Arrecife y la fábrica de melodías

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Arrecife y la fábrica de melodías Fantasía en sol sostenido Patricia García Sánchez Ilustrado por Concha Martínez Pasamar


© Textos: Patricia García Sánchez © Ilustradora: Concha Martínez Pasamar © de esta edición: bookolia Colección: Ilustrados - Propios extraños Edición y corrección: Susana Sierra 1.a edición: noviembre de 2016 ISBN: 978-84-944306-9-5 Depósito legal: M-38506-2016 Imprime: Gómez Aparicio Grupo Gráfico Todos los derechos reservados Reserva de derechos de libros

Con la colaboración de

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos ) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).


A mis hijas, Estrella y Aroa. A todas mis hermanas.

ÂŤHay que aprender a escuchar el silencio de las cosasÂť.

Marcel Jousse


Índice CAPÍTULO 1 - LA ISLA DE LOS VOLCANES

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Piano Trío en sol menor, op. 17/ 3. Andante. Clara Schumann CAPÍTULO 2 - LA FÁBRICA DE MELODÍAS 15

Berceuse, op. 40/1. Tres composiciones para piano, violín y cello. Amy Beach CAPÍTULO 3 - EL MISTERIO DEL SOL SOSTENIDO 19

Rapsodia entrerriana. Celia Torrá CAPÍTULO 4 - EL RELOJ DE ARENA 23

Conditor Alme. Gracia Baptista CAPÍTULO 5 - LOS COLORES INVERTIDOS 27

Nocturno. Lili Boulanger CAPÍTULO 6 - AMOR ABSURDO 31

Caprice. Ruth Crawford Seeger CAPÍTULO 7 - SUSURROS DE COLORES 35

Uwertura. Grazyna Bacewicz CAPÍTULO 8 - VIDA, WOLFRAMIO, XILÓFONOS Y ZIGZAGS 41

Ciaccona. Francesca Caccini CAPÍTULO 9 - PÍNTALO TODO DE PLATA 47

Trío para flauta, cello y piano en mi menor, op. 45/2. Andante. Lousie Farrenc CAPÍTULO 10 - AJEDREZ Y DESPROPÓSITOS 53

Sonatine III Allegro. Pauline Viardot-García CAPÍTULO 11 - EN CLAVE DE LUNA 61

6 melodías, op. 4/6. Lento apassionato. Fanny Mendelssohn CAPÍTULO 12 - EL EXTRAÑO ARTILUGIO 65

Scènes de la Foret: II. A l´aube. Melania Bonis CAPÍTULO 13 - MADRE LUCIÉRNAGA 71

O Euchari in Leta Via. Hildegarda von Bingen CAPÍTULO 14 - LA CHIMENEA REDONDEADA 79

March of women. Ethel Smyth EPÍLOGO

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LAS FABRICANTES DE MELODÍAS

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DESCUBRIENDO MISTERIOS. GLOSARIO DE TÉRMINOS

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NOTA DE LA AUTORA Estás a punto de comenzar una aventura apasionante: la lectura de un libro diferente en muchos sentidos. Y te preguntarás por qué (todo buen lector debe preguntarse el porqué de las cosas). Es diferente porque no solo implica leer sino también escuchar. Te encuentras frente a una novela musical: cada capítulo está acompañado de música, pero no cualquiera. No. Es una música hecha por mujeres compositoras a lo largo de la historia. Siempre que he asistido a un concierto de música clásica, he escuchado obras escritas por hombres. Cuando estudié la asignatura en el colegio, el instituto o la universidad, siempre me hablaban de los mismos nombres, todos varones por supuesto. Se repetían una y otra vez. Y yo pensaba: «¿Es que no ha habido ninguna mujer a lo largo de la historia que haya compuesto música?». Entonces me puse a investigar. Y sí, efectivamente hubo mujeres compositoras, pero por unas u otras causas fueron silenciadas. De esta forma conocí a Hildegarda von Bingen, Clara Schumann, Ethel Smyth, Gracia Baptista, Francesca Caccini y muchas otras más. Así nació Arrecife y la fábrica de melodías, que, además de un relato de aventuras y magia, glosa la vida de estas mujeres que compusieron música y forman parte de nuestra historia. Te invito a disfrutar de su lectura mientras escuchas los fragmentos que he seleccionado para cada momento. Así la experiencia será más completa y placentera. Y te desvelaré un secreto: yo escribí la historia escuchando esas mismas composiciones… Te deseo un feliz viaje y, quién sabe, tal vez construyas tus propias alas por el camino. Patricia García Sánchez



