Memorias de mis pies
Han colaborado en la edición de este libro
AYUNTAMIENTO DE MONTIEL
La Casa de los Estudios de Infantes
© de los textos: Luis Fernando Redondo © de las ilustraciones: Txema Bua Bernases © de esta edición: boo olia ISBN: 978-84-944306-1-9 Imprime: Gómez Aparicio Depósito Legal: M-28209-2015 Reservados todos los derechos
Memorias de mis pies Luis Fernando Redondo Crรณnica de las 150 leguas del Camino de Santiago en el mรกs crudo invierno
bookolia
Índice Prólogo 7 Capítulo Cero Gestación 13 Capítulo Uno Caminante hacia el Camino Capítulo Dos De Orreaga/Roncesvalles a Larrasoaña Capítulo Tres De Larrasoaña a Cizur Menor Capítulo Cuatro De Cizur Menor a Puente la Reina Capítulo Cinco De Puente la Reina a Estella Capítulo Seis De Estella a Los Arcos Capítulo Siete De Los Arcos a Logroño Capítulo Ocho De Logroño a Nájera Capítulo Nueve De Nájera a Santo Domingo de la Calzada Capítulo Diez De Santo Domingo de la Calzada a Villambistia Capítulo Once De Villambistia a Agés Capítulo Doce De Agés a Burgos Capítulo Trece De Burgos a Hornillos del Camino Capítulo Catorce De Hornillos del Camino a Castrojeriz Capítulo Quince De Castrojeriz a Población de Campos Capítulo dieciséis De Población de Campos a Calzadilla de la Cueza Capítulo Diecisiete De Calzadilla de la Cueza a Sahagún Capítulo Dieciocho De Sahagún a Reliegos Capítulo Diecinueve De Reliegos a León Capítulo Veinte De León a Hospital de Órbigo Capítulo Veintiuno De Hospital de Órbigo a Rabanal del Camino Capítulo Veintidós De Rabanal del Camino a Ponferrada Capítulo Veintitrés De Ponferrada a Villafranca del Bierzo Capítulo Veinticuatro De Villafranca del Bierzo a O Cebreiro Capítulo Veinticinco De O Cebreiro a Triacastela Capítulo Veintiséis De Triacastela a Ferreiros Capítulo Veintisiete De Ferreiros a Palas de Rei Capítulo VeintiochoDe Palas de Rei a Arzúa Capítulo Veintinueve De Arzúa a Monte del Gozo Capítulo Treinta Santiago de Compostela
24 38 61 76 91 105 123 139 151 173 189 209 223 243 261 279 297 315 331 349 367 385 404 419 447 465 487 507 521 547
Prólogo Caminante, no hay camino, se hace camino al hablar. Al hablar se hace camino y al volver la vista atrás caminamos la memoria junto a la barra de un bar. Alguna vez, alguien, en algún bar, sin duda
Este libro podría haber comenzado igual que la canción de Sixto Rodríguez Cause: Cause I lost my job two weeks before Christmas... (Porque perdí mi trabajo dos semanas antes de Navidad…). Ese fue el desencadenante (que no la razón) del viaje de estos pies, a los que siguió su dueño sin pensárselo dos veces. Y fue porque este era un viaje que se había ido dejando, como tantas cosas en la vida, a la espera de una excusa, un motivo, un catalizador capaz de separarnos de la trampa de la rutina diaria, del camino marcado. Es nuestra cabeza la que siempre encuentra justificaciones o razones, que no dejan de ser recursos, muchas veces virtuales o inexistentes, de esa gran embaucadora, para retenernos un segundo más, un día más, una semana más o toda una vida en la misma y resignada postura. Con la injusticia y falta de revisión que suele caracterizar a la tradición, siempre se nos recuerda que «el que no tiene cabeza tiene que tener pies», dándole todo el protagonismo a aquella y quedando estos como el pariente pobre y último recurso del desmemoriado. Pero el título de este libro, siguiendo la visión crítica de su autor (Kuli para los amigos), nos lleva a plantearnos algo nuevo: ¿Qué haría la cabeza sin esos pies que la obligan a caminar a través del mundo, sacándola del inmovilismo de sus ideas heredadas y sus 7
