SUSANNA ISERN
SUSANNA ISERN
ESTHER GILI
ESTHER GILI
Un chico de mirada enigmática, un abuelo que no es lo que parece, unas gafas muy especiales y el laboratorio de animales quizás sean una buena forma de empezar.
MISTERIO, AVENTURA Y ALGO DE TERROR... ¡Aquí comienza la saga!
LOS QUEBRANTASUEÑOS ISBN: 978-84-948337-6-2
www.tierrademu.com
L
DANDELIÓN LOS
infelicidad se propague. ¿Podrá hacer algo para impedirlo?
DE
ha ideado la forma de destruir los sueños y conseguir que la
SECRETO
Sofi Dandelión descubre un día, por casualidad, que alguien
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hacen llamar Quebrantasueños? ¿Quién es en realidad el
LOS QUEBRANTASUEÑOS
¿Quiénes son aquellos que, escondidos entre nosotros, se
N A TASU R B E U
LOS QUEBRANTASUEร OS El secreto de los Dandeliรณn Susanna Isern Ilustraciones de Esther Gili
A mi padrí Albert, que tantos sueños plantó mientras estuvo a mi lado. Susanna Isern
A mi sobrina Vega, una niña llena de color.
LOS QUEBRANTASUEÑOS El secreto de los Dandelión Primer libro de la saga
© texto: Susanna Isern 2019 © ilustraciones: Esther Gili 2019 © corrección: Nuria Ochoa © edición: Tierra de MU 2019 www.tierrademu.com mu@tierrademu.com Primera edición: octubre de 2019 ISBN: 978-84-948337-6-2 Depósito Legal: SA 441-2019 Impreso en Eslovenia por GPS Group Todos los derechos reservados Queda prohibida toda forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sin la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por ley. Si necesita escanear o fotocopiar algún fragmento, diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos).
Esther Gili
I
El abuelo
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l abuelo siempre había sido una persona muy especial. A ve-
ces salía de casa a primera hora de la mañana, se ponía la boina, cogía su bastón y no regresaba hasta el anochecer. Cuando por fin se calzaba sus alpargatas de cuadros escoceses y se sentaba a reposar junto a la chimenea, le preguntaba intrigada dónde había estado durante tanto tiempo, pero él siempre me contestaba lo mismo: —Hoy tenía mucho trabajo por hacer, algún día te lo explicaré todo. De esos paseos misteriosos, el abuelo siempre me traía algo interesante. A veces eran curiosos objetos; otras, animalillos y, en ocasiones, anécdotas increíbles. Y es que si algo hacía bien el abuelo, era contar historias. Adoraba sentarme en sus rodillas y escucharle durante horas y horas, nunca contaba dos iguales. Una mañana, el verano que cumplí 12 años, el abuelo dejó que lo acompañara a una de sus excursiones. Yo estaba emocionada; pensé que por fin podría descubrir alguno de sus secretos. Me dijo que me pusiera un calzado cómodo y que preparara la mochila con agua y comida.
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Cuando estuve lista para salir, se acercó a mí con un robusto
bastón algo más corto que el suyo. —Toma, te ayudará a caminar. ¿Qué te creías? ¡No solo los viejos los usamos! —exclamó riendo tras ver mi cara de desconcierto. Nos dirigimos al camino de tierra que había junto al río. Una
Acabamos de subir la cuesta siguiendo el hilo de agua. Una vez arriba, el abuelo me pidió que le diera la mano y que cerrara los ojos sin hacer trampas. Caminé unos pocos metros a ciegas, guiada por él. Finalmente me indicó que me sentara sobre una gran roca plana. Me dijo que respirara muy hondo y que abriera, poco a poco, los ojos.
hora más tarde, nos adentramos en el bosque. La vegetación
—Sofi, bienvenida a uno de mis lugares secretos.
era tan espesa que apenas llegaba un solo rayo de sol por entre
Se trataba de una preciosa laguna abrazada por un circo de
las tupidas ramas de los árboles. El abuelo andaba un metro
montaña. Los picos más altos aún estaban nevados. Por su la-
por delante de mí, frenando un poco el ritmo cada vez que me
dera corrían marmotas y rebecos que hacían desprender, a su
distanciaba. Cuando iniciamos el ascenso comprendí la utili-
paso, pequeños cantos que rodaban hasta el agua cristalina.
dad del bastón.
Una pareja de águilas reales sobrevolaba el paisaje con elegan-
—Abuelo, ¿falta mucho? —le preguntaba cada dos por tres. —Ya queda menos —contestaba sin detenerse.
cia, mientras hacían silbar sus alas al viento. Sobre la superficie saltaban truchas plateadas que, con el reflejo del sol, cegaban la mirada. Una simpática familia de cangrejos de río entraban
Anduvimos bosque a través, hasta el mediodía. El canto de los
y salían del agua haciendo castañear sus pinzas con decisión
pájaros escondidos tras las hojas acompañaba nuestro paso.
a la vez que nos salpicaban los pies. Desde la orilla contemplé
También vi una ardilla trepando por el tronco de un longevo
boquiabierta el espectáculo durante rato largo. Aquel era, sin
pino y un ciervo de grandes cornamentas que, al vernos, se ale-
ninguna duda, el sitio más hermoso en el que había estado ja-
jó hasta perderse entre los matorrales.
más. Ni en sueños hubiera podido imaginar semejante lugar.
