Mi amigo José Enrique Parábolas de José Enrique Rodó adaptadas para niños
Mi amigo José Enrique
Parábolas de José Enrique Rodó adaptadas para niños e ilustradas por alumnos de las escuelas públicas José Enrique Rodó de todo el país
Producción ejecutiva BMR Productora Cultural
Fotografía Carlos López
Editora Elena O’Neill
Corrección Maqui Dutto
Texto y adaptación de parábolas Horacio Cavallo
Diseño editorial Lateral Diseño
Colección Pequeños grandes artistas
Impresión Gráfica Mosca Depósito legal: 379.970 ISBN: 978-9915-9350-1-0
Dibujo de tapa Valentino Dinegri, Juan Andrés Vuille y Benjamín Márquez, de 6.ºB de la Escuela Nº8 de San Carlos, Maldonado Agradecimientos Fondo de Incentivo Cultural / conaef, Bolsa de Valores de Montevideo, Patricia Torrado, Carolina Falcón, Max Sapolinski, Jaime Clara, Pablo Silva, María Laura Osta, Fundación Banco República, Cristina Lampariello, Museo Pedagógico, Julio Olagorta © 2021. Horacio Cavallo por los textos © 2021. Por los dibujos los niños de las escuelas © 2021. BMR Productora Cultural por esta edición Derechos reservados. Queda prohibida cualquier forma de reproducción, transmisión o archivo en sistemas recuperables, para uso público o privado, por medios mecánicos, electrónicos, fotocopiado, grabación o cualquier otro, ya sea total o parcial, del presente ejemplar, con o sin propósito de lucro, sin la expresa, previa y escrita autorización del editor. Producido, diseñado e impreso en Uruguay
Consejo Directivo Central PRESIDENTE / Prof. Robert Silva García CONSEJERO / Dr. Juan Gabito Zóboli CONSEJERA / Prof. Dora Graziano Marotta CONSEJERO / Mtro. Téc. Juan Pérez Delgado CONSEJERO / Prof. Adémar Cordones Gasparini SECRETARIA GENERAL / Dra. Virginia Cáceres Batalla Dirección General de Educación Inicial y Primaria DIRECTORA GENERAL / Dra. Mtra. Graciela Fabeyro Torrens SUBDIRECTORA / Mag. Mtra. Olga de las Heras Casaballe SECRETARIA GENERAL / Dra. Esc. Cecilia Bettina Recchia Dirección de Relaciones Internacionales y Cooperación codicen DIRECTOR / Lic. Andrés Riva Casas Plan Educativo Cultural de la anep COORDINADOR / Mag. Horacio Bernardo Olsson Idea original Horacio Bernardo y Andrés Riva Jurado & curaduría de los dibujos Horacio Bernardo, Jaime Clara, Ma. Laura Osta, Max Sapolinski y Pablo Silva. Derechos Cedidos a BMR Productos Culturales S.R.L por la Administración Nacional de Educación Pública, entidad desarrolladora de la obra, en la cual participara el autor Horacio Cavallo en la redacción de los textos, y en las ilustraciones, alumnos de las siguientes escuelas: Escuela N.º 8, San Carlos, Escuela N.º 55, San José de Mayo, Escuela N.º 64, Tambores, Escuela N.º 2, Trinidad, Flores, Escuela N.º 157, Las Piedras, Canelones, Escuela N.º 51, Florida, Escuela N.º 5 de Práctica, Fray Bentos, Escuela N.º 92, Melo, Cerro Largo, Escuela N.º 49, Mercedes, Escuela N.º 40, Nueva Helvecia y la Escuela N.º 98, Salto; en el marco del Concurso “Dibujando a Rodó”.
Auspicia:
Apoyan:
Produce:
Índice
Palabras de presentación ........................................................................... 9 Introducción: Sobre cómo se conocieron Juan y José Enrique ....16 El niño y la copa ...........................................................................................19 La inscripción del faro de Alejandría .....................................................27 El rey hospitalario ........................................................................................35 Un vuelo de pájaros ................................................................................... 43 Los tres cuervos del descubrimiento de Islandia .............................. 51 La respuesta de Leuconoe ........................................................................57 El barco que parte ...................................................................................... 65 El meditador y el esclavo ..........................................................................73 El monje Teótimo ........................................................................................ 79 Hylas................................................................................................................ 87 Los seis peregrinos ..................................................................................... 93 La despedida de Gorgias ........................................................................ 105 Felicia ............................................................................................................. 113 El león y la lágrima ....................................................................................123 Concurso dibujando a Rodó ...................................................................133 Lista de escuelas y participantes en el proyecto ............................ 148
Delfina Pereira, Escuela N.º 51, Florida, Florida
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Palabras de presentación
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
Más allá de las fechas o de las ceremonias, recordar la obra de los hombres y las mujeres que forjaron nuestro país significa abrir ventanas hacia el pasado para recoger riquezas y enseñanzas. En ese sentido, a los 150 años del nacimiento de José E. Rodó, creemos que uno de los mejores homenajes que puede hacérsele al insigne escritor y pensador uruguayo es abrir y acercar sus páginas a las nuevas generaciones. A través de las parábolas, Rodó muestra que el ser humano es siempre un todo integral y que solo desde este punto de vista puede enfrentarse a sus desafíos. Por eso, estos textos rodonianos son insumos que contribuyen a pensar en temas fundamentales de la vida y a propiciar la reflexión y el pensamiento propio. Ya expresaba Rodó a través de su parábola «La despedida de Gorgias», incluida en Motivos de Proteo: «Mi filosofía ha sido madre para vuestra conciencia, madre para vuestra razón. Ella no cierra el círculo de vuestro pensamiento. […] Buscad nuevo amor, nueva verdad». Esperamos que las parábolas resulten inspiradoras de nuevas reflexiones y una invitación para visitar los textos originales. Deseamos que la publicación de Mi amigo José Enrique contribuya a valorar al autor y a fomentar el diálogo sobre temas profundamente humanos que, tanto en la época de Rodó como en la nuestra, siguen apareciendo bajo diferentes ópticas y continúan siendo vigentes. Prof. Robert Silva García Presidente del codicen de la anep
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Prólogo Metodología para la realización de Mi amigo José Enrique
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PRÓLOGO
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Fundamento conceptual Mi amigo José Enrique es un libro que contiene 14 parábolas de Rodó adaptadas para niños. Busca ofrecer una lectura enriquecedora y placentera y, además, ser un material didáctico para acercarse al gran autor uruguayo y a los temas que son abordados en cada uno de los textos originales. A lo largo de la historia de nuestro país han sido publicadas diferentes recopilaciones de parábolas o cuentos simbólicos de José Enrique Rodó, en las cuales suele observarse una selección de fragmentos y narraciones originales sin adaptaciones significativas. A pesar de su gran valor, dichos trabajos poseen dos dificultades cuando se los piensa en relación con los estudiantes en edad escolar.
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La primera dificultad es el estilo, que puede resultar demasiado distante para los lectores más jóvenes o no habituados a ese tipo de textos. El vocabulario, la extensión de las frases, el uso de oraciones subordinadas o el empleo de gran cantidad de referencias a sucesos, lugares, personas y personajes de distintas épocas pueden ser de gran complejidad como lectura inicial. Si bien en Rodó la forma juega un papel importantísimo y este elemento debe ser especialmente tenido en cuenta, el riesgo que se corre al ofrecer el texto sin adaptaciones es el de impedir que los lectores comprendan la profundidad de las historias y, además, el de
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apagar prematuramente en ellos la curiosidad por continuar explorando la obra del autor. La segunda dificultad es la descontextualización, lo cual podría llevar a una pérdida de la riqueza del significado. El valor de las parábolas de Rodó no es independiente de la filosofía expresada en otras partes de su obra, porque la función de ellas es, principalmente, ilustrar ideas. Ya decía Emir Rodríguez Monegal que en Rodó «el cuento simbólico adquiere valor importantísimo de ilustración»1 y Carlos Real de Azúa destacaba que en las parábolas se encuentra el modo más ambicioso en el que Rodó buscaba «corporizar, visualizar y humanizar toda idea».2 El riesgo que se corre al separar las parábolas sin proporcionar ningún sustituto es que la narración no sea interesante por sí misma o que, aun siéndolo, pierda buena parte de la profundidad que emerge de la conexión con las ideas filosóficas que le dieron origen.
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Teniendo en cuenta lo anterior, el diseño conceptual y la metodología de realización de Mi amigo José Enrique ha buscado subsanar estas dos dificultades, respetando la fidelidad al sentido de la obra rodoniana y manteniendo en la mayor medida posible la riqueza de su estilo. Para subsanar la dificultad del lenguaje se realizó una adaptación que adecuara la complejidad del texto al público, poniendo especial énfasis en que conservara rasgos fundamentales de sintaxis e incluso términos y referencias originales, en la medida en que estos no supusieran una barrera importante para la comprensión del sentido profundo del texto.
Rodríguez Monegal, E., «Prólogo», en Rodó, J. E., Obras completas, Madrid, Aguilar, 1967, p. 127.
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Real de Azúa, C., «Prólogo a Motivos de Proteo», en Rodó, J. E., Ariel - Motivos de Proteo, Caracas, Ayacucho, 1976, p. lxxv. 2
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Por otra parte, para subsanar la dificultad de la contextualización se enmarcó cada parábola en hechos cotidianos o reconocibles en la actualidad. Cada capítulo comienza narrando una situación que transcurre en el presente y que tiene por protagonistas a un niño llamado Juan y a un profesor, vecino y amigo de la familia del niño llamado José Enrique. En cada caso, ante un problema u observación de Juan, José Enrique le narra una historia que resulta ser una de las parábolas de Rodó, la cual viene a ilustrar o plantear una reflexión sobre ese asunto. De este modo, el contexto filosófico es presentado a través de una observación o problema concreto que le da sentido a la narración y que la relaciona con temas humanos que también están planteados en la obra original.
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PRÓLOGO
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Selección de parábolas, contextualización y adaptación En la obra de Rodó existen diversas narraciones o pasajes que son candidatos a ser considerados parábolas o cuentos simbólicos, y esto no siempre es evidente. Por lo tanto, para la realización de este libro, primero se debió identificar sistemáticamente el conjunto de parábolas para luego efectuar un análisis y una selección con base en criterios.
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Para ello se procedió a inventariar las parábolas rodonianas a partir de la investigación de la obra misma y de todas las recopilaciones de parábolas a las que se pudo tener acceso. Se llegó así a inventariar 30 textos, que fueron analizados tomando en cuenta la representatividad con relación a la obra del autor uruguayo, su diversidad temática, la posibilidad de que conservara claramente su sentido como texto separado y, en algunos casos, prefiriendo aquellos que fueran más cercanos al género narrativo en lugar de ser principalmente descripciones o semblanzas. Tras el proceso de análisis, se seleccionó un total de 14 parábolas extraídas de Ariel, Motivos de Proteo y Los últimos motivos de Proteo. Dicha selección contó con el aval de la Sociedad Rodoniana.
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Una vez seleccionados los textos, se comenzó la etapa de diseño narrativo y adaptación. Para ello se trabajó con el escritor Horacio Cavallo, cuyo trabajo permitió subsanar las dificultades de adaptación antes mencionadas y avanzar con sumo cuidado para que en dicho proceso se conservaran aspectos, referencias y formas sintácticas esenciales del texto original. Invitación a las escuelas públicas José Enrique Rodó del país: docentes y alumnos como protagonistas Como aspecto fundamental, el libro buscó incorporar a los centros educativos de Educación Primaria. Para ello se invitó a participar a docentes y alumnos de las Escuelas José Enrique Rodó del país y se trabajó coordinadamente con sus directoras y maestras.
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En una primera etapa, se invitó a las 12 escuelas Rodó a participar en un concurso titulado «Dibujando a Rodó», con el fin de que las ilustraciones resultantes de esa actividad pudieran ser integradas al libro. De dicha invitación se obtuvo una muy grata respuesta: todas las escuelas Rodó aceptaron la propuesta. Ellas son: • • • • • • • • • • • •
Escuela N.o157 de Las Piedras Escuela N.o92 de Melo Escuela N.o40 de Nueva Helvecia Escuela N.o 2 de Durazno Escuela N.o 2 de Trinidad Escuela N.o 51 de Florida Escuela N.o 8 de San Carlos Escuela N.o 5 de Fray Bentos Escuela N.o 98 de Salto Escuela N.o 55 de San José de Mayo Escuela N.o 41 de Mercedes Escuela N.o 64 de Tambores
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Posteriormente, se invitó a directoras y maestras a que plantearan una actividad vinculada a Rodó en el ámbito del aula y se trabajaron dos parábolas por escuela. Como apoyo para esa tarea se ofreció al cuerpo docente charlas de profundización sobre el autor y sobre las parábolas. Con esta consigna y estos insumos, las maestras (fundamentalmente de quinto y sexto año) trabajaron sobre Rodó y, en ese marco, los niños ilustraron las parábolas tomando como base una primera versión del texto adaptado. Asimismo, se solicitó a las maestras que formularan los comentarios y las observaciones sobre el texto que estimasen pertinentes, en función de su experiencia de trabajo con él. Con base en ello, se realizaron ajustes a la primera versión del texto.
PRÓLOGO
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Actuación del jurado Una vez elaborados los dibujos, se convocó al jurado, integrado por áreas de la anep y de otras instituciones que son parte activa de este proyecto. El jurado estuvo integrado por los siguientes representantes: • Inspector Nacional de Educación Artística, Mtro. y Prof. Pablo Silva, por la Dirección General de Educación Inicial y Primaria, de la Administración Nacional de Educación Pública • Coordinador del Plan Educativo-Cultural, Mag. Horacio Bernardo, por el Consejo Directivo Central de la Administración Nacional de Educación Pública • Periodista Jaime Clara, por la Comisión del Patrimonio Cultural de la Nación, del Ministerio de Educación y Cultura • Historiadora Dra. Laura Osta, por la Sociedad Rodoniana • Director Cr. Max Sapolinski, por el Banco de la República Oriental del Uruguay
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El jurado procedió a seleccionar tres dibujos por cada parábola, valorando aspectos técnicos y de creatividad. Entre dichos
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dibujos se escogió uno como imagen de cubierta. Asimismo, dada la calidad de los dibujos recibidos, el jurado decidió que, en la medida de lo posible, todos los trabajos fueran integrados al diseño del libro. Trabajo compartido Este proyecto ha sido posible por el trabajo mancomunado de diversas personas, áreas e instituciones. Se destaca muy especialmente el apoyo entusiasta y comprometido de directoras, maestras y alumnos de las escuelas José Enrique Rodó y, en ese marco, el apoyo de la Dirección General de Educación Inicial y Primaria. También cabe mencionar la participación del codicen de la anep a través de la Dirección de Relaciones Internacionales y Cooperación y del Plan Educativo-Cultural. Asimismo, se agradece especialmente a la Sociedad Rodoniana por su asesoramiento y al Banco de la República Oriental del Uruguay, cuya colaboración hizo posible la materialización de este proyecto.
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Mag. Horacio Bernardo Coordinador del Plan Educativo-Cultural de la anep
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Introducción: Sobre cómo se conocieron Juan y José Enrique
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INTRODUCCIÓN
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uan asegura que una de las cosas que más disfruta es escuchar historias. De tanto hacerlo se ha animado, incluso, a inventar algunas. A veces las escribe y otras veces solo las repite para sí mismo antes de dormirse, como si fueran el trampolín para el mundo de los sueños. Muchas de esas historias las conoció en la voz de José Enrique. Para sus padres es un vecino con quien conversan en la puerta de calle y que algunas veces entra a tomar un cafecito. Siempre habla con voz grave y con una seguridad que consigue que todos lo rodeen para escucharlo con la mayor atención. Para Juan es «un maravilloso contador de historias». Ha leído tantos libros que si los colocara uno arriba del otro podría levantar ciudades enteras. Le contó a Juan que su biblioteca es similar a eso, una ciudad enorme donde cada torre de libros parece un edificio, y los caminos entre ellos, las callecitas de las grandes ciudades. A veces Cleto, su gato, camina lentamente en esa ciudad de papel, según cuenta José Enrique, sin tirar ni un solo libro al suelo. Otras veces elige una de las pilas y de un salto se coloca sobre el libro más alto para echarse a dormir una siesta.
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José Enrique se mudó al barrio hace unos meses. Mientras unos muchachos descargaban un montón de cajas llenas de libros, una se abrió y un libro cayó al suelo. En ese mismo momento Juan y su madre iban camino a la escuela. Juan se detuvo porque le pareció que el libro se abría y cerraba en el aire muy rápido, como si quisiera echarse a volar. Mientras le contaba eso a su madre, José Enrique se acercó y le preguntó si le gustaban los libros. Le dijo
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además que los libros no volaban, pero que nos ayudaban a volar a los hombres y mujeres. Porque dentro de cada libro había una voz, y algunas de esas voces venían de muy lejos, desde el principio de los tiempos. Juan le preguntó por qué tenía tantos libros en su casa, preocupado por que no entraran tantos en una casa tan chica. Pero José Enrique le dijo que para él los libros nunca eran suficientes. Le contó que se había hecho profesor leyendo y que había seguido leyendo luego de terminar el profesorado. Porque los verdaderos lectores nunca dejan de querer un libro más. Juan le contó que vivían cerca y que un día le iba a pedir un libro prestado, y le dio el libro que un rato antes había parecido querer levantar vuelo. Con un libro empezó esa amistad. Y se extendió a los padres de Juan, que cada tanto conversaban con José Enrique en una esquina cualquiera, en la feria, en la plaza. A veces lo invitaban a pasar y tomaban un café, mientras él les contaba del jardín que cuidaba al fondo de su casa. Juan se reía, comentando que a José Enrique le gustaban todos los tipos de hojas. Y José Enrique asentía, acomodándose los lentes y acariciándose el bigote.
