LAS PARÁBOLAS DEL EVANGELIO SEGÚN LOS PADRES DE LA IGLESIA La Misericordia de Dios
LAS PARÁBOLAS DEL EVANGELIO SEGÚN LOS PADRES DE LA IGLESIA La Misericordia de Dios
Alfredo Sáenz, S. J.
Asociación Pro Cultura Occidental, A. C. Guadalajara, Jalisco, México
Primera edición 1994 Ediciones Gladius-Argentina
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Misericordias Domini in aeternum cantabo (Ps 88, 2)
ÍNDICE
Prólogo ..................................................................... 13 Introducción ............................................................. 19 POR QUÉ EL SEÑOR HABLÓ EN PARÁBOLAS .... 19 I. Qué es una parábola ......................................... 22 1. En el mundo greco-latino .............................. 23 2. En el ámbito del Antiguo Testamento ............ 24 3. En los Evangelios .......................................... 26 II. La finalidad de la parábola ................................. 31 1. El fin didáctico ................................................ 31 2. El fin mistagógico ........................................... 37 III. La obcecación de los que no quieren entender .. 44 1. El misterio de los que oyendo no oyen ......... 44 2. Las explicaciones patrísticas ......................... 51 IV. Hacia una inteligencia cabal de las parábolas ... 63 CAPÍTULO PRIMERO ............................................. 71 LA OVEJA PERDIDA ................................................ 71 I. Una obeja abandona el redil ............................. 80 II. El pastor deja las noventa y nueve ovejas ......... 87 III. El pastor se pone en busca ................................. 90 IV. La carga sobre sus hombros ............................. 97 V. “Alegraos conmigo porque he hallado la oveja 101 VI. Descenso y ascenso ........................................ 109 VII. La imitación del Pastor divino.......................... 118
Capítulo Segundo LA DRACMA PERDIDA .......................................... 127 I. El símbolo de la dracma extraviada ................. 135 II. La diligencia para encontrar la dracma ........... 139 1. “Enciende una Lámpara” ............................ 140 2. “Barre la Casa” ........................................... 144 III. La alegría del hallazgo ..................................... 146 Capítulo tercero EL HIJO PRÓDIGO ............................................... 151 I. “Dame la parte de mi herencia” ....................... 158 1. El Padre y los Hijos ...................................... 158 2. La Herencia ................................................. 160 II. “Se marchó a un país lejano” .......................... 165 1. El Alejamiento del Padre .............................. 165 2. La Disipación de la Herencia ....................... 169 III. Pastor de puercos ............................................ 177 1. El Hambre y la Indigencia ........................... 177 2. La Servidumbre ........................................... 183 3. La Animalización ......................................... 186 IV. “Me levantaré e iré a mi padre” ......................... 197 1. El Retorno a Sí ............................................. 198 2. La Nostalgia de la Casa del Padre .............. 203 3. La Decisión Tomada ................................... 206 a. “Me levantaré e iré” .................................. 206 b. “Padre, pequé contra el cielo y contra ti” .209 c. “Ya no merezco ser llamado hijo tuyo” .... 214 d. “Y, levantándose, partió” .......................... 217
V. La acogida del padre ......................................... 219 1. El Encuentro ................................................. 219 a. Lo ve de lejos y corre hacia él ................... 221 b. Se echó al cuello ....................................... 225 c. Lo besó ..................................................... 229 2. La Confesión del Hijo ................................... 231 3. El Nuevo Atuendo para el Hijo que Retorna .234 a. El vestido .................................................. 236 b. El anillo ..................................................... 241 c. Las sandalias ............................................ 244 4. La Fiesta y el Novillo Cebado ....................... 248 a. El símbolo del novillo ................................ 248 b. La celebración de la fiesta ........................ 254 VI. El comportamiento del hijo mayor ................... 259 1. La Identidad de los Dos Hijos ...................... 262 a. Los ángeles y los hombres ....................... 262 b. Los judíos y los gentiles ............................ 264 c. Los justos y los pecadores ........................ 269 2. La Música y las Danzas ............................... 272 3. El Hermano Mayor se acerca a la Casa....... 276 a. “Llamando a un criado, le preguntó qué era aquello” ............................................... 277 b. “Él se irritó y no quería entrar” ................. 278 c. “Salió su padre y le suplicaba” ................. 284 d. “Hace tantos años que te sirvo...” ............ 289 e. “Nunca me has dado un cabrito...” .......... 295 f. “Hijo, tú siempre estás conmigo...” ........... 301 g. “Conviene celebrar una fiesta...” ............... 306 Capítulo Cuarto EL BUEN SAMARITANO ....................................... 314 I. “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó” ..... 322
II. “Despojado y cubierto de heridas” ................... 326 1. Los Salteadores ........................................... 327 2. El Despojo y las Heridas ............................. 328 3. Medio muerto .............................................. 331 III. El paso del sacerdote y el levita ........................ 333 IV. Un samaritano se compadece.......................... 337 1. La Persona del Samaritano ......................... 337 2. La Misericordia del Samaritano ................... 342 3. Las Vendas, el Aceite y el Vino ..................... 345 4. Lo puso sobre su Cabalgadura ................... 348 V. El mesón y los denarios ................................... 351 1. La Posada ................................................... 351 2. Los Dos Denarios ....................................... 353 3. “Ten cuidado de él” ...................................... 357 4. “Te lo pagaré cuando vuelva” ...................... 362 VI. “Ve y haz tú lo mismo” ..................................... 364 Breve Reseña de los Santos Padres y AutoresEclesiásticos citados ............................... 371 Índice de las principales siglas y abreviaturas ........ 376
PRÓLOGO
Hace ya mucho tiempo que deseábamos escribir esta obra, donde se dan cita dos viejos amores de nuestra vida, el de la Sagrada Escritura y el de los Santos Padres. Por lo que toca a la Sagrada Escritura, hemos concentrado nuestra atención en la serie de parábolas que Cristo pronunciara para nuestra formación doctrinal y edificación espiritual. No abordaremos, por cierto, la totalidad de las mismas, pero sí buena parte de ellas y, sin duda, las más relevantes y preñadas de contenido. En lo que se refiere a los Santos Padres, tampoco nos hemos propuesto recorrerlos de manera exhaustiva. Cualquiera que tenga algún conocimiento del universo patrístico, sabrá que resulta humanamente imposible abarcarlos en su totalidad. Baste con saber que el P. Jean Paul Migne, quien en el siglo pasado se abocó generosamente a la tarea de publicar lo esencial de la literatura patrística entonces conocida, dio origen a dos colecciones ciclópeas, la griega, con 168 tomos de apretada letra a dos columnas, y la latina, con 220 volúmenes. Es cierto que allí se incluyen algunos autores que exceden los marcos del período estrictamente patrístico, pero, aun así, los Padres indudablemente tales, cuyos escritos se contienen en ambas colecciones, ofrecen un material de lectura absolutamente inagotable. A las obras de los Padres transcriptas en la colección de Migne, súmense las publicadas en otras colecciones posteriores, y el panorama será sencillamente abrumador.
LA MISERICORDIA DE DIOS
Nos hemos autolimitado, pues, a un grupo selecto de Padres, los que son a nuestro juicio más importantes e influyentes en el ulterior pensamiento de la Iglesia, así como los que a nuestro gusto resultan más sabrosos, descubriendo en ellos auténticos tesoros de doctrina y espiritualidad. Recientemente el Santo Padre ha señalado que no pocas de las desviaciones teológicas de nuestra época encontraron su inspiración en las aventuradas si no equívocas interpretaciones que se han hecho de las Sagradas Escrituras. Tales exégesis, apartándose sustancialmente de la interpretación auténtica y tradicional de la Iglesia, no dejan de provocar singular confusión en los fieles cristianos. Con frecuencia, los fautores de dichas argucias se han referido despectivamente a las exegésis de los Padres, como si se tratasen tan sólo de explicaciones ingenuas, casi infantiles, de la Escritura, llenas de jugarretas alegorizantes y, en última instancia, carentes de fundamento. Nada más lejos de la verdad. Los que tales cosas afirman muestran no haber frecuentado para nada los escritos de los Padres. Hay, sí, en ellos, elementos descartables, o demasiado dependientes del estado del conocimiento de la época, pero una buena parte de sus interpretaciones son no sólo perfectamente valederas hoy, sino gloriosas, radiantes, pletóricas de sabiduría. León XIII ponderó, en su momento, el valor de la exégesis patrística: “La autoridad de los Santos Padres –afirma–, que después de los Apóstoles «hicieron crecer a la Iglesia con sus esfuerzos de jardineros, constructores, pastores y nutricios», como escribe San Agustín, es suprema cuando explican unánimemente un texto bíblico como 14
PRÓLOGO
perteneciente a la doctrina de la fe y de las costumbres; pues de su conformidad resulta claramente, según la doctrina católica, que dicha explicación ha sido recibida por tradición de los Apóstoles. La opinión de estos mismos Padres es también muy estimable cuando tratan de estas cosas como doctores privados; pues no solamente su ciencia de la doctrina revelada y su conocimiento de muchas cosas de gran utilidad para interpretar los libros apostólicos los recomienda, sino que Dios mismo ha prodigado los auxilios abundantes de sus luces a estos hombres notabilísimos por la santidad de su vida y por su celo por la verdad.” (Enc. Providentissimus). El Papa concluye en la necesidad de que los profesores de Sagrada Escritura conozcan los escritos exegéticos de los Padres, y acepten de ellos las reglas para la interpretación de la Biblia. En un reciente documento emanado de la Santa Sede, “Instrucción sobre los estudios de los Padres de la Iglesia en la formación sacerdotal”, se exalta, una vez más, la importancia de los mismos para el conocimiento de la Sagrada Escritura, ya que ellos son, primero y esencialmente, comentadores de la Biblia. Y si bien, como allí se señala y lo insinuamos antes, su método presenta ciertos límites desde nuestro actual punto de vista, ya que ignoraban algunos recursos de orden filológico, histórico, etc., hoy mejor conocidos, con todo “siguen siendo para nosotros verdaderos maestros y se puede decir superiores, bajo tantos aspectos, a los exégetas del medioevo y de la edad moderna por «una especie de suave intuición de las cosas celestiales, por una admirable penetración del espíritu, gracias a las cuales van más adelante en la profundidad de la palabra divi15
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na» (Pío XII, Enc. Divino afflante Spiritu). El ejemplo de los Padres puede, en efecto, enseñar a los exégetas modernos un acercamiento verdaderamente religioso a la Sagrada Escritura”. Más allá del valor y la vigencia de sus análisis exegéticos, resulta conveniente recordar que los Padres de la Iglesia, privilegiados por su cercanía con la primera predicación del Evangelio, no sólo se mostraron grandes por su eximia santidad y la virginidad de su ortodoxia, sino también por sus eminentes condiciones pastorales. No pocos de ellos fueron obispos ejemplares y animosos, uniendo así la sabiduría del doctor con el celo del pastor de almas. Internándonos en la inmensa foresta de los Padres, nos hemos detenido de manera especial, aunque no exclusivamente, en los comentarios que ellos dedicaran a los Santos Evangelios, con particular detenimiento, como es obvio, en sus exégesis de las parábolas que allí se contienen. No resultan éstas de fácil inteligencia. Por lo común son interpretadas tan sólo desde el punto de vista moral. La del fariseo y el publicano, por ejemplo, se la entiende generalmente como una exhortación a la humildad. Ello es, sin duda, verdadero, pero no constituye lo más profundo de la parábola. Habitualmente los Padres prefirieron interpretarlas a la luz de los grandes misterios del cristianismo, con una visión más teológica y mística que ética, a tal punto que, postergando las aplicaciones morales, se concentraron preferentemente en lo dogmático. Y cuando aparece la instancia ética es por su derivación del dogma predileccionado. Ello sea dicho en general, porque, según iremos viendo a lo largo de estas 16
PRÓLOGO
páginas, algunos Padres, como por ejemplo San Juan Crisóstomo, no desdeñaron detenerse en la aplicación parenética de las parábolas, exhortando a un comportamiento coherente con la enseñanza de Cristo. Al comenzar la redacción de esta obra, que incluirá varios volúmenes bajo el título general de “Las parábolas del Evangelio según los Padres de la Iglesia”, ignoramos cuál será su extensión total. No nos ha resultado fácil agrupar las parábolas en diversas unidades, de acuerdo a la similitud de los temas que en ellas se trata. Pero era una tarea inobviable. En el presente volumen, tras una introducción general sobre el sentido de las parábolas, abordaremos las relativas a la misericordia de Dios. En tomos posteriores trataremos de las que dicen relación a la misericordia con el prójimo, reflejo de la misericordia de Dios con nosotros; la figura de Cristo como pastor, guerrero y esposo; la vocación de Israel y de las naciones; el misterio de la Iglesia; la siembra divina y la fecundidad apostólica; las virtudes del cristiano; cerrando nuestro estudio con las parábolas que se refieren a la expectación escatológica. Labor ímproba, sin duda, pero que esperamos sea útil a los lectores, así como está llena de consuelos para el autor. Nuestro propósito no se dirige tanto a elaborar un trabajo “científico”, con abundante aparato crítico, cosa loable, por cierto, pero que excede nuestro actual interés. Lo que con el presente estudio buscamos particularmente es ofrecer un alimento sólido para los católicos de habla hispana, al tiempo que una ayuda pastoral y espiritual a nuestros hermanos en el sacerdocio. El reciente 17
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“Directorio para el ministerio y la vida de los sacerdotes”, emanado de la Congregación para el Clero, entre otras cosas recomienda el conocimiento de la Sagrada Escritura “por medio del estudio de una sana exegésis, sobre todo patrística” (nº 46). Citaremos con abundancia los textos mismos de los Padres, tratando de utilizar versiones que puedan estar al alcance del lector común. Será una manera de que éste los vaya conociendo directamente, y no a través de glosas o comentarios. Entremos, pues, en materia.