Llegamos a un riachuelo que bajaba desde la parte más alta
Sacamos la tortilla, el jamón y el pan. Nos supieron a gloria.
del bosque. Sapos enormes y ranas azuladas daban brincos en
Después reposamos un poco la comida recostados en una pe-
las piedras mojadas.
queña isla de hierba fresca.
—Ya estamos llegando —anunció el abuelo señalando la cumbre más cercana.
—Ha llegado la hora del baño, pequeña. Ya verás que buena está el agua —dijo el abuelo.
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Sacó nuestros bañadores de su bolsa de cuero, se cambió rá-
Hasta ese momento no había reparado en nosotros. Sen-
pidamente y, en un visto y no visto, se zambulló en el lago. Hice
tí miedo y me abracé al abuelo. Se acercó lentamente. Podía
lo mismo aunque más despacio. A pesar de que estábamos en
notar las pequeñas olas, provocadas por su gran cuerpo, cho-
verano el agua estaba muy fría y me costó bastante sumergir-
car contra mi cuello. Pronto estuvo tan cerca que el calor de su
me.
aliento acarició mi cara, cerré los ojos apretándolos muy fuerte.
Cuando por fin mi cuerpo se hubo acostumbrado a la baja temperatura y comencé a nadar, me sentí como una trucha. Si las vistas eran impactantes desde fuera, la sensación era infinitamente mejor desde dentro. Me había convertido en una parte más de aquel maravilloso rincón del mundo. De repente, el suave repiqueteo de las piedras que descendían discretas por la ladera se transformó en una avalancha de cientos de ellas que comenzaron a rodar ruidosamente hasta
—¿Cómo andas, grandullón? —le saludó el abuelo. —¿Lo conoces? —pregunté asombrada abriendo un solo ojo. El oso le relamía la mano. —No debes tener miedo, Sofi. Oso y yo somos viejos amigos. El abuelo me invitó a acariciarlo. Con mis manos deshice varias gotas de agua que bailaban sobre el pelo de su cabeza, que era grueso y duro. —¿Alguna vez has montado sobre un oso a nado? ¡Vamos, te
detenerse bajo el agua. El causante de tal alboroto era un gran oso pardo que bajaba
va a encantar!
a buena marcha por la montaña. Cuando llegó a la orilla se de-
Y, sin esperar respuesta, el abuelo me agarró por la cintura
tuvo, se sentó sobre sus patas traseras y, silencioso, se concentró
y me impulsó sobre la espalda del mamífero que se había que-
en el lago. Varios minutos después, una de las truchas platea-
dado completamente quieto. Cuando estuve bien instalada, co-
das saltó cerca de él. Fue tan rápido que apenas pude ver como
menzó a moverse, primero despacio, después más rápido.
el oso sacó su zarpa y se llevó aquel pescado a la boca. Repitió la misma operación hasta cuatro veces. El abuelo y yo permanecíamos quietos, aún dentro del agua. Era increíble aquello que estábamos presenciando. Tras la comilona el gran animal decidió que quería acompañarnos en nuestro baño. Nada más meterse en el agua, nos vio.
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Pronto perdí el miedo y empecé a disfrutar de aquel entrañable momento. La montaña, el lago, el oso y yo. No puedo decir con exactitud cuánto tiempo duró el paseo a lomos de Oso, pero hubiera querido que no acabase nunca. Al atardecer nos despedimos del animal y de aquel lugar mágico.
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Durante el camino de regreso a Montecapí, apenas habla-
II
mos. Con una sonrisa dibujada en la cara, no podía dejar de pensar en la laguna, la montaña, sus animales y lo que había
Trino
sucedido con Oso. Cuando llegamos a casa el sol ya casi se había escondido por completo. Aquella noche, y también las siguientes, soñé que era una amazona que cabalgaba por las montañas sobre la espalda del oso. De hecho, aún hoy en día, alguna que otra noche, se repite incansable este increíble sueño.
O
tro día, desde mi ventana, adiviné la silueta del abuelo que
se acercaba a lo lejos. Era más temprano que de costumbre. Llevaba su bastón colgado del brazo y entre sus manos sostenía cuidadosamente la boina, como si en su interior guardara algo muy delicado. No pude esperar para ver lo que traía y corrí a su encuentro. Como imaginaba, su gorra de lana no estaba vacía y cuando vi lo que contenía me llevé la mayor de las sorpresas. Un pequeño gorrión asomaba juguetón el pico entre la tela. Tenía el ala rota y, según el abuelo, había que ayudarlo a comer hasta que se recuperara. Lo tomó suavemente con una mano y lo posó entre las mías, que temblaban nerviosas. —Sofi, te voy a plantear una gran responsabilidad. Te propongo cuidar y alimentar al pajarito hasta que se cure. Podrás jugar con él, acariciarlo… Pero, cuando esté recuperado, deberás dejarlo en libertad de nuevo y eso puede que te resulte duro. Antes de aceptar quiero que te lo pienses muy bien. Comencé a cuidar de Trino sin dudarlo ni un instante.
