Las estrambóticas aventuras del Barón de Münchhausen - Pinto&Chinto - Bululú

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Colección Carambola

Si buscas la portada del libro, está en el otro lado.

Las estrambóticas aventuras del barón de Münchhausen

9 788494 549465

Pinto & Chinto



Nota aclaratoria para todo aquel que se disponga a leer este libro No hace mucho visitamos el Jardín Botánico porque nos dijeron que allí crecía el árbol más extraño que jamás se hubiera visto. En efecto era un árbol curioso, que tenía las raíces al aire y enterrada su copa. Daba calamares, y en primavera se cubría de hojas. Las hojas eran folios en blanco, y entonces los calamares escribían y dibujaban sobre los folios con tinta de todos los colores. En uno de ellos podía leerse: Las estrambóticas aventuras del barón de Münchhausen Recogimos todas las hojas, las ordenamos y resultó el libro que ahora mismo te dispones a leer. Pinto & Chinto


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ntramos en guerra en pleno invierno, y hacía tanto frío que un disparo se congeló en mi fusil y no fue a salir hasta que llegó la primavera, cuando ya la contienda había terminado. La lucha era feroz, y llegó un momento en que se nos terminaron las balas de artillería pesada y entonces se me ocurrió hacer bolas de nieve, meterlas en los cañones y dispararlas. En esto, una bala perdida pasó silbando sobre mí. La bala perdida sacó una brújula y un mapa para saber dónde se hallaba, y así fue como consiguió volver hasta el fusil del soldado enemigo del que salió. Mi ejército iba avanzando sobre la nieve, dejando en ella miles de huellas. El gran nubarrón gris que cubría el cielo se enfadó mucho porque le pisábamos la nieve que había dejado caer con tanto cuidado. El gran nubarrón nos gritó diciéndonos que le habíamos dejado toda la nevada hecha un desastre y comenzó a granizar sobre nosotros con gran fuerza. En realidad nos estaba disparando, porque las piedras de granizo son las balas de los nubarrones.

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Pude ver a lo lejos que las tropas enemigas nos superaban en número, así que tuve la idea de hacer varios miles de muñecos de nieve y vestirlos con ropas de soldado para hacer creer al ejército rival que éramos muchos. Y sucedió que había hecho tan bien los muñecos que estos cobraron vida y se pusieron a luchar. Manejar un fusil no podían, porque sus brazos eran un par de ramas de abeto, pero lanzaban con gran habilidad las zanahorias que yo les había colocado por nariz. Una de ellas le puso un ojo morado a un coronel, y eso que dicen que las zanahorias son muy buenas para la vista.

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La temperatura continuó bajando, y el corazón se me congeló y se paró. Intenté pensar qué podía hacer, pero se me habían congelado las ideas. Todas menos una que aún estaba a medio congelar, así que era medio buena. Esa idea era poner en lugar del corazón mi reloj de bolsillo. Así lo hice, y consiguió bombear mi sangre lo suficiente como para mantenerme con vida. Como mi reloj adelantaba siempre diez minutos, yo vivía diez minutos por delante del resto, con lo cual sabía lo que el adversario iba a hacer y eso suponía una gran ventaja. Pero poco a poco mi reloj también fue llenándose de hielo y ya no solo no adelantaba, sino que atrasaba, con lo que el general enemigo sabía con antelación lo que yo iba a hacer en la batalla y ahora la ventaja era suya.

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Nos iban ganando sin remedio, y vi que estábamos perdidos. Pero yo, que siempre pongo al mal tiempo buena cara, esperé la derrota con una sonrisa. Y sucedió que, al sonreír, mostré mi diente de oro, y el sol incidió sobre él provocando tal resplandor que cegó por completo al ejército oponente, y pudimos hacerlos a todos prisioneros en cuestión de minutos.

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Tras esa batalla se firmó una tregua, y yo aproveché para dedicarme a mi afición favorita: la caza. Nada más llegué al bosque, me topé con una liebre. Al verme, salió corriendo y fui tras ella. Se metió en su madriguera y yo entré también. Llegamos al fondo de su guarida. Creí que ya la tenía, pero la liebre siguió excavando tierra abajo. Cavó tanto que llegó al ardiente centro de la Tierra, donde acabó asada. Me la comí, subí a la superficie y continué cazando.

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Vi un oso. Le apunté con mi escopeta y apreté el gatillo, pero el arma se trabó. El oso dio en perseguirme y trepé a lo alto de un castaño. El oso también se subió al árbol y me consideré atrapado, ya que estaba en la punta y no podía subir más. Entonces tuve una feliz idea. Agarré mi cantimplora y vertí toda el agua sobre la base del castaño, el cual se puso a crecer y a crecer, llevándome cielo arriba lejos del alcance del oso. Me elevó tanto que pude capturar dos grullas con las manos, sin necesidad de gastar bala alguna. Las asé allí mismo en el sol, pues el castaño había crecido hasta casi tocarlo.

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Bajé del castaño y seguí cazando. Me quedé sin munición, así que empleé pepitas de naranja en mi escopeta en lugar de balas. Un pato solitario cruzó el cielo y le disparé las pepitas de naranja, soltó cuatro o cinco plumas pero siguió volando. Fue muy curiosa esta historia, pues al cabo de varios años cacé ese mismo pato y vi que sobre él crecía un esplendoroso naranjo cuajado de frutos. Aproveché y preparé el pato a la naranja. Se me acabaron las pepitas de naranja y cargué mi escopeta con pepitas de manzana. Pasó un jabalí y le disparé. Pegó un gruñido y huyó. Volví a toparme con ese jabalí años más tarde y comprobé que sobre su lomo había crecido un manzano, el cual estaba cargado de manzanas. Abatí el animal, le puse una de aquellas manzanas en la boca y así lo metí al horno.

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