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INTRODUCCIÓN
POR QUÉ EL SEÑOR HABLÓ EN PARÁBOLAS
A
ntes de entrar en el análisis de cada una de las parábolas de que vamos a tratar, cabe una pregunta: ¿cuál será la razón merced a la cual Cristo manifestó una preferencia tan evidente por expresarse a través del género parabólico? Es cierto que también se expresó por medio de acciones, milagros, enseñanzas catequéticas expresas, sin tapujos. Con todo, no deja de resultar llamativo advertir la naturalidad con que las parábolas se acoplan a dichas acciones, así como a sus discursos teológicos, sus bienaventuranzas y mala-venturanzas, sus anuncios de premios y castigos, en estrecha unidad. Aludiendo San Agustín a aquella frase del evangelista San Mateo: “Todo esto dijo Jesús en parábolas a la gente, y nada les hablaba sin parábolas” (Mt 13, 34), así la comenta: El evangelista puso esto no porque el Señor no haya hablado nunca en términos propios, sino porque no hay discurso suyo en que no haya expresado algo por parábolas, aun cuando otras cosas del mismo estén dichas en forma propia, de manera que frecuentemente todo su discurso no es más que un tejido de parábolas, y no se encuentra uno solo en que no entre la parábola. Entiendo por discurso entero cuando el Señor habla de
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una cosa y no pasa a otra hasta que la ha desenvuelto completamente 1. Como se ve, el género parabólico impregna ampliamente el estilo oral de Jesucristo. E incluso, según dijimos más arriba, excede el marco de las palabras, ya que, de acuerdo a lo que sostienen varios exégetas modernos, casi todos los milagros que se relatan en los evangelios pueden ser considerados como “parábolas en acción”. La curación del ciego de nacimiento, por ejemplo, es una muda docencia del carácter iluminante del cristianismo, y últimamente, de Cristo como luz; la resurrección de Lázaro, una enseñanza sobre Cristo como resurrección y vida, etc. I. QUÉ ES UNA PARÁBOLA No resulta fácil determinar con precisión lo que es una parábola. Orígenes nos permite una primera aproximación al distinguir la “parábola” del “enigma”. Según él, la parábola es el relato de un suceso que se presenta como si hubiera realmente acaecido; aun cuando jamás haya tenido lugar tal cual se lo refiere, de hecho habría podido suceder. El “enigma”, en cambio, es un relato imaginario, que ni aconteció ni es posible que acontezca, pero que posee un sentido oculto; por ejemplo, el que se encuentra en el cap. 9 del libro de los Jueces, donde se lee que “los árboles se pusieron en camino para ungir a uno como su rey” 2.
1 S. Agustín, Quaest. septemdecim in Ev. sec. Lc. XV: PL 35, 1373-1374. 2 Cf. Orígenes, Fragm. in Prov. 1, 6: PG 13, 20.
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POR QUÉ EL SEÑOR HABLÓ EN PARÁBOLAS
1. EN
EL
MUNDO GRECO-LATINO
La parábola no fue un género oral inventado por Jesucristo, sino que tiene en su haber una larga trayectoria. El vocablo mismo de “parábola” es manifiestamente griego, resultando a todas luces ridículo pretender, como algunos lo han intentado, encontrarle raíz latina. El idioma del Lacio sólo sirvió de puente para transmitir a las lenguas vernáculas el vocablo original griego parabolé, derivado de parabállein, que quiere decir “arrojar al lado”, y de ahí, “cotejar” o “parangonar”. En el lenguaje técnico de la retórica antigua, la palabra griega significaba eso: una semejanza comparativa entre dos términos que pertenecían a diversos ámbitos. Tratando Aristóteles de los recursos a que puede apelar un orador para confirmar sus aseveraciones, afirma que uno de ellos, relevante por cierto, es el empleo de ejemplos, que pueden ser de dos clases: los propiamente dichos, que relatan hechos sucedidos en la realidad, y los inventados por el orador. Estos últimos se subdividen en parábolas, y en apólogos o fábulas breves, como las de Esopo. La fuerza del ejemplo histórico estriba en la vívida relación de semejanza entre lo sucedido y lo que puede o debe suceder; en este sentido, aventaja al ejemplo inventado, sea parábola o apólogo. Con todo, tanto la parábola como el apólogo, por el hecho de que dependen de la propia invención, resultan más idóneos para expresar mejor lo que se quiere resaltar a través de la semejanza 3. Si bien ya Platón se había referido, aunque suscintamente, al significado de la parábola, es probable que nadie como Aristóteles haya precisado 3
Cf. Aristóteles, Retórica II, 20.
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LA MISERICORDIA DE DIOS
con mayor claridad su naturaleza y su valor. Para el Estagirita, la parábola no es una mera figura, una metáfora, una alegoría, sino un razonamiento propio de la elocuencia en orden a persuadir. Se parece al apólogo, en cuanto que es también fruto de la inventiva del orador, pero lo aventaja en dignidad por el hecho de que se inspira en sucesos de la vida humana, y no de la vida animal o irracional, como acontece en las fábulas. La parábola trata, pues, de algo que pudo haber sucedido, o mejor, refiere un hecho como si hubiera acontecido, en orden a persuadir. 2. EN
EL
ÁMBITO
DEL
ANTIGUO TESTAMENTO
El mundo greco-romano no es el único espacio donde prosperó el género oratorio de la parábola. También lo encontramos en el Antiguo Testamento. La palabra que empleaban los judíos para denominarla era maschal, vocablo que se acomoda a todo lenguaje figurado, sea alegoría, ejemplo o semejanza. Puede designar un dicho agudo y enigmático, en forma de adivinanza, como el propuesto por Sansón (cf. Juec 14, 14), o también un proverbio popular (cf. Ez 18, 2), o un aforismo sentencioso. Y así se dirá que Salomón “compuso tres mil parábolas” (1 Rey 5, 12); éstas, en realidad, no son sino comparaciones brevísimas, al estilo de las que se encuentran en el libro del Eclesiástico, de una o dos frases, por lo común de contenido moral. Quizás sea allí donde se halle el embrión de este género literario que luego tanto emplearían los rabinos en su enseñanza. Si la fábula es el género literario que más se aproxima a la parábola, famosa es aquella a que aludía Orígenes de los árboles que buscaban rey (cf. Juec 9, 8-15); y más breve, pero no menos pintoresca, la del cardo y el cedro, con que Joás, rey 24
POR QUÉ EL SEÑOR HABLÓ EN PARÁBOLAS
de Israel, responde a Amasías, rey de Judá (cf. 2 Rey 14, 9). Pero si por parábola se entiende un relato análogo a algo histórico, parece claro que la alegoría que Natán plantea al rey David (cf. 2 Sam 12, 14) es una auténtica parábola. Dentro de los profetas, quizás haya sido Isaías el gran forjador de parábolas. Recordemos su “canto de la viña” (cf. Is 5, 1-7), que parece el preludio de varias de las parábolas del evangelio. Allí el profeta comienza proponiendo el ejemplo con el que va a argüir (vers. 1), luego lo desarrolla (vers. 1-2), y por último lo aplica a la casa de Israel (vers. 3-7). Como puede verse, si queremos detectar las raíces más genuinas de las parábolas evangélicas, mejor que recurrir al ámbito del mundo greco-romano es conveniente volver los ojos al período de la Antigua Alianza, y, dentro de él, preferentemente a Isaías, el gran profeta de Cristo. Fue, pues, entre los judíos, donde más se frecuentó este género, no sólo en el campo de la docencia sino también para el diálogo coloquial. Resulta aleccionador a este propósito el testimonio de San Jerónimo, que vivió tantos años en aquellas regiones: “En Siria y sobre todo en Palestina – escribe–, es costumbre mezclar siempre parábolas en la conversación; de este modo, lo que los oyentes no serían capaces de entender mediante una explicación directa, lo comprenden gracias a la comparación y a los ejemplos” 4. Por eso no resulta extraño que en la literatura rabínica se tropiece a cada paso con encabezamientos como éste: “Te contaré una parábola”, o “¿Con qué compararé esta cosa?”. 4