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Le construí una casita con una caja de
mento el pajarito prefiriera quedarse conmigo antes que regresar al bosque. Nos habíamos vuelto inseparables.
cartón. La pinté con
Una noche de mucho calor, me desperté para beber agua.
colores alegres y la
Debían de ser aproximadamente las dos de la madrugada. En-
llené con hojas y ra-
cendí la luz y tomé el vaso de la mesita.
mas para que se sintiera como en su nido. Después la instalé junto a mi cama: no quería que el pajarito se encontrara solo, ni que lo asustara la oscuridad. Durante el día el gorrión se posaba sobre mi hombro e íbamos juntos a todas partes. Ya todos en el barrio lo conocían: —¡Buenos días, Sofi!, ¡buenos días, Trino!
Trino sacaba siempre la cabeza por una de las ventanas de su casita de cartón para saludarme. Me extrañó mucho que en aquella ocasión no lo hiciera. Me incorporé en la cama y asomé la nariz por la puertecilla del nido para ver como el pajarito dormía. Me dio un vuelco el corazón. Me froté los ojos vigorosamente y volví a mirar. Trino había desaparecido. Me levanté y busqué por toda la habitación: en el armario, en los cajones, debajo de la cama, tras la cortina… Pero ni rastro. De repente, vi la ventana entreabierta. Estaba casi segura de
—¡Pilú, pilú! —contestaba él con su picuda sonrisa.
haberla cerrado antes de acostarme. Pese al calor, siempre lo
El pastelero siempre le guardaba deliciosas migas de bizco-
hacía, ya que los ladridos nocturnos de los perros de los veci-
cho y magdalenas de naranja. El pajarero le dejaba preparadas
nos no me dejaban dormir. No podía creer que Trino se hubiera
en la ventana de la pajarería golosinas de miel y frutos secos
marchado sin despedirse. Miré hacia el patio por si se hubiese
junto a un tapón rebosante de agua fresca. Y doña Aurelia, la
caído, pero tampoco estaba allí.
vecina gruñona, le había presentado a su canario. A veces lo sacaba de su jaula para que revolotearan juntos por el patio. Fue precisamente el canario el que consiguió que Trino fuera perdiendo, poco a poco, el miedo a volar de nuevo. Yo sabía que tarde o temprano debería devolverle la libertad, pero tenía la esperanza secreta de que cuando llegase ese mo-
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Salí en su busca. Las calles de Montecapí estaban completamente desiertas. La luna dibujaba una estrecha sonrisa y podían verse casi todas las estrellas del firmamento. Recorrí varias calles. Solo podían oírse los grillos que cantaban escondidos y el ronquido de algún vecino que dormía, a pierna suelta, con la ventana abierta.
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Sin embargo, a medida que me acercaba a la plaza, un ruido
Entre tanto pájaro me pareció ver también al canario de
ganaba en intensidad a cada paso. Cuando llegué a su origen,
doña Aurelia y algunos periquitos de la pajarería. No podía
era ensordecedor.
entender cómo había ocurrido, pero aquella noche todas las
Las copas de los árboles, los bancos, la fuente, el quiosco de los helados, el tobogán… Toda la plaza estaba ocupada por decenas, cientos, miles de pájaros de todas las especies: loros, periquitos, canarios, gorriones, palomas, golondrinas… Las aves allí reunidas volaban, se posaban, graznaban... Se trataba de un espectáculo impresionante, y lo más increíble de todo era que ningún vecino de la plaza se hubiera percatado de tan extraño fenómeno. Estaba segura de que Trino estaba entre aquellos pájaros, pero intentar encontrarlo hubiera sido tan difícil como buscar una aguja en un pajar. Además, ni siquiera me había atrevido a entrar en la plaza, me había quedado discretamente en una esquina. Por suerte, yo era más fácil de localizar y fue él el que me vio y se acercó a mí. Se posó en mi hombro, su hombro, y se quedó mirándome fijamente. Sus ojos negros y pequeños brillaban como el azabache. Lo reconocí al instante y entendí de inmediato que aquello era una despedida. No quise que Trino me viera llorar. Contuve las lágrimas y, con la nariz, le acaricié el pico. Él respondió dándome tres golpes cortos y suaves. A continuación, alzó el vuelo; su ala rota estaba perfectamente curada. No miró atrás.
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aves enjauladas del pueblo habían logrado escapar y unirse a las que eran libres. Poco a poco, todas ellas fueron tomando el cielo; por un momento taparon las estrellas y la luna. Volví a casa con un gran vacío que fui llenando, esta vez sí, con lágrimas. Las semanas junto a Trino habían sido maravillosas; en él había encontrado a un buen amigo, al compañero perfecto. Sin embargo, era consciente de que las necesidades y los sueños de un pajarito como él estaban lejos de las casas, de las jaulas y de los humanos. Cuando se me acabaron las lágrimas, seguí llenando aquel vacío con bonitos recuerdos; eran tantos que no cupieron todos. Al poco rato ya estaba de nuevo en mi habitación, metida en la cama. Aquella madrugada me dormí con la bonita imagen de Trino dándome un beso a su manera y con la emoción que me había producido contemplar la espectacular estampida de las aves. Al día siguiente todos los vecinos de Montecapí comentaban la misteriosa desaparición de sus pájaros enjaulados. Nadie supo encontrar una explicación lógica a lo sucedido. No fui yo quien les resolvió aquel extraño acertijo. Al igual que el abuelo, había aprendido a guardar bajo llave mis propios secretos.
