LA LUCHA DE UNA MUJER
Me lo contaba mientras estábamos sentados en el porche de su casa, a las afueras de Barcelona, tomando yo una cerveza y ella un zumo de piña, pues nunca ha bebido nada alcohólico salvo acaso humedecer los labios en el cava, en alguna fiesta o celebración importante, o cuando asa castañas en su casa, que las acompaña con un vasito de moscatel. Se llama Dolores y vino de su Huelva natal hasta las catalanas tierras, atraída sin duda por la esperanza de encontrar un futuro mejor, con más perspectivas que las que se le presentaban allá en su tierra, donde sus ocupaciones consistían en ayudar a sus padres en las tareas propias del cortijo en el que vivían, cercano al pueblo, siendo estas tareas cuidar siete u ocho vacas, un rebaño de ovejas, dos cerdos y casi cien gallinas, amén de echar una mano en las faenas del campo: coger la aceituna, limpiar los campos de malas hierbas para sembrarlos despues… En contra de lo que pudiera pensarse, Dolores era feliz en ese su pequeño mundo, y se sentía orgullosa de poder ayudar a sus padres y hermanos al sostenimiento de la economía familiar. Era 1
una vida sencilla pero gratificante en muchos aspectos como, sin ir más lejos, los atracones de naranjas que se daba, subida al gran naranjo que tenían en el patio del cortijo. No cabe duda que debía disfrutar de lo lindo, a juzgar por cómo se le aviva la mirada y el énfasis que pone en sus palabras mientras me lo cuenta. Pero como todo tiene un final, también acabó esta etapa en la vida de Dolores, y sintió deseos de conocer otras ciudades, otras costumbres y otras gentes sobre todo despues de escuchar las cosas que contaban aquellos que habían tenido la “fortuna” de poder irse del pueblo a trabajar a las ciudades grandes: Madrid, Barcelona, el País Vasco…Sin ir más lejos, Lucía, su hermana mayor, llevaba tres años ya en Hospitalet, población importante pegada a Barcelona, y cuando venía al pueblo de vacaciones le contaba a todos las maravillas de la gran ciudad, con sus amplias avenidas, sus grandes monumentos, un trabajo de ocho horas que te permitía tener tu propio dinero y ser independiente… Así que un año, concretamente en mil novecientos setenta y cuatro, al finalizar las vacaciones del verano, por fin se decidió y se fue con su hermana y su cuñado a vivir en su casa de Hospitalet, hasta que tuviera bastante dinero para poder buscarse un piso de 2
alquiler y ser independiente, que era a lo que ella de verdad aspiraba. Los primeros días los dedicó a ver Barcelona y aprender a ir sola en el metro, mientras aprovechaba para ir buscando trabajo, para lo cual se compraba el periódico “La Vanguardia”, donde venían páginas y más páginas de ofertas y demandas de empleo. Sentada en un banco del parque con un bolígrafo en la mano, iba rodeando con un círculo las posibles trabajos a los que podría acceder, teniendo en cuenta que ella no tenía ninguna especialidad ni estudios, pues ni siquiera fue un curso completo a la escuela y aprendió a leer, escribir, y las llamadas “cuatro reglas”, porque fue un mes al convento del pueblo, donde las monjas enseñaban a las niñas las nociones básicas, y también algo de costura. Me dice, con algo de pena, que el hecho de que sus padres no se hubieran preocupado apenas por que asistiera a la escuela regularmente, es una de las pocas cosas que puede reprocharles. Estuvo pateándose los cinturones industriales de Barcelona y los pueblos lindantes más de veinte días sin conseguir encontrar trabajo, y cada vez se desmoralizaba más, hasta que un día que
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debía tener la moral por los suelos, al llegar a casa se sentó en el sofá y se puso a llorar. Su hermana trató de animarla diciéndole que no era para tanto, que ella conocía a gente que le había costado hasta dos meses o más encontrar trabajo. Por su parte, el cuñado le dijo que al día siguiente se cambiaria el turno, para poder acompañarla a una fábrica donde trabajaba una paisana de ellos con la que estuvo hablando el día anterior, y le había dicho que estaban admitiendo gente. De modo que al otro día fueron hasta una fábrica por la zona de Sants, barrio de Barcelona, poblado entonces de numerosas fábricas, hablaron con el jefe de personal y éste les dijo que efectivamente admitían gente, así que le hicieron firmar un contrato y le dijeron que podía ir a trabajar el lunes siguiente. Lo que hizo muy contenta y animada al ver que las cosas empezaban a enderezarse, y podría mirar su futuro en Cataluña con mayor optimismo. Cuando llevaba seis meses trabajando en la empresa, un viernes por la tarde, la llamaron al despacho del jefe de personal para decirle que su contrato había finalizado por lo que ya no tenía 4
