LAS COSAS QUE IMPORTAN - El primo Ramón - Bululú Editorial

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as cosas no siempre son como uno querría que fuesen. Cuando me regalaron mi primer diario pensé que me habían hecho una faena: no se puede jugar con un diario, no se le enseña a los amigos una tarde cualquiera en el parque, y los compañeros de clase no lo miran con envidia. Nada de eso. A otros chicos les habían regalado bicicletas, camisetas de su equipo de fútbol o incluso alguna mascota. ¿Qué había hecho yo para merecer un diario? Sabía que mis padres no entenderían mis quejas, de modo que decidí no decir nada. Fingí que me había gustado el regalo y, poco a poco, empecé a interesarme por aquel intruso que la primera noche había abandonado sobre la mesilla de mi habitación. Al principio solo hojeaba distraído sus páginas en blanco; luego empecé a llenarlas con garabatos, más tarde con frases que se me ocurrían de cuando en cuando. Casi sin darme cuenta completé mi primer diario y tuve que comprar el segundo. Le siguieron muchos más. Ahora, cuando vuelvo a leer lo escrito o miro los dibujos hechos tiempo atrás, entiendo que me gustan los diarios porque en un puñado de páginas en blanco cabe todo el universo. 1



I

No se posee eternamente mรกs que lo que se ha perdido Henrik Ibsen


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n realidad, lo que yo siempre habĂ­a querido era tener un perro. Uno de esos alargados, paticortos y orejones, como el que nos cruzamos en el parque aquella maĂąana.

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Pero sabĂ­a que era imposible: mi madre se negaba a comprarlo por la alergia que sufrĂ­a mi hermana al pelo de los perros. Era un fastidioso problema sin soluciĂłn.

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Mientras caminaba lamentando mi mala suerte, me sorprendió el humo de una pipa que ascendía ingrávido. El hombre que fumaba se protegía del frío con un gabán raído y una pintoresca gorra de capitán. A sus pies, un gato y un pájaro lo observaban ensimismados, inmóviles como estatuas.

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De pronto, el pájaro se posó un instante sobre la cabeza del hombre y, a continuación, echó a volar. Lo seguí con la mirada hasta perderlo de vista allí arriba. El gato también había desaparecido. El hombre sonrió. 7


Comprendí entonces que el mundo está lleno de mascotas que vuelan libres y regresan siempre que quieren. Eso me tranquilizó. 8


II

...Todo lo que estamos acostumbrados a ver aparecerĂĄ aquĂ­ de una manera ligeramente nueva, desconcertante para la mirada y el espĂ­ritu. Georges Perec


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aso muchos domingos con mi abuelo. Paseamos por el puerto hasta el final del muelle y, una vez allí, me observa pensativo. Una tarde, mientras caminábamos, me preguntó cuáles eran mis sueños.

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-Quiero hacerme mayor tan pronto como sea posible –respondí-. Compraré un perro y un gato, y alquilaré una furgoneta para viajar con ellos: tengo ganas de conocer mundo. Había escuchado esa expresión a papá cientos de veces.

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Le expliqué que unos años más tarde necesitaría una novia. Juntos, recorreríamos Europa en moto: Francia, Italia, Grecia, y otros países cuyo nombre ni siquiera conocía aún. Estaba ansioso por crecer.

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Mi abuelo me miró y, con un gesto, señaló un faro que estaba al otro lado de la bahía. Me preguntó si alguna vez lo había visitado. Yo no había reparado en aquella isla minúscula hasta ese día

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Abrígate –me dijo-. Prepárate para la travesía. Subimos a bordo de una chalana y remó hasta la isla. Ese domingo visité el faro por primera vez. Creo que fue entonces cuando aprendí a mirar las cosas que tengo cerca.

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III

El mejor destino que hay es el de supervisor de nubes, acostado en una hamaca mirando al cielo. Ramรณn Gรณmez de la Serna


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i otro abuelo no vive en la ciudad. Por eso, cada mes de agosto, vamos a visitarlo y pasamos dos semanas en su casa de la playa. A mĂ­ me gusta estar allĂ­ porque todas las maĂąanas vamos juntos a pescar.

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Pero el último verano yo estaba decidido a hacer que todo cambiase. Al fin y al cabo, ya no era un niño, y quería demostrar al abuelo todo lo que había aprendido. Así que, tan pronto como lanzamos las cañas, comencé a enumerar mis propósitos.

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El primero, por supuesto, era cazar cangrejos con mis propias manos en las rocas de la orilla. Porque un cangrejo, como una ballena, no se pesca: se caza, observaba a menudo el abuelo.

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Aprendería también a bucear. – De acuerdo pero, ¡has de tener cuidado con los peces abisales! -me advirtió el abuelo entre carcajadas.

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Por Ăşltimo, ganarĂ­a el concurso anual de castillos de arena.

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Construiría una fortaleza con cuatro torres y una muralla inexpugnable que ni siquiera el mar podría derribar. Resistiría allí, al menos, hasta el verano siguiente.

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El abuelo sonreía. Ningún pez había picado, así que recogió las cañas y se echó sobre la arena. Yo me tumbé en su panza esperando a que el sueño me venciese. Pasamos toda la mañana al sol. Y lo mismo hicimos esa tarde, y al día siguiente y los demás días del verano. Fue, a fin de cuentas, un agosto como los demás. Tan intrascendente y feliz como los demás.

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IV

No quiero en mi bote, decĂ­a Starbuck, ningĂşn hombre sin miedo a la ballena. Herman Melville


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odas las mañanas atravesaba el bosque para ir al colegio. Aunque a veces tenía miedo, el sueño solía ser tan fuerte que me hacía caminar como un autómata, sin demasiada preocupación. Pero todo cambió el día que vi unas huellas extrañas en el sendero.

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¿Qué escondía aquella inescrutable maraña de troncos y ramas? Tal vez me vigilase un zorro hambriento, o incluso un gigantesco oso pardo. El miedo me paralizó y quise regresar a casa

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