La vuelta al mundo en 80 días

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Julio Verne



Julio Verne

La vuelta al mundo en ochenta días Ilustraciones GERMÁN BELLO

Cangrejo Editores



CONTENIDO Biografía

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Capítulo I

Phileas Fogg y Passepartout se adoptan mutuamente

en calidad de amo el primero y de criado, el segundo.

Capítulo II

Passepartout se convence de haber hallado

por fin su ideal.

19

Capítulo III

Una costosa conversación para Phileas Fogg.

23

Capítulo IV

Passepartout queda estupefacto.

33

Capítulo V

Una nueva acción cotizando en la bolsa londinense.

39

Capítulo VI

La impaciencia de Fix.

43

Capítulo VII

Pasaporte visado.

49

Capítulo VIII

Passepartout habla más de la cuenta.

53

Capítulo IX

El Mar Rojo y el Mar de las Indias benefician a

Phileas Fogg.

61

Capítulo X

Passepartout sólo pierde sus zapatos.

67

Capítulo XI

Un elefante a un precio excepcional.

73

Capítulo XII

En el cual Phileas Fogg y sus compañeros se

aventuran a través de las selvas indias, y lo que

sobrevino después.

Capítulo XIII

En el cual Passepartout prueba una vez más que la

fortuna sonríe a los audaces.

13

83

93


Capítulo XIV

En el cual Phileas Fogg desciende por todo el

admirable valle del Ganges sin siquiera pensar en

lo que ve.

Capítulo XV

Donde el saco de billetes se aligera todavía en algunos

miles de libras.

Capítulo XVI

Donde Fix no tiene apariencia de entender del todo las

cosas de las que se le habla.

Capítulo XVII

Donde se habla de unas cosas y de otras, durante la

travesía de Singapur a Hong-Kong. 129

Capítulo XVIII

En el cual Phileas Fogg, Passepartout y Fix, cada uno

por su lado, se dedican a sus asuntos.

Capítulo XIX

Donde Passepartout toma un interés demasiado vivo

en su amo, y lo que resulta de ello.

Capítulo XX

En el cual Fix entra directamente en relación con

Phileas Fogg.

Capítulo XXI

Donde el patrón del Tankadera corre mucho peligro

de perder una prima de doscientas libras.

Capítulo XXII

Donde Passepartout ve que, incluso al otro lado del

mundo, es prudente tener algún dinero en el bolsillo.

Capítulo XXIII

En el cual la nariz de Passepartout se alarga

excesivamente.

Capítulo XXIV

Durante el cual se realiza la travesía del Océano

Pacífico.

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111

121

137

143

155

165

177

185

195

Capítulo XXV

Donde se echa un ligero vistazo a San Francisco,

en un día de mitin. 203

Capítulo XXVI

En el cual se toma el tren expreso del ferrocarril

del Pacífico.

213


Capítulo XXVII

En el cual Passepartout toma, a una velocidad de

veinte millas por hora, un curso de historia mormona. 221

Capítulo XXVIII

El el cual Passepartout no pudo lograr hacer

oír el lenguaje de la razón.

Capítulo XXIX

Donde se hará el relato de distintos incidentes que sólo

se encuentran sobre los ferrocarriles de la Unión.

Capítulo XXX

En el cual Phileas Fogg simplemente

cumple con su deber.

Capítulo XXXI

En el cual el inspector Fix toma muy seriamente los

intereses de Phileas Fogg.

Capítulo XXXII

En el cual Phileas Fogg se compromete en una lucha

directa contra la mala suerte.

229

241

251

261

269

Capítulo XXXIII Donde Phileas Fogg se muestra a la altura de las

circunstancias.

275

Capítulo XXXIV Que le procura la ocasión a Passepartout de hacer un

juego de palabras atroz, pero quizá inédito.

Capítulo XXXV

En el cual Passepartout no se hace repetir dos veces

la orden que su amo le da.

287

293

Capítulo XXXVI En el cual Phileas Fogg se cotiza de nuevo

en el mercado.

301

Capítulo XXXVII En el cual es probado que Phileas Fogg no ganó darle

la vuelta al mundo, sino la felicidad.