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A veces algún gorrión se posaba junto a mi ventana y me
III
miraba curioso a través del cristal. «Seguro que es él», pensaba. Pero al más mínimo movimiento alzaba el vuelo temeroso y
El día de la tormenta
desaparecía, para no volver, entre las nubes.
E
ra domingo, acababa de empezar el otoño. Aquella maña-
na todos los animales del pueblo amanecieron inquietos. Los perros de nuestros vecinos y otros, con voz más lejana, se comunicaban ansiosos aullando como lobos. Todos los pájaros, grandes, pequeños y diminutos, se habían reunido sobre los hilos de la luz para anunciar su partida inminente. Los gatos, que siempre merodeaban por el gallinero, se habían escondido bajo tractores y furgonetas. Y las gallinas, que danzaban nerviosas por el corral, no habían puesto un solo huevo aquella noche. Ya casi al mediodía, dos guardias pasaron por todas las casas anunciando lo que se avecinaba. Se acercaba una tormenta muy peligrosa, un fenómeno que se daba raras veces. Habría un choque entre dos borrascas y alertaban a la gente de que durante aquella tarde y noche no salieran de sus casas. El viento azotaría fuertemente Montecapí, volarían árboles, quizás los tejados más frágiles. Había que cerrar puertas y ventanas, bajar las persianas, recoger los cachivaches de la calle, proteger a los animales... Todo el mundo estaba atemorizado.
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Subí a mi cuarto para ver cómo se acercaba aquel extraño acontecimiento meteorológico. Desde la ventana se podían ver nubarrones gigantes moverse a gran velocidad; unos provenían del norte, otros del sur. Pronto, a lo lejos, se formaron algunos pequeños tornados que
Papá se había encargado de meter a las gallinas en el garaje y de cerrar a cal y canto todas las aberturas de la casa. Aunque aún era temprano, el pueblo y sus casas tenían un aire taciturno: las calles solitarias y las luces encendidas tras las persianas. Solo me recordaba que era de día aquel peque-
crecían poco a poco en altura y diámetro. Enseguida las dos
ño y desobediente rayo de sol que se colaba por una rendija.
masas grises de nube se encontraron en el cielo. Los cristales de
Situé los ojos sobre la tira de luz consciente de que lo que
las ventanas temblaron ligeramente. —¡Sofi, debes bajar la persiana de inmediato! ¡La tormenta ha llegado! —gritó mi padre desde el salón. Aunque hice caso, no pude evitar dejar una pequeña rendija por la que observar todo lo que ocurría fuera. Tenía miedo, pero una gran curiosidad y una emoción inexplicable invadían todo mi cuerpo.
hacía no estaba del todo bien. La tormenta no se hizo esperar. Los árboles comenzaron a danzar un baile desenfrenado; sus ramas como látigos golpeaban con fuerza las paredes y todo lo que se pusiera a su alcance. Sus hojas, algunas todavía verdes, se desprendieron una a una para girar, en espiral, empujadas por el viento. También papeles, cartones y otros desperdicios alzaron el vuelo. Al poco tiempo, todo tipo de objetos olvidados en los patios y las calles hicieron su aparición: una pequeña bicicleta voladora, una escoba que recordaba a las de las brujas, libros que se deshojaban como los árboles, cacerolas, muñecas, sombreros de señora, una boina… De repente oí a mis padres, que voceaban alterados en la cocina. Creí que era por la tormenta, pero, por desgracia, no discutían por ese motivo. El abuelo había salido de casa sin que nadie se diera cuenta. Bajé enseguida para confirmar lo que acababa de oír. Papá daba vueltas con las manos en la cabeza, mientras mamá permanecía sentada en una silla con la mirada clavada en el suelo.
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La tensión en el ambiente se podía cortar con un cuchillo. —Papá, hay que ir a buscar al abuelo, fuera… —dije con un nudo en la garganta. Y, en ese momento justo, oímos un fuerte estruendo que provenía de la planta de arriba. La casa se llenó de un aire violento. Papá subió las escaleras a gran velocidad para ver lo que había ocurrido; mamá y yo fuimos detrás. Debido a la rendija que había dejado en la persiana, el viento había golpeado fuertemente el cristal rompiéndolo en mil pedazos; en cuestión de segundos, la persiana se había abombado por completo, dejando entrada libre al vendaval que había invadido mi habitación y mis cosas. Papá cerró la puerta y la aseguró con una silla.
