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Julio Verne
Verne, Jules, 1828-1905 Ante la bandera / Julio Verne; traductor Cecil Lallemont; ilustrador Germán Bello; corrector Sonia Rodríguez. — Bogotá : Cangrego Editores, Ediciones Gato Azul, 2008. 228 p.; cm. Título original : Face a drapeau. ISBN 978-958-8296-18-0 1. Novela francesa 2. Batallas - Novela 3. Patriotismo - Novela I. Lallemont, Cecil, tr. II. Bello, Germán, il. III. Rodríguez, Sonia, corr. IV. Tít. 843.8 cd 21 ed. A1189660 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
Ante la bandera
Julio Verne
Ante la bandera Ilustraciones GERMĂ N BELLO
Cangrejo Editores
1ª Edición, febrero de 2009 Título original en francés: Face a drapeau
© Ediciones Gato Azul, 2008 © Cangrejo Editores, 2008 Carrera 24 No 59-64, Bogotá D.C., Colombia Telefax: (571) 252 96 94, 434 41 39 E-mail: cangrejoedit@cangrejoeditores.com www.cangrejoeditores.com Bogotá D.C., Colombia ISBN: 978-958-8296-18-0 Preparación editorial: Cangrejo Editores Traductor: Cecil Lallemont Corrección literaria: Sonia Rodríguez Preprensa digital y diseño de portada: Germán Bello Diagramación: María Cristina Galindo Roldán Ilustraciones: Germán Bello Todos los derechos reservados Prohibida la reproducción total o parcial de esta versión, por cualquier medio, sin la autorización escrita del titular de los derechos correspondientes. Impreso por Cargraphics S.A. Impreso en Colombia – Printed in Colombia
CONTENIDO Biografia
Capítulo I
Healthful House 11
Capítulo II
El Conde de Artigas
21
Capítulo III
Doble rapto
33
Capítulo IV
La goleta Ebba 47
Capítulo V
¿Dónde me encuentro?
63
Capítulo VI
Sobre la cubierta
75
Capítulo VII
Dos días de navegación
87
Capítulo VIII Back Cup
9
99
Capítulo IX
Adentro
113
Capítulo X
Ker Karraje
125
Capítulo XI
Durante cinco semanas
139
Capítulo XII
Los consejos del ingeniero Serko
151
Capítulo XIII
¡Ve con Dios!
165
Capítulo XIV El Sword enfrentado con el remolcador.
173
Capítulo XV
Esperando
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Capítulo XVI
Algunas horas todavía
201
Capítulo XVII Uno contra cinco
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Capítulo XVIII A bordo del Tonnant 223
Ante la bandera
BIOGRAFÍA Julio Verne, considerado el padre de la ciencia ficción moderna, nace en Nantes el 8 de febrero de 1828. Hijo primogénito de un abogado burgués, con sólo 11 años de edad y debido a la férrea disciplina del padre, huye de su casa para enrolarse como grumete en un navío hacia la India, pero, prontamente es atrapado y recuperado por sus padres; castigado y de regreso al hogar paterno es obligado a jurar solemnemente —para fortuna de sus millones de lectores— que sólo viajará en su imaginación y a través de la fantasía. Un juramento que mantuvo en más de ochenta libros traducidos a 112 idiomas, colocando a Verne en segundo lugar en la lista de vendedores de éxitos a nivel mundial. Su juventud y vocación le significaron continuos enfrentamientos con su padre, a quien las inclinaciones literarias de Julio le parecían del todo ridículas. Logra trasladarse a París donde tiene oportunidad de conocer a lo más selecto de la intelectualidad del momento: Víctor Hugo, Eugenio Sue, entre otros, consiguiendo la amistad y protección de los Dumas, padre e hijo. En 1850 culmina sus estudios de derecho y su padre le insta a volver a Nantes, pero Julio se niega, afirmándose en su decisión de convertirse en un profesional de las letras. Predijo con asombrosa exactitud muchos de los logros científicos del siglo XX. Describió los cohetes espaciales, sus dimensiones y características; anticipó detalles de lo que sería la primera misión espacial en pisar la luna; señaló con extraordinaria certeza el país que habría de lograr este avance y su más fiero competidor: Rusia; fantaseó con submarinos, helicópteros, aire acondicionado, la falta de gravedad, la relatividad del tiempo, aventuras de misiles dirigidos e imágenes en movimiento, descripciones hechas con increíble precisión mucho antes de que aparecieran estos inventos. Verne también participó de la vida política, llegando a ser elegido concejal de Amiens en 1888, por la lista radical, siendo reelegido en 1892, 9
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1896 y 1900. Ideológicamente era decididamente progresista en todo lo que concernía a educación y técnica pero de un marcado carácter conservador, y en ocasiones reaccionario. Murió el 24 de marzo de 1905 Escribió numerosas novelas y cuentos entre los que se destacan: • • • • • • • • • • • • • • • • • • • •
1863 Cinco semanas en globo 1864 Viaje al centro de la Tierra 1865 De la Tierra a la Luna 1866 Viajes y aventuras del capitán Hatteras 1868 Los hijos del capitán Grant 1870 Alrededor de la Luna 1870 Veinte mil leguas de viaje submarino 1870 Gil Braltar 1871 Una ciudad flotante 1873 La vuelta al mundo en ochenta días 1876 Miguel Strogoff 1877 Las Indias Negras 1878 Un capitán de quince años 1879 Las tribulaciones de un chino en China 1882 Escuela de robinsones 1892 El Castillo de los Cárpatos 1896 Frente a la bandera 1897 La esfinge de los hielos 1901 El pueblo aéreo 1905 El faro del Fin del Mundo
*Referencias basadas en el artículo JULES VERNE de Manuel Domínguez Navarro, aparecido en el número 54 (Julio de 1983) de la revista 1984 y en el libro JULIO VERNE, ESE DESCONOCIDO, de Miguel Salabert.