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Benjamín Morales, Escuela N.º 92, Melo, Cerro Largo
El niño y la copa
Motivos de Proteo, viii-ix («Mirando jugar a un niño»)
Valentino Dinegri, Juan Andrés Vuille y Benjamín Márquez de 6.º B de la Escuela N.º 8 de San Carlos, Maldonado
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osé Enrique salió a dar un paseo por el barrio. Le gustaba mucho caminar sin rumbo fijo, porque de esa manera, decía, los pensamientos se le iban acomodando en la cabeza. A veces se detenía en los detalles de las plantas, de las construcciones, de los nuevos locales que se abrían en el barrio. Más de una vez se había llevado un gajito de alguna planta que encontraba por ahí y que al llegar a su casa plantaba en el jardín. Se decía en el barrio que tenía uno de los jardines más lindos; una pena que daba hacia el fondo de la casa y solo él y sus vecinos podían apreciarlo. En la caminata de esa tarde se encontró a Juan un poco triste, porque mientras jugaba a la pelota en la plaza la pateó a la calle y un auto que pasaba la pisó. Juan sintió que su corazón daba un salto e imitaba el ruido seco de la pelota. José Enrique vio cada cosa desde uno de los bancos verdes de madera donde se había sentado a descansar. Le hizo una seña a Juan, que esperaba para cruzar la calle y recién se adelantó cuando el semáforo dio el verde. Levantó los restos de la pelota y la llevó con él. No alcanzó a preguntarle cómo estaba, porque en la cara de Juan se veía que no estaba bien. Se sentía triste y enojado. José Enrique se acomodó en el banco y le preguntó si aun así tenía ganas de escuchar una historia. Juan nunca decía que no. Ni cuando estaba triste como una hoja seca.
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Luciano Silveira, Escuela N.º 92, Melo, Cerro Largo
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El niño y la copa
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n niño jugaba en el jardín de su casa con una copa de cristal. Era una tarde clara, y un rayo de sol que alcanzaba a la copa le daba la forma de un prisma y los colores del arcoíris. Con una mano la sostenía no muy fuerte. En la otra mano tenía una pequeña rama con la que la golpeaba, despacio y reiteradamente. Después de cada golpecito, inclinaba la cabeza y la acercaba a la copa. Quedaba atento y asombrado por el sonido, que parecía nacido del vibrante canto de un pájaro y aleteaba hasta desaparecer en el aire. Estuvo un rato así, sacándole música a la copa, hasta que fue cambiando las reglas de su juego. Se inclinó en la tierra del jardín y, usando las manos como si fueran palas, juntó la arena limpia del camino y la fue dejando caer en el fondo de la copa hasta llenarla. Cuando terminó, alisó la arena de los bordes pasándole la palma. Al ratito le dieron ganas de volver a escuchar la música fresca y limpia que daba el cristal de la copa al ser golpeado con suavidad. Pero la copa, como si el alma musical hubiera desaparecido con la llegada de la arena, solo respondía con un sonido seco y sin gracia a los golpecitos que el niño daba con la rama. El niño, enojado, arrugó la cara y se cruzó de brazos. Estuvo a punto de llorar por la música perdida y apretó fuerte los dientes. En eso fue que miró a su alrededor con curiosidad. Sus ojos húmedos se detuvieron en una flor bien blanca y suave, que estaba en un cantero cercano y que parecía querer huir de las hojas para encontrarse con la mano del niño artista. Ahora el niño sonreía y se acercaba a la flor. Tuvo que estirarse mucho para poder agarrarla y contó con la ayuda del viento, que parecía ayudarlo soplando las ramas hacia él. Cuando pudo cortarla, volvió hasta donde estaba la copa y la colocó graciosamente dentro, como
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si fuera un florero, utilizando la misma arena que había quitado el sonido de la copa para sostener el tallo frágil de la flor. Se sintió orgulloso: se había salido con la suya, resolviendo el problema. Se había demostrado a sí mismo que, aunque lo que nos rodea a veces cambia, de forma opuesta a lo que esperamos, siempre hay manera de encontrar nuevas posibilidades. Así que tomó la copa y la levantó todo cuanto pudo, para pasear la flor, como en una victoria, por sobre todas las flores del jardín. —
EL NIÑO Y LA COPA
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Mientras José Enrique le contaba la historia del niño y la copa, pensaba en lo maravillosos que son el conocimiento de uno mismo y la capacidad de transformar en algo bueno aquello que no nos salió como esperábamos. La historia de este niño nos deja en claro que, en los momentos en los que todo se complica, debemos estar atentos a nuestra capacidad de cambiar el curso de los acontecimientos hacia nuestro bienestar, y que eso siempre es posible si lo creemos así. Si un día la copa da un precioso sonido pero de repente lo pierde, entonces nuestra meta debe ser buscar alrededor de nosotros una flor, una delicada y colorida flor de rico aroma, para colocarla sobre la copa que quedó muda. Lo que no debemos hacer nunca es romper la copa contra las piedras del camino porque haya dejado de emitir su suave sonido. En ese caso pensemos en la flor reparadora, que seguro estará cerca de nosotros y nos ayudará a torcer el rumbo de las cosas hacia donde queramos dirigirnos. Juan lo escuchó atentamente y el enojo fue cediendo a la fascinación por la historia. Él más de una vez había oído el sonido claro y limpio de una copa en la casa de su abuela. Miró los restos de la pelota y empezó a moldearlos. Cuando José Enrique llegó al final de la historia, Juan aprovechó el agujero que había quedado en la goma y metió dentro la cabeza. Se había hecho un sombrero rarísimo con los restos de la pelota, pero le pareció muy divertido.
Los dos rieron con ganas.
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—¿Me queda bien? —le preguntó a José Enrique.
Lanara Araujo, Dilan Sandoval y Luzmila Porro. Escuela N.º 5 de Fray Bentos, Rio Negro
La inscripción del faro de Alejandría
Motivos de Proteo, xxii
C
uando Juan se enoja, la cara se le pone bien colorada y más de uno en la escuela se ha atrevido a llamarlo Juan Tomate. Eso no lo disgusta tanto como lo que le pasó esa misma tarde en medio del recreo. Bueno, no solo en medio del recreo, también en medio de su cumpleaños. Y eso que había llegado contentísimo a la escuela con una funda de marcadores de muchos colores (colores raros, diferentes a los habituales, además) que le habían regalado sus padres. Mientras los ruidos del recreo crecían por todos lados y sus compañeros iban y venían, disputándose chapitas de refresco que se transformaban en pelotas, o elásticos con los que las chiquilinas daban saltos para todos lados formando figuras extrañísimas, Juan se puso a dibujar con sus marcadores en una hoja de garbanzo. Eso es lo que les está contando a José Enrique y a sus padres ahora que el festejo llega a su fin y todos se van poniendo de pie para llevar platitos de cartón y botellas a la cocina. Mientras acomodan las cosas en la casa, todos hacen silencio para escucharlo, porque al verlo rojo como el tomate su padre le preguntó cómo había estado el día en la escuela.
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Juan sigue contando: dice que dibujó un dragón marrón, con alas rojas, y que hasta el fuego del hocico le quedó maravilloso con los colores nuevos. Hasta ahora nadie sabe qué fue lo que lo enojó, pero enseguida cuenta que cuando sonó la campana salió corriendo para la clase y cuidó de no olvidarse de los marcadores. Lo que olvidó fue la hoja, que anduvo dando vueltas por el patio, debajo de la enorme tipa que está en el centro de la escuela y que en verano llena de flores amarillas el piso de baldosas. Marcelo, un chiquilín de sexto, encontró el dibujo en una ida al baño. Le gustó mucho y le agregó debajo su propio nombre. Después lo colgó en una de las carteleras y regresó a la clase. Cuando sonó el timbre del fin de jornada los niños salieron en estampida de cada clase. Las voces se fueron juntando en el aire y algunos se detuvieron delante de la cartelera a comentar maravillados lo bueno que estaba el dibujo que había hecho Marcelo. Juan se detuvo también, y primero lo ganó el asombro y enseguida la rabia.
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LA INSCRIPCIÓN DEL FARO DE ALEJANDRÍA
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Hubo empujones, forcejeos y gritos. Él aseguraba haber hecho el dibujo, aunque los otros dijeran que lo había hecho Marcelo. Hasta que le ganó el llanto y salió corriendo.
Madeley Monte, Escuela N.º 98, Salto, Salto
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La madre le acaricia la cabeza mientras lo cuenta, le corre el jopo hacia un costado y le dice que no se preocupe. Que él sabe que fue quien hizo el dibujo y que tiene la posibilidad de hacer todos los que quiera. Sin embargo, Marcelo no podrá hacer otro, aunque le den los mejores marcadores del mundo. Es en ese momento, mientras el padre le sirve un cafecito, que José Enrique decide contarle la historia del faro de Alejandría.
La inscripción del faro de Alejandría
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olomeo fue un general al servicio de Alejandro Magno (que tenía un caballo llamado Bucéfalo porque era fuerte como un toro) y el primero de una dinastía que gobernó durante tres siglos Egipto y sus alrededores. Este hombre de gran poder un día se propuso levantar una torre altísima en la isla que tiene a su frente Alejandría. Sobre la torre quería encender una enorme fogata que les sirviera a los barcos para orientarse y a su vez fuera el símbolo de la luz que enviaba al resto del mundo esa gran ciudad. Para convertir su idea en piedra buscó al arquitecto más capacitado, Sóstrato, un hombre que era, además, un gran artista y un reconocido ingeniero.
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LA INSCRIPCIÓN DEL FARO DE ALEJANDRÍA
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Antes de ponerse a trabajar, Sóstrato pensó de qué manera podía llevar a cabo aquella hazaña. Planificó, modeló en su mente torres diferentes, hasta que escogió la que más le gustaba. La imaginó cubierta de mármol blanco y sobre la roca más alta de la isla puso manos a la obra. El mármol fue tomando el cielo mientras el corazón de Tolomeo, que lo observaba trabajar, subía entusiasmado detrás de él. Con cada piedra que el artista trabajaba, ambos veían la gloria. Sóstrato sabía que lo que estaba haciendo era algo que perduraría mucho más que su propia vida. Y estuvo seguro de que había nacido para hacer ese monumento, que nadie podría haberlo hecho igual. Lo que había creado era el faro de Alejandría, que en la Antigüedad se contó entre las siete maravillas del mundo.
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Kevin Fagúndez, Escuela N.º 98, Salto, Salto
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Tolomeo, al admirar la obra del gran artista, sintió que a la creación le faltaba aún un último toque. Quería que su nombre de rey fuera tallado en la piedra y que se dispusiera ahí mismo un lugar donde descansarían sus restos cuando muriera. A Sóstrato le costó obedecer, porque esa creación era suya y le daba un poco de celos que tuviera el nombre de quien se la había encargado y no su propio nombre. No podía negarse, pero se le ocurrió una idea. Pensó la forma en la que, a medida que pasaran los años, cientos, miles, fuera su nombre, y no el del rey, el que leyeran sobre el mármol las generaciones del futuro. Con arena y cal hizo una falsa superficie para la lápida y sobre ella extendió la inscripción que Tolomeo le había pedido para honrarlo. Pero debajo, en las entrañas de la piedra, grabó su propio nombre. Su idea era que con el paso del tiempo se fuera perdiendo la parte de afuera, que incluía el nombre de Tolomeo, y quedara visible el suyo. No lo vería en vida, pero sí lo descubrirían las futuras generaciones, que podrían admirarlo de esa manera. Y así fue. La inscripción, que en vida de Tolomeo fue motivo de su orgullo, soportó luego las huellas del paso del tiempo, hasta que un día voló por los cielos hecho polvo el nombre del gobernante. Rota la cubierta de cal, se reveló en la piedra el nombre de Sóstrato, en letras gruesas, brillando con la fuerza del deseo, en realización de lo prohibido. Esa inscripción, que hacía justicia, duró lo que duró el monumento, firme como la verdad. —
LA INSCRIPCIÓN DEL FARO DE ALEJANDRÍA
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José Enrique bebe el café y observa que Juan parece más calmado. Tiene cara de dormido, después de un largo día de cumpleaños. José Enrique hace gestos con la mano, en la que sostiene un pedacito de bizcocho de anís. Dice que, así como el nombre del rey estaba escrito en la superficie, muchas personas se sienten en la superficie de las cosas, sin profundizar en sí mismas. Sin saber en muchos casos que allá dentro, donde se escribe la roca para que perdure, está su verdadero ser, todo el potencial de su originalidad. Es a eso a lo que deben apuntar los hombres, le dice
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a Juan, que lo escucha un poco despierto y un poco dormido; a luchar por conocerse a sí mismos y alcanzar un estado de originalidad propia. Y después, recordando el incidente del dibujo, le dice: «Entre la firma superficial de Marcelo y el dibujo, lo más importante es lo último. Creer que vale la pena apostar a lo superficial en vez de a lo más profundo es un error».
Nicole Banchero, Facundo Arévalo, Micaela Ceja y Cristian Dolci. Escuela N.º 5, Fray Bentos, Río Negro
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Juan sonríe y cabecea, dando a entender que comprendió la explicación. Después cruza los brazos sobre la mesa y se queda profundamente dormido.
Franco Cabral, Escuela N.º 157, Las Piedras, Canelones
El rey hospitalario
Ariel, iii
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n la escuela de Juan, para celebrar la primavera, decidieron hacer una fiesta de disfraces. A Juan le encanta disfrazarse, tanto en primavera como en carnaval. Incluso cuando organiza una pijamada en su casa con sus amigos más cercanos pone como condición que vengan con disfraces, y disfruta mucho al verlos diferentes y sentirse otro.
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EL REY HOSPITALARIO
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Ese día, en la escuela, todo se sentía distinto. Los gritos de los chiquilines, cada tanto el de las maestras agrupándolos por clases, los primeros olores de la primavera, la pelusa de los plátanos. Cada cosa le recordaba otros momentos de su vida. Se sentía más grande, se sentía feliz. Cuando quiso acordar lo rodeaban monstruos de caras rojas, piratas, odaliscas y bailarinas de flamenco. La música había empezado a sonar y el alboroto crecía con las conversaciones, las corridas, y los gritos. Pero, aunque estaba bien, en medio del ruido y de la charla de varios compañeros al mismo tiempo empezó a sentir la necesidad de estar tranquilo, de estar más cerca de él. «No me puedo escuchar a mí», pensaba. Así que dijo que ya volvía y fue a los baños del segundo piso, donde casi nunca iba nadie, y se encerró en uno de los individuales. Entonces se sintió mejor, como si volviera en sí, como si todas sus cosas reaparecieran, sus recuerdos, su día a día. Si bien disfrutaba con los otros, necesitaba el momento de replegarse sobre sí mismo.
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Mientras recordaba el día de clases que ya había terminado, sentado en el escalón de la entrada de su casa, pasó José Enrique con un paquete de diarios viejos atados con un piolín. Le preguntó si podía parar a descansar ahí y Juan sonrió. A José Enrique le gustaba hacer esas bromas. ¿Por qué le pedía permiso a él, si no era el dueño de la vereda? Como vio que tenía una marca roja en la cabeza le preguntó si se había lastimado, y Juan le dijo que no, que debía ser pintura. Después le contó de la fiesta de disfraces y se animó incluso a decirle que en medio del alboroto había necesitado estar solo y tranquilo. José Enrique se secó la transpiración de la frente con el puño de la camisa y se recostó a la pared. «Me recordaste una vieja historia», le dijo.
Alanis Sánchez, Escuela N.º 157, Las Piedras, Canelones
Agustina Acosta, Escuela N.º 157, Las Piedras, Canelones
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El rey hospitalario
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EL REY HOSPITALARIO
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ace muchísimos años, en una ciudad de Oriente, de donde han venido muchos de nuestros cuentos más memorables, vivía un rey. En la memoria de los hombres, con el tiempo, fue llamado el rey hospitalario, porque gustaba darle hospitalidad a quien lo solicitara. Desde lejos llegaban peregrinos a solicitar su bondad y él los alojaba sin preguntarles cómo eran ni qué hacían, revelando un enorme corazón. Su palacio era la casa del pueblo. Todo era tranquilidad en ese lugar y se vivía en armonía natural, sin que fuera necesario que hubiera guardias custodiando las puertas del castillo.
Junto a los portones se reunían grupos de pastores que ejecutaban música de diferentes regiones; en la tardecita los ancianos se enredaban en largas conversaciones y las muchachas, sobre juncos trenzados, acomodaban flores de increíbles aromas y colores. Mercaderes y vendedores ambulantes cruzaban a toda hora las puertas del castillo y enseñaban, frente a la atenta mirada del rey, las telas, las joyas y los perfumes que traían de la India o de Persia. Los peregrinos se tiraban a descansar junto al trono del rey, los pájaros descendían luego del almuerzo a comer las migas que quedaban sobre su mesa, y temprano en la mañana grupos de niños llegaban gritando de alegría al pie de la cama donde dormía el rey de la barba de plata y le contaban que el sol ya había salido.
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La naturaleza sentía también la atracción de su llamado generoso; vientos, aves y plantas parecían buscar la amistad humana en aquel oasis de hospitalidad. De las semillas que los pájaros llevaban y traían florecían en los muros del castillo
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alelíes, sin que nadie quisiera arrancarlos. Por las ventanas de las habitaciones corrían verdes enredaderas que daban color y vida a aquel lugar. Y el viento traía desde lejos cálidas canciones y dulces aromas que parecían instalarse en aquel recinto como si no quisieran perderse. El mar no estaba cerca; sin embargo, las olas que rompían en la costa volaban con el viento para dejar caer en las inmediaciones del castillo una fresca llovizna marina. Existía entonces en aquel lugar una libertad paradisíaca.