De vez en cuando, papá se acercaba a la puerta y, golpeándola con fuerza, gritaba en voz alta que no podía quedarse con los brazos cruzados sabiendo que su padre estaba ahí fuera. Pero mamá lo frenaba diciéndole que tenía una mujer y una hija y que, si ya era suficiente desgracia que el abuelo estuviera en el exterior, solo faltaba que él también se pusiera en peligro. La situación era verdaderamente difícil, papá se sentía impo-
La desaparición del abuelo hizo que aquel incidente no tu-
tente y culpable por no poder hacer nada. Pero mamá tenía ra-
viera mayor trascendencia. No había ni un alma en las calles y
zón, lo más inteligente era permanecer los tres a salvo, en casa.
apenas quedaba media hora de sol. Papá quiso salir a buscarlo,
Poco a poco el viento se fue alejando, la tormenta acabó pa-
pero mamá se lo impidió, era demasiado peligroso.
sando y, al fin, se hizo de día. Antes de que papá pudiera salir
Se hizo de noche y la tormenta se llevó también la luz eléc-
corriendo en busca del abuelo, vimos a alguien que se acercaba
trica. No podíamos ver lo que ocurría fuera, pero el escándalo
por el camino de tierra. Un paso con bastón y una boina fami-
que protagonizaba el viento era aterrador. ¿Dónde estaría el
liar; lo reconocimos de inmediato. Una gran y descarada sonri-
abuelo? Papá lloraba en silencio, mamá sollozaba y yo no po-
sa se abría, de oreja a oreja, sobre su arrugada cara. Se quitó la
día derramar una sola lágrima; sabía que el abuelo, estuviera
gorra para saludar, parecía que el viento no se había llevado el
donde estuviese, se encontraría sano y salvo.
poco pelo que aún le quedaba.
Aquella fue la noche más larga que puedo recordar. Nos que-
Corrí como un galgo y salté a sus brazos. Mi abuelito había
damos los tres en el salón, contando los minutos y cruzando los
ganado; a sus 80 años, había retado a la gran tormenta y regre-
dedos para que el abuelo regresara pronto.
saba a casa vencedor.
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Sin embargo, papá no pensaba igual que yo. Fue muy duro
IV
con el abuelo, le dijo que había sido un inconsciente y otras cosas aún menos bonitas.
Las gafas
—A partir de ahora se acabaron esos paseos misteriosos. Nunca había visto tan triste al abuelo. Desde aquel día, no se alejó de casa.
S
i había algo que me llenaba de curiosidad, era las extrañas
gafas del abuelo. Antiguas, de pasta gruesa negra, enmarcaban un cristal, también muy grueso, que era un cuadrado perfecto. Un día le pregunté si sus gafas eran para ver de cerca o para ver de lejos. Él puso su mano sobre mi hombro y, muy bajito, como si me susurrara un secreto, me dijo: —Ni para ver de lejos ni para ver de cerca. Son para ver lo invisible. Desde entonces yo ya no podía vivir sin desear probarme aquellas gafas que mostraban cosas invisibles. Sin embargo, el abuelo tenía un cariño muy especial a sus anteojos y rara vez se los quitaba. De hecho, yo no recordaba haberlo visto nunca sin ellos. Una tarde el abuelo se quedó dormido en la mecedora. Sus gafas descansaban sobre su nariz rugosa. Aunque intenté no mirarlas, llamaban mi atención insistentemente. Era como si pudiera oír su voz traviesa y revoltosa:
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—¿Quieres que te enseñemos algo? Sabía que lo que iba a hacer no era lo más correcto, pero deseaba tanto probarme esas gafas, aunque solo fuera un segundo, que, aprovechando uno de aquellos largos ronquidos que hacían vibrar todo el cuerpo del abuelo, las tomé, suavemente. Las coloqué sobre mis ojos y comencé a investigar. Miré por la ventana, debajo de la cama. Me asomé al horno, la nevera y la despensa. Miré detrás de los cuadros, a través de las cortinas y también entre los platos. Subí al piso de arriba, abrí los armarios y los cajones. Me miré en todos los espejos, pero lo único que pude comprobar en ellos era lo desfavorecida que estaba con aquellas enormes gafotas. Salí a la calle, fui al corral a ver a las gallinas, acaricié a los perros de los vecinos y saludé a los pajaritos. Trepé a la higuera del patio y observé por encima de los tejados, miré al cielo, hacia el bosque y al suelo. Cuando bajé del árbol, monté en la bicicleta y me fui a dar un paseo. Aunque no parecían estar graduadas, no era fácil hacerse a ellas, y casi me rompí la crisma cuando un gato de pintas rojas se cruzó corriendo en mi camino. Pegué tal frenazo que las gafas cuadradas salieron volando, y yo, detrás. Caí con las rodillas y las palmas de las manos contra el cemento, los anteojos a mi lado. Me había hecho varias heridas, pero, por suerte, las gafas no tenían ni un rasguño. Me las puse de nuevo y, magullada, regresé al patio de casa andando mientras arrastraba la bicicleta empujándola por el manillar.
