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El rey hospitalario

Ariel, iii

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En la escuela de Juan, para celebrar la primavera, decidieron hacer una fiesta de disfraces. A Juan le encanta disfrazarse, tanto en primavera como en carnaval. Incluso cuando organiza una pijamada en su casa con sus amigos más cercanos pone como condición que vengan con disfraces, y disfruta mucho al verlos diferentes y sentirse otro.

Ese día, en la escuela, todo se sentía distinto. Los gritos de los chiquilines, cada tanto el de las maestras agrupándolos por clases, los primeros olores de la primavera, la pelusa de los plátanos. Cada cosa le recordaba otros momentos de su vida. Se sentía más grande, se sentía feliz. Cuando quiso acordar lo rodeaban monstruos de caras rojas, piratas, odaliscas y bailarinas de flamenco. La música había empezado a sonar y el alboroto crecía con las conversaciones, las corridas, y los gritos. Pero, aunque estaba bien, en medio del ruido y de la charla de varios compañeros al mismo tiempo empezó a sentir la necesidad de estar tranquilo, de estar más cerca de él. «No me puedo escuchar a mí», pensaba. Así que dijo que ya volvía y fue a los baños del segundo piso, donde casi nunca iba nadie, y se encerró en uno de los individuales. Entonces se sintió mejor, como si volviera en sí, como si todas sus cosas reaparecieran, sus recuerdos, su día a día. Si bien disfrutaba con los otros, necesitaba el momento de replegarse sobre sí mismo.

Mientras recordaba el día de clases que ya había terminado, sentado en el escalón de la entrada de su casa, pasó José Enrique con un paquete de diarios viejos atados con un piolín. Le preguntó si podía parar a descansar ahí y Juan sonrió. A José Enrique le gustaba hacer esas bromas. ¿Por qué le pedía permiso a él, si no era el dueño de la vereda? Como vio que tenía una marca roja en la cabeza le preguntó si se había lastimado, y Juan le dijo que no, que debía ser pintura. Después le contó de la fiesta de disfraces y se animó incluso a decirle que en medio del alboroto había necesitado estar solo y tranquilo. José Enrique se secó la transpiración de la frente con el puño de la camisa y se recostó a la pared. «Me recordaste una vieja historia», le dijo.

EL REY HOSPITALARIO

Agustina Acosta, Escuela N.º 157, Las Piedras, Canelones

Alanis Sánchez, Escuela N.º 157, Las Piedras, Canelones 37 <<<<<<<<

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El rey hospitalario

Hace muchísimos años, en una ciudad de Oriente, de donde han venido muchos de nuestros cuentos más memorables, vivía un rey. En la memoria de los hombres, con el tiempo, fue llamado el rey hospitalario, porque gustaba darle hospitalidad a quien lo solicitara. Desde lejos llegaban peregrinos a solicitar su bondad y él los alojaba sin preguntarles cómo eran ni qué hacían, revelando un enorme corazón. Su palacio era la casa del pueblo. Todo era tranquilidad en ese lugar y se vivía en armonía natural, sin que fuera necesario que hubiera guardias custodiando las puertas del castillo.

Junto a los portones se reunían grupos de pastores que ejecutaban música de diferentes regiones; en la tardecita los ancianos se enredaban en largas conversaciones y las muchachas, sobre juncos trenzados, acomodaban flores de increíbles aromas y colores. Mercaderes y vendedores ambulantes cruzaban a toda hora las puertas del castillo y enseñaban, frente a la atenta mirada del rey, las telas, las joyas y los perfumes que traían de la India o de Persia. Los peregrinos se tiraban a descansar junto al trono del rey, los pájaros descendían luego del almuerzo a comer las migas que quedaban sobre su mesa, y temprano en la mañana grupos de niños llegaban gritando de alegría al pie de la cama donde dormía el rey de la barba de plata y le contaban que el sol ya había salido.

La naturaleza sentía también la atracción de su llamado generoso; vientos, aves y plantas parecían buscar la amistad humana en aquel oasis de hospitalidad. De las semillas que los pájaros llevaban y traían florecían en los muros del castillo

EL REY HOSPITALARIO

MI AMIGO JOSÉ ENRIQUE 39 <<<<<<<<

alelíes, sin que nadie quisiera arrancarlos. Por las ventanas de las habitaciones corrían verdes enredaderas que daban color y vida a aquel lugar. Y el viento traía desde lejos cálidas canciones y dulces aromas que parecían instalarse en aquel recinto como si no quisieran perderse. El mar no estaba cerca; sin embargo, las olas que rompían en la costa volaban con el viento para dejar caer en las inmediaciones del castillo una fresca llovizna marina. Existía entonces en aquel lugar una libertad paradisíaca.

Muy dentro del castillo, aislada de la zona donde iban y venían los invitados, por unos caminos escondidos se hallaba una misteriosa habitación en la que nadie podía entrar. Solo entraba el rey en ese lugar. Solo el rey y nadie más. Su gran hospitalidad era para quien quisiera, en cualquier lugar del castillo, menos en esa habitación, rodeada de gruesos muros. A ese lugar no llegaba ni un solo ruido del exterior; ni el canto de los pastores, ni el sonido del viento, o los pájaros, o las risas de los niños. Un silencio como el de las cuevas reinaba en aquel lugar. Las luces eran suaves y le daban un aire tranquilo a la habitación. En el ambiente flotaba el perfume de la tranquilidad y las ganas de estar con uno mismo.

El viejo rey aseguraba que, aunque nadie podía entrar hasta aquella habitación solo reservada para él, seguía siendo un hombre hospitalario, solo que los invitados de esa habitación no eran personas reales, sino sueños. En ese lugar el rey legendario soñaba, se liberaba de la realidad; en él se conectaba con su interior y sus pensamientos se pulían hasta brillar, como cuando el mar lava las piedritas de la orilla con su espuma; sobre su frente se desplegaban las alas de la mente.

El día que el rey murió, la habitación donde se recogía en sí mismo fue clausurada y quedó muda para siempre, en su infinita tranquilidad. Nadie entró nunca, porque nadie se habría animado a poner un pie en aquel lugar donde el rey viejo quiso estar solo con sus sueños y aislado en un rincón de su alma.

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Juan sonrió. Le dijo que el rey le había copiado esas ganas de estar solo, lejos del ruido de la ciudad, lejos del ruido de los otros, en ese mundo que es uno mismo. José Enrique sonrió también y se quitó los anteojos para pasarles un pañuelo a los cristales. Y mientras lo hacía continuó: «Justamente. El escenario del cuento es tu interior. Es necesario estar abierto al mundo, a la diversidad y las posibilidades que ofrece, pero manteniendo en tu interior un espacio de libertad de reflexión para saber cómo obrar y cómo enriquecerte con eso, sin perderte en el desorden. Solo cuando puedas entrar en esa habitación que es tú mismo, podrás llamarte un hombre libre. Pensar, soñar, admirar, esos son los visitantes de mi celda».

Juan se quedó mirando a José Enrique, que volvía a cargar el paquete de diarios viejos y se despedía camino a su casa. Imaginó que al llegar podría olvidarse de lo que lo rodeaba para estar más cerca de él mismo, como le había sucedido a Juan en la escuela y al rey hospitalario hace cientos de años.

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