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tribulaciones de un chino en China Las
Julio Verne
Las tribulaciones de un chino en China Ilustraciones GERMĂ N BELLO
Cangrejo Editores
CONTENIDO Biografía Capítulo I Capítulo II Capítulo III Capítulo IV Capítulo V Capítulo VI Capítulo VII Capítulo VIII Capítulo IX Capítulo X Capítulo XI Capítulo XII
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Donde la personalidad y nacionalidad de los personajes se conocen poco a poco. 11 En el cual Kin-Fo y el filósofo Wang son presentados de manera más clara. 23 Donde el lector podrá, sin cansarse, echar un vistazo a la ciudad de Shanghai. 33 En el cual Kin-Fo recibe una carta importante que tiene ya ocho días de retraso. 43 En el cual Lé-ou recibe una carta que hubiera preferido no recibir. 53 Que quizá dará al lector ganas de hacer una visita a las oficinas de La Centenaria. 61 Que sería muy triste, si no se tratara de los usos y costumbres particulares del Imperio Celeste. 73 Donde Kin-Fo le hace a Wang una seria proposición que él acepta no menos seriamente. 85 Cuya conclusión, por singular que sea, quizá no sorprenderá al lector. 93 En el cual Craig y Fry son oficialmente presentados al nuevo cliente de La Centenaria. 105 En el cual se ve a Kin-Fo convertirse en el hombre más famoso del Imperio del Medio. 113 En el cual Kin-Fo, sus dos acompañantes y su criado se van a la aventura. 123
Capítulo XIII En el cual se oye la famosa canción de “Las cinco vísperas del centenario”. 135 Capítulo XIV Donde el lector podrá, sin cansancio, recorrer cuatro ciudades en una sola. 147 Capítulo XV Que reserva ciertamente una sorpresa a Kin-Fo, y quizá al lector. 159 Capítulo XVI En el cual Kin-Fo, todavía soltero, comienza a correr de nuevo a toda prisa. 171 Capítulo XVII En el cual se compromete el valor comercial de Kin-Fo una vez más. 181 Capítulo XVIII En el cual Craig y Fry, impulsados por la curiosidad, visitan la bodega del Sam-Yep. 193 Capítulo XIX Que no termina bien ni para el capitán Yin, comandante del Sam-Yep, ni para su tripulación. 207 Capítulo XX Donde se verá a qué se exponen las gentes que emplean los aparatos del capitán Boyton. 219 Capítulo XXI En el cual Craig y Fry ven elevarse la luna con una extrema satisfacción. 233 Capítulo XXII Que el lector mismo hubiera podido escribir, ¡tal es la manera inesperada como termina! 247
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BIOGRAFÍA Julio Verne, considerado el padre de la ciencia ficción moderna, nace en Nantes el 8 de febrero de 1828. Hijo primogénito de un abogado burgués, con sólo 11 años de edad y debido a la férrea disciplina del padre, huye de su casa para enrolarse como grumete en un navío hacia la India, pero, prontamente es atrapado y recuperado por sus padres; castigado y de regreso al hogar paterno es obligado a jurar solemnemente —para fortuna de sus millones de lectores— que sólo viajará en su imaginación y a través de la fantasía. Un juramento que mantuvo en más de ochenta libros traducidos a 112 idiomas, colocando a Verne en segundo lugar en la lista de vendedores de éxitos a nivel mundial. Su juventud y vocación le significaron continuos enfrentamientos con su padre, a quien las inclinaciones literarias de Julio le parecían del todo ridículas. Logra trasladarse a París donde tiene oportunidad de conocer a lo más selecto de la intelectualidad del momento: Víctor Hugo, Eugenio Sue, entre otros, consiguiendo la amistad y protección de los Dumas, padre e hijo. En 1850 culmina sus estudios de derecho y su padre le insta a volver a Nantes, pero Julio se niega, afirmándose en su decisión de convertirse en un profesional de las letras. Predijo con asombrosa exactitud muchos de los logros científicos del siglo xx. Describió los cohetes espaciales, sus dimensiones y características; anticipó detalles de lo que sería la primera misión espacial en pisar la luna; señaló con extraordinaria certeza el país que habría de lograr este avance y su más fiero competidor: Rusia; fantaseó con submarinos, helicópteros, aire acondicionado, la falta de gravedad, la relatividad del tiempo, aventuras de misiles dirigidos e imágenes en movimiento, descripciones hechas con increíble precisión mucho antes de que aparecieran estos inventos. Verne también participó de la vida política, llegando a ser elegido concejal de Amiens en 1888, por la lista radical, siendo reelegido en 1892, 9
