ampliarse, sus toques son cada vez más frecuentes y sus composiciones buscan un lugar para anclarse. Así, en un momento en el que la familia pasa a ser una voz que está del otro lado del teléfono y en el que los fines de semana se convirtieron en largos
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viajes entre Montevideo y Rocha, fue tomando fuerza la idea de un disco en el que estas dos ciudades que inspiraron y acompañaron su creación tuvieran lugar. Un lugar con nombre: Mesopotamia. Si uno se detiene en las letras de tus canciones imagina que tu andadura por esa tierra entre dos ríos, por tu Mesopotamia, la hiciste mucho en bicicleta, ¿no? En una decís: «Pasaré a por ti en mi bicicleta / será una cita ideal / y si el viento avanzar no nos deja / con más fuerza habrá que pedalear». En otra: «Pedalear en el pedregullo / no es materia de todos los días…» En esta última letra que decís, que es del tema Casi soneto para la no justificación de una compra, grabé incluso el contrapedal de mi bicicleta… ¡Es que me encanta la bici! Es algo casi como hasta ideológico. Digamos que sos como una militante de la bicicleta… ¡Totalmente! Lo que pasa es que andar en bici me inspiró mucho para hacer el disco. Te digo más, durante todo un verano trabajé en Costa Azul, en la recepción de un hotel al que iba y venía todos los días en bici escuchando música. Eso para mí fue un flash también, porque seguía incorporando música que desconocía.
cada vez de sacar una mejor versión de mí, y eso me lleva a destruir mi versión anterior. ¿Qué promete entonces lo que se viene? El segundo disco promete que tiene que ser mucho mejor y para eso voy a elegir los mejores temas, buscar que estén mejor arreglados, mejor instrumentados… No sé, por cómo viene dándose la preproducción, el disco será más de mujer adulta, con una impronta mucho más pop. ¡Decididamente pop! Si tuvieras que elegir un número circense para describir cómo te sentís ahora, ¿qué papel te toca? Creo que sería la de la cuerda floja... Es decir, en la música tengo que aprender que no voy a ser la mejor, pero sí que tengo que dar lo mejor que pueda dar. Aprender que no a todos les va a gustar mi música ni todos me van a aplaudir… Siento eso, que camino en la cuerda floja, sin una red abajo.
Sin duda, Florencia Núñez tiene mucho para dar. Con solo 25 años de edad ha recorrido diversos escenarios mostrando sus canciones, en las que hasta ahora se mostraba con miedo a no saber de qué lado se encontraba, hacia dónde se dirigían y qué habría allí, pero con la única certeza de que con esas canciones estaba construyendo un refugio de seguridad para lanzarse, de aquí en más, con lo mejor de sí misma. Entre tanto, nos despedimos imaginando qué tres temas no podrían faltar si la invitaran a hacer un disco de covers… Julia, del Álbum blanco de The Beatles, la versión de Johnny Cash de We’ll Meet Again y All I Want, de Joni Mitchell, señaló la artista sin pensarlo mucho, dejando a la vista los frescos matices de una voz madura.
¿Ibas en bicicleta escuchando qué? Escuchaba Infinito Particular, de Marisa Monte, un disco como muy leve y luminoso y dos discos de Adriana Calcanhotto, Perfil y Maré. No sé ni cómo me llegaron, pero sé que para mí fue como reiniciar la cabeza. Mesopotamia fue entonces como la condensación de muchos aprendizajes, ¿no? Visto a la distancia, sí… También de libertades. Es un disco que significa eso: libertad y aprendizaje. Tiene mucho de primeras canciones, muy naïf… Sé que hay cosas que no volvería a hacer, que hay canciones que voy a seguir cantando y otras que no. Hay una cosa muy fotográfica en Mesopotamia, como si alguien mirara el álbum de una época. Si miro ese álbum sé que no representa lo que creo que voy a seguir haciendo, porque trato
Album: Mesopotamia Qué planes tienes para el sábado.
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Daniel Melgarejo Montevideo, 1972. Ilustrador, artista plástico y diseñador gráfico.
www.facebook.com/ melgarejoart
La interpretación de Fio Lápiz sobre papel 27,5 x 34 cm Montevideo, 2016
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Levedad Montevideo, 1983. Diseñador gráfico e ilustrador.
www.levedad.com.uy
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