CAPÍTULO 1

L A ISL A DE LOS VOLCANES

Piano Trío en sol menor, op. 17/ 3. Andante. Clara Schumann

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rrecife vivía en una pequeña isla en medio del océano. Una tierra de volcanes, arenas negras y palmeras. En aquel lugar, las casitas eran blancas y estaban coronadas con chimeneas en forma de gorros, como los que llevan los genios que viven en lámparas maravillosas. Aquel islote aislado era un lugar tranquilo. Los niños iban al colegio por la mañana y por las tardes jugaban a las canicas y al diábolo. Por las noches, los mayores contaban cuentos en los jardines y patios de sus casas. Los jueves eran días especiales: había mercado en el centro y todo se llenaba de griterío, olor a especias y pan recién hecho. También, había seda traída de Oriente, lanas de los Andes y terciopelo de París. Después, todo volvía a la misma lentitud de siempre. Arrecife tenía diez años. Había nacido y crecido en la Isla de los Volcanes. Así lo delataba su piel tostada. Su pelo castaño tenía pequeñas y divertidas mechas rubias a causa del sol y sus ojos eran realmente sorprendentes: cada uno de un color, uno marrón y el otro verde. Solía llevar un sencillo vestido de tirantes de lino blanco con un gran bolsillo en el medio y sandalias de cuero adornadas con flecos de colores.

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La casa de Arrecife estaba en un acantilado, al final del largo camino de la playa. Allí, el relieve se hacía cada vez más abrupto hasta coronar en una mole de piedras volcánicas. La casa se suspendía sobre un saliente del terreno. Era un milagro que siguiera en pie y no cayera al mar. La casa del acantilado tenía las paredes blancas desconchadas por la fuerza del viento y de la lluvia. Toda ella era redondeada: sus esquinas, las paredes y la chimenea. Una puerta de color azul turquesa daba la bienvenida. Las ventanas eran pequeños óvalos adornados con cristales de colores tornasolados. El aire olía a salitre y azufre por la proximidad del mar y los volcanes. En la primera planta de la casa, estaban la cocina, el cuarto de la música y la gran terraza. En la segunda, se encontraban las habitaciones y el baño. En la tercera, se situaba la azotea, donde tendían las sábanas, los vestidos y los manteles al sol del mediodía. En aquella casa solitaria y de construcción casi imposible, Arrecife vivía con sus dos madres: Flora y Marina. La primera llevaba flores violetas engarzadas en el largo pelo canoso. Sus ojos eran verdes. Marina adornaba su trenza amarilla con trozos de coral y sus ojos eran marrones. Allí, Arrecife se sentía feliz. Su gran pasión era nadar. La parte trasera de la casa tenía una gran terraza aérea que se suspendía sobre las olas del océano. En ella había una trampilla de madera que se abría y se cerraba mediante un mecanismo de polea y por la que a veces, cuando el mar estaba en calma, Arrecife saltaba al agua sintiéndose un pez volador. La pequeña nadaba y buceaba hasta la playa para retornar por el camino con la piel salada y el corazón palpitante. A veces, encontraba pequeños tesoros que iba guardando en el bolsillo de su vestido: llaves oxidadas, trozos de cristal suavizados por la

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fuerza de las olas, esqueletos de estrellas de mar y caparazones de navajas. El sol se ocultaba cuando entraba en la casa del acantilado y la música de su interior se confundía con el murmullo del mar. Colores anaranjados y violetas arropaban la Isla de los Volcanes llenándolo todo de quietud y paz. Y así los días transcurrían, entre sol y mar, saltos y pasos, buceo y melodías.