conceptos cultivados en el lugar de origen? Movernos a favor de nuestros pies, siempre tan olvidados por el resto de nuestro cuerpo y, sobre todo, por nuestra cabeza. Movernos a favor de nuestros pies y confiar en su memoria, por mucho que nos hayan intentado convencer de lo contrario. En este caso, los pies hacen memoria para enseñarle a la cabeza los paisajes que, sin ellos, solo podría inventar. Era un día gris de noviembre de 2012 cuando hablé con Kuli sobre la oferta que le había hecho su empresa para dejar de trabajar. Yo tenía alguna experiencia porque hacía menos de dos meses que mi empresa me hizo también una oferta que no pude rechazar. Me comentó que iba a aprovechar su nueva situación para hacer el Camino de Santiago y sentí envidia. No solo porque yo también había estado cultivando esa idea desde hace años, sino porque lo iba a hacer durante todo el mes de enero y solo, como a mí me hubiese gustado. Pero, una vez más, era él quien se marchaba y yo el que iba a permanecer en Madrid. Kuli ya tenía tendencia al movimiento continuo desde que compartíamos un oscuro piso en Plaza de España. Comenzó a viajar por distintos países de Sudamérica por motivos de trabajo y, como buen viajero, siempre regresaba con muchas anécdotas y alguna que otra novia. También como buen viajero no se conformaba con ir y venir del trabajo en el país que estuviese sino que le movía una enorme curiosidad por todo lo que le rodeaba: costumbres, política, cultura, gastronomía y, sobre todo, personas. Una inquietud que le llevó a hacerse amigo del pueblo kuna en Panamá, frecuentar las favelas de Río de Janeiro, compartir la ayahuasca con algún chamán del Amazonas… Era tal la cantidad de experiencias y tal la necesidad de contarlas que comenzó a escribir una serie de relatos que luego nos iría enviando a los amigos por correo electrónico. Envíos que tituló, o bautizamos, ya no recuerdo bien, con algo así como las aventuras del Tío Matt, emulando al único personaje de Fraggel Rock que se atrevió a abandonar la cueva. Probablemente, allí ya estaba la semilla de este libro. Cada vez que regresaba a Madrid, traía cintas de video y mucho material en la memoria para ser caminado y digerido con unas cervezas en la barra del Ambigú. Este era nuestro bar de cabecera, situado en la calle Martín de los Heros, cerca de nuestra casa. Lo abrió Pepe en el año 1987, otro gran viajero de la palabra. Fue escenario de tertulias y sitio de 8
referencia para personajes de la movida madrileña y todo tipo de fauna nocturna. Cuando lo conocí, lo llevaban Jose y Miguel. Este fue el último camarero, buen amigo, heavy metal sensato y el regidor perfecto de esta coreografía. Otro lugar lleno de anécdotas, vidas y caminos que contar, que quizá merezca otro libro que cuente las «Memorias de una barra». Y esto que acabo de resumir es lo que vais a encontrar en este libro: un viaje a través de paisajes, anécdotas, personas, pensamientos y sentimientos. Todo un mundo que se nos irá mostrando pasando de la mirada a través del telescopio, alejándonos en el tiempo y el espacio, a la observación a través del microscopio que nos conducirá a las reflexiones y los pensamientos más íntimos. Caminando ligero, nuestro autor y personaje nos llevará tras de sus pies, siguiendo una charla relajada en la barra del Ambigú en la que aparecerán todo tipo de paisajes y paisanajes, personas y personajes, amigos y «amigajes». Entre todos nos dedicaremos a completar la historia del Camino, escucharemos el día a día, los compañeros de viaje, las anécdotas. Nos dejaremos llevar hasta algún país de Sudamérica o a su querido Montiel, a recuperar alguna historia y, de vuelta al Ambigú, nos reiremos para volver al Camino. Historias hiladas al compás de las pisadas, al compás de la memoria en la barra de un bar, al compás de la vida real y la vida ficticia. Un juego literario que, como en una «nivola», le permite al autor convertirse en personaje y a los personajes meterse en la casa del escritor. Del mismo modo que a mí me pidió, como amigo, que escribiese este prólogo y, cuando paséis unas cuantas páginas me vais a encontrar acodado en la barra del Ambigú con el mismo Kuli. Por cierto, ya se acerca por ahí. —Vamos, Jose, que está a punto de empezar —me dice Kuli, algo nervioso. —Ya voy, Kuli, estoy terminando, solo un par de párrafos y ya está. —No cuentes demasiado que me pisas el libro. Confío en que según avancéis por el relato vayáis descubriendo, igual que le pasó a Kuli, lo importante que es disfrutar del recorrido con los pies y no tener la cabeza en el destino. Este libro es un viaje por la historia, la amistad, la filosofía y el alma humana sin despegar los pies del suelo. Y a 9