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La vuelta al mundo en ochenta días

BIOGRAFÍA Julio Verne, considerado el padre de la ciencia ficción moderna, nace en Nantes el 8 de febrero de 1828. Hijo primogénito de un abogado burgués, con sólo 11 años de edad y debido a la férrea disciplina del padre, huye de su casa para enrolarse como grumete en un navío hacia la India, pero, prontamente es atrapado y recuperado por sus padres; castigado y de regreso al hogar paterno es obligado a jurar solemnemente —para fortuna de sus millones de lectores— que sólo viajará en su imaginación y a través de la fantasía. Un juramento que mantuvo en más de ochenta libros traducidos a 112 idiomas, colocando a Verne en segundo lugar en la lista de vendedores de éxitos a nivel mundial. Su juventud y vocación le significaron continuos enfrentamientos con su padre, a quien las inclinaciones literarias de Julio le parecían del todo ridículas. Logra trasladarse a París donde tiene oportunidad de conocer a lo más selecto de la intelectualidad del momento: Víctor Hugo, Eugenio Sue, entre otros, consiguiendo la amistad y protección de los Dumas, padre e hijo. En 1850 culmina sus estudios de derecho y su padre le insta a volver a Nantes, pero Julio se niega, afirmándose en su decisión de convertirse en un profesional de las letras. Predijo con asombrosa exactitud muchos de los logros científicos del siglo xx. Describió los cohetes espaciales, sus dimensiones y características; anticipó detalles de lo que sería la primera misión espacial en pisar la luna; señaló con extraordinaria certeza el país que habría de lograr este avance y su más fiero competidor: Rusia; fantaseó con submarinos, helicópteros, aire acondicionado, la falta de gravedad, la relatividad del tiempo, aventuras de misiles dirigidos e imágenes en movimiento, descripciones hechas con increíble precisión mucho antes de que aparecieran estos inventos. Verne también participó de la vida política, llegando a ser elegido concejal de Amiens en 1888, por la lista radical, siendo reelegido en 1892, 11


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1896 y 1900. Ideológicamente era decididamente progresista en todo lo que concernía a educación y técnica pero de un marcado carácter conservador, y en ocasiones reaccionario. Murió el 24 de marzo de 1905 Escribió numerosas novelas y cuentos entre los que se destacan: • • • • • • • • • • • • • • • • • • • •

1863 Cinco semanas en globo 1864 Viaje al centro de la Tierra 1865 De la Tierra a la Luna 1866 Viajes y aventuras del capitán Hatteras 1868 Los hijos del capitán Grant 1870 Alrededor de la Luna 1870 Veinte mil leguas de viaje submarino 1870 Gil Braltar 1871 Una ciudad flotante 1873 La vuelta al mundo en ochenta días 1876 Miguel Strogoff 1877 Las Indias Negras 1878 Un capitán de quince años 1879 Las tribulaciones de un chino en China 1882 Escuela de robinsones 1892 El Castillo de los Cárpatos 1896 Frente a la bandera 1897 La esfinge de los hielos 1901 El pueblo aéreo 1905 El faro del Fin del Mundo

*Referencias basadas en el artículo JULES VERNE de Manuel Domínguez Navarro, aparecido en el número 54 (Julio de 1983) de la revista 1984 y en el libro JULIO VERNE, ESE DESCONOCIDO, de Miguel Salabert.

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La vuelta al mundo en ochenta días

Capítulo I

Phileas Fogg y Passepartout se adoptan mutuamente en calidad de amo el primero y de criado, el segundo.

P

ara el año de 1872, la casa número 7 de Saville Row1, en Burlington Gardens —donde murió Sheridan en 1814— se encontraba habitada por Phileas Fogg, uno de los más notables y singulares miembros del Reform-Club de Londres, a pesar de su aparente interés en no hacer nada que llamase la atención. Por consiguiente, Phileas Fogg, enigmá­tico personaje de quien sólo se sabía que era un hombre muy galante y de los más cumplidos gentleman2 de la alta sociedad inglesa, sucedía a uno de los más grandes oradores que honran a Inglaterra. 1

Se dejaron en cursiva los nombres de lugares que no tienen una escritura normalizada en español (como Allahabad, Pillaji o Regent-street). Por otra parte, se usan en redondas los nombres de lugares que tienen, por un acuerdo normalizado, una manera correcta de escribirse en español (como Malasia, Singapur o Suez).

