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El león y la lágrima
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EL LEÓN Y LA LÁGRIMA
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Sharon Carbajal. Escuela N.º 55, San José de Mayo, San José
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José Enrique sale de su casa y camina hacia la plaza bajo el sol de la tarde. La hora de la siesta llega a su fin. Lleva un libro de tapas finitas y arrugadas bajo el brazo, y en la boca todavía el sabor del café que preparó antes de salir. Se siente tranquilo. Como a todo el mundo, hay días en los que alguna cosa le preocupa y le ocupa los pensamientos. Pero hoy no, hoy puede detenerse en los detalles de una obra de albañilería que están terminando sobre una casa, en los detalles de la madera de los árboles que encuentra en el camino, y cuando llegue a la plaza, está seguro, se detendrá en los detalles de su libro.
Se sienta en un banco lejos del alboroto que hacen los chiquilines en medio de un partido de fútbol. Marcaron el largo de los arcos con dos mochilas a la misma altura. Conocen de memoria las dimensiones de la canchita. Son seis, tres de cada lado: corren, gritan, transpiran hasta tener las caras rojas, mientras la tarde empieza a perder sus colores.
José Enrique saca los anteojos de la funda y se los coloca. Son unos lentes redonditos, que más de una vez Juan estuvo por pedirle prestados para ver el mundo con los ojos de su amigo. José Enrique abre el libro y empieza a leer. De lejos llega el griterío de los niños. Hay una voz entre todas que le suena familiar, pero va a demorar un rato en reconocerla. En el momento en el que la pelota se vaya lejos de los límites de la cancha y que varios de los chiquilines aprovechen para tirarse al piso a descansar, uno de ellos va a acercarse a José Enrique en busca de la pelota. Es Juan. Lo reconoce y se acerca a saludarlo. José Enrique deja de leer y lo saluda con asombro. Juan tiene la cara colorada y tierra en las piernas y los brazos.
—Dime por lo menos que van ganando —le dice José Enrique con una sonrisa.
Juan está tan agitado que no le sale una palabra. A lo lejos grita que van perdiendo por un gol, pero que van a ganar.
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José Enrique sigue leyendo, pero de a ratos levanta la vista del libro y sigue a Juan con la pelota. Él nunca fue hábil en el fútbol y disfruta viendo cómo su amigo hace moñas, pases de gol, y defiende el área como lo haría un caballero dentro de su armadura.
Cuando el picadito llega a su fin, Juan se acerca a conversar con él. Lo primero que dice es que ganaron. José Enrique cierra el libro, lo felicita y le pregunta cómo, si iban perdiendo, sabía que iban a ganar. Juan sonríe. Parece no tener respuesta para eso. Después le cuenta que no es la primera vez que les pasa. Habla de las virtudes de sus compañeros de equipo: Marina y Nicolás. Dice que nunca bajan los brazos. Que saben sacar fuerzas de no sabe dónde en los momentos más complicados. Que los tres dejan todo en la cancha y que, cuando parece que no van a poder, siempre pueden, como si tuvieran una pequeña fuerza escondida que, a medida que se unen con el fin de ganar, crece y los lleva a la victoria.
José Enrique le dice que eso le recuerda una historia. Cuando va a empezar a contarla, Juan le dice que espere y les hace un gesto a sus dos compañeros. Marina y Nicolás se acercan, saludan y se sientan junto a él. Juan los invita a escuchar la historia. A José Enrique lo emociona el gesto de confianza de su amigo. Y cuenta:
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Astiages era un adivino que había predicho algo terrible a unos hombres muy malos. A ellos no les había gustado la predicción, así que, para protegerse, Astiages había tenido que aislarse en las cuevas de una montaña. Había pasado mucho tiempo así, y ahora estaba ciego y anciano. Lo acompañaban en aquel lugar la dulzura de su hermosa hija y un león, muy amigo del viejo mago, ya que unos años antes lo había salvado de una muerte segura quitándole una flecha del lomo y poniendo en su lugar una crema curativa hecha de plantas del bosque.
De la hija del mago se decían muchas cosas, pero una era repetida continuamente entre los pueblerinos, por sus características sobrenaturales. Más de uno afirmaba que en lo hondo de sus ojos serenos, si en medio de la noche se los miraba de cerca, se veía el reflejo de todas y cada una de las estrellas del cielo, y hasta una lucecita incandescente que salía del firmamento y se expandía hacia todas las cosas, y que naturalmente era lo más maravilloso de ver.
Ciaxar era el gobernador de una provincia de la antigua Persia, en la zona donde hoy en día se levanta Irán. Estaba aburrido y en ese aburrimiento se había colado una idea: tener por esposa a la hija del adivino, que en el misterio de sus ojos llevaba la luz de las estrellas. Ciaxar mandó a sus súbditos a investigar y supo que cada tarde la hija del adivino, acompañada del león, iba a buscar agua a una fuente que se encontraba en medio del bosque. Un día Ciaxar envió a varios de sus soldados junto con un hechicero que prometió, con su magia, dominar al león.
