Lu is R . Sa n tos
Memorias de un hombre solo
Novela
Lu is R . Sa n t os
Memorias de un
hombre solo Novela
Contenido Memorias de un hombre solo
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Primera Caída
13
Segunda Caída
93
Tercera Caída
113
Tomado de un diario nacional
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Memorias de un hombre solo Luis R. Santos
U
na mañana, mientras cumplía mis obligaciones cotidianas en la editora en la que trabajaba, se presentó a mi despacho una mujer que quería conversar con alguien de la empresa. Mi trabajo consistía en dar la primera lectura a los originales y ahora me jacto en decir que en muchas ocasiones alimenté a la máquina trituradora con obras que luego se convertirían en best sellers y que serían aplaudidas por la crítica. La mujer masculló un saludo que apenas rozó mis oídos. De inmediato dijo a qué había ido: tengo para ustedes una gran historia, es una historia maldita, es una historia extraña, es la historia de un hombre extraño y estoy segura de que armará un escándalo. Cuando usted la lea sabrá por qué. Acabo de salir de prisión y necesito dinero, se la cedo por una cantidad razonable. Observé detenidamente a la mujer y ni en sus ojos ni en sus ademanes vi señales de trastorno. Recuerdo que era blanca, de una palidez azulada, cuyo rostro, a pesar de lo demacrado, conservaba huellas de una belleza ultrajada. —Deje el original y dónde localizarla, le avisaremos luego, —le dije. —Sé que se entusiasmará con esa historia y pagará por ella, —me respondió.
Retuve conmigo el material advirtiéndole de que ese hecho no nos comprometía en nada. Tras leer el original estuve de acuerdo con la mujer. Ahí había una buena historia. El presidente de la editora me autorizó a comprar los derechos de divulgación y a seguidas pusimos en movimiento el proceso de edición. Al final, a la mujer le pagamos una bagatela y ella se mostró muy satisfecha con lo recibido. El relato, como está basado en hechos reales, se publica casi intacto, respetando el estilo y los giros lingüísticos del narrador. A quienes tuvimos bajo responsabilidad su publicación siempre nos extrañó ante quién y para quién fue contada la historia que a continuación dejamos en sus manos.
“Un casino es un palacio matemático montado a partir del dinero de cada uno de los jugadores. Cada apuesta hecha en un casino ha sido calibrada dentro de una fracción de su vida para sacar el máximo provecho y al mismo tiempo seguir ofreciendo a los jugadores la ilusión de que tienen una oportunidad…”. Nicholas Pileggi Casino
1 Primera CaĂda
Luis R. Santos
I
A
quí estoy: con un cuerpo que se niega a responder a mis mandatos. Ya ves lo que queda de mí: un amasijo de nervios, vísceras, huesos y piel; una masa impotente que no ha muerto ahogada en sus propias inmundicias, por la benevolencia de una mujer de la que apenas conozco su nombre y por la solidaridad de otra a la que alguna vez defraudé. Tan sólo soy un muerto que respira, piensa y sufre. Ciertamente, no me interesa seguir existiendo. Ahora, sólo deseo que la muerte venga y me libere. Inequívocamente, hubiese dispuesto de mi vida si ese elemental derecho de todo ser humano no me estuviese vedado; aunque no sé si el suicidio sería una elección correcta para alguien que ha vivido cometiéndolo día tras día, en cada jornada de su vida. He sido severamente criticado por la pasión que, sin proponérmelo ni buscarla, nació un día en mi interior y me libró de una desaparición violenta. Al final, he aceptado que casi nadie me entendiera cuando decidí buscar la puerta más próxima para escapar; y los comprendí porque sé que casi todos se mantenían atrapados en esa maraña de pequeñeces que termina siendo la vida de los hombres. Demostrado está que la cocaína, el vino, el sexo y el azar son formas de suicidio paulatinas y que si no existieran sería escandalosamente mayor el número de hombres y mujeres que se suicidaría de manera directa, con una pistola, un puñal, prendiéndose fuego, tomando un poderoso veneno, arrojándose al mar o lanzándose al precipicio. Yo opté por una de esas fórmulas. 15
Memorias de un hombre solo
