EL CAMINO DE GRANADA

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JUEGOS PELIGROSOS Firmado: Ranchero

Después de algunas preguntas a los alumnos sobre las conquistas romanas en España, el maestro, don Antonio, dio por terminada la primera parte de la clase, y les dijo a los chicos que podían salir al recreo. Marcelo, Vicente, Cesáreo y Faustino, los cuatro amigos inseparables salieron disparados a la calle, y allí se sentaron en la acera para planificar sus juegos de la próxima media hora. Los cuatro tenían más o menos la misma edad, unos doce años. -¿Queréis que juguemos a la pídola?-, dijo Faustino. -Mejor a policías y ladrones, es más emocionante-, contestó Marcelo. - Ni a una cosa ni a otra-, dijo Vicente, y añadió bajando la voz: -Tengo algo importante que proponeros.

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Los otros lo miraron con renovado interés, y Vicente continuó: -Creo que los tres sabéis que en las afueras del pueblo, por el camino que lleva a la Fuente Blanca, hay un corralón con unas paredes muy altas que es del señor Rufino, el que tiene la zapatería en la calle de la Feria. Y también debéis saber lo que guarda este hombre en ese corralón. Ahora fue Cesáreo el que intervino: -Pues claro que lo sabemos. Allí dentro tiene por lo menos diez vacas de esas que amuercan; me lo ha dicho mi vecino Juanjo. --¡Qué bruto eres! No se dice “amuercan”, se dice “embisten”--, le corrigió Marcelo. --¡Mira el finolis! Toda la vida se ha estado diciendo en este pueblo amorcar. --Bueno, es igual--, dijo Vicente.-- La cuestión es que hay diez u once vacas grandes de las que destinan para

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carne, que no embisten o amuercan, y una vaquilla brava, con unos cuernos bastante largos y afilados. El señor Rufino la alquila para que los mozos se diviertan con ella en las fiestas de los pueblos. Me han dicho que como ya la han llevado a bastantes pueblos y ha corrido detrás de muchos mozos, está resabiada y es muy peligrosa. He decidido ir al corralón y darle unos cuantos pases. Los otros tres se quedaron mirando fijamente a Vicente, no sabiendo si éste les tomaba el pelo o es que se había vuelto “majara”. Eso de que la vaquilla estaba “resabiada” no lo entendían muy bien, pero tenía que ser algo bastante serio, a juzgar por el toque dramático con que lo dijo el muchacho. Hay que decir que Vicente era un gran aficionado a todo lo que fuera toros y toreros, pues solo había que ver las cubiertas de sus cuadernos, los que usábamos en la escuela para hacer los deberes; las tenía llenas de dibujos representando escenas taurinas: en éste un torero dando

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un pase de pecho, clavándole un par de banderillas en ese otro…Como digo, tenía las dos cubiertas del cuaderno y alguna hoja del interior, llenas de “estampas taurinas”. La verdad es que dibujaba bastante bien, y no solo toros y toreros, también dibujaba cerdos en la mesas donde los ponían para sacrificarlos en las matanzas: Se veía la mesa y encima el cerdo con la boca abierta y un hombre con un enorme cuchillo en la mano a punto de clavárselo en el cuello. Todo un artista este Vicente. Pero una cosa era dibujar en el cuaderno los toros, y otra muy distinta encerrarse con ellos o en este caso con la vaquilla brava en un corralón para tratar de emular al “Cordobés”, que esa parecía ser la aspiración de Vicente. -Estás loco si de verdad hablas en serio-, le dijo Faustino. -Pues lo voy a hacer y vosotros me acompañaréis. Los tres amigos se echaron a reír, y le dijeron que no contara con ellos. Vicente no se desmoralizó por la

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negativa de sus tres colegas, y continuó insistiendo hasta que convenció a Faustino y a Marcelo para que lo acompañaran, pues entre otras cosas les llamó miedicas y gallinas, y los dos niños, eso no lo podían aceptar. En cambio a Cesáreo esto le daba igual, pues temía más a la zapatilla de su madre, que a que los chicos pudieran tomarlo por miedica o cosa parecida. Los otros le preguntaron que cómo pensaba entrar en el corralón, y él les dijo que lo tenía todo pensado: -Llevo unos cuantos días observando al señor Rufino cuando va a echarles de comer a las vacas. Siempre hace lo mismo: cuando sale del corralón cierra la puerta con una llave bastante grande, después va hacía la parte de atrás y entre unas piedras que hay allí, la esconde después de mirar a su alrededor con desconfianza por si alguien lo está viendo. A mí no me ha descubierto, porque me escondía detrás de un montón de piedras que hay allí cerca.