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
Muy dentro del castillo, aislada de la zona donde iban y venían los invitados, por unos caminos escondidos se hallaba una misteriosa habitación en la que nadie podía entrar. Solo entraba el rey en ese lugar. Solo el rey y nadie más. Su gran hospitalidad era para quien quisiera, en cualquier lugar del castillo, menos en esa habitación, rodeada de gruesos muros. A ese lugar no llegaba ni un solo ruido del exterior; ni el canto de los pastores, ni el sonido del viento, o los pájaros, o las risas de los niños. Un silencio como el de las cuevas reinaba en aquel lugar. Las luces eran suaves y le daban un aire tranquilo a la habitación. En el ambiente flotaba el perfume de la tranquilidad y las ganas de estar con uno mismo. El viejo rey aseguraba que, aunque nadie podía entrar hasta aquella habitación solo reservada para él, seguía siendo un hombre hospitalario, solo que los invitados de esa habitación no eran personas reales, sino sueños. En ese lugar el rey legendario soñaba, se liberaba de la realidad; en él se conectaba con su interior y sus pensamientos se pulían hasta brillar, como cuando el mar lava las piedritas de la orilla con su espuma; sobre su frente se desplegaban las alas de la mente. El día que el rey murió, la habitación donde se recogía en sí mismo fue clausurada y quedó muda para siempre, en su infinita tranquilidad. Nadie entró nunca, porque nadie se habría animado a poner un pie en aquel lugar donde el rey viejo quiso estar solo con sus sueños y aislado en un rincón de su alma.
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Juan sonrió. Le dijo que el rey le había copiado esas ganas de estar solo, lejos del ruido de la ciudad, lejos del ruido de los otros, en ese mundo que es uno mismo. José Enrique sonrió también y se quitó los anteojos para pasarles un pañuelo a los cristales. Y mientras lo hacía continuó: «Justamente. El escenario del cuento es tu interior. Es necesario estar abierto al mundo, a la diversidad y las posibilidades que ofrece, pero manteniendo en tu interior un espacio de libertad de reflexión para saber cómo obrar y cómo enriquecerte con eso, sin perderte en el desorden. Solo cuando puedas entrar en esa habitación que es tú mismo, podrás llamarte un hombre libre. Pensar, soñar, admirar, esos son los visitantes de mi celda».
EL REY HOSPITALARIO
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Juan se quedó mirando a José Enrique, que volvía a cargar el paquete de diarios viejos y se despedía camino a su casa. Imaginó que al llegar podría olvidarse de lo que lo rodeaba para estar más cerca de él mismo, como le había sucedido a Juan en la escuela y al rey hospitalario hace cientos de años.
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Ariatna Ferreyra, Luana Castillo y Lusniana Zamora. Escuela N.º 5, Fray Bentos, Río Negro
Un vuelo de pájaros
Motivos de Proteo, xxxvi
Ma. José Cejas. Escuela N.º 64, Tambores, Tacuarembó
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Sophía Torres. Escuela N.º 5, Fray Bentos, Río Negro
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a tarde está clara y fresca. El otoño se está empezando a dejar ver, volviendo doradas las hojas de los árboles. El papá de Juan, aprovechando que le quedan unos días de licencia, le pregunta si quiere ir a la plaza. Juan le grita que le dé solo cinco minutos más, que ya está terminando los deberes. Apenas lo hace, agarra el brochecito lila que le regaló Mariana en la escuela y, mientras baja la escalera, lo guarda en el bolsillo de la campera deportiva. El padre lo espera con la pelota debajo del brazo y un gorro de visera que le pone a Juan de un solo movimiento cuando se acerca.
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
Mientras caminan, conversan sobre las transformaciones que se dan en la Tierra cada tres meses con la llegada de las estaciones del año. Juan le cuenta cosas que ha aprendido en la escuela y algunas en videos de la computadora. El padre finge no conocer algunas de esas cosas y se divierte escuchando la explicación que para cada una tiene su hijo. Después el padre de Juan le pregunta si alguna vez oyó hablar del efecto mariposa. Juan dice que no y se pone en guardia, esperando que sea una broma de su padre, que aprovechará su inocencia para reírse y para hacerlo reír. Pero el padre, al contrario, se queda serio. —Dejame ver cómo te lo puedo explicar. Hay algo de verdad y algo de mito, pero dicen que una mariposa agitando las alas en una punta del mundo puede provocar un tornado en la otra punta. —¿Qué? Yo sabía que me estabas tomando el pelo —dice Juan haciendo un piquito con la mano y moviéndolo de atrás hacia adelante. Están llegando a la plaza y a lo lejos el padre de Juan ve a José Enrique, que salió con el bolso y su gato. Siempre lo lleva dentro para que no se escape, y a Juan le encanta jugar con él y cuidar que no se aleje. —Vamos a preguntarle a José Enrique. Seguro sabe —dice el padre.
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Juan sale corriendo, levantando una mano y dando un grito. Cuando llega junto a su amigo, el gato se esconde en el fondo del bolso y apenas deja ver dos ojitos brillantes. —Creo que lo asusté. Fue sin querer.
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UN VUELO DE PÁJAROS
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—Hola, Juan. ¿Cómo estás, Marcelo? —le dice, dándole la mano, al padre. Agitado y sin querer perder un minuto, Juan le confiesa a José Enrique que el aleteo de una mariposa en un rincón del mundo puede provocar un tornado en un lugar muy distante. —Escucha —le dice José Enrique sorprendido—, hagamos silencio. Los tres dejan de moverse. Suena lejano el chirrido de las hamacas, una bocina más lejos todavía, un perro en medio de la plaza que da un ladrido, el murmullo de dos niños que intentan subirse a un árbol. —«El aleteo de las alas de mariposa se puede sentir al otro lado del mundo» —susurra José Enrique—. Así dice un viejo proverbio chino. Y, en efecto, la cosa al parecer más insignificante puede transformarse en la cosa de mayor valor. No hay cosas pequeñas, hay situaciones. En algunas situaciones las cosas pequeñas pueden volverse las más grandes, las más importantes. Para catalogar un hecho como pequeño tendríamos que tener claro en su unidad, dentro de esa maquinaria maravillosa que es el universo, dónde está incluido ese hecho. ¿Tienen tiempo antes de pelotear? Les puedo contar una historia en la que unos personajes pequeños acabaron por darle una gran solución a un grupo de conquistadores.
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Un vuelo de pájaros
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esenta días después de haber zarpado, las carabelas de Colón surcaban el mar desierto con rumbo a occidente. Las aguas estaban quietas y no se veía nada en el horizonte, que parecía los labios de una estatua. Los marinos estaban cansados y enojados. Colón tenía fe y paciencia. Además, no quería mostrarse cansado frente a sus compañeros; por el contrario, trataba de contener el enojo de su gente, harta de todo, pero también de ver el mar, de sentir el ida y vuelta del barco, el mareo, el sol abrasándoles la piel. Nunca había suficiente comida, y la que había se la disputaban a las ratas en las cocinas y depósitos. Extrañaban a sus familias; si se enfermaban, no era sencillo recuperarse. Además, esa monotonía de solo ver agua en todas las horas del día. De repente una tarde, Alonso Pinzón, solo en lo alto del barco con un ojo en el catalejo, vio levantarse sobre el fondo dorado del atardecer una nube de pájaros que inclinaba su rumbo hacia el suroeste y se abismaba una vez más en la profundidad del horizonte. Si los pájaros iban en ese rumbo es que en ese rumbo estaba la tierra. Luego de pasar el día alimentándose en el mar volvían a sus nidos, y la carabela se disponía a seguirlos, a seguirlos a la tan deseada tierra firme. Si los conquistadores no se hubieran dejado guiar por los pájaros, las carabelas probablemente habrían llegado en mayor tiempo mucho más al norte de América, y vaya a saber qué suerte les hubiera deparado el destino. Fíjense cómo, en ese movimiento de hechos e ideas que han marcado el rumbo de la historia, el vuelo de los pájaros decidió así el porvenir de los imperios. En cuántos casos el vuelo de los pájaros transforma el destino de los hombres; vuelos
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de pájaros que hacen nacer el amor, vuelos de pájaros del heroísmo, vuelos de pájaros de la buena suerte, de la gloria que se gana y la fe que se pierde. —
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José Enrique terminó su historia con lágrimas en los ojos. Se había metido tan dentro de ella que era un pájaro más de los que cambiaban el rumbo de las cosas, o bien alguien que los identificaba y aprovechaba a su favor. Algo pequeño que se vuelve enorme. Algo que no parece ser tan importante y sin embargo lo es.
UN VUELO DE PÁJAROS
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En eso pensaba Juan mientras su padre y José Enrique seguían hablando. En el broche que tenía en el bolsillo. Era un brochecito lila, sencillo, pero para él no era solo eso. Si pensaba en él la recordaba, y sobre todo el momento en el que le dijo: «Si lo querés, te lo regalo». Pensó también que, perdido en la plaza, ese broche podía servirles a las hormigas como máquina trilladora. «Lo pequeño a veces es enorme», se dijo, y apretó el broche en el bolsillo.
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE Milagros Díaz Montiel. Escuela N.º 2, Trinidad, Flores
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Elías Raúl Gallo. Escuela N.º 40, Nueva Helvecia, Colonia
Los tres cuervos del descubrimiento de Islandia
Motivos de Proteo, cxxxv
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osé Enrique está acuclillado en el jardín de su casa cortando jazmines. Cuando se acerca el verano, el jazminero explota de aroma y de luz al cubrirse de flores blancas. Cleto, su gato, supone que se acuclilla para darle mimos, así que se interpone entre sus manos y la planta para que le rasque la cabeza. Le agradece con un ronroneo constante. Todos los años José Enrique aprovecha su paseo matutino para repartirles flores a las personas del barrio con las que se detiene a hablar cada tanto. No tiene un orden ni una preferencia. Los lleva en una bolsita de plástico, un poco escondidos, y cuando la ocasión se presta saca un ramito y se lo regala a alguien. Acaba de cruzar la avenida y viene caminando por la cuadra de Juan. No ve a Juan en la puerta, pero ve a su madre. José Enrique se da cuenta de que tiene unos papeles en la mano y supone que salió a pagar alguna cuenta o al almacén, así que saluda mientras pasa para no quitarle tiempo. Ella también lo saluda y se le acerca. Enseguida siente el olor de los jazmines, así que cierra los ojos y le pregunta a José Enrique si lo siente también, empezando a mirar hacia ambos lados a ver de dónde viene. Él responde que claro que lo siente, que son de su jardín. Entonces mete la mano en la bolsa y saca un ramito. La mamá de Juan agradece, y cuando él le pregunta cómo anda el niño ella le dice que bien, que todo anda bien, aunque a veces siente que es muy asustadizo. Hablan de los terrores nocturnos, esos miedos que a algunos niños los alcanzan en la noche y les impiden dormirse tranquilos. Buscan culpables: la televisión, algunos juegos de computadora, los libros de terror.
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Juan escucha desde su cuarto la voz de José Enrique y sale a la puerta. Cuando llega junto a ellos hacen silencio y solo aletean los saludos en el aire. No saben qué decir para disimular que hablaban de él, así que José Enrique le dice que vino tan rápido que casi no lo ve, que se asustó al verlo de repente. Sonríe por compromiso. La madre de Juan también sonríe, dice que ya vuelve y entra en la casa. Juan responde que esas cosas no dan miedo, pero le dice que parecido al miedo es lo que le pasa en la escuela con una
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LOS TRES CUERVOS DEL DESCUBRIMIENTO DE ISLANDIA
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chiquilina que le gusta. José Enrique le pregunta que cómo es eso de parecido al miedo. Juan le aclara que a veces se pone a dudar y no sabe si decírselo o no decirle nada. Y espera en la mitad del recreo hasta que se dice: «Es ahora». Y sale caminando muy confiado, pero el miedo lo vence y vuelve a pensarlo un rato más. A veces ni siquiera puede salir de su refugio y solo la mira a lo lejos, mientras sus trenzas saltan en la rayuela.
Gonzalo Cuadrado. Escuela N.º 64, Tambores, Tacuarembó
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
José Enrique sonríe como si de repente hubiera recordado algo, agarra un jazmincito y se lo da. Le dice que lo huela. Que ese aroma cura todos los miedos y por lo tanto da mucho valor. También le dice que si tiene ganas le cuenta una historia que acaba de recordar:
Los tres cuervos del descubrimiento de Islandia
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os navegantes noruegos que descubrieron esa enorme isla que es también un país y tiene por nombre Islandia cuentan en sus crónicas de viaje que, estando en alta mar, entre muros de hielo y mar helado, llevaban tres cuervos con ellos. En esa época no se conocía la brújula y era muy difícil ubicarse en el mar. Por eso es que los hombres de la antigüedad conocían muy bien el cielo, ya que de él se servían en la noche para no perderse. Estando en el medio del mar los navegantes, para aprovechar la ubicación de las aves, que es natural e instintiva, soltaron tres cuervos, uno de los cuales aleteó un poco y enseguida regresó al punto de partida. Otro se quedó en el barco, sin moverse, aunque lo dejaran en libertad. Y el tercero de los cuervos salió volando hacia adelante sin saber cuál sería su destino. El barco lo siguió a toda máquina mientras, a lo lejos, empezaba a verse la nueva tierra.
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También contigo van tres cuervos —siguió diciendo José Enrique—. Cuando te sientes sin brújula, desorientado, cuando pierdes la confianza en ti mismo y en ese inmenso mar que es la vida, no sabes qué camino tomar. Quizás vayas detrás del cuervo valiente y consigas llegar a una nueva tierra. Es posible también que el miedo de lo que puedas encontrar más adelante impida que sigas, y entonces hagas como el cuervo temeroso, que apenas se alejó un poco regresó a lo conocido. Sería una pena que, no animándote ni a una cosa ni a la otra, te quedaras quieto, en medio del camino, junto al cuervo que se ha quedado contigo, sin animarte a ninguno de los rumbos contrarios. Continuar
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LOS TRES CUERVOS DEL DESCUBRIMIENTO DE ISLANDIA
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quieto es mantenerse perdido. Siempre hay que tener curiosidad de buscar nuevos caminos hacia lo que vendrá. —
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Apenas termina de contar la historia, José Enrique le revuelve el pelo a Juan. La madre de Juan vuelve y le pregunta si quiere que ponga también su jazmín en un vaso con agua. Sonríen los tres mientras Juan asiente con la cabeza, y le dice a José Enrique que a él le encantaría recorrer mares y andar detrás del primero de los cuervos para descubrir nuevas tierras. José Enrique se despide, dice que tiene cosas que hacer. A Juan le hace gracia porque nunca le dice qué, pero lo imagina leyendo cientos de libros muy viejos, de donde saca todas esas historias que cuenta.
Fernanda García Martínez. Escuela N.º 40, Nueva Helvecia, Colonia
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
De cualquier manera, al otro día, mientras Juan vuelve de la escuela, se cruzan frente al quiosco y a la pasada Juan le asegura que al final hizo como el primer cuervo: se animó a seguir hacia adelante en medio del recreo y cuando llegó junto a Mariana le regaló el jazmín. José Enrique extiende una mano y Juan la choca. Le brillan los ojos de la alegría, como brilla el jazmín, dentro de un vaso, en la casa de Mariana.
Maia De León y Kiara Correa. Escuela N.º 8, San Carlos, Maldonado
La respuesta de Leuconoe
Motivos de Proteo, xvii
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s muy temprano en la mañana. Juan sale de su casa de la mano de su madre. Tiene cara de dormido y lleva, además de la mochila, un bolso de colores que contiene una cantimplora con agua de manzana y un táper con dos sándwiches. La mamá piensa acompañarlo hasta la escuela, pero, al ver que José Enrique se acerca caminando a lo lejos, espera que llegue hasta ellos y le pregunta si le gustaría acompañarlo él. Sabe que para Juan el viaje será entretenido con alguno de sus cuentos. Mientras esperan que José Enrique llegue hasta la puerta de la casa, Juan empieza a despertarse al imaginar los gritos en el ómnibus, los cantitos al chofer para que se apure, las largas charlas de amigos y los comentarios de la gente que pasa a través de la ventanilla. Además, piensa en que más de uno irá saludando a todo el que vea y riéndose hasta que le duela la panza cuando le respondan el saludo. Es la primera vez que salen de paseo en el año, y el destino es una chacra llamada Las Delicias, en el departamento de Canelones.
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LA RESPUESTA DE LEUCONOE
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Lo primero que llega es la voz de José Enrique, y enseguida su sonrisa. Salió a pasear con su gato Cleto dentro del morral. Dice que lo lleva de esa manera para que pueda disfrutar lo lindo del paseo, pero sin subirse a los árboles ni ser perseguido por los perros. Juan le acaricia la cabeza al gato y le cuenta a José Enrique que deben apurarse porque en la escuela tendrán un día de campo. La mamá le pregunta a José Enrique si quiere acompañarlo y él le dice que cómo se va a negar, que va a contarle la mejor de las historias que recuerda. Juan agrega que siempre hace lo mismo, que cada historia que cuenta jura que es la mejor. Y aunque él tiene sus preferidas no le revela cuáles son.
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A José Enrique le encanta la idea de acompañarlo y comenta que, cuando él todavía daba clases (trabajó muchos años como profesor de Literatura), uno de los días que más le gustaban era el día en el que iban de visita al campo. Se despiden de la madre de Juan con un gesto, mientras el niño le dice a José Enrique que él no conoce el campo y que hace un par de noches le costaba dormirse porque lo imaginaba de una forma muy particular: se le hacía
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verde e inmenso, y los árboles podían ser de una manera u otra, y a veces el cielo se juntaba con el pasto, y otras veces había ondulaciones en la tierra, y unos animales acá y otros allá. Le cuenta a José Enrique que cuando al otro día de soñarlo se lo contó a un compañero de clase, el compañero le dijo que el campo no era así, que cuando lo viera iba a ver cómo es, y ya no sería como era hasta entonces en su imaginación. —Las posibilidades de lo imaginado y la realidad —dice José Enrique—: ¡Qué lindo tema para ser tan tempranito! Me recordaste a Leuconoe.