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1896 y 1900. Ideológicamente era decididamente progresista en todo lo que concernía a educación y técnica pero de un marcado carácter conservador, y en ocasiones reaccionario. Murió el 24 de marzo de 1905 Escribió numerosas novelas y cuentos entre los que se destacan: • • • • • • • • • • • • • • • • • • • •
1863 Cinco semanas en globo 1864 Viaje al centro de la Tierra 1865 De la Tierra a la Luna 1866 Viajes y aventuras del capitán Hatteras 1868 Los hijos del capitán Grant 1870 Alrededor de la Luna 1870 Veinte mil leguas de viaje submarino 1870 Gil Braltar 1871 Una ciudad flotante 1873 La vuelta al mundo en ochenta días 1876 Miguel Strogoff 1877 Las Indias Negras 1878 Un capitán de quince años 1879 Las tribulaciones de un chino en China 1882 Escuela de robinsones 1892 El Castillo de los Cárpatos 1896 Frente a la bandera 1897 La esfinge de los hielos 1901 El pueblo aéreo 1905 El faro del Fin del Mundo
*Referencias basadas en el artículo JULES VERNE de Manuel Domínguez Navarro, aparecido en el número 54 (Julio de 1983) de la revista 1984 y en el libro JULIO VERNE, ESE DESCONOCIDO, de Miguel Salabert.
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Capítulo I
Donde la personalidad y nacionalidad de los personajes se conocen poco a poco.
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in embargo, ¡hay que aceptar que la vida tiene cosas buenas! —dijo uno de los invitados, con los codos sobre los brazos de su asiento con respaldo de mármol, mientras chupaba una raíz 1 de nenúfar azucarado. —
—¡Y también malas! —respondía tosiendo otro, que estuvo a punto de ahogarse con una aleta de tiburón. —¡Seamos filósofos! —dijo entonces uno de más edad. Su nariz sostenía un enorme par de anteojos, de grandes cristales montados sobre armadura de madera—. Hoy corremos el riesgo de ahogarnos y mañana todo pasa, igual que los sorbos de este suave néctar. ¡Eso es la vida, ni más ni menos!
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El nenúfar o ninfa es una planta acuática de apariencia similar a la flor de loto. En la antigüedad lo usaban con fines curativos y narcóticos.
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Y diciendo esto, aquel epicúreo2 de ánimo complaciente se bebió una copa de excelente vino tibio, cuyo ligero vapor se escapaba lentamente de una tetera metálica. —A mí —dijo otro invitado—, la existencia me parece muy aceptable cuando no se hace nada y se tienen los medios para estar ocioso. —¡Error! —repuso el quinto comensal—. La felicidad consiste en el estudio y el trabajo. Buscar la dicha es adquirir la mayor cantidad de conocimientos. —Y llegar a saber que en resumidas cuentas no se sabe nada. —¿Ése no es el principio de la sabiduría? —¿Y cuál es el fin? —¡La sabiduría no tiene fin! —respondió filosóficamente el de los anteojos—. La suprema satisfacción sería tener sentido común. Entonces el primer comensal se dirigió al anfitrión, que ocupaba la cabecera de la mesa, es decir, el peor lugar, tal como lo exigen las leyes de la cortesía. El anfitrión, indiferente y distraído, escuchaba aquella disertación sin decir nada. —¡Veamos! ¿Qué piensa nuestro anfitrión de estas divagaciones hechas entre copa y copa? ¿Encuentra buena o mala la existencia? ¿Está a favor o en contra de ella? El anfitrión estaba comiendo lentamente pepitas de sandía. Se contentó con adelantar los labios con una expresión de desprecio, como a quien no interesa la conversación. —¡Psé! —dijo. 2
Se llama epicúreo a una persona entregada a los placeres, un vividor. Toma su nombre de Epicuro, un filósofo griego que vivió en el siglo III a. de C.
