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El meditador y el esclavo
Motivos de Proteo, xxvii
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Juan está en la escuela, sentado en su banco, escuchando a la maestra que habla de las invasiones inglesas. Detrás de Juan se sienta Mauricio. A veces son buenos amigos, y otras veces, feroces enemigos. En este momento Mauricio le tira una bolita de papel en la cabeza y en menos de un minuto lo volverá a hacer. Como sabe que a Juan le molesta, sigue haciéndolo sin que la maestra se dé cuenta. Cuando llega el momento del recreo Juan explota, se da vuelta y le grita a Mauricio. Tiene la cara roja y una vena del cuello le salta hacia afuera como si fuera una lombriz. Además de gritarle le sacude la mesa y todas las cosas de Mauricio caen al piso. Mauricio está sorprendido, y Juan, que va camino al baño, donde se encerrará a llorar de rabia, también. Es que Juan no se reconoce en el que se enojó de esa manera. Aunque le parece que estaba bien enojarse, siente que poco menos que se convirtió en otro.
A la salida ya están amigados y el incidente lo olvidarán pronto. Sin embargo, Juan se irá pensando en ese otro que aparece a veces y que es una variación de él mismo. De eso se pondrá a hablar con José Enrique, en la esquina de su casa, cuando se acerque a acariciar el gato y el profesor le pregunte cómo le fue en la escuela. José Enrique le dirá que también él alguna vez se ha sentido distinto de sí mismo. Que ha hecho cosas que no esperaba hacer y que muchas veces hizo cosas que en otro momento hubiera jurado que no haría. Y después de preguntarle si tiene unos minutos y ante la afirmación de Juan, le contará:
EL MEDITADOR Y EL ESCLAVO
MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
El meditador y el esclavo
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Hace muchísimos años, un hombre que escapaba de la ciudad de Atenas y de sus leyes, acusado de haber robado una reliquia, se refugió en una casa de campo, donde vivió escondido durante un tiempo. Cada tarde se retiraba a meditar en medio de la naturaleza de aquellos enormes jardines, donde la sombra y el silencio se volvían indispensables para el trabajo de pensar en sí mismo. Lo que buscaba aquel hombre era conocerse más profundamente, conocerse cada vez más.
Muy cerca del lugar donde él había decidido meditar, un esclavo, probablemente un enemigo capturado en alguna de las guerras y obligado a servirlos en adelante, se ocupaba de sacar agua de un pozo para verterla luego en una grieta en la tierra que regaba parte de las plantas a medida que el agua iba avanzando. Una tarde las miradas del huésped y el esclavo se encontraron. Soplaba un viento pesado y cálido. Con mucho calor y los brazos doloridos, el esclavo, después de mirar hacia todos lados, interrumpió la tarea y se tendió a lo largo de una piedra a descansar y aprovechar su frescura.
—Necesito que me entiendas —dijo al pensador—; si eres una persona sensible, comprende mi situación, que ya no sé si estoy vivo con este castigo que cargo. Mira cómo las cadenas me lastiman las manos y de qué manera se encorva mi espalda. Pero lo que más me desespera es que, obedeciendo al aburrimiento, no puedo dejar de mirar la imagen de mi cara en la superficie del balde cada vez que saco agua del pozo. Vivo mirándola. De esa manera fue que hace años descubrí mi rostro casi infantil y ahora descubro esta máscara de angustia, y veré cómo,
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a medida que pase el tiempo, esa máscara irá dejando huellas, hasta llegar incluso a la muerte. Solamente he dejado de mirar mi reflejo cuando te vi aparecer y quedarte inmóvil por horas bajo los árboles. ¿Qué es lo que haces? ¿Sueñas despierto? ¿Hablas con el dios en el que crees? Si supieras cómo envidio tu concentración y tu quietud… Debe ser hermoso tener tanto tiempo libre como para poder dejar vagar los pensamientos.
—Lo que yo busco es ver dentro de mí —respondió el meditador—. Tengo la necesidad de saber quién soy, si merezco ser querido u olvidado. Y ese trabajo es tan importante y tan difícil como el trabajo que realizas cada día. Así como tú levantas cada día una imagen tuya del fondo del pozo, yo levanto de las profundidades de mi alma una imagen nueva de mí mismo; una imagen contradictoria con la anterior y que tiene una intención o un sentimiento. A veces una de esas imágenes de mí mismo es firme en su fuerza; otras veces un recuerdo la hiere, y entonces se disipa como las nubes. Puede que un día se haya quedado sin agua el pozo de donde sacas agua en todas las horas de tu vida, pero nunca desagotaré mi alma.
De repente oyen un ruido de pasos entre la maleza y el esclavo vuelve a su trabajo. Una vez más se escucha el sonido que hace el balde cuando llega al fondo del pozo y el agua que chorrea mientras sube a la superficie. El sol de la tarde proyecta las sombras del meditador y del esclavo que se unen contra un árbol, en medio de la floresta.
Juan termina de escuchar la historia mientras le rasca al gato detrás de las orejas y consigue escuchar suavecito su ronroneo. Lo primero que hace es preguntarle a José Enrique si él ya ha llegado a conocerse por completo. Su amigo le contesta que uno siempre está aprendiendo y nunca deja de conocerse, ni siquiera cuando es adulto o cuando es anciano. A Juan le fascina esa posibilidad, la de encontrar un Juan infinito dentro de él mismo.
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La madre de Juan sale a la puerta y los llama moviendo el brazo. Cuando se acercan les dice que pasen a merendar. José Enrique acepta también. Y mientras bebe café y Juan su chocolatada, miran al gato con la cabeza hundida en un platito de leche. Juan pregunta: «¿Se dará cuenta de que es él mismo?». José Enrique sonríe y lo contagia a Juan.