Textos IV Certamen literario

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Muestra de los textos presentados, en prosa y en verso.


Ejército de Bestias Una rubia con cara de conejo cotillea. 
A su lado, una chica dibuja corazones junto al nombre de su ex. 
A su lado, un melenas fantasma alardea de sus conquistas.
 A su lado, una morena maquillada hasta las bragas cotillea.
 A su lado, una chica extraña escucha atenta.
 A su lado, una pelirroja saca disimuladamente el móvil del bolsillo.
 A su lado, una pija se pinta las uñas de gris metálico.
 A su lado, dos chicas hacen recuento de las locuras del sábado.
 A su lado, un homosexual neurótico agresivo chilla sin parar. 
A su lado, dos canis se dan besos.
 A su lado, una chica mira embobada el techo.
 A su lado, una pelirroja juega a la Nintendo DS.
 A su lado, un moreno silba. 
A su lado, mister porreta habla con el de enfrente.
 A su lado, un chico tímido se balancea en la silla.
 A su lado, dos chicas comen regalices. Al frente de todos ellos, una escoba mal peinada con voz chillona que encuentra satisfacción en explicarle a las paredes el por qué del movimiento obrero. Lina Méndez


Tú, que brotas de mi vientre Tú, que brotas de mi vientre,
 Insulso y débil, amarrado
 a las correosas llagas de la vida 
desde el mismísimo comienzo.

Tú, que te sumerges en la estepa de mis besos 
cuando el calor que te envuelve
 aún es mío.

Me sustento en tu pequeña manita, 
porque aunque aún no lo sepas 
eres tu quien me lleva entre sus brazos. 
Eres tú por quien mi sangre galopa y discurre.

Te observo dormir, 
tan tranquilo y sereno… 
es entonces cuando tu llanto surge 
y todo se detiene cortando el aire.

Cuando la vida vuelve a los rincones del cuarto 
lo hace de manera brutal. 
Son los gigantes que se levantan de sus tumbas 
para elevarte sobre sus hombros 
como a un rey entre reyes. Lina Méndez


Infancia Todo era silencio y quietud,
 y aunque el color lo invadía todo,
 no podía evitar que la vida
 se me presentase en blanco y negro;
 y pasaba, pasaba tan deprisa…
 que en cuestión de segundos me vi ya niña.
 Niña triste blanca y negra,
 mientras los ojos crecían y
 la cabeza se hacía demasiado pesada 
para mis hombros inocentes, que por aquel entonces, 
todavía no cargaban ningún remordimiento 
excepto, quizá, el de no haber vivido. Lina Méndez