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Ésta es la exclamación por excelencia de los indiferentes. Dice todo y no dice nada. Es propia de todas las lenguas y debe figurar en todos los diccionarios del globo; es una mueca articulada. Los cinco convidados a quienes aquel aburrido personaje daba de comer le repitieron entonces sus argumentos, cada uno en favor de su tesis. Querían saber su opinión. Al principio se negó a responder; pero al fin terminó por decir que la vida no era ni buena ni mala. A su modo de ver, era una “invención” bastante insignificante, poco agradable en resumen. —¡Ése es nuestro amigo! —¿Y cómo puede él hablar así, cuando nunca ha turbado su descanso ni un pétalo de rosa? —¡Y cuando es joven! —¡Joven y con buena salud! —¡Con buena salud y rico! —¡Muy rico! —¡Más que muy rico! —¡Demasiado rico, quizá! Estas afirmaciones se cruzaron como petardos de fuegos artificiales, sin producir ni siquiera una sonrisa en la imperturbable fisonomía del anfitrión. Se había contentado con encogerse ligeramente de hombros, como quien no había querido nunca hojear el libro de su propia vida, ni siquiera por una hora, y que no había abierto ni las primeras páginas. Sin embargo, aquel indiferente no tenía más de treinta y un años, una salud muy vigorosa, una gran fortuna, un talento cultivado y su inteligencia 13
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estaba sobre el promedio. Tenía, en fin, todo lo que les falta a tantos otros para ser felices en este mundo. ¿Por qué él no lo era? ¿Por qué? La voz grave del filósofo se levantó entonces y, hablando como el director de un coro, dijo: —Amigo, si no eres feliz en este mundo es porque, hasta aquí, tu felicidad no ha sido negativa. Con la felicidad sucede lo mismo que con la salud: para gozar bien de ella, es preciso haber sentido su falta alguna vez. Ahora bien, tú no has estado nunca enfermo, ni tampoco has sido desdichado. ¡Eso es lo que le falta a tu vida! ¿Cómo puede apreciar la dicha quien no ha conocido la desgracia ni siquiera por un instante? Después de esta sabia observación, el filósofo alzó su copa, llena de champaña de la mejor marca, y exclamó: —Bebo porque se presente alguna mancha en el sol de nuestro anfitrión y tenga algunos dolores en su vida. Después de lo cual, vació la copa de un trago. El anfitrión hizo un ademán de consentimiento y volvió a caer en su apatía habitual. ¿Dónde ocurría esta conversación? ¿Era en un comedor europeo en París, en Londres, en Viena o en San Petersburgo? ¿Los seis convidados conversaban en el salón de una fonda del antiguo o del nuevo mundo? ¿Quiénes eran aquellos hombres que trataban semejantes cuestiones en una comida, sin haber bebido más de lo acostumbrado en una cena, sin ninguna posibilidad de emborracharse? En todo caso, no eran franceses, puesto que no hablaban de política. Los seis invitados estaban sentados a la mesa en un salón de extensión regular, lujosamente adornado. A través de los cristales azules o anaranjados de la habitación pasaban los últimos rayos del sol. Afuera, la brisa de la tarde movía guirnaldas de flores naturales o artificiales, y algunos farolillos multicolores mezclaban sus pálidos resplandores con la luz moribunda del 14