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CAPÍTULO 2

L A FÁBRICA DE MELODÍAS

Berceuse, op. 40/1. Tres composiciones para piano, violín y cello. Amy Beach

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lora y Marina eran fabricantes de melodías. Las hacían por encargo. Hasta el pequeño buzón hecho de conchas que adornaba la fachada de la casa, llegaban cartas de todos los lugares del mundo pidiendo nuevas y bellas canciones: con motivo del nacimiento de un pequeño, para festejar la llegada de la primavera en algún país desconocido o para ser interpretadas por una pequeña orquesta de una escuela rural. El cuarto de música era la fábrica de melodías. Era increíble que detrás de aquella puerta se escondiera uno de los espacios más maravillosos del mundo entero. Allí había todo tipo de artefactos musicales, instrumentos extraños, diapasones, metrónomos y papeles pautados. Había partituras escritas en lenguajes desconocidos, códigos secretos y enigmas musicales. En la parte de la izquierda, descansaban los tarros de cristal donde se escondían las voces y los sonidos. Todos ellos, bellos y singulares, como el canto de las mariposas, las luciérnagas o las libélulas, el susurro de los libros al ser leídos, el de los besos, el murmullo de los arroyos y la lluvia al caer en el mar. Los tarros tenían atadas etiquetas con letras primorosas y estaban ordenados por riguroso orden alfabético. Aquel rincón se llamaba la estantería de las voces.

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En la parte derecha de la habitación había una gran estantería formada por miles de cajones diminutos del tamaño de un dedal. Dentro reposaban multitud de cintas de colores enrolladas sobre sí mismas. Había miles y todas eran de distinto color. En cada una de ellas estaba escrita una melodía diferente. Cuando Flora y Marina abrían uno de esos cajones, las cintas caían con delicadeza, se desenrollaban y quedaban suspendidas, ondeando en el aire mientras su melodía se liberaba. A veces, jugaban a abrir varios de los cajones y las músicas se superponían formando cánones divertidos, fugas y quodlibets. Aquel era el armario de las cintas musicales. Dos escaleras de caracol movibles descansaban a los pies de la estantería y el armario. Su altura era considerable. Arrecife no lograba ver nunca dónde terminaban sus peldaños. En el centro de aquella pieza descansaban dos importantes aparatos: el cifrador musical y el gramófono melódico. El primero era una especie de molinillo de café. En su embudo vertían el contenido de los tarros de las voces. Después, movían la manivela con mimo. Entonces, de un pequeño cajoncito, colocado en la parte inferior del aparato, asomaban dos cintas idénticas. Una de ellas se enviaba a su destino y la otra quedaba archivada en el armario de las cintas. El segundo aparato, el gramófono melódico, servía para probar las melodías. Una vez fabricadas en el cifrador musical eran escuchadas en el singular artefacto. A veces, Flora y Marina, cuando tenían tiempo libre, inventaban sonidos y los archivaban en sus tarros de cristal, como el del movimiento de las aguas en los océanos profundos o el de los planetas al desplazarse. Algunos de sus inventos más importantes habían sido el pulso del corazón, el latido del reloj o la respiración de las flores.

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Las melodías llegaban a sus destinatarios de muy diversas maneras. A veces, llegaban en forma de sueño, y tal vez, la joven y lejana compositora escribía su obra en papel pautado, soñolienta y entusiasmada. Otras, eran ellas mismas quienes las escribían y enviaban por correo certificado. Había veces en las que las envolvían con papel de regalo y otras en las que las metían en botellas de vidrio y las lanzaban al mar. Algunas, incluso, las enviaban en forma de pensamiento: la inspiración. A Arrecife le gustaba observar cómo sus madres trabajaban, cómo cantaban, susurraban y silbaban melodías, cómo utilizaban el cifrador musical y cómo, cada vez que una nueva melodía era creada, un humo de colores salía por la chimenea redondeada y adornaba el cielo azul. Sin embargo, Arrecife siempre permanecía en silencio, en un lugar aparte, callada. No era capaz de cantar. Disfrutaba de la música, pero se sentía incapaz de emitir sonido afinado alguno. Muchas veces lo había intentando, pero sin fortuna. Flora y Marina no la agobiaban aunque a veces, cuando estaban solas, se preocupaban. Era extraño que Arrecife no pudiera cantar, más aún viviendo en aquella casa en lo alto de un acantilado en la Isla de los Volcanes y con dos madres fabricantes de melodías.