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Había probado todo lo que se me había ocurrido, pero no había visto nada especial.
dos comiendo en un restaurante, un anciano sentado en un banco del parque junto a las palomas… Imaginé que todas
Cuando llegué al patio me las quité para examinarlas con detenimiento. Las revisé meticulosamente por si tenían algún botón secreto, alguna pista sobre su funcionamiento, pero nada parecía diferenciarlas del resto de las gafas del mundo. Volví a ponérmelas otra vez y entré en casa; el abuelo seguía dormido como un tronco. Se me ocurrió mirar entre las hojas del viejo libro que guardaba en su habitación; nunca hasta entonces lo había hecho. Abrí el cajón de su mesilla, con sigilo. El libro
aquellas personas debían de tener un significado importante en la vida del abuelo, si guardaba su recuerdo en el diario. Antes de ponerme a leer el texto, seguí viendo los retratos con la esperanza de encontrar alguna imagen en la que saliera el abuelo de joven. Pero en su lugar me topé con algo que me descolocó por completo. Se trataba de una fotografía, también en blanco y negro, pero quien aparecía en ella era alguien que yo conocía muy bien y que tenía el mismo aspecto que en la actualidad.
se encontraba escondido debajo de los pañuelos bordados del
De pronto, oí como la mecedora rechinaba en el salón. Cerré
abuelo. Lo destapé cuidadosamente y lo tomé entre las manos.
el libro apresuradamente, ni siquiera me había dado tiempo a
Lo que más me llamaba la atención era el lomo de cuero des-
leer una sola palabra de su contenido. Salí del dormitorio y me
gastado, sin título ni letra alguna.
metí en la cocina. Una vez allí me quité las gafas y las guardé
Pensé que quizás se habrían borrado con el paso del tiempo. Lo abrí algo temerosa: no solo le había quitado las gafas al abuelo, sino que ahora también cotilleaba entre sus cosas. Me sentía mal conmigo misma, pero algo superior a mis fuerzas impedía que me detuviera. Nada más mirar en su interior, me di cuenta de que no era un libro de lectura cualquiera, sino un diario. El diario del abuelo. Entre las páginas había muchas fotografías. Debían de ser muy antiguas, porque casi todas eran en blanco y negro. La mayoría de ellas, de personas en situaciones muy cotidianas: un carnicero embutiendo longanizas, una pareja de enamora-
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en uno de los grandes bolsillos de mi falda. Estaba segura de que el abuelo las echaría en falta de inmediato y enseguida sospecharía lo ocurrido. Oí la puerta de la calle y por la ventana lo observé, de espaldas, cruzar el patio. Volví al salón, dejé las gafas sobre la mecedora y me dirigí al piso superior. A la hora de la cena el abuelo ya volvía a llevarlas puestas. Pensé que estaría furioso conmigo, pero cuando me vio me sonrió, como siempre, como si no hubiera sucedido nada. Aquella noche no solo me acosté con la certeza de que las gafas cuadradas seguían siendo un gran enigma para mí, sino también con la sensación de que el abuelo escondía todavía
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más secretos de los que yo creía. Aquel diario repleto de fotogra-
V
fías en blanco y negro, en apariencia antiguas, me había dejado completamente desconcertada. Sobre todo, aquella última
La llave escondida
imagen… que no podía quitarme de la cabeza.
D
esde el día de la tormenta el abuelo ya no se había vuelto
a alejar de casa. Salía un rato por las tardes y, aunque ya comenzaba a hacer fresco, se iba a la plaza a jugar a las cartas y a charlar con los amigos. Daba gusto verlos y oírlos; se contaban cientos de batallitas y se reían a carcajadas los unos con los otros. Todo parecía ir bien, sin embargo, yo ya no encontraba aquel brillo tan especial en los ojos del abuelo. Una noche un golpe seco me despertó. En otra ocasión hubiera seguido durmiendo tranquilamente. La casa era vieja y la madera crujía a todas horas, pero, en aquel momento, un extraño presentimiento me empujó a levantarme. Bajé las escaleras de puntillas y me paseé por la planta baja en busca del culpable del ruido. Enseguida me percaté de algo extraño, había demasiado silencio. Ni los inconfundibles ronquidos del abuelo, ni su respiración fuerte y profunda, se oían como de costumbre. Me acerqué a la puerta de su habitación, estaba abierta. La luz de la luna entraba por la ventana y no necesité encender la lamparilla para comprobar que no se encontraba en su cama. Con el corazón encogido, seguí dando
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vueltas por el salón, la cocina, el baño... No podía dejar de preguntarme dónde andaría a esas horas. Finalmente abrí la puerta de casa para mirar fuera. La luna
Corrí a despertar a mis padres. Papá ayudó al abuelo a levantarse y, cargándolo sobre los hombros, lo llevó de vuelta a la cama. A duras penas podía apoyar el pie en el suelo.
me ayudó a ver de nuevo, el abuelo estaba en el suelo, junto a
A la mañana siguiente vino el doctor a casa. Le escayoló
la higuera. Corrí hacía él, me temblaban las piernas. Tenía la
la pierna; dijo que tendría que llevar el yeso varias semanas.
piel helada y tomaba aire con esfuerzo.
