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Los seis peregrinos
Motivos de Proteo, c
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Juan está sentado en la puerta de su casa. Tiene una lupa en la mano, con la que observa cuidadosamente diversas cosas que encuentra en el jardín: hojas secas, pelusitas de los árboles, corteza, e incluso algunos insectos. Así lo sorprende José Enrique, con un ojo chiquito y el otro enorme. Tiene un pedazo de corteza sobre las piernas y observa entre los pliegues de la madera elevaciones que forman largos caminos.
—¿Cómo anda, mi amigo? —saluda José Enrique.
—Descubriendo cosas del mundo —contesta Juan, y se mueve para que José Enrique se siente junto a él en la otra parte del escalón.
—Me parece que acá tenemos un biólogo.
—O un paleontólogo…, o también podría ser un arqueólogo —responde Juan sin dejar de mirar la corteza a través de la lupa.
—Faltan muchos años todavía para confirmar a qué vas a dedicarte. A medida que crezcas irás siendo un poco otra persona, y hay que ver si esa estará de acuerdo con esta —le dice, tocándole afectuosamente la cabeza.
Juan le pregunta si él siempre supo que quería ser profesor. José Enrique le dice que él no, pero que su hermano sí. Desde niño ya mostraba curiosidad por los fenómenos de la física. Hacía experimentos todo el día, y apenas terminó el liceo entró en el profesorado y a los pocos años estaba afuera, con el diploma y pronto a dar clases. Le cuenta que él no estuvo tan convencido, que primero probó con las matemáticas, luego estudió filosofía, después idiomas, y al final se decidió por literatura.
—Un montón de cosas —responde Juan, ahora sí, mirándolo a los ojos.
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José Enrique le cuenta que cada una de esas cosas le abrió una puerta diferente y de una saltó a la otra, hasta que encontró lo que realmente creía mejor para sí mismo. Como Idomeneo, uno de los seis peregrinos.
—¿Quién? ¿Quiénes son los seis peregrinos?
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Los seis peregrinos
Cuentan leyendas que no están escritas que Endimión, un evangelista de quien nada sabe la historia, recorría las islas griegas llevando su conocimiento y su fe. En una pequeña ciudad sus palabras tocaron el corazón de seis jóvenes, a quienes convenció con su sabiduría, y estos decidieron seguir sus ideas y, por lo tanto, seguirlo a él. Durante un tiempo vivieron todos en comunidad. Hasta que un día los muchachos decidieron que aquello que pensaban entre todos era tan importante que todo el mundo debía conocerlo. Así que decidieron salir a recorrer las islas y llegar hasta donde el cielo quisiera, jurando que no detendrían su impulso mientras uno de ellos continuara con vida.
Pero resulta que Endimión, su maestro, necesitaba completar lo antes posible su viaje por la isla, así que quedaron en que, después de pasados muchos días con sus noches, él y los jóvenes se encontrarían en un puerto de la zona, desde donde atravesarían el mar para llevar su conocimiento a otras tierras.
El tiempo transcurrió para todos como en un pestañeo. Enseguida llegó el día de la reunión. Se encontrarían en el puerto acordado. Era una mañana alegre. Cargaron agua fresca y frutas, y los seis amigos, bajo el sol del camino, que brillaba en sus almas, partieron a reunirse con el maestro.
Caminaban alegres, en medio de las hojas que iba soltando el otoño, y tiñendo las plantas del color de la última hora del día, cuando oyeron unos sonidos de dolor que venían de entre la espesura. Eran los lamentos de un pastor muy lastimado, a quien
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al parecer habían atacado los lobos. Se acercaron todos a ayudarlo, salvo uno de ellos, Agenor, quien había permanecido indiferente a los sonidos desde el primer momento, pensando que podían ser ruidos de los que suele soltar el viento, y distraído de todo aquello que no fuera la idea que tenía latiendo en su cabeza: llegar junto al maestro. Era tan fuerte esa idea que decidió no detenerse a ayudar al herido como sus compañeros y continuó su camino hacia el puerto, mirando únicamente hacia adelante.
Los otros peregrinos, luego de haber lavado el cuerpo del pastor y de haberlo vendado con pedazos de telas que arrancaron de sus propios ropajes, lo llevaron hasta su choza, en lo alto de una ladera. Ahí los sorprendió la noche. Al otro día, al amanecer, Nearco, uno de los peregrinos, quien se mostraba callado y con la mirada perdida, decidió comunicarles a todos que, luego de pensarlo mucho, había llegado a la conclusión de que, si había tanto dolor alrededor de ellos, ¿por qué razón alejarse a otras tierras a llevar su conocimiento y no distribuirlo en ese mismo lugar? Les contó que esa misma noche había soñado con el pastor, que le impedía seguir adelante. Y, cuando consiguió apartarlo, fueron los arbustos y las ramas de los árboles los que le impidieron seguir, enganchándose a su ropa. Tomó esto como un mensaje para sí mismo y, luego de abrazar a sus compañeros, regresó a la ciudad.