S. Jerónimo, Comment. in Mt. 18, 23: SC 242, p.62.
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LA MISERICORDIA DE DIOS
3. EN
LOS
EVANGELIOS
Tras este breve excursus histórico, llegamos al Nuevo Testamento, a las parábolas de Cristo, que son las que especialmente nos interesan. De manera abundante la literatura neotestamentaria recurre al uso del término “parábola”. El vocablo griego parabolé aparece en los Sinópticos 48 veces, con la acepción general de semejanza. Y si bien en el evangelio de San Juan no se lo encuentra materialmente, ocurre su equivalente de paroimía, ya sea en la significación genérica de lenguaje figurado, ya en la específica de parábola, como por ejemplo en el caso del buen pastor. Los comentaristas de los evangelios han intentado esbozar diversas clasificaciones de las parábolas. Algunos incluyen bajo dicho vocablo tres formas diversas. Están, ante todo, las que pueden llamarse simples comparaciones, redactadas generalmente en tiempo presente, como las parábolas del grano de mostaza, la semilla que crece espontáneamente, la levadura, el tesoro escondido... Este modo de expresarse responde a una costumbre que todo el mundo ve como natural, y es la de valerse de similitudes para captar una realidad. En segundo lugar, las narraciones de ejemplos, que se presentan al modo de un espejo para el interlocutor, en orden a que examine su conducta moral y religiosa; aquí estarían las del buen samaritano, el rico necio y sus graneros, el fariseo y el publicano... Finalmente las parábolas en un sentido más estricto, como la de los viñateros homicidas, la cizaña en medio del trigo, el hijo pródigo... Quizás estas distinciones no dejen de ser algo arbitrarias, pero pueden resultar de alguna utilidad. 26
POR QUÉ EL SEÑOR HABLÓ EN PARÁBOLAS
Volvamos a lo esencial de la parábola, de toda parábola, es a saber, que se trata de una semejanza, concepto en el que conviene ahondar. Recordemos lo que decíamos del significado del vocablo griego parabolé, o sea, “arrojar una cosa al lado de otra”, dos cosas que se asemejan aun cuando pertenecen a planos distintos. En su forma más simple, la parábola es una similitud tomada de la naturaleza o de la vida cotidiana que impresiona al que la escucha y suscita su reflexión; esa simple comparación puede ser enriquecida con detalles, acabando por convertirse en una imagen completa y, aún más allá, en una historia, o un verdadero y propio relato. En uno de sus sermones, San Agustín explicita mejor el tema: Cuando se habla en metáfora, no se expresa la propiedad, no se nos da la verdad, sino una semejanza de la verdad... En las cosas visibles un camino es un camino, un pedregal es un pedregal y un zarzal es un zarzal; son lo que son, porque son nombrados con propiedad. Pero en las parábolas y semejanzas, una cosa puede designarse con varios modos. Por lo mismo, no es incongruente que yo os diga que aquel camino, aquel pedregal, aquel zarzal son los malos cristianos y también que son la cizaña. ¿No es Cristo un cordero? ¿Y no es un león? Entre las fieras y rebaños, un cordero es un cordero y un león es un león. Pero Cristo es ambas cosas. En el primer caso se habla con propiedad; en el segundo, en metáfora. Incluso puede ocurrir que, en virtud de una semejanza, se llamen con un mismo nombre cosas muy distintas entre sí. ¿Hay cosas más distan27
LA MISERICORDIA DE DIOS
tes entre sí que Cristo y el diablo? Sin embargo, tanto Cristo como el diablo son llamados león. Cristo: «Venció el león de la tribu de Judá» (Ap 5, 5); el diablo: «¿No sabéis que vuestro adversario, el diablo, como león rugiente, merodea buscando a quién devorar?» (1 Pe 5, 8). Son, pues, león el uno y el otro; aquél, por su fortaleza, éste por su ferocidad; aquél para vencer, éste para dañar. El diablo es también culebra, serpiente antigua. ¿Acaso nos manda que le imitemos cuando nuestro pastor nos dice: «Sed simples como palomas y astutos como serpientes» (Mt 10, 16)? 5. El mismo Santo Doctor se refiere en otro lugar al método docente seguido por Cristo en las parábolas. Por lo general, señala, en razón de su semejanza con realidades vividas por el oyente, tienden a mover la inteligencia de éste, insinuándole o exigiéndole algo. Por ejemplo aquella que dice: “Si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios así la viste, ¿no lo hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe?” (Mt 6, 30). Asimismo la de aquel hombre que estaba durmiendo y al que acude un amigo medio desesperado pidiéndole pan para un huésped que inopinadamente acababa de llegar a su casa; si ante semejante solicitud, reiterada una y otra vez, no dejará de dar al necesitado lo que le pide, al menos para sacárselo de encima, ¡cuánto más Dios, que ama a sus siervos, y nos exhorta que le supliquemos, nos dará lo que le solicitamos! (cf. Lc 11, 5-13). Tal es el método de Cristo. Pero en otro lugar San Agustín es más explícito, dividiendo las parábolas evangélicas en dos grupos, según un 5 S. Agustín, Serm. in Ev. Sin., sermo 73, 2, en Obras completas de San Agustín, BAC, tomo X, Madrid, 1983, pp.369-370.
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POR QUÉ EL SEÑOR HABLÓ EN PARÁBOLAS
método de comparación proporcional. Las que integran el primero de ellos se configuran “según cierta similitud” (cf. Mt 18, 23-35; Lc 7, 41-43; 15, 11-32): “como aquél, también éste”; o asimismo: “si aquél, ¿cuánto más éste?”. Las que pertenecen al segundo grupo se constituyen “por la misma desemejanza” (cf. Mt 6, 30; 7, 7-11; Lc 16, 1-13): “si aquél no, cuánto menos éste”. En un caso, el carácter distintivo de los dos términos de confrontación es la semejanza, en el otro, la desemejanza 6. En su notable libro sobre las parábolas de Cristo, el P. Leonardo Castellani escribe que cuando en los evangelios encontramos la expresión “semejante es”, se quiere indicar que la realidad espiritual a que dichas parábolas se refieren no es propiamente “parecida”, como si se tratase de dos cosas del mismo nivel, sino más bien “análoga”, porque una remite a otra, de un plano superior. Por eso nos parece acertada la definición de “parábola” que da el mismo autor: “No son fábulas, no son apólogos comunes, no son leyendas, no son consejas, no son novelas, no son poesía lírica, sino poesía simbólica” 7. Rescatemos la fórmula: poesía simbólica, y, por tanto, mejor que semejanzas, analogías. De ahí la exactitud de la expresión esbozada por San Jerónimo cuando, refiriéndose al género parabólico, afirma que su carácter de similitud se basa en que “se asimila” a otra cosa, “y es como la sombra y el proemio de la verdad (quasi umbra prooemiumve veritatis est)” 8. Es que, de acuerdo a lo enunciado en el Evangelio apócrifo según Feli6 Cf. Quaest. Evang. lib. II, 45: PL 35, 1358. En el mismo sentido, cf. S. Beda, In Lc. Ev. expositio, lib. V, cap. 18: PL 92, 550-551. 7 L. Castellani, Las parábolas de Cristo, Itinerarium, Buenos Aires, 1960, p.17. 8 S. Jerónimo, Epist. 121, 6, en Cartas de San Jerónimo, BAC (2º), Madrid, 1962, p.508.
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pe: “La verdad no ha venido al mundo desnuda, sino que ha venido en tipos e imágenes” 9. Podríase decir que las parábolas son al modo de iconos verbales por los que la Verdad divina ha querido llegar a nosotros. Y así como en los iconos orientales advertimos a veces voluntarias distorsiones de las medidas y de las figuras, a semejanza de lo que se ve en un espejo convexo, de manera similar en las parábolas aparecen ciertas “inverosimilitudes” literarias o “exageraciones”, que desde los primeros siglos desconcertaron a los comentaristas, especialmente a los pensadores paganos, como por ejemplo Celso, quien las tachó de extravagantes, y en nuestros días ha hecho que algunos autores las calificasen hasta de “inmorales”. Pero, como señala admirablemente el mismo P. Castellani: “Esta distorsión de rasgos responde al propósito de aludir al «misterio», a lo teológico, a lo infinito; y ha sido comparado no sin propiedad por Chesterton al soplo impetuoso que en la plástica barroca hincha los ropajes, tuerce los miembros y agita las líneas arquitectónicas, haciéndolas danzar a veces; como en los cuadros del Greco, las estatuas de Bernini y los altares del Vignola” 10. Cerremos estas consideraciones, haciendo nuestra la conclusión del autor recién citado, según el cual, entre los tan diversos géneros posibles, la parábola pertenece preferentemente al género “símbolo”, forma la más primitiva y rica de la poesía y del arte, mezclado con una suerte de “humorismo” teológico, que evoca los notables análisis de Kierkegaard sobre el carácter religioso, más que ético, de la enseñanza de Cristo. El 9 Cit. en A. Orbe, Parábolas evangélicas en San Ireneo, tomo I, BAC, Madrid, 1972, p.27. 10 L. Castellani, El Evangelio de Jesucristo, 3ª ed., Theoria, Buenos Aires, 1963, p.466; cf. también del mismo autor: Las parábolas de Cristo, ed. cit., p.17.
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mismo Chesterton señaló en su libro Ortodoxia que la llamativa “exageración” que frecuentemente se encuentra en las parábolas, no es otra cosa que humorismo 11. Esto contra los que piensan que Cristo ignoró la broma, el humor, la eutrapelia. II. LA FINALIDAD DE LA PARÁBOLA ¿Qué intentaba Cristo al emplear con tanta abundancia este lenguaje analógico, simbólico, tejido de similitudes, exageraciones y humorismo? Lo que buscaba era que sus oyentes, y a través de ellos todos nosotros, nos iniciásemos en los misterios que Él había venido a revelar. Cada uno los entendería de acuerdo a su capacidad, por lo que podemos hablar de una docencia para la mayoría, pero también de una enseñanza superior, que algunos Padres llamarían gnóstica, no en el sentido herético de la expresión, sino como conocimiento superior, inefable, de los arcanos divinos. 1. EL FIN DIDÁCTICO El cristianismo, si bien es sublime, y capaz de saciar a los espíritus más exquisitos, está lejos de ser esotérico, es decir, reservado para un grupo exclusivo y selecto, e inalcanzable para la generalidad. La pedagogía divino-humana de Cristo quiso hacerse entender hasta de los más sencillos, enseñar lo desconocido a través de lo vulgarmente conocido. “No os sorprenda –afirma San Juan Crisóstomo– que, hablando el Señor del reino de los cielos, se valga de comparaciones como el grano de mostaza y la levadura, pues hablaba con hombres rudos e ignorantes que necesitaban de tales cosas para ser instruidos. Eran, en efecto, 11
Cf. L. Castellani, El Evangelio de Jesucristo..., pp.466-467.
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tan simples que, aun después de esto, tenía el Señor que explicárselo todo con mucho pormenor” 12. Es ésta una idea muy reiterada por los Padres. San Cirilo de Alejandría, por ejemplo, dice que las parábolas son imágenes de cosas no visibles, de cosas sublimes y espirituales; lo que los ojos del cuerpo son incapaces de percibir, lo muestra la parábola a los ojos de la mente, ofreciendo bajo una forma bella, hecha de imágenes sensibles y casi tangibles, el contenido de las realidades superiores 13. Tal es la finalidad primordial y más universal de la parábola: hacer comprensible, mediante imágenes del contorno familiar, verdades de suyo difíciles y abstractas, de acuerdo a la capacidad de los oyentes. Dicho intento está expresamente indicado en el Evangelio: “Y les anunciaba la Palabra con muchas parábolas como éstas, según lo que podían entender” (Mc 4, 33). San Jerónimo explica así la “adaptación” del Verbo divino a la pobre inteligencia humana: No hay unanimidad en la multitud, hay tantas disposiciones cuantos individuos. Por eso les habla con numerosas parábolas, para que reciban una enseñanza apropiada a la diversidad de sus disposiciones. Notemos que no todo lo dijo en parábolas, sino «muchas cosas». Si todo lo hubiera dicho en parábolas, la gente se hubiera retirado sin provecho. Mezcla la claridad con la oscuridad para que lo que comprenden los incite a conocer lo que no comprenden (perspicua miscet obscuris ut per ea
12 S. Juan Crisóstomo, Hom. sobre S. Mt., hom. 46, 2, en Obras de San Juan Crisóstomo, BAC, tomo II, Madrid, 1956, p.10. 13 Cf. S. Cirilo de Alejandría, Comment. in Lc., cap. 8, 4: PG 72, 624.
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quae intelligunt prouocentur ad eorum notitiam quae non intelligunt) 14. Destaquemos el verbo prouocentur, sean provocados, incitados. San Gregorio Magno preferirá el participio excitados, cuando escribe comentando las parábolas del tesoro escondido, la perla preciosa y otras: Se dice que el reino de los cielos es semejante a las cosas terrenas precisamente para que el alma, desde estas cosas que conoce, se eleve a las invisibles que no conoce (ut ex his quae animus novit surgat ad incognita), para que por el ejemplo de las visibles sea arrastrada a las invisibles (quatenus exemplum visibilium se ad invisibilia rapiat) y, como excitada por las cosas que con el uso aprendió, se enardezca (ut per ea quae usu didicit, quasi confricatus, incalescat), a fin de que por esto conocido que sabe amar aprenda también a amar lo desconocido (ut per hoc quod scit notum diligere, discat et incognita amare) 15. La formulación no deja de ser significativa: al escuchar la parábola, el alma se siente excitada, arrastrada, enardecida, todas expresiones que señalan el carácter convocante de la didascalia parabólica. San Pedro Crisólogo, por su parte, refiriéndose concretamente a la parábola de la levadura, escribe: Cristo, Señor bueno y amante de los suyos, reitera las semejanzas del reino, varía las comparaciones, que no toma de cosas ocultas y 14 S. Jerónimo, Comment. in Mt. 13, 3: SC 242, p.264. 15 S. Gregorio Magno, Hom. in Evang., lib. I, hom. 11, 1, en Obras de San Gregorio Magno, BAC, Madrid, 1958, p.575.