pesar de que en el camino se han quedado muchas cosas, como el mismo Ambigú, que nos ha quitado esta crisis, van a permanecer aquí gracias a este libro, gracias a todos los libros, que son la memoria humana desde los pies hasta la cabeza. Termino ya de escribir (siempre me perdió la verborrea) y os dejaré caminar por el camino de estas palabras, impresas como huellas sobre el papel en blanco, señalando el recorrido que llevará a vuestra cabeza y vuestra imaginación a seguir la memoria de unos pies que nunca se sintieron pequeños. Caminad con nosotros. —Vamos, Kuli. —Vamos. Madrid, 2 de julio de 2015 Jose
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A mis padres, AndrĂŠs y Josefa, y a todos esos padres que se sacrifican para dar a sus hijos una vida mejor
Capítulo Cero
Gestación
Finales del siglo i antes del Camino ¿Has oído hablar de la mortandad por frío en el Camino en enero? Me acuerdo de que la última vez que fuimos a Navarra la había palmado una coreana... ¡Madre mía, el Camino en enero! Eso son huevos y no lo de hacer las Américas Javi Sanz (Sanzote) en un mail de
diciembre de 2012
T
enía la sensación de que todo Madrid conspiraba, pero no contra mí, sino a favor, como si por todo a mi alrededor hubiera señales orquestadas, como guiños a mí dirigidos. Me sentía en armonía con la ciudad, es más, diría que con el cosmos. Quizás haya una palabra exclusiva para esta sensación de conspiración positiva que desconozco, pero si no la hay debería haberla y, si puede ser, esdrújula. (Me encantan las palabras esdrújulas, son declinación poética en sí mismas; qué gran armonía: poética es esdrújula y suena como significa.) Me sentía uno con el universo y toda su materia. Así se lo expliqué a Jose nada más nos encontramos en el Ambigú. —¿Te has fumado algo, Kuli? —Fue su reacción. —En todo caso mis porros son endógenos. Creo que el Camino de Santiago me ha hipersensibilizado, que soy otro. —Me tienes intrigado. Explícate mejor, brother. —Esta mañana he ido a Las Tablas caminando por el Anillo Verde, para una cita con el podólogo, y de repente... —¿Al podólogo? —me interrumpió arqueando las cejas. —Sí, resulta que tengo los pies deformes y he tenido que enterarme a los 42 años gracias al Camino; pero luego te cuento, déjame que continúe con las señales —Conseguí desbloquear el hilo de conversación, acerqué más mi taburete al de Jose para que me escuchara mejor, me acodé en la barra y bajé la voz 13
en tono confidencial—. Pues eso, que iba caminando a Las Tablas y de repente he sido objeto de un aluvión de señales: a la altura de la calle Arroyofresno, donde vivía Manolo, la iglesia de Santo Domingo de la Calzada, población del Camino; sigo andando y cuando llego a Las Tablas, los nombres de las calles por las que he pasado son todos poblaciones del Camino: San Juan de Ortega, Población de Campos, Ages, Palas de Rey, Melide, Cebreiro, Portomarín, etc.; para colmo a la altura de Montecarmelo en un parque hay una gran piedra que tiene inscrito «650 kilómetros a Santiago» y ahora cuando venía por la calle del Acuerdo, ¡zas!, ¡parroquia de Santiago el Mayor! —rematé con énfasis, atento a la previsible reacción de Jose. Impasible, Jose se acomodó las gafas con parsimonia, empujándolas con el índice nariz arriba hasta topar con el entrecejo, a la vez que abría todo lo que podía los ojos. Se tomó su tiempo antes de arrancar a hablar, y tras unos segundos con las miradas enfrentadas, cuando ya me tenía a su merced, comenzó pausado con timbre de tertuliano de La Clave, como solo saben los maestros: —Vamos a ver, Kuli, todo eso siempre ha estado ahí, nadie acaba de cambiar los nombres a las calles para ti, y menos la Botella —dijo Jose y quedó expectante a mi reacción, pues me conocía bien y sabía que siempre respondía al envite de la ironía. —¡Por eso! Ahí es donde te digo que el Camino me ha hipersensibilizado, que siempre ha estado ahí y es ahora que me doy cuenta. —Hice una pausa esperando la intervención de Jose pero, como este permanecía inmutado, continué con la artillería pues la gastada no parecía ser suficiente—. Y yo me pregunto: ¿en verdad existen esos momentos en que sin venir a cuento uno muestra una especie de sensibilidad, más allá de la percepción sensorial, que por cualquier extraña y subconsciente razón encuentra señales conexas? —añadí con entusiasmo. —Eso suele ser diagnosticado como apofenia, que se da cuando vemos conexiones en sucesos o datos aleatorios o sin relación. Esto se da mucho en los que afirman percibir fenómenos paranormales. —Acto seguido desvió la mirada al frente, al otro lado de la barra. —Pero no se trata de datos sin conexión porque en este caso sí hay un común denominador, el Camino de Santiago. ¿O me dirás que no? —pregunté orientando los antebrazos hacia mi interlocutor, que miraba 14