Los otros cuatro peregrinos siguieron el camino conversando animadamente. De todos ellos, Idomeneo parecía ser el que, por su gran espiritualidad, llenaba la ausencia del maestro. Había sido además el primero en ayudar al pastor herido. Era inteligente y tierno. Y cada vez que alguna flor asomaba entre las hojas de una mata él corría a admirarla, revelando su curiosidad y su fascinación por la maravilla en la pequeñez. Cuando el viento traía el sonido de un instrumento musical o el canto de una cigarra, Idomeneo se detenía y ponía atención en el sonido dulce, cerrando los ojos y demostrando disfrutarlo con todo su cuerpo. Juntaba piedritas redondas del borde de los caminos, se detenía en el vuelo de las aves que cruzaban la montaña y, si a lo lejos
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veía la punta de una vela blanca sobre el mar azul, encontraba en la belleza tranquilidad y placer.
Caminaron durante horas hasta que divisaron los techos de un pequeño poblado alcanzados por el dorado sol de la tarde. Vieron de lejos un gran grupo de personas formando un círculo y les preguntaron a unos labradores qué estaba ocurriendo. Se trataba de la función de un mendigo ambulante, conocido por todos en el pueblo, que hacía un espectáculo musical a cambio de objetos o alimentos. Idomeneo propuso detenerse a escucharlo.
Tras un silencio respetuoso el mendigo cantó, tañendo las cuerdas de la lira. Flotaron en el aire las historias y las leyendas, elementos que estaban en todas las memorias pero que parecían recobrar su fuerza en los poemas, en la frescura de la invención y de la interpretación de aquel hombre. Todos lo escucharon maravillados hablar de la historia de Grecia y los mitos griegos: historias de héroes que salvaban pueblos de monstruos terribles, de diosas de poderes y belleza extraordinarios, o increíbles historias de amor.
Lucio, uno de los cuatro peregrinos, tenía un gesto que mezclaba placer y tristeza. Les comentó a sus compañeros que ese canto le había recobrado el amor por los dioses a los que hasta hacía poco tiempo había rendido tributo, y reconocía que su fe había sido herida de muerte por la poesía; por lo tanto, decidía no continuar con el viaje hacia el puerto. Idomeneo le dijo que a él le pasaba lo contrario, ya que con ese cantar él se había sentido más fuerte en su propia fe, y que elegía el canto en sí mismo, más allá de no estar de acuerdo con lo que decía.
El viaje lo continuaron Idomeneo, Merión y Adimanto. El día siguiente, sintiéndose sedientos, divisaron el techo de una granja a lo lejos y hacia ahí se dirigieron. Era una hermosa casa de campo, rodeada de vegetación y con una enorme viña que crecía hacia el horizonte, ofreciendo sus dulces frutos a los
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peregrinos. Era el momento del año en el que se prepara la vendimia, para obtener vino de las uvas. Algunos de los trabajadores removían toneles. Otros afilaban cuchillos para cortar racimos. Un grupo de mujeres tejía cestas de mimbre para recoger la fruta y transportarla. A todos se los veía contentos, haciendo un trabajo colectivo que les proporcionaba alegría y los unía.
Después de beber hasta saciarse y mientras se despedían para regresar a su camino, el encargado de la viña les preguntó si querían quedarse a compartir el trabajo con ellos, porque no eran tantos hombres y debían terminar la vendimia para el día que habían prometido al dueño de las tierras. Los peregrinos, que no habían resultado insensibles a la tentación del trabajo y que agradecían, además, la hospitalidad que habían recibido, accedieron y los ayudaron a terminar las tareas más rápido. Adimanto recolectó los racimos. Merión los transportó e Idomeneo prensó la uva. Trabajaron tanto en ese día que el encargado de la viña reconoció que había perdido el miedo de no conseguirlo.
Entonces empezó la fiesta, y con alegría brindaron por el esfuerzo colectivo, con vinos cosechados en años anteriores. Idomeneo invitó a sus compañeros a brindar por la fe que los unía y, apartados apenas del resto, levantaron las copas que el sol hizo brillar en el final de la tarde. Un rato después se dejó caer la noche, y con ella los tres peregrinos, que buscaron un lugar cómodo donde tenderse a dormir. Sin embargo, Merión escuchaba a los lejos la fiesta de los trabajadores celebrando el vino nuevo, la música de los instrumentos, los bailes, los gritos de alegría. Así que en determinado momento se levantó y se unió al festejo. Pasó la noche celebrando con sus compañeros y se acostó muy tarde, decidido a quedarse con los obreros de la vendimia. Por eso, cuando Idomeneo y Argentor lo despertaron, él se despidió, dejando en claro que era en aquel lugar donde había elegido quedarse.
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Idomeneo y Adimanto partieron. Más de una vez pensaron qué sería de Agenor, aquel de los peregrinos que en su impaciencia había decidido adelantarse a los otros. ¿Habría llegado al final del viaje o tal vez seguía caminando hacia adelante con el ciego impulso de la fascinación?
