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La respuesta de Leuconoe

Motivos de Proteo, xvii

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Es muy temprano en la mañana. Juan sale de su casa de la mano de su madre. Tiene cara de dormido y lleva, además de la mochila, un bolso de colores que contiene una cantimplora con agua de manzana y un táper con dos sándwiches. La mamá piensa acompañarlo hasta la escuela, pero, al ver que José Enrique se acerca caminando a lo lejos, espera que llegue hasta ellos y le pregunta si le gustaría acompañarlo él. Sabe que para Juan el viaje será entretenido con alguno de sus cuentos. Mientras esperan que José Enrique llegue hasta la puerta de la casa, Juan empieza a despertarse al imaginar los gritos en el ómnibus, los cantitos al chofer para que se apure, las largas charlas de amigos y los comentarios de la gente que pasa a través de la ventanilla. Además, piensa en que más de uno irá saludando a todo el que vea y riéndose hasta que le duela la panza cuando le respondan el saludo. Es la primera vez que salen de paseo en el año, y el destino es una chacra llamada Las Delicias, en el departamento de Canelones.

Lo primero que llega es la voz de José Enrique, y enseguida su sonrisa. Salió a pasear con su gato Cleto dentro del morral. Dice que lo lleva de esa manera para que pueda disfrutar lo lindo del paseo, pero sin subirse a los árboles ni ser perseguido por los perros. Juan le acaricia la cabeza al gato y le cuenta a José Enrique que deben apurarse porque en la escuela tendrán un día de campo. La mamá le pregunta a José Enrique si quiere acompañarlo y él le dice que cómo se va a negar, que va a contarle la mejor de las historias que recuerda. Juan agrega que siempre hace lo mismo, que cada historia que cuenta jura que es la mejor. Y aunque él tiene sus preferidas no le revela cuáles son.

A José Enrique le encanta la idea de acompañarlo y comenta que, cuando él todavía daba clases (trabajó muchos años como profesor de Literatura), uno de los días que más le gustaban era el día en el que iban de visita al campo. Se despiden de la madre de Juan con un gesto, mientras el niño le dice a José Enrique que él no conoce el campo y que hace un par de noches le costaba dormirse porque lo imaginaba de una forma muy particular: se le hacía

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verde e inmenso, y los árboles podían ser de una manera u otra, y a veces el cielo se juntaba con el pasto, y otras veces había ondulaciones en la tierra, y unos animales acá y otros allá. Le cuenta a José Enrique que cuando al otro día de soñarlo se lo contó a un compañero de clase, el compañero le dijo que el campo no era así, que cuando lo viera iba a ver cómo es, y ya no sería como era hasta entonces en su imaginación.

—Las posibilidades de lo imaginado y la realidad —dice José Enrique—: ¡Qué lindo tema para ser tan tempranito! Me recordaste a Leuconoe.

Juan le pregunta a quién, levantando los brazos, como si hablara de una domadora de dragones. Entonces José Enrique se larga a contar:

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Hubo una vez, en la Antigüedad, un emperador romano al que llamaban Trajano, que volviendo de una de sus grandes conquistas se detuvo en una ciudad donde, al reconocerlo, lo recibieron con honores y le ofrecieron las comidas más delicadas de Oriente. Un patricio, es decir, un integrante de la clase social privilegiada, pensó de qué manera homenajear al emperador. Entre las familias de la ciudad eligió a las muchachas más hermosas y les contó cuál era su intención: vestidas de maneras particulares, cada una de ellas representaría las tierras del mundo conocido, las que eran parte del Imperio romano y también las que no lo eran y pertenecían a los bárbaros. Le harían reverencia al César y de esa manera ofrecerían sus dones, es decir, las características que tenían esas tierras.