Palitos de Mango Apareció entre los colores y las voces que se mezclaban y se fundían dotando al lugar de una vida extraordinaria, real, como pocas veces se ha visto. Todo el mundo parecía feliz, todo el mundo parecía inocente (aunque también pudiera ser que fuera yo quien lo estaba y en mi cabeza le impusiera es mismo estado a todo el mundo).
 Apareció portando aromas; esencias de vida en frasquitos de porcelana fina y cristalerías con engarzadas piedras preciosas, los olores se esparcían por el aire de manera tan notable que aseguraría que podía ver las esencias de los olores, haciendo espirales y cabriolas en el viento. Los espectaculares recipientes te arrastraban de lleno a un mundo de riquezas y vestidos dorados. Podía verme en el mismo sitio, con una tiara de flores en la cabeza y bailando junto a él siglos atrás.
 Apareció entre la espesura de la gente bailando, dando brincos sobre sí mismo y con una enorme sonrisa en la cara, colorada como un tomate maduro. Y en aquel momento me hizo gracia. Podría ser por su particular atuendo, por su baile excéntrico en el que parecía que sus piernas se habían enfadado y trataban de huir de él; quizás por la comicidad de su expresión entre el nabo amoratado que tenía por nariz y el sonrojado de sus mofletes. No supe por qué, ni lo sé aún, pero me resultó tan gracioso que se me escapó una risilla. Suave, onírica, cautelosa, avergonzada, natural, pero sobre todo la sonrisa más sincera que he escuchado salir de mi propia garganta.
 El me devolvió la sonrisa más ampliada y continuó con su baile, exagerándolo más. Creando un pequeño espacio aislado entre la muchedumbre para nosotros, para su baile frenético y mi alegría al contemplarle. Sin que nadie interrumpiese, sin que los colores, los olores y la música perdieran fuerza a nuestro alrededor.
 Cuando pasé junto a él me hizo una pequeña reverencia y yo amplié mi sonrisa, y antes de que me diera la vuelta me dijo “Toma” y rebuscó entre sus finas cañitas de madera que sujetaba en un puñado. Cogió una del borde y se la llevó a la nariz para comprobar su aroma. Satisfecho con su elección me la extendió y con un acento argentino verdaderamente arrebatador me susurro como un secreto “no te habré sacado la plata, pero te he sacado una sonrisa. Para una mujer tan linda, es un aceite de mango”
 Y así era. Un fuerte aroma dulzón me envolvió cuando me acerqué la varilla a la nariz. Me sumergió en un segmento parado del tiempo, lejos de todo, porque uno de mis 5 sentidos estaba disfrutando de un orgasmo. El inconfundible olor a mango me trajo consigo el recuerdo de un mar Caribe, de aguas cristalinas y sabor tropical. En mi boca aparecieron los rastros de algún coctel y sentí como en mis brazos el bello se erizaba, presa, sin duda, de algún cosquilleo, que nacido tras mi nuca, había escapado a la velocidad del rayo al resto de mi cuerpo.
“¡Gracias!” Exclamé eufórica con mi varilla de mango en la mano como si se tratara de un tesoro. El argentino bailarín me guiñó un ojo y me lanzó otra sonrisa ladeada y sincera antes de ser engullido de nuevo por la masa, casi uniforme, que se congregaba ante los tenderetes.
 Me marché sin echar la vista atrás, para no ensuciar el recuerdo, para que aquella burbuja de fantasía dentro de la realidad siguiese tintada para siempre en mi memoria de aquella festividad colorida. Porque todo perdura en el recuerdo, y solo lo que uno imagina puede ser real. Y con la varilla me entretuve toda mi tarde, caminando sin descanso ante la vida palpitante que cubría el mercado, con el aroma a mango todo el día colgando en el olfato, mientras las palabras del argentino iban dando vueltas en mi cabeza, convirtiendo un triste “no te habré sacado la plata, pero te he sacado una sonrisa” en el más bello poema que alguien me halla recitado.
 Aún ahora, la varilla de mango descansa con ternura sobre mis letras, impregnando las palabras con su aroma, reavivando los recuerdos, trayendo al presente palabras de amor imaginadas y una pasión todavía no inventada. Lina Méndez