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celestiales, sino del uso cotidiano, a partir de la conversación común, para llegar a toda clase de hombres, resultando útil para todos, según aquello del profeta: «¡Oídlo, pueblos todos, escuchad, habitantes todos de la tierra, hijos de Adán, así como hijos de hombre, ricos y pobres a la vez!» (Ps 48, 2-3). Si hubiese puesto sobre el tapete algo perteneciente a lo oculto de la divinidad, a lo secreto del rey, a lo recóndito de los opulentos, no lo hubiera entendido el pobre, no lo hubiera captado la gente común, los simples no lo habrían comprendido; en cambio ahora habla al rico según lo que conoce, al pobre según lo que es común, a todos de acuerdo a su situación familiar, porque el llamado de Dios llega al hombre tal cual es, no haciendo el Señor acepción de personas en su llamado. Volvamos a la semejanza leída: «¿A quién compararé el reino de Dios?». Diciendo así, sopesa el ánimo de los oyentes, quienes al ver con qué se puede comparar el reino de Dios, con qué el poder divino, quedan atónitos de tanto estupor, y así el Señor, mientras ellos vuelan con la mente por muchas y grandes cosas, encuentra en la hospitalidad del pobre, en las manos de la mujer que prepara el pan, un ejemplo de su reino, diciendo: «Semejante es el reino de los cielos a la levadura que tomó una mujer y la metió en tres medidas de harina...» 16. Conmovedora esta apreciación del motivo por el que Cristo predileccionó semejante método didáctico, parte, sin duda, de su propia kénosis, del anonadamiento del Verbo que “se abrevió” para hacerse inteligible y volverse nuestra leche doctrinal. Así como 16
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S. Pedro Crisólogo, Sermones, sermo 99: PL 52, 477.
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Dios no trepidó en hacerse hombre, de manera semejante su lenguaje sublime, divino e intratrinitario, se volvió lenguaje humano, abajándose a nuestro modo de entender y a nuestro hablar cotidiano. Algunos Padres señalan otra ventaja de este modo de enseñanza elegido por el Maestro divino encarnado, y es su especial aptitud para suscitar preguntas, al mejor modo socrático, de modo que los oyentes se interesasen personalmente en el tema planteado. El Señor deseaba despertar su curiosidad, para que se le acercasen y le interrogasen. Cuando nada le preguntaban, señal era de desinterés. Al respecto leemos en el Crisóstomo, comentando la secuencia de parábolas consignadas en el cap. 14 de San Mateo, y que Jesús pronunciara a orillas del mar frente a un gran gentío: Cristo hablaba así a la muchedumbre, no para mantenerla en la ignorancia, sino para incitarlos a preguntar... «Y sin parábola no les hablaba nada» (Mt 13, 34). Realmente, muchas cosas les había hablado sin parábolas; pero entonces, nada. Sin embargo, nadie se movió a preguntarle. A los profetas solían sus contemporáneos preguntarles muchas cosas, por ejemplo, a Ezequiel y a otros muchos; no así éstos a Jesús. A la verdad, lo que el Señor había dicho, bien podía haberles producido un poco de angustia y despertarlos a preguntar, pues las parábolas encerraban un sentido de muy grande amenaza. Mas ni aun así se movieron. De ahí que, dejándolos, se fue Jesús a su casa: «Entonces –dice el evangelista– dejando a las muchedumbres, se fue Jesús a su casa» (Mt 13, 36). No le sigue ninguno de los escribas; de donde resulta 35
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evidente que el único motivo que tenían de seguirle era su afán de sorprenderle en algo. Mas como le entendieron lo que les había hablado, el Señor los abandonó en adelante 17. El estilo parabólico parece hecho para despertar interrogantes, y en el caso del Evangelio, para suscitar el diálogo salvador. Justamente tras aquel texto a que aludía el Crisóstomo, “dejando las muchedumbres, se fue Jesús a su casa”, desairado porque nadie le había preguntado nada, se agrega que cuando llegó a ella los discípulos le rogaron: “Explícanos la parábola de la cizaña” (Mt 13, 36). Lo que Jesús hizo de manera cabal. Eso era precisamente lo que Cristo esperaba. Negarse al diálogo con Él, era cerrarse al sentido de las parábolas. Los apóstoles, que estaban cerca del Maestro, tenían más facilidad para poder preguntarle. Era una señal de intimidad, como lo señala San Jerónimo. Refiriéndose este mismo Padre a aquella frase que el Señor dijera a sus apóstoles, precisamente después de pronunciar varias parábolas: “Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron” (Mt 13,37), advierte que a ello parece oponerse lo que el mismo Señor afirmara en otra parte: “Abraham deseó ver mi día, lo vio y se regocijó” (Jo 8, 56). Mas enseguida aclara la aparente contradicción: “Pero Abraham vio oscuramente, en apariencia (in aenigmate, in specie), vosotros tenéis a vuestro Señor, lo interrogais cuando queréis, coméis con él” 18. 17 S. Juan Crisóstomo, Hom. sobre S. Mt., hom. 47, 1, en Obras de San Juan Crisóstomo, BAC, tomo II..., pp.17-18. 18 S. Jerónimo, Comment. in Mt. 13, 17: SC 242, p.270.
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Digamos, finalmente, con el Crisóstomo, que el Señor recurrió también al expediente didáctico del género parabólico porque deseaba que su discurso llegara con mayor vivacidad a sus oyentes, quería “grabárselo más fuertemente en la memoria y ponerles, como si dijéramos, las cosas ante los ojos”, de manera semejante a como se hubieron los profetas 19. 2. EL FIN MISTAGÓGICO La predilección que mostró el Señor por el método de la parábola no se debió tan sólo a su deseo de ser claro, didáctico, de resultar comprendido por la generalidad de sus oyentes de buena voluntad, dispuestos a preguntar lo que no entendían, de los oyentes allí presentes, pero también de todos los oyentes de la historia. Las parábolas no sólo son Dios que se abaja a nuestras costumbres y a nuestro lenguaje cotidiano y casero. Son también Dios que nos quiere elevar a alturas vertiginosas, al mundo de los misterios y arcanos eternos de la divinidad. Por eso, como observa Clemente de Alejandría, ni los profetas del Antiguo Testamento ni el mismo Cristo expusieron de manera directa y con absoluta claridad los divinos misterios, de modo que cualquiera los pudiese captar sin mayor dificultad ni esfuerzo. El recurso de la parábola no sólo sirve para manifestar la verdad, lo que logra por su sencillez, sino también para evocar la sublimidad e inefabilidad del misterio, lo que explica su oscuridad. Y así, el mismo Clemente, trayendo a colación aquella frase del evangelista a que nos referimos recientemente: “Todo lo dijo en parábo19 Cf. S. Juan Crisóstomo, Hom. sobre S. Mt., hom. 44, 2, en Obras de San Juan Crisóstomo, BAC, tomo I, Madrid, 1955, p.845.
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las a la gente y nada les hablaba sin parábolas” (Mt 13, 34), amplía la expresión más allá de lo acaecido en el transcurso de la vida terrena de Cristo, abriéndola a un vastísimo panorama, y en base a lo que afirma San Juan, “de que todo fue hecho por él [por el Verbo] y sin él nada se hizo de cuanto existe” (Jo 1, 3), afirma que también la profecía y la ley fueron hechas por su medio, y por medio de Él fueron enunciadas en parábolas. Sólo las almas elevadas, concluye el doctor de Alejandría, sólo las almas sublimes, son capaces de penetrar en la hondura de esta inmensa y grandiosa parábola que es la Escritura en su totalidad –Antiguo y Nuevo Testamento–, en cuyo gozne se encuentran “la concordia y sinfonía de la Ley y de los Profetas con el Testamento entregado a raíz de la venida del Señor” 20. Volviendo a las parábolas del Evangelio, resulta evidente que no son tan sencillas como parecen a primera vista. Emerge de ellas un claroscuro muy particular, y en esto se parecen al género enigmático y simbólico de los libros sapienciales y proféticos, como acaba de señalárnoslo Clemente alejandrino. Loisy juzgaba esto como una cosa absurda. Le parecía disparatado que un hombre, y mucho más el Redentor y Maestro, quisiera enseñar de modo que no fuera entendido. Semejante objeción implica un desconocimiento total de la literatura sagrada e iniciática, no sólo de la que propone la revelación divina, sino también la de los pueblos y tradiciones antiguas. Los egipcios y los griegos enseñaron sus misterios en una gran oscuridad, oscuridad pretendida, por cierto, en orden a salvaguardar la sacralidad de la doctrina. Pero con ser ello verdad, la pregunta persiste en 20
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Cf. Clemente de Alejandría, Strom., lib. VI, 15: PG 9, 349.
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los labios de muchos, ¿por qué Cristo quiso expresarse no de manera llana y directa sino por sombras y enigmas, que no habían de ser penetradas ni siquiera por sus mismos discípulos, los cuales parecieron alegrarse cuando sin velo de figuras les anunció su procedencia del Padre y su retorno al principio de donde había salido: “Ahora sí que hablas claro”, le dijeron (Jo 16, 29)? Podemos responder a esto diciendo que, más allá de la libertad divina con que la Providencia determina el modo de revelarse a los hombres, hay que señalar que la oscuridad de las parábolas no reside precisamente en la imagen, en la semejanza que, como ya vimos, es clara y natural y al alcance de todos, sino en su punto de enlace con el mundo sobrenatural. Por eso no hay que extrañarse que, sin una ayuda especial del Señor, permanezca inaccesible al entendimiento la significación más profunda de la parábola. No sería justo que omitiéramos una conmovedora reflexión de San Jerónimo sobre la enseñanza parabólica de Cristo y los diversos grados de penetración de la misma por parte de los oyentes, desde la que responde a la intención meramente didáctica del Señor, y que está al alcance de los más simples, hasta la que hace eco a su intención mistagógica. Comentando aquel versículo del evangelio donde se nos dice que Jesús “subió a una barca y se sentó allí, y toda la multitud estaba en la orilla” (Mt 13, 2), señala cómo Jesús, aun en medio del oleaje que sacude la embarcación desde todas partes, se muestra impávido, protegido del peligro por su majestad señorial, y dispone que acerquen su barca a tierra; en cambio el pueblo, lejos de todo riesgo, sin verse amenazado por el oleaje de las 39
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tentaciones que sería incapaz de soportar, está a pie firme para escuchar lo que dice el Señor (stat in litore fixo gradu ut audiat quae dicuntur) 21. Observa asimismo, más adelante, cómo la multitud se mantenía en la ribera, escuchando de lejos, mientras que los discípulos se encontraban junto al Maestro. Esta variedad de ubicaciones, dice, no resulta extraña, ya que es propio de un padre de familia pudiente ofrecer a sus invitados alimentos diversos, sustentos diferentes, según su condición 22. Hasta ahora San Jerónimo nos ha hablado de la orilla y de la barca. Pero ofrece un tercer elemento del mayor interés. Refiriéndose a lo que antecedió inmediatamente a lo ya comentado, es a saber, que Jesús, saliendo de la casa, se sentó a orillas del mar, y la multitud se congregó en su torno (cf. Mt 13, 12), escribe: “El pueblo no podía entrar en la casa de Jesús, ni estar allí donde los apóstoles escuchaban los misterios. Por eso, compasivo y misericordioso (miserator et misericors), el Señor sale de su casa y se sienta a la orilla del mar de este siglo, para que los fieles se congreguen en torno a él y oigan en la orilla lo que no merecían oír en el interior (ut audiant in litore quae intus non merebantur audire)” 23. Estos contrastes entre la casa y la orilla del lago, el dentro y el fuera, el estar en el interior y el salir, los discípulos y la multitud, están preñados de contenido simbólico. Destaquemos primordialmente el antagonismo entre el mar, que representa la agitación y el oleaje estrepitoso del mundo, el lugar desde donde se profiere la parábola a la multitud, que algo entiende de la enseñanza del Señor, si bien 21 22 23
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Cf. S. Jerónimo, Comment. in Mt. 13, 1-2: SC 242, p.264. Cf. ibid 13, 31: SC 242, pp.275-276. Ibid. 13, 1-2: SC 242, pp.262-264.