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Gentleman: caballero

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Se decía que tenía cierto parecido con lord Byron —en lo que a su cabe­za se refiere, porque, en cuanto a los pies, no tenía defecto alguno—, pero a un Byron de bigote y patillas, a un Byron imperturbable, que hubiera vivido mil años sin envejecer. Phileas Fogg era inglés, ciertamente, pero quizá no había nacido en Londres. Jamás se le había visto en la Bolsa ni en el Banco, ni en ninguna de las oficinas mercantiles de la City. Ni las dársenas ni los docks3 de Londres recibieron nunca un navío cuyo armador fuese Phileas Fogg. Su nombre no figu­raba en ningún comité de administración y tampoco se había escuchado en un colegio de abogados, ni en el Temple, ni en Lincoln´s Inn, ni en Gray’s Inn. Nunca informó en la Audiencia del Canciller, ni en el Banco de la Reina, ni en el Echiquier, ni en los Tribunales Eclesiásticos. No era ni industrial, ni negociante, ni mercader, ni agricultor. No formaba parte ni del Instituto Real de la Gran Bretaña ni del Instituto de Londres, ni del Instituto de los Artistas, ni del Instituto Russel, ni del Instituto Literario del Oeste, ni del Instituto de Derecho, ni de ese Instituto de las Ciencias y las Artes Reunidas que está coloca­do bajo la protección de “Su Graciosa Majestad”. En fin, no pertenecía a ninguna de las numerosas Sociedades que pueblan la capital de Inglaterra, desde la Sociedad de la Armónica hasta la Sociedad Entomológica, fun­dada principalmente con el fin de destruir los insectos nocivos. Phileas Fogg era miembro del Reform-Club, sólo eso. Al que hubiese extrañado que un personaje tan misterioso alternase con los miembros de tan honorable asociación, se le podría haber respondido que entró en ella recomendado por los hermanos Baring, de cuyo banco obtuvo cierta reputación debida a la regularidad con que sus cheques eran pagados a la vista por el saldo de su cuenta corriente, invariablemente acreedora. ¿Era rico Phileas Fogg? No cabía duda. Pero, cómo había obtenido su fortuna, es lo que los mejor infor­mados no podían decir, y para saberlo, el último a quien convenía dirigirse era al señor Fogg. En todo caso, a pesar de no ser demasiado pródigo, tam­poco avaro, porque en cualquier parte donde faltase auxilio para una causa noble, útil o generosa, solía brindarlo con sigilo y hasta con el velo del anonimato. 3

Docks: muelles

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En suma, difícil encontrar alguien que fuese menos comuni­cativo que este caballero. Hablaba lo menos posible y parecía tanto más misterioso cuanto más silencioso era. Llevaba su vida al día; pero lo que hacía era siempre lo mismo, de forma tan matemática, que la imaginación descontenta buscaba lo que podría haber más allá. ¿Había viajado? Era factible, porque conocía el mapamundi mejor que cualquiera. No había sitio, por remoto que resultara del que no pareciese tener un especial conocimiento. A veces, pero siempre en pocas breves y claras palabras, desvirtuaba los mil pro­pósitos falsos que solían circular en el club acerca de viajeros perdidos o extraviados, indicaba las probabi­lidades más reales y con frecuencia, sus palabras parecían haberse inspirado en una videncia que los sucesos acababan siem­pre por confirmar. Era un hombre que debía haber viajado por todas partes, por lo menos, con su mente. Cierto era que desde hacía muchos años Phileas Fogg no había dejado Londres. Los que tenían el honor de conocerle más a fondo que los demás, aseguraban que —excepción hecha del camino diariamen­te recorrido por él desde su casa al club— nadie podía pretender haberlo visto en otro sitio. Su único pasatiempo era leer los periódicos y jugar al whist4. Solía ganar en ese silencioso juego, tan apropiado a su natu­raleza, pero las ganancias nunca entraban en su bolsillo, pues figuraban por una suma respetable en su presu­puesto de caridad. Por lo demás —es preciso anotarlo—, el señor Fogg, evidentemente jugaba por jugar, no por ganar. Para él, el juego era un combate, una lucha contra una dificultad; pero lucha sin movimien­to y sin fatiga, condiciones ambas que venían bien a su temperamento. No se sabía que tuviese ni mujer ni hijos —cosa que puede suceder a la persona más decente del mundo—, ni parientes ni amigos —lo cual era todavía más extraño—. Phileas Fogg vivía solo en su casa de Saville Row, donde no entraba nadie. Un criado le bastaba para su servicio. Almorzaba y comía en el club a horas cronométricamente determinadas, en el mismo comedor, en la misma mesa, sin tratarse nunca con sus colegas, sin convidar jamás a extraño alguno, sólo volvía a su casa para acostarse a la media noche exacta, sin hacer uso en ninguna ocasión de los cómodos dormitorios que el Reform-Club pone a dis­posición de sus miembros. De las veinti­cuatro

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Whist: primer gran juego inglés de sociedad. Juego de naipes.