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Capítulo I
Healthful House1
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corona:
a postal de presentación que el director del establecimiento de Healthful House2 recibió aquel día —15 de junio—, llevaba discretamente este sencillo nombre, sin escudo ni
El Conde de Artigas. Identificado con este nombre, y en la esquina de la tarjeta, estaba escrita con lápiz la dirección: “A bordo de la goleta Ebba, anclada en New Berne, Pamplico Sound”.
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Healthful House significa en español “Casa de salud”. Se dejaron en cursiva los nombres de lugares que no tienen una escritura normalizada en español (como Healthful House, Pamplico Sound o New Berne). Por otra parte, se usan en redondas los nombres de lugares que tienen, por un acuerdo normalizado, una manera correcta de escribirse en español (como Carolina del Norte o Nueva York).
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La capital de Carolina del Norte, uno de los cuarenta y cuatro estados de la Unión3 en aquella época, es la importante ciudad de Raleigh, asentada unas ciento cincuenta millas en el interior de la provincia. Debido a su posición central, esta ciudad llegó a ser la sede del Gobierno, aunque las demás la igualan o la superan en valor comercial o industrial, por ejemplo Wilmington, Charlotte, Fayetteville, Edenton, Washington, Salisbury, Tarboro, Halifax, New Berne. Esta última se eleva en el fondo de la ensenada del río Neuze, que desemboca en el Pamplico Sound, una especie de vasto lago marítimo, protegido por un dique natural formado de las islas o islotes del litoral de Carolina. Al director de Healthful House no le hubiera sido fácil predecir la verdadera motivación por la que se le enviaba aquella tarjeta, de no ser porque ésta iba acompañada de una carta, en la que el Conde de Artigas solicitaba permiso para visitar ese establecimiento. El personaje esperaba que el Director accediera a su demanda y daba por hecho que se presentaría por la tarde con el capitán Spada, que mandaba la goleta Ebba. La pretensión de entrar en aquella casa de salud —muy famosa entonces y muy solicitada por los enfermos ricos de los Estados Unidos—, sólo podía parecer muy natural de parte de un extranjero. Otros la habían visitado ya sin llevar un gran nombre como el Conde de Artigas, y no habían escaseado las felicitaciones al Director por su excelente servicio. El Director se apresuró, pues, a conceder el permiso que se solicitaba, y respondió que para él sería un gran honor abrir las puertas de su establecimiento al noble visitante. Healthful House, atendida por un personal cuidadosamente bien seleccionado, con la ayuda de los médicos de más reputación, era una empresa privada. Independiente de los hospicios y hospitales, pero sometido a la vigilancia del Estado, reunía todas las condiciones de comodidad y salubridad que exigen las casas de este género destinadas a recibir una clientela de gente sumamente acomodada. 3
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Durante la Guerra Civil Estadounidense, la Unión fue el nombre usado para identificar al bando formado por los Estados del Norte. Eran mucho más industrializados, partidarios de abolir la esclavitud, y leales al Gobierno Federal, por lo que se les llamó “unionistas” o “de la Unión”.
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Difícilmente se hubiera encontrado un sitio más agradable que el de Healthful House. Abrigado por una colina, poseía un parque de doscientos acres4, plantado de esos magníficos arbustos propios de la América nórdica, ubicada a la misma latitud5 que las Islas Canarias y la Isla Madera. En el límite inferior del parque se abría la ensenada de Neuze, generosamente refrescada por las brisas del Pamplico Sound y los vientos del mar. En Healthful House, donde los ricos enfermos estaban cuidados con el mayor rigor en las condiciones higiénicas, los casos de curación eran numerosos. Pero aunque el establecimiento estaba reservado al tratamiento de las enfermedades crónicas en general, la administración no se negaba a recibir también a particulares afectados de trastornos intelectuales, siempre y cuando la enfermedad no presentara un carácter incurable. El motivo que desviaba la atención sobre Healthful House —y tal vez esa era la razón de la visita del Conde de Artigas—, era la presencia de un personaje de gran popularidad que estaba recluido en la casa desde hacía dieciocho meses y se le tenía sometido a una vigilancia especial. El personaje en cuestión era un francés llamado Tomás Roch, de unos cuarenta y cinco años de edad. No podía existir ninguna duda de que tuviera una enfermedad mental, pero hasta entonces los médicos no habían podido identificar en él un disturbio concreto de sus facultades intelectuales. Era evidente que le faltaba la noción real de las cosas en los actos más elementales de la vida, pero su razón permanecía entera, activa e intachable, cuando se requería su genio; y ¿quién no entiende que a veces el genio y la locura se confunden? También era claro que sus facultades emocionales o sensoriales estaban profundamente perturbadas. Cuando había que ejercitarlas, sólo se manifestaban por el delirio o la incoherencia. En esos casos mostraba desaparición de la memoria, imposibilidad de atención, poco o nada de conciencia, y menos aún algo de genio. Tomás Roch no era más Un acre es una medida inglesa de superficie equivalente a 40 áreas, es decir un cuadrado de 400 metros de lado. 5 La latitud es la distancia de un lugar con respecto a la línea del Ecuador terrestre. El clima de un lugar cambia de acuerdo a su latitud: las zonas más al norte y al sur del globo terráqueo son frías, mientras que las que se encuentran en la zona media, cerca de la línea del Ecuador, son cálidas.