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no del todo, y la casa, que es el lugar no sólo de la oración, sino sobre todo de la revelación de los misterios, de la penetración más profunda en el contenido de las parábolas. Un auténtico lugar mistagógico, es decir, de iniciación en los misterios. Por eso no hemos de extrañarnos por la falta de claridad con que a veces se presentan las parábolas del Evangelio. Ese ocultamiento –que es la otra cara de la develación de la verdad– parece solicitar de nuestra parte, como dice Clemente de Alejandría, un permanente esfuerzo indagatorio, en la seguridad de que jamás seremos capaces de agotar el contenido insondable de la enseñanza evangélica 24. Bien señala el P. Antonio Orbe que dicha forma de lenguaje, al tiempo que mostraba en el Maestro singular delicadeza, resultó provechosa a los discípulos, ya que la dificultad misma de la comprensión los impulsaba a una averiguación loable, de mayor mérito que la aceptación lisa y llana de un magisterio claro y directo. “Al método por símiles responde en el creyente una fe operosa, capaz de vencer la oscuridad que –por la esencia misma de la parábola– media entre la expresión oral y el misterio. En tal sentido, las parábolas resultan singularmente beneficiosas no sólo para el hombre de fe, sino para el teólogo que al amparo de la fe busca adentrarse en el misterio. Los símiles que cegaron a los incrédulos, provocan en el santo un hambre de luz, tanto más apetecida cuanto mejor encubierta” 25. Se sabe cómo Clemente de Alejandría no ocultaba su especial estima por los que él llamaba los “perfectos gnósticos”, o perfectos “conocedores”, en relación con los simples fieles. No a todos convenía entender a fondo los oráculos salvadores. “Así es 24 25
Cf. Clemente de Alejandría, Strom., lib. VI, 15: PG 9, 349. A. Orbe, Parábolas evangélicas..., tomo I, pp.30-31.
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como los santos misterios de las profecías se mantienen escondidos entre parábolas para bien de los hombres elegidos y aprobados a causa de su fe para la gnosis” 26. San Jerónimo, por su parte, destaca la predilección que Cristo mostró por los apóstoles al posibilitarles una especial penetración en el sentido de las parábolas: “Ellos eran dignos de oír aparte los misterios, por el profundo respeto que les inspiraba la sabiduría, estando como estaban en la soledad de las virtudes, lejos del tumulto de los malos pensamientos; es en el reposo donde se percibe la sabiduría” 27. Cerremos este análisis con un notable texto del Crisóstomo: Mas, ¿por qué razón ahora, cuando se han retirado de la muchedumbre, habla el Señor nuevamente en parábolas a sus discípulos? Es que sus palabras los habían hecho más inteligentes, de modo que ya le entendían. Por lo menos, el Señor les preguntó después de terminadas las parábolas: «¿Habéis entendido todo esto?». Y ellos le responden: «Sí, Señor» (Mt 13, 51). Así, entre otros bienes, las parábolas habían producido el de aumentar en ellos la penetración de su visión 28. Mt 13, 10-15
Mc 4, 10-12
Lc 8, 9-10
10. Y acercándose los discípulos le dijeron: “¿Por qué les hablas en parábolas?”
10. Cuando quedó a solas, los que le seguían a una con los Doce le preguntaban sobre las parábolas.
9. Le preguntaban sus discípulos qué significaba esta parábola.
26 Clemente de Alejandría, Strom., lib. VI, 15: PG 9, 349. 27 S. Jerónimo, cit. en Catena aurea, Cursos de Cultura Católica, tomo III, Buenos Aires, 1946, p.53. 28 S. Juan Crisóstomo, Hom. sobre S. Mt., hom. 47, 2, en Obras de San Juan Crisóstomo, BAC, tomo II..., p.21.
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POR QUÉ EL SEÑOR HABLÓ EN PARÁBOLAS 11. Él les respondió: “Es que a vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no. 12. “Porque a quien tiene se le dará y le sobrará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará. 13. “Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden.
11. Él les dijo: “A vosotros se os ha dado el misterio del Reino de Dios, pero a los que están fuera todo se les presenta en parábolas 12. para que «por mucho que miren no vean, por mucho que oigan no entiendan, no sea que se conviertan y se les perdone» (Is 6, 9-10)”.
10. Y él dijo: “A vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de Dios; a los demás sólo en parábolas, para que «viendo, no vean, y oyendo, no entiendan» (Is 6,9)”.
14. “En ellos se cumple la profecía de Isaías: «Oyendo, oiréis, pero no entenderéis, mirar, miraréis, pero no veréis. 15. «Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y sus ojos han cerrado; no sea que vean con sus ojos, con sus oídos oigan, con su corazón entiendan y se conviertan, y yo los sane» (Is 6, 9-10)”.
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III. LA OBCECACIÓN DE LOS QUE NO QUIEREN ENTENDER De los textos evangélicos resulta claro que si la proferición de las parábolas posibilitó para algunos una mayor inteligencia y penetración en los misterios, resultó para otros motivo de condenación. Ya hemos explicado cómo el claroscuro del estilo parabólico en modo alguno se ordenaba a hacer ininteligible la verdad sino, por el contrario, a suscitar una sana curiosidad. De ahí el agrado de Cristo cuando le hacían preguntas aclaratorias. A este respecto dice el Crisóstomo: No me vengas, en efecto, con que el Señor hablaba oscuramente, pues podían todos acercársele y preguntarle con sus discípulos; pero no lo hicieron por ser desidiosos e indiferentes. Mas ¿qué digo que no quisieron preguntarle? Se declararon además contrarios suyos. Porque no sólo no creían, no sólo no le oían, sino que le hacían la guerra y se molestaban gravemente de sus palabras; cosa de que les acusa el profeta cuando dice «que oían de mala gana» (Is 6, 10). No así los apóstoles que fueron por eso proclamados bienaventurados 29. Como se ve, la enseñanza era la misma. Lo que variaba era la acogida que se le tributaba. 1. EL MISTERIO
DE LOS QUE
OYENDO
NO
OYEN
Pero los Evangelios nos presentan un drama mayor, y es el de la obcecación de quienes, directa29 Ibid., hom. 45, 2, en Obras de San Juan Crisóstomo, BAC, tomo I..., p.860.
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mente, se negaban a entender, se cubrían los ojos, se tapaban los oídos. El problema se planteó con toda claridad después que el Señor expusiera la parábola del sembrador. En un aparte, los discípulos le preguntaron la razón por la que hablaba así, en forma de parábolas. La respuesta de Cristo resulta bastante enigmática. Comencemos por el texto armonizado de los Sinópticos: Los tres evangelistas convienen en que el oscurecimiento mental y el rechazo de la conversión sucedió por culpa de los mismos oyentes, como expresamente nota San Mateo: “porque viendo, no ven, y oyendo no oyen ni entienden”. San Marcos se expresa con más dureza, como si Cristo se hubiese propuesto adrede clausurarlos a la luz: “para que por mucho que miren no vean...” Tratemos de explicar, en cuanto nos sea posible, este problema tan intrincado, para cuya elucidación nos será útil recurrir, como lo ha hecho San Ireneo, a tres frases de San Pablo. La primera: “Si todavía nuestro Evangelio está velado, lo está para los que se pierden, para los incrédulos, cuyo entendimiento cegó el dios de este mundo para impedir que vean brillar el resplandor del Evangelio de la gloria de Cristo” (2 Cor 4, 3-4). La segunda: “Y como no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, entrególos Dios a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene” (Rom 1, 28). Y la tercera: “Por eso Dios les envía un poder seductor que les hace creer en la mentira, para que sean condenados todos cuantos no creyeron en la verdad y prefirieron la iniquidad” (2 Tes 2, 11-12) 30. De estos tres textos podemos colegir, según el testimonio del Apóstol, que la mente de los incrédulos permanece30 Cf. San Ireneo, Adv. haer. IV, 29, 1: SC 100 (2º), p.768.
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rá cegada; más aún, que Dios mismo entregará al extravío mental a quienes no quisieron reconocerle luego de conocerlo, y que, finalmente, enviará el Anticristo, con eficacia seductora, de modo que los incrédulos crean en la mentira. Para entender algo de este lenguaje, tanto del Evangelio como de las epístolas paulinas, es preciso analizar tres puntos: ante todo, lo que es la obcecación y el endurecimiento de la mente; en segundo lugar, el modo como alguien puede ser causa de ello; y finalmente la manera como tal cosa puede atribuirse a Dios. Cuanto a lo primero, la obcecación se dice primariamente de los ojos, que quedan ciegos, y de ahí pasa al entendimiento, significando la privación del conocimiento. Esta ceguera que, como veremos, es voluntaria, presupone el ver y el conocer, o al menos la posibilidad, como realmente la poseían los judíos, de reconocer a Cristo por medio de las profecías. El endurecimiento dice especial relación a la voluntad, e indica no sólo la carencia o privación del acto por el que la voluntad se niega a aceptar lo que la inteligencia le presenta con claridad, sino una dificultad especialmente ardua, más aún, una especie de imposibilidad moral de abrazarlo. En la práctica, obcecación y endurecimiento llegan a confundirse, expresando el rechazo culpable del alma de ver la verdad que se le presenta y, consiguientemente, de abrazarla. ¿Cómo se produce dicha obcecación y endurecimiento? Principalmente por actos que dependen de la voluntad, merced a los cuales no se quiere ver y se resiste a la verdad suficientemente conocida. Una vez engendrada esa mala disposición, ella misma conduce, con una fuerza poco menos que irresistible, a la 46
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cerrazón intelectual, a la incapacidad de ver y, consiguientemente, de aficionarse a la verdad. En lo que toca a lo segundo, alguien puede ser considerado causa de un mal de tres maneras. Ante todo cuando pudiendo impedirlo, y estando obligado a hacerlo, por caridad o por justicia, de hecho no lo impide; si bien no siempre está obligado a emplear medios extraordinarios, sino sólo los ordinarios y convenientes a su oficio. Asimismo se dice que alguien es causa de un mal en cuanto que da ocasión, de donde se origina un mal, como por ejemplo quien fabrica un remedio con el que otro, abusando de él, se suicida; en tales casos, y habiendo razón justa, es permitido y a veces hasta resulta conveniente el dar tal ocasión, pero sin querer el mal que de ella nace, antes pretendiendo el bien. Finalmente quien intenta directamente el mal o pone un medio que de suyo conduce al mal, éste se dice ser causa propia y formal del mal. Pues bien, Dios no puede querer el mal ni ser causa de él de este último modo, porque ello contradiría directamente su santidad. De la manera anterior se puede decir que es causa indirecta del mal en cuanto que da a todos los hombres diversos bienes, naturales y sobrenaturales, de los que aquéllos pueden abusar, mas eso por su culpa y contra la intención divina. Del primer modo se puede afirmar que es causa del mal en el sentido de que si recurriera a su poder absoluto podría impedir todos los males del mundo; sin embargo no está obligado a conceder gracias extraordinarias a los hombres para evitar el pecado, sino sólo los auxilios ordinarios, de manera que si el hombre cae en pecado, es a él a quien hay que imputárselo. Yendo a nuestro caso, hemos de decir que el Señor no intentó ni favoreció la obcecación de aquellos ju47