al otro lado de la barra, con las palmas de las manos abiertas, esperando lo que consideraba mío: la concesión de la razón. —A decir verdad, a veces tengo esa misma sensación, pero después lo racionalizo y pienso si no será apofenia y entonces me protejo obviándolo —dijo girándose hacia mí, concediéndome al menos el beneficio de la duda pero sin abandonar la ironía. —Me viene a la mente que Einstein decía que Dios no juega a los dados con el universo y estoy a esto de discrepar —me quedé con la duda de si Jose me había escuchado, al menos no había visto mis dedos pulgar e índice de la mano derecha ilustrando una distancia infinitesimal, pues ahora estaba más concentrado en lo que sucedía al otro lado de la barra. —Miguel, cuando termines con la pizza, dos cervezas aquí, pal Kuli y pa mí —pidió a Miguel, que estaba detrás de la barra practicando malabares con el paño, como si estuviera dándole forma circular en el aire a la masa de una pizza. —La mía sin alcohol, debo cuidar mis triglicéridos —dije como resorte antes de que Miguel tuviera tiempo de abrirme una cerveza. —Tronco, nada mejor que el alcohol para los triglicéridos —añadió Jose mirándome por encima de las gafas, que en un movimiento de inclinación de cabeza habían descendido hasta la mitad de la nariz. —A los míos les encanta desaparecer y yo los complazco —respondí con afectada cortesía. —Marchando dos birritas, o mejor dicho, una birra de verdad pal Jose y otra de fogueo aquí pal Kuli —nos interrumpió Miguel colocándonos las cervezas en la barra, enfrente de cada uno, y un cuenco de frutos secos en medio. —Bueno, Kuli, déjate de rollos y cuéntame qué tal tu experiencia del Camino. Lo quiero saber todo. Ya sabes que es una asignatura que tengo pendiente. Así que, por el principio. —Acto seguido dio un largo trago a la cerveza, gesto con el que me solidaricé. Hacía una semana que había vuelto de hacer el Camino de Santiago y Jose me había llamado por teléfono entusiasmado: —Tío, ha debido de ser una experiencia fantástica. Tenemos que quedar para que me cuentes. No sabes las ganas que tengo de hacer el Camino; me lo has quitado de los pies. 15
—A tu disposición y encantado, llevo una semana hablando del Camino y no me canso. Es la experiencia más intensa que he tenido en mi vida, ya no soy el mismo, debes conocer al nuevo Kuli. Yo aún no trabajo porque faltan trámites para poner operativa la empresa, así que estoy libre por las tardes, porque las mañanas las dedico a la burocracia. —Hoy mismo podemos quedar a eso de las siete en el Ambigú, que a esa hora está Laura en casa y así no se queda solo Pantxo. —Me parece buena hora, pero te recuerdo que los gatos son independientes, los que necesitan más compañía son los perros y los bípedos. —Esa es otra, Kuli, creo que tengo que llevar a Pantxo al psicólogo porque no se acepta como gato, no sé qué cree que es, pero seguro que no un gato. —No me extraña que esté confundido con los compañeros de vivienda que tiene. Lo dicho, me parece buena hora. Recuerdos a Pantxo. Lo mismo le compro un hueso. —No te molestes, si tiene de todo. Me gustaba decir que conocía el Ambigú desde el siglo pasado. Amistad con dueños aparte, era mi bar favorito en Madrid, sobre todo por su colección de rones y por un estilo propio que pocos bares tienen. En el Ambigú el cliente se convierte en parroquiano por una extraña abducción y de vez en cuando, por combustión espontánea, surgen interesantes tertulias generalizadas. Además, desde hace años tenía de camarero a Miguel, que, desde el otro lado de la barra, había sufrido esa gentil metamorfosis de camarero a amigo. El Ambigú está dividido en dos piezas: nada más entrar está la primera sala con la barra a la izquierda y al fondo la sala de mesas, a