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día. Sobre las ventanas se veían arabescos3 con diversas esculturas, que representaban bellezas celestes y terrestres, animales o vegetales, de una fauna y una flora fantásticas. En las paredes del salón, cubiertas de tapices de seda, resplandecían grandes espejos y, en el techo, un ventilador agitaba sus alas de tela pintada, haciendo soportable la temperatura. La mesa era un gran cuadrilátero de laca negra. No tenía mantel y su superficie reflejaba la vajilla de plata y porcelana, como hubiera podido hacerlo una mesa del más puro cristal. No había servilletas, sino unas cuartillas de papel adornadas, de las que cada convidado tenía cerca una cantidad suficiente. Alrededor de la mesa había sillas con respaldo de mármol, muy adecuadas en aquella latitud4 y temperatura, preferibles a los respaldos almohadillados de los muebles modernos. Servían la mesa muchachas muy amables, cuyos cabellos negros estaban adornados de azucenas y crisantemos, y llevaban brazaletes de oro o de azabache en los brazos. Risueñas y alegres, ponían o quitaban los platos con una mano, mientras que, con la otra, agitaban graciosamente un gran abanico que reanimaba las corrientes de aire movidas por el ventilador del techo. La comida no dejaba nada que desear. No podía imaginarse cosa más delicada que aquella cocina, a la vez aseada y científica. El cocinero del lugar, sabiendo que daba de comer a conocedores, se había excedido a sí mismo en la preparación de los ciento cincuenta platos que componían el menú de la comida. Al principio, como para entrar en materia, había tortillas azucaradas de caviar, langostas fritas, frutas secas y ostras de Ning-Po. Los arabescos son adornos que imitan formas de hojas, flores y cintas. Se usan mucho en ciertas construcciones árabes. 4 La latitud es la distancia de un lugar con respecto a la línea del Ecuador terrestre. El clima de un lugar cambia de acuerdo a su latitud: las zonas más al Norte y al Sur del globo terráqueo son frías, mientras que las que se encuentran en la zona media, cerca de la línea del Ecuador, son cálidas. 3
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Después se sucedieron, en cortos intervalos, huevos escalfados de ánade, de paloma y de ave fría, nidos de golondrina con huevos revueltos, fritos de ginseng, agallas de esturión en compota, nervios de ballena con salsa de azúcar, renacuajos de agua dulce, huevas de cangrejo guisadas, mollejas de gorrión, picadillo de ojos de carnero con punta de ajo, macarrones con leche de almendras de albaricoque, cohombros de mar a la marinera, yemas de bambú con salsa, ensaladas de raicillas tiernas con azúcar, etc. Ánades de Singapur, almendras en salsa dulce, almendras tostadas, mangos sabrosos, frutos de “long-yen” de carne blanca, y de “lit-chi” de pulpa pálida, castañas y naranjas de Cantón en confitura, formaban el último servicio de aquella comida que duraba tres horas, acompañada de una gran cantidad de cerveza, champaña y vino de Chao-Chin. El indispensable arroz, puesto entre los labios de los convidados por medio de palitos, iba a coronar, a la postre, aquella lista científica de manjares. Llegó al fin el momento en que las jóvenes sirvientes llevaron, en vez de los vasos con un líquido perfumado que estaban a la moda, unas servilletas empapadas en agua caliente, que cada uno de los convidados se pasó por la cara, con la mayor satisfacción. Aquel, sin embargo, no era más que un entreacto de la comida, una hora de descanso en la que la música llenaría los instantes. En efecto, una compañía de cantantes e instrumentistas entró en el salón. Las cantantes eran lindas jóvenes, de aspecto modesto y decente. ¡Pero qué música y qué canto! Maullidos, graznidos, sin medida y sin tonalidad, se elevaban en notas agudas hasta los últimos límites de la percepción del sentido auditivo. En cuanto a los instrumentos, eran violines cuyas cuerdas se enredaban entre los hilos del arco, guitarras cubiertas con piel de culebra, clarinetes chillones, armónicas que parecían pequeños pianos portátiles, dignos del canto y de las cantantes, a quienes acompañaban con gran estrépito. 16