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horas del día, pasaba diez en su casa, que dedi­caba al sueño o al tocador. Si daba un paseo, invariablemente lo hacía con paso igual, por el vestíbulo entarimado, o por la galería circular coronada por una cúpula con vidrieras azuladas que sostenían veinte columnas jónicas de pórfido rosa. Cuando almorzaba o cenaba, las coci­nas, la repostería, la despensa, la pescadería y la leche­ría del club eran las que con sus suculentas reservas proveían su mesa; los camareros del club, graves per­sonas vestidas de negro y calzados con zapatos de suela de fieltro, eran quienes le servían en una vajilla especial y sobre espléndida mantelería de lienzo sajón; la cristalería del club era la que con­tenía su jerez, su oporto o su clarete mezclado con canela o cinamomo; en fin, el hielo del club —hielo traído de los lagos de América a costa de gran­des desembolsos—, conservaba sus bebidas en un satisfactorio estado de frescura. Si vivir de tal forma es lo que se llama ser excéntrico, preciso es reconocer que algo tiene de bueno la excentricidad. La casa en Saville Row, sin ser suntuosa, resultaba muy confortable. Por lo demás, con los invariables hábitos del inquilino, el servicio no era difícil. Sin embargo, Phileas Fogg exigía de su único criado una regularidad y una puntualidad extraordina­rias. Aquel mismo día, 2 de octubre, Phileas Fogg había despedido a James Foster, —por la enorme equivocación de haberle llevado el agua para afeitarse a ochenta y cuatro grados Fahrenheit en vez de ochenta y seis— y esperaba a su sucesor, que debía presentarse entre once y once y media. Phileas Fogg, rectamente sentado en su butaca, los pies juntos como los de los soldados en formación, las manos sobre las rodillas, el cuerpo rígido, la cabeza erguida, seguía la marcha del minutero del reloj, complicado aparato que señalaba las horas, los minutos, los segun­dos, los días y años. Al dar las once y media, el señor Fogg, según su cotidiana costumbre debía salir de su casa para ir al Reform-Club. En aquel momento llamaron a la puerta de la sala en la que se encontraba Phileas Fogg. El despedido James Foster apareció, diciendo: 16


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—El nuevo criado. Un mozo de unos treinta años apareció y saludó. —¿Es usted francés y se llama John? —Le preguntó Phileas Fogg. —Jean, si el señor no lo toma a mal —respondió el recién llegado—. Jean Passepartout, apodo que me ha quedado y que justificaba mi natural aptitud para salir de todo apuro. Considero ser persona honrada, aunque, para ser sincero, he tenido varios oficios. He sido cantor ambulan­te, artista de circo donde daba el salto como Leotard y bailaba en la cuerda como Blondin; luego, con el ánimo de hacer más útiles mis habilidades, me dediqué a profesor de gimnasia, y por último, fui sargento de bom­beros en París; en mi hoja de servicios se registran algunos incendios notables. Hace cinco años que abandoné Francia, y queriendo experimentar la vida doméstica soy ayuda de cámara en Inglaterra. Hallándome sin empleo y habiendo sabido que el señor Phileas Fogg era el hombre más exacto y sedentario del Reino Unido, me he presentado en casa del señor, esperando vivir con tranquilidad y olvidar hasta el apodo de Passepartout. —Passepartout me conviene —respondió el caballero—. Me ha sido usted recomendado. Tengo buenas referencias sobre su conducta. ¿Conoce las con­diciones? —Sí, señor. —Bien. ¿Qué hora tiene? —Las once y veintidós —respondió Passepartout, sacando de las profundidades del bolsillo de su chale­co un enorme reloj de plata. —Va usted atrasado. —El señor perdone, pero es imposible. —Va cuatro minutos atrasado. No importa. Basta con hacer constar la diferencia. Desde este momento, las once y veintinueve de la mañana, hoy miércoles 2 de octubre de 1872, entra usted a mi servicio. 17


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Dicho esto, Phileas Fogg se levantó y con la mano izquierda tomó el sombrero que colocó en su cabeza mediante un movimiento automático, desapareciendo sin decir palabra. Passepartout oyó por primera vez el ruido de la puer­ta al cerrarse; era su nuevo amo quien salía; luego, escuchó de nuevo el mismo ruido; era James Foster que se marchaba también. Passepartout se quedó solo en la casa de Saville ­Row.

