Colecci贸n
Julio Verne
El castillo de los C谩rpatos
Julio Verne
El castillo de los Cรกrpatos Ilustraciones GERMร N BELLO
CONTENIDO Biografía
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Primera Parte Capítulo I
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Capítulo II
27
Capítulo III
37
Capítulo IV
45
Capítulo V
61
Capítulo VI
75
Capítulo VII
87
Segunda Parte Capítulo I
101
Capítulo II
117
Capítulo III
129
Capítulo IV
143
Capítulo V
155
Capítulo VI
163
Julio Verne
Capítulo VII
173
Capítulo VIII
179
Capítulo IX
189
Capítulo X
199
Capítulo XI
203
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castillo de de los Cárpatos ElElCastillo
BIOGRAFÍA Julio Verne, a quien se ha considerado el padre de la ciencia ficción moderna, nace en Nantes el 8 de febrero de 1828. Hijo primogénito de un abogado burgués, con sólo 11 años de edad y debido a la férrea disciplina del padre, huye de su casa para enrolarse como grumete en un navío hacia la India, pero, prontamente es atrapado y recuperado por sus padres; castigado y de regreso al hogar paterno es obligado a jurar solemnemente —para fortuna de sus millones de lectores— que sólo viajará en su imaginación y a través de la fantasía. Un juramento que mantuvo en más de ochenta libros traducidos a 112 idiomas, colocando a Verne en segundo lugar en la lista de vendedores de éxitos a nivel mundial. Su juventud y vocación le significaron continuos enfrentamientos con su padre, a quien las inclinaciones literarias de Julio le parecían del todo ridículas. Logra trasladarse a París donde tiene oportunidad de conocer a lo más selecto de la intelectualidad del momento: Víctor Hugo, Eugenio Sue, entre otros, consiguiendo la amistad y protección de los Dumas, padre e hijo. En 1850 culmina sus estudios de derecho y su padre le insta a volver a Nantes, pero Julio se niega, afirmándose en su decisión de convertirse en un profesional de las letras. Predijo con asombrosa exactitud muchos de los logros científicos del siglo XX. Describió los cohetes espaciales, sus dimensiones y características; anticipó detalles de lo que sería la primera misión espacial en pisar la luna; señaló con extraordinaria certeza el país que habría de lograr este avance y su más fiero competidor: Rusia; fantaseó con submarinos, helicópteros, aire acondicionado, la falta de gravedad, la relatividad del tiempo, aventuras de misiles dirigidos e imágenes en movimiento, descripciones hechas con increíble precisión mucho antes de que aparecieran estos inventos. 9
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Verne también participó de la vida política, llegando a ser elegido concejal de Amiens en 1888 por la lista radical, siendo reelegido en 1892, 1896 y 1900. Ideológicamente era decididamente progresista en todo lo que concernía a educación y técnica pero de un marcado carácter conservador, y en ocasiones reaccionario. Murió el 24 de marzo de 1905 Escribió numerosas novelas y cuentos entre los que se destacan: • • • • • • • • • • • • • • • • • • • •
1863 Cinco semanas en globo 1864 Viaje al centro de la Tierra 1865 De la Tierra a la Luna 1866 Viajes y aventuras del capitán Hatteras 1868 Los hijos del capitán Grant 1870 Alrededor de la Luna 1870 Veinte mil leguas de viaje submarino 1870 Gil Braltar 1871 Una ciudad flotante 1873 La vuelta al mundo en ochenta días 1876 Miguel Strogoff 1877 Las indias negras 1878 Un capitán de quince años 1879 Las tribulaciones de un chino en china 1882 Escuela de robinsones 1892 El Castillo de los Cárpatos 1896 Frente a la bandera 1897 La esfinge de los hielos 1901 El pueblo aéreo 1905 El faro del Fin del Mundo
*Referencias basadas en el artículo JULES VERNE de Manuel Domínguez Navarro, aparecido en el número 54 (Julio de 1983) de la revista 1984 y en el libro JULIO VERNE, ESE DESCONOCIDO, de Miguel Salabert.