la que se accede por un marco sin puerta. Antes de atravesarlo, a su derecha, surgen las escaleras que descienden a los baños y al pequeño almacén, y a la máquina de tabaco en un descansillo. En la sala de mesas del Ambigú, había dos ocupadas por sendos grupos en animada tertulia, seguramente acababan de salir de los cines aledaños de ver alguna película de cine independiente y la comentaban, como era habitual, cerveza en mano. En la barra, solo nos acodábamos Jose y yo; dentro, Miguel se movía de un lado a otro, entraba y salía. Traté de acomodarme mejor en el taburete y tras un movimiento pendular quedé en una posición exactamente igual a la que tenía antes de este ritual armónico simple, pero que causó el efecto deseado, pues Jose se ajustó de nuevo las gafas con el índice. La crónica de 16
un peregrino en el Camino de Santiago iba a cobrar vida en la barra del Ambigú, nuestro bar de cabecera. Llevaba tiempo deseando que el mundo parase, y el mundo paró un 10 de enero de 2013. Por azares que no vienen al caso y de cuya secuencia no quiero acordarme, decidí aceptar la posibilidad que daba mi empresa de solicitar la dulce eutanasia o despido, ofreciendo mi trasero a un amable puntapié generosamente indemnizado. Resolví tomar las riendas de mi energía creando mi propia empresa, pero antes purgarme de un patológico pasado alienante, dominado por la deshonestidad, el maquiavélico «todo vale» y el culto a la mediocridad, y renovar votos para forjar mi propio destino, haciendo, a modo iniciático, el Camino de Santiago. No puedo decir que no me preocuparan los riesgos de la aventura en pleno invierno, así que miré en internet si estaba abierto algún albergue en Saint Jean au Pied de Port y cómo llegar hasta allí. Había albergue abierto todo el año, pero no había modo de llegar desde Pamplona, más que pagando unos cien euros de taxi. No estaba por la labor, así que miré la misma logística para Roncesvalles con mejores noticias; era más fácil llegar en transporte público, por lo que decidí comenzar allí. Pensé que si los albergues de Roncesvalles y Saint Jean estaban abiertos todo el año era porque esperaban visitantes todo el año, por tanto no sería tan inusual ser peregrino en esas fechas. Ahí les iba uno virgen en enero. Es todo lo que investigué sobre el Camino y todo lo que quería investigar, pues pensaba afrontarlo como un descubrimiento y no quería llevar ninguna imagen, ninguna información más allá de una lista —que, por cierto, no sirvió de nada— de las poblaciones por donde pasaba el Camino, desde Roncesvalles hasta Santiago, y que dividían la peregrinación en algo parecido a cómodos plazos, pero sin el principio activo de la comodidad. Quería evitar la contaminación de imágenes, conceptos o ideas de segunda mano. En definitiva, quería presentarme virgen ante el Camino. No tengo noción de la primera vez que oí hablar del Camino de Santiago, ni de cuándo había decido que lo haría, es algo con lo que tenía la sensación de haber convivido desde que tenía uso de razón. Siempre me han fascinado los viajes de aventura y descubrimiento. Había hecho algún que otro viaje con cierta dosis de estos dos componentes, pero siempre lo terminaba comparan17
do con algo de la envergadura y significación del Camino. Todo lo que sabía era una nebulosa donde no sé en qué medida se componía de información veraz y real y en qué medida de deseo, imaginación y sueño. Hace ya años decidí que los viajes que me apetece hacer no los contaminaría con lecturas, datos o imágenes. Anteriores experiencias reforzaron esta sensación al sentir el éxtasis del descubrimiento. La diferencia entre turista y descubridor está en la virginidad, el turista ya ha hecho el viaje de alguna manera antes de ir, mientras que el descubridor es aquel que lo hará por primera vez y sentirá algo parecido a lo que Jimmy Angel debió de sentir cuando descubrió el Salto del Angel en Venezuela, o a lo que vivió Hiram Bingham cuando encontró Machu Picchu en el Perú o el franciscano Diego de Landa cuando contempló Chichén Itzá en México. Apuesto a que aquella noche ninguno de ellos pudo conciliar el sueño por los altos niveles de endorfinas. Se podría decir que el turista busca un buen