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
Juan le pregunta a quién, levantando los brazos, como si hablara de una domadora de dragones. Entonces José Enrique se larga a contar:
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La respuesta de Leuconoe
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ubo una vez, en la Antigüedad, un emperador romano al que llamaban Trajano, que volviendo de una de sus grandes conquistas se detuvo en una ciudad donde, al reconocerlo, lo recibieron con honores y le ofrecieron las comidas más delicadas de Oriente. Un patricio, es decir, un integrante de la clase social privilegiada, pensó de qué manera homenajear al emperador. Entre las familias de la ciudad eligió a las muchachas más hermosas y les contó cuál era su intención: vestidas de maneras particulares, cada una de ellas representaría las tierras del mundo conocido, las que eran parte del Imperio romano y también las que no lo eran y pertenecían a los bárbaros. Le harían reverencia al César y de esa manera ofrecerían sus dones, es decir, las características que tenían esas tierras.
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Establecida la cantidad de tierras y la de muchachas que las representarían (y de las danzas que entrelazarían a una con la otra), el patricio se dio cuenta de que no coincidían en número: sobraba una persona. Entonces este hombre se refugió en la biblioteca (que es el mejor de los refugios siempre) y se puso a buscar en un viejo y polvoriento libro los rastros de una tierra desconocida por hombres y mujeres, pero que latía en algún lugar, esperando ser descubierta. Ya que les faltaba un país para ser representado en la recreación que harían, sugirió que fuera este, el país soñado. Mientras las otras tierras daban la oportunidad de lucir coloridos vestidos que simbolizaban sus bienes, sus alimentos y hasta sus geografías, era difícil representar a este nuevo país porque no se sabía nada de él, era un país de los sueños. Sin embargo, una muchacha que representaría a otro de los países, ante la posibilidad de hacerse con el país nuevo,
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LA RESPUESTA DE LEUCONOE
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prefirió esto último y se ofreció a ser quien lo personificara. Era la más joven de todas y su nombre era Leuconoe. Como nadie sabía qué cosas tenía ese país misterioso, acordaron que ella no llevaría un colorido disfraz. Llegó el día de la representación y las tierras desfilaron delante del señor del mundo. Le brindaron danzas de cada región y cada una le ofreció una manualidad que representaba a su tierra. Llamaban la atención los coloridos trajes y pañuelos, los aromas que desplegaba cada tierra representada. Antes que ninguna desfilaba Roma. La muchacha tenía un modo varonil de mostrar sus colores y fuerza, y agilidad en todos sus movimientos. La forma de caminar le daba aires de diosa y en sus ojos se veía la fuerza de un imperio. Enseguida venía Grecia, con hojitas de mirto alrededor de la cabeza y palabras que tenían el peso del mármol. Bretaña aludía al metal con el que forjaban las armaduras de los guerreros y trabajaban el bronce de las estatuas. Después Macedonia, en cuyos montes abundan los minerales. Fue fantástica la India, con montañas pintadas en sus ropas coloridas y ríos colosales, piedras de colores, marfil y plumas de papagayo. Más tarde desfiló la representante de Egipto; habló de sus pirámides, de sus esfinges y colosos, de una ciudad cuya torre iluminada señala el puerto a los marinos. Hasta que le tocó el turno a Leuconoe. Aunque desfiló con gracia y los ojos llenos de luz, parecía no ser parte de la armonía que había generado el resto de las tierras en conjunto. Llamaba la atención su blanco traje, que el viento movía a su antojo, dándole un aire fantasmal. Entonces el emperador preguntó cuál era la razón de su presencia, que contrastaba con el resto del desfile, salvo únicamente por un traje blanco y fino, como una página que todavía no se ha escrito. —Leuconoe —la llamó el emperador—, no te ha tocado un gran papel. Tu poca suerte quiso que la realidad se viera reflejada en el trabajo de tus compañeras. Admiro tu actuación de cualquier forma, pero si tuvieras que elegir un bien de tu tierra, ¿cuál sería ese que la representa?
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—¡Espacio! —dijo Leuconoe con sencillez. —¡Espacio! —repitió el césar—. ¡Es verdad! Sea una tierra apacible o risueña, verde o seca, habrá en esas tierras mucho espacio. Y en la imaginación de quien la piense, quién dice que no podrá haber mares azules y altísimas montañas de picos nevados. Tu respuesta, Leuconoe, habla del misterio de aquello que se sueña por encima de la realidad, porque son características de hombres y mujeres la esperanza y la imaginación. Pero, además, donde hay espacio siempre hay posibilidad de crear algo, de que nuestra tierra prospere y se expanda.
LA RESPUESTA DE LEUCONOE
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Luego de decir esto, el césar le puso un prendedor en el vestido, con una gruesa moneda de oro, que era símbolo de la victoria frente a las otras tierras. —
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Cuando José Enrique terminó la historia se estaban acercando a la escuela, y ya desde lejos se veía el ómnibus y muchos niños alrededor: unos correteaban, otros permanecían cerca de sus padres o madres. «No hay que olvidarse nunca de la importancia de ese espacio dentro de uno mismo donde siempre pueden brotar cosas. Debemos cuidar esas tierras de la imaginación, por definir o conquistar. Y ahora: ¡Que te diviertas! Te esperan las verdes tierras del campo». Así dijo José Enrique mientras se alejaba. Juan, que todavía tenía fresca la maravillosa historia de las tierras de la Antigüedad y las de la imaginación, se quedó junto a la maestra que, pidiéndoles una fila, empezaba a pasar la lista.
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE Valentina Soares de Lima. Escuela N.º 64, Tambores, Tacuarembó
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Paula Prado. Escuela N.º 41, Mercedes, Soriano
El barco que parte
Motivos de Proteo, xxxiv
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Una tarde de pesca». Eso fue lo que dijo el padre de Juan. Al niño le brillaron los ojos. Más de una vez había visto personas pescando a lo largo de la rambla de Montevideo o, en sus escapadas al interior del país, en ríos y arroyos. Todos tenían algo en común: estaban en silencio y parecían encontrar una linda relación entre la paciencia y la calma. También tenían en común que por lo general usaban gorras o sombreros para protegerse en las largas exposiciones al sol, y unas cañas largas que parecían querer pinchar el cielo. A Juan le encantaba mirarlos en secreto mientras hacían el movimiento para arrojar la carnada tan lejos como podían. Y si el día estaba tan tranquilo como los pescadores y apenas cruzaba una brisa, se oía caer la plomada allá a lo lejos: ¡plof!
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EL BARCO QUE PARTE
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Como si no fuera suficiente una tarde de pesca con sus padres en la escollera Sarandí, el papá de Juan había invitado a José Enrique, porque el profesor le había comentado que, si bien no era pescador, le gustaba mucho ir a sentarse frente al río. De esa manera sentía que con el agua iban corriendo sus pensamientos. Esa misma tarde se sentaron a lo largo del murallón. El río estaba color de león, como lo definió hace mucho Leopoldo Lugones, un poeta argentino, y a lo lejos se veían dos barcos que se perdían en el horizonte. Saludaron a los pescadores más cercanos y, sentados en sillas playeras, cada uno de los cuatro estuvo un rato en silencio mirando el horizonte. Cuando el papá de Juan empezó a tirar la línea, Juan se entusiasmó, pero le recordaron que había que hablar bajito para no espantar a los peces. Y aprovechando eso, mientras la mamá de Juan abría un paquete de galletas y servía limonada en vasos de plástico, volvieron al silencio de un rato antes. Miraron el ir y venir del río, algunos pájaros sobrevolando la costa, y a lo lejos un velero que empezaba a alejarse con rumbo desconocido. José Enrique fue el primero en advertirlo y los invitó a pensar con él mientras les aseguraba que también se pesca con los ojos. |||||
Romina Galarraga. Escuela N.º 41, Mercedes, Soriano
Lautaro Saraví. Escuela N.º 41, Mercedes, Soriano
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El barco que parte
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EL BARCO QUE PARTE
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iren la soledad del mar. Una línea, que llamamos horizonte, la cierra, tocando el cielo por todas partes. Un barco se aleja, ruidoso, desde la orilla. El sol empieza a ocultarse, la brisa dice «vamos» a las nubes mansas. El barco sigue adelantándose rumbo al horizonte. En el cielo deja una huella negra y en el mar una huella blanca. Avanza sobre las olas tranquilas. Ha llegado a esa línea donde el cielo y el mar se tocan. Solo el mástil, la parte más alta, todavía se ve desde la tierra y se va perdiendo lentamente, como hace el sol en los atardeceres. La línea se vuelve más misteriosa que antes. ¿Es acaso, como creían los hombres de la Antigüedad, el borde del abismo? Sabemos que no, que detrás de esa línea continúa el mar, se dilata, inmenso y más hondo, el mar inabarcable. Y del otro lado hay tierras que limitan con otros mares, y nuevas tierras, y otras más, que pinta el sol de los distintos climas, donde viven hombres y mujeres de las más diversas razas, dejando a la vista la redondez del mundo.
En ese lugar lejano, del otro lado del mundo, se encuentra el puerto hacia donde el barco ha partido. Tal vez nunca vuelva a hacer el camino hacia aquí, su destino son otros lugares, y desde este lugar uno puede sentir que en el fondo la línea del horizonte ha resultado el vacío donde todo termina.
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Pero es probable que un día, mirando la línea del horizonte, veas levantarse un poco de humo, y una bandera, un mástil, y la proa de un casco que te resulta conocido. ¡Es el barco que vuelve! Vuelve como el perro fiel a su dueño, luego de estar perdido. Quizás más pobre que cuando partió hacia otras tierras, quizás
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herido por la lucha con el mar, pero quizás también sano y lleno de objetos y alimentos de otros lugares. Probablemente trae con él el recuerdo de otros climas, ricos aromas de otras tierras, dulces frutas desconocidas y piedras preciosas que parecen pequeños soles. Tal vez trae gente más sencilla, más experimentada y con los brazos gruesos del duro trabajo. Tal vez trae hierros para construir casas, lanas para confeccionar diferentes tipos de tejidos y ropas, gruesos mármoles para adornar edificios y monumentos, y libros, escritos en letras pequeñas, donde aguardan pueblos de ideas. —
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
Juan escucha fascinado el final de la historia porque casualmente un carguero repleto de contenedores sale del puerto haciendo su sonido característico y todas las miradas se posan en él. De lejos parece de juguete, un barco de plástico repleto de cajas de colores. Juan aprovecha para comentarle a José Enrique que en la escuela estudiaron los barcos como medios de transporte, y que el vínculo del hombre y el barco es viejísimo. Gracias a ellos se descubrieron las diferentes tierras que conforman el mundo. José Enrique asiente con la cabeza. Le dice que lo que hacen los barcos es también lo que hacen los pensamientos o las ideas. Primero los tenemos cerca, luego se van hacia un lugar en el que no los tenemos presentes, hasta que los necesitamos, y entonces vuelven, con la fuerza con la que vuelven los barcos. En algún lugar, en ese horizonte donde los barcos se pierden, se queda ese conocimiento de las cosas y de nosotros mismos, a la espera de que nuestra propia mente los necesite y entonces nos los acerque, con la claridad y la fuerza de la luz. Le pregunta a Juan si nunca le pasó de leer un libro, olvidar la impresión que el libro le causó y, pasado el tiempo, darse cuenta de que el libro ha crecido dentro de él, transformándolo. Juan dice que sí, que eso le pasó con Don Quijote de la Mancha, un libro que le leyó su abuelo, noche a noche, en las últimas vacaciones de verano.
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—Una vez un compañero de clase dijo que se volvería loco leyendo todo lo que había que leer para la prueba. Enseguida me acordé de cuando le queman un montón de libros al hidalgo, porque creen que lo vuelven loco. José Enrique sonríe y le dice que es maravilloso eso, y que nuestro espacio interior, que se parece al mar por ser inabarcable e inmenso, consiste en mil reacciones y conexiones inmediatas, sin que nos demos cuenta. Cuando esos movimientos se convierten en una idea, o en la claridad frente a algún problema o un recuerdo que creíamos olvidado, salen a la luz y nos sorprenden con una modificación de nuestra personalidad.
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—Cualquier idea —dice José Enrique—, sentimiento o acto tuyo, aun el más mínimo, puede ser un punto de partida en esa inmensidad que es nuestra mente. Lo que se olvida se pierde en ella, como el barco que, desorientado, se pierde contra las rocas de una isla y ya no regresa. Pero también muchas veces es como el barco que regresa colmado de tesoros. Dicho esto, José Enrique se lleva el vasito de plástico a la boca y antes de llegar a beber celebra que el padre de Juan sintió el pique y empieza a hacer fuerza y a recoger. Juan le pide permiso para ayudarlo. El sol va poniendo el cielo de color rojizo y es fácil adivinar cuál será la cena de esa noche.
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Thiago Emanuel Rojas. Escuela N.º 2, Durazno, Durazno
El meditador y el esclavo
Motivos de Proteo, xxvii
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uan está en la escuela, sentado en su banco, escuchando a la maestra que habla de las invasiones inglesas. Detrás de Juan se sienta Mauricio. A veces son buenos amigos, y otras veces, feroces enemigos. En este momento Mauricio le tira una bolita de papel en la cabeza y en menos de un minuto lo volverá a hacer. Como sabe que a Juan le molesta, sigue haciéndolo sin que la maestra se dé cuenta. Cuando llega el momento del recreo Juan explota, se da vuelta y le grita a Mauricio. Tiene la cara roja y una vena del cuello le salta hacia afuera como si fuera una lombriz. Además de gritarle le sacude la mesa y todas las cosas de Mauricio caen al piso. Mauricio está sorprendido, y Juan, que va camino al baño, donde se encerrará a llorar de rabia, también. Es que Juan no se reconoce en el que se enojó de esa manera. Aunque le parece que estaba bien enojarse, siente que poco menos que se convirtió en otro.
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EL MEDITADOR Y EL ESCLAVO
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A la salida ya están amigados y el incidente lo olvidarán pronto. Sin embargo, Juan se irá pensando en ese otro que aparece a veces y que es una variación de él mismo. De eso se pondrá a hablar con José Enrique, en la esquina de su casa, cuando se acerque a acariciar el gato y el profesor le pregunte cómo le fue en la escuela. José Enrique le dirá que también él alguna vez se ha sentido distinto de sí mismo. Que ha hecho cosas que no esperaba hacer y que muchas veces hizo cosas que en otro momento hubiera jurado que no haría. Y después de preguntarle si tiene unos minutos y ante la afirmación de Juan, le contará:
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El meditador y el esclavo
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
ace muchísimos años, un hombre que escapaba de la ciudad de Atenas y de sus leyes, acusado de haber robado una reliquia, se refugió en una casa de campo, donde vivió escondido durante un tiempo. Cada tarde se retiraba a meditar en medio de la naturaleza de aquellos enormes jardines, donde la sombra y el silencio se volvían indispensables para el trabajo de pensar en sí mismo. Lo que buscaba aquel hombre era conocerse más profundamente, conocerse cada vez más.
Muy cerca del lugar donde él había decidido meditar, un esclavo, probablemente un enemigo capturado en alguna de las guerras y obligado a servirlos en adelante, se ocupaba de sacar agua de un pozo para verterla luego en una grieta en la tierra que regaba parte de las plantas a medida que el agua iba avanzando. Una tarde las miradas del huésped y el esclavo se encontraron. Soplaba un viento pesado y cálido. Con mucho calor y los brazos doloridos, el esclavo, después de mirar hacia todos lados, interrumpió la tarea y se tendió a lo largo de una piedra a descansar y aprovechar su frescura. —Necesito que me entiendas —dijo al pensador—; si eres una persona sensible, comprende mi situación, que ya no sé si estoy vivo con este castigo que cargo. Mira cómo las cadenas me lastiman las manos y de qué manera se encorva mi espalda. Pero lo que más me desespera es que, obedeciendo al aburrimiento, no puedo dejar de mirar la imagen de mi cara en la superficie del balde cada vez que saco agua del pozo. Vivo mirándola. De esa manera fue que hace años descubrí mi rostro casi infantil y ahora descubro esta máscara de angustia, y veré cómo,
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a medida que pase el tiempo, esa máscara irá dejando huellas, hasta llegar incluso a la muerte. Solamente he dejado de mirar mi reflejo cuando te vi aparecer y quedarte inmóvil por horas bajo los árboles. ¿Qué es lo que haces? ¿Sueñas despierto? ¿Hablas con el dios en el que crees? Si supieras cómo envidio tu concentración y tu quietud… Debe ser hermoso tener tanto tiempo libre como para poder dejar vagar los pensamientos.
EL MEDITADOR Y EL ESCLAVO
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—Lo que yo busco es ver dentro de mí —respondió el meditador—. Tengo la necesidad de saber quién soy, si merezco ser querido u olvidado. Y ese trabajo es tan importante y tan difícil como el trabajo que realizas cada día. Así como tú levantas cada día una imagen tuya del fondo del pozo, yo levanto de las profundidades de mi alma una imagen nueva de mí mismo; una imagen contradictoria con la anterior y que tiene una intención o un sentimiento. A veces una de esas imágenes de mí mismo es firme en su fuerza; otras veces un recuerdo la hiere, y entonces se disipa como las nubes. Puede que un día se haya quedado sin agua el pozo de donde sacas agua en todas las horas de tu vida, pero nunca desagotaré mi alma. De repente oyen un ruido de pasos entre la maleza y el esclavo vuelve a su trabajo. Una vez más se escucha el sonido que hace el balde cuando llega al fondo del pozo y el agua que chorrea mientras sube a la superficie. El sol de la tarde proyecta las sombras del meditador y del esclavo que se unen contra un árbol, en medio de la floresta. —
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Juan termina de escuchar la historia mientras le rasca al gato detrás de las orejas y consigue escuchar suavecito su ronroneo. Lo primero que hace es preguntarle a José Enrique si él ya ha llegado a conocerse por completo. Su amigo le contesta que uno siempre está aprendiendo y nunca deja de conocerse, ni siquiera cuando es adulto o cuando es anciano. A Juan le fascina esa posibilidad, la de encontrar un Juan infinito dentro de él mismo.
