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Los tres cuervos del descubrimiento de Islandia

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José Enrique está acuclillado en el jardín de su casa cortando jazmines. Cuando se acerca el verano, el jazminero explota de aroma y de luz al cubrirse de flores blancas. Cleto, su gato, supone que se acuclilla para darle mimos, así que se interpone entre sus manos y la planta para que le rasque la cabeza. Le agradece con un ronroneo constante. Todos los años José Enrique aprovecha su paseo matutino para repartirles flores a las personas del barrio con las que se detiene a hablar cada tanto. No tiene un orden ni una preferencia. Los lleva en una bolsita de plástico, un poco escondidos, y cuando la ocasión se presta saca un ramito y se lo regala a alguien.

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Acaba de cruzar la avenida y viene caminando por la cuadra de Juan. No ve a Juan en la puerta, pero ve a su madre. José Enrique se da cuenta de que tiene unos papeles en la mano y supone que salió a pagar alguna cuenta o al almacén, así que saluda mientras pasa para no quitarle tiempo. Ella también lo saluda y se le acerca. Enseguida siente el olor de los jazmines, así que cierra los ojos y le pregunta a José Enrique si lo siente también, empezando a mirar hacia ambos lados a ver de dónde viene. Él responde que claro que lo siente, que son de su jardín. Entonces mete la mano en la bolsa y saca un ramito. La mamá de Juan agradece, y cuando él le pregunta cómo anda el niño ella le dice que bien, que todo anda bien, aunque a veces siente que es muy asustadizo. Hablan de los terrores nocturnos, esos miedos que a algunos niños los alcanzan en la noche y les impiden dormirse tranquilos. Buscan culpables: la televisión, algunos juegos de computadora, los libros de terror.

Juan escucha desde su cuarto la voz de José Enrique y sale a la puerta. Cuando llega junto a ellos hacen silencio y solo aletean los saludos en el aire. No saben qué decir para disimular que hablaban de él, así que José Enrique le dice que vino tan rápido que casi no lo ve, que se asustó al verlo de repente. Sonríe por compromiso. La madre de Juan también sonríe, dice que ya vuelve y entra en la casa. Juan responde que esas cosas no dan miedo, pero le dice que parecido al miedo es lo que le pasa en la escuela con una

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chiquilina que le gusta. José Enrique le pregunta que cómo es eso de parecido al miedo. Juan le aclara que a veces se pone a dudar y no sabe si decírselo o no decirle nada. Y espera en la mitad del recreo hasta que se dice: «Es ahora». Y sale caminando muy confiado, pero el miedo lo vence y vuelve a pensarlo un rato más. A veces ni siquiera puede salir de su refugio y solo la mira a lo lejos, mientras sus trenzas saltan en la rayuela.

José Enrique sonríe como si de repente hubiera recordado algo, agarra un jazmincito y se lo da. Le dice que lo huela. Que ese aroma cura todos los miedos y por lo tanto da mucho valor. También le dice que si tiene ganas le cuenta una historia que acaba de recordar:

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Los navegantes noruegos que descubrieron esa enorme isla que es también un país y tiene por nombre Islandia cuentan en sus crónicas de viaje que, estando en alta mar, entre muros de hielo y mar helado, llevaban tres cuervos con ellos. En esa época no se conocía la brújula y era muy difícil ubicarse en el mar. Por eso es que los hombres de la antigüedad conocían muy bien el cielo, ya que de él se servían en la noche para no perderse. Estando en el medio del mar los navegantes, para aprovechar la ubicación de las aves, que es natural e instintiva, soltaron tres cuervos, uno de los cuales aleteó un poco y enseguida regresó al punto de partida. Otro se quedó en el barco, sin moverse, aunque lo dejaran en libertad. Y el tercero de los cuervos salió volando hacia adelante sin saber cuál sería su destino. El barco lo siguió a toda máquina mientras, a lo lejos, empezaba a verse la nueva tierra.

También contigo van tres cuervos —siguió diciendo José Enrique—. Cuando te sientes sin brújula, desorientado, cuando pierdes la confianza en ti mismo y en ese inmenso mar que es la vida, no sabes qué camino tomar. Quizás vayas detrás del cuervo valiente y consigas llegar a una nueva tierra. Es posible también que el miedo de lo que puedas encontrar más adelante impida que sigas, y entonces hagas como el cuervo temeroso, que apenas se alejó un poco regresó a lo conocido. Sería una pena que, no animándote ni a una cosa ni a la otra, te quedaras quieto, en medio del camino, junto al cuervo que se ha quedado contigo, sin animarte a ninguno de los rumbos contrarios. Continuar

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quieto es mantenerse perdido. Siempre hay que tener curiosidad de buscar nuevos caminos hacia lo que vendrá.

Apenas termina de contar la historia, José Enrique le revuelve el pelo a Juan. La madre de Juan vuelve y le pregunta si quiere que ponga también su jazmín en un vaso con agua. Sonríen los tres mientras Juan asiente con la cabeza, y le dice a José Enrique que a él le encantaría recorrer mares y andar detrás del primero de los cuervos para descubrir nuevas tierras.

José Enrique se despide, dice que tiene cosas que hacer. A Juan le hace gracia porque nunca le dice qué, pero lo imagina leyendo cientos de libros muy viejos, de donde saca todas esas historias que cuenta.

De cualquier manera, al otro día, mientras Juan vuelve de la escuela, se cruzan frente al quiosco y a la pasada Juan le asegura que al final hizo como el primer cuervo: se animó a seguir hacia adelante en medio del recreo y cuando llegó junto a Mariana le regaló el jazmín. José Enrique extiende una mano y Juan la choca. Le brillan los ojos de la alegría, como brilla el jazmín, dentro de un vaso, en la casa de Mariana.

Fernanda García Martínez. Escuela N.º 40, Nueva Helvecia, Colonia

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