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que un loco, incapaz para todo, privado hasta del instinto de conservación y era necesario tratarlo como a un niño pequeño. No se le podía perder de vista y, en el pabellón diecisiete que ocupaba al fondo del parque de Healthful House, su guardián tenía la misión de vigilarlo noche y día. La locura común, cuando no es incurable, sólo podría ser tratada por medios morales. La medicina es impotente y desde hace tiempo se reconoce la ineficacia de los especialistas ¿Estos medios morales eran aplicables, a falta de mejor terapia, al caso de Tomás Roch? Había fundamentos para dudarlo, incluso en aquel ambiente tranquilo y sano de Healthful House. En efecto, la inquietud, los cambios de humor, la irritabilidad, las anomalías de carácter, la tristeza y la repugnancia a las ocupaciones serias o a los placeres, aparecían claramente. Ningún médico habría podido indicar un medio de curación, ningún tratamiento era eficaz para hacerlos desaparecer, ni para atenuarlos. Se asegura que la locura es un exceso de subjetividad, es decir, un estado en el que el alma se entrega totalmente a su trabajo interior, y no lo suficiente a las impresiones que vienen de fuera. En Tomás Roch esta indiferencia era casi absoluta. No vivía más que ensimismado, cautivo por una idea fija cuya obsesión lo había llevado a donde estaba. Era difícil, aunque no imposible, que se produjera una circunstancia, un contragolpe que lo “exteriorizara”, para emplear un término bastante exacto. Es justo mencionar ahora en qué condiciones dejó Francia este francés, qué motivos le habían traído a Estados Unidos, y por qué el Gobierno federal había determinado como prudente y necesario encerrarlo en aquella casa de salud, donde se debía apuntar con meticuloso cuidado todo lo que se le escapara inconscientemente en el curso de sus crisis. Dieciocho meses antes, el Ministro de Marina en Washington recibió una solicitud de audiencia con respecto a una comunicación que deseaba hacerle Tomás Roch. Bastó este nombre para que el Ministro comprendiera de lo que se trataba. Aunque intuyera la naturaleza de la conferencia y qué pretensiones la motivaban, no dudó y la audiencia fue concedida inmediatamente. Efectivamente, la fama de Tomás Roch para entonces era tal que, cuidadoso de los intereses que se le habían encargado, el Ministro no 14
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podía dudar en recibir al solicitante y conocer las proposiciones que éste quería hacerle en persona. Tomás Roch era un inventor, un inventor de genio. Importantes descubrimientos ya le habían dado fama; gracias a él algunos problemas, puramente teóricos hasta entonces, habían recibido una aplicación práctica. Su nombre era conocido en la ciencia y ocupaba uno de los primeros puestos en el mundo de los sabios. Más adelante se entenderá cómo es que, luego de muchos disgustos, de grandes decepciones y hasta de injurias de la prensa, llegó a aquel período de locura que había requerido su internación en Healthful House. Su última invención relativa a las armas de guerra llevaba el nombre de Fulgurador Roch. Según parece, este aparato poseía tal superioridad sobre los otros, que el Estado que lo adquiriera sería el dueño absoluto de los continentes y de los mares. Se sabe de sobra con qué deplorables dificultades chocan los inventores cuando se trata de sus inventos y, sobre todo, cuando intentan que sean adoptados por las comisiones ministeriales. Numerosos ejemplos —y de los más famosos— acuden a la memoria. Es inútil insistir sobre este punto, pues estos asuntos presentan puntos oscuros difíciles de esclarecer. No obstante, en lo que se refiere a Tomás Roch, es justo reconocer que, como la mayor parte de sus predecesores, tenía ínfulas tan excesivas y ponía precios tan inaccesibles al valor de su aparato, que resultaba casi imposible tratar con él. Claro que otros inventos suyos habían sido explotados con audacia y, lo que es peor, sin que él ganara mayor cosa. Al no obtener el beneficio que debería haber conseguido en sana justicia, su carácter comenzó a exasperarse. Se tornó desconfiado y pretendía imponer condiciones quizá inaceptables, que se le creyera sólo por su palabra y, en todo caso, pedía una suma tan considerable —aun sin haber dado pruebas del éxito de sus invenciones—, que tales exigencias terminaron por ser inadmisibles. Inicialmente, ofreció el Fulgurador Roch a Francia. Informó en qué consistía el invento a la comisión encargada de recibir su comunicación. Se trataba de un aparato autopropulsado, de fabricación especial, saturado con un explosivo compuesto de sustancias nuevas, y que sólo producía 15
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su efecto bajo la acción de un deflagrador ―una especie de encendedor o detonante―, también nuevo. En el evento de que este aparato lanzara el proyectil y éste se estallara, no contra el objeto al cual se dirigía, sino a algunos centenares de metros, su acción sobre las capas atmosféricas sería tan enorme, que toda construcción, fuerte o navío de guerra, debía hundirse en una zona de diez mil metros cuadrados. Tal era el principio del proyectil lanzado por el cañón neumático Zalinski —ya experimentado entonces—, pero con resultados cien veces mayores. Si la invención de Tomás Roch poseía tal poder, significaba la superioridad ofensiva y defensiva asegurada a su país. Sin embargo, por más que hubiera hecho sus pruebas con otros aparatos semejantes y con grandes resultados, ¿no habría demasiada exageración en el inventor? Sólo la implementación práctica podía demostrarlo. Y precisamente él pretendía no permitir tales experimentaciones hasta que no estuvieran en su poder los centenares de millones en los que estimaba su Fulgurador. Manifiestamente, se había desencadenado una especie de desequilibrio en las facultades intelectuales de Tomás Roch. No tenía ya la entera posesión de su