Cuando todo se hubo calmado, papá y el abuelo tuvieron una
—¡Abuelo! —grité asustada—. ¿Qué te ha ocurrido? —Creo que me he roto la pierna. Debes ir a avisar a tus padres, no puedo levantarme —contestó con la voz entrecortada.
larga conversación que acabó en una discusión. En realidad, el abuelo había estado saliendo a escondidas por las noches. Papá le dijo que se comportaba como un niño y que definitivamente tenía que cambiar de actitud. Aquella fue la primera y una de las pocas veces que vi al abuelo llorar. Si aún quedaba algún brillo en sus ojos, por diminuto que fuera, ese día se extinguió. Desde entonces se pasaba las horas en su mecedora, mirando al techo. Algún día, si hacía sol, le pedía a papá que lo ayudara a sentarse en el cobertizo.
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Una vez fuera miraba al cielo y suspiraba. Era increíble, por-
—Tenías razón. Trino prefirió quedarse aquí, cerca de ti. Tú
que al poco rato de estar allí ya se encontraba rodeado de ani-
eres especial para él, te quiere mucho —dijo el abuelo rodeán-
males, perros, gatos, gallinas y pájaros, que parecían olvidar
dome con su gran brazo.
sus diferencias durante ese tiempo. Tenía un aire preocupado y, aunque seguía siendo muy cariñoso conmigo, ya no me contaba aquellas historias que tanto me gustaban. Una noche, semanas después, me ocurrió algo inesperado. Yo dormía profundamente cuando unos suaves golpes comenzaron a hacerme cosquillas detrás de las orejas. Al principio creí
—Y yo a él —dije más calmada. —Lo importante es que pueda escoger siempre dónde quiere estar, eso es la libertad. —Siempre que Trino quiera estar conmigo, lo estaré esperando con los brazos abiertos.
que se trataba de un sueño, luego pensé que sería algún bicho
—Pequeña, necesito que me ayudes —dijo el abuelo cam-
dando un paseo nocturno por mi cara. Hasta que, finalmente,
biando de tema—. Siento que cada vez me falla más la me-
y debido a tanta insistencia, me desperté.
moria. A veces va, a veces viene… Ya no puedo fiarme de ella.
Un joven gorrión se había posado en la almohada, junto a mi cabeza. Estaba algo inquieto, era como si tratara de decirme algo. Cuando vio que lo miraba, alzó el vuelo y se detuvo en la manilla de la puerta. Quería que lo siguiera. Perseguí al pájaro escalera abajo. Me llevó directamente a la habitación del abuelo, que se encontraba recostado junto a una vela encendida. Cuando entré en su cuarto, me miró sonriendo y el gorrión se le posó en el hombro. —Abuelo, ¿es él? —pregunté esperanzada.
Por eso necesito decirte algo, antes de que se me olvide. Presta mucha atención. Debes buscar la llave que se esconde en la higuera. Encuéntrala y ayuda a los animales. Trino te guiará. —Pero ¿para qué es esa llave? ¿Y a qué animales debo ayudar? —pregunté desconcertada. —Eso deberás averiguarlo tú, Sofi. Porque a mí… se me ha olvidado —contestó el abuelo aún más desconcertado que yo. —Abuelo, necesito saber más detalles. Así no creo que pueda ayudar a nadie. Al menos dime, ¿qué abre esa llave? —Sigue a Trino, él te guiará. Lo siento, pero no te puedo decir
—Lo es —asintió. Aleteó hasta la palma de mi mano y lo acaricié. Estaba tan emocionada que dos lágrimas cayeron sobre su pico.
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más. Seguí a Trino y me llevó hasta la higuera.
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Había muy poca claridad y no sabía cómo iba a poder loca-
VI
lizar algo tan pequeño en mitad de la noche.
El laboratorio
Sin embargo, cuando llegué al gran árbol, me encontré con una sorprendente ayuda. Un camino de luciérnagas ascendía desde la base del tronco y se adentraba hasta la profundidad de sus ramas. Sin dar crédito a todo lo que estaba ocurriendo, trepé por el árbol y seguí, con cuidado, el hilo de luz hasta perderme entre las hojas y los higos. Había algunos pequeños nidos repartidos por todas las ramas, pero las luciérnagas se dirigían solo a uno. Introduje la mano en su interior con ciertas reservas. Al principio me pareció que únicamente se trataba de un nido vacío, hurgué entre las ramas y las hojas secas. También había alguna pluma y cáscara de huevo. Finalmente, una pequeña pieza de metal me heló la mano como si se tratara de un pedacito de hielo. La había encontrado. Era la llave.
Y
a tenía la llave, pero todavía me faltaba saber lo más impor-
tante: dónde se encontraba la cerradura que abría. Trino me volvió a pedir que lo siguiera. Con su vuelo ligero y silencioso entró nuevamente en casa, dio una vuelta de media circunferencia en el salón y, acto seguido, desapareció en la chimenea. Vi una luz amarilla, casi imperceptible, que procedía justo del punto en donde Trino había desaparecido. Me acerqué a la chimenea con precaución y, cuando estuve a menos de un metro, descubrí en el suelo una trampilla entreabierta que escondía un túnel vertical y una escalera que descendía. Me armé de valor y comencé a bajar por aquel pasadizo oculto. Pronto empecé a oír una mezcla de sonidos indescriptibles que fueron creciendo a medida que me deslizaba. Cuando por fin toqué el suelo me encontré a Trino junto a una puerta de color verde chillón. El miedo invadía mi cuerpo, pero la curiosidad que sentía era más grande todavía. Tomé aire, metí la llave, cerré los ojos y la hice girar.
