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El barco que parte
Motivos de Proteo, xxxiv
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Una tarde de pesca». Eso fue lo que dijo el padre de Juan. Al niño le brillaron los ojos. Más de una vez había visto personas pescando a lo largo de la rambla de Montevideo o, en sus escapadas al interior del país, en ríos y arroyos. Todos tenían algo en común: estaban en silencio y parecían encontrar una linda relación entre la paciencia y la calma. También tenían en común que por lo general usaban gorras o sombreros para protegerse en las largas exposiciones al sol, y unas cañas largas que parecían querer pinchar el cielo. A Juan le encantaba mirarlos en secreto mientras hacían el movimiento para arrojar la carnada tan lejos como podían. Y si el día estaba tan tranquilo como los pescadores y apenas cruzaba una brisa, se oía caer la plomada allá a lo lejos: ¡plof!
Como si no fuera suficiente una tarde de pesca con sus padres en la escollera Sarandí, el papá de Juan había invitado a José Enrique, porque el profesor le había comentado que, si bien no era pescador, le gustaba mucho ir a sentarse frente al río. De esa manera sentía que con el agua iban corriendo sus pensamientos.
Esa misma tarde se sentaron a lo largo del murallón. El río estaba color de león, como lo definió hace mucho Leopoldo Lugones, un poeta argentino, y a lo lejos se veían dos barcos que se perdían en el horizonte. Saludaron a los pescadores más cercanos y, sentados en sillas playeras, cada uno de los cuatro estuvo un rato en silencio mirando el horizonte. Cuando el papá de Juan empezó a tirar la línea, Juan se entusiasmó, pero le recordaron que había que hablar bajito para no espantar a los peces. Y aprovechando eso, mientras la mamá de Juan abría un paquete de galletas y servía limonada en vasos de plástico, volvieron al silencio de un rato antes. Miraron el ir y venir del río, algunos pájaros sobrevolando la costa, y a lo lejos un velero que empezaba a alejarse con rumbo desconocido. José Enrique fue el primero en advertirlo y los invitó a pensar con él mientras les aseguraba que también se pesca con los ojos.
EL BARCO QUE PARTE
Lautaro Saraví. Escuela N.º 41, Mercedes, Soriano
Romina Galarraga. Escuela N.º 41, Mercedes, Soriano 67 <<<<<<<<
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El barco que parte
Miren la soledad del mar. Una línea, que llamamos horizonte, la cierra, tocando el cielo por todas partes. Un barco se aleja, ruidoso, desde la orilla. El sol empieza a ocultarse, la brisa dice «vamos» a las nubes mansas. El barco sigue adelantándose rumbo al horizonte. En el cielo deja una huella negra y en el mar una huella blanca. Avanza sobre las olas tranquilas. Ha llegado a esa línea donde el cielo y el mar se tocan. Solo el mástil, la parte más alta, todavía se ve desde la tierra y se va perdiendo lentamente, como hace el sol en los atardeceres. La línea se vuelve más misteriosa que antes. ¿Es acaso, como creían los hombres de la Antigüedad, el borde del abismo? Sabemos que no, que detrás de esa línea continúa el mar, se dilata, inmenso y más hondo, el mar inabarcable. Y del otro lado hay tierras que limitan con otros mares, y nuevas tierras, y otras más, que pinta el sol de los distintos climas, donde viven hombres y mujeres de las más diversas razas, dejando a la vista la redondez del mundo.
En ese lugar lejano, del otro lado del mundo, se encuentra el puerto hacia donde el barco ha partido. Tal vez nunca vuelva a hacer el camino hacia aquí, su destino son otros lugares, y desde este lugar uno puede sentir que en el fondo la línea del horizonte ha resultado el vacío donde todo termina.
Pero es probable que un día, mirando la línea del horizonte, veas levantarse un poco de humo, y una bandera, un mástil, y la proa de un casco que te resulta conocido. ¡Es el barco que vuelve! Vuelve como el perro fiel a su dueño, luego de estar perdido. Quizás más pobre que cuando partió hacia otras tierras, quizás
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herido por la lucha con el mar, pero quizás también sano y lleno de objetos y alimentos de otros lugares. Probablemente trae con él el recuerdo de otros climas, ricos aromas de otras tierras, dulces frutas desconocidas y piedras preciosas que parecen pequeños soles. Tal vez trae gente más sencilla, más experimentada y con los brazos gruesos del duro trabajo. Tal vez trae hierros para construir casas, lanas para confeccionar diferentes tipos de tejidos y ropas, gruesos mármoles para adornar edificios y monumentos, y libros, escritos en letras pequeñas, donde aguardan pueblos de ideas.
Juan escucha fascinado el final de la historia porque casualmente un carguero repleto de contenedores sale del puerto haciendo su sonido característico y todas las miradas se posan en él. De lejos parece de juguete, un barco de plástico repleto de cajas de colores. Juan aprovecha para comentarle a José Enrique que en la escuela estudiaron los barcos como medios de transporte, y que el vínculo del hombre y el barco es viejísimo. Gracias a ellos se descubrieron las diferentes tierras que conforman el mundo.
José Enrique asiente con la cabeza. Le dice que lo que hacen los barcos es también lo que hacen los pensamientos o las ideas. Primero los tenemos cerca, luego se van hacia un lugar en el que no los tenemos presentes, hasta que los necesitamos, y entonces vuelven, con la fuerza con la que vuelven los barcos. En algún lugar, en ese horizonte donde los barcos se pierden, se queda ese conocimiento de las cosas y de nosotros mismos, a la espera de que nuestra propia mente los necesite y entonces nos los acerque, con la claridad y la fuerza de la luz. Le pregunta a Juan si nunca le pasó de leer un libro, olvidar la impresión que el libro le causó y, pasado el tiempo, darse cuenta de que el libro ha crecido dentro de él, transformándolo.
Juan dice que sí, que eso le pasó con Don Quijote de la Mancha, un libro que le leyó su abuelo, noche a noche, en las últimas vacaciones de verano.
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—Una vez un compañero de clase dijo que se volvería loco leyendo todo lo que había que leer para la prueba. Enseguida me acordé de cuando le queman un montón de libros al hidalgo, porque creen que lo vuelven loco.
José Enrique sonríe y le dice que es maravilloso eso, y que nuestro espacio interior, que se parece al mar por ser inabarcable e inmenso, consiste en mil reacciones y conexiones inmediatas, sin que nos demos cuenta. Cuando esos movimientos se convierten en una idea, o en la claridad frente a algún problema o un recuerdo que creíamos olvidado, salen a la luz y nos sorprenden con una modificación de nuestra personalidad.
—Cualquier idea —dice José Enrique—, sentimiento o acto tuyo, aun el más mínimo, puede ser un punto de partida en esa inmensidad que es nuestra mente. Lo que se olvida se pierde en ella, como el barco que, desorientado, se pierde contra las rocas de una isla y ya no regresa. Pero también muchas veces es como el barco que regresa colmado de tesoros.
Dicho esto, José Enrique se lleva el vasito de plástico a la boca y antes de llegar a beber celebra que el padre de Juan sintió el pique y empieza a hacer fuerza y a recoger. Juan le pide permiso para ayudarlo. El sol va poniendo el cielo de color rojizo y es fácil adivinar cuál será la cena de esa noche.
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