juicio. Iba poco a poco camino de la locura definitiva. Ningún gobierno accedería a tratar con él, en las extravagantes condiciones que proponía. La comisión francesa canceló todo tipo de negociación e incluso los periódicos, hasta los de más radical oposición, tuvieron que reconocer que era difícil dar manejo al asunto. Las proposiciones de Tomás Roch fueron rechazadas sin que, por otra parte, se tuviera el temor de que otro Estado pudiera acogerlas. Con el exceso de subjetividad, que aumentó sin cesar en un espíritu tan profundamente aturdido como el de Tomás Roch, no sorprenderá que su patriotismo terminara por desvanecerse. Es necesario recordar, en honor de la naturaleza humana, que en aquel momento Tomás Roch tenía perturbada su inteligencia. No vivía para nada que no tuviera que ver directamente con su invento; para esto no había perdido su genialidad. Pero en lo que se refería a los detalles más 16
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intrascendentes de la vida, su debilidad moral se acentuaba día a día y le retiraba la completa responsabilidad sobre sus actos. Tomás Roch fue, pues, expulsado. Tal vez entonces habría sido provechoso tratar de impedir que llevara su invento a otra parte. No se hizo y fue una torpeza. Lo que debía llegar, llegó. Sometido al peso de una creciente irritabilidad, los sentimientos de patriotismo —que son la esencia misma del ciudadano—, se nublaron en el alma del inventor caído en desgracia. Se preocupó en ofrecerlo a otras naciones. Atravesó la frontera y, relegando el pasado, le ofreció el Fulgurador Roch a Alemania. El Gobierno, después de conocer las exorbitantes pretensiones de Tomás Roch, desdeñó recibir su comunicación. Además, se acababa de poner en estudio la fabricación de un nuevo aparato balístico de guerra y se creyó poder despreciar el del inventor francés. Ofendido y encolerizado, Tomás Roch desarrolló un odio instintivo contra la humanidad, sobre todo después del fracaso de sus pretensiones en el Consejo del Almirantazgo de Gran Bretaña. Como los ingleses son gente práctica, no rehusaron de entrada las proposiciones de Roch y lo tantearon, procurando engañarlo con artificios. Tomás Roch no quiso oír nada. Su secreto valía millones, y él obtendría esos millones o guardaría su secreto. El Almirantazgo terminó por romper sus relaciones con él. Buscó entonces una nueva oportunidad en Norteamérica, dieciocho meses antes de comenzar esta historia. Todavía más prácticos que los ingleses, los norteamericanos no desestimaron el Fulgurador Roch, al que concedían un valor excepcional, teniendo en cuenta la fama del químico francés. Con razón le consideraban como un hombre de genio, y en su lugar tomaron medidas justificadas por su estado mental, dispuestos a indemnizarlo más tarde en una equitativa proporción. Como Tomás Roch daba pruebas de locura demasiado incuestionables, la administración de este país, en interés del invento mismo, juzgó oportuno encerrarlo. Se sabe que Tomás Roch no fue recluido en el fondo de una casa de locos. El establecimiento de Healthful House ofrecía todas las garantías para el tratamiento del enfermo. Pero aunque se le brindaron los mayores cuidados, hasta ahora no se había conseguido nada. 17
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Hay que recalcar una vez más que Tomás Roch, por inconsciente que fuera, se restablecía cuando se le ponía en el terreno de sus descubrimientos. Se animaba entonces, hablaba con la seguridad de un hombre dueño de sí mismo y con una gran autoridad. Con gran elocuencia describía las maravillosas cualidades de su Fulgurador, y los efectos verdaderamente extraordinarios que produciría. Pero sobre la naturaleza del explosivo y del deflagrador, sobre los elementos que lo componían y sobre su fabricación, se encerraba en una reserva de la que nada lo hacía salir. En un par de ocasiones, en el paroxismo de una crisis, hubo motivos para creer que el secreto de su invención iba por fin a escapársele y se tomaron toda clase de precauciones, pero fue en vano: aunque Tomás Roch no tuviera ni siquiera el instinto de su conservación, tenía al menos el de su secreto. El pabellón diecisiete del parque de Healthful House estaba cercado por un jardín rodeado por largas vías, en las que el huésped podía pasearse bajo la vigilancia de un guardián. Éste ocupaba el mismo pabellón, durmiendo en el mismo cuarto, observando al inventor noche y día, sin abandonarlo un momento. Escuchaba sus menores palabras en el curso de sus alucinaciones, que se producían generalmente en el estado intermedio entre la vigilia y el sueño; lo escuchaba hasta en sus sueños. Este guardián se llamaba Gaydón. Poco antes de la reclusión de Tomás Roch, enterado de que se buscaba un vigilante que hablara francés, se fue a vivir a Healthful House y fue admitido en calidad de guardián del nuevo huésped. En realidad, Gaydón era un ingeniero francés llamado Simón Hart, que desde hacía varios años estaba al servicio de una sociedad de productos químicos establecida en New Jersey. Tenía cuarenta años, la frente despejada, marcada por los rasgos del observador, y una actitud resuelta, revelando energía además de tenacidad. Versado en las diversas cuestiones relacionadas con el perfeccionamiento del armamento moderno, Simón Hart conocía a fondo todo lo que se había hecho en materia de explosivos, cuyo número se elevaba a mil quinientos 18
