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Felicia

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FELICIA

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Lorena Pérez. Escuela N.º 40, Nueva Helvecia, Colonia

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Hace días que una ola de calor flota sobre la ciudad. Durante el día el calor es pegajoso y cansador, pero también durante la noche todo parece más lento. Los grillos dan sus serenatas detrás de las puertas y las polillas revolotean alrededor de los focos. Eso es lo que distrae a Juan en la cola de la heladería. Los insectos que se golpean contra la luz que sale de los carteles. Se entrechocan, van, vienen y se vuelven a golpear. Su madre y su padre están en la fila, esperando que los atiendan. Él se aburre de los bichos y se sienta en un banco largo de madera, junto a otros vecinos que van quitando el helado del cucurucho para llevárselo a la boca, como si fueran palas mecánicas que juntan la nieve de las montañas más altas.

Juan no se da cuenta, pero uno de esos vecinos es José Enrique. Su amigo sí lo nota y lo saluda. Juan celebra la sorpresa y se acerca para sentarse junto a él, del otro lado del banco. Le pregunta de qué sabor es su helado y también cómo le ha ido con todo este calor de los últimos días. Hace esa pregunta porque es lo que escucha que preguntan sus padres. A él en realidad siempre le gusta más el verano tórrido que cualquier tipo de invierno.

José Enrique dice que él la ha pasado bien, pero que su gato Cleto estuvo todo el tiempo metido en una palangana de agua con cubitos de hielo. Después se ríe, porque sabe que Juan no va a creerse eso. Juan también sonríe, y enseguida pierde la sonrisa, como si se la hubieran arrancado de un tirón. José Enrique quiere saber por qué de repente se puso tan serio. Juan hace un movimiento con la cabeza. En ese gesto señala a una señora y un niño que van caminando por la vereda de enfrente.

—Ese es Fernando. Antes éramos amigos. Era buen compañero, jugaba en casa muchos días a la semana y estaba en mi misma clase. Fuimos mejores amigos mucho tiempo, desde el jardín. Pero hace cuatro años se fue a vivir a España. Al principio nos escribimos, pero después sin querer nos fuimos olvidando. Ayer lo

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encontré y hablamos un rato. Parecía otro. Apenas se ríe, ya no le gustan las cosas que le gustaban antes, hasta los gestos le cambiaron. Cualquiera diría que es otro, no el que era mi amigo.

José Enrique le dice que cada uno de nosotros lleva dentro de sí mismo la posibilidad de ser muchísimas personas. Con voluntad, con esfuerzo, vamos construyendo quienes somos. A veces a los otros pueden no gustarles esos cambios, pero si nosotros vamos cambiando hacia ese lugar es porque encontramos ahí esa posibilidad de ser de esa manera, aunque siempre esté abierta la puerta para cambiar. Le dice también que de repente, aunque él se sienta igual que hace unos años, otros podrían decir otra cosa. El mismo Fernando podría decir eso. Es a través de la voluntad que se va dando esa transformación, le dice José Enrique. Y por la forma en la que lo dice, Juan sabe que comenzará una de esas historias que siempre lo dejan pensando.

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Había una vez dos amigos a los que les gustaba compartir el tiempo imaginando cosas que podrían pasar. Imaginaban y hablaban porque les divertía hacerlo. Entonces, en una de esas conversaciones, uno comenzó preguntándole al otro lo siguiente:

—¿Alguna vez escuchaste hablar de los hipnotizadores, esos hombres que con una cadena que terminaba en un reloj, por ejemplo, conseguían alterar la voluntad de las personas y convertirlas en lo que ellos deseaban?

—Sí —contestó el otro.

—Imagínate ser uno de esos hombres y elegir, por ejemplo, a tu tía Felicia para el experimento. Sabes que ella es sencilla, que no conoce demasiado las cosas del mundo. Entonces la miras intensamente y, hablándole bien despacio, la vas invitando a aflojarse primero y luego a dormir. Ella cae profundamente en ese sueño en el que una tranquilidad automática remplaza la fuerza de la voluntad. Entonces la nombras y le dices que dejará de ser Felicia. Desde ahora será aquel militar que ayer vieron en una revista de la Segunda Guerra Mundial. De inmediato lo has conseguido. Ella parece modificar cada uno de sus gestos, una mueca dura de su rostro le cambia la expresión. ¿De dónde han venido al alma de Felicia el valor y la seguridad en sí misma que ese gesto declara? Pronto verás que la personalidad que en ella conocías ya no existe, se ha disuelto, y será otra personalidad la que, robándose ese lugar, utilice su cuerpo. De la personalidad primera, la de tu tía Felicia, apenas se mantienen

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algunos movimientos mecánicos. La otra personalidad se ha ido sobreponiendo a la primera. Ahora Felicia es un león puro, un soldado de naturaleza. Si le mostraras los papeles de estudio de piano, tu tía Felicia no dudaría en decir que solo le gusta tocar marchas militares. Si le ofrecieras licor de huevo, te diría que es muy suave para ella. Camina con paso rítmico y resuelto. Habla y mira como quien está acostumbrado a dar órdenes. La transformación personal se mueve hacia los sentidos, y todo lo que ve alrededor lo relaciona con el mundo en el que cree estar metida ahora. Así, señala una bandera desplegada en el aire, atiende al sonido de los tambores que suenan en la guerra, agita una espada que no tiene, sigue con la mirada un escuadrón que cree ver pasar frente a ella. Después te mira a los ojos y te cuenta sus recuerdos: el primer día como soldado, las campañas que hizo, los triunfos que obtuvo. Te habla de lo que siente al descubrir el olor de la pólvora, de cómo el sonido de los cañones con el tiempo ahuyenta el miedo del corazón y la sensibilidad de los oídos, de la herida que por primera vez muerde la carne y que en el fondo, aun doliendo, da la tranquilidad de estar haciendo lo que hay que hacer: poner en juego la vida propia por el bienestar de todo el país. En un momento en el que finges no creer lo que te cuenta, Felicia se exalta, sube la voz, te mira con cara de enojada. Tú continúas llevándole la contra, negando creer lo que cuenta, como si fuera invento de su imaginación. Buscas quitarle importancia a su honor de soldado. La tratas de cobarde o de traidora. En el momento en el que se te acerca, enojada, vuelves a tomar el papel de hipnotizador y con tono grave y claro la miras fijamente a los ojos. «Ahora serás el cura de esa parroquia», le dices.