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díos, sino que sólo la permitió, otorgándoles la luz necesaria para que pudiesen conocer la verdad, y de no darse la mala disposición de esos hombres, habrían entendido la verdad y la habrían abrazado; pero de ningún modo estaba obligado a acordarles gracias extraordinarias para abrirles los ojos. Consta por el Evangelio que el Señor habló con suficiente claridad. Los que no se cerraban a Él, entendían su lenguaje, pero los que se le acercaban con prejuicios o postjuicios, se autoclausuraban en su soberbia y se volvían incapaces de captar lo que decía. El mismo Cristo denunció la voluntaria incredulidad de numerosos judíos: “Vosotros no queréis venir a mí para tener vida” (Jo 5, 40). Y San Juan, tras confirmar personalmente lo afirmado por el Señor –“aunque había realizado tan grandes milagros ante ellos, no creían en él”, hace referencia a aquel mismo texto de Isaías que consignan los Sinópticos: “No podían creer, porque también había dicho Isaías: «Ha cegado sus ojos, ha endurecido su corazón, para que no vean con los ojos, ni comprendan con su corazón, ni se conviertan y yo los sane» (Is 6, 10)” (Jo 12, 37-40). La causa de su incapacidad de creer no fue, como es obvio, la predicción de Isaías, sino la mala voluntad de aquellos hombres. En el texto hebreo, es Dios mismo quien, usando una fórmula imperativa, envía al profeta Isaías con la misión de cegar y endurecer al pueblo: “Ve y di a ese pueblo: «Escuchad bien pero no entendais, ved bien pero no comprendais». Engruesa el corazón de este pueblo, hazle duro de oídos, y ciega sus ojos, no sea que vea con sus ojos, y oiga con sus oídos, y entienda con su corazón, y se convierta y le venga la salud” (Is 6, 9). No se puede negar la dureza de la frase, que los LXX trataron de suavizar, traduciendo sus verbos en tiempo futuro o 48
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pretérito. Lo que hay que entender es que se trata de una figura retórica de indignación, vecina a la desesperación –la desesperación del enamorado–, en la que se manda hacer lo mismo que no se quiere que se haga, como en el caso de Judas: “Lo que has de hacer hazlo cuanto antes” (Jo 13, 27). Es como si Dios quisiera sacudir la apatía del pecador, de modo que se convierta, o si no, muera para siempre. Los evangelistas Mateo y Juan, aunque citan conforme a la traducción de los LXX, lo hacen con cierta libertad, acomodándose más al sentido del texto hebreo, es decir, destacando el papel de la providencia divina en la ceguera de los judíos. Además, al aplicar el viejo texto a lo que pasó con Cristo, evidentemente dejan entender que Isaías no habló allí solamente del pueblo de su época, sino de la condición general de aquel pueblo, y muy especialmente en los tiempos mesiánicos. Eso lo hace resaltar sobre todo San Juan, aludiendo al contexto en que se expresó el profeta: “Isaías dijo esto porque vio su gloria [la de Dios] y habló de él” (Jo 12, 41). El evangelista se refiere a la visión de Isaías en el templo (cf. Is 61, 1-4), interpretada como una visión profética de la obra de Cristo (cf. Jo 8, 56). Trátase, pues, de la gloria misma del Verbo, a cuya luz se le confirió la misión profética, que lo impulsa a vaticinar grandes maravillas acerca del Mesías y de la oposición que encontraría. Dios endureció y cegó a aquel pueblo precisamente con la abundancia de su luz y sus beneficios. Cómo pueda suceder esto, galanamente lo explica San Jerónimo: “El sol expande su luz, con la que da calor, pero ello acaece según la diversa disposición de los cuerpos, de modo que a uno lo derrita, y a otro lo endurezca, porque disuelve la cera, y solidifica la arcilla; así, merced a una misma obra divina, los 49
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malos por su malicia se hacen peores, en cambio los buenos se vuelven mejores” 31. Téngase por cierto en cuenta que tanto Isaías como San Juan hablan de la parte corrupta del pueblo, y principalmente de sus dirigentes, de modo que a muchos quedaba expedita la entrada en el reino mesiánico. En su espléndido comentario a los Evangelios, el P. Castellani ha encarado este arduo problema con su habitual maestría. Las palabras parecen duras, escribe. Como si a la pregunta de los apóstoles: “¿Por qué les hablas en parábolas?”, Él respondiese: “Para que no entiendan”. ¿No hubiera sido mejor callarse? Es que la respuesta de Cristo no es directa sino de índole irónica. Y la ironía, que al decir de Aristóteles, es propia del hombre magnánimo, “es la indignación templada y como forrada por la inteligencia”. Cristo respondió muchas veces irónicamente. La ironía es estilo indirecto, que permite decir varias cosas a la vez, y en forma más eficaz que el estilo directo. Cristo podría haber respondido en estilo directo más o menos así: “Yo predico como debo predicar, es la forma más adecuada que existe para enseñar verdades estrictamente religiosas ; es decir, misterios ; en la forma que ya profetizara de mí el Rey Profeta en el Psalmo 77, y el Profeta Isaías en su Recitado Sexto... Yo sé perfectamente y de antemano que vosotros, oh fariseos, de esta forma mía de predicar, os haréis una piedra de tropiezo y una ocasión de perdición; pero es porque en el fondo queréis perderos. Unos saldrán diciendo que no entienden, otros entenderán más de lo que hay; unos que es difícil, otros que es pedestre, otros que eso no es para ellos sino para 31
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S. Jerónimo, Epist. 120, ad Hedibiam, cap. 10: PL 22, 1000.
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los «chinos»..., «para esa maldita plebe que no conoce la Ley», como dicen ustedes los fariseos, cuando están entre ustedes. Pero yo no voy por eso a dejar de predicar como corresponde, y como a mí mejor me parece y place...” El amor herido produce celo, el celo produce indignación y la indignación produce “estilo indirecto”, ironía 32. Al fin y al cabo, “el humor y el patetismo son los estilos propios del hombre religioso, cuando habla a los otros hombres, al hombre ético y al hombre estético” 33. 2. LAS EXPLICACIONES PATRÍSTICAS Tras este excursus, vayamos a lo que nos dicen los Santos Padres sobre el espinoso tema que estamos tratando. San Ireneo destaca la diferencia que obra la luz de la verdad en los judíos incrédulos, mentalmente obturados, y en los discípulos fieles, cuya apertura alaba el Señor, finalizando los textos arriba citados: “¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen!” (Mt 13, 16) 34. El P. Orbe explica cómo Ireneo arranca de premisas bien determinadas. Ni en su persona, ni en los acontecimientos de su vida, ni mucho menos en sus enseñanzas propiamente dichas, podía Cristo inducir a engaño. Era conveniente, eso sí, que sus misterios permaneciesen encubiertos a aquellos que, todo a lo largo del Antiguo Testamento, se habían empecinado en no aceptar la palabra de Dios, rechazando, en última instancia, al Verbo mismo del Padre, o también al Espíritu, que hablaba por la Ley y los 32 Cf. L. Castellani, El Evangelio de Jesucristo..., pp.130-132. 33 Ibid., p.127. 34 Cf. S. Ireneo, Adv. haer. IV, 29, 1: SC 100 (2º) pp.764 ss.
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Profetas. Entonces el Señor adoptó un procedimiento que, a los bien dispuestos, les acuciara a conocer los misterios del Reino; y a los incrédulos, les indujese a mayor ceguera. De este modo, una misma enseñanza, en nuestro caso a través de parábolas, actuaba en bien sobre los buenos, y en mal sobre los malos. Acertadamente destaca el P. Orbe un aspecto nada desdeñable, a saber, que la ceguera manifestada por los contemporáneos de Cristo, obcecadamente incrédulos, no se limitaba al lenguaje velado de las parábolas, sino que era de larga data en el pueblo elegido, ya que se extendía al lenguaje de la creación, de la ley, de las profecías, y ahora se seguía evidenciando frente a los milagros y palabras directas del mismo Señor. En todos esos casos, se rehusaron a creer y, como dice Ireneo, “a aquellos que no creen, y por eso huyen de su luz, con justicia [el Señor] los recluye en las tinieblas que ellos mismos eligieron para sí” 35. Descartemos, pues, como resulta obvio, cualquier tipo de crueldad en Cristo. Justamente ha escrito el Crisóstomo: “De no haber querido que ellos oyesen, y se salvasen, tenía que haber guardado silencio y no hablarles en parábolas; mas lo cierto es que con el mismo lenguaje parabólico, con ese mismo dejar entre penumbra su pensamiento, trata de excitar su curiosidad” 36. En la misma línea, San Cirilo de Alejandría señala que las palabras “No sea que se conviertan y yo los sane” no indican perversidad alguna, sino, al contrario, una invitación, sobreentendiendo que si ellos se convir35 Ibid., IV, 6, 5: SC 100 (2º) pp.446-448. Ver A. Orbe, Parábolas evangélicas..., tomo I, pp.29-30. 36 S. Juan Crisóstomo, Hom. sobre S. Mt., hom. 45, 2, en Obras de San Juan Crisóstomo, BAC, tomo I..., p.859.
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tiesen, los sanaría; sus palabras se ordenan a la salvación de quienes lo oyen; “de otra manera, no hubiera convenido decirles nada, sino callar; todo lo que hace no es por su propia gloria, sino para la salvación de ellos” 37. Refiriéndose también a esa expresión aparentemente tan dura, tomada de Isaías, escribe el P. Orbe, comentando a Ireneo, que una misma parábola es oída de todos, bien o mal dispuestos. Los bien dispuestos, la entienden; los mal dispuestos, la escuchan y no la entienden, o la entienden mal. La diferencia radica en los hombres, no en el Señor. En los días de Moisés, el Faraón y los suyos no creyeron la palabra de Dios; y lo que con buena disposición los habría iluminado y convertido, con mala los endureció y clausuró su corazón. En los días de Jesús, los fariseos adoptaron la misma actitud. Ni Yavé es culpable del endurecimiento de ánimo del Faraón, ni Cristo de la obcecación y sordera de los fariseos. Las parábolas de Jesús a los fariseos fueron lo que las embajadas divinas de Moisés al Faraón: “Porque el único y mismo Señor da la ceguera a los que no creen y a los que no le hacen ningún caso –como el sol, que es creatura suya, a los que por alguna enfermedad de los ojos no pueden contemplar su luz–, en cambio a los que lo creen y siguen, les da una más plena y mayor iluminación de la mente” 38. Rahab, prostituta y pecadora, extraña al pueblo elegido, se salvó, ella y su casa, por haber creído en la señal del cordón escarlata, mientras que los fariseos, por negarse a
37 S. Cirilo de Alejandría, Comment. in Mt. 42: PG 72, 413. 38 S. Ireneo, Adv. haer. IV, 29, 1: SC 100 (2º), p.766. Cf. A. Orbe, Parábolas evangélicas..., tomo I, pp.6-7.
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reconocer al verdadero Josué 39, despreciando lo significado por aquel cordón rojo, es decir, la sangre redentora del Salvador, se perdieron y perdieron a su pueblo. Salvóse la iglesia de la gentilidad por la fe, y se perdió la iglesia de Israel por la incredulidad 40. Así, pues, las parábolas, que se caracterizan literariamente por exponer la verdad a través de un relato de índole simbólica, solicitan a cuantos las oyen de buena fe a inquirir. Dirigidas a fariseos y a judíos incrédulos, no logran su objetivo sino que les dan nueva ocasión para cerrarse culpablemente a la verdad. Dirigidas a los discípulos y, a través de ellos, a los creyentes de todos los siglos, aunque no siempre de momento las comprendan, acaban siempre por iluminarlos. Porque sin duda los discípulos llegaron a penetrar el sentido de las parábolas, elementalmente al comienzo, y luego de manera acabada, con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. No hay que extrañarse de ello, comenta San Beda, ya que Dios había determinado que los misterios divinos serían revelados a los demás por medio de los apóstoles; de ahí que el Señor ilustró “el pecho de todos los que tendrían que entrar en la casa de Dios con las llamas de la fe” 41. En el mismo sentido enseña el Crisóstomo que aquella expresión del Señor: “A vosotros se os ha dado el conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no” (Mt 13, 11), es “como si dijese: «Vosotros, que sois 39 Recuérdese que los Padres veían en Josué, quien condujo a su pueblo hasta la tierra prometida, una figura o tipo de Cristo, que nos posibilita la entrada en el reino de los cielos. 40 Cf. S. Ireneo, Adv. haer. IV, 20, 12: SC 100 (2º), p.674. 41 S.Beda, In Lc. Ev. expositio, lib. III, cap.8: PL 92, 432.