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Marcelo quiso saber cuándo y a qué hora tenía pensado ir al corral a medirse con “el mihura”. -Este hombre va un día sí y otro no a atender a su ganado. Hoy le toca ir, por eso iremos mañana a las 5 de la tarde, cuando salgamos de la escuela. Entretanto, como ya había pasado la media hora que tenían de recreo, don Antonio llamó a todos los niños para que entraran en la escuela. El resto del tiempo que faltaba para acabar la clase, se lo pasaron dándole vueltas mentalmente a lo que habían hablado durante el recreo, y por tanto prestando poca o ninguna atención a las explicaciones que el maestro daba sobre los quebrados, y sus diversas partes: numerador, denominador, etc. Cuando acabaron las clases de la mañana cada uno se fue a su casa a comer, sin mediar palabra, y de vuelta a la escuela por la tarde, tampoco hicieron mención alguna a lo que habían tramado. Al día siguiente, en el recreo, se

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reunieron de nuevo alejándose bastante de los demás chicos, para poder hablar con más tranquilidad y ultimar los preparativos, que en esencia consistían en que los dos que iban a acompañar a Vicente al corralón, tenían que decir a sus padres, que cuando salieran de la escuela irían a merendar a casa de Cesáreo, y después leerían unos tebeos nuevos que le había comprado su tía Josefina. Como no era la primera vez que los chicos iban a casa de su amigo, los padres no sospecharían nada. Por su parte, Vicente tenía que procurarse un trozo de tela de color rojo, para animar a la vaquilla a embestir, en caso de que ésta se mostrara remisa. Y así llegaron las cinco de la tarde, la hora taurina por excelencia, que venía al pelo para dar mayor énfasis a lo que iban a hacer, aunque solo se trataba de la hora a la que salían los chicos de la escuela. Cesáreo se despidió de sus tres amigos deseándoles suerte, y se encaminó a su casa, pensando que había

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hecho bien en no querer ir con sus colegas, pues era muy arriesgado lo que tenían pensado hacer, y a él no le atraía lo más mínimo esta clase de aventuras. Estaría mucho mejor merendando en su casa mientras leía los nuevos tebeos del “Guerrero del Antifaz” que, eso sí que era verdad, su tía Josefina le había comprado. Llegaron los chicos a la puerta del corralón con “el alma en vilo” como suele decirse, y Vicente se encaminó hacia el lugar donde había visto esconder la llave al dueño del corral; metió la mano entre las piedras y enseguida la encontró. Era una llave enorme, de las que entonces se usaban, que no cabían en los bolsillos. Con ella en la mano volvió a la puerta, donde le esperaban sus amigos. Temblándole el pulso, metió la llave en la cerradura, y trató de girarla, pero ésta no se movía, por lo que probó otra vez hasta que con un chirrido la cerradura se movió y pudieron entrar por fin.

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Una vez dentro cerraron la puerta para que desde fuera no se notara que alguien había entrado. Si Vicente había tomado buena nota de los movimientos del señor Rufino, éste no aparecería por allí hasta el día siguiente, así que fueron directamente hasta una puerta bastante más pequeña que la de la entrada, que estaba cerrada con un cerrojo. Se miraron los tres y a punto estuvieron de echarse para atrás y salir pitando de allí, pues aún estaban a tiempo, pero el amor propio de Vicente salió a relucir, y “arengó” a sus colegas con estas palabras: --¿Pero es que os vais a rajar ahora o qué? Además, si queréis dejarme solo no me importa. Yo he venido aquí a torear esa vaquilla y no me iré sin haberlo hecho. Sus amigos le dijeron que no pensaban dejarlo solo, y que si él se atrevía a torear la vaquilla, ellos se subirían al sitio más alto que encontraran para ver la “faena” y aplaudir; para eso eran amigos.

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De modo que descorrieron el cerrojo y lo primero que vieron fueron las cuadras donde el dueño les echaba el pienso, en los pesebres, a los animales. Estas cuadras comunicaban con un recinto mucho mayor y sin techado, donde las vacas salían, pues tenían más terreno para retozar a su antojo. En este recinto estaban ahora los animales, los cuales, al oír el ruido que hacían los muchachos volvieron la cabeza y se los quedaron mirando un momento; después dejaron de prestarles atención. Marcelo y Faustino se subieron a lo alto de un palo bastante grueso que atravesaba de parte a parte la cuadra, y desde allí se dispusieron a ver en acción a su amigo. Vicente desenrolló el trozo de tela rojo que llevaba como “muleta”, y dio varios pasos en dirección al grupo de vacas que estaban tranquilamente comiendo en el otro extremo del corral. Cuando estaba a unos diez metros de ellas, empezó a “citar” al animal: --¡Eh vaca, Eh vaca!-- La vaquilla ni caso.