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CAPÍTULO 3

EL MISTERIO DEL SOL SOSTENIDO

Rapsodia entrerriana. Celia Torrá

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n día todo cambió. Sucedió algo realmente extraño. El noveno día del mes de septiembre, cuando el reloj dio las doce, el sol se quedó quieto en lo alto del cielo, sin avanzar. A veces, las nubes lo tapaban. Pero siempre seguía allí, inmóvil. El día se suspendió en el tiempo de forma permanente. Como consecuencia, la noche desapareció. También los atardeceres y amaneceres. Los habitantes nocturnos se escondieron en cuevas y cavernas en el interior de los volcanes. El clima agradable y siempre favorable de la isla dio paso a un intenso y agonizante calor. Científicos y astrónomos se dieron cita para discutir e investigar lo sucedido, pero nadie dio con la solución. El sol seguía detenido, estático, quieto, inmóvil. Abrasador y tenaz. Las clases en la isla se suspendieron. Las gentes permanecían en sus casas abanicándose y meciéndose a la sombra de las palmeras en los patios y jardines. Al cabo del tiempo, algunos habitantes comenzaron a emigrar en barco o a nado a países lejanos, donde había gente que aseguraba que la vida no era tan dura. Lo importante era llegar a otras costas donde, tal vez, hubiera más sombra y cobijo. Coincidió, además, que Flora cayó enferma y permanecía postrada en la cama mirando a un punto fijo en el horizonte casi sin decir palabra. Las flores violetas de su pelo se marchitaron.

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Marina le cantaba melodías, Arrecife le leía cuentos e historias. Ambas cocinaban para ella caldos de pescado y tartas de dátiles, su comida favorita, pero Flora no mejoraba. La fábrica de melodías permanecía cerrada. El cifrador musical y el gramófono melódico se llenaron de polvo. Ya nadie los hacía funcionar. Marina cerró con llave la puerta de la factoría, se la colgó al cuello y la escondió bajo su vestido. Arrecife recordaba la anterior alegría de Flora, también su vitalidad. Añoraba sus paseos juntas por el Volcán Cuervo, sus lecturas compartidas o cuando cocinaban flanes de huevo, mango y caramelo derretido. Desde que Flora estaba enferma, la chimenea redondeada de la casa del acantilado solo expulsaba humo gris. Una mañana llegó al buzón de conchas una carta muy especial. Arrecife leyó las letras escritas del remite: «Relojero del Tiempo. Molino de las Eras Musicales». Y en la parte posterior: «Hadas Flora y Marina. Fábrica de melodías». Arrecife no se atrevió a abrir el sobre. Se quedó realmente sorprendida al leer el nombre de sus madres precedido de la palabra «hadas». Cogió la carta y se la entregó a Marina, que estaba sentada en el salón leyendo un libro de poemas. La mujer la tomó y la abrió con cuidado. La leyó en silencio. Los segundos fueron eternos. Arrecife esperaba intrigada.

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—Parece que ha llegado el momento —dijo por fin. —¿A qué te refieres? —preguntó la niña. —Tendré que empezar desde el principio e intentar recordar…

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CAPÍTULO 4

EL RELOJ DE ARENA

Conditor Alme. Gracia Baptista

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arina le contó una historia. —Hace aproximadamente veinte años llegó hasta nosotras un reloj de arena. Era un objeto realmente singular, pues el polvo caía del recipiente superior al inferior de forma tan lenta que parecía estar inmóvil. Venía acompañado de un pequeño manual de uso en el que se explicaba que aquel extraño aparato se llamaba Reloj de las Eras Musicales y tardaba exactamente setecientos años en vaciarse. »Estudiábamos en la Escuela de Artes Musicales de Florencia. Ya componíamos algunas melodías y nuestro sueño era crear una gran factoría con ellas. Aquel aparato acaparó nuestra atención durante años. Lo observamos día y noche. Indagamos sobre su origen y procedencia. »Logramos descubrir, después de meses de trabajo e investigación, que era un antiguo instrumento utilizado por una ancestral civilización que dividía la historia de la Tierra en eras musicales. Como no sabíamos qué hacer con él ni para qué había llegado hasta nosotras, lo guardamos en la fábrica de melodías, en un baúl, y lo cerramos con llave. Siempre fue un enigma. Pero hoy, de repente, todo tiene sentido. Ven, te lo enseñaré. Marina y Arrecife fueron al cuarto de la música. Marina descolgó la llave de su cuello y abrió la puerta con cuidado. Allí,