que seguir yendo a trabajar. Esto no le pilló por sorpresa pues ya lo venía haciendo la empresa regularmente con otros compañeros, ya que en los tiempos en que transcurre esta historia, y con el sindicato vertical bastante afín a los patronos, una de las muchas arbitrariedades que se cometían con los trabajadores, eran hacerles firmar los contratos en blanco, de tal manera que luego el empresario lo completaba a su conveniencia, que solía ser casi siempre por un periodo de seis meses. Si le interesaba a la empresa, el contrato se lo renovaban por otros seis, de lo contrario el trabajador se iba a la calle y aquí paz y despues gloria. Dolores ya se había informado a través de un abogado laboralista de uno de los incipientes sindicatos obreros, de cuáles eran sus derechos en materia de contratación, y estaba enterada también que había una ley reciente por la que si a los quince días, la empresa no había prescindido de los servicios del trabajador, éste, automáticamente, pasaba a tener contrato indefinido, que en la práctica era ser fijo. De modo que la muchacha le pidió al jefe de personal la carta de despido, obligatoria por parte de la empresa cuando rescinde el contrato de un empleado, pero el jefe argumentó que no le iban a 5
dar ninguna carta por que no había tal despido, era simplemente que había finalizado su contrato laboral, enseñándole al mismo tiempo el contrato que la propia joven había firmado en blanco seis meses atrás. Dolores contraatacó echándoles en cara que, para poder trabajar, hicieran firmar los contratos en blanco a la gente, quedando el trabajador a merced del empresario, y que además ella, al haber pasado ya los quince días de prueba que marca la ley, tenía contrato indefinido. Así estuvo Dolores forcejeando más de una hora con el director y el jefe de personal. Las acaloradas voces se oían fuera del despacho, y mientras la muchacha se mantenía firme en sus convicciones, sin arredrarse, ellos cada vez estaban más nerviosos, pues no contaban con una reacción de este calibre por parte de ella, acostumbrados como estaban a despedir a los trabajadores según su conveniencia. Los jefes insistían en que se fuera a su casa, que su contrato había finalizado, y ella insistiendo en que le dieran la carta de despido. Como se negaron a dársela, la chica dijo que se iba a su
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puesto de trabajo a continuar con su faena, hasta las diez de la noche, su hora de salida. De modo que salió del despacho dando un portazo y se fue a la máquina donde trabajaba. A los diez minutos se presentó el portero, un tipo de aspecto patibulario, ya entrado en años que cojeaba visiblemente, con una cicatriz que le llegaba desde la oreja izquierda hasta debajo del labio inferior. Este individuo le conminó con muy malas maneras a que se fuera a su casa de una vez, si no quería tener un disgusto, llegando a decirle que si no hacía caso y se largaba de allí, se le caería el pelo. Parecía un perro de presa dispuesto a lanzarse sobre la muchacha. Demostrando un desparpajo y una entereza de ánimo más que notable para su edad, dieciocho años recién cumplidos, Dolores le respondió:” Usted ya ha cumplido con la orden que le han dado de asustarme, así que, a menos que quiera pegarme, que no lo creo, váyase y déjeme tranquila”. Refunfuñando y soltando amenazas, al final se fue el portero. No habían pasado ni cinco minutos cuando llegó su encargado de sección insistiéndole para que se fuera. Ante la rotunda negativa de ella, el encargado le dijo que le iba a quitar los fusibles a la máquina para que no pudiera trabajar. 7
Lejos de arrugarse con esta nueva “vuelta de tuerca”, le contestó al lacayo de la empresa que no le importaba, porque había lo menos siete máquinas más donde se hacía la misma faena. Ni corto ni perezoso, el encargado le dijo que le quitaría los fusibles a todas las máquinas, y así lo hizo, con lo que no le quedó más remedio que dejar de trabajar. Sin embargo era mujer de recursos, y como lo que quería era que constara que había estado trabajando hasta las diez, su hora de salida, cogió una escoba y se puso a barrer el suelo, dejando constancia de ello en los correspondientes boletines de trabajo. Cuando llegó la hora se marchó a su casa y llamó a un compañero que trabajaba en su mismo turno y en una máquina cercana a la suya. Este compañero era muy buen chico y servicial, pero tenía la mala costumbre de llegar casi siempre tarde al trabajo, por lo que la llamada de Dolores era para que el lunes procurara estar en la puerta de la fábrica, a la hora de entrar a trabajar. La muchacha estaba segura que cuando fuera a entrar no la dejarían, y quería tener un testigo de este hecho. Esa semana cambiaba el turno y tenía que empezar a trabajar a las seis de la mañana.