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Sebastián Vera. Escuela N.º 2, Durazno, Durazno
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
Priscila Martínez. Escuela N.º 2, Durazno, Durazno
La madre de Juan sale a la puerta y los llama moviendo el brazo. Cuando se acercan les dice que pasen a merendar. José Enrique acepta también. Y mientras bebe café y Juan su chocolatada, miran al gato con la cabeza hundida en un platito de leche. Juan pregunta: «¿Se dará cuenta de que es él mismo?». José Enrique sonríe y lo contagia a Juan.
Enrique Mónico. Escuela N.º 41, Mercedes, Soriano
El monje Teótimo
Motivos de Proteo, lxxxvii
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l padre de Juan está barriendo el jardín para juntar las hojas caducas que se sueltan de los árboles. El otoño se esparce con su tibieza y su luz particular, y poco a poco auspicia la llegada de la estación donde la vida está centrada dentro de las construcciones y no ya en los espacios abiertos. De lejos ve venir a José Enrique. Descubre que tiene su bolso de cuero puesto de costado y de lejos advierte que una vez más pasea con su gato. Sonríe, porque le parece una manera muy interesante. Como José Enrique sabe muchísimo, el padre de Juan se imagina que también su gato debe ser un gato muy culto. Cuando llega junto a él, José Enrique se detiene. Le pregunta si precisa ayuda con las hojas, mientras un remolino las esparce por todo el jardín una vez más. El padre de Juan sonríe y junta los hombros al cuello, en un gesto que si tuviera traducción sería: ¿Qué le voy a hacer?
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EL MONJE TEÓTIMO
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Hablan de muchas cosas detenidos a la entrada de la casa, y como pasa rato sin que aparezca Juan, José Enrique pregunta si salió a visitar a los abuelos. El padre de Juan le dice que no, que está adentro, en el altillo. Que hace unos días decidió encerrarse ahí con sus libros y juguetes y que apenas baja. «Ha encontrado su lugar en el mundo», dice. Después lo invita a pasar y mientras prepara un cafecito oyen a Juan hablar solo en la habitación de arriba. Simula que unos seres del espacio les hablan a los de la Tierra, y al rato es un capitán, y después solo se oyen sonidos de muñecos de plástico dando saltos en el piso de madera. Demora en bajar, pero lo atrae el olor a café y la presencia de José Enrique. Lleva en la mano una figura de plástico que tiene una larga túnica negra. José Enrique le pregunta si es un anacoreta y Juan suelta la risa y sacude la espalda. Después se apoya una mano en la cabeza y le pregunta: —¿Ana… qué?
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
—Bueno, un anacoreta es una persona que se aleja de todo lo que la rodea para estar totalmente sumergida en sí misma. En muchos casos son religiosos, y lo que buscan de esa manera es la cercanía con Dios, como si los hombres entorpecieran ese contacto con sus ruidos, sus acciones, sus movimientos. Para evitar el bochinche del mundo hay dos opciones: los viajes y la soledad. Los dos son necesarios en cierto grado. La soledad es un escudo de diamantes, es sueño reparador, en algunos momentos de la vida y por cierto tiempo. Pero no es la única forma de tener el alma a resguardo de las cosas del mundo que se nos imponen aunque no sean importantes, porque a la soledad le faltan dos elementos eficaces con los cuales llevar a cabo nuestros deseos de crecer como personas: la acción y la simpatía. La acción consigue que el movimiento sea suficiente como para traer a la superficie del alma todo lo que está en el fondo, olvidado. Y solo el estímulo de la simpatía alcanza para sostener nuestra relación con los demás. La soledad durante mucho tiempo termina siendo engañosa y peligrosa, no solo con relación al mundo de afuera, del que nos aparta, sino también en cuanto a nosotros mismos, porque nos sugiere cosas que al darnos contra la realidad se volverán polvo. Juan y su padre escuchan atentamente lo que dice José Enrique, que ahora mueve el muñeco por la mesa y lo coloca lejos de la taza, el azucarero y un platito, sobre una pila de frutas, en lo más alto. Y entonces se larga a contar la historia del monje que vivía alejado de todos.
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Sofía Maneiro. Escuela N.º 41, Mercedes, Soriano
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Celina Otte. Escuela N.º 41, Mercedes, Soriano
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El monje Teótimo
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
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o se conoce a nadie que haya vivido un retiro espiritual tan alejado como el monje anacoreta Teótimo, en alturas más propias de los nidos de águilas que de los lugares donde suelen verse personas. Después de una vida de placeres, a causa de un dolor profundo decidió alejarse de la humanidad, en una pequeña choza, su refugio, en lo alto de una montaña que era más alta que las nubes. Allí también la soledad era más triste que en ningún otro lado. Otros picos áridos eran lo único que tenía por vista. El suelo parecía una gigantesca espalda desnuda: no había árboles, ni arbustos, ni pasto. Todo era inmóvil y sin vida en esa zona, salvo un débil curso de agua que semejaba el llanto de la propia montaña, de donde bebían las águilas y otros animales acostumbrados a vivir en las alturas. En ese lugar desierto y triste ancló Teótimo su alma. En poco tiempo, sin tener tentaciones del mundo en las que distraerse, la gracia vino a él, como el sueño al cuerpo vencido de cansancio. Consiguió sentirse parte de su propio Dios y, a medida que aquel amor crecía, un fuerte sentimiento de lo pequeña que era en definitiva la humanidad crecía dentro de él. Comenzó a identificar que de todos los malos sentimientos el peor era la soberbia. Y, al mismo tiempo, a sentirse pequeño y poco importante. Comprendió que es bueno tener momentos de soledad, pero que abusar de ella puede hacernos caer en la soberbia. Pasaron largos años en los que Teótimo solo vivió para sí mismo momentos de penitencia. Antes de irse a ese lugar alejado, se había propuesto que, luego de un buen tiempo de soledad, iría a visitar la tumba de sus padres y más tarde volvería para siempre al desierto. Cumplido el plazo, tomó el camino del valle más cercano.
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Cada tanto veía que la montaña no era tan árida, sino que habían crecido arbustos y zonas cubiertas de pasto en sus laderas. Se sentó a descansar a la sombra de un arbolito. ¿Cuántos años hacía que no se detenía a mirar una flor, una rama, cualquier elemento de la alegría de la naturaleza llena de vida?
EL MONJE TEÓTIMO
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Lo sorprendió a sus pies una florcita blanca. Era de una gracia suave y tímida, sin aroma. Teótimo la miró con ternura. Mientras veía la perfecta armonía de su tallo y sus hojas y la gracia de su debilidad, una idea le ganó el pensamiento. También el cielo estaba pendiente de esa pequeña flor, como lo estaba de él mismo; también para ella destinaba un rayo de su amor. Sin embargo, para él esa idea no era dulce como para nosotros. Para Teótimo era una idea amarga y promovía dentro de su pecho una rebelión. ¿Todo el amor de Dios no era entonces para el alma del hombre? Era un pensamiento que, por más que intentaba quitárselo de encima, volvía con fuerza a molestarlo. Fue suficiente una débil florecita para que el monstruo de la soberbia, oculto en el corazón de Teótimo, disfrazado por la humildad, dejara de repente su escondite. Bajo la alegre bondad de la mañana, mientras un rayo de sol daba en el pecho del monje, apoyó su pie sobre la flor indefensa. —
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Juan parece sorprendido con el final de la historia. José Enrique lo advierte y vuelve a aclarar lo buena que es la soledad en cierta medida, que el problema es cuando uno exagera, porque corre el riesgo de sentirse superior a todos los seres de la tierra. Incluso le dice que le parece muy bien que tenga su espacio propio. Juan decide mostrarle el altillo y cada juguete con los que se entretiene cuando llega de la escuela.
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Cuando están bajando la escalera se oyen unos golpes a la puerta. El padre de Juan la abre. Es Marcos, que le pregunta a Juan si quiere jugar. Tiene una pelota amarilla debajo del brazo. Juan mira a su padre, que le responde con una guiñada. Se despide a los saltos de José Enrique y desaparece detrás de su amigo.
Pilar Rodríguez y Catalina Blanco. Escuela N.º 64, Tambores, Tacuarembó
Hylas
Motivos de Proteo, cxiv
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uando José Enrique llegó a la plaza, al primero que reconoció fue a su pequeño amigo Juan. Estaba sentado en uno de los bancos verdes de madera, con las manos cubriéndole la cara, frente a una pelotita de trapo. Él se fue acercando por detrás y le apoyó una mano en el hombro mientras lo saludaba. Juan estuvo sollozando unos minutos más. José Enrique se sentó a su lado y, cuando empezaba a imaginarse de dónde venía su tristeza, Juan le preguntó si él sabía de quién era esa pelota. Señaló con la punta del pie la pelota de trapo, una pelota de muchos colores que había perdido el brillo con la tierra de la plaza. José Enrique negó moviendo la cabeza hacia los lados. Juan le dijo que era de Sulky, un perro totalmente blanco, aunque una de las patas la tenía bien negra. Dijo también que era un perro de nadie o, mejor, que era un perro de todos. Que unas veces la que le daba de comer era la señora que vive junto al almacén, que otras veces el que le ponía agua en un platito era el señor que vende diarios, y hasta él mismo y su amigo Marcos le habían dejado comida que habían llevado desde su casa en un tachito amarillo que Sulky siempre tenía en su cucha.
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HYLAS
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Mirando la pelota lo había recordado, porque, aunque era un perro que parecía contento con su cucha en un rincón de la plaza, un día se había ido y nadie había vuelto a verlo. Contaba que durante días, con un montón de compañeros de la escuela, lo habían estado buscando, que habían gritado su nombre al cielo de la tarde, que hasta él mismo, sin decirle a nadie, una noche lo había dibujado en la última hoja del cuaderno de matemáticas a ver si obraba la magia y el perro aparecía. José Enrique le dijo que se quedara tranquilo, que siempre iba a llevar el recuerdo del perro en su corazón y que nunca, ni él ni sus amigos, debían perder la esperanza de que volviera. Después le dijo que su historia le había resultado tan interesante que ahora él, en agradecimiento, le iba a contar una que la misma historia de Sulky le había recordado.
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ylas fue un muchacho que acompañó a Hércules, el forzudo, en la expedición de los argonautas. Una larga travesía por mar, en un barco al que llamaban Argos (de ahí el nombre del equipo de aventureros), que es una de las leyendas griegas más antiguas.
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
Cuando desembarcaron frente a las costas de Misia, Hylas bajó a tierra y prometió a sus compañeros ir a buscar agua de algún manantial, porque llegaban sedientos. En el corazón de un bosque encontró una fuente de agua fresca y cristalina. Se inclinó sobre la fuente y, cuando todavía no había sumergido el recipiente que llevaba para juntar agua, unas ninfas —espíritus divinos de la naturaleza con forma de hermosas mujeres— aparecieron entre las ondas del agua y lo raptaron, prisionero de amor, y lo llevaron de inmediato a su casa encantada. Como veían que el día había pasado y que la noche empezaba a ganar el cielo, los compañeros de Hylas decidieron que era hora de salir a buscarlo, preocupados de que pudiera haberle ocurrido algo. Recorrieron la costa gritando su nombre y oyendo el eco de sus palabras, que a veces parecían el grito que suelen dar las gaviotas en la costa. Hylas no apareció, ni ese día, ni el siguiente, y los barcos tuvieron que reanudar su camino. Al principio de la primavera, en el poblado donde desapareció, preso del amor, comenzaron a gritar su nombre, y recorrieron la costa dejando en claro que la esperanza de encontrarlo estaba intacta. Cuando salían las primeras flores, cuando el viento empezaba a ser tibio y dulce, muchachos y muchachas del pueblo
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se entreveraban emocionados por los distintos lugares del poblado gritando: «¡Hylas! ¡Hylas!». Por las colinas se movían grupos de personas llamándolo. Por la playa iban otros grupos, nombrándolo también. «¡Hylas! ¡Hylas!», repetía el coro por todas partes. Y las mejillas de los jóvenes se volvían coloradas del esfuerzo y la alegría, y los pechos palpitaban de cansancio y de emoción. Y tanta gente de un lado para el otro sobre el campo parecía guirnaldas de colores, como las que se colgaban los días de fiesta. Cuando caía la noche, cada uno de los jóvenes volvía a su casa.
HYLAS
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La primavera siguiente, una vez más, todos saldrían a buscar al extraviado argonauta. Y así sería por siempre. Los jóvenes, que se movían con facilidad por montañas y claros, a medida que pasaba el tiempo envejecían, y eran otros jóvenes los que los suplantaban en la búsqueda. Cada generación entregaba el nombre legendario al viento de la primavera. «¡Hylas! ¡Hylas!», grito del cual nunca recibieron respuesta. Hylas nunca apareció. Pero de generación en generación se ejercitaba, en la fraternal búsqueda, la fuerza joven. La alegría del campo florecido penetraba en las almas, y cada día de esa fiesta ideal se reanimaba, con la calidez que nunca se apaga, la esperanza de una venida milagrosa. —
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Juan se emocionó con la aventura. Le parecía escuchar todavía el grito que daba la gente esperando volver a encontrar a su amigo. Un grito que se confundía con el del perro que tanto habían buscado. José Enrique le dijo que, en caso de que existiera un Hylas perdido a quien buscar, dentro del espíritu humano, del mundo de los pensamientos, Hylas siempre estaría vivo. Incluso si él nunca apareciera, ¿qué importaba, si la acción de buscarlo entre toda la comunidad sería una manera de mantener el reconocimiento de la vida?
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Juan le dijo que ni Marcos ni él dejarían de buscar a Sulky nunca. Que no lo harían solo en primavera, sino cada vez que fueran a la plaza. José Enrique sonreía y se estiró hasta alcanzar la pelota de trapo. La miró de cerca y la sostuvo mientras continuaba diciendo: «Será entonces algo que te obligue a moverte, a mantener la búsqueda, a no detenerte en la idea de hacer algo por otro. Un gesto del corazón».
Luisana De Souza. Escuela N.º 2, Durazno, Durazno
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
Después le dio la pelota a Juan y le preguntó si no quería conservarla. Juan primero le dijo que no, que si venía Sulky iba a necesitarla. Pero después sintió que podía llevársela y traerla cada vez que lo buscaran, asumir el compromiso de no detener nunca la búsqueda, por lo que representaba para Sulky, en caso de que volviera, y por lo que significaba para él y para los otros que lo extrañaban, si no volvían a verlo.
Julieta Vilizzio. Escuela N.º 8, San Carlos, Maldonado
Los seis peregrinos
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uan está sentado en la puerta de su casa. Tiene una lupa en la mano, con la que observa cuidadosamente diversas cosas que encuentra en el jardín: hojas secas, pelusitas de los árboles, corteza, e incluso algunos insectos. Así lo sorprende José Enrique, con un ojo chiquito y el otro enorme. Tiene un pedazo de corteza sobre las piernas y observa entre los pliegues de la madera elevaciones que forman largos caminos.
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LOS SEIS PEREGRINOS
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—¿Cómo anda, mi amigo? —saluda José Enrique. —Descubriendo cosas del mundo —contesta Juan, y se mueve para que José Enrique se siente junto a él en la otra parte del escalón. —Me parece que acá tenemos un biólogo. —O un paleontólogo…, o también podría ser un arqueólogo —responde Juan sin dejar de mirar la corteza a través de la lupa. —Faltan muchos años todavía para confirmar a qué vas a dedicarte. A medida que crezcas irás siendo un poco otra persona, y hay que ver si esa estará de acuerdo con esta —le dice, tocándole afectuosamente la cabeza. Juan le pregunta si él siempre supo que quería ser profesor. José Enrique le dice que él no, pero que su hermano sí. Desde niño ya mostraba curiosidad por los fenómenos de la física. Hacía experimentos todo el día, y apenas terminó el liceo entró en el profesorado y a los pocos años estaba afuera, con el diploma y pronto a dar clases. Le cuenta que él no estuvo tan convencido, que primero probó con las matemáticas, luego estudió filosofía, después idiomas, y al final se decidió por literatura. —Un montón de cosas —responde Juan, ahora sí, mirándolo a los ojos. |||||
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José Enrique le cuenta que cada una de esas cosas le abrió una puerta diferente y de una saltó a la otra, hasta que encontró lo que realmente creía mejor para sí mismo. Como Idomeneo, uno de los seis peregrinos.
Denisse Pérez. Escuela N.º 8, San Carlos, Maldonado
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
—¿Quién? ¿Quiénes son los seis peregrinos?
Los seis peregrinos
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LOS SEIS PEREGRINOS
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uentan leyendas que no están escritas que Endimión, un evangelista de quien nada sabe la historia, recorría las islas griegas llevando su conocimiento y su fe. En una pequeña ciudad sus palabras tocaron el corazón de seis jóvenes, a quienes convenció con su sabiduría, y estos decidieron seguir sus ideas y, por lo tanto, seguirlo a él. Durante un tiempo vivieron todos en comunidad. Hasta que un día los muchachos decidieron que aquello que pensaban entre todos era tan importante que todo el mundo debía conocerlo. Así que decidieron salir a recorrer las islas y llegar hasta donde el cielo quisiera, jurando que no detendrían su impulso mientras uno de ellos continuara con vida. Pero resulta que Endimión, su maestro, necesitaba completar lo antes posible su viaje por la isla, así que quedaron en que, después de pasados muchos días con sus noches, él y los jóvenes se encontrarían en un puerto de la zona, desde donde atravesarían el mar para llevar su conocimiento a otras tierras.
El tiempo transcurrió para todos como en un pestañeo. Enseguida llegó el día de la reunión. Se encontrarían en el puerto acordado. Era una mañana alegre. Cargaron agua fresca y frutas, y los seis amigos, bajo el sol del camino, que brillaba en sus almas, partieron a reunirse con el maestro.