reportaje fotográfico que mostrar y la vanagloria del «yo estuve allí» en animadas sobremesas, mientras los descubridores buscan la endorfina natural. El viaje es objeto de deseo de ambos, pero mientras el turista lo concibe como una relación formal, para el descubridor es la amante que se visita trepando un balcón en noches febriles de pasión. —Me has recordado a lo que me contabas que hacías cuando vivías en México —interrumpió Jose—. Esa especie de viajes al azar. ¿Cómo era? —añadió y quedó chasqueando los dedos, mirando hacia abajo, como si la pregunta fuera para sí mismo. —Cuando vivía en México D. F. me iba muchos sábados temprano a las centrales de camiones, que es como llaman a las estaciones de autobuses allí, con mi queridísima amiga Jincy, a dejarnos seducir por la musicalidad del nombre de algún destino del que no sabíamos nada más —dije, y Jose se acomodó en el taburete, satisfecho de la asistencia, pero irguió la espalda de nuevo como si hubiera recordado algo. —¿Cómo se llamaban las grutas aquellas del agua caliente? —preguntó animado. —Las grutas de Tolantongo —dije y volvió a chasquear los dedos y relajarse sobre el taburete. —¿Cómo fue eso de las grutas de Tolantongo? Cuenta, cuenta —dijo Miguel, que se había incorporado a la última parte de la conversación, en sus idas y venidas atendiendo clientes en el bar. 18
Aquella vez fuimos a la Central del Norte de la Ciudad de México y terminamos en las grutas de Tolantongo. Primero nos sedujo el nombre de Ixmiquilpan y en Ixmiquilpan, como era costumbre, preguntamos a los lugareños qué maravillas se podían visitar, y fue oír grutas de Tolantongo y quedamos hechizados. Nos dirigimos adonde se tomaba el micro para las grutas, preguntamos cuál debíamos tomar y nos señalaron un andén donde tuvimos que esperar un micro verde. Preguntamos a dos personas distintas si sabían el horario de salida hacia las grutas y ambas nos contestaron «ahorita». Ahorita mide exactamente la media hora que tardó en llegar y otra media hora más hasta que se completó todo el pasaje. El micro es un autobús.zip para unas 20 personas sin equipaje, aunque esta vez éramos como 25 y la mayoría con mochilas. Don Pancho, el conductor, enseguida se ganó la simpatía de la gente. Una hora de camino amenizada por los comentarios de don Pancho: «Si tienen calor abran las ventanas, algunas funcionan». En mitad de la nada una señora desde el camino pidió parar el micro, creí que algún accidente o algo grave había ocurrido para detener un autobús en medio de la nada, pero tan solo le entregó a don Pancho una fiambrera para su Ernesto, lo que, por la naturalidad de la escena, debía ser rutina. Seguimos camino con las bromas de don Pancho sobre si Ernesto comería ese día o no, que seguro también eran rutina. Finalmente llegamos al parque natural donde se encuentran las grutas de Tolantongo. Se llega desde lo más alto de una cadena montañosa y hay un descenso vertiginoso en zigzag hasta el valle, casi cañón, donde se encuentras las grutas. Lo primero que hicimos fue comer en el primer restaurante que nos topamos y después ir a ver las grutas. Cuando fuimos a verlas ya estaban echando a la gente, por lo que no pudimos entrar, aunque sí pudimos apreciar la belleza de la cascada que las oculta: una madeja de hilos de agua haciendo eslálom en una pared rocosa y vertical cubierta de fresco musgo. Lo siguiente era buscar alojamiento. La oferta contemplaba dos alternativas: camping u hotel con baño en la habitación y televisión por cable. Elegimos camping, pero como no íbamos preparados para tales menesteres, tuvimos que alquilar las tiendas y comprar colchonetas y mantas. Los chicos que alquilaban las tiendas y vendían las colchonetas y mantas no entendían cómo nos metíamos en un camping pagando más que en el hotel («Estos romanos están locos», que diría Obélix). Le compramos a Damián un par de brazadas de leña, a unos tres euros la brazada y quedamos con él 19