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El Castillo de los Cárpatos El castillo de los Cárpatos
Primera Parte
CAPÍTULO I
É
sta no es una narración fantástica; es tan sólo una narración novelada. ¿Es necesario deducir que, por ser difícil de creer, no corresponda a la verdad? Suponerlo sería una equivocación. En la época a la que pertenecemos todo puede suceder. Casi tenemos el derecho a decir que todo acaece. Si nuestra narración no es creíble hoy, puede serlo mañana, gracias a los elementos científicos, herencia del progreso, y nadie opinará que deba considerarse leyenda. De otra parte, no se improvisan leyendas a la terminación de este práctico y científico siglo XIX; ni en Bretaña, la comarca de los montaraces korrigans, ni en Escocia, la tierra de los brownics y de los gnomos, ni en Noruega, la patria de los ases, de los elfos, de los silfos y de las valquirias, ni aun en Transilvania, donde el aspecto de los Cárpatos se facilita por sí mismo a todas las evocaciones fantásticas. No obstante, conviene hacer notar que el país transilvano se encuentra todavía fiel a las supersticiones de los tiempos antiguos. M. de Gérando ha descrito estas provincias de la extrema Europa. Eliseo Reclus las ha visitado, pero ninguno de los dos ha dicho algo que se relacione con la particular narración objeto de este libro. ¿La 11
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conocieron? Quizá, pero acaso no han querido aceptar la historia. Resulta lamentable, pues la hubieran contado, el primero con la precisión del historiador, el otro con aquella poesía natural en él y derramada en sus relatos de viaje. Dado que ni uno ni otro lo han hecho, pretendo intentarlo. El 19 de mayo de aquel año, un pastor cuidaba su rebaño a la orilla de un verde prado, al pie del monte Retyezat, que domina un prolífico valle, tapado de árboles de ramaje recto y enriquecido con bellos plantíos. Las tormentas que vienen del noroeste arrasan durante el invierno este terreno descubierto y sin abrigo. Entonces, según frase común del país, se le afeita la barba, y muy al rape algunas veces. Aquel pastor nada tenía de los cuentos románticos o los hermosos cuadros de costumbres, vestía pobremente y llevaba los pies encerrados en gruesos zuecos de madera. Estaba junto al río de Valaquia, de frescas aguas. Frik-Frik, de la aldea de Werst (ese era el nombre del rústico pastor), tan sucio y desarreglado como los animales; bueno para habitar en aquella choza construida a la entrada de la aldea, y donde sus carneros y sus puercos vivían sucios y revueltos. Echado sobre un pequeño montículo cubierto de hierba, dormía el pastor, un ojo cerrado, el otro alerta, con la gran pipa en la boca, silbando frecuentemente a sus perros si alguna oveja se alejaba de la pradera, o tocando el cuerno, cuyo sonido repercutía en el eco de la montaña. Eran las cuatro de la tarde y el sol declinaba en el horizonte. Hacia el este se divisaban algunos montes, cuyas bases estaban como bañados en bruma flotante. Al suroeste, dos gargantas de la cordillera dejaban pasar un inclinado haz de luz solar, como el rayo luminoso que se filtra por una puerta entreabierta. Esta región de montes pertenece a la parte más selvática de la Transilvania, conocida como el distrito Olosvar o de Klausenbkurg. 12