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El jefe de aquella orquesta, o mejor dicho, de aquella extraña agrupación, había presentado el programa de su repertorio al entrar. El anfitrión hizo un gesto para que tocaran lo que quisieran, y los músicos tocaron “El ramillete de las diez flores”, una pieza muy de moda que gustaba mucho a la sociedad elegante. Después la compañía cantante y ejecutante, bien pagada de antemano, se retiró, no sin recibir muchos vítores, hacia los salones vecinos donde iba a recoger todavía una importante cosecha de aplausos. Los seis convidados se levantaron de sus asientos, pero únicamente para pasar de una mesa a otra, lo cual hicieron con grandes ceremonias de todo tipo. En aquella segunda mesa, cada cual encontró delante de sí una tacita con tapadera, adornada con el retrato de Bodhidharma, un famoso monje budista, en pie sobre su balsa tradicional. Cada cual recibió un puñadito de té, que echó en infusión en el agua hirviente de la taza, sin azúcar, y que bebió casi inmediatamente. ¡Pero qué té! No había que temer que la compañía Gibb-Gibb, que lo vendía, lo hubiera falsificado con una deshonrosa mezcla de hojas extrañas, ni que hubiera sido desechado ya de otra infusión y sólo sirviera para lavar alfombras, ni que un preparador poco delicado hubiera teñido la infusión de amarillo con la planta de curcumina, o de verde con azul de Prusia. Era el té imperial en toda su pureza. Eran esas preciosas hojitas semejantes a la flor misma, esas hojas de la primera recolección de marzo que se hace rara vez, porque luego el árbol muere; en fin, esas hojas que sólo los niños tienen derecho a recoger, con las manos cuidadosamente enguantadas. A un europeo le habrían faltado elogios para alabar aquella bebida que los seis convidados tomaron a sorbitos, sin extasiarse, porque eran conocedores que ya tenían la costumbre de tomar aquel té. En efecto, no era la primera vez que apreciaban las delicadezas de aquella excelente bebida. Personas de buena sociedad, ricamente vestidas con la han-chaol, una ligera camiseta; con el ma-cual, una túnica corta; con la haol, una larga túnica que se abotonaba al costado; calzados con babuchas amarillas y 17
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calcetines tejidos; con pantalones de seda, sujetos a la cintura con una faja de borlas; con el escudo de seda bordado de tejidos finos sobre el pecho y en el cinturón el abanico, estos amables personajes habían nacido en el mismo país en que el árbol del té da una vez al año su cosecha de hojas olorosas. Los manjares de aquel banquete, entre los que figuraban nidos de golondrina, pepinos de mar, nervios de ballena y aletas de tiburón, los saborearon como lo merecían por su delicadeza. Este menú, que hubiera sorprendido a un extranjero, para ellos no era cosa sorprendente. Sin embargo, ninguno esperaba la comunicación que les hizo el anfitrión cuando iban a dejar la mesa. Entonces supieron por qué les había convidado aquel día. Las tazas todavía estaban llenas. Mientras vaciaba la suya por última vez, el indiferente, poniendo los codos sobre la mesa y con la mirada distraída, se expresó en estos términos: —Amigos míos, escúchenme sin reír. La suerte está echada. ¡Voy a introducir en mi existencia un elemento nuevo que tal vez disipará su monotonía! ¿Será un bien? ¿Será un mal? El porvenir lo dirá. Esta comida, a la cual los he invitado, es mi banquete de despedida de la vida de soltero. Dentro de quince días estaré casado y… —¡Y serás el hombre más dichoso de mundo! —exclamó el optimista—. ¡Mira! ¡Los pronósticos te favorecen! En efecto, mientras las lámparas chisporroteaban despidiendo pálidos resplandores, las chicharras chillaban en los arabescos de las ventanas y las hojillas de té flotaban perpendiculares en las tazas: otros tantos agüeros felices que no podían engañar. Todos felicitaron a su huésped, que recibió las cortesías con la más completa frialdad. Pero como no nombró a la persona destinada a ser el “elemento nuevo” que él había elegido, ninguno tuvo la indiscreción de preguntárselo. 18