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La vuelta al mundo en ochenta días

Capítulo II

Passepartout se convence de haber hallado por fin su ideal.

A —

fe mía —decía para sí Passepartout, un tanto aturdi­d o al principio—, he conocido en casa de madame Tussaud personajes de tanto ánimo como mi nuevo amo.

Conviene advertir que los “personajes” de madame Tussaud son unas figuras de cera muy visitadas, y a las cuales verdaderamente no les falta más que hablar. Durante los breves instantes en que pudo conversar con Phileas Fogg, Passepartout había examinado rápida pero cuidadosamente a su nuevo amo. Era un hombre de unos cuarenta años, de noble y arrogante figura, alto de estatura, con cierta lige­ra obesidad que no le venía mal, de cabellera rubia, frente tersa y sin señal de arrugas en las sienes, rostro más bien pálido que son­rosado y espléndida dentadura. Parecía poseer en el más alto grado eso que los fisonomistas llaman “el reposo en la acción” facultad común a todos los que hacen más trabajo que ruido. Sereno, flemático, mira­da transparente, inmóvil el párpado, era el tipo cabal de esos ingleses de sangre fría que suelen encontrarse a menu­do en el Reino Unido, y cuya actitud algo académica ha 19


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sido tan fielmente reproducida por el pincel de Angélica Kauffmann. Visto en los diferentes actos de su existencia, este gentleman despertaba la idea de un ser muy equilibrado en todas sus partes, proporcionado con precisión, y tan exacto como un cronómetro de Leroy o de Earnshaw. En efecto, Phileas Fogg era la exactitud personificada, lo que se veía cla­ramente en la “expresión de sus pies y de sus manos”, pues en el hombre, así como en los animales, las extremidades son órganos expresivos de las emociones. Phileas Fogg era de aquellos personajes matemática­mente exactos que, sin precipitación pero siempre dis­puestos, economizan sus pasos y sus movimientos. Nunca daba un paso de más. No desperdiciaba una mirada dirigiéndola al techo. No se permi­tía algún gesto superfluo. Jamás se le vio ni conmo­vido ni perturbado. Era el hombre menos apresurado del mundo, pero siempre llegaba puntual. Resulta comprensible pues, que viviera solo y, por decirlo así, aislado de toda relación social. Sabía que en la vida hay que dedicar mucho al roce, y como éste obstaculiza, no se rozaba con nadie. En lo que respecta a Jean, llamado Passepartout, un verdadero parisiense de París, durante los cinco años que llevaba en Inglaterra desempeñando la profesión de ayuda de cámara, en vano había tratado de encontrar un amo a quien pudiera tomar cariño. Passepartout no era, en absoluto, uno de esos Frontin o Mascarille5, que, con la cabeza y los hombros levantados, des­carado y seco el mirar, no son más que unos pillos insolentes; no. Passepartout era un honrado chico de amable fisonomía y labios salientes, dispuesto siempre a sabo­rear o a acariciar; un ser apacible y servicial, con una de esas cabezas redondas y bonachonas que siempre nos gusta encontrar en los hombros de un amigo. Tenía azules los ojos, tez sonrosada, el rostro suficiente­mente grueso en donde resaltan los pómulos, ancho el pecho, fuertes las caderas, vigorosa la musculatura, y con una fuerza hercúlea que los ejer­cicios de su juventud habían desarrollado admirablemente. Sus cabellos castaños estaban un tanto enmarañados. Si los escultores de la antigüedad conocían dieciocho modos distintos de arreglar la cabeza de Minerva, Passepartout sólo conocía una para acomodar la suya: con tres pases de batidor estaba peinado. 5

Frontin o Mascarille: personaje del antiguo teatro francés (Frontin), que encarna al criado audaz e insolente. El análogo en la comedia italiana es “Mascarillo”.