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dignos de enseñar todo lo que debe ser predicado, llegaréis a comprender las parábolas; y si he usado de ellas con éstos, es porque no son dignos de recibir la ciencia por su malicia. Y porque no obedecen la ley que han recibido, era justo que no entendiesen la nueva palabra, y que permaneciesen extraños a una y a otra». Manifiesta, pues, la obediencia de los discípulos, que los demás, por el contrario, son indignos de la doctrina mística” 42. Con buena voluntad, las parábolas hubiesen resultado inteligibles para todos sus oyentes. Pero, según señala San Cirilo de Alejandría, ya que muchos eran indignos de conocer los misterios del Reino, el lenguaje se les volvía oscuro; ellos, por cierto, nada hacían por disipar la oscuridad, más aún, se resistían impíamente a la predicación del Señor, e incluso se encolerizaban cuando veían que alguno adhería a Cristo, como cuando de Él dijeron: “Tiene un demonio y está loco. ¿Por qué le escuchais?” (Jo 10, 20) 43. San Jerónimo nos ha dejado al respecto un texto notable. Recordemos aquello que decía refiriéndose a la predicación de Cristo en la barca, junto a la orilla. Pues bien, en conexión con ello, así comenta nuestro intrincado versículo: “Por eso les hablo en parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden” (Mt 13, 13): Esto se refiere a los que están en la orilla, separados de Jesús, no oyendo claramente sus palabras, en medio del ruido desencadenado del oleaje. En ellos se cumple la profecía de Isaías: «Oyendo oiréis pero no entenderéis, mirar, miraréis, pero no veréis», profecía que se 42 S. Juan Crisóstomo, cit. en Catena aurea..., tomo III, pp.46-47. 43 Cf. S. Cirilo de Alejandría, Comment. in Lc., cap.8, 4: PG 72, 624.
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refiere a las multitudes que permanecen en la orilla, indignas de oír las palabras de Dios. Acerquémonos también nosotros, con los discípulos de Jesús, pidámosle la explicación de la parábola, no sea que, como las multitudes, no parezcamos tener oídos y ojos inútilmente... El Señor explica por qué ven sin ver y oyen sin oír. Es, dice, «porque el corazón de este pueblo se ha embotado, han hecho duros sus oídos». Para que no vayamos a ver en este espesamiento del corazón, en este endurecimiento de los oídos, un efecto de la naturaleza y no de la voluntad, somete la culpa al albedrío y dice: «Sus ojos han cerrado, no sea que vean con sus ojos, con sus oídos oigan, con su corazón entiendan y se conviertan, y yo los sane». Oyen, pues, en parábolas y oscuramente, aquellos que, cerrando sus ojos, no quieren ver la verdad (in parabolis ergo audiunt et in aenigmate, qui clausis oculis nolunt cernere verum). «Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen» (Mt 13, 16). Si no hubiéramos leído más arriba el llamado del Salvador: «quien tenga oídos para oír, que oiga» (Mc 4, 23), pensaríamos ahora que cuando llama dichosos a estos ojos y a estos oídos, se está refiriendo a los de la carne, mas a mi juicio, los ojos dichosos son aquellos que pueden conocer los misterios de Cristo, y los que ordenó levantar en alto para ver la resplandeciente blancura de sus cosechas (sed mihi uidentur illi beati oculi qui possunt Christi cognoscere sacramenta et quos leuari Jesus in sublime praecepit ut candentes segetes aspiciant), y los oídos bienaventura56
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dos son aquellos de los que habla Isaías: «El Señor me ha abierto el oído» (Is 50, 6) 44. San Beda, por su parte, comentando aquel texto de Marcos: “A vosotros se os ha dado el misterio del Reino de Dios, pero a los que están fuera todo se les presenta en parábolas, para que «por mucho que miren no vean, por mucho que oigan no entiendan» (Is 6, 9-10)” (Mc 4, 11-12), señala que no sólo lo que el Señor hablaba sino también las cosas que hacía fueron parábolas, es decir, signos de realidades místicas. ¿Cuál era el óbice en razón del cual aquellos “foráneos”, que miraban y oían, se mostraban incapaces de la visión profunda y la intelección espiritual? Los ojos de la carne, o mejor, la visión puramente carnal, que se quedaba en los signos, en lo periférico, sin penetrar en el misterio escondido. El “estar fuera” les impedía ver. “Para aquellos que están fuera, y no quieren acercarse a los pies del Señor para recibir su doctrina, todo sucede en parábolas, todo, es decir, tanto los hechos como las palabras del Salvador, porque ni en aquellas obras prodigiosas que realizaba, ni en aquellos arcanos que predicaba, eran capaces de conocer a Dios” 45. Observa San Cirilo de Alejandría que cuando alguien se acercaba a Cristo, el Señor no se limitaba a escuchar lo que aquél le decía, sino que, cual agudo escrutador de los corazones (cf. Ps 7, 10), penetraba en los pensamientos e intenciones de su interlocutor, ya que para Él todo está abierto, y ninguna creatura es invisible en su presencia. Por eso, cuando los fariseos lo interrogaban con malicia, “necesariamente nuestro Señor Jesucristo, enfrentando el pensamiento de aquéllos, hábilmente 44 45
S. Jerónimo, Comment, in Mt. 13, 13-16: SC 242, pp.268-270. S. Beda, In Mc. Ev. expositio, lib. I, cap.4: PL 92, 168-169.
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proponía una parábola, dotada de oscuridad y de circunloquios” 46. Según San Pedro Crisólogo, “Cristo veló su doctrina con parábolas, la cubrió con figuras, la ocultó con sacramentos, la volvió oscura con misterios. «Les propuso una parábola». Les propuso, esto es, no a los suyos, sino a los extraños, a los enemigos incluso, no a los amigos, a los que lo ponían a prueba para calumniarlo, no a los que lo escuchaban para la salvación” 47. Con más sutileza, quizás, se expresa el Crisóstomo: “Por eso ven y no ven, oyen y no entienden. Que vean y entiendan es por gracia de Dios; pero que vean y no entiendan consiste en que no quieren recibir la gracia, cerrando los ojos, y fingiendo que no ven, no admitiendo la palabra, y así no se corrigen de sus pecados por lo que ven y oyen, y sufren por tanto el efecto contrario” 48. Tema, en verdad, nada fácil de dejar perfectamente aclarado. Para asomarnos a su conclusión, resultará útil distinguir, con los Padres, entre los que seguían a Cristo, o al menos no se le oponían, y los enemigos obstinados de su persona y de su predicación, como eran los escribas y los fariseos. Respecto de los primeros, la generalidad de los Padres admite que la intención del Señor al pronunciar las parábolas era enseñarles la doctrina. Y así las siguió empleando hasta en la Última Cena, al proponer a sus apóstoles la parábola de la vid y los sarmientos, por ser un género más apto para introducir a esa gente tan simple en los profundos misterios del Reino. Porque si incluso en el 46 47 48
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S. Cirilo de Alejandría, In Io. Ev., lib. VI, 637: PG 73, 1020. S. Pedro Crisólogo, Sermones, sermo 66: PL 52, 469-470. S. Juan Crisóstomo, cit. en Catena aurea..., tomo III, p.46.
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Cenáculo les dijo que tenía todavía cosas que comunicarles, pero que aún no eran capaces de captarlas (cf. Jo 16, 12), ¿cuánto más podía alegar la misma razón en el decurso de su vida, cuando los apóstoles se mostraban tan impermeables a las enseñanzas del Señor? Dada su buena disposición, la doctrina que iban oyendo en forma de parábolas, y que no siempre entendían del todo, excitaba su deseo de conocer mejor los misterios, y así le preguntaban, con lo que el Señor no sólo los iba esclareciendo, sino incluso los preparaba desde ya para que luego supiesen exponerlas, como maestros, por todo el mundo. Lo que se dice de los discípulos vale análogamente de la multitud que miraba al Señor con simpatía, ya que la verdad que se les esbozaba por medio de parábolas, despertaba también en ellos el anhelo de verla descubierta del todo y el gozo de contemplarla. Pero ¿qué decir de los obstinados enemigos de Cristo, de los fariseos y dirigentes del pueblo judío? El texto evangélico y la común interpretación de los Padres parecen unánimes en afirmar que, respecto de éstos, la razón por la que el Señor habló en parábolas fue para ocultarles los misterios del Reino, en castigo de su ceguera y obstinación. Pero esto hay que entenderlo con cuidado. Porque ¿cómo suponer en quien es la Verdad y profesa enseñarla a todo el mundo el intento de no ser entendido? A esta objeción responde admirablemente San Juan Crisóstomo, retomando los argumentos que poco antes hemos señalado: Si les hablo en parábolas –quiere decir el Señor– es porque, «mirando, no ven».–Luego, si no veían –me objetarás–, lo que había que hacer era abrirles los ojos. –Si la ceguera hubiera sido natural, habría habido que abrir59
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les los ojos; mas como aquí se trata de ceguera voluntaria y querida, no dice el Señor simplemente: «No ven», sino: «Mirando no ven». Luego de su malicia les viene la ceguera. Vieron, en efecto, expulsados los demonios y dijeron: «Por virtud de Belcebú, príncipe de los demonios, expulsa éste a los demonios» (Mt 9, 34). Le habían oído cómo los llevaba a Dios y cómo se mostraba en acuerdo absoluto con Él, y dijeron: «Éste no viene de Dios» (Jo 9, 16). Como quiera, pues, que afirmaban lo contrario de lo que veían y oían, de ahí –dice el Señor– que les voy a quitar la vista y el oído; porque ningún provecho sacan de ver y oír, sino más grave condenación. No sólo no creían, sino que injuriaban al Señor, le acusaban y tendían asechanzas... Al comienzo, desde luego, no les hablaba así, sino con mucha claridad. Pero ya que ellos mismos se desviaron, el Señor les habla en adelante por parábolas... «Porque en ellos se cumple –afirma– la profecía de Isaías que dice: «Con oído oiréis y no entenderéis; y con ojos miraréis, y no veréis». ¡Mirad con qué precisión los acusa el profeta! Porque tampoco éste dijo: «No veis», sino «Miraréis y no veréis»; ni «No oiréis», sino: «Oiréis y no entenderéis». Ellos fueron, pues, los que primero se quitaron vista y oído, tapándose las orejas y cegándose los ojos y endureciendo su corazón. Porque no sólo no oían, sino que oían mal. Y así lo hicieron – prosigue el Señor– «por temor de que se conviertan y yo los cure»; con lo que significa su extrema malicia y cómo muy de propósito se apartaban de Dios. Mas si el Señor habla de este modo es porque quiere atraérselos, y a ello los incitó 60
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haciéndoles ver que, si se convertían, Él los curaría. Es como se dice: «No me quiso venir a ver y se lo agradezco; pues de haber venido, yo estaba dispuesto a ceder inmediatamente». Es un modo de decir cómo se hubiera llegado a la reconciliación. Es exactamente lo que aquí dice el Señor: «No sea que se conviertan y yo los cure»; que es darles a entender la posibilidad de la conversión y que todo el que se arrepiente se salva. Que se dieran, en fin, cuenta que Él lo hacía todo, no por su propia gloria, sino para salvarlos a ellos. Y es así que, de no haber querido que ellos oyesen y se salvasen, tenía que haber guardado silencio y no hablarles en parábolas. Mas lo cierto es que con el mismo lenguaje parabólico, con ese mismo dejar entre penumbra su pensamiento, trata de excitar su curiosidad. Porque Dios «no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (Ex 18, 23). Porque que el pecado no viene de la naturaleza ni se comete por fuerza o necesidad, oye cómo lo dice a los apóstoles: «Dichosos vuestros ojos, porque ven; y vuestros oídos, porque oyen»; en que no tanto se refiere a la vista y el oído del cuerpo, cuanto a los del espíritu. Porque también ellos eran judíos y se habían educado en las mismas leyes que el resto del pueblo; y, sin embargo, no les alcanzaba en absoluto el daño predicho por Isaías, pues conservaban sana la raíz de todos los bienes, es decir, la voluntad y la intención 49.