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en aquella época, y no podía sino apreciar a un hombre como Tomás Roch. Creía en la potencia de su Fulgurador, no dudaba que estuviera en posesión de un aparato capaz de cambiar las condiciones de la guerra en mar y tierra, tanto para la ofensiva como para la defensiva. Al oír decir que en Roch la locura respetaba al sabio, que en el cerebro de éste —en parte desequilibrado—, aún brillaba la llama del ingenio, tuvo una idea: la de que, si su secreto se le escapaba durante sus crisis, aquel invento de un francés sería aprovechado por un país extranjero. Resolvió entonces ofrecerse para guardián de Tomás Roch, fingiendo ser un americano que hablaba correctamente la lengua francesa. Pretextó un viaje a Europa, presentó su renuncia y cambió de nombre. Lo ayudaron las circunstancias, fue aceptada la proposición que le hizo al Director, y he aquí cómo, desde hacía quince meses, desempeñaba el oficio de guardián cerca del huésped de Healthful House. Esta decisión atestiguaba un raro sacrificio, un noble patriotismo, pues se trataba de un oficio penoso para un hombre de la clase y educación de Simón Hart. Pero no olvidemos que el ingeniero no pretendía robarle su secreto a Tomás Roch si éste lo dejaba escapar y, en últimas, éste tendría el legítimo beneficio. En esta situación, desde hacía quince meses que Simón Hart, o más bien Gaydón, vivía junto a aquel demente, observándolo, espiándolo y hasta formulándole preguntas, sin haber progresado nada. Aparte de esto, oyendo al inventor hablar de su descubrimiento, se veía que estaba más convencido que nunca de su extraordinaria importancia. El ingeniero también temía, más que nada, que la locura parcial de Tomás Roch degenerara en locura general o que, en una crisis suprema, su secreto muriera con él. Tal era la misión de Simón Hart, a la que se sacrificaba en interés de su país. No obstante, a pesar de tantos desengaños y desazones, la salud de Tomás Roch no estaba comprometida, gracias a su constitución vigorosa. Lo sanguíneo de su temperamento le había permitido resistir a tantas causas de destrucción. De estatura media, cabeza poderosa, frente ancha, cráneo voluminoso, cabellos grises, la mirada fija y viva cuando su pensamiento dominante la hacía brillar, un espeso bigote bajo una nariz de ventanillas 19
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palpitantes, los labios fuertemente cerrados como si no quisieran dejar escapar su secreto y el rostro pensativo, su actitud era la de un hombre que ha luchado por largo tiempo y está resuelto a luchar todavía: tal era el inventor Tomás Roch, encerrado en uno de los pabellones de Healthful House, sin conciencia de ello quizá, y confiado a la vigilancia del ingeniero Simón Hart, bajo el nombre del guardián Gaydón.
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Capítulo II
El Conde de Artigas
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xactamente ¿quién era este Conde de Artigas? ¿Un español acaso? Por su nombre podría especularse que fuera así. No obstante, en la popa6 de su goleta se enfatizaba en letras de oro el nombre Ebba, de origen noruego. Y si se le hubiera preguntado cómo se llamaba el capitán de la Ebba, habría respondido Spada; y el contramaestre, Effrondat, y Helim su cocinero, nombres que revelaban distintas nacionalidades. ¿Se podía deducir alguna hipótesis plausible del tipo que era este Conde de Artigas? Con dificultad se habría logrado. Si el color de su piel, sus azabaches cabellos y la galanura de su actitud mostraban un origen español, el conjunto de su persona no brindaba esos signos de raza que son inconfundibles en los originarios de la península ibérica. A la sazón, era un hombre alto, fuerte, de cuarenta y cinco años como máximo. Por su aspecto sereno y altivo, parecía uno de esos señores indios a los que se hubiera mezclado con la sangre de los soberbios tipos de Malasia. Si su temperamento no era frío, por lo menos intentaba fingirlo con su gesto Se llama popa a la parte trasera de un barco, y proa a su parte delantera.
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imperioso, su palabra breve. En cuanto a la lengua de la que hacían uso cotidiano él y su tripulación, era uno de esos idiomas específicos propios de las islas del Océano Índico y de los mares que lo rodean. Es verdad que cuando sus excursiones marítimas lo conducían sobre el litoral del Antiguo o del Nuevo Mundo, se expresaba en inglés con considerable facilidad, no revelando su origen extranjero más que por un ligero acento. El pasado del Conde de Artigas, las disímiles circunstancias de una existencia misteriosa, lo que era su presente, el origen de su fortuna ciertamente cuantiosa —puesto que le permitía vivir con gran lujo—, el lugar en el que se hallaba su residencia habitual o por lo menos el puerto de anclaje de su goleta, no lo habría podido decir nadie, y nadie se habría atrevido a preguntarle sobre este punto; tan poco expresivo se manifestaba. No parecía un hombre que se complicara en una entrevista, ni siquiera en provecho de los reporteros americanos. Lo que se sabía sobre él era exclusivamente por lo que referían los periódicos cuando anunciaban la presencia de la Ebba en algún puerto, y especialmente en los de la costa oriental de los Estados Unidos. Allí, justamente, la goleta iba, casi en épocas precisas, a abastecerse de cuanto es necesario para los menesteres de una larga navegación. Y no solamente se surtía de provisiones como harina, bizcocho, conservas, carne seca y fresca, vacas y carneros, sino también de vestidos, utensilios, objetos de lujo y de necesidad, pagando todo esto a altos precios, ya fuera en dólares, ya en guineas7 o en otra clase de moneda de diverso origen. Se intuye que, si no se conocía nada de la vida privada del Conde de Artigas, era un personaje muy famoso en los diversos puertos del litoral americano, desde los de la península de la Florida hasta los de Nueva Inglaterra. De suerte que no fue nada extraño que el director de Healthful House se considerara muy honrado por la petición del Conde de Artigas y la acogiera inmediatamente. Además, ésta era la primera oportunidad en que la goleta Ebba hacía escala en el puerto de New Berne. Y sin duda, sólo el antojo de su propietario la había llevado a la desembocadura del Neuze. 7
La guinea era una antigua moneda inglesa de oro, que se pagaba a 21 chelines, en lugar de los 20 de una libra esterlina normal.