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La Transilvania es una curiosa región del Imperio Austro-Húngaro1; dicha zona se llama en lengua húngara «El Erdely», o, lo que es igual, «el país de los bosques». Se halla limitada al norte por Hungría, al sur por Valaquia, y al oeste por Moldavia. Ocupa una superficie de sesenta mil kilómetros cuadrados, o sea seis millones de hectáreas — aproximadamente la novena parte de Francia—; es una especie de Suiza, pero una mitad más amplia que ese país, aunque sin ser más poblada. La Transilvania, con sus llanuras destinadas al cultivo, sus ricos pastos, sus valles caprichosamente delineados, sus soberbias montañas, ondulada por las ramificaciones de los montes Cárpatos, está cruzada por numerosos ríos que van a engrosar con sus aportes los caudales del Theiss y del soberbio Danubio, cuyas Puertas de Hierro, algunas millas al sur, cierran el desfiladero de la cordillera de los Balkanes, en la frontera de Austria-Hungría y del Imperio Otomano. Tal era el antiguo país de los dacios, que conquistara Trajano en el siglo I de la Era Cristiana. La independencia que disfrutó bajo Juan Zapoly y sus sucesores hasta 1699, llegó a su fin con Leopoldo I, quien la anexionó al Imperio Austro-Húngaro. Pero sea como fuere su constitución política, ha sido ocupada por distintas razas, que, aunque se codean, no llegan a fusionarse; los valacos o rumanos, los húngaros, los gitanos, los szeklers, de origen moldavo, y los mismos sajones, a quienes las circunstancias de lugar y tiempo acabarán por darles el carácter de húngaros, en beneficio de la unidad de Transilvania. ¿A cuál de todos estos grupos pertenecía el pastor Frik? ¿Era acaso un descendiente venido a menos de los antiguos dacios? Arduo resultaría resolver estos asuntos al ver su desordenada cabellera, su rostro tostado por el sol, su barba enredada, sus pobladas cejas, recias como cepillos de crines rojizas; sus ojos entre azules y verdes, ya rodeados de arrugas por la edad. Parecía un hombre de unos sesenta y cinco años. Robusto, alto, seco y erguido bajo su manto amarillento. Un pintor disfrutaría si pudiera trasladar al lienzo su silueta cuando, cubierta la cabeza con un sombrero de paja, se apoya sobre el puntiagudo bastón y permanece inmóvil como una roca. 1
Hoy día Transilvania pertenece a Rumania. Limita al norte con Hungría y al oeste con Servia.
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Cuando los rayos del sol se filtraron a través de las aberturas en los montes del oeste, Frik se volteó, y colocando su mano entre cerrada a modo de catalejo —como si hubiera hecho de ella una corneta— permaneció mirando detenidamente. En el claror del horizonte, a un poco más de una milla, y empequeñecido por la distancia, se delineaban los contornos de un antiguo castillo sobre una aislada cima de la garganta de Vulcano, parte superior de una meseta, llamada «meseta de Orgall». Bajo la cambiante luz del poniente, se destacaba claramente la silueta recortada de aquel edificio. Sin embargo, resultaba imperativo que, el pastor se hallara dotado de una vista poderosa para distinguir algún detalle de aquella lejana figura. Entonces, de repente, y moviendo la cabeza, exclama: —«¡Viejo, viejo!... ¡Cómo ostentas sobre tus cimientos! Tres años más, y ya no existirás, porque tu árbol no tiene ya más que tres ramas». Dicho árbol era un haya, plantada al extremo de uno de los baluartes del muro del castillo, destacaba con su negrura sobre el azul del cielo, como un delicado dibujo de papel picado, que a duras penas sería visible para otro que no fuera Frik, a semejante distancia. En cuanto a la explicación de las palabras pronunciadas por el pastor, basadas en una leyenda del castillo, la daremos a su debido tiempo. —«Sí, —repitió—; tres ramas... Ayer había cuatro, pero la cuarta cayó anoche... ¡Ya no queda más que el muñón! Yo no cuento más que tres en la ahorcajada... ¡Tres, tres nada más, viejo castillo!». Cuando se considera a un pastor desde el punto de vista ideal y romántico, la fantasía hace de él un ser soñador y reflexivo, que conversa con los astros, habla con las estrellas y lee en el firmamento. Pero la realidad es que, habitualmente no pasa de la categoría de un bárbaro ignorante. A pesar de ello, muchas veces las leyendas creídas a medias le atribuyen el don de lo sobrenatural; tal hombre puede hacer maleficios, y si está de humor, conjura los sortilegios, así sobre las 14