49 S. Juan Crisóstomo, Hom. sobre S. Mt., hom. 45, 1-2, en Obras de San Juan Crisóstomo, BAC, tomo I..., pp.857-860.
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Recordemos lo que decía Castellani acerca de la “ironía” empleada por el Salvador 50. La razón por la que habló en parábolas a los mismos judíos que se obstinaban en su corazón no fue propiamente para ocultarles los arcanos, sino para descubrírselos a la tenue luz que sufría la enfermedad de sus ojos, a tal punto que si hubieran correspondido a aquella gracia, habrían podido llegar a la perfecta inteligencia de los divinos misterios de la Redención. El Señor predicó, así, “según podían entenderle” (Mc 4, 33). No era, pues, la forma en parábolas lo que impedía entender el contenido del mensaje, muchas veces diáfano, sino la mala voluntad de los oyentes obstinados. Más aún, aquello mismo que el Señor enseñaba en algunas ocasiones en forma de parábola, lo expuso en otras de manera directa. San Ireneo señala cómo a veces el Señor predicó lo mismo de las dos maneras. Por ejemplo, en la parábola de los viñateros homicidas, insinuó que los judíos habían repudiado a los profetas llegando hasta el asesinato (cf. Lc 20, 9-18); luego, de manera directa diría: “Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas...” (Mt 23, 37). Lo que les indicó enigmáticamente en la parábola de la higuera estéril: “Ya hace años que vengo a buscar fruto” (Lc 13, 7), lo dijo luego de manera manifiesta: “Cuántas veces he querido reunir a tus hijos” (Mt 23, 37) 51. Pero no por ello sus palabras obtenían la adhesión de los oyentes. Admirablemente afirma Clemente de Alejandría que por haberse negado a creer en la encarnación humilde de Dios, la economía íntegra de las profecías resultó para los judíos una tan inmensa como incomprendida parábola 52. Lo que así comenta el 50 51 52
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Cf. L. Castellani, El Evangelio de Jesucristo..., p.474. Cf. S. Ireneo, Adv. haer. IV, 36, 8: SC 100 (2º), pp.914-916. Cf. Clemente de Alejandría, Strom. VI, 15: PG 9, 349-352.
POR QUÉ EL SEÑOR HABLÓ EN PARÁBOLAS
P. Orbe: “Para los judíos (incrédulos), el Antiguo Testamento se parece a una fábula; porque no poseen la clave de sus misterios, rechazan positiva y culpablemente a Jesucristo, denegando la venida del Hijo de Dios en carne. Las parábolas, destituidas de término de relación, se quedan en puras figuras sin cumplimiento” 53. Podemos imaginar la sonrisa burlona e indignada con que los judíos obcecados escucharían las parábolas del Señor, las cuales, habiendo perdido para ellos todo su contexto de tipos y figuras, no podían ser consideradas más que como cuentos ofensivos. IV. HACIA UNA INTELIGENCIA CABAL DE LAS PARÁBOLAS Evidentemente a Cristo no le daba lo mismo que sus oyentes “comprendieran” o no las parábolas que les refería. Como indica San Jerónimo, cada vez que usa la advertencia: “El que tenga oídos para oír que entienda” (cf. Mt 11, 15; 13, 9.43; Mc 4, 9; Lc 8, 8; 14, 35), es para incitarlos a que hicieran un esfuerzo por comprender sus palabras 54. Los oyentes directos de las mismas tenían, sin duda, gran ventaja sobre nosotros para entender las parábolas. Conocían muy bien, y por experiencia, los ejemplos que Cristo les proponía. Porque no son desdeñables las imágenes en que van envueltas las verdades sobrenaturales, y quien pretenda prescindir de ellas se expone a desconocer el tesoro que encierran, ya que el Señor quiso por las cosas visibles revelarnos las invisibles. 53 54
A. Orbe, Parábolas evangélicas..., tomo I, pp.22-23. Cf. S. Jerónimo, Comment. in Mt. 13, 9: SC 242, p.266.
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Ni para ello basta con conocer la imagen en general, como la del sembrador, de la perla preciosa, del pastor, etc. Porque si bien es cierto que cada una de ellas supone una verdad humana y universal, experimentable por todas las razas y culturas del mundo, sin embargo no es menos cierto que las parábolas del Evangelio revisten un colorido local muy acentuado, y quien sólo se queda en lo general no será capaz de saborear en toda su plenitud la belleza de la semejanza, lo que restará verismo a la comparación elegida por el Señor. Unas parábolas presuponen el terreno, el clima y la agricultura de Palestina, y otras, la mayoría, basan su analogía tanto en las costumbres como en el entorno político, social y religioso de la época de Cristo. Por eso decíamos que los contemporáneos del Señor, para los cuales todo aquello era bien conocido y cotidiano, estaban en mejores condiciones de entenderlas que nosotros, que vivimos en regiones muy apartadas de aquélla, en tiempos muy posteriores, y en culturas extremadamente diversas. ¿Qué nos dice, por ejemplo, el juego aquel de los niños que cantaban en la plaza al son de la flauta, riendo o lamentándose? ¿Qué significa para nosotros el denario diurno dado como salario a los trabajadores de la viña, la vestidura nupcial, los odres viejos, el salir de las vírgenes prudentes con lámparas encendidas...? Ayudará, pues, a una inteligencia más cabal de las parábolas, conocer lo mejor posible las semejanzas que se toman de los diversos oficios, hábitos y ocupaciones; saber, por ejemplo, lo que es el tesoro escondido, la perla, el grano de mostaza, la levadura, etc., y cómo la gente de aquel tiempo se las había con aquellas cosas. Todo eso servirá para entender más ajustadamente lo que Cristo nos 64
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quiso enseñar acerca de las realidades divinas. Porque así como para penetrar en la historia de un pueblo es utilísimo el conocimiento de su lengua y de sus costumbres, de manera semejante para la inteligencia de las parábolas ayuda en gran manera el comprender, más allá de las palabras mismas, el sentido de aquellas imágenes naturales, que son como el alfabeto y el pedagogo para adentrarse en el significado de las cosas espirituales. Cuando se trata de la interpretación teológica de las parábolas, los Padres recomiendan especial prudencia. Todos convienen en que la aplicación de la imagen a la realidad no se ha de hacer palabra por palabra, sino de hecho a hecho, del hecho natural a la realidad sobrenatural. Muchas cosas puso Cristo en las parábolas sólo para sostener o animar la imagen que se había propuesto ofrecer. Lo importante es ir a lo esencial, al mensaje fundamental, y no perderse en los datos periféricos y detalles accesorios. Así San Jerónimo, refiriéndose concretamente a la parábola del sembrador que el mismo Jesús explicó a sus discípulos, aconseja que “no tratemos de comprender otra cosa, ni más ni menos, que lo que expuso en su comentario” 55. San Juan Crisóstomo, por su parte, glosando la de los trabajadores de la viña, recomienda lo mismo, “porque se trata justamente de una parábola, y en las parábolas no hay que llevar la averiguación de sus últimos pormenores a la letra, sino mirar el fin por que fue compuesta y, éste comprendido, no llevar la curiosidad más adelante” 56. Asimismo, tratando de la parábola del trigo y la cizaña, y de los 55 Ibid., 13, 3: SC 242, pp.264-266. 56 S. Juan Crisóstomo, Hom. sobre S. Mt., hom. 64, 3, en Obras de San Juan Crisóstomo, BAC, tomo II..., p.325.
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discípulos que se acercan al Señor para pedirle aclaraciones, afirma: “No hay que explicar al pie de la letra las parábolas, pues de tal literalidad se siguen muchos inconvenientes; eso mismo nos enseña aquí el Señor al interpretar por sí mismo la parábola de la cizaña. Así, nada dice sobre quiénes son los criados que se acercan al amo del campo. Es que sólo por cierta lógica interna, y para completar la imagen o cuadro de la parábola, los había introducido en su relato; de ahí que, pasándolos por alto, explica lo que en verdad importaba y apremiaba, es decir, poner de manifiesto cómo Él es juez y Señor de todo y de todos” 57. Esta precaución reaparece frecuentemente en los Padres. San Cirilo de Alejandría, por ejemplo, refiriéndose a la parábola del administrador infiel, recomienda quedarse en el núcleo de la misma, sin escrutar de manera morosa y sutil todos sus detalles; resultaría enteramente superfluo enredarse en cosas minúsculas, como tratar de averiguar a quién representa el administrador infiel, quién lo acusó, cuáles eran sus acreedores, quiénes escribieron las nuevas cuentas de su deuda, y por qué uno debía aceite, otro trigo, etc. No todas las partes de la parábola son susceptibles de ser aplicadas, ponderadas y meditadas, sino tan sólo las sustanciales y las que pueden ser útiles para el progreso espiritual 58. Más aún, el quedarse en los meros detalles podría incluso llegar a ser peligroso. Considerando la misma parábola que Cirilo, afirma San Agustín que sería vano y hasta inmoral imitar en todo al administrador infiel, engañando fraudulentamente para 57 Ibid., hom. 47, 1..., pp.18-19. 58 Cf. S. Cirilo de Alejandría, Comment. in Lc., cap. 16, 1: PG 72, 809-812.
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dar después limosnas con aquel dinero mal adquirido, en la esperanza de que los beneficiados nos reciban luego en los tabernáculos eternos. Lo que se quiere indicar es otra cosa, a saber, que cuando damos algo a los necesitados, ellos intercederán por nosotros en el cielo, según se lee en el evangelio (cf. Mt 10, 42); lo importante es acá entender que si aquel hombre que hacía fraude pudo ser alabado por Dios en razón de su sagacidad, cuánto más placerán al Señor los que de acuerdo a su precepto hagan obras de caridad. Algo semejante debe decirse de la parábola del juez inicuo interpelado por la viuda; Cristo comparó a dicho juez con Dios, que nada tiene que ver con la iniquidad de aquél 59. Será, pues, preciso ir a lo esencial. Por sobre todas estas observaciones, hay algo mucho más importante, si se quiere penetrar de veras en el sentido profundo de las parábolas, y es la necesidad de impregnarse de sentido sobrenatural, del que justamente carecían muchos de los contemporáneos de Jesús que escucharon su enseñanza. Así Orígenes, cuando se apresta a explicar la parábola de los viñateros, afirma que para ponerse en condiciones de entenderla es menester primero penetrar en el interior de Cristo,“en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia” (Col 2, 3); sólo podrá comprender la parábola, agrega, el que esté dispuesto a internarse en las entrañas del Señor, donde se esconden tantos misterios de sabiduría. El teólogo africano ensancha inmensamente el marco de las parábolas, aplicándole a Cristo aquella frase que el Salterio pone en labios de Dios: “Voy a abrir mi boca en parábolas, evocaré los misterios del comienzo” (Ps 77, 2) 60. 59 60
Cf. S. Agustín, Quaest. Evang., lib. II, 34: PL 35, 1348-1349. Cf. Orígenes, Comment. in Mt., tomus XV, 28: PG 13, 1337.
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Quizás sea también Orígenes, el gran exégeta de la Sagrada Escritura, quien mejor haya destacado la necesidad de la inspiración del Espíritu Santo, si se quiere alcanzar una inteligencia realmente religiosa y sobrenatural de las parábolas. A su juicio, el hecho de que la exposición e interpretación de las mismas superan ampliamente las fuerzas humanas, muestra que requieren no sólo la iluminación del Espíritu de Cristo, sino su misma presencia en el alma del exégeta, para lo cual trae a colación aquel notable texto de San Pablo: “¿Qué hombre conoce lo íntimo del hombre sino el espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo, nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Cor 2, 11). Por eso, agrega, aquello que Cristo habló en proverbios y parábolas, nadie lo comprende a fondo sino el Espíritu de Cristo. De donde se deduce que sólo podrá acceder a la verdadera contemplación de las parábolas aquel que se deje posesionar del Espíritu Santo, así como del Verbo, que es la Sabiduría del Padre; “déseme, pues, esta gracia, el lenguaje de la sabiduría, que Dios da por el Espíritu, y el lenguaje de la ciencia, que se administra según el Espíritu” 61. Vuelve Orígenes sobre el mismo tema con ocasión de explicar la parábola de los invitados a la viña. Pregúntase allí cómo se podrá entrar en el sentido oculto de las diversas parábolas que tratan de la viña. Y dice que sólo estarán capacitados para tratar dignamente del tema, quedando ello vedado a los demás, aquellos que puedan decir con el Apóstol: “Nosotros tenemos la mente de Cristo” (1 Cor 2, 16). Ahora bien, ¿quién puede tener la mente de Cristo, que se revela en esta parábola, sino aquel que es 61
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Ibid., tomus XIV, 6: PG 13, 1196-1197.