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Caminaban alegres, en medio de las hojas que iba soltando el otoño, y tiñendo las plantas del color de la última hora del día, cuando oyeron unos sonidos de dolor que venían de entre la espesura. Eran los lamentos de un pastor muy lastimado, a quien
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al parecer habían atacado los lobos. Se acercaron todos a ayudarlo, salvo uno de ellos, Agenor, quien había permanecido indiferente a los sonidos desde el primer momento, pensando que podían ser ruidos de los que suele soltar el viento, y distraído de todo aquello que no fuera la idea que tenía latiendo en su cabeza: llegar junto al maestro. Era tan fuerte esa idea que decidió no detenerse a ayudar al herido como sus compañeros y continuó su camino hacia el puerto, mirando únicamente hacia adelante.
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
Los otros peregrinos, luego de haber lavado el cuerpo del pastor y de haberlo vendado con pedazos de telas que arrancaron de sus propios ropajes, lo llevaron hasta su choza, en lo alto de una ladera. Ahí los sorprendió la noche. Al otro día, al amanecer, Nearco, uno de los peregrinos, quien se mostraba callado y con la mirada perdida, decidió comunicarles a todos que, luego de pensarlo mucho, había llegado a la conclusión de que, si había tanto dolor alrededor de ellos, ¿por qué razón alejarse a otras tierras a llevar su conocimiento y no distribuirlo en ese mismo lugar? Les contó que esa misma noche había soñado con el pastor, que le impedía seguir adelante. Y, cuando consiguió apartarlo, fueron los arbustos y las ramas de los árboles los que le impidieron seguir, enganchándose a su ropa. Tomó esto como un mensaje para sí mismo y, luego de abrazar a sus compañeros, regresó a la ciudad. Los otros cuatro peregrinos siguieron el camino conversando animadamente. De todos ellos, Idomeneo parecía ser el que, por su gran espiritualidad, llenaba la ausencia del maestro. Había sido además el primero en ayudar al pastor herido. Era inteligente y tierno. Y cada vez que alguna flor asomaba entre las hojas de una mata él corría a admirarla, revelando su curiosidad y su fascinación por la maravilla en la pequeñez. Cuando el viento traía el sonido de un instrumento musical o el canto de una cigarra, Idomeneo se detenía y ponía atención en el sonido dulce, cerrando los ojos y demostrando disfrutarlo con todo su cuerpo. Juntaba piedritas redondas del borde de los caminos, se detenía en el vuelo de las aves que cruzaban la montaña y, si a lo lejos
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veía la punta de una vela blanca sobre el mar azul, encontraba en la belleza tranquilidad y placer. Caminaron durante horas hasta que divisaron los techos de un pequeño poblado alcanzados por el dorado sol de la tarde. Vieron de lejos un gran grupo de personas formando un círculo y les preguntaron a unos labradores qué estaba ocurriendo. Se trataba de la función de un mendigo ambulante, conocido por todos en el pueblo, que hacía un espectáculo musical a cambio de objetos o alimentos. Idomeneo propuso detenerse a escucharlo.
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LOS SEIS PEREGRINOS
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Tras un silencio respetuoso el mendigo cantó, tañendo las cuerdas de la lira. Flotaron en el aire las historias y las leyendas, elementos que estaban en todas las memorias pero que parecían recobrar su fuerza en los poemas, en la frescura de la invención y de la interpretación de aquel hombre. Todos lo escucharon maravillados hablar de la historia de Grecia y los mitos griegos: historias de héroes que salvaban pueblos de monstruos terribles, de diosas de poderes y belleza extraordinarios, o increíbles historias de amor. Lucio, uno de los cuatro peregrinos, tenía un gesto que mezclaba placer y tristeza. Les comentó a sus compañeros que ese canto le había recobrado el amor por los dioses a los que hasta hacía poco tiempo había rendido tributo, y reconocía que su fe había sido herida de muerte por la poesía; por lo tanto, decidía no continuar con el viaje hacia el puerto. Idomeneo le dijo que a él le pasaba lo contrario, ya que con ese cantar él se había sentido más fuerte en su propia fe, y que elegía el canto en sí mismo, más allá de no estar de acuerdo con lo que decía.
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El viaje lo continuaron Idomeneo, Merión y Adimanto. El día siguiente, sintiéndose sedientos, divisaron el techo de una granja a lo lejos y hacia ahí se dirigieron. Era una hermosa casa de campo, rodeada de vegetación y con una enorme viña que crecía hacia el horizonte, ofreciendo sus dulces frutos a los
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peregrinos. Era el momento del año en el que se prepara la vendimia, para obtener vino de las uvas. Algunos de los trabajadores removían toneles. Otros afilaban cuchillos para cortar racimos. Un grupo de mujeres tejía cestas de mimbre para recoger la fruta y transportarla. A todos se los veía contentos, haciendo un trabajo colectivo que les proporcionaba alegría y los unía.
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
Después de beber hasta saciarse y mientras se despedían para regresar a su camino, el encargado de la viña les preguntó si querían quedarse a compartir el trabajo con ellos, porque no eran tantos hombres y debían terminar la vendimia para el día que habían prometido al dueño de las tierras. Los peregrinos, que no habían resultado insensibles a la tentación del trabajo y que agradecían, además, la hospitalidad que habían recibido, accedieron y los ayudaron a terminar las tareas más rápido. Adimanto recolectó los racimos. Merión los transportó e Idomeneo prensó la uva. Trabajaron tanto en ese día que el encargado de la viña reconoció que había perdido el miedo de no conseguirlo. Entonces empezó la fiesta, y con alegría brindaron por el esfuerzo colectivo, con vinos cosechados en años anteriores. Idomeneo invitó a sus compañeros a brindar por la fe que los unía y, apartados apenas del resto, levantaron las copas que el sol hizo brillar en el final de la tarde. Un rato después se dejó caer la noche, y con ella los tres peregrinos, que buscaron un lugar cómodo donde tenderse a dormir. Sin embargo, Merión escuchaba a los lejos la fiesta de los trabajadores celebrando el vino nuevo, la música de los instrumentos, los bailes, los gritos de alegría. Así que en determinado momento se levantó y se unió al festejo. Pasó la noche celebrando con sus compañeros y se acostó muy tarde, decidido a quedarse con los obreros de la vendimia. Por eso, cuando Idomeneo y Argentor lo despertaron, él se despidió, dejando en claro que era en aquel lugar donde había elegido quedarse.
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Idomeneo y Adimanto partieron. Más de una vez pensaron qué sería de Agenor, aquel de los peregrinos que en su impaciencia había decidido adelantarse a los otros. ¿Habría llegado al final del viaje o tal vez seguía caminando hacia adelante con el ciego impulso de la fascinación?
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Un poco después Idomeneo y Adimanto vieron abrirse ante su paso una hermosa llanura por donde el camino serpenteaba. Blancas aldeas, amarillos terrenos de cereales cultivados, bosques tupidos a cuyos pies se deslizaba la corriente de un río, y allá, a lo lejos, el mar azul. Caminaban asombrados con aquel paisaje que les proporcionaba al mismo tiempo paz y belleza cuando sintieron muy cerca el aroma que desprenden las manzanas silvestres. Traspusieron el vallado que separaba los terrenos y, atravesando el matorral, apareció ante sus ojos la naturaleza en toda su dimensión. Bajo la bóveda que formaban las copas de los árboles se veía latir la vida, juegos de la luz que se filtraba por entre las ramas con las sombras de los arbustos que movía el viento. Las frutas colgaban de las ramas, pero también se las veía en la tierra, transformándose y confundiéndose con ella. Parecía un lugar en el que ningún humano hubiera puesto un pie. A medida que se internaban en la espesura del bosque, Idomeneo sentía cómo la naturaleza le abrazaba el alma. Admiraba, con la admiración que pone húmedos los ojos, todo lo que lo rodeaba. Se sentía vivo en ese ambiente, tenía dulces palabras para las flores silvestres que aparecían de repente en su camino, se detenía a grabar el signo de la cruz en la corteza de los árboles. La alegría de la vida subía desde los pies de su propio ser, se hacía más dulce con el sabor de la nueva fe.
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Vagando fascinado como un niño, lo sorprendió el atardecer en aquel monte. A la mañana siguiente Idomeneo recordó que solo faltaba un día para terminar el viaje, así que guardó sus cosas en su pequeña bolsa de cuero y, lleno de energía, decidió ponerse en movimiento. Buscó a Adimanto entre
Margarita Suanes. Escuela N.º 2, Durazno, Durazno
María Blanco. Escuela N.º 8, San Carlos, Maldonado
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la espesura y lo invitó a rehacer el camino, pero Adimanto confesó tristemente que no se animaba a presentarse frente al maestro. Pensaba que podía estar enojado porque habían demorado mucho, si es que ya no había partido a la llegada de Agenor. A pesar de que Idomeneo intentó convencerlo, con la cabeza baja desapareció en la espesura del bosque.
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LOS SEIS PEREGRINOS
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Idomeneo continuó solo el camino. No tardó en ver a lo lejos, sobre la playa, un pueblo de pescadores, de casas blancas a las que bañaba el sol y el mar. Las palmeras se movían alrededor del poblado como si le hicieran señas de que se acercara. A las personas que veía en la puerta de sus casas les preguntaba si alguno había visto pasar a Agenor, y supo que sí, ya que lo describieron muy apurado, con un gesto duro, como el que ellos le habían visto unos días antes. Y además mencionaron la indiferencia que tenía frente a los que se detenían a hablarle: «Parecía un sonámbulo», juraban. Pasó como decían los pobladores. Agenor había llegado al final del viaje unos días antes, en un solo impulso de deseo desde su partida, sin cansarse, sin detenerse en los peligros del camino ni en las maravillas de la naturaleza. Apenas llegó cayó cansadísimo a los pies del maestro, aunque feliz de haber conseguido lo que se proponía. Durante tres mañanas y tres tardes miraron al camino muchas veces para ver si veían a los otros peregrinos. Hasta que descubrieron a Idomeneo y por él supieron, con cierto dolor, que ya no hacía falta esperar a nadie más. Endimión puso a Agenor a su derecha, a Idomeneo a su izquierda y, entonando una las canciones que resaltan la felicidad del caminante, marcharon juntos hacia el mar. Nubes extrañas parecían extrañas cuevas en el horizonte. La vela del barco en el que viajaban se agitaba con el viento y parecía un enorme corazón blanco.
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Y así, junto al maestro que representaba para ellos la verdad, ajenos a las tentaciones que habían desviado a los otros peregrinos, partieron. Agenor entusiasmado, inflexible, con la obsesión que domina todo lo otro; Idomeneo representando la certeza amplia, graciosa, dueña de sí para corresponder con fidelidad al reclamo de las cosas. El que supo atender a las voces que le pidieron caridad, el arte, el trabajo, la naturaleza, y que de cada cosa que había vivido en cada situación había obtenido una enseñanza, que formaba parte ahora de su propio ser. —
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
Juan escuchó la historia de los peregrinos con la satisfacción dibujada en los ojos. A medida que José Enrique avanzaba, el niño tenía la mirada fija en las baldosas de la vereda, pero no era eso lo que veía, sino más allá, en su imaginación, unas veces a Endimión, otras a los peregrinos. Durante un rato estuvo hipnotizado con las palabras, como si él mismo fuera Idomeneo en su largo viaje, aprendiendo de cada experiencia con la que se encontraba en el camino, para continuar el viaje, pero deteniéndose en el camino a aprender de cada cosa que lo rodeaba. José Enrique disfrutó con el placer que la historia le había proporcionado a su pequeño amigo. Y, como habían estado conversando un largo rato, decidió volver a su casa a continuar un libro que venía leyendo desde hacía unos días. Pero antes se despidió de Juan, que le aseguraba que no iba a apurarse a decidir qué oficio o profesión elegiría en el futuro. —Todavía tengo mucho tiempo para pensarlo —dijo el niño—. Mándele saludos al gato Cleto.
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Aldana Villenau. Escuela N.º 157, Las Piedras, Canelones
La despedida de Gorgias
Motivos de Proteo, cxxvii
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uan y su mamá están sentados en la terminal de ómnibus. Esperan el coche que trae a Herminia, la abuela de Juan. Él se entretiene contando la cantidad de personas que bajan y suben a los ómnibus cada tanto. Imagina desde qué ciudades pueden venir, a qué lugar pueden estar dirigiéndose. Si van a vender algo a poblados de otros departamentos o a visitar familiares, si alguno de esos muchachos quiere llegar pronto a su ciudad para estar cerca de su esposa y su hijo recién nacido. Pensando en los viajes recuerda lo que les dijo la maestra unos días antes: que el año siguiente ya no la verán en la escuela porque se irá a vivir al norte, a un pueblo bastante lejos. Todos le preguntaron si volvería cada tanto a verlos y ella contestó que claro que sí. A Juan eso le dejó una esperanza, pero es grande la tristeza de saber que ya no la verá no solo en la escuela, tampoco en la panadería, en el almacén o en la plaza, donde se cruzan muy a menudo.
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LA DESPEDIDA DE GORGIAS
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Con ese gesto lo sorprende José Enrique, que acaba de despedir a un amigo en la terminal. Los saluda con afecto y le pregunta a qué se debe esa cara tristona. Así lo dice él. La madre de Juan le cuenta que están esperando a la abuela, pero Juan dice que esa cara no es por eso, que está contento de que la abuela venga a verlo, porque además siempre le trae alfajores. Juan le cuenta que la maestra se irá a vivir lejos y piensa en todo lo que han aprendido con ella, cosas dentro del aula, pero también fuera. A ser mejores estudiantes y mejores personas. Le dice que no sabe si en otra maestra podrán encontrar todo lo que encontraron en ella. La mamá de Juan aprovecha que está con José Enrique para ir a hacer un mandado. Les dice que vuelve en unos minutos, cuando José Enrique empieza a contarle a Juan una de sus historias, que tiene por título «La despedida de Gorgias».
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE Santiago Secadas y Gonzalo Cabrera. Escuela N.º 51, Florida, Florida
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Brissa Agüero. Escuela N.º 51, Florida, Florida
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La despedida de Gorgias
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
ivió hace muchísimos años en la antigua Grecia un pensador que se llamaba Gorgias. Era muy inteligente y a veces decía cosas que no les gustaban a los que gobernaban en ese momento, así que un día fue condenado a muerte, algo que en aquel entonces no era demasiado raro. Así como había gente a la que no le gustaba lo que él sostenía, otras personas eran sus fieles seguidoras, y a estas les agradaba escucharlo durante horas hablar de las cosas de la vida y de sus creencias.
Por eso, cuando Gorgias se estaba despidiendo, uno de sus discípulos, que se llamaba Lucio, le dijo que no se preocupara, que ellos iban a mantener sin alterar su verdad, que continuarían compartiendo con los demás sus ideas, sin modificarlas. Pero entonces Gorgias, al escuchar eso, le respondió que la verdad, que las creencias, que el conocimiento no eran algo estático, duro y quieto como una piedra, sino algo que estaba en continuo movimiento. Y que así debía ser, porque así, en movimiento y en transformación, estaban todas las cosas en el universo. Y para ejemplificarlo, ya que esa era una manera de explicar mejor lo que creía, dijo que contaría un sueño muy raro que su madre había tenido una vez. «Cuando yo era niño mi madre estaba tan contenta con mi hermosura, con mi bondad, y sobre todo con la manera en la que yo le devolvía todo su amor con más amor, que le daba mucho miedo que un día mi niñez pasara y todo aquello se perdiera. Muchas veces la oí repetir: “¡Cuánto daría yo por que nunca dejaras de ser niño!”. Se anticipaba a llorar por todas las cosas
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lindas que perdería el día que creciera. No aceptaba que el tiempo pasa y que lo natural es que crezcamos, que cambiemos. »Una vez la escuchó una señora del barrio que siempre hacía hechizos y le aseguró que, si ella quería, podía decirle cómo tenía que hacer para que se cumpliera ese deseo que iba contra los principios básicos de la naturaleza. Diciendo algunas palabras mágicas, cada día debía apoyarme en el pecho una paloma y en mi frente una flor extraña que había que pedirle a algún viajero. Cuando consiguió la flor, mi madre cumplió con el ritual cada día. Exprimía la flor sobre mi frente, con lo que mi pensamiento se mantendría fresco y puro como el de un niño. Cansada de este trabajo diario, una tarde la venció el sueño, me acostó a dormir la siesta y se recostó a mi lado. Soñó que hacía cada una de las cosas que la vecina le había dicho durante mucho tiempo y que, a medida que ella se iba volviendo anciana, se alegraba de que a mí nada me alterara y siguiera siendo el niño de siempre.
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LA DESPEDIDA DE GORGIAS
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»Pero un día no consiguió más palomas, ni el viajero encontró en su camino la flor mágica. Y al ir a despertarme la mañana siguiente, en mi lugar encontró a un hombre viejo, serio y cansado. Nada había de alegría en mi mirada, todo lo contrario. Tenía los ojos de los hombres que han sufrido mucho. Le dije que era una mujer muy mala, que su terrible egoísmo me había robado la vida, que había hecho de mi alma un juguete roto, que me había privado de la acción que ennoblece, del pensamiento que ilumina, del amor que crea. Le pedí que me devolviera todo lo que me había quitado antes de que definitivamente la muerte me llevara, así, enojado y rencoroso. »Aquí terminó el sueño de mi madre. Se despertó con un grito y desde ese momento entendió que mi niñez tendría un tiempo como el de todo el mundo, y que luego pasaría a vivir otra edad la maravillosa, y así en cada momento de la vida». |||||
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Gorgias les explicó entonces a los discípulos que su filosofía, su manera de pensar, sus creencias no son parte de una religión que tome al hombre desde su niñez y, con la fe que le otorga, quiera adueñarse de su vida, eternizando en él la condición de infancia, como quiso hacer su madre antes de ser desengañada por su sueño. «Así como las personas crecen y cambian —les dijo—, así también lo van haciendo las ideas cuando las pensamos. Yo fui su maestro. Yo quise darles el amor de la verdad, no la verdad, que es infinita. Continúen buscándola y renovándola ustedes, como el pescador, que todos los días tira su red sabiendo que nunca el mar se agotará de darle peces». —
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
Juan se quedó agarrado a la imagen de la red e imitó la forma de tirar una atarraya que había visto más de una vez en el río. Le dijo a José Enrique que no crecer debía ser terrible. Pero que su madre alguna vez le había dicho, aunque fuera en broma: «¡Qué lindo sería que fueras niño para siempre!». José Enrique insistió con la idea de que todas las cosas cambian, que no hay nada que no esté siempre en algún tipo de transformación. Y Juan le dijo que eso era bueno, que de otra forma todo sería muy aburrido. Entonces a lo lejos Juan vio venir a su madre del brazo de la abuela. Dio un salto de despedida y corrió. Cuando estaba llegando, abrió los brazos. Su abuela lo imitó, agachándose un poco para abrazarlo también.