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Y así fue. El lunes estaba el portero como siempre en la entrada, pero la puerta la tenía abierta solo lo justo para que pasaran los trabajadores de uno en uno. Cuando Dolores fue a entrar, el portero le dijo que tenía orden de no dejarla pasar. Ella insistió pero fue inútil. Discutiendo a grito pelado estaban la muchacha y el portero cuando llegó el jefe de personal mucho antes de lo que habitualmente lo hacía, sin duda avisado por teléfono de lo que pasaba. Nueva discusión y forcejeo verbal en la entrada de la fábrica. Ese día Dolores y la empresa estaban citados en la sede del sindicato vertical para tratar de llegar a un acuerdo, por lo que dejaron las espadas de la discusión en alto, hasta la hora que tenían fijada para el siguiente “asalto”. Eran alrededor de las doce y media cuando se vieron de nuevo Dolores y el jefe de personal, en una de las salas del edificio de sindicatos, situado en la parte baja de Vía Layetana, en Barcelona. Cada una de las partes dio sus razones delante del representante de la Administración. El principal argumento de la empresa, como ya es sabido, era que a la trabajadora se le había acabado el contrato de seis meses. Otro de los motivos consistía en que había menos 9
trabajo, por lo que sobraban operarios en la fábrica. Dolores respondió: ─Ustedes son unos tramposos pues hacen firmar el contrato en blanco a la gente y luego ponen el tiempo que quieren; además cuando transcurrieron los quince días de prueba que marca la ley, automáticamente pasé a ser fija. Y con respecto a que ha decaído el trabajo, dígame entonces por qué la gente sigue haciendo horas extras en la fábrica. El jefe de personal a estas alturas estaba empezando a ponerse nervioso. No parecía la persona apropiada para defender los intereses de la empresa. Su hablar balbuceante contrastaba con la firmeza y la seguridad que demostraba Dolores. No obstante continuó con sus objeciones: ─Si que hacen horas extras, pero solo una por trabajador. ─Pues con esa hora de más que hacen algunos, puedo yo trabajar una jornada normal, de ocho horas, y aún me sobrarían unas cuantas diarias. El funcionario del sindicato no tuvo más remedio que reconocer que efectivamente hacer firmar los contratos en blanco era una práctica habitual entonces, pero ilegal a todas luces, así que le 10
preguntó a la chica si quería poner una demanda contra la empresa, y sacó un formulario para empezar a rellenarlo, pero Dolores le dijo que no rellenara nada porque ella tenía un abogado particular que le estaba llevando el caso. Al oír esto, el representante de la empresa empezó a ponerse más suave, menos drástico, y dijo: ─Bueno, no creo que haya necesidad de llegar a ese extremo. Seguramente lo podremos solucionar de una manera más amistosa. Sin embargo tengo que consultar con el director pues yo soy un mandado ─Parece que ante la perspectiva de que se iba a encargar del asunto un abogado que no pertenecía al organismo estatal, ya no lo tenía tan claro la empresa, acostumbrados como estaban a que la administración hiciera la vista gorda ante sus chanchullos. Al cabo de tres días la llamaron de nuevo al despacho y le presentaron un contrato nuevo, indefinido, para que lo firmara. Esta lucha de Dolores sirvió para que otros trabajadores, sobre todo mujeres, que estaban en la misma situación que ella, no las despidieran al cumplir los seis meses. Pero no fue ésta la única batalla que la muchacha venida de un oscuro pueblo onubense, sin ningún tipo de estudios, ni siquiera los primarios, pero con valentía 11
y arrestos a toda prueba, tuvo que librar en los diecisiete años que permaneció en la fábrica de Sants. Ya desde su primer mes de trabajo, al comparar su hoja de salarios con la de otros compañeros, se dio cuenta que las mujeres cobraban menos que los hombres. Aquello le chocó sobremanera, pues al lado de la máquina que ella ocupaba, había varios hombres trabajando en máquinas idénticas, haciendo la misma faena y el mismo número de piezas, y no se podía explicar porqué a las mujeres les pagaban menos, por lo que lo comentó con algunas que ya llevaban varios años trabajando en la empresa. Sin embargo no se atrevió reclamar, porque acababa de llegar y no quería que la tomaran entre ojos tan pronto. Así que decidió esperar. Fue despues de los hechos que se acaban de relatar sobre su contrato de trabajo y la pretensión de la empresa de despedirla, cuando se decidió a plantear una reclamación formal a la dirección para que se equipararan los sueldos de hombres y mujeres y se hiciera realidad esa vieja aspiración femenina, “a igual trabajo, igual salario”.