(más)turbación Tierna y trémula carne que tiembla bajo la sola imaginación de una caricia con pasión y la burla provocadora que subyace bajo cualquier acto impuro. Carne joven y enrojecida por el paso palpitante de la virtud en cada bombeo de sangre. Inexploradas selvas sudafricanas de climas cálidos que, varadas como ballenas en la madurez, sucumben lentamente al degradamiento progresivo. Cerrará los ojos y estos se abrirán solos en otro sitio, en otra dimensión en la cual quien lleva las riendas es su cuerpo y no su cabeza. Querrá detener sus manos y retorcerse más que una serpiente mientras se repite que no quiere. No. No que no quiere, que no debe. Pero nadie escuchará sus quejas ni lamentos, porque su cuerpo ya se estará moviendo al ritmo acompasado que su corazón le marca con un Bum!…Bum!… Y más rápido, y más saciado. Bum! Bum! Bum! Y mientras tiembla acunada en el calor que surge de su interior y que explota con una onda expansiva y la destrucción de su Tsunami, escuchará como sus réplicas se doblegan fustigadas por un placer sobrehumano que le devuelve a sus instintos más salvajes y al mismo tiempo los más humanos. Sentirá que desfallece, porque el oxígeno que respira no es suficiente para alimentar dos bocas; y la primera, la voz de su conciencia, se irá ahogando con sus lecciones morales al fondo más oscuro de su cabeza, donde sus pensamientos no llegan; y la otra, su voz física, se romperá, se desgarrará entre gemidos que oirá lejanos, porque esa no le parece su voz ni la de nadie que conozca, porque su timbre es tan sugerente y lascivo que causa estragos en ella misma solo con oírlos, reavivando el fuego que creía extinto con una nueva fuerza totalmente desconocida. Un ave fénix se ha colado en su estómago y está reviviendo de entre sus cenizas en su interior, haciendo que se abrase, que se muera, que pierda el poco control que ejercía sobre su cuerpo.
Su espalda se crispará con el sonido más horroroso que hubiera podido hacer, como el de un cuello al ser retorcido con la fuerza de un gigante, y sus brazos dejarán de ser suyos, caerán al vacío más profundo, se desprenderán de su cuerpo totalmente dormidos, junto con las manos, que ya tendrán los nudillos blancos. Sus piernas tomarán vida por si solas y saltarán azoradas en rápidos movimientos que faciliten la expulsión de tensión de su cuerpo, de los espasmos y el fuego que la sacuden.
La tierra temblará bajo sus pies, como si tratara de mostrar su grandeza una vez más, hasta que esa terrible admiración y miedo ante lo impuro se quede impregnada para siempre en su paladar con un rasgado mal sabor ferroso que estrangula poco a poco, reavivando los recuerdos que se clavan como agujas.
Y a medida que la velocidad aumente, sus tripas se revolverán y caerán hacia la gravedad de su ombligo, compungidas, descenderán como si estuviesen ancladas a ese sentimiento lascivo que brota de entre sus piernas.
Se sentirá encerrada en su propia mente, donde corcovearán voces caóticas que gritan, que susurran y que lloran sin parar mientras sonríen confusas.
La velocidad aumentará, y llegará el momento en que su cuerpo ya no pertenezca a este lado del mundo, en que se levante como un gigante en mitad de la corriente. Los gritos se oirán con más intensidad y se multiplicarán para decirle adiós con una última gran muestra de poder y grandeza.
Y cuando el amanecer surja al otro lado del mundo, llegará el momento en el que dejará de pisar el suelo de la libertad y se lanzará de nuevo a las dentelladas de una rutina hambrienta. Pero más tarde, porque todo lo que hay ahora es oscuridad, un craqueen negro y terrorífico que lo engulle todo a su paso.
Y cuando crea que ya se haya acabado se encontrará cayendo al abismo más profundo de sí misma, donde todo parece un sueño, donde sus fantasías no llegan, ni su cansancio, ni el murmullo lejano de su conciencia diciendo que ha pecado. Un abismo más profundo que el más inmenso de los mares, en el que se encontrará a la deriva entre aguas calientes y el más absoluto de los negros, buceando incansable hasta el final de los tiempos, cayendo a las profundidades más letales de un sueño, donde el duermevela se hace dueño de ella antes de que llegue a darse cuenta y caiga, irremediablemente, en las garras del dios de los sueños pasajeros. Lina Méndez