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personas como sobre los animales, que al fin y al cabo viene a ser casi lo mismo; vende polvos amorosos, pócimas y mil fórmulas diferentes. Puede llegar hasta a tornar estériles los campos, lanzando sobre ellos piedras encantadas, y deja infecundas a las ovejas tan sólo con hacerles mal de ojo. Tales supersticiones son propias de todos los tiempos y países. Aun en los países más adelantados, hay gente que no pasa en el campo por delante de un pastor sin dirigirle un amistoso saludo, una frase afectuosa, llamándole también «pastor». Un saludo con el sombrero puede ser el medio de librarse de malignas influencias; Transilvania es uno de los lugares donde más sucede esto. Frik era considerado como un mago, como un evocador de sobrenaturales apariciones. Según algunos, vampiros y hombres lobo obedecían sumisos a su voz; según otros, era frecuente encontrarle, al esconderse la luna, en las noches oscuras, montado sobre la compuerta de los molinos, hablando con los lobos o contemplando las estrellas. Frik dejaba que hablaran, y no le iba mal. Vendía hechizos y contrahechizos. Pero — ¡cosa curiosa!— él mismo era tan crédulo como su clientela, y si bien no creía en sus propios sortilegios, daba fe a las leyendas difundidas por la comarca. Así, pues, no debe asombrarnos que hiciera aquel pronóstico referente a la próxima desaparición del antiguo castillo, puesto que el haya sólo tenía ya tres ramas; ni hay que sorprenderse de que se apresurara en comunicarlo al pueblo, a Werst. Después de haber reunido el rebaño, soplando en el largo y blanco cuerno de madera hasta quedar sin aliento, Frik tomó el camino de la aldea. Animando al ganado, le seguían sus perros, dos cazadores de raza mezclada, desobedientes y feroces, que más bien parecían dispuestos a devorar ovejas que a guardarlas. El ganado se componía de una centena de carneros y ovejas. El ganado pertenecía al juez de Werst, el biró Koltz, quien pagaba al concejo del pueblo un fuerte impuesto por el derecho a hacer comer sus animales, y que apreciaba mucho al pastor Frik por sus habilidades 16
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para sacar la lana y como veterinario, entendido en lo que se refiere a todas las plagas de los animales. El rebaño marchaba en un grupo cerrado, haciendo sonar sus campanillas en medio de la confusión de balidos. Al salir del prado, Frik se encaminó por un ancho sendero, bordeando extensos campos, donde ondulaban hermosas espigas de trigo, ya muy crecido sobre las altas cañas; se veían también algunas plantaciones de «kukurutz», que es el maíz de aquel país. El camino conducía a la orilla de un bosque de pinos y abetos de pobladas copas. Más abajo, el río Sil extendía su agua cristalina, filtrada por los guijarros de piedras y sobre él flotaban los fragmentos de madera restantes del trabajo de los aserraderos de río arriba. Perros y carneros se detuvieron en la margen derecha y se pusieron a beber con avidez al borde de la ribera, removiendo la hojarasca de los matorrales. Werst no distaba de allí más de tres tiros de fusil, al otro lado de un espeso bosque, formado de esbeltos árboles y de esos delgados arbustos que crecen tan sólo algunos pies del suelo. Dicho bosque se extendía hasta la garganta de Vulcano, cuya aldea, que lleva este nombre, ocupa una altura escarpada en la ladera sur de los montes del Plesa. A aquella hora la campiña estaba solitaria; hasta entrada la noche no volvían a sus hogares las gentes del campo; Frik no pudo cruzar su saludo tradicional con nadie. Ya había bebido su rebaño, iba a internarse entre los pliegues del valle, cuando en una curva del río Sil apareció un hombre, como a unos cincuenta pasos río abajo. —¡Hola, amigo! —gritó el pastor—. Aquel hombre era uno de esos mercaderes que recorren el distrito. Se les encuentra en las ciudades, en los pueblos y hasta en las más humildes aldeas. No es obstáculo para ellos el hacerse comprender; hablan todas las lenguas. Aquel, ¿era italiano, sajón o valaco? Nadie 17