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Un día, despues de hablar con una compañera de la que se había hecho muy amiga, y que también era bastante “lanzada”, decidió ir al despacho del director a exponerle la cuestión directamente, pero como era de esperar la dirección no quiso saber nada del asunto, así que despues de estar un rato argumentando sus razones, que se basaban en que ellas hacían el mismo trabajo que los hombres, al ver que no conseguía nada positivo, salió de la oficina dando un portazo, muy enfadada. Lo de los portazos era algo que no podía reprimir, sobre todo ante injusticias manifiestas. Al día siguiente fue al despacho del abogado laboralista que le había asesorado en su anterior “refriega” con la empresa, y le planteó el asunto de la igualdad de salario hombre-mujer para ver qué camino podía tomar. El abogado le dijo que no era fácil que la empresa accediera a sus pretensiones pues en el convenio provincial del metal había varios apartados en los que trataba de “trabajos específicos para mujeres”, refiriéndose a aquellos que por ser menos pesados podrían hacer las mujeres, pero eso sí, con un sueldo inferior al de los hombres. Le dijo también el letrado que si quería seguir adelante con su reclamación, procurara recoger la mayor cantidad posible de firmas de las mujeres para dar mayor 13
fuerza a su propuesta, y que por tramitar y llevar adelante el asunto le cobraría unas mil pesetas. Había unas cuarenta mujeres, así que haciendo un cálculo rápido tocaban a veinticinco pesetas cada una. Ese mismo día despues de salir del trabajo y en su casa, se preparó un especie de documento con una sencilla hoja de block, escribiendo en el encabezamiento: “las abajo firmantes dan su completo apoyo a Dolores Fernández, en su reclamación a esta empresa sobre la equiparación del salario de las mujeres al de los hombres, a igual trabajo”. Tenían que poner nombre y apellidos, número de D.N.I. y la firma. Para que no pudieran sancionarla por abandono del puesto de trabajo, recogía las firmas despues de acabar su jornada laboral, pero aún así al día siguiente su encargado de sección le dijo que el director quería hablar con ella, así que se apresuró a ir al despacho del mandamás. ─Buenos días, me han dicho que quería usted hablar conmigo. ─Así es. Ha llegado a mis oídos que está usted recogiendo firmas. ¿Se puede saber que se trae entre manos?
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─Mire usted, los mismos que le han dicho lo de las firmas también le pueden decir de qué se trata. Seguro que no tardan mucho en averiguarlo. ─Entonces, ¿se niega a decirme que es lo que pretende con esas firmas? ─No se preocupe que pronto se enterará. ─Está bien, pero le advierto que si se le ve de nuevo por los puestos de trabajo, entreteniendo a las operarias, será sancionada. ─ ¿Nada más? ─Eso es todo. ─Buenos días. Las firmas que le faltaban las fue recogiendo en la calle a la hora de entrar o salir del trabajo. En los cálculos que hizo sobre la recogida de firmas pecó de optimista, pues de las cuarenta y dos mujeres que había en la fábrica varias no quisieron saber nada del asunto; dos de ellas estaban liadas con sendos encargados, y otras tres tenían demasiado miedo para comprometerse, pues creían que la empresa tomaría represalias contra ellas e incluso podría despedirlas. Dolores pensó
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que el miedo era libre y había personas que lo tenían en cantidades industriales. Con las firmas que recogió y el dinero se presentó de nuevo en el gabinete del abogado. Éste inició los trámites pertinentes mandando una carta con la reclamación a la empresa y otra idéntica a la administración, que a su vez envió un aviso a la empresa de que en los próximos días se personaría un inspector, para ver si los puestos de trabajo de las mujeres eran equiparables a los de los hombres. Varios días despues el director la llamó de nuevo, para comunicarle que ya no vendría el inspector de trabajo pues la empresa había decidido pagar el mismo salario a hombres y mujeres. Otra batalla ganada. Y siguieron más…
FIN
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