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en un rincón olvidado en la penumbra, descansaba un viejo baúl de madera. Marina lo abrió y sacó un pequeño objeto que colocó sobre la mesa central. El reloj de arena era un objeto maravilloso. Casi diminuto, era todo de cristal. Cabía en la palma de una mano. Les costó vislumbrar, pues estaba oscuro, que la arena no se movía. No había hilo que uniera la parte superior y la inferior, como si el pequeño orificio que unía los dos recipientes, hubiera sido tapado. Un puñadito de arena se encontraba atrapado en la parte superior. —Ha llegado el momento —dijo Marina—, quedan pocos días. —¿El momento de qué? —preguntó Arrecife. —Por fin acabo de comprender después de leer la carta —Marina sacó la carta de su bolsillo—. Escucha: «Estimadas Flora y Marina: Como conocedoras de los misterios musicales y de su lenguaje más universal, las convoco a una reunión en el Molino. Hay dos motivos fundamentales. El primero de ellos se refiere al antiguo reloj de arena que custodian en su fábrica. Deben traerlo con ustedes cuanto antes. Es urgente. El otro, se lo haré saber una vez aquí. Las espero al otro lado de la Gran Puerta». —Nosotras no podemos ir —dijo Marina con tristeza—. Flora está enferma. Tendrás que ir tú —susurró mientras introducía el reloj de arena en el bolsillo del vestido de la niña—. Averigua qué está ocurriendo, Arrecife. Debes visitar al Relojero del Tiempo. Él sabrá qué hacer. El reloj de arena está parado. El sol también. Tiene que haber una relación. Algo no funciona.

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—Pero yo… yo no sé si estoy preparada. Yo no sé cantar —musitó la pequeña. —Aprenderás —contestó su madre. Marina abrió un cajón de melodías y desenrolló una cinta de color blanco. —Escribirás tu propia melodía —dijo entregándosela. Arrecife guardó la cinta en el bolsillo central del vestido junto al reloj de arena. Marina besó su frente. En ese momento, un tarro de cristal se abrió de manera repentina y una luciérnaga voló hasta posarse en el hombro de Arrecife, brillando de forma sorprendente. —Ella te acompañará —dijo Marina. —Pero, morirá. Fuera hay mucha luz, mamá. —No necesitas salir, la Gran Puerta está aquí mismo. Solo tienes que escucharla. —¿Escucharla? Entonces, una bella y sencilla melodía se oyó. Pequeños haces de luz se colaron entre las rendijas de las ventanas de madera. Destellos de polvo se mezclaron con la música y Arrecife sintió la necesidad de salir de la estancia y besar a su otra madre, a Flora. Entró en el cuarto donde estaba y observó su mirada perdida en el infinito. Las flores violetas de su pelo seguían marchitas. La abrazó y la besó. Apenada, dejó la habitación. Y así, lentamente, pero con paso decidido, salió a la gran terraza aérea de la casa, la que daba al mar, y tiró con fuerza de la polea de la trampilla que se abría hacia el océano infinito. Y cual pez volador, como tantas veces había hecho, saltó al agua.

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CAPÍTULO 5

LOS COLORES INVERTIDOS

Nocturno. Lili Boulanger

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ara sorpresa de Arrecife, al otro lado de la trampilla no había sol ni agua. Caía sobre un fondo blanco, casi cegador. Y lo hacía despacio, muy despacio, como si no existiera gravedad. Observó a su alrededor mientras caía. Un cielo blanco y puro adornado con pequeñas estrellas negras. Una luna negra en cuarto menguante y de grandes dimensiones gobernaba la inmensidad. De repente, una alfombra se posó sobre sus pies y Arrecife, no sin cierta dificultad, logró sentarse en ella y pudo observar que era realmente bonita, bordada en vivos colores: rojo, dorado, verde esmeralda y terciopelo. Miró a su alrededor. La blancura era la dueña del espacio y el tiempo. La alfombra la depositó con cuidado en el suelo. La rodeaba un paisaje singular. Bajo sus pies, una hierba de color magenta con pequeños toques fucsias formaba un manto precioso. Se encontraba en un bosque. Los troncos de los árboles eran azules y sus copas y hojas violetas, malvas y moradas. En un pequeño arroyo cercano, fluía un agua de color naranja y flores azules, negras y rojas crecían por doquier. Sin embargo, olía a noche. El cielo, blanco. Las estrellas y la luna, negras. Los grillos cantaban y algún búho ululaba desde las ramas de un árbol azul.