Miel por las Venas. Él, miembro de los erróneamente llamados “desechos sociales”. Erróneo porque
 aquellos son los desperdicios físicos de la sociedad que van a parar a las cloacas
 como resultado del tanto por ciento restante del alimento digerido, que no pasa a
 la sangre en el intestino delgado. Él, miembro acertado de los “DES-HECHOS sociales”, simplemente
 inconformista de esas dictaduras, bloquea en su mente a aquello que le impida, 
de una manera u otra, llegar a ser quien quiere. Se despierta una mañana de verano con esa sensación de “hoy va a ser un buen 
día”. Arrastra sus gastados huesos hasta su solitaria cocina. Se sienta en la misma silla
 carcomida de siempre y se dispone a empezar el día, con su típica taza de café, rellena
 de vodka con la que ahogar recuerdos, no siempre alegres. Hace calor de por sí, pero
 hoy más que nunca necesita hacer hervir su sangre, su cerebro y sus ideas, extrañado de ese positivismo tan poco propio de los días y las noches. Y es que, como todos los 
hipersensibles, contempla el mundo desde la cara B, sospechando de las sonrisas,
 odiando las palabras, y temiendo su propia mente. Todo empezó cuando era un niño y comenzó a advertir las malas caras de su
 padre por escribir sin querer sonetos acerca de su jardín y por dibujar las mariposas que en él revoloteaban, por hacerle su madre rezar durante horas en voz alta al preguntar si era cierto aquello de que “Dios nos hizo a su imagen y semejanza”, cuando todos en su barrio eran unos ladrones, al medir sus sonrisas y descubrir que eran mayores mirando las nubes que jugando con los niños… Creció, y lo hizo en un lugar donde la gente sólo veía hierba y bichos en vez de 
musas, donde los ladrones le pedían al Padre Todopoderoso que absolviese sus 
pecados para poder salir corriendo de sus próximas hazañas sin tanto pero en sus
 conciencias, donde los niños se burlaban de sus juegos, aunque fuesen realidades… Por lo tanto creció en un lugar cualquiera, donde nadie comprendía que pensaba.
 Fue perfeccionando su arte: escribía sobre un laberinto llamado vida en el que la
 salida se concebía negra; pintaba ríos nacidos del jugo exprimido del ansia por 
llegar a desembocar libre… Pero también aprendió, con uno de los libros ancestrales,
 que su soledad era una virtud en la que, sin comparaciones ni pretensiones, se ahorraba el cáncer de la competencia y la envidia. Fue perfeccionando su soledad y su odio. Pero, como a todos, le llegó el
 momento de comenzar una vida independiente… Sin duda más independiente de
l o que nos podríamos imaginar. Años después de éste comienzo, con algún sueño cumplido, otros por los que
 luchó y otros tantos que fueron olvidados con el tiempo; alguna chica como
 acompañante provisional y alguna que le marcó, pero sin saber cómo ni por qué,
 desapareció de su final. En fin… Con una vida labrada tras sus espaldas, ahí
 estaba sentado en una de las mañanas de sus muchos veranos. De repente, las oye entrar por la ventana sin cortinas de la habitación. Las ve, 
pero no hace absolutamente nada. Es como si llevase años esperándolas. Son ellas, la
 más jerarquizada de las sociedades: las abejas. No se mueve porque sabe que es su oportunidad y, al contrario de lo que 
habríamos hecho el resto de los mortales, suspira con alivio. Respira con la totalidad de los pulmones como pocas veces había hecho antes. Ellas se le acercan y comienzan a beber su elixir. No, no le envenenan, tan solo quieren su miel: sus ideas, su memoria, sus versos, sus odios, sus mujeres. Ese es el fin, pero el mejor de todos los finales posibles y el menos esperado: al fin una sociedad se beneficiará de su magia y su singularidad, se alimentará de él y de su contenido. Incluso él lo permite. Donnie Darko


Dejadlas o él me devorará a mí. DEJADLAS Y dejad que las personas se encuentren Como las aves encuentran el hogar cada año,
 Como el amor inunda los estómagos,
 Como la muerta nuestras vidas. O ÉL ME DEVORARÁ A MÍ Hoy me he despertado con hambre.
 Escribiré la tercera parte del Quijote, 
Pintaré la miga del pan de Dalí,
 Compondré el cambio climático de Vivaldi. Hoy me comeré el mundo.
 Ese que un día me devorará a mí
 Sin saber que, 
Yo,
 Tengo espinas. Puma Delí


Sumisa Sumisa de tus labios que me apresan indefensa y me mecen y me amansan y a la vez me vuelven fiera, y quisiera agarrarte y no soltarte. Y ya te vi, mirándome en silencio, mordiendo mis tormentos, lamiendo las verdades que te cuento con el beso y respirar de tus suspiros. Comerme tu deseo y meterlo dentro de mi cuerpo, para pensarte más, para suspirar más, y en cada suspiro se va tu sabor, martirizando mi boca que ansía no perder el calor de tu lengua, el roce de tus labios juguetones, prohibidos, ahora míos. Y te vas, y quiero más y espero más. Puma Delí

Hoy Hoy me voy a perder en el laberinto de las manillas de un reloj, y no voy a salir, y no voy a dejar que me encuentren. Hoy voy a no pensar, voy a dejar demostrar, y evaporarme en ese espacio que pronto volveré a recordar. Hoy nos perderemos en el firmamento, en una burbuja aislante de todo lo malo, y traduciremos las horas en miradas y sonrisas, en besos y caricias. Hoy no seré solo yo, ni solo tú, ni será el mundo entero. Seremos dos en uno intentando hacer momentos eternos. Puma Delí