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Aquella tarde, como siempre, el león se adelantó a husmear entre ramas y arbustos cualquier cosa que pudiera resultar un peligro para su amiga, pero apenas asomó la cabeza entre los altos pastizales algo lo golpeó y le trasmitió un sueño terrible del que no pudo despertarse. Cuando, sin saber nada de eso, la hija del mago llegó hasta el lugar, los soldados la detuvieron para raptarla. Ella, asustada, buscó a su león, se abrazó desesperada al cuerpo de la fiera, y al darse cuenta de que no respiraba dejó caer sobre él una lágrima, una sola, parecida a una piedra preciosa, que quedó aferrada a la melena del animal. Los soldados apresaron a la muchacha, y el hechicero, al ver al león tendido en la tierra, decidió llevarle un obsequio a su amo. Con la maldad dibujada en la cara, se aproximó a la bestia indefensa, tendió hacia ella las manos mientras recitaba un indescifrable conjuro, y el león, sin cambiar su forma, se fue convirtiendo lentamente en un león de mármol, una maravillosa estatua de piedra.
Arrastrado por unos bueyes, llevaron el león hasta el palacio de Ciaxar. Él miró con interés tanto a la muchacha como al león, y decidió que lo pusieran, como símbolo, enfrente de su cama. El león sobresalía en una esquina del cuarto, con una luz especial. Pero dentro de la estatua algo lento y extraño estaba ocurriendo. Es que en el instante del hechizo, a tiempo de volverse mármol la melena del león, la lágrima que dentro de ella había caído se congeló y endureció, convirtiéndose en un dardo filoso de diamante. En las entrañas del mármol, fue como una llama que no se apaga dentro del durísimo hielo. La lágrima se movía, muy lentamente, día tras día, haciéndose espacio en el interior del león. Bajo la quietud y la aparente tranquilidad de la piedra, cuando el amo dormía o los sirvientes limpiaban el dormitorio, cuando las alegrías o las tristezas de Ciaxar, la lágrima buscaba el pecho del león. ¿Cuánto tiempo pasó para que su lenta punzada atravesara la melena, la columna vertebral, se moviera a través del espacioso tórax y llegara hasta el centro, partiendo en dos el corazón endurecido? Nadie puede saberlo. Era de noche y todos dormían. Un gran silencio recorría los pasillos y cuartos
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del palacio. Solo se oía el sonido que hacía el fuego bailoteando en una lámpara de aceite y los leves ronquidos de Ciaxar, que dormía profundamente.
De repente hubo un rumor, un ruido grave. Un duro latido pareció mover al mismo tiempo el corazón del león y propagarse a lo largo de su cuerpo. Y, como si de pronto resucitara, se cubrió de un cálido tono de oro y del fondo de sus ojos, ahora abiertos, salió una luz rojiza. Su melena dura hasta entonces empezó a enrularse como el mar cuando el viento empuja las olas contra la costa. Primero pareció desperezarse y enseguida se movió con esfuerzo, arrancando con fuerza la cobertura de mármol. Quedó un momento confundido, como si no consiguiera todavía saber dónde se encontraba. El rugido rajó el aire. Y después de un salto, las garras se hundieron en la cama donde dormía Ciaxar, a quien el tiempo apenas le dio para darse cuenta de lo que ocurría. Las sábanas se iban tiñendo de rojo y el león revolvía en sus destrozos, mientras la lágrima, asomando fuera de su corazón como acerada punta, le teñía el pecho de sangre.
Juan y sus amigos escuchan el final de la historia con los ojos muy abiertos. Han enmudecido y piensan en qué habría pasado cuando la muchacha viera que el león estaba vivo y Ciaxar muerto, y ya podrían escapar y volverse con su padre. José Enrique vuelve a hablar de la importancia de la fuerza (aclara que en este caso se refiere a la lágrima de la muchacha, fija a la melena del león) en los momentos más complicados, que de a poquito se puede ir extendiendo hasta volverse una fuerza mayor que luche como luchó el león.
—Como cuando dimos vuelta el partido —dice Juan—. Marina y Nicolás le chocan la palma. Dicen que se tienen que ir, pero que les gustó mucho la historia. Que otro día les cuente otra. José Enrique les dice que encantado, pero aclara que Juan conoce muchas, que él mismo puede contarles alguna después del próximo partido.
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Juan y José Enrique se quedan un rato más y vuelven caminando hasta la casa de Juan, que es la que está primero en el camino. Van conversando de cosas de la vida, trasmitiéndose la manera de ver el mundo. Juan, su mirada de niño. José Enrique, su mirada de adulto, complementada por lecturas variadas a lo largo de su vida. Desde la plaza se los puede ver, alejándose de a poco, como dos siluetas que se hacen cada vez más chicas, pero a la vez, en su amistad, mucho más grandes.
EL LEÓN Y LA LÁGRIMA
Camila Sacco, Isabel Bogarín, Aarón Carbajal y Mía Soriano. Escuela N.º 55, San José de Mayo, San José