Decido contar esta historia tal vez para que mis horas sean menos tediosas, y por complacer a alguien. Confieso que cierta dosis de vanidad también me ha incentivado. Y lo contaré todo, sin obviar ningún detalle, sin tomar en cuenta que alguien pudiera sentirse lastimado: no me importa, hace mucho que la opinión de los demás no me toca. También te enterarás de los pormenores, de las circunstancias que me mantienen postrado en este lecho. Sentirás la curiosidad golpear tu corriente sanguínea al enterarte de los detalles más asombrosos de esta vida que se acaba. No sé si empezar por el día en que tuve la fortuna de entrar por vez primera a la que sería mi casa de la felicidad, o si por la noche memorable en que supe que jamás volvería a ser el hombre admirado, el hombre de éxito, el paradigma, el ejemplo que se ha de imitar que siempre había sido. Creo que lo haré a partir de ese instante porque todavía hoy, mientras bailo este vals abrazado a la muerte, recuerdo con nitidez aquellas preguntas que salían de mi boca dirigidas al viento salitroso que humedecía la atmósfera nocturna: ¿Tendría el coraje de hacerlo? ¿Y si se resistían? ¿Llegaría yo tan lejos? Muchas interrogantes pasaban simultáneamente por mi cabeza y una tormenta de sensaciones contrapuestas me provocaba dudas; sin embargo, la necesidad de conseguir algún dinero era superior a cualquier sentimiento. A distancia cercana vi a una pareja. Venían abrazados. De forma regular se daban un beso. Parecían turistas. Y felices. Muchas veces escuché decir que no hay ser humano más feliz que un turista. Me recosté sobre la verja del hotel protegido por la semipenumbra que dominaba el entorno. Llevaba el revólver en el bolsillo trasero del pantalón y tan angustiado estaba que no me importaban los automóviles que circulaban por el malecón cuyas luces me hacían visible a intervalos. Todo transcurriría sin violencia y parecería, más bien, que conversaba con la pareja. La patrulla policial que rondaba por la zona tampoco me preocupaba; en lo que daban la vuelta en la rotonda más cercana ya habría concluido. 16
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Cuando pasaron frente a mí les cerré el paso. Saqué el revólver y les ordené que se detuvieran. —Veo que son muy dichosos —les dije serenamente—. Si desean seguir siéndolo no griten y entréguenme todo el dinero que traigan. Sin vacilar, el hombre sacó su billetera y me pasó un pequeño puñado de dólares que llevaba dentro de ella. Recuerdo que era una cartera desvaída, deformada, no así los billetes. —¿Nada más ? —les pregunté. —Eso es todo lo que nos queda —respondió la mujer como pidiendo excusas por no haber guardado más para cuando yo los asaltara. Me respondió en español, para facilitarme el trabajo. No es tarea sencilla robar a puras señas. A seguidas intentó despojarse de un anillo que reconocí como de bodas. —Está bien —le dije, afectado por el prurito de los ladrones bondadosos—, quédese con la joya, ya pasó todo. Ahora, no vayan a cometer una estupidez, sigan su camino sin volver la mirada. Y me alejé en dirección contraria a la que llevaban mis víctimas. Me pareció una exageración y un gran irrespeto el robarles y también darles las instrucciones de lo que debían hacer después. Caminaba apresurado y en mis oídos se filtraba el rumor de un enojado Mar Caribe que castigaba los arrecifes con sus violentos latigazos de agua. Doblé en la primera calle que encontré y más adelante me detuve a contar el dinero. Trescientos ocho dólares. No era demasiado, pero al menos tendría la oportunidad de continuar jugando. Si la suerte cambiaba recuperaría todo lo perdido durante la noche. Mientras caminaba hacia el casino más próximo no pensé en mi mujer. Ni en Madá. Ya entonces no me importaba lo que dijeran de mí porque había traspasado las orillas del pantano en que me vi sumergido al paso del tiempo. 17
Memorias de un hombre solo
Al ingresar a la sala de juego me sentí seguro. Fue algo así como un muerto vagabundo que ha encontrado su mejor y definitiva tumba. El optimismo absurdo de los jugadores me arropó cálidamente y sentí su presencia como un buen presagio. Antes de sentarme a la mesa de juego ordené ron y cigarrillos. La camarera me sonrió con esa sonrisa que enseñan a llevar en los seminarios de servicio al cliente, a sabiendas de que yo la gratificaría con una jugosa propina. Estaba al tanto de mi esplendidez. Sabía que a mí el llevar dinero encima me provocaba urticaria. Los crupieres y las meseras se desvelaban por servirme. Como había tenido una mala racha en el Black Jack, mi juego