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Arrecife se dio cuenta: ¡los colores estaban invertidos! Recordó las clases de dibujo y la tabla de los colores primarios y secundarios. —Bienvenida. —Escuchó. Arrecife se dio la vuelta y vio un pájaro naranja sobre una piedra de color lima. Era pequeño y delicado. —Muchas gracias —contestó. —¿Qué te trae por Disonancia? —preguntó el ave. —Vengo de la Isla de los Volcanes. Necesito encontrar al Relojero del Tiempo. Dijo que esperaría al otro lado de la Gran Puerta. Algo extraño está ocurriendo en mi hogar. —Y, ¿qué está ocurriendo? —El sol está inmóvil. El noveno día del mes de septiembre se quedó quieto en el cielo y allí permanece desde entonces. —Vaya —suspiró el pájaro. —¿Conoces la Isla de los Volcanes? —preguntó Arrecife. —Ningún pájaro azul ha visitado nunca ese lugar. —¿Ningún pájaro azul? —señaló ella extrañada. —Efectivamente. —Pero tú no eres azul, eres de color naranja. El pequeño pájaro miró extrañado a Arrecife. —No sé de qué me hablas —dijo—. Siempre he sido azul y siempre lo seré. Mi familia es azul desde hace cientos de años y tendré hijos azules. Los pájaros azules seguiremos siendo azules hasta el final de los tiempos. Hasta que el Reloj de las Eras Musicales vierta su último grano de arena en el Reino de Disonancia. Arrecife entendió lo que ocurría. ¿Sería posible que el pequeño pájaro no fuera consciente de su color? —Quizá pueda ayudarte a encontrar al Relojero del Tiempo. —Eso sería fantástico —señaló la niña.

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—Encontrarás el camino si miras dentro de ti. De repente, las notas de un piano se escucharon a lo lejos. Agudas y delicadas, como gotas de lluvia. Pronto dieron paso a la melodía de un bello violín. Al momento, el pájaro echó a volar. Arrecife lo vio llegar hasta el cielo y deslizarse con elegancia entre las estrellas negras de la noche invertida. Las tocaba, las rodeaba y las besaba. Hubo un momento en el que la noche entera bailó. Las estrellas formaron una sola línea en el cielo; después dos… hasta llegar a cinco, formando un pentagrama estrellado por el que el pájaro naranja bailó hasta perderse en el horizonte. Después, poco a poco, en silencio, las estrellas regresaron a su lugar. Arrecife se sentó en el suelo. «¿Dentro de mí?», se preguntó. Sus pensamientos comenzaron a ir a toda velocidad. «Dentro de mí, dentro de mí…», se repetía. Entonces tuvo una idea. Recordó la cinta blanca de su bolsillo, la que Marina le había dado en su casa justo antes de volar, hacía solo unos minutos. La sacó del bolsillo y la ató con cuidado en una rama azul de hojas rosadas. La cinta fue cayendo lentamente al suelo, desenrollándose de forma grácil y elegante. Al posarse, ocurrió algo mágico: sobre la hierba, se hizo un camino. Poco a poco fue deslizándose por el bosque, entre árboles y matorrales, hasta formar un sendero blanco que se perdió más allá del horizonte. Al final de aquel camino blanco estaba su destino: el Molino de las Eras Musicales custodiado por el Relojero del Tiempo, en el Reino de Disonancia. Estaba segura de ello. No podría ser de otra manera. Arrecife dio el primer paso. En ese momento, una pluma de color naranja cayó cerca de su sandalia. La niña la recogió y la guardó en su bolsillo.

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