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El monje Teótimo
Motivos de Proteo, lxxxvii
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El padre de Juan está barriendo el jardín para juntar las hojas caducas que se sueltan de los árboles. El otoño se esparce con su tibieza y su luz particular, y poco a poco auspicia la llegada de la estación donde la vida está centrada dentro de las construcciones y no ya en los espacios abiertos. De lejos ve venir a José Enrique. Descubre que tiene su bolso de cuero puesto de costado y de lejos advierte que una vez más pasea con su gato. Sonríe, porque le parece una manera muy interesante. Como José Enrique sabe muchísimo, el padre de Juan se imagina que también su gato debe ser un gato muy culto. Cuando llega junto a él, José Enrique se detiene. Le pregunta si precisa ayuda con las hojas, mientras un remolino las esparce por todo el jardín una vez más. El padre de Juan sonríe y junta los hombros al cuello, en un gesto que si tuviera traducción sería: ¿Qué le voy a hacer?
Hablan de muchas cosas detenidos a la entrada de la casa, y como pasa rato sin que aparezca Juan, José Enrique pregunta si salió a visitar a los abuelos. El padre de Juan le dice que no, que está adentro, en el altillo. Que hace unos días decidió encerrarse ahí con sus libros y juguetes y que apenas baja. «Ha encontrado su lugar en el mundo», dice. Después lo invita a pasar y mientras prepara un cafecito oyen a Juan hablar solo en la habitación de arriba. Simula que unos seres del espacio les hablan a los de la Tierra, y al rato es un capitán, y después solo se oyen sonidos de muñecos de plástico dando saltos en el piso de madera.
Demora en bajar, pero lo atrae el olor a café y la presencia de José Enrique. Lleva en la mano una figura de plástico que tiene una larga túnica negra. José Enrique le pregunta si es un anacoreta y Juan suelta la risa y sacude la espalda. Después se apoya una mano en la cabeza y le pregunta:
—¿Ana… qué?
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—Bueno, un anacoreta es una persona que se aleja de todo lo que la rodea para estar totalmente sumergida en sí misma. En muchos casos son religiosos, y lo que buscan de esa manera es la cercanía con Dios, como si los hombres entorpecieran ese contacto con sus ruidos, sus acciones, sus movimientos. Para evitar el bochinche del mundo hay dos opciones: los viajes y la soledad. Los dos son necesarios en cierto grado. La soledad es un escudo de diamantes, es sueño reparador, en algunos momentos de la vida y por cierto tiempo. Pero no es la única forma de tener el alma a resguardo de las cosas del mundo que se nos imponen aunque no sean importantes, porque a la soledad le faltan dos elementos eficaces con los cuales llevar a cabo nuestros deseos de crecer como personas: la acción y la simpatía. La acción consigue que el movimiento sea suficiente como para traer a la superficie del alma todo lo que está en el fondo, olvidado. Y solo el estímulo de la simpatía alcanza para sostener nuestra relación con los demás. La soledad durante mucho tiempo termina siendo engañosa y peligrosa, no solo con relación al mundo de afuera, del que nos aparta, sino también en cuanto a nosotros mismos, porque nos sugiere cosas que al darnos contra la realidad se volverán polvo.
Juan y su padre escuchan atentamente lo que dice José Enrique, que ahora mueve el muñeco por la mesa y lo coloca lejos de la taza, el azucarero y un platito, sobre una pila de frutas, en lo más alto. Y entonces se larga a contar la historia del monje que vivía alejado de todos.
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Sofía Maneiro. Escuela N.º 41, Mercedes, Soriano
Celina Otte. Escuela N.º 41, Mercedes, Soriano
MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
El monje Teótimo
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No se conoce a nadie que haya vivido un retiro espiritual tan alejado como el monje anacoreta Teótimo, en alturas más propias de los nidos de águilas que de los lugares donde suelen verse personas. Después de una vida de placeres, a causa de un dolor profundo decidió alejarse de la humanidad, en una pequeña choza, su refugio, en lo alto de una montaña que era más alta que las nubes. Allí también la soledad era más triste que en ningún otro lado. Otros picos áridos eran lo único que tenía por vista. El suelo parecía una gigantesca espalda desnuda: no había árboles, ni arbustos, ni pasto. Todo era inmóvil y sin vida en esa zona, salvo un débil curso de agua que semejaba el llanto de la propia montaña, de donde bebían las águilas y otros animales acostumbrados a vivir en las alturas. En ese lugar desierto y triste ancló Teótimo su alma. En poco tiempo, sin tener tentaciones del mundo en las que distraerse, la gracia vino a él, como el sueño al cuerpo vencido de cansancio. Consiguió sentirse parte de su propio Dios y, a medida que aquel amor crecía, un fuerte sentimiento de lo pequeña que era en definitiva la humanidad crecía dentro de él. Comenzó a identificar que de todos los malos sentimientos el peor era la soberbia. Y, al mismo tiempo, a sentirse pequeño y poco importante. Comprendió que es bueno tener momentos de soledad, pero que abusar de ella puede hacernos caer en la soberbia.
Pasaron largos años en los que Teótimo solo vivió para sí mismo momentos de penitencia. Antes de irse a ese lugar alejado, se había propuesto que, luego de un buen tiempo de soledad, iría a visitar la tumba de sus padres y más tarde volvería para siempre al desierto. Cumplido el plazo, tomó el camino del valle más cercano.
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Cada tanto veía que la montaña no era tan árida, sino que habían crecido arbustos y zonas cubiertas de pasto en sus laderas. Se sentó a descansar a la sombra de un arbolito. ¿Cuántos años hacía que no se detenía a mirar una flor, una rama, cualquier elemento de la alegría de la naturaleza llena de vida?
Lo sorprendió a sus pies una florcita blanca. Era de una gracia suave y tímida, sin aroma. Teótimo la miró con ternura. Mientras veía la perfecta armonía de su tallo y sus hojas y la gracia de su debilidad, una idea le ganó el pensamiento. También el cielo estaba pendiente de esa pequeña flor, como lo estaba de él mismo; también para ella destinaba un rayo de su amor. Sin embargo, para él esa idea no era dulce como para nosotros. Para Teótimo era una idea amarga y promovía dentro de su pecho una rebelión. ¿Todo el amor de Dios no era entonces para el alma del hombre? Era un pensamiento que, por más que intentaba quitárselo de encima, volvía con fuerza a molestarlo. Fue suficiente una débil florecita para que el monstruo de la soberbia, oculto en el corazón de Teótimo, disfrazado por la humildad, dejara de repente su escondite. Bajo la alegre bondad de la mañana, mientras un rayo de sol daba en el pecho del monje, apoyó su pie sobre la flor indefensa.
Juan parece sorprendido con el final de la historia. José Enrique lo advierte y vuelve a aclarar lo buena que es la soledad en cierta medida, que el problema es cuando uno exagera, porque corre el riesgo de sentirse superior a todos los seres de la tierra. Incluso le dice que le parece muy bien que tenga su espacio propio. Juan decide mostrarle el altillo y cada juguete con los que se entretiene cuando llega de la escuela.
Cuando están bajando la escalera se oyen unos golpes a la puerta. El padre de Juan la abre. Es Marcos, que le pregunta a Juan si quiere jugar. Tiene una pelota amarilla debajo del brazo. Juan mira a su padre, que le responde con una guiñada. Se despide a los saltos de José Enrique y desaparece detrás de su amigo.
EL MONJE TEÓTIMO