Cosas de Don Bosco
La piñata Del pecado a la alegría
E
Nota 1848. El Carnaval era celebrado en el Oratorio con el juego de la piñata; puchero de barro lleno de dulces o agua, colgado de un cordel para que un muchacho, con los ojos vendados, intentara romperlo a bastonazos (MBe III, 149).
ra yo un puchero de arcilla. Tenía la panza ancha y el cuello corto. Me moldeó Giordano Vitale, artesano de Turín. En su torno de alfarero aprendí que la vida es un girar continuo: rodar sin saber cuándo se detendrá la rueda del tiempo. El calor del horno dio consistencia y sonoridad a mi cuerpo. Me preparé para mi misión: albergar lentejas, garbanzos, acelgas… y, de tanto en tanto, un guiso de patatas con carne. Hice acopio de coraje para sentir las llamas del fuego sin quejarme. Días después, mi dueño me expuso en el mercado de Porta Palazzo. Incesante trasiego. Voces. Regateos para arañar unos céntimos. Transcurrieron varias horas. Me enteré de mi destino: el Oratorio de Don Bosco. Condimentaría los guisos que preparaba Mamá Margarita para los chicos de la calle. Lo consideré un privilegio. Ya en el Oratorio, me habitué a los gritos de los muchachos. Juegos trepidantes. Euforia y regocijo. Pero yo ansiaba entrar en la cocina para cumplir mi misión. De pronto, cuando menos lo esperaba, Don Bosco me tomó entre sus manos. ¿Había llegado el momento? ¿Qué guisado iba a condimentar en mi interior? Entonces ocurrió lo inesperado. Don Bosco pegó sobre mi panza una estrella de papel. Tenía siete puntas. Sobre cada punta, una palabra… ¡Me horroricé al verlas! ¡Aquellos vocablos hacían referencia a siete horribles vicios: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza!
Un sudor frío afloró por mis poros. Intenté sobreponerme. Antes de conseguirlo, Don Bosco llenó mi oquedad con caramelos, piruletas, frutas confitadas… ¿A qué extraño ritual me estaba sometiendo? Lo peor vino luego. Me colgaron de un elevado cordel. Se apiñaron los chicos. Sentí vergüenza por mi indigna indumentaria; ostentación de los pecados capitales. Vendaron los ojos a un joven. Pusieron entre sus manos un grueso bastón. Cimbrearon la cuerda a la que yo estaba amarrado. Y, a una señal, el joven de los ojos vendados comenzó a blandir el garrote. Y yo… ¡yo era el objetivo! Sentí como el bastón movía el aire cada vez que pasaba cerca de mi cuerpo. Crecieron las risas hasta convertirse en algarabía. Intuí mi final. Algún mandoble no tardaría en alcanzarme… Y así fue. Minutos después: ¡Craaaaacc! Se quebró mi cuerpo de arcilla en cien pedazos. Mis trozos de barro se fundieron con las manos ávidas de los chicos que buscaban las piruletas y frutas confitadas que habían brotado de mi cuerpo destrozado. Mientras decía adiós a este mundo, mi mirada se cruzó con la de Don Bosco. Al verle sonreír, comprendí su lección: rotos los pecados capitales, de mi interior brotaban regalos y dulces que eran gozo y alegría; la que yo había estado atesorando casi sin saberlo. Mi vida, rota el entregarse, cobraba sentido. José J. Gómez Palacios, sdb
Boletín Salesiano junio 2022 • 9