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Hylas
Motivos de Proteo, cxiv
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Cuando José Enrique llegó a la plaza, al primero que reconoció fue a su pequeño amigo Juan. Estaba sentado en uno de los bancos verdes de madera, con las manos cubriéndole la cara, frente a una pelotita de trapo. Él se fue acercando por detrás y le apoyó una mano en el hombro mientras lo saludaba. Juan estuvo sollozando unos minutos más. José Enrique se sentó a su lado y, cuando empezaba a imaginarse de dónde venía su tristeza, Juan le preguntó si él sabía de quién era esa pelota. Señaló con la punta del pie la pelota de trapo, una pelota de muchos colores que había perdido el brillo con la tierra de la plaza. José Enrique negó moviendo la cabeza hacia los lados. Juan le dijo que era de Sulky, un perro totalmente blanco, aunque una de las patas la tenía bien negra. Dijo también que era un perro de nadie o, mejor, que era un perro de todos. Que unas veces la que le daba de comer era la señora que vive junto al almacén, que otras veces el que le ponía agua en un platito era el señor que vende diarios, y hasta él mismo y su amigo Marcos le habían dejado comida que habían llevado desde su casa en un tachito amarillo que Sulky siempre tenía en su cucha.
Mirando la pelota lo había recordado, porque, aunque era un perro que parecía contento con su cucha en un rincón de la plaza, un día se había ido y nadie había vuelto a verlo. Contaba que durante días, con un montón de compañeros de la escuela, lo habían estado buscando, que habían gritado su nombre al cielo de la tarde, que hasta él mismo, sin decirle a nadie, una noche lo había dibujado en la última hoja del cuaderno de matemáticas a ver si obraba la magia y el perro aparecía. José Enrique le dijo que se quedara tranquilo, que siempre iba a llevar el recuerdo del perro en su corazón y que nunca, ni él ni sus amigos, debían perder la esperanza de que volviera. Después le dijo que su historia le había resultado tan interesante que ahora él, en agradecimiento, le iba a contar una que la misma historia de Sulky le había recordado.
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MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
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Hylas fue un muchacho que acompañó a Hércules, el forzudo, en la expedición de los argonautas. Una larga travesía por mar, en un barco al que llamaban Argos (de ahí el nombre del equipo de aventureros), que es una de las leyendas griegas más antiguas.
Cuando desembarcaron frente a las costas de Misia, Hylas bajó a tierra y prometió a sus compañeros ir a buscar agua de algún manantial, porque llegaban sedientos. En el corazón de un bosque encontró una fuente de agua fresca y cristalina. Se inclinó sobre la fuente y, cuando todavía no había sumergido el recipiente que llevaba para juntar agua, unas ninfas —espíritus divinos de la naturaleza con forma de hermosas mujeres— aparecieron entre las ondas del agua y lo raptaron, prisionero de amor, y lo llevaron de inmediato a su casa encantada.
Como veían que el día había pasado y que la noche empezaba a ganar el cielo, los compañeros de Hylas decidieron que era hora de salir a buscarlo, preocupados de que pudiera haberle ocurrido algo. Recorrieron la costa gritando su nombre y oyendo el eco de sus palabras, que a veces parecían el grito que suelen dar las gaviotas en la costa. Hylas no apareció, ni ese día, ni el siguiente, y los barcos tuvieron que reanudar su camino.
Al principio de la primavera, en el poblado donde desapareció, preso del amor, comenzaron a gritar su nombre, y recorrieron la costa dejando en claro que la esperanza de encontrarlo estaba intacta. Cuando salían las primeras flores, cuando el viento empezaba a ser tibio y dulce, muchachos y muchachas del pueblo
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se entreveraban emocionados por los distintos lugares del poblado gritando: «¡Hylas! ¡Hylas!». Por las colinas se movían grupos de personas llamándolo. Por la playa iban otros grupos, nombrándolo también. «¡Hylas! ¡Hylas!», repetía el coro por todas partes. Y las mejillas de los jóvenes se volvían coloradas del esfuerzo y la alegría, y los pechos palpitaban de cansancio y de emoción. Y tanta gente de un lado para el otro sobre el campo parecía guirnaldas de colores, como las que se colgaban los días de fiesta. Cuando caía la noche, cada uno de los jóvenes volvía a su casa.
La primavera siguiente, una vez más, todos saldrían a buscar al extraviado argonauta. Y así sería por siempre. Los jóvenes, que se movían con facilidad por montañas y claros, a medida que pasaba el tiempo envejecían, y eran otros jóvenes los que los suplantaban en la búsqueda. Cada generación entregaba el nombre legendario al viento de la primavera. «¡Hylas! ¡Hylas!», grito del cual nunca recibieron respuesta. Hylas nunca apareció. Pero de generación en generación se ejercitaba, en la fraternal búsqueda, la fuerza joven. La alegría del campo florecido penetraba en las almas, y cada día de esa fiesta ideal se reanimaba, con la calidez que nunca se apaga, la esperanza de una venida milagrosa.
Juan se emocionó con la aventura. Le parecía escuchar todavía el grito que daba la gente esperando volver a encontrar a su amigo. Un grito que se confundía con el del perro que tanto habían buscado. José Enrique le dijo que, en caso de que existiera un Hylas perdido a quien buscar, dentro del espíritu humano, del mundo de los pensamientos, Hylas siempre estaría vivo. Incluso si él nunca apareciera, ¿qué importaba, si la acción de buscarlo entre toda la comunidad sería una manera de mantener el reconocimiento de la vida?
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Juan le dijo que ni Marcos ni él dejarían de buscar a Sulky nunca. Que no lo harían solo en primavera, sino cada vez que fueran a la plaza.
José Enrique sonreía y se estiró hasta alcanzar la pelota de trapo. La miró de cerca y la sostuvo mientras continuaba diciendo: «Será entonces algo que te obligue a moverte, a mantener la búsqueda, a no detenerte en la idea de hacer algo por otro. Un gesto del corazón».
Después le dio la pelota a Juan y le preguntó si no quería conservarla. Juan primero le dijo que no, que si venía Sulky iba a necesitarla. Pero después sintió que podía llevársela y traerla cada vez que lo buscaran, asumir el compromiso de no detener nunca la búsqueda, por lo que representaba para Sulky, en caso de que volviera, y por lo que significaba para él y para los otros que lo extrañaban, si no volvían a verlo.