Establecida la cantidad de tierras y la de muchachas que las representarían (y de las danzas que entrelazarían a una con la otra), el patricio se dio cuenta de que no coincidían en número: sobraba una persona. Entonces este hombre se refugió en la biblioteca (que es el mejor de los refugios siempre) y se puso a buscar en un viejo y polvoriento libro los rastros de una tierra desconocida por hombres y mujeres, pero que latía en algún lugar, esperando ser descubierta. Ya que les faltaba un país para ser representado en la recreación que harían, sugirió que fuera este, el país soñado. Mientras las otras tierras daban la oportunidad de lucir coloridos vestidos que simbolizaban sus bienes, sus alimentos y hasta sus geografías, era difícil representar a este nuevo país porque no se sabía nada de él, era un país de los sueños. Sin embargo, una muchacha que representaría a otro de los países, ante la posibilidad de hacerse con el país nuevo,

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prefirió esto último y se ofreció a ser quien lo personificara. Era la más joven de todas y su nombre era Leuconoe. Como nadie sabía qué cosas tenía ese país misterioso, acordaron que ella no llevaría un colorido disfraz.

Llegó el día de la representación y las tierras desfilaron delante del señor del mundo. Le brindaron danzas de cada región y cada una le ofreció una manualidad que representaba a su tierra. Llamaban la atención los coloridos trajes y pañuelos, los aromas que desplegaba cada tierra representada. Antes que ninguna desfilaba Roma. La muchacha tenía un modo varonil de mostrar sus colores y fuerza, y agilidad en todos sus movimientos. La forma de caminar le daba aires de diosa y en sus ojos se veía la fuerza de un imperio. Enseguida venía Grecia, con hojitas de mirto alrededor de la cabeza y palabras que tenían el peso del mármol. Bretaña aludía al metal con el que forjaban las armaduras de los guerreros y trabajaban el bronce de las estatuas. Después Macedonia, en cuyos montes abundan los minerales. Fue fantástica la India, con montañas pintadas en sus ropas coloridas y ríos colosales, piedras de colores, marfil y plumas de papagayo. Más tarde desfiló la representante de Egipto; habló de sus pirámides, de sus esfinges y colosos, de una ciudad cuya torre iluminada señala el puerto a los marinos. Hasta que le tocó el turno a Leuconoe. Aunque desfiló con gracia y los ojos llenos de luz, parecía no ser parte de la armonía que había generado el resto de las tierras en conjunto. Llamaba la atención su blanco traje, que el viento movía a su antojo, dándole un aire fantasmal. Entonces el emperador preguntó cuál era la razón de su presencia, que contrastaba con el resto del desfile, salvo únicamente por un traje blanco y fino, como una página que todavía no se ha escrito.

—Leuconoe —la llamó el emperador—, no te ha tocado un gran papel. Tu poca suerte quiso que la realidad se viera reflejada en el trabajo de tus compañeras. Admiro tu actuación de cualquier forma, pero si tuvieras que elegir un bien de tu tierra, ¿cuál sería ese que la representa?

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—¡Espacio! —dijo Leuconoe con sencillez.

—¡Espacio! —repitió el césar—. ¡Es verdad! Sea una tierra apacible o risueña, verde o seca, habrá en esas tierras mucho espacio. Y en la imaginación de quien la piense, quién dice que no podrá haber mares azules y altísimas montañas de picos nevados. Tu respuesta, Leuconoe, habla del misterio de aquello que se sueña por encima de la realidad, porque son características de hombres y mujeres la esperanza y la imaginación. Pero, además, donde hay espacio siempre hay posibilidad de crear algo, de que nuestra tierra prospere y se expanda.

Luego de decir esto, el césar le puso un prendedor en el vestido, con una gruesa moneda de oro, que era símbolo de la victoria frente a las otras tierras.

Cuando José Enrique terminó la historia se estaban acercando a la escuela, y ya desde lejos se veía el ómnibus y muchos niños alrededor: unos correteaban, otros permanecían cerca de sus padres o madres.

«No hay que olvidarse nunca de la importancia de ese espacio dentro de uno mismo donde siempre pueden brotar cosas. Debemos cuidar esas tierras de la imaginación, por definir o conquistar. Y ahora: ¡Que te diviertas! Te esperan las verdes tierras del campo».

Así dijo José Enrique mientras se alejaba. Juan, que todavía tenía fresca la maravillosa historia de las tierras de la Antigüedad y las de la imaginación, se quedó junto a la maestra que, pidiéndoles una fila, empezaba a pasar la lista.

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Valentina Soares de Lima. Escuela N.º 64, Tambores, Tacuarembó 63 <<<<<<<<

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