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¿Qué obtenía dirigiéndose a aquel sitio el Conde de Artigas? ¿Tan sólo abastecerse? No, pues no habría localizado en el fondo del Pamplico Sound los recursos que otros puertos le ofrecían, tales como Boston, Nueva York, Dover, Savannah y Wilmington en Carolina del Norte, y Charleston en Carolina del Sur. En Neuze y en el mercado poco importante de New Berne, ¿por cuáles productos habría podido cambiar sus monedas y sus billetes? La capital del condado de Craven no posee más que unos cinco mil o seis mil habitantes. Su comercio está limitado a la exportación de granos, cerdos, muebles y municiones navales. Además, algunas semanas antes, durante una escala de diez días en Charleston, la goleta había tomado su cargamento completo para un destino que, como de costumbre, se desconocía. ¿Sucedía entonces que el motivo único de aquel enigmático personaje era visitar Healthful House? Esto tal vez no tenía nada de extraño, porque dicha entidad gozaba de una real y bien merecida reputación. ¿Tal vez el Conde de Artigas había tenido la aspiración de conocer a Tomás Roch? El renombre universal del inventor francés habría ameritado tal curiosidad. ¡Un excéntrico genio, cuyos inventos prometían causar una profunda revolución en las técnicas del arte militar moderno! Como lo indicaba en su misiva, el Conde de Artigas se presentó por la tarde a la puerta de Healthful House, seguido por el capitán Spada, el comandante de la Ebba. De acuerdo a las instrucciones impartidas, ambos fueron conducidos al despacho del Director. Éste atendió simpáticamente al Conde de Artigas y se puso a su entera disposición, sin querer cederle a nadie el honor de ser su guía. El Conde de Artigas correspondió el favor. Comenzó por visitar las salas comunes y las habitaciones particulares. El Director hacía alarde de los cuidados que les deparaban a los enfermos, muy superiores a los que hubieran podido recibir incluso de sus familias; un tratamiento de lujo —repetía—, cuyos resultados le habían valido a Healthful House un éxito muy justo. El Conde de Artigas escuchaba sin abandonar su serenidad habitual, y parecía interesarse en la exposición del Director, quizá para encubrir mejor la verdadera razón que lo había llevado a aquella casa. No obstante, después de una hora dedicada a aquel paseo, se sintió en el deber de decir: 23
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—¿No tiene usted un enfermo del que se ha discutido mucho en estos últimos tiempos, y que, de manera alguna, ha ayudado a fijar la atención pública sobre Healthful House? —¿El señor Conde se refiere a Tomás Roch? —Justamente. Hablo de ese francés, de ese inventor cuyo juicio parece estar muy comprometido. —Muy comprometido, señor Conde; y quizá sea mejor. En mi opinión, la humanidad no tiene nada que ganar con esos descubrimientos, cuya aplicación acrecentaría los medios de destrucción, ya muy numerosos. —Eso es pensar conscientemente, señor Director, y en esta cuestión opino igual a usted. El verdadero progreso no consiste en eso; y veo como genios del mal a los que van por tal camino. Pero este inventor, ¿ha perdido por completo las facultades intelectuales? —Plenamente no, señor Conde, a no ser por lo que se refiere a las cosas usuales de la vida, porque en esto no tiene la comprensión ni la responsabilidad de sus actos. Su genio de inventor es lo que ha permanecido intacto y ha sobrevivido a la decadencia mental; de haberse aceptado sus fantasías fuera de la sensatez, no pongo en duda que de sus manos habría salido un nuevo aparato de guerra… que realmente no es muy necesario. —En ningún caso, señor Director —repitió el Conde de Artigas. El capitán Spada, al parecer, ratificó lo que el último decía. —Por lo demás, señor Conde, usted podrá juzgar por sí mismo. Hemos llegado al pabellón de Tomás Roch. Si su aislamiento está justificado desde el punto de vista de la seguridad pública, está tratado con todas las contemplaciones que se le deben y con todos los cuidados que su estado reclama. Y además, está al refugio de los indiscretos que podrían querer… El Director terminó la frase con un movimiento de cabeza muy característico, lo que hizo brotar una sonrisa imperceptible en los labios del extranjero. 24
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—Y dígame —preguntó el Conde de Artigas—, ¿es que Tomás Roch no está nunca solo? —Nunca, señor Conde. Le vigila permanentemente un guardián, del que estamos plenamente seguros. En el evento de que, en una u otra forma, se le escapara algún comentario relativo a su descubrimiento, esta indicación sería recogida al instante, y se vería qué uso convendría hacer de ella. Simultáneamente, el Conde de Artigas lanzó una rápida mirada al capitán Spada, que respondió con un gesto que parecía decir: “entendido”. Ciertamente, quien hubiera prestado atención al capitán durante aquella visita, habría notado que inspeccionaba con singular atención los alrededores del parque que circundaba al pabellón diecisiete y los sitios que daban vía a él, posiblemente para proyectar alguna acción