Tu piel Que tu piel sea la autopista de mis dedos, ligeros como plumas, como el aire de una corriente cálida y vibrante de energía. Y tu cuello, la cima del delirio, se llene de mis suspiros… que rescaten de la grandeza del mundo, tu olor. Puma Delí


Ware koso ga shi da por Aura Judit García Álvarez “¿Qué ansías antes de volverte un cadáver? Tu puño cerrado no podrá llevarse nada A la sombra, a la oscuridad de la muerte.” SOUND HORIZON, “El Héroe del Reino del Dios de los Rayos”, Moira I Parecía una noche más, como cualquier otra. La muerte del día no espantaba a la multitud y, aunque las sombras del mundo llamasen a las sombras del alma, la juventud seguía festejando nada en especial. Un mozo de considerable belleza, derrotado por el alcohol, lloriqueaba sus penas amorosas mientras otra joven le frotaba la espalda. Desde la lejanía parecía una buena amiga, pero se notaba de cerca en su forma de mirar que buscaba otra manera de consolar al pobre borracho. Un joven abstemio paseaba por entre la marabunta etílica, en su mano se aguaba el vaso de sucedáneo de té. Se sentía descolocado en ese mundo en que la pérdida de facultades era una forma de diversión, maldecía en su mente las amistades por interés y las fiestas de cumpleaños. Entonces algo captó su atención, era alguien que parecía estar en su misma situación: sentada en un rincón, con una bebida echándose a perder por el deshielo, mirando con frialdad a los que bailaban entre espasmos. Se acercó a ella, sus ojos eran rasgados, orientales, dos orbes que tenían incrustados brillantes azabaches; su cabello, igualmente oscuro, caía largo como una cascada, cada uno de los hilos era completamente liso; su piel era tan pálida que reflejaba como una pantalla de cine las luces de mil colores que iluminaban pobremente aquel antro. Debió de sentirse observada, pues sus fríos ojos, cuya miraba estaba antes perdida, se movieron hasta encontrarse con los que la miraban. Pareció para el joven que se había parado el tiempo mientras sentía un terrible escalofrío ante esa mirada: era fría, penetrante, fatal. Su pecho mimetizó el sonido repetitivo de la música, continuó avanzando ante aquella mujer, no deteniéndose hasta que sus cuerpos prácticamente se rozaban. Ella se había levantado y, haciendo esto que sus rostros estuviesen más cercanos, emitían ambos una respiración acelerada, pero la de uno era como el fuego y la de la otra era el mismísimo hielo. Las miradas seguían sosteniéndose, como si conversasen en un aparte que sus dueños no podían oír. Perdió el joven la razón, tomó a la mujer de la mano y escapó con ella a la helada noche, buscando la intimidad del hogar para liberarse de la presión del impulso que atenazaba no solo a su alma.