Un poco después Idomeneo y Adimanto vieron abrirse ante su paso una hermosa llanura por donde el camino serpenteaba. Blancas aldeas, amarillos terrenos de cereales cultivados, bosques tupidos a cuyos pies se deslizaba la corriente de un río, y allá, a lo lejos, el mar azul. Caminaban asombrados con aquel paisaje que les proporcionaba al mismo tiempo paz y belleza cuando sintieron muy cerca el aroma que desprenden las manzanas silvestres. Traspusieron el vallado que separaba los terrenos y, atravesando el matorral, apareció ante sus ojos la naturaleza en toda su dimensión. Bajo la bóveda que formaban las copas de los árboles se veía latir la vida, juegos de la luz que se filtraba por entre las ramas con las sombras de los arbustos que movía el viento. Las frutas colgaban de las ramas, pero también se las veía en la tierra, transformándose y confundiéndose con ella. Parecía un lugar en el que ningún humano hubiera puesto un pie.
A medida que se internaban en la espesura del bosque, Idomeneo sentía cómo la naturaleza le abrazaba el alma. Admiraba, con la admiración que pone húmedos los ojos, todo lo que lo rodeaba. Se sentía vivo en ese ambiente, tenía dulces palabras para las flores silvestres que aparecían de repente en su camino, se detenía a grabar el signo de la cruz en la corteza de los árboles. La alegría de la vida subía desde los pies de su propio ser, se hacía más dulce con el sabor de la nueva fe.
Vagando fascinado como un niño, lo sorprendió el atardecer en aquel monte. A la mañana siguiente Idomeneo recordó que solo faltaba un día para terminar el viaje, así que guardó sus cosas en su pequeña bolsa de cuero y, lleno de energía, decidió ponerse en movimiento. Buscó a Adimanto entre
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María Blanco. Escuela N.º 8, San Carlos, Maldonado
Margarita Suanes. Escuela N.º 2, Durazno, Durazno 101 <<<<<<<<
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la espesura y lo invitó a rehacer el camino, pero Adimanto confesó tristemente que no se animaba a presentarse frente al maestro. Pensaba que podía estar enojado porque habían demorado mucho, si es que ya no había partido a la llegada de Agenor. A pesar de que Idomeneo intentó convencerlo, con la cabeza baja desapareció en la espesura del bosque.
Idomeneo continuó solo el camino. No tardó en ver a lo lejos, sobre la playa, un pueblo de pescadores, de casas blancas a las que bañaba el sol y el mar. Las palmeras se movían alrededor del poblado como si le hicieran señas de que se acercara. A las personas que veía en la puerta de sus casas les preguntaba si alguno había visto pasar a Agenor, y supo que sí, ya que lo describieron muy apurado, con un gesto duro, como el que ellos le habían visto unos días antes. Y además mencionaron la indiferencia que tenía frente a los que se detenían a hablarle: «Parecía un sonámbulo», juraban.
Pasó como decían los pobladores. Agenor había llegado al final del viaje unos días antes, en un solo impulso de deseo desde su partida, sin cansarse, sin detenerse en los peligros del camino ni en las maravillas de la naturaleza. Apenas llegó cayó cansadísimo a los pies del maestro, aunque feliz de haber conseguido lo que se proponía. Durante tres mañanas y tres tardes miraron al camino muchas veces para ver si veían a los otros peregrinos. Hasta que descubrieron a Idomeneo y por él supieron, con cierto dolor, que ya no hacía falta esperar a nadie más.
Endimión puso a Agenor a su derecha, a Idomeneo a su izquierda y, entonando una las canciones que resaltan la felicidad del caminante, marcharon juntos hacia el mar. Nubes extrañas parecían extrañas cuevas en el horizonte. La vela del barco en el que viajaban se agitaba con el viento y parecía un enorme corazón blanco.
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Y así, junto al maestro que representaba para ellos la verdad, ajenos a las tentaciones que habían desviado a los otros peregrinos, partieron. Agenor entusiasmado, inflexible, con la obsesión que domina todo lo otro; Idomeneo representando la certeza amplia, graciosa, dueña de sí para corresponder con fidelidad al reclamo de las cosas. El que supo atender a las voces que le pidieron caridad, el arte, el trabajo, la naturaleza, y que de cada cosa que había vivido en cada situación había obtenido una enseñanza, que formaba parte ahora de su propio ser.
Juan escuchó la historia de los peregrinos con la satisfacción dibujada en los ojos. A medida que José Enrique avanzaba, el niño tenía la mirada fija en las baldosas de la vereda, pero no era eso lo que veía, sino más allá, en su imaginación, unas veces a Endimión, otras a los peregrinos. Durante un rato estuvo hipnotizado con las palabras, como si él mismo fuera Idomeneo en su largo viaje, aprendiendo de cada experiencia con la que se encontraba en el camino, para continuar el viaje, pero deteniéndose en el camino a aprender de cada cosa que lo rodeaba.
José Enrique disfrutó con el placer que la historia le había proporcionado a su pequeño amigo. Y, como habían estado conversando un largo rato, decidió volver a su casa a continuar un libro que venía leyendo desde hacía unos días. Pero antes se despidió de Juan, que le aseguraba que no iba a apurarse a decidir qué oficio o profesión elegiría en el futuro.
—Todavía tengo mucho tiempo para pensarlo —dijo el niño—. Mándele saludos al gato Cleto.