relacionada en este sentido. El jardín del pabellón limitaba con el muro que rodeaba a Healthful House. Por la parte exterior, este muro taponaba la base misma de la colina, cuya parte de atrás se prolongaba en una tenue pendiente, hasta la ribera derecha del Neuze. Este pabellón sólo tenía un piso, cubierto por una terraza a la italiana. El piso comprendía dos habitaciones y una recepción, con ventanas resguardadas por rejas de hierro. A los lados se alzaban magníficos árboles, que estaban entonces en todo su esplendor. Al frente, verdes prados con jardines florecidos. El total comprendía alrededor de medio acre para uso exclusivo de Tomás Roch, que estaba en libertad de pasear por el jardín bajo la escolta permanente de su guardián. Cuando el Conde de Artigas, el capitán Spada y el Director penetraron en aquel sitio, a quien vieron a la puerta del pabellón fue al guardián Gaydón. El Conde de Artigas pareció inspeccionarlo con detenido esmero. No era la primera ocasión en que los extranjeros corrían a visitar al huésped del pabellón diecisiete, pues el inventor francés era con mucha razón uno de los más curiosos huéspedes de Healthful House. Sin embargo, la atención de Gaydón fue atraída por la originalidad del tipo de aquellos dos personajes, cuya nacionalidad ignoraba. Si bien el nombre del Conde de Artigas no le 25
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era desconocido, jamás tuvo tiempo de encontrarlo en sus escalas en los puertos del Este, y todavía menos imaginó que la goleta Ebba estuviera entonces anclada en la desembocadura del Neuze, al pie de la colina de Healthful House. —Gaydón —preguntó el Director—, ¿dónde está Tomás Roch? —Allá —indicó el guardián, señalando con la mano a un hombre que se paseaba absorto bajo los árboles, tras el pabellón. —El señor Conde de Artigas ha sido autorizado para visitar Healthful House, y no ha querido marcharse sin haber visto a ese Tomás Roch, del que tanto se ha hablado en estos últimos tiempos. —Y del que seguramente se diría todavía más, si el Gobierno federal no hubiera tomado la previsión de confinarlo en este establecimiento —concluyó el Conde de Artigas. —Una previsión necesaria, señor Conde. —Necesaria, por supuesto, señor Director; vale más, para tranquilidad del mundo, que el secreto de su invención muera con él. Gaydón, después de haber observado al Conde de Artigas, no había pronunciado palabra alguna y, adelantándose a los dos extranjeros, se dirigió hacia el fondo del jardín. A los pocos pasos, los visitantes se encontraron frente a Tomás Roch. El inventor no los había visto venir y, cuando estuvieron a poca distancia de él, era probable que él no notara su presencia. Mientras tanto, el capitán Spada reconocía la disposición del sitio, el lugar ocupado por el pabellón diecisiete en la parte inferior del parque de Healthful House. Cuando ascendió por la cuesta, distinguió hábilmente la extremidad de un mástil que sobresalía por encima del muro. Le bastó un vistazo para reconocer el mástil de la goleta Ebba y pudo también asegurarse de que, por aquel lado, el muro se prolongaba por la ribera derecha del Neuze. 26
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Mientras tanto, inmóvil y callado, el Conde de Artigas observaba al inventor francés. Este hombre era vigoroso aún y su salud no parecía haberse deteriorado por el encierro que completaba ya dieciocho meses. Pero su actitud, sus modales desordenados, su mirada extraviada, su falta de atención, revelaban un estado de inconsciencia total y un disturbio grave de sus facultades mentales. Tomás Roch acababa de sentarse sobre un banco y, con la punta de un junquillo que portaba en la mano, dibujó sobre la arena un perfil de fortificación. Luego, arrodillándose, hizo montoncitos de arena que indiscutiblemente representaban fortalezas. En aquel momento, arrancó algunas hojas de un árbol próximo y las plantó en las cúspides de los montoncitos, como pequeñísimas banderas. Hizo todo esto con gran seriedad y sin que lo inquietaran en absoluto las personas que lo observaban. Era un juego de niños, pero un niño no habría expresado tanta seriedad y tanta indiferencia juntas. —¿Está, pues, absolutamente loco? —preguntó el Conde de Artigas que, a pesar de su aplomo habitual, pareció un tanto desalentado. —Ya le he advertido a usted, señor Conde, que nada se podía obtener de él —respondió el Director. —¿No podríamos, al menos, intentar que nos prestara un poco de atención? —Será muy difícil conseguirlo —dijo el Director. Y, dirigiéndose al guardián, añadió: —Diríjale usted la palabra, Gaydón; tal vez le responda a usted. —Probablemente, señor Director —respondió Gaydón. Y palpando al huésped en el hombro, le dijo dulcemente: —¿Tomás Roch? 27