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No sé cuánto tiempo tardé en abrirlos, pero, cuando lo hice, me llevé una de las mayores sorpresas de mi vida. Me encontré con una habitación enorme, tan grande como la planta de mi casa. A un lado estaban alineados varios pupitres; sobre ellos, montañas de papeles y diez máquinas de escribir en pleno funcionamiento. Todo aquello era asombroso, pero lo más increíble era lo que empujaba las duras teclas de las máquinas. En algunas quien escribía era un grupo de mariquitas posadas sobre las letras. En otras había pajaritos pegando botes de la a a la z. También las había con ratoncitos que las apretaban con los pies y las manos. En una de ellas había un zorro que tecleaba con decisión, y en la del fondo, un loro que usaba el pico. Lo del otro lado de la sala todavía me dejó más anonadada. Dos mesas largas y altas y, en ellas, un montón de probetas y tubos de ensayo con líquidos de todos los colores, algunos humeantes. Tres gatos con bata blanca manejaban aquellos
Esta vez sí, las máquinas de escribir se detuvieron. —No tengo ninguna duda. El resultado es claro y contundente —aseguró el primer gato. —Está bien. Vamos a desarrollar la cadena de mensajes partiendo del panadero —dijo el loro mientras retomaba su trabajo en una de las máquinas de escribir. —Sí, ¡vamos! —gritaron el resto mientras comenzaban de nuevo a teclear. Todo aquello parecía irreal. Animales parlantes, escritores, científicos… Animales que hablaban de cosas tan complicadas que no podía entender ni una palabra. Como si yo no existiera, siguieron a lo suyo. —Mariquitas, recordadnos los antecedentes —dijo uno de los gatos al cabo de un buen rato. —Atención, comenzamos —anunciaron las mariquitas hablando todas juntas como si tuvieran una única voz:
utensilios con precisión. Era tal su concentración y el ruido que producían todas las máquinas funcionando a la vez que no se percataron de que tenían una intrusa espiándolos.
1. El Q. le pega un empujón al señor Díaz mientras hace cola en la parada de taxis.
De repente, uno de los gatos hizo una voltereta en el aire y exclamó: —¡Lo tengo! ¡La clave está en el panadero!
2. El señor Díaz se pone de mal humor y, más aún, cuando lee en el periódico que sus acciones han bajado considerablemente.
—¿El panadero? —preguntaron los otros dos gatos al unísono.
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3. Cuando el señor Díaz llega al trabajo, sin pensarlo más, comunica a sus empleados que va a reducir su salario un 5%. Uno de ellos es el señor Pérez. 4. Esa misma noche, cuando el señor Pérez regresa a casa, habla seriamente con su mujer. Casi no llegan a final de mes y con la bajada del sueldo no les queda otro remedio que reducir gastos.
3. El panadero está tan contento que recupera aquellos panfletos y decide colocarlos sobre el mostrador. 4. Como de costumbre, a media mañana, la señora Pérez va a comprar el pan. Una cuartilla apoyada sobre la vitrina, llama su atención: «Estudiante de ballet profesional imparte clases para niños. Precios muy económicos».
5. Al día siguiente, la señora Pérez habla con su hija, la pequeña Sara. Le dice que durante un tiempo no podrá ir a las clases de ballet.
5. Por la noche, cuando Sara ya duerme, el señor y la señora Pérez hacen números y deciden apuntar a su hija al ballet de la sobrina del panadero. Está muy bien de precio y podrán asumirlo.
6. Aunque entiende los motivos, desde entonces Sara está muy triste. Su sueño es ser bailarina. Cuando baila es la niña más feliz del mundo, pero ahora… todo ha cam-
6. A la mañana siguiente, Sara recibe la mejor de las noticias, volverá a vestir tutú y se calzará de nuevo sus zapatillas de lazos. ¡Seguirá aprendiendo ballet!
—¡Estupendo! Ratoncitos, ¿tenéis ya elaborado el plan, partiendo del panadero? —preguntó el gato de la voltereta. —Por supuesto, atentos todos —respondió el ratoncito más pequeño.
—¡Es perfecto! ¡No hay tiempo que perder! Que mañana mismo nuestro Planta le dé este mensaje al panadero —propuso uno de los pájaros. —Ese es el problema, no tenemos Planta. Albert Dandelión tiene la pierna escayolada y no puede salir de casa —dijo el
1. Nuestro Planta va a comprar el pan y le dice al panadero que está especialmente guapo. 2. Cuando el panadero se queda solo, se mira en el espejo. A través de este ve los folletos polvorientos de clases de ballet que le dejó su sobrina y que él mismo colocó sobre el armario.
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zorro preocupado. Entonces, Trino, que hasta ese momento había permanecido inmóvil sobre mi hombro, voló hasta la máquina de escribir más cercana y comenzó a contarles algo entre pío y pío. Y por primera vez, me miraron. Y ya lo creo que lo hicieron. Me inspeccionaron de arriba abajo.
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