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hubiera podido decirlo. En realidad era judío polaco, alto y delgado, de afilada nariz y barba puntiaguda, frente abultada y ojos muy vivos. Era vendedor ambulante de anteojos, termómetros, barómetros y relojes de bolsillo. Lo que no guardaba en el morral que, sujeto con correas, llevaba a la espalda, lo colgaba del cuello o de la cintura; algo así como una tienda viva con su escaparate móvil. Probablemente el judío participaba del respeto o del temor que los pastores inspiran. Así que saludó a Frik con la mano. Después, en lengua rumana, que participa del latín y del eslavo, dijo con acento extranjero: —¿Qué tal marchamos, amigo? —Marchamos con el tiempo, —respondió Frik—. —Entonces hoy habrá ido bien. ¡Con este tiempo!... —Pero mañana irá mal, porque lloverá. —¿Lloverá? —Exclamó el comerciante—. ¿Es que en su país llueve sin nubes? —Las nubes ya vendrán esta noche... ¡por allá abajo, por el lado malo de la montaña! —¿Y cómo sabe eso? —En la lana de mis carneros, que está áspera y seca como una piel curtida. —Pues tanto peor para los que tengan que andar por esos caminos. —Y tanto mejor para los que se queden en la puerta de su casa. —Para eso hay que tener una casa, pastor. 18
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—¿Tiene hijos? —dijo Frik. —No. —¿Es usted casado? —No. Frik le preguntó esto, porque es costumbre del país preguntarlo al conocer a alguien. Después añadió: —¿De dónde viene, comerciante? —De Hermanstadt. Hermanstadt es una de las principales poblaciones de Transilvania. Al abandonarla se encuentra el valle de la parte húngara del río Sil, que desciende hasta el arrabal de Petroseny. —¿Y adónde va? —A Kolosvar. El camino a Kolosvar es corto, de no más de treinta kilómetros; basta subir en dirección del valle del Maros; después, por Karlsburg y siguiendo por los pies de los montes Bihar, y ya se está en la capital del distrito. En verdad, que estos mercaderes de barómetros, termómetros y diversos juguetes mecánicos, parecen siempre seres algo diferentes al resto de los hombres, de un modo de caminar característico de su oficio. Venden el tiempo en todas sus formas: el que pasa en cronómetros y relojes, y el que hace y el que hará en barómetros, del mismo modo que otros venden cestos, ropa o telas. Se diría que son los viajantes de la 19
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casa «Saturno y Compañía»2. Sin duda éste fue el efecto que el judío produjo a Frik, el cual contemplaba, no sin asombro, aquella gran cantidad de objetos nuevos para él, y cuya utilidad desconocía. —¡Eh, señor comerciante! —preguntó alargando el brazo—. ¿Para qué sirve eso que cuelga de su cintura, como los huesos de un viejo suspendido? —Son cosas de valor, —respondió el mercader—, objetos útiles para todo el mundo. Y guiñando el ojo, exclamó Frik: —¿A todo él mundo? ¿Y también a los pastores? —También. —¿Y para qué sirve esa maquinaria? —Esta maquinaria, —respondió el judío moviendo un termómetro entre sus manos—, le dice si hace calor o frío. —¡Vaya, amigo! Pues yo no necesito de ella para saberlo cuando sudo bajo o cuando tirito bajo mi manta. Evidentemente: esto debe bastar a un pastor, que no se preocupa gran cosa de los porqués de la ciencia. —¿Y ese grueso recipiente con su aguja? —repuso señalando un barómetro. —No es un recipiente, sino un instrumento que le dice si mañana hará buen tiempo, o si lloverá. —¿Es de veras? 2
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Saturno corresponde al dios romano del tiempo, llamado Cronos por los griegos.