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Éste levantó la cabeza y, de todas las personas allí presentes, sin duda sólo vio a su guardián, aunque el Conde de Artigas, el capitán Spada que acababa de acercarse, y el Director, formaban un círculo alrededor de él. —Tomás Roch —dijo el guardián en inglés—, aquí hay unos señores que están interesados en conversar con usted. Se interesan por su salud… por sus trabajos —esta última palabra fue la única que pareció despertar la atención del inventor. —¿Mis trabajos? —respondió en inglés, lengua que hablaba perfectamente. Tomando entonces entre el índice y el pulgar un pedrusco, lo arrojó contra uno de los montoncitos de arena y lo derribó. Un grito de alegría se escapó de sus labios. —¡Por tierra!… ¡La fortificación por tierra!… ¡Mi Fulgurador!… ¡Mi Fulgurador lo ha destruido todo de un solo golpe! Tomás Roch se había incorporado y el fuego del triunfo brillaba en sus ojos. —¿Se fija usted? —dijo el Director dirigiéndose al Conde de Artigas—. La idea de su invento no lo abandona jamás. —¡Y morirá con él! —afirmó el guardián Gaydón. —¿No podría usted, Gaydón, hacerlo hablar de su explosivo, de su Fulgurador? —Si usted lo desea, señor Director… —Sí, porque intuyo que eso le interesará al señor Conde. —Efectivamente —respondió éste, sin que su frío rostro dejara reflejar los sentimientos que en verdad le estremecían. —Se corre el riesgo de provocarle una nueva crisis —observó el guardián. 28
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—Usted pondrá fin a la conversación cuando lo estime conveniente. Dígale usted a Tomás Roch que un extranjero desea tratar con él de la adquisición de su aparato. —Pero ¿no teme usted que se le escape el secreto? —dijo el Conde de Artigas. Lanzó la pregunta con tal viveza, que Gaydón no pudo contener una mirada de desconfianza que no pareció molestar al enigmático personaje. —No existe temor alguno, —respondió—, y ninguna promesa arrancará su secreto a Tomás Roch, mientras no se le hayan puesto en la mano los millones que exige. —Yo no los llevo —respondió irónicamente el Conde de Artigas. Se volvió Gaydón al huésped y, tocándolo nuevamente en el hombro, le dijo: —Señor Roch, estos dos extranjeros se proponen comprarle a usted el Fulgurador. Tomás Roch se irguió como por arte de magia. —¡Mi Fulgurador! —exclamó—. ¡El Fulgurador Roch! Y una creciente exaltación evidenciaba la proximidad de la crisis que Gaydón había anunciado, y que se originaba siempre por preguntas de aquel género. —¿Cuánto ofrecen ustedes para comprármelo? ¿Cuánto…? ¿Cuánto…? —agregó el inventor francés. No había objeción en ofrecerle una suma, por enorme que fuera. —¿Cuánto…? ¿Cuánto…? —repetía él. —Diez millones de dólares —respondió Gaydón. 29
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—¡Diez millones! —exclamó Tomás Roch—. ¡Diez millones por un Fulgurador cuyo poder es diez millones de veces superior a cuanto se ha hecho hasta aquí! ¡Diez millones por un motor autopropulsado que puede, al estallar, extender su poder destructivo sobre millares de metros cuadrados! ¡Diez millones por el solo deflagrador capaz de provocar su explosión! Todas las riquezas del mundo no alcanzarían para pagar mi invento, y antes que entregarlo por ese precio, me cortaría la lengua con los dientes. ¡Diez millones, cuando vale mil millones… mil millones… mil millones…! Tomás Roch, cuando se trataba con él sobre el asunto de su invento, se mostraba como un hombre al que le falta toda noción y medida de las cosas. Aunque Gaydón le hubiera ofrecido diez mil millones, aquel desquiciado, en su locura, habría exigido más. El Conde de Artigas y el capitán Spada no habían dejado de observarlo desde el principio de la crisis. El Conde siempre flemático, por más que su frente se hubiera ensombrecido; el capitán, moviendo la cabeza como un hombre que pensara: “¡indudablemente, nada se puede hacer con este desventurado!”. Tomás Roch huyó de aquel sitio, y corría gritando con la voz sofocada por la cólera: —¡Mil millones! ¡Mil millones! Gaydón, dirigiéndose entonces al Director, le dijo: —¡Se lo avisé a usted! Inmediatamente se puso en seguimiento de su huésped, se reunió con él, lo atrapó por el brazo sin que el otro opusiera gran resistencia y lo condujo al pabellón, cuya puerta cerró enseguida. El Conde de Artigas se quedó solo con el Director, mientras el capitán Spada recorría una vez más el jardín a lo largo del muro inferior. —Espero no haber exagerado, señor Conde —declaró el Director—. Es evidente que la enfermedad de Tomás Roch evoluciona día a día y, en mi 30
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opinión, llegará a convertirse en una incurable locura. Incluso poniendo a su disposición todo el dinero que pide, no se podría obtener nada. —Es factible —reconoció el Conde de Artigas—. Y, con todo, si sus exigencias financieras son inadmisibles, no es menos cierto que ha inventado un aparato de un poder infinito, por decirlo de alguna manera. —Esa es la opinión de las personas ecuánimes, señor Conde; pero el descubrimiento no tardará en desaparecer con él en una de estas crisis, que cada vez son más violentas. Bien pronto hasta la causa de su interés, el único que parece haber sobrevivido en su espíritu, desaparecerá… —¡Tal vez permanecerá el móvil del odio! —murmuró el Conde de Artigas, en el momento en que el capitán Spada se unía a él frente a la puerta del jardín.
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