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El muchacho insistió: ¡Eh vaca, Eh vaca!- Entonces la vaquilla echó a andar y enseguida a trotar en dirección al chico, el cual aguantó a pie firme, con la tela roja desplegada, esperando la embestida del animal. Le dio un pase y después otro y otro más. Vicente se había envalentonado con la faena que le estaba haciendo al astado, y así continuó tres o cuatro minutos más. Sus amigos le aplaudían a rabiar subidos en el palo, y le animaban con los consabidos “olés”. Todo parecía ir de perlas, hasta que en una de las embestidas, la vaquilla giró la cabeza y enganchó a Vicente por la ingle, lo mantuvo en vilo unos momentos y después lo dejó caer al suelo. El chico se levantó cojeando, tratando de alejarse del furibundo animal, pero éste volvió a engancharlo, ahora por detrás, y con una violenta sacudida de cabeza lo lanzó a un par de metros de distancia. Cayó al suelo el muchacho y

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como no se movía, la vaquilla perdió el interés por él y se alejó trotando en busca de sus compañeras de corral. Vicente quedó tendido en el suelo, sin moverse, y un charco de sangre empezó a formarse a su alrededor. Sus amigos, espantados, bajaron del palo al que estaban subidos y con mucho miedo se acercaron a él, lo cogieron por los brazos y a rastras lo sacaron del corral, dejándolo en la calle al lado de la puerta, sin dar señales de vida. Mientras Marcelo salió corriendo en dirección al pueblo, para avisar a los padres de Vicente y al médico, Faustino se quedó con el herido tratando de taponar las heridas con la tela roja que Vicente había usado como “muleta”. Cuando Marcelo, jadeante y sin resuello, llegó a casa de los padres de Vicente, solo estaba su madre, pues el padre aún no había llegado del campo, donde estaba trabajando. A la madre casi se le para el corazón al escuchar las noticias que le traía el chico. Lo que menos

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podía imaginar era que mientras ella creía a su hijo en casa de su amigo Cesáreo merendando tranquilamente, el muchacho se estaba jugando el pellejo de una manera tan irresponsable. Un vecino fue, con su moto, al campo donde trabajaba el padre para avisarle y traerlo al pueblo. Mientras, el médico, que también había sido avisado por Marcelo, llegó con su coche, subieron la madre y el chico y se dirigieron al corral, donde, junto a la puerta, había quedado Faustino con Vicente, tratando de cortar la intensa hemorragia de las dos tremendas heridas que le había hecho la vaquilla al imprudente muchacho. El médico le hizo un rápido reconocimiento al chico, y viendo lo grave que estaba, mandó que lo llevaran inmediatamente al hospital provincial, en el taxi-ambulancia que había en el pueblo para estos casos. Avisado el conductor de la ambulancia, llegó rápidamente, metieron al chico dentro y se lo llevaron al hospital de la capital,

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pasándolo inmediatamente al quirófano para ser operado de urgencias. Los padres de Vicente lo acompañaron en la ambulancia, y luego se quedaron en la sala de espera con la angustia que es de suponer, hasta que salió el cirujano que lo había operado. El pronóstico sobre su estado era bastante negativo: --El muchacho ha recibido dos cornadas, las dos muy graves. La de la ingle ha seccionado parcialmente la arteria femoral, con una profundidad de 14 centímetros, y la de atrás, en los glúteos, aunque es algo menos grave que la de la ingle, también es igualmente muy peligrosa, y bastante profunda, unos 12 centímetros. Está muy mal. Pasaron tres días en los que el muchacho se debatió entre la vida y la muerte, hasta que su organismo no pudo aguantar más, (había llegado casi desangrado a pesar de los esfuerzos que hizo su amigo Faustino por contener la hemorragia,), y falleció.

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Hubo gran consternación en el pueblo; todo el mundo acudió al entierro de Vicente. Sus amigos estaban tan afectados que estuvieron bastantes días sin acudir a la escuela y sin apenas salir de casa. La lección que les había dado la vida era demasiado dura: la imprudencia y la falta de responsabilidad le habían hecho pagar a Vicente una factura demasiado cara.

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