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—De veras. —Bueno, —replicó Frik—, pues yo no lo querría, aunque sólo costara una moneda. Me basta ver las nubes que se arrastran por la montaña, o que cruzan por encima de los más altos picos, para saber, con veinticuatro horas de anticipación, el tiempo que va a hacer. Mire. ¿Ve aquella bruma que parece salir del suelo? Pues ya se lo he dicho, eso significa que mañana tendremos agua. Verdaderamente, el pastor Frik gran observador del tiempo, no necesitaba barómetro. —¿Y tampoco le hará falta un reloj? —dijo el negociante—. —¡Un reloj!... Tengo uno que anda solo. Está colgado sobre mi cabeza... El sol. Mire, amigo: cuando está sobre la punta del Rodük, significa que es medio día; y cuando parece que mira al agujero de Egelt, es que son las seis. Mis carneros lo saben tan bien como yo, y mis perros como los carneros. Guarde, pues, su mercancía. —¡Vaya! —repuso el comerciante—. Muy difícil me sería ganarme mi dinero, si no tuviera más clientes que los pastores. ¿De manera que no necesita nada? —Absolutamente nada. Por lo demás, todas aquellas mercaderías baratas eran de muy mediocre fabricación. Los barómetros no concordaban bien sobre el tiempo bueno o variable; las agujas de los relojes marcaban horas muy largas o minutos muy cortos. En fin, una estafa. ¡Acaso el pastor lo sabía! Por eso no quería comprar nada de aquello. Sin embargo, ya iba a recobrar su bastón, cuando, cogiendo una especie de tubo colgado de una correa del comerciante, le dijo: —¿Para qué sirve este tubo? —No es un tubo. 21
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—Será pues, una pistola, —dijo el pastor—. —No, —dijo el judío—, es un anteojo de aumento. Era, en efecto, uno de esos anteojos comunes que agrandan cinco o seis veces los objetos, o que los aproximan otro tanto, lo que produce el mismo resultado. Frik había cogido aquel instrumento, y le contemplaba, dándole vueltas entre sus manos, haciendo salir y entrar los cilindros. Después, moviendo la cabeza: —¡Un anteojo! —dijo. —Sí, pastor; un magnífico anteojo, que le alargará mucho la vista... —¡Ah! ... Yo tengo muy buenos ojos, amigo. Cuando el tiempo está claro, veo las últimas rocas, hasta la cresta del Retyezat, y los últimos árboles en el fondo de los desfiladeros del Vulcano. —¿Sin esforzar los ojos? —Sin esforzar los ojos, gracias al rocío de la noche, que me limpia la pupila. —¿El rocío? —dijo el otro—. Pronto le dejará ciego. —¡Ah! A los pastores no. —Bien... Si tiene buenos ojos, yo los tengo mejores cuando los utilizo junto con mi anteojo. —¡Tendría que ver eso! —Véalo usted mismo... 22
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—¿Yo? ... —Pruebe. —¿No me costará nada? —preguntó Frik, desconfiado por naturaleza. —Nada; a menos que se decidiera a comprarme el aparato. Tranquilizado sobre este tema, Frik tomó el anteojo, cuyos tubos graduó el buhonero. Después, de haber cerrado el ojo derecho, Frik aplicó el ocular al izquierdo, y empezó a mirar hacia las montañas del Vulcano, subiendo hacia el Plesa; después bajó el instrumento, enfocándole hacia el pueblo de Werst. —¡Diablos! —exclamó—. ¡Pues es verdad! Alcanza más que mis ojos... Allí está la calle Mayor. Reconozco a las personas... Veo a Nic Deck, el guardia que vuelve de su ronda de vigilancia, con la mochila a la espalda y la carabina al hombro. —¡Yo se lo decía! —observó el buhonero. —Sí, sí. Es Nic, —añadió el pastor—. ¿Y quién es aquella mujer que sale de casa del amo Koltz, con falda roja y corpiño negro, como si fuera al encuentro de Nic? —Mire atentamente, y reconocerá a la muchacha, como ha reconocido a Nic. —¡Ah! sí... ¡Es Miriota!... ¡La bella Miriota!... ¡Ah!... ¡Los novios! ... Esta vez tienen que andar con cuidado, porque yo los tengo al alcance de mis ojos, y no me pierdo ninguna de sus caricias. —¿Y qué dice de este aparato? —¡Ah! Que hace ver desde muy lejos. 23