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La vuelta al mundo en ochenta días

Presagiar si el carácter afable de este muchacho podía congeniar con el de Phileas Fogg, es cosa que sugiere la elemental prudencia. ¿Sería Passepartout ese cria­do exacto y puntual que necesitaba su amo? El tiempo lo demostraría. Después de haber tenido, como ya conocemos, una juventud algo agitada, ahora aspiraba al sosiego. Había oído ensalzar el metodismo inglés y la proverbial frialdad de los gentlemen, y fue a buscar fortuna a Inglaterra. Pero hasta entonces la fortuna le había sido esquiva. En ninguna parte le fue posible echar raíces. Sirvió en diez casas distintas, y en todas ellas los amos eran caprichosos, variables, aficionados a correr aventuras o a viajar, cosas todas ellas que ya no convenían a Passepartout. Su último señor, el joven lord Longsferry, miembro del Parlamento, des­pués de pasar las noches en los “oysters rooms6” de Haymarquet, volvía a su casa muy a menudo sobre los hombros de los policías. Queriendo Passepartout ante todo preservar la dignidad de su amo, arriesgó algunas observa­ciones respetuosas que fueron mal recibidas, y rompió con él. Supo entre tanto que Phileas Fogg buscaba criado y tomó informes acerca de este caballero. Un personaje cuya existencia era tan regular, que no dormía fuera de casa, que no viajaba, que nunca, ni un día siquiera, se ausentaba, no podía sino convenirle. Se presentó y fue admitido en las circunstancias que ya conocemos. Passepartout, al dar las once y media, se hallaba solo en la casa de Saville Row. Dio comienzo a la inspección de la misma. Recorrió desde la bodega al tejado; y aquella casa limpia, arreglada, severa, puritana, bien orga­nizada para el servicio, le agradó. Le produjo la impre­sión de una cáscara de caracol alumbrada y calentada con gas, porque el hidrógeno carburado era suficiente para todas las necesidades de luz y calor. Passepartout halló sin gran esfuerzo en el segundo piso la habitación que le estaba destinada. Le gustó. Timbres eléctricos y tubos acústicos le ponían en comunicación con los aposentos del entresuelo y del principal. Encima de la chime­nea había un reloj eléctrico en correspondencia con el que tenía Phileas Fogg en su dormitorio, y de esta manera ambos aparatos marcaban el mismo segundo en igual momento. —Me gusta, me gusta—, decía para sí Passepartout. Oysters rooms: “casa de té” pero era sólo el nombre ya que en realidad se refiere a “casa de prostitución”.

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Observó también en su habitación una nota colocada encima del reloj. Era el programa del servicio diario. Comprendía —desde las ocho de la mañana, hora reglamentaria en que se levantaba Phileas Fogg, hasta las once y media, en que dejaba su casa para ir a almor­zar al club— con todos los detalles del servicio, el té con tostadas de las ocho y veintitrés, el agua caliente para rasurarse de las nueve y treinta y siete, el peinado de las diez menos veinte, etc. Posteriormente, a partir de las once de la noche —instantes en que se acostaba el metódico gentleman— todo estaba anotado, previsto, regularizado. Passepartout pasó un rato feliz meditando este programa y grabando en su memoria los diversos puntos que contenía. En cuanto al ropero del señor, estaba perfec­tamente organizado y maravillosamente conformado. Cada pantalón, chaqueta o chaleco tenía su número de orden, reproducido en un libro de entrada y salida, que indicaba la fecha en que, según la estación, cada prenda debía ser utilizada; reglamentación que se aplicaba también al calzado. Finalmente, en esta casa de Saville Row —casa que debía haber sido el templo del desorden en la época del ilustre pero libertino Sheridan— la delicadeza con que estaba amueblada, anunciaba un apacible desahogo. No había ni biblioteca ni libros que hubieran resultado inútiles para el señor Fogg, dado que el Reform-Club tenía a disposición de sus afiliados, dos bibliotecas, consagradas una a la literatura, y otra al derecho y a la política. En el dormitorio había un arca de hierro de tamaño regular, cuya especial construcción la ponía fuera del alcance de los peligros de incendio y robo. No se veía en la casa ni armas ni otros utensi­lios de caza ni de guerra. Todo indicaba los hábitos más sosegados. Después de haber examinado esta vivienda deteni­damente, Passepartout se frotó las manos, su cara redon­da se ensanchó, y repitió con alegría: —¡Me gusta, me gusta! ¡Es lo que me convie­ne! Nos entenderemos perfectamente con el señor Fogg. ¡Un hombre casero y tranquilo! ¡Una verdadera máquina! Pero no me desagrada servir a una máquina.

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