A la luz de la mañana le acompañó el despertar, al despertar le acompañó la conciencia y, finalmente, esta le llevó a asesinar la tranquilidad del nuevo día con un grito de terror. El despertar nunca vendría para la que yacía a su vera, la dureza y frialdad se habían apoderado de su cuerpo y la palidez de su piel había tomado el matiz propio de su nueva naturaleza, la de un cadáver. Pero había más cambios, sus ojos, que habían quedado abiertos, parecían ahora ser más bien de color miel y su cabello era de un tono más bien pardo. El joven no se preocupó con ello, sino que voló a por el teléfono para llamar a urgencias. II Parecía a ojos del mundo que de aquella fatídica noche no quedaría en el chico nada más que un horrible recuerdo, pero no era así. Algunas partes de su cabello mostraban la nieve temprana y bajo sus ojos comenzaban a acumularse oscuras sombras. Además, su piel empezaba a verse un tanto marchita y padecía achaques de continuo. Pero no era su aspecto y salud física lo más preocupante, sino lo que ocurría en su mente. Aseguraba ver en todas partes a “aquella mujer”, a la que no llegó a conocer, a la que tomó en la noche y perdió para siempre en la mañana. La veía como en el momento en que sus ojos se encontraron: atrayente, fría, de mirada oscura, fatal. Además de eso, si se acercaba a ella, esta murmuraba una frase en un idioma que él desconocía y luego se esfumaba como la ilusión que era. La frase sonaba así: Ware koso ga shi da. III Aquellos achaques se agravaron con el paso del tiempo y, en un momento dado, lo enviaron directo al hospital. En cuanto recuperó la consciencia y tomó cierta estabilidad, se le dio la mala noticia: en menos de un mes se acabaría su vida. Aún no sabían exactamente cómo, pero el deterioro de todo su organismo era tan irreversible e iba a pasos tan agigantados que la venida del fin estaba más que clara. ¿Cómo reaccionó el muchacho ante la sombra de la Parca? Esta le impulsó al hedonismo. Suele pasar en los jóvenes cuando ven su inmortalidad totalmente trastocada. En cambio, cuando es la edad la que llama a la sombra última, los humanos tienden a refugiarse en creencias que le prometan una vida más allá de la terrenal, renuncian a lo que pueden hacer en el tiempo que les queda para sumergirse en la incertidumbre de si van a recuperar en una segunda vida los goces que muchos años atrás vivieron o unos que con creces los sustituyan. Se nutrió de diversión, de cultura, de drogas, de buenos alimentos, de mujeres, de hombres, de viajes... Aquellos placeres eran su forma de prepararse para el fin, llenando su alma de experiencias, ya que sus manos serían incapaces de llevarse nada al otro mundo, si es que había uno. IV Frente al espejo desvencijado de un motel de una tierra que no era la suya, el joven miraba con asombro su reflejo. A pesar de que la enfermedad le hizo parecer un adulto pleno, notaba algo distinto: había llegado el deshielo a su cabello y se había teñido de carbón, el papiro se había


clareado hasta heredar el tono de la nieve y al cielo de los iris le estaba llegando la noche. Las ideas se agolparon rápidamente en su mente, tan rápido como el sonido del tambor que retumbaba en su pecho. Repentinamente aquel frenesí que afectaba tanto a su entendimiento como a su corazón se frenó. Ahora eran los cabellos hilos del color del ébano, alabastro bien trabajado su piel y sus ojos un par de inmensos azabaches que miraban a todo con fijeza, frialdad y fatalidad. Vacío el pensamiento, como un autómata, se lanzó a la calle. I ' De nuevo una noche tomada por la juventud. Uno de esos antros tan populares obligaba a los vecinos a dormir con tapones protegiendo sus oídos. Una muchacha novata de la noche procuraba volver su paso firme para poder evitar una riña épica de sus padres. Una amiga de una conocida de la mejor amiga de la hermana de esa chica negaba con la cabeza al verla. Arrastrada allí por su amiga, la joven veterana de la noche bebía algo demasiado caro para lo realmente aprovechable que había entre tanto hielo. Miró entorno a sí, descubriendo a su amiga entre los brazos de su novio en una actitud algo más que cariñosa una vez más, giró un poco más y algo llamó su atención. El joven que vieron sus ojos le atrajo como el más potente de los imanes lo haría con una viruta de hierro. Se acercó a él, dispuesta a sacar partido a sus armas de mujer, en pocas palabras, a seducirle. Realmente, no hizo falta, miró a aquellos ojos en los cuales se hundió como si hubiera perdido el equilibrio al asomarse a un pozo y, poco después, sin haber más conversación que la puramente gestual, ya estaban yéndose al apartamento de ella. Una vez más la mañana abrió sus ojos, se había vuelto a olvidar subida la persiana, pero, al contrario que anteriormente le ocurría día a día, no se alegró de ello, ya que fue a encontrarse con el cuerpo de aquel joven tan atrayente, el cual ahora parecía completamente distinto: cabellos castaños, ojos azules, tez ligeramente morena. II' ¿Y qué pasó entonces? Tanto su cuerpo como su alma enfermaron. El espectro del que había muerto aparecía en todos lados. Cada vez que la joven se le acercaba, este le decía en un idioma que no era el suyo: “Yo soy la muerte misma.” y luego desaparecía el mensajero del sino.

Aura Judit García Álvarez


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