en que viniera a las ocho de la tarde para encendernos el fuego, porque los romanos también somos un poco torpes. A las ocho cabales estaba Damián intentando encender el fuego. Nos contó que vivía al otro lado de una gran montaña, que señalaba con la mano, y que para ir a su casa hacía una hora de subida y unos 15 minutos de bajada. La montaña era tan impresionante que se me hacía imposible siquiera que la subiera. Damián venía los fines de semana a sacarse un dinerillo vendiendo leña y bajando y subiendo con una carretilla el equipaje de los campistas desde el camping hasta el aparcamiento (200 metros de una pronunciadísima pendiente). Una vez Damián consiguió, no sin esfuerzo, encender los maderos, fuimos a la tienda a comprar salchichas y queso, lo único que vimos que podíamos asar al fuego. Añadimos unas cervezas y una botellita de un cuarto de tequila a la cesta de la compra. Así pues la cena consistió en que cada uno con un palo insertaba salchichas o queso y los ponía directamente en las llamas. El cielo estaba despejado y se podía ver perfecta la bóveda de estrellas completa. Una vez terminado todo el queso y salchichas dimos cuenta del tequila peleón mientras se consumía toda la leña. Habíamos sacado las mantas fuera y, tendidos a la orilla del fuego, a la vera del río y tocados por un cielo cuajado de estrellas compartiendo un tequila peleón, me dio por pensar en el concepto de lujo y sonreí como quien descubre un secreto al alcance de muy poca gente. Aquella noche es eterna, os lo juro; de vez en cuando cierro los ojos y regreso a la vera del río de agua caliente de Tolantongo con Jincy y continúo alimentando el fuego. Damián continúa en forma, trayéndonos brazadas de leña con su carretilla chillona. Al día siguiente fui el más madrugador: me levanté a las ocho para encontrarme una mañana fresquita. Otra brazada de leña ardiendo, más salchichas y queso y café de olla es lo que le esperaba listo a Jincy, la más dormilona. Cuando despertó, lo celebró y agradeció como un lujo superlativo. En dos horas el día se calentó hasta dejar en bañador a todos los campistas que deambulaban de un sitio a otro mientras nosotros seguíamos alrededor de las llamas de los últimos leños, extraños postizos en semejante marco. Una vez bien desayunados, nos dirigimos hacia las grutas. Comenzamos el recorrido entrando en la gruta superior, a la que se accede por un agujero como de un cañonazo y se introduce unos cincuenta metros dentro de la roca. El momento más complicado fue el de pasar la cortina de agua fría 20
para acceder a la gruta, pero una vez dentro, había que caminar entre pozas de agua caliente, algunas del tamaño de un jacuzzi, que alternaban con una serie de duchas naturales que surgían del techo con el agua un poco más fría (lo cual aliviaba el calor de las pozas), a lo largo de toda la gruta. Estuvimos alrededor de cuatro horas allí metidos, disfrutando de los contrastes de temperatura y del amor furtivo al abrigo de la penumbra, el manto de agua y lo inconcebible. Luego fuimos a la gruta inferior, en la que la naturaleza había escavado, como si hubiera utilizado un hacha gigante, un corte oblicuo de arriba abajo en la base de la roca. El agua seguía siendo caliente y había también grandes duchas naturales, pero a diferencia de la anterior, ésta estaba masificada con mucha gente mayor y niños, dado su más fácil acceso. Sobre las dos decidimos salir de las grutas e irnos a comer. Fue entonces cuando descubrimos que nos habían robado camisetas y toallas. Gracias a un sol delicioso que en cinco minutos nos calentó, perdonamos a los ladrones, y nos reímos pensando en lo ridículos que irían con nuestra ropa. Comimos en el restaurante más cutre de los dos que había unas quesadillas y bebimos unos pulques. Después, ya en el camping, recogimos nuestras pertenencias, le regalamos a Damián las mantas y colchonetas que habíamos comprado (quedó tan agradecido como alucinado) y nos encaminamos a tomar el micro de vuelta a Ixmiquilpan. Aunque nos dijeron que salía el último a las cinco, decidimos ir una hora antes por las escasa fiabilidad horaria de México. Y efectivamente, a las cuatro y veinte ya estábamos camino de Ixmiquilpan en el último microbús del día, dado que no tardó nada en completarse el pasaje. Y así hicimos el recorrido inverso de vuelta al DF, con un bonito recuerdo que echar al fuego en noches de chimenea y amigos. —Las grutas de Tolantongo —dijo Jose con rimbombancia y describiendo en el aire dos grandes paréntesis con los brazos—. Es que suena bien, yo también hubiera ido hechizado por el nombre... Pero volvamos a la historia del Camino de Santiago. Estábamos en que querías hacer el Camino a ciegas, mejor dicho virgen, sin querer averiguar nada más acerca de él. —Y me cedió la palabra dando un trago a su cerveza. Los trámites en Madrid para la creación de Synapsys Consulting, S. L., me llevaban el día 10 de enero del 2013 ante el notario en Majadahonda a primera hora. Cabía la posibilidad de tomar el tren en Puerta de Atocha de las 21