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Sin embargo, el filósofo no había contribuido con su voz a la celebración. Con los brazos cruzados, los ojos medio cerrados y una irónica sonrisa, parecía no aprobar ni a los que felicitaban, ni al felicitado. Éste se levantó entonces, le puso la mano en el hombro y, con una voz que parecía menos tranquila de lo habitual, le dijo: —¿Soy, pues, demasiado viejo para casarme? —No. —¿Demasiado joven? —Todavía menos. —¿Te parece que hago mal? —¡Puede ser! —La persona elegida, y que tú conoces, tiene todo lo necesario para hacerme feliz. —Lo sé. —¿Y bien? —¡Eres tú el que no tiene todo lo que se necesita para ser feliz! ¡Aburrirse solo en la vida es malo! ¡Pero aburrirse entre dos es peor! —¿Entonces nunca podré ser feliz? —¡No, mientras no hayas conocido la desgracia! —¡La desgracia no me puede alcanzar! —¡Tanto peor, porque entonces eres incurable! 19
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—¡Ah! ¡Los filósofos! —exclamó el más joven de los convidados—. No hay que hacerles caso. ¡Son máquinas de teorías! ¡Las fabrican de toda clase! ¡Puras baratijas que no valen nada cuando se han usado! ¡Cásate, cásate, amigo mío! ¡Yo también lo haría si no hubiera jurado no hacerlo! ¡Cásate y, como dicen nuestros poetas, que los dos fénix5 se te aparezcan siempre tiernamente unidos! Amigos míos, ¡brindo a la felicidad de nuestro anfitrión! —¡Y yo brindo —dijo el filósofo—, por la próxima intervención de algún dios protector que, para hacerte feliz, te haga pasar por la prueba de la desgracia! Con este extraño brindis, los convidados se levantaron, juntaron los puños como hubieran hecho los boxeadores en el momento de la lucha y, después de inclinar sucesivamente la cabeza, se despidieron unos de otros. Por la descripción del comedor en que se daba este banquete, por la lista de platos exóticos de que se componía, por la ropa de los convidados, por su modo de hablar y quizá también por la singularidad de sus teorías, habrás adivinado, lector, que eran chinos. No de esos chinos “celestiales” que parecen arrancados de un biombo o de un vaso de porcelana, sino de esos modernos habitantes del Celeste Imperio6, que están ya europeizados por efecto de sus estudios, sus viajes y sus frecuentes tratos con los civilizados de Occidente. En efecto, fue en el salón de uno de los barcos-flor del Río de las Perlas, en Cantón, donde el rico Kin-Fo, acompañado por el inseparable Wang, el filósofo, acababa de dar de comer a cuatro de sus mejores amigos de juventud: Pao-Shen, un mandarín de cuarta clase y botón azul; Yin-Pang, rico negociante en sedas de la calle de los Farmacéuticos; Tsin, el epicúreo endurecido y Hual, el literato. El Ave Fénix es un ave mitológica, similar a un águila, de plumaje rojo, naranja y amarillo, y fuertes garras. Se creía que, al momento de morir, hacía un nido donde ponía un huevo. Al tercer día se quemaba por completo y de las cenizas surgía de nuevo el Ave Fénix, siempre única y eterna. 6 China era llamada el Imperio Celeste o Imperio del Cielo porque se creía que el poder de sus emperadores venía del cielo, es decir, era el cielo el que gobernaba. 5
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Esto pasaba el día veintisiete de la cuarta luna, en la primera de las cinco vísperas7 en que se distribuyen, tan poéticamente, las horas de la noche china.
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Las vísperas son partes en que se divide el día que, en general, corresponden al anochecer.
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