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Eliana Presa. Escuela N.º 40, Nueva Helvecia, Colonia
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Los últimos motivos de Proteo – El libro de la vocación, v
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Lorena Pérez. Escuela N.º 40, Nueva Helvecia, Colonia
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ace días que una ola de calor flota sobre la ciudad. Durante el día el calor es pegajoso y cansador, pero también durante la noche todo parece más lento. Los grillos dan sus serenatas detrás de las puertas y las polillas revolotean alrededor de los focos. Eso es lo que distrae a Juan en la cola de la heladería. Los insectos que se golpean contra la luz que sale de los carteles. Se entrechocan, van, vienen y se vuelven a golpear. Su madre y su padre están en la fila, esperando que los atiendan. Él se aburre de los bichos y se sienta en un banco largo de madera, junto a otros vecinos que van quitando el helado del cucurucho para llevárselo a la boca, como si fueran palas mecánicas que juntan la nieve de las montañas más altas.
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Juan no se da cuenta, pero uno de esos vecinos es José Enrique. Su amigo sí lo nota y lo saluda. Juan celebra la sorpresa y se acerca para sentarse junto a él, del otro lado del banco. Le pregunta de qué sabor es su helado y también cómo le ha ido con todo este calor de los últimos días. Hace esa pregunta porque es lo que escucha que preguntan sus padres. A él en realidad siempre le gusta más el verano tórrido que cualquier tipo de invierno. José Enrique dice que él la ha pasado bien, pero que su gato Cleto estuvo todo el tiempo metido en una palangana de agua con cubitos de hielo. Después se ríe, porque sabe que Juan no va a creerse eso. Juan también sonríe, y enseguida pierde la sonrisa, como si se la hubieran arrancado de un tirón. José Enrique quiere saber por qué de repente se puso tan serio. Juan hace un movimiento con la cabeza. En ese gesto señala a una señora y un niño que van caminando por la vereda de enfrente. —Ese es Fernando. Antes éramos amigos. Era buen compañero, jugaba en casa muchos días a la semana y estaba en mi misma clase. Fuimos mejores amigos mucho tiempo, desde el jardín. Pero hace cuatro años se fue a vivir a España. Al principio nos escribimos, pero después sin querer nos fuimos olvidando. Ayer lo
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encontré y hablamos un rato. Parecía otro. Apenas se ríe, ya no le gustan las cosas que le gustaban antes, hasta los gestos le cambiaron. Cualquiera diría que es otro, no el que era mi amigo.
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Lucía Hornes. Escuela N.º 40, Nueva Helvecia, Colonia
José Enrique le dice que cada uno de nosotros lleva dentro de sí mismo la posibilidad de ser muchísimas personas. Con voluntad, con esfuerzo, vamos construyendo quienes somos. A veces a los otros pueden no gustarles esos cambios, pero si nosotros vamos cambiando hacia ese lugar es porque encontramos ahí esa posibilidad de ser de esa manera, aunque siempre esté abierta la puerta para cambiar. Le dice también que de repente, aunque él se sienta igual que hace unos años, otros podrían decir otra cosa. El mismo Fernando podría decir eso. Es a través de la voluntad que se va dando esa transformación, le dice José Enrique. Y por la forma en la que lo dice, Juan sabe que comenzará una de esas historias que siempre lo dejan pensando.
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Felicia
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abía una vez dos amigos a los que les gustaba compartir el tiempo imaginando cosas que podrían pasar. Imaginaban y hablaban porque les divertía hacerlo. Entonces, en una de esas conversaciones, uno comenzó preguntándole al otro lo siguiente:
—¿Alguna vez escuchaste hablar de los hipnotizadores, esos hombres que con una cadena que terminaba en un reloj, por ejemplo, conseguían alterar la voluntad de las personas y convertirlas en lo que ellos deseaban?
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
—Sí —contestó el otro. —Imagínate ser uno de esos hombres y elegir, por ejemplo, a tu tía Felicia para el experimento. Sabes que ella es sencilla, que no conoce demasiado las cosas del mundo. Entonces la miras intensamente y, hablándole bien despacio, la vas invitando a aflojarse primero y luego a dormir. Ella cae profundamente en ese sueño en el que una tranquilidad automática remplaza la fuerza de la voluntad. Entonces la nombras y le dices que dejará de ser Felicia. Desde ahora será aquel militar que ayer vieron en una revista de la Segunda Guerra Mundial. De inmediato lo has conseguido. Ella parece modificar cada uno de sus gestos, una mueca dura de su rostro le cambia la expresión. ¿De dónde han venido al alma de Felicia el valor y la seguridad en sí misma que ese gesto declara? Pronto verás que la personalidad que en ella conocías ya no existe, se ha disuelto, y será otra personalidad la que, robándose ese lugar, utilice su cuerpo. De la personalidad primera, la de tu tía Felicia, apenas se mantienen
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algunos movimientos mecánicos. La otra personalidad se ha ido sobreponiendo a la primera. Ahora Felicia es un león puro, un soldado de naturaleza. Si le mostraras los papeles de estudio de piano, tu tía Felicia no dudaría en decir que solo le gusta tocar marchas militares. Si le ofrecieras licor de huevo, te diría que es muy suave para ella. Camina con paso rítmico y resuelto. Habla y mira como quien está acostumbrado a dar órdenes. La transformación personal se mueve hacia los sentidos, y todo lo que ve alrededor lo relaciona con el mundo en el que cree estar metida ahora. Así, señala una bandera desplegada en el aire, atiende al sonido de los tambores que suenan en la guerra, agita una espada que no tiene, sigue con la mirada un escuadrón que cree ver pasar frente a ella. Después te mira a los ojos y te cuenta sus recuerdos: el primer día como soldado, las campañas que hizo, los triunfos que obtuvo. Te habla de lo que siente al descubrir el olor de la pólvora, de cómo el sonido de los cañones con el tiempo ahuyenta el miedo del corazón y la sensibilidad de los oídos, de la herida que por primera vez muerde la carne y que en el fondo, aun doliendo, da la tranquilidad de estar haciendo lo que hay que hacer: poner en juego la vida propia por el bienestar de todo el país. En un momento en el que finges no creer lo que te cuenta, Felicia se exalta, sube la voz, te mira con cara de enojada. Tú continúas llevándole la contra, negando creer lo que cuenta, como si fuera invento de su imaginación. Buscas quitarle importancia a su honor de soldado. La tratas de cobarde o de traidora. En el momento en el que se te acerca, enojada, vuelves a tomar el papel de hipnotizador y con tono grave y claro la miras fijamente a los ojos. «Ahora serás el cura de esa parroquia», le dices.
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—¡Qué cambio!
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—Así es. No has terminado de decirlo cuando aquel soldado fuerte se desvanece, la cabeza le cae mansamente sobre el pecho. El cuerpo hasta ahora erguido se encorva hacia adelante, y las dos manos que eran puños en el aire ahora se vuelven como
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dos pájaros dormidos sobre su falda. Los ojos se apagan, su mirada toca el suelo con una mansedumbre luminosa. Desde este momento se vuelve a ver el cambio de un alma en otra alma. No solo un sentimiento ni un estado del espíritu, un alma entera. Es decir, una forma de sensibilidad determinada, cierta fuerza de voluntad, un montón de recuerdos, una impresión de experiencias y costumbres. Sus alegrías, sus tristezas serán las tristezas y las alegrías que estén bien en la personalidad de un sacerdote anciano, tranquilo y dulce. Si le cuentas los relatos de guerra que hizo el personaje anterior, moverá la cabeza con pena por la violencia de los hombres. Si, como al soldado, le dices que no le crees, que no compartes su fe, entonces te considerará piadoso e intentará hacerte un creyente más, con dulce insistencia. Le dices que estás llegando a la pobreza y el cura hace el movimiento de darte una moneda invisible. Después te habla de las reparaciones que están haciendo en la parroquia, la enseñanza de catequesis a los niños, a la que se dedicará en la tarde, la fiesta cercana de un santo y su celebración, el discurso que piensa escribir para ese día. Si le preguntas, jurará que todo el tiempo adora la imagen de Dios que tiene delante. En un momento te le acercas y con la voz que has usado antes para llamar la atención le dices: «Eres Haydé, la bailarina del café cantante». —¡De cura a bailarina! —Sí. Y tu última palabra es interrumpida por una carcajada y un zapateo ruidoso que ella misma hace. Han cambiado los ojos del sacerdote; ahora están llenos de vitalidad y simpatía. La cabeza, que antes caía sobre el pecho, se afirma ahora sobre los hombros. Va y viene con la soltura de una niña. Se dirige al espejo cercano, se ve hermosa, baila y se prueba diferentes ropas que va tirando sobre la cama. Ensaya unos pasos de danza. Agarra un ramo de flores que hay sobre la chimenea y las huele con una sonrisa, luego mira las piedras de los anillos, largas cadenas que parecen de oro, que encuentra en una cajita
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de madera sobre la cómoda. Poco te costará que te cuente sobre su vida. Cuando le hables sobre la guerra o sobre la iglesia te contestará con cara agria.
FELICIA
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—Sí, eso creo. —¿Qué es lo más maravilloso en estas transformaciones de la personalidad? —Pueden ser muchas, muy diferentes. —Exacto. Ahora imagínate que decides que es suficiente y le ordenas que despierte. Felicia vuelve a ser tu tía, la que recuerdas de esa manera, con sus gestos, su voz, sus gustos y sus ideas. De los personajes que han pasado por su alma no guarda recuerdos. Es otra vez Felicia, con su tranquilidad, con su simpatía, que vuelve de un sueño sin sueños. —Todo ha vuelto a la normalidad. Supongo que, si fuese real, sería muy divertido. —En muchos casos el hipnotizador busca hacer reír al triste, bailar al hombre serio, enmudecer al que habla mucho, y otro tipo de cosas opuestas a las características del hipnotizado. Tú, en este experimento que hemos imaginado, no has hecho eso, sino algo mucho más interesante: has creado almas. Como una pelotita de cera entre los dedos de un gigante, así es el alma a la que, bajo la fuerza de tu voluntad, reduces a la simplicidad del ser y eliges para modificarla a tu parecer en algunos de los infinitos modos posibles. —
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—Chocolate y limón —dice una voz conocida y ambos levantan la cabeza. La madre de Juan le extiende el cucurucho y una servilleta. Enseguida lo saludan a José Enrique. Se quejan del «calor de locos» que ha invadido el país.
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Juan se ha quedado en las infinitas posibilidades de ser que plantea la vida. Sigue asombrado, repasando las transformaciones en la personalidad de su tía Felicia. Piensa en contarles esa historia a sus padres, que en ese momento se sientan junto a ellos, pero le parece mejor dejarlo para otro momento y se lleva el helado a la boca. Su padre y su madre siguen hablando mientras él vuelve a recordar diferentes momentos compartidos unos años antes con Fernando. Le cuesta creer en su transformación. Hasta que termina el helado, se levanta a tirar la servilleta en la papelera y cuando regresa al banco su madre lo mira a los ojos y, sonriendo a causa del bigote que le dejó el helado, le dice que parece un señor.
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
Juan mira a José Enrique y al mismo tiempo los dos sueltan la carcajada.
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Máximo Salerti. Escuela N.º 55, San José de Mayo, San José
El león y la lágrima
Los últimos motivos de Proteo - El libro de Próspero, iv
EL LEÓN Y LA LÁGRIMA
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Sharon Carbajal. Escuela N.º 55, San José de Mayo, San José
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osé Enrique sale de su casa y camina hacia la plaza bajo el sol de la tarde. La hora de la siesta llega a su fin. Lleva un libro de tapas finitas y arrugadas bajo el brazo, y en la boca todavía el sabor del café que preparó antes de salir. Se siente tranquilo. Como a todo el mundo, hay días en los que alguna cosa le preocupa y le ocupa los pensamientos. Pero hoy no, hoy puede detenerse en los detalles de una obra de albañilería que están terminando sobre una casa, en los detalles de la madera de los árboles que encuentra en el camino, y cuando llegue a la plaza, está seguro, se detendrá en los detalles de su libro.
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
Se sienta en un banco lejos del alboroto que hacen los chiquilines en medio de un partido de fútbol. Marcaron el largo de los arcos con dos mochilas a la misma altura. Conocen de memoria las dimensiones de la canchita. Son seis, tres de cada lado: corren, gritan, transpiran hasta tener las caras rojas, mientras la tarde empieza a perder sus colores. José Enrique saca los anteojos de la funda y se los coloca. Son unos lentes redonditos, que más de una vez Juan estuvo por pedirle prestados para ver el mundo con los ojos de su amigo. José Enrique abre el libro y empieza a leer. De lejos llega el griterío de los niños. Hay una voz entre todas que le suena familiar, pero va a demorar un rato en reconocerla. En el momento en el que la pelota se vaya lejos de los límites de la cancha y que varios de los chiquilines aprovechen para tirarse al piso a descansar, uno de ellos va a acercarse a José Enrique en busca de la pelota. Es Juan. Lo reconoce y se acerca a saludarlo. José Enrique deja de leer y lo saluda con asombro. Juan tiene la cara colorada y tierra en las piernas y los brazos. —Dime por lo menos que van ganando —le dice José Enrique con una sonrisa. Juan está tan agitado que no le sale una palabra. A lo lejos grita que van perdiendo por un gol, pero que van a ganar.
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José Enrique sigue leyendo, pero de a ratos levanta la vista del libro y sigue a Juan con la pelota. Él nunca fue hábil en el fútbol y disfruta viendo cómo su amigo hace moñas, pases de gol, y defiende el área como lo haría un caballero dentro de su armadura. Cuando el picadito llega a su fin, Juan se acerca a conversar con él. Lo primero que dice es que ganaron. José Enrique cierra el libro, lo felicita y le pregunta cómo, si iban perdiendo, sabía que iban a ganar. Juan sonríe. Parece no tener respuesta para eso. Después le cuenta que no es la primera vez que les pasa. Habla de las virtudes de sus compañeros de equipo: Marina y Nicolás. Dice que nunca bajan los brazos. Que saben sacar fuerzas de no sabe dónde en los momentos más complicados. Que los tres dejan todo en la cancha y que, cuando parece que no van a poder, siempre pueden, como si tuvieran una pequeña fuerza escondida que, a medida que se unen con el fin de ganar, crece y los lleva a la victoria.
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EL LEÓN Y LA LÁGRIMA
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José Enrique le dice que eso le recuerda una historia. Cuando va a empezar a contarla, Juan le dice que espere y les hace un gesto a sus dos compañeros. Marina y Nicolás se acercan, saludan y se sientan junto a él. Juan los invita a escuchar la historia. A José Enrique lo emociona el gesto de confianza de su amigo. Y cuenta:
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El león y la lágrima
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stiages era un adivino que había predicho algo terrible a unos hombres muy malos. A ellos no les había gustado la predicción, así que, para protegerse, Astiages había tenido que aislarse en las cuevas de una montaña. Había pasado mucho tiempo así, y ahora estaba ciego y anciano. Lo acompañaban en aquel lugar la dulzura de su hermosa hija y un león, muy amigo del viejo mago, ya que unos años antes lo había salvado de una muerte segura quitándole una flecha del lomo y poniendo en su lugar una crema curativa hecha de plantas del bosque. De la hija del mago se decían muchas cosas, pero una era repetida continuamente entre los pueblerinos, por sus características sobrenaturales. Más de uno afirmaba que en lo hondo de sus ojos serenos, si en medio de la noche se los miraba de cerca, se veía el reflejo de todas y cada una de las estrellas del cielo, y hasta una lucecita incandescente que salía del firmamento y se expandía hacia todas las cosas, y que naturalmente era lo más maravilloso de ver. Ciaxar era el gobernador de una provincia de la antigua Persia, en la zona donde hoy en día se levanta Irán. Estaba aburrido y en ese aburrimiento se había colado una idea: tener por esposa a la hija del adivino, que en el misterio de sus ojos llevaba la luz de las estrellas. Ciaxar mandó a sus súbditos a investigar y supo que cada tarde la hija del adivino, acompañada del león, iba a buscar agua a una fuente que se encontraba en medio del bosque. Un día Ciaxar envió a varios de sus soldados junto con un hechicero que prometió, con su magia, dominar al león.
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Aquella tarde, como siempre, el león se adelantó a husmear entre ramas y arbustos cualquier cosa que pudiera resultar un peligro para su amiga, pero apenas asomó la cabeza entre los altos pastizales algo lo golpeó y le trasmitió un sueño terrible del que no pudo despertarse. Cuando, sin saber nada de eso, la hija del mago llegó hasta el lugar, los soldados la detuvieron para raptarla. Ella, asustada, buscó a su león, se abrazó desesperada al cuerpo de la fiera, y al darse cuenta de que no respiraba dejó caer sobre él una lágrima, una sola, parecida a una piedra preciosa, que quedó aferrada a la melena del animal. Los soldados apresaron a la muchacha, y el hechicero, al ver al león tendido en la tierra, decidió llevarle un obsequio a su amo. Con la maldad dibujada en la cara, se aproximó a la bestia indefensa, tendió hacia ella las manos mientras recitaba un indescifrable conjuro, y el león, sin cambiar su forma, se fue convirtiendo lentamente en un león de mármol, una maravillosa estatua de piedra.