—¡Qué cambio!

—Así es. No has terminado de decirlo cuando aquel soldado fuerte se desvanece, la cabeza le cae mansamente sobre el pecho. El cuerpo hasta ahora erguido se encorva hacia adelante, y las dos manos que eran puños en el aire ahora se vuelven como

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dos pájaros dormidos sobre su falda. Los ojos se apagan, su mirada toca el suelo con una mansedumbre luminosa. Desde este momento se vuelve a ver el cambio de un alma en otra alma. No solo un sentimiento ni un estado del espíritu, un alma entera. Es decir, una forma de sensibilidad determinada, cierta fuerza de voluntad, un montón de recuerdos, una impresión de experiencias y costumbres. Sus alegrías, sus tristezas serán las tristezas y las alegrías que estén bien en la personalidad de un sacerdote anciano, tranquilo y dulce. Si le cuentas los relatos de guerra que hizo el personaje anterior, moverá la cabeza con pena por la violencia de los hombres. Si, como al soldado, le dices que no le crees, que no compartes su fe, entonces te considerará piadoso e intentará hacerte un creyente más, con dulce insistencia. Le dices que estás llegando a la pobreza y el cura hace el movimiento de darte una moneda invisible. Después te habla de las reparaciones que están haciendo en la parroquia, la enseñanza de catequesis a los niños, a la que se dedicará en la tarde, la fiesta cercana de un santo y su celebración, el discurso que piensa escribir para ese día. Si le preguntas, jurará que todo el tiempo adora la imagen de Dios que tiene delante. En un momento te le acercas y con la voz que has usado antes para llamar la atención le dices: «Eres Haydé, la bailarina del café cantante».

—¡De cura a bailarina!

—Sí. Y tu última palabra es interrumpida por una carcajada y un zapateo ruidoso que ella misma hace. Han cambiado los ojos del sacerdote; ahora están llenos de vitalidad y simpatía. La cabeza, que antes caía sobre el pecho, se afirma ahora sobre los hombros. Va y viene con la soltura de una niña. Se dirige al espejo cercano, se ve hermosa, baila y se prueba diferentes ropas que va tirando sobre la cama. Ensaya unos pasos de danza. Agarra un ramo de flores que hay sobre la chimenea y las huele con una sonrisa, luego mira las piedras de los anillos, largas cadenas que parecen de oro, que encuentra en una cajita

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de madera sobre la cómoda. Poco te costará que te cuente sobre su vida. Cuando le hables sobre la guerra o sobre la iglesia te contestará con cara agria.

—Sí, eso creo.

—¿Qué es lo más maravilloso en estas transformaciones de la personalidad?

—Pueden ser muchas, muy diferentes.

—Exacto. Ahora imagínate que decides que es suficiente y le ordenas que despierte. Felicia vuelve a ser tu tía, la que recuerdas de esa manera, con sus gestos, su voz, sus gustos y sus ideas. De los personajes que han pasado por su alma no guarda recuerdos. Es otra vez Felicia, con su tranquilidad, con su simpatía, que vuelve de un sueño sin sueños.

—Todo ha vuelto a la normalidad. Supongo que, si fuese real, sería muy divertido.

—En muchos casos el hipnotizador busca hacer reír al triste, bailar al hombre serio, enmudecer al que habla mucho, y otro tipo de cosas opuestas a las características del hipnotizado. Tú, en este experimento que hemos imaginado, no has hecho eso, sino algo mucho más interesante: has creado almas. Como una pelotita de cera entre los dedos de un gigante, así es el alma a la que, bajo la fuerza de tu voluntad, reduces a la simplicidad del ser y eliges para modificarla a tu parecer en algunos de los infinitos modos posibles.

—Chocolate y limón —dice una voz conocida y ambos levantan la cabeza. La madre de Juan le extiende el cucurucho y una servilleta. Enseguida lo saludan a José Enrique. Se quejan del «calor de locos» que ha invadido el país.

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Juan se ha quedado en las infinitas posibilidades de ser que plantea la vida. Sigue asombrado, repasando las transformaciones en la personalidad de su tía Felicia. Piensa en contarles esa historia a sus padres, que en ese momento se sientan junto a ellos, pero le parece mejor dejarlo para otro momento y se lleva el helado a la boca. Su padre y su madre siguen hablando mientras él vuelve a recordar diferentes momentos compartidos unos años antes con Fernando. Le cuesta creer en su transformación. Hasta que termina el helado, se levanta a tirar la servilleta en la papelera y cuando regresa al banco su madre lo mira a los ojos y, sonriendo a causa del bigote que le dejó el helado, le dice que parece un señor.

Juan mira a José Enrique y al mismo tiempo los dos sueltan la carcajada.

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