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La inscripción del faro de Alejandría
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Cuando Juan se enoja, la cara se le pone bien colorada y más de uno en la escuela se ha atrevido a llamarlo Juan Tomate. Eso no lo disgusta tanto como lo que le pasó esa misma tarde en medio del recreo. Bueno, no solo en medio del recreo, también en medio de su cumpleaños. Y eso que había llegado contentísimo a la escuela con una funda de marcadores de muchos colores (colores raros, diferentes a los habituales, además) que le habían regalado sus padres. Mientras los ruidos del recreo crecían por todos lados y sus compañeros iban y venían, disputándose chapitas de refresco que se transformaban en pelotas, o elásticos con los que las chiquilinas daban saltos para todos lados formando figuras extrañísimas, Juan se puso a dibujar con sus marcadores en una hoja de garbanzo. Eso es lo que les está contando a José Enrique y a sus padres ahora que el festejo llega a su fin y todos se van poniendo de pie para llevar platitos de cartón y botellas a la cocina. Mientras acomodan las cosas en la casa, todos hacen silencio para escucharlo, porque al verlo rojo como el tomate su padre le preguntó cómo había estado el día en la escuela.
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Juan sigue contando: dice que dibujó un dragón marrón, con alas rojas, y que hasta el fuego del hocico le quedó maravilloso con los colores nuevos. Hasta ahora nadie sabe qué fue lo que lo enojó, pero enseguida cuenta que cuando sonó la campana salió corriendo para la clase y cuidó de no olvidarse de los marcadores. Lo que olvidó fue la hoja, que anduvo dando vueltas por el patio, debajo de la enorme tipa que está en el centro de la escuela y que en verano llena de flores amarillas el piso de baldosas. Marcelo, un chiquilín de sexto, encontró el dibujo en una ida al baño. Le gustó mucho y le agregó debajo su propio nombre. Después lo colgó en una de las carteleras y regresó a la clase. Cuando sonó el timbre del fin de jornada los niños salieron en estampida de cada clase. Las voces se fueron juntando en el aire y algunos se detuvieron delante de la cartelera a comentar maravillados lo bueno que estaba el dibujo que había hecho Marcelo. Juan se detuvo también, y primero lo ganó el asombro y enseguida la rabia.
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Hubo empujones, forcejeos y gritos. Él aseguraba haber hecho el dibujo, aunque los otros dijeran que lo había hecho Marcelo. Hasta que le ganó el llanto y salió corriendo.
La madre le acaricia la cabeza mientras lo cuenta, le corre el jopo hacia un costado y le dice que no se preocupe. Que él sabe que fue quien hizo el dibujo y que tiene la posibilidad de hacer todos los que quiera. Sin embargo, Marcelo no podrá hacer otro, aunque le den los mejores marcadores del mundo. Es en ese momento, mientras el padre le sirve un cafecito, que José Enrique decide contarle la historia del faro de Alejandría.
MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE
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Tolomeo fue un general al servicio de Alejandro Magno (que tenía un caballo llamado Bucéfalo porque era fuerte como un toro) y el primero de una dinastía que gobernó durante tres siglos Egipto y sus alrededores. Este hombre de gran poder un día se propuso levantar una torre altísima en la isla que tiene a su frente Alejandría. Sobre la torre quería encender una enorme fogata que les sirviera a los barcos para orientarse y a su vez fuera el símbolo de la luz que enviaba al resto del mundo esa gran ciudad. Para convertir su idea en piedra buscó al arquitecto más capacitado, Sóstrato, un hombre que era, además, un gran artista y un reconocido ingeniero.
Antes de ponerse a trabajar, Sóstrato pensó de qué manera podía llevar a cabo aquella hazaña. Planificó, modeló en su mente torres diferentes, hasta que escogió la que más le gustaba. La imaginó cubierta de mármol blanco y sobre la roca más alta de la isla puso manos a la obra. El mármol fue tomando el cielo mientras el corazón de Tolomeo, que lo observaba trabajar, subía entusiasmado detrás de él. Con cada piedra que el artista trabajaba, ambos veían la gloria. Sóstrato sabía que lo que estaba haciendo era algo que perduraría mucho más que su propia vida. Y estuvo seguro de que había nacido para hacer ese monumento, que nadie podría haberlo hecho igual. Lo que había creado era el faro de Alejandría, que en la Antigüedad se contó entre las siete maravillas del mundo.
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Kevin Fagúndez, Escuela N.º 98, Salto, Salto
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Tolomeo, al admirar la obra del gran artista, sintió que a la creación le faltaba aún un último toque. Quería que su nombre de rey fuera tallado en la piedra y que se dispusiera ahí mismo un lugar donde descansarían sus restos cuando muriera.
A Sóstrato le costó obedecer, porque esa creación era suya y le daba un poco de celos que tuviera el nombre de quien se la había encargado y no su propio nombre. No podía negarse, pero se le ocurrió una idea. Pensó la forma en la que, a medida que pasaran los años, cientos, miles, fuera su nombre, y no el del rey, el que leyeran sobre el mármol las generaciones del futuro. Con arena y cal hizo una falsa superficie para la lápida y sobre ella extendió la inscripción que Tolomeo le había pedido para honrarlo. Pero debajo, en las entrañas de la piedra, grabó su propio nombre. Su idea era que con el paso del tiempo se fuera perdiendo la parte de afuera, que incluía el nombre de Tolomeo, y quedara visible el suyo. No lo vería en vida, pero sí lo descubrirían las futuras generaciones, que podrían admirarlo de esa manera. Y así fue. La inscripción, que en vida de Tolomeo fue motivo de su orgullo, soportó luego las huellas del paso del tiempo, hasta que un día voló por los cielos hecho polvo el nombre del gobernante. Rota la cubierta de cal, se reveló en la piedra el nombre de Sóstrato, en letras gruesas, brillando con la fuerza del deseo, en realización de lo prohibido. Esa inscripción, que hacía justicia, duró lo que duró el monumento, firme como la verdad.
José Enrique bebe el café y observa que Juan parece más calmado. Tiene cara de dormido, después de un largo día de cumpleaños. José Enrique hace gestos con la mano, en la que sostiene un pedacito de bizcocho de anís. Dice que, así como el nombre del rey estaba escrito en la superficie, muchas personas se sienten en la superficie de las cosas, sin profundizar en sí mismas. Sin saber en muchos casos que allá dentro, donde se escribe la roca para que perdure, está su verdadero ser, todo el potencial de su originalidad. Es a eso a lo que deben apuntar los hombres, le dice
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a Juan, que lo escucha un poco despierto y un poco dormido; a luchar por conocerse a sí mismos y alcanzar un estado de originalidad propia. Y después, recordando el incidente del dibujo, le dice: «Entre la firma superficial de Marcelo y el dibujo, lo más importante es lo último. Creer que vale la pena apostar a lo superficial en vez de a lo más profundo es un error».
Juan sonríe y cabecea, dando a entender que comprendió la explicación. Después cruza los brazos sobre la mesa y se queda profundamente dormido.
MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE Nicole Banchero, Facundo Arévalo, Micaela Ceja y Cristian Dolci. Escuela N.º 5, Fray Bentos, Río Negro