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Arrastrado por unos bueyes, llevaron el león hasta el palacio de Ciaxar. Él miró con interés tanto a la muchacha como al león, y decidió que lo pusieran, como símbolo, enfrente de su cama. El león sobresalía en una esquina del cuarto, con una luz especial. Pero dentro de la estatua algo lento y extraño estaba ocurriendo. Es que en el instante del hechizo, a tiempo de volverse mármol la melena del león, la lágrima que dentro de ella había caído se congeló y endureció, convirtiéndose en un dardo filoso de diamante. En las entrañas del mármol, fue como una llama que no se apaga dentro del durísimo hielo. La lágrima se movía, muy lentamente, día tras día, haciéndose espacio en el interior del león. Bajo la quietud y la aparente tranquilidad de la piedra, cuando el amo dormía o los sirvientes limpiaban el dormitorio, cuando las alegrías o las tristezas de Ciaxar, la lágrima buscaba el pecho del león. ¿Cuánto tiempo pasó para que su lenta punzada atravesara la melena, la columna vertebral, se moviera a través del espacioso tórax y llegara hasta el centro, partiendo en dos el corazón endurecido? Nadie puede saberlo. Era de noche y todos dormían. Un gran silencio recorría los pasillos y cuartos
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del palacio. Solo se oía el sonido que hacía el fuego bailoteando en una lámpara de aceite y los leves ronquidos de Ciaxar, que dormía profundamente. De repente hubo un rumor, un ruido grave. Un duro latido pareció mover al mismo tiempo el corazón del león y propagarse a lo largo de su cuerpo. Y, como si de pronto resucitara, se cubrió de un cálido tono de oro y del fondo de sus ojos, ahora abiertos, salió una luz rojiza. Su melena dura hasta entonces empezó a enrularse como el mar cuando el viento empuja las olas contra la costa. Primero pareció desperezarse y enseguida se movió con esfuerzo, arrancando con fuerza la cobertura de mármol. Quedó un momento confundido, como si no consiguiera todavía saber dónde se encontraba. El rugido rajó el aire. Y después de un salto, las garras se hundieron en la cama donde dormía Ciaxar, a quien el tiempo apenas le dio para darse cuenta de lo que ocurría. Las sábanas se iban tiñendo de rojo y el león revolvía en sus destrozos, mientras la lágrima, asomando fuera de su corazón como acerada punta, le teñía el pecho de sangre.
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
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Juan y sus amigos escuchan el final de la historia con los ojos muy abiertos. Han enmudecido y piensan en qué habría pasado cuando la muchacha viera que el león estaba vivo y Ciaxar muerto, y ya podrían escapar y volverse con su padre. José Enrique vuelve a hablar de la importancia de la fuerza (aclara que en este caso se refiere a la lágrima de la muchacha, fija a la melena del león) en los momentos más complicados, que de a poquito se puede ir extendiendo hasta volverse una fuerza mayor que luche como luchó el león. —Como cuando dimos vuelta el partido —dice Juan—. Marina y Nicolás le chocan la palma. Dicen que se tienen que ir, pero que les gustó mucho la historia. Que otro día les cuente otra. José Enrique les dice que encantado, pero aclara que Juan conoce muchas, que él mismo puede contarles alguna después del próximo partido.
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Juan y José Enrique se quedan un rato más y vuelven caminando hasta la casa de Juan, que es la que está primero en el camino. Van conversando de cosas de la vida, trasmitiéndose la manera de ver el mundo. Juan, su mirada de niño. José Enrique, su mirada de adulto, complementada por lecturas variadas a lo largo de su vida. Desde la plaza se los puede ver, alejándose de a poco, como dos siluetas que se hacen cada vez más chicas, pero a la vez, en su amistad, mucho más grandes.
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Camila Sacco, Isabel Bogarín, Aarón Carbajal y Mía Soriano. Escuela N.º 55, San José de Mayo, San José
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Alexis Paiva Salgado. Escuela N.º 157, Las Piedras, Canelones
Concurso dibujando a Rodó
Ilustraciones de alumnos de las escuelas públicas José Enrique Rodó de todo el país
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Escuela N.o 8, San Carlos, Maldonado
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Escuela N.o 55, San José de Mayo, San José
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Escuela N.o 64, Tambores, Tacuarembó
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Escuela N.o 2, Trinidad, Flores
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Escuela N.o 2 de Práctica, Durazno, Durazno
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Escuela N.o 157, Las Piedras, Canelones
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Escuela N.o 51, Florida, Florida
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Escuela N.o 5 de Práctica, Fray Bentos, Río Negro
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Escuela N.o 92, Melo, Cerro Largo
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Escuela N.o 41, Mercedes, Soriano
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Escuela N.o 40, Nueva Helvecia, Colonia
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Escuela N.o 98, Salto, Salto
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148
Lista de escuelas y participantes en el proyecto
Escuela N.o 8, San Carlos, Maldonado
Yessica Arias
Lautaro Velázquez
Ezequiel Sáenz
Julieta Calvette
Bautista Lucero
Facundo Barboza
Maestra directora: Adriana Martínez
María Blanco
Paloma Cuparo
Maestra de 6.o A: Nelly López Maestra de 6. B: Maira Quintian o
Profesora de Literatura (Escuela N.º 10): María Clara Pereira Profesora de Artes Visuales (Escuela N.o 53): Analía Pintos Alumnos de 6.º Maite Da Silva Angelo Roebuck Camila Barco Mateo Bugani Valentín Hornos Pilar Díaz Milena Machado Romina Lorenzo Catherine Portugal Mili Osorio Pía Machado Ezequiel Corbo Juana Méndez Malena Benítez Sofía Duarte Maicol Peyrot
Denisse Pérez Angelina Amorín Luana Bonilla Ingrid Franca Sofía Tizze Joaquín González Julieta Vilizzio Santiago Da Rosa Valentino Dinegri Mauricio Ituarte Renata Fernández Lucas Ferreira Fiorella Esteban Agustín Martirena Brian Gómez Gonzalo Gómez Maia De León Camila Olmedo Kiara Correa Brenda López Luciana Lemos Fernando Zavala Bautista Rojas Naomi Díaz Evelyn Rodríguez Benjamín Márquez Juan Vuille Brian Astudillo
Escuela N.o 55, San José de Mayo, San José Maestra directora: Lourdes Pérez Secretaria: Mariela Fernández Maestra: Natalia Sienra Alumnos Aarón Carbajal Mía Soriano Camila Sacco Nicolás Bravo Isabel Bogarin Maia Canales Morena Martínez Maite Bové Yamila Marín Sharon Carbajal Claudio Fuentes Thiago Batista Alejo Malaguez Máximo Salerti Jorge Cabrera Martina Benítez
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Fernanda Moreira
Santiago Rodas
LISTA DE ESCUELAS Y PARTICIPANTES EN EL PROYECTO
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149
Escuela N.o 64, Tambores, Tacuarembó
Alumnos
Rosemary Zapata
Milagros Díaz
Agustín Barnech
Maestra directora: Natalia Hernández
María Soca
Felipe González
Milagros Suárez
Rocío Méndez
Maestra de 6.o año: Florencia Soares de Lima Profesor de Artes Visuales: Miguel Castro
Victoria Guerra Isaac Real Belén Rodríguez Luis Fernández Mía Rivero
Alumnos de 5.o año
Hanna Rodríguez
Delfina González
Angelina Vallano
Catalina Blanco
Benjamín Lavalle
Lautaro Ferreira
Lautaro Romero
Anthony Alonso
Diego Repetto
Tania Chineppe
Axel Abella
Gimena Corbalán
David Francia
Melissa Midón
Bautista Quilodran
Iván Olivera María Emilia Olivera
Subdirectora: Alicia Meirana Secretaria: Rosario Larroque Maestra 6.o A: Rosalía Trucido Maestra 6.o B: Yolanda Baccino Maestra de 6.o C: Silvia Soñora
Pilar Rodríguez
Maestra de 6.o D: Valeria Gheltrito
Alumnos de 6.o
Maestra directora: Edith Rodríguez
Alumnos de 6.o A
Maestra de 6.o A: María Teresa Luberiaga
Milagros Díaz
Sebastián Álvez Daniel Montes de Oca María José Sejas Priscila Sancristóbal Valentina Soares de Lima MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
Director: Richard Centena
Escuela N.o 2 de Práctica, Durazno, Durazno
Gonzalo Cuadrado
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Escuela N.o 157, Las Piedras, Canelones
Santiago Gómez Ezequiel Rodríguez Milagros Nietto Natalia Nietto
Priscila Cejas Mía Recoba
Alumnos de 6.o A
Alexander Roldán
Priscila Martínez
Noemí Martino
Julia Volpe Felipe Arjona Margarita Suanes Thiago Rojas Valentín Cabara Sebastián Vera
Escuela N.o 2, Trinidad, Flores
Jeanice Fernández
Maestra directora: María del Carmen Latúa
Charly Leguizamón
Maestra de 6.o año: Daniela Silva
Sofía Gauto
Luana Milán Luisana De Souza Emiliano Pérez
Alumnos de 6.o B Milagros Siré Marcos Barrios Aldana Villenau Sofía Paparamborda Rocío Anchet Viviana Dupaso Diego Remedios Megam Pereira
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150
Alumnos de 6.o C
Cristofer Da Silva
Gabriela Herling
Alanis Sánchez
Samuel García
Valeria Visconti
Santiago Silva
Benjamín Giménez
Macarena Pereira
Priscila Hernández
Luciano Silva
Katherine Morales
Joyse Fernández
Melany Merquel
Stefani Larrama
Pablo Nova
Alumnos de 6.o D Brandon Pérez Brandon Silva Lucas Arias Brandon Acosta Alexix Paiva Agustina Acosta Gabriela González Luisana Amaro Sofía Battaglini Escuela N.o 51, Florida, Florida Maestra directora: Marlene González Maestra secretaria: Sylvia Puig Profesora de Artes Visuales: Flavia Velázquez Maestra de 6.o: Lorena Sellanes Alumnos Brissa Agüero Milagros Barbé Maia Bareiro Anthony Boveri Dhara Cabrera Gonzalo Cabrera Thiago Comini
Kevin Rodríguez Renato Sabia Santiago Secadas Santiago Segura Lucas Silva Ezequiel Silvera Luciana Suárez Escuela N.o 5 de Práctica, Fray Bentos, Río Negro Inspectora: Susana Quintana Directora: Alicia Sánchez
Leandro Rocha Luana Castillo Antonella Ottonelli Ariatna Ferreyra Tiago Rossano Valeria Guerra Isabela Rossi Ariel Mendoza Kiara Antonioli Luana Giménez Mary Cano Pedro Ruella Chiara Cardozo Diego Alonso Lucia Aires Angelina Cabral Lusniana Zamora Sophy Vidarte Bryan Arévalo
Subdirectora: Marcela Caricot
Alumnos de 6.o B
Secretaria: Mariela Retamar
Johana Calderón
Maestra de 6.o A: Elisa Godfred
Brian Pellegrini
Maestra de 6.o B: María Johana Miñan Fernández Maestra de 6.o C: Mariana Saldaña Maestra de 6.o D: Nadia Maneyro Estudiantes magisteriales: Solange Rodríguez Erika Viñarte
Mateo Airala Marilyn Muñoz Gian Bayarres Zoe Noble Valentina Dos Santos Santiago Girardi Ana González Laureano Lucero Emiliano Peralta Lara Maitinez Zaira Iglesias Rocío Brioso Jeremías Barrios
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Zaira Corujo
Delfina Pereira
Alumnos de 6.o A
LISTA DE ESCUELAS Y PARTICIPANTES EN EL PROYECTO
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151
Sophia Torres
Zoe Estigarribia
Eugenia Moreira
Lahuraro Da Costa
Mateo Cabral
Celeste Fernández
Diogo
Luján Biurrarena
Andrés Noda
María Cano
Kiara Flores
Zaira Pereira
Sandino Cabral
Diogo Martínez
Candelaria García
Heyden Borges
Leandro Leivas
Alumnos de 6.o C Alan Martínez Ahilin Rosano
Thiago Alzamendía Facundo Benítez Montesdeoca
Cristian Dolci Cristian Gómez Dariana Maneyro Denisse Cejas Denison Canale Dilan Sandoval Facundo Rodríguez Ianara Araujo Kayla Pedreira Kyle Oloniyi Lautaro Montañez Luzmila Porro Martina Bueno Mateo Carrancio Nicole Banchero Ricardo Caballero
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
Tobías Lena
Escuela N.o 41, Mercedes, Soriano
Escuela N.o 92, Melo, Cerro Largo
Maestra: María de los Ángeles Devotto
Maestra directora: Ana Alaniz
Maestra: Alejandra Villalba
Maestra de 6.o: Gimena Canales Alumnos de 6.o Fernando Campos Luis Silva Julieta Maisonave Katia Cabrera Josefina Mariño Agustina Moreira Gerónimo González Maximiliano Aguiar Juan Muniz
Alumnos de 6.o D
Luciano Silveira
Thiago López
Andrés Noda
Aldair Rodríguez
Gonzalo Tremezano
Nahomi Barrios
Sofía Berni
Mateo Nieto
Ángelo Delgado
Bianco Rodríguez
Benjamín Morales
Yeiko Martínez
Luciano Orcoyen
Ángela Agostini
Ana Nasif
Martina Di Perna
Morena Fernández
Gianinna Ferreyra
Martina Apolinario
Geremy Moyano
Luca Roldán
Leandro Da Silva
Agustín Collazo
Mía Cáceres
Facundo Noble
Maestra: Silvia Santellán Maestra: Silvana Garrido Graña Alumnos de 5.o A Tatiana Cadiac Bianca Clavero Lucas Falcón Laureano Luque Melodie Espinosa Aracely Moreira Melani Reina Nicol Melgarejo Paula Prado Ramiro Mendieta Lautaro Sarabí Dylan Quintana Romina Galarraga Camila Bouchatón Axel Argañaraz Jeremías Arballo Paulina Quintero Mía Trujillo Tomás Rivero Pierina Mediza
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152
Alumnos de 5.º B
Gianella Pedrozo
Alumnos de 6.o A Milena Acevedo
Nahuel Blanco
Lautaro Remedios
Luisana Banegas
Amahia Benegas
Mateo Basso
Jonathan Leguisamo
Zaira Collazo
Avril Berriel
Celina Otte
Thiago Sánchez
Thiago Bittancurt
Manuela Izaguirre
Josecamilo Segredo
Facundo Caraballo
Brandon Félix
Florencia Callero
Cesar Chanforan
Thiago Bernate
Andrés Rodríguez
Faustino Correa
Sofía Maneiro
Brahian Kunz
Alex del Ríos
Gaspar Mott
Tiziana Sena
Thais Escoba
Dafne Martínez
Helena Rode
Felipe Fernández
Fernanda Haller
Catalina Bonjour
Ana Ferreira
Thiago Fleitas
Sofía Antelo
Fabián Fontes
Kenya Pica
Mateo Guerrero
Emilia García
Rut Núñez
Kiara Ferrari
Gislayn García
Mariana Bentancour Zoé Sartori Santos Lapído Valery Barrios Enrique Mónico Escuela N.o 40, Nueva Helvecia, Colonia Maestra de 5. A: Susana Lemes o
Maestra de 5.o B: Sonia González
Alumnos de 5.o B Francisco Vespoli Sofía Díaz Agustina Gutiérrez Priscila Indart Mikaela González Kamila Fernández Lucila Iriarte Natasha Suárez Juan Gutiérrez María Martínez Thiago Martín
Felipe Gómez Nahuel Izquierdo Natalie Martínez Valentín Nogueira Sofía Rodríguez María Pía Rodríguez María Pía Salaberry Shemile Sassi Santiago Torres Brian Veira Leandro Villares Valentina Vacaliuc
Maestra de 6.o A: María Riva
Ayme Garro
Maestra de 6.o B: Cristina Hernández
Enzo Larrosa
Milagros Acarino
Cielo Barboza
Nataly Antelo
Yuliana Torres
Felipe Arriaga
Alumnos de 5.o A Renzo Rosamina Fabián Velázquez Paula Álvarez Thiago Arnejo Juan Sánchez
Alumnos de 6.o B
Nataly Chanforan
Lara Caraballo
Clara Otero
Angelina Cavajani,
Alexander Almada
Ismael Cavajani
Maximiliano Fuentes
Esteban Díaz
Ámbar Neves
Celena Esquibel
Bruno Silva
Alejo Garrido
Bruno Perdomo
Thiago Gómez
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Elías Gallo
LISTA DE ESCUELAS Y PARTICIPANTES EN EL PROYECTO
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153
Liam Hernández Mateo Hernández Lucila Hornes Abril Iriarte Stefan Knuser Ramiro Lemes Agustín Maggisano Lorenzo Marrero Fabricio Mederos Constanza Oyola Lorena Pérez Matías Pino Eliana Presa Jazmín Rodríguez Juan Solares Pilar Suárez Fabian Vicuña
Escuela N.o 98, Salto, Salto Directora: Adriana Souza Maestra: María Isabel Berretta Maestra: Lucia Finozzi Maestra: Silvia Pereira Maestra: Cecilia Rodríguez Santana Alumnos Kevin Ardaiz Mateo Sartou Victoria Fernández Florencia Gómez Hernán Castro Paulina Da Costa Pía Rodríguez Kevin Fagúndez Camila Moreira Micaela Rodríguez Álvaro Fraga Antonella Antúnez Cristina Pérez Madeley Monte
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
Renzo Menes Anthony Pintos Eliana Fernández Thalia Gorriarán
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Mi amigo José Enrique Parábolas de José Enrique Rodó adaptadas para niños e ilustradas por alumnos de las escuelas públicas José Enrique Rodó de todo el país