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El asombro de Frik al coger por primera vez un anteojo para mirar la aldea Werst, indicaba lo atrasado que este pueblo se encontraba. Si esto era o no verdad, lo veremos bien pronto. —Pastor, —dijo el mercader—, siga, siga mirando... Más allá de Werst. Este pueblo está muy cerca... ¡Mire mucho más allá! ... —¿Y tampoco me costará nada? —Tampoco. —Bueno... Voy a mirar hacia el Sil húngaro... Sí; allí está el campanario de Livadzel... Le conozco por la cruz, a la que le falta un brazo… Más allá, en el valle, entre los abetos, veo el campanario de Petroseny, con su gallo hecho de lata, con el pico abierto, como si llamara a las gallinas... ¡Diablos! ... Y allí abajo... veo una torre que sobresale por entre los árboles... Debe de ser la torre de Petrilla. Vaya, voy a seguir mirando, porque supongo que el precio será siempre el mismo... —El mismo, pastor. Frik miraba entonces hacia la llanura de Orgall; siguió después contemplando la sombría masa de los bosques situados sobre las vertientes del Plesa, y enfocando el objetivo a la lejana silueta del castillo, exclamó: —Sí... La cuarta rama está en tierra... La había visto bien. Nadie irá a recogerla para hacer una antorcha la noche de San Juan. Nadie irá... Ni yo... Sería arriesgar el cuerpo y el alma. Pero hay uno que la recogerá esta noche, para llevarla al fuego del infierno. Éste es el Chort. Así se refieren al diablo cuando hablan de él en las conversaciones del país. Esas palabras eran incomprensibles para el que no fuera de Werst o de sus cercanías, y posiblemente el judío iba a pedir una explicación, 24
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cuando Frik exclamó con voz en la que el espanto se mezclaba a la sorpresa: —¿Qué es aquella nube que sale del torreón? ¿Es niebla? No; parece humo... Pero no es posible... Desde hace siglos y siglos no echan humo las chimeneas del castillo... —Si ve humo, es que lo hay pastor. —No, señor comerciante, no. Es que el cristal de su anteojo está empañado. —Límpielo si quiere. —Voy a hacerlo. Y después de haber frotado lo vidrios del anteojo con su manga, volvió a mirar. Efectivamente; lo que salía del torreón era humo. Aquella columna subía recta, en el aire tranquilo, y su penacho se confundía con las nubes. Frik, inmóvil, no hablaba ya, concentrando toda su atención sobre el castillo, cuya sombra iba ascendiendo hasta llegar al nivel de la llanura de Orgall. De pronto bajó el aparato, y llevándose la mano al monedero que llevaba bajo su traje preguntó: —¿Cuánto vale esto? —Un florín y medio—, respondió el negociante. Por poco que Frik hubiera regateado, el judío hubiera dado el anteojo en un florín; pero el pastor no regateó. Bajo el influjo de un asombro tan grande como inexplicable, metió la mano en su monedero y sacó el dinero. —¿Es para usted el anteojo? —preguntó el comerciante. 25
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—No; para mi amo. —Entonces, él le reembolsará. —Sí... Los dos florines que me cuesta. —¡Cómo dos florines! —Sí... de ahí para arriba. Buenas tardes, amigo. —Buenas tardes, pastor. Y Frik, silbando a sus perros y reuniendo su rebaño, subió a buen paso en dirección a Werst. Mirándole marchar el judío, movió la cabeza, y murmuró: —De haberlo sabido, le pido más por el anteojo. Después de arreglar sobre sus hombros y cintura su mercancía, tomó la dirección de Karlsburg, volviendo a bajar por la orilla derecha del río Sil. ¿Dónde iba? Poco nos importa. Él no hace más que pasar en esta novela... No le volveremos a ver más.
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