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La despedida de Gorgias

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Motivos de Proteo, cxxvii

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Juan y su mamá están sentados en la terminal de ómnibus. Esperan el coche que trae a Herminia, la abuela de Juan. Él se entretiene contando la cantidad de personas que bajan y suben a los ómnibus cada tanto. Imagina desde qué ciudades pueden venir, a qué lugar pueden estar dirigiéndose. Si van a vender algo a poblados de otros departamentos o a visitar familiares, si alguno de esos muchachos quiere llegar pronto a su ciudad para estar cerca de su esposa y su hijo recién nacido. Pensando en los viajes recuerda lo que les dijo la maestra unos días antes: que el año siguiente ya no la verán en la escuela porque se irá a vivir al norte, a un pueblo bastante lejos. Todos le preguntaron si volvería cada tanto a verlos y ella contestó que claro que sí. A Juan eso le dejó una esperanza, pero es grande la tristeza de saber que ya no la verá no solo en la escuela, tampoco en la panadería, en el almacén o en la plaza, donde se cruzan muy a menudo.

Con ese gesto lo sorprende José Enrique, que acaba de despedir a un amigo en la terminal. Los saluda con afecto y le pregunta a qué se debe esa cara tristona. Así lo dice él. La madre de Juan le cuenta que están esperando a la abuela, pero Juan dice que esa cara no es por eso, que está contento de que la abuela venga a verlo, porque además siempre le trae alfajores. Juan le cuenta que la maestra se irá a vivir lejos y piensa en todo lo que han aprendido con ella, cosas dentro del aula, pero también fuera. A ser mejores estudiantes y mejores personas. Le dice que no sabe si en otra maestra podrán encontrar todo lo que encontraron en ella.

La mamá de Juan aprovecha que está con José Enrique para ir a hacer un mandado. Les dice que vuelve en unos minutos, cuando José Enrique empieza a contarle a Juan una de sus historias, que tiene por título «La despedida de Gorgias».

LA DESPEDIDA DE GORGIAS

Santiago Secadas y Gonzalo Cabrera. Escuela N.º 51, Florida, Florida

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Brissa Agüero. Escuela N.º 51, Florida, Florida

MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE

La despedida de Gorgias

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Vivió hace muchísimos años en la antigua Grecia un pensador que se llamaba Gorgias. Era muy inteligente y a veces decía cosas que no les gustaban a los que gobernaban en ese momento, así que un día fue condenado a muerte, algo que en aquel entonces no era demasiado raro. Así como había gente a la que no le gustaba lo que él sostenía, otras personas eran sus fieles seguidoras, y a estas les agradaba escucharlo durante horas hablar de las cosas de la vida y de sus creencias.

Por eso, cuando Gorgias se estaba despidiendo, uno de sus discípulos, que se llamaba Lucio, le dijo que no se preocupara, que ellos iban a mantener sin alterar su verdad, que continuarían compartiendo con los demás sus ideas, sin modificarlas. Pero entonces Gorgias, al escuchar eso, le respondió que la verdad, que las creencias, que el conocimiento no eran algo estático, duro y quieto como una piedra, sino algo que estaba en continuo movimiento. Y que así debía ser, porque así, en movimiento y en transformación, estaban todas las cosas en el universo. Y para ejemplificarlo, ya que esa era una manera de explicar mejor lo que creía, dijo que contaría un sueño muy raro que su madre había tenido una vez.

«Cuando yo era niño mi madre estaba tan contenta con mi hermosura, con mi bondad, y sobre todo con la manera en la que yo le devolvía todo su amor con más amor, que le daba mucho miedo que un día mi niñez pasara y todo aquello se perdiera. Muchas veces la oí repetir: “¡Cuánto daría yo por que nunca dejaras de ser niño!”. Se anticipaba a llorar por todas las cosas

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lindas que perdería el día que creciera. No aceptaba que el tiempo pasa y que lo natural es que crezcamos, que cambiemos.

»Una vez la escuchó una señora del barrio que siempre hacía hechizos y le aseguró que, si ella quería, podía decirle cómo tenía que hacer para que se cumpliera ese deseo que iba contra los principios básicos de la naturaleza. Diciendo algunas palabras mágicas, cada día debía apoyarme en el pecho una paloma y en mi frente una flor extraña que había que pedirle a algún viajero. Cuando consiguió la flor, mi madre cumplió con el ritual cada día. Exprimía la flor sobre mi frente, con lo que mi pensamiento se mantendría fresco y puro como el de un niño. Cansada de este trabajo diario, una tarde la venció el sueño, me acostó a dormir la siesta y se recostó a mi lado. Soñó que hacía cada una de las cosas que la vecina le había dicho durante mucho tiempo y que, a medida que ella se iba volviendo anciana, se alegraba de que a mí nada me alterara y siguiera siendo el niño de siempre.

»Pero un día no consiguió más palomas, ni el viajero encontró en su camino la flor mágica. Y al ir a despertarme la mañana siguiente, en mi lugar encontró a un hombre viejo, serio y cansado. Nada había de alegría en mi mirada, todo lo contrario. Tenía los ojos de los hombres que han sufrido mucho. Le dije que era una mujer muy mala, que su terrible egoísmo me había robado la vida, que había hecho de mi alma un juguete roto, que me había privado de la acción que ennoblece, del pensamiento que ilumina, del amor que crea. Le pedí que me devolviera todo lo que me había quitado antes de que definitivamente la muerte me llevara, así, enojado y rencoroso.

»Aquí terminó el sueño de mi madre. Se despertó con un grito y desde ese momento entendió que mi niñez tendría un tiempo como el de todo el mundo, y que luego pasaría a vivir otra edad la maravillosa, y así en cada momento de la vida».

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Gorgias les explicó entonces a los discípulos que su filosofía, su manera de pensar, sus creencias no son parte de una religión que tome al hombre desde su niñez y, con la fe que le otorga, quiera adueñarse de su vida, eternizando en él la condición de infancia, como quiso hacer su madre antes de ser desengañada por su sueño.

«Así como las personas crecen y cambian —les dijo—, así también lo van haciendo las ideas cuando las pensamos. Yo fui su maestro. Yo quise darles el amor de la verdad, no la verdad, que es infinita. Continúen buscándola y renovándola ustedes, como el pescador, que todos los días tira su red sabiendo que nunca el mar se agotará de darle peces».

Juan se quedó agarrado a la imagen de la red e imitó la forma de tirar una atarraya que había visto más de una vez en el río. Le dijo a José Enrique que no crecer debía ser terrible. Pero que su madre alguna vez le había dicho, aunque fuera en broma: «¡Qué lindo sería que fueras niño para siempre!».

José Enrique insistió con la idea de que todas las cosas cambian, que no hay nada que no esté siempre en algún tipo de transformación. Y Juan le dijo que eso era bueno, que de otra forma todo sería muy aburrido.

Entonces a lo lejos Juan vio venir a su madre del brazo de la abuela. Dio un salto de despedida y corrió. Cuando estaba llegando, abrió los brazos. Su abuela lo imitó, agachándose un poco para abrazarlo también.

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