11:35 am ese mismo día con destino a Pamplona, lo que me permitiría llegar con tiempo suficiente para tomar el bus de Pamplona a Roncesvalles y así comenzar a caminar el día 11 de enero. Un poco ajustado de tiempo, pero decidí comprar el billete y hacer ofrendas a Cronos. El mismo día 9 por la noche preparé la mochila con la ayuda de mis sobrinos: Cristina, María José y Javier. Suelo ser bastante malo con la logística, así que desde hacía tiempo había confeccionado una lista, además de contar con la inestimable ayuda de mis sobrinos en el momento de hacer la mochila. —Joder chaval—intervino Jose —tiene que ser difícil armar una mochila para el Camino en invierno. Que pese poco o te destroza, pero ¡vas para un mes! Además tú tienes como hándicap lo mal que se te dan las logísticas de viaje. Aún recuerdo, cuando compartíamos piso, que tuve que ir a toda velocidad al aeropuerto cuando te ibas a currar a Brasil... No es que te dejaras algo, es que te dejaste la maleta. La lista que había confeccionado días antes: Ropa: camisetas térmicas (2), leggins (2), calcetines sin costuras (2), calcetines (3), calzoncillos (5), sudaderas (2), toallas (2), polar (1), anorak (1), pijama, braga, gorro y guantes. Calzado: botas, zapatillas de deporte. Aseo y botiquín: champú pequeño, colonia, bote de espuma de afeitar pequeño, maquinilla de afeitar, peine, cepillo de dientes y dentífrico, ibuprofeno, equipo antiampollas (salvo Betadine, que queda pendiente de comprar). Ocio: cámara y cargador, móvil y cargador, ebook y cargador, cuaderno, bolígrafo y lápiz. La mochila fue bastante fiel a la lista, si bien presentó algunas variaciones: por consejo de mi sobrina Cristina, llevé ocho calzoncillos, y no cinco, por la buenísima relación inversamente proporcional entre el volumen que ocupan y la sensación de higiene que dan; por consejo de mi sobrino Javier, dos pares de guantes en lugar de uno y así asegurar manos calientes en condiciones de seco y mojado; por consejo de mi sobrina María José, sandalias para prevenir hongos en los pies al ducharme; una camiseta de manga corta no sé para qué; cinco bolígrafos por si sufría la desesperación de tener algo que decir y no tener un bolígrafo operativo; no llevé espuma de afeitar pues 22
haría las veces el champú a los efectos; y el botiquín era el que recomendaría la OMS, pero el doble de cada cosa, a la sazón el mayor «por si acaso» que conocí entre los peregrinos. Me lo habían preparado en casa, lo que me daba una idea de lo querido que era por mi familia. —Kuli, pues así a bote pronto echo en falta un buen impermeable pa ti y pa la mochila, porque por aquellas latitudes en esta época, al menos en Galicia, llueve un día sí y otro también —dijo Jose, que había frecuentado bastante Galicia en sus tiempos mozos, por asuntos de noviazgo. —Efectivamente, no quiero adelantarme porque en su momento, cuando toque, veremos las vicisitudes y evolución del material de mi mochila. Lo cierto es que armé una mochila muy propia del peregrino novato. A las once de la noche del día 9 de enero de 2013 tenía todo listo para convertirme en peregrino, o eso creía. Una mochila pensada a fuego lento al fin y al cabo, unos bastones para mejor caminar y unos niveles de adrenalina revueltos con impaciencia que no me dejaron pegar ojo. Ya lo estaba disfrutando. Sin mediar señal alguna, como si estuviera ensayado, al unísono alargamos el brazo hasta la botella de cerveza, dimos un largo trago y la depositamos de regreso en su lugar de partida. Nos removimos en el taburete, solo por comprobar que conservábamos la forma de las posaderas.
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