predilecto, decidí jugar a la ruleta. La ruleta me brindaba mayor oportunidad de dar un golpe y, por lo tanto, recuperarme en unos minutos. Pero también estaba consciente de que, en este juego, así como me podía parar en breve lapso, de igual forma podía perderlo todo. Compré doscientos dólares en fichas, pero no empecé a jugar de inmediato. Me dediqué a observar, y el observar cuando se tiene la certeza de que se volverá a juego también produce mucho placer, contrario a lo que acontece cuando se hace con los bolsillos vacíos. Anotaba los números ganadores en una tabla impresa la cual me había sido proporcionada por el supervisor de la mesa. Al cabo de un rato de hacer anotaciones comprobé que los números que con mayor frecuencia ganaban eran los comprendidos entre el diez y el veinte. Dentro de esta escala uno había repetido varias veces: el 16. Inicié la apuesta y dejé de existir como hombre. Me transformé una vez más en un instrumento que actuaba obedeciendo sólo al vértigo que me producían los rigores del azar. La magia de los instantes en que esperaba a que esa insignificante bolita, correteando dentro de un canal, cayera en mi número no tenía con qué compararse. Durante esos instantes nada me importaba. Nada. Perdí los primeros cincuenta dólares: los astros no cedían en su plan de serme adversos. Había estado colocando algunas fichas en otros números para cubrirme, pero abandoné aquel procedimiento 18
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y dediqué toda la apuesta al 16. Me concentré. Fijé mis ojos sobre el número al que me aventuraba y le ordené que atrajera hacia sí a la pequeña y caprichosa canica que determinaba quién ganaba o quién perdía. Cuando los demás jugadores terminaron de colocar sus fichas, la crupier puso a girar la esfera; ésta pareció enloquecer dentro de la ranura en que circulaba velozmente. La ruleta giraba con desprecio, ajena a las inconfesables sensaciones que se agolpaban en mi pecho. Los ojos llenos de expectación de los demás jugadores seguían el trayecto de la bola en espera de que cayera sobre su número. Yo también pretendía lo mismo. En esta oportunidad el ganador fue el 15. Un profundo suspiro salió de mi atribulado pecho. Muchas veces suspirar es lo único que nos cuesta. Saqué los cien dólares que me quedaban y los compré en fichas. Si no lograba levantarme con esa suma tendría que abandonar el juego, algo a lo que temía más que a todo. A veces no me importaba perder. Lo que sí me martirizaba profundamente era tener que interrumpir la faena por falta de dinero. Para esos días mi situación financiera ya era apremiante. Mis tres tarjetas de crédito estaban sobregiradas y suspendidas, además el prestamista con el cual negociaba me había suspendido el crédito. El día anterior había entregado la matrícula del vehículo a aquel despiadado acreedor, el cual se aprovechaba de la pérdida total de discernimiento que me afectaba cuando traspasaba el umbral de una sala de juego. Temprano en la noche, jugando al Black Jack, lo había terminado de perder y si no conseguía la suma que había tomado, no tendría más alternativas que firmar el traspaso del vehículo, un Toyota del año que acababa de adquirir. Como la noche anterior había estado fatal, confiaba en que la suerte, ese pájaro loco que se posa en el lugar menos esperado, que no repara en el color de los rostros o en las tribulaciones que corroen las entrañas del individuo, sería más consecuente conmigo. Para evitar que otro jugador interfiriera en mis jugadas —porque el azar tiene ciertas normas— tomé una mesa privada. Inicié la jornada apostando 19
Memorias de un hombre solo
tímidamente, pero después de que mi ron predilecto me hizo perder la prudencia empecé a desafiar al crupier, sin entender que me enfrentaba a la casa, algo inadmisible, ya que es común la opinión entre los doctos en azar de que “la casa nunca pierde”. Durante las primeras partidas de la jornada las cartas me destrozaron. Nada me salía bien. Cuando doblaba en punto de once me servían un as o un dos, y la casa en dieciséis —que es el peor punto del juego— se acomodaba un cuatro o un cinco. Estas pérdidas no me alarmaron. Aún tenía muchos fondos a mi disposición y confiaba en que las cosas darían un giro en mi favor. El optimismo del jugador es obstinado. A medianoche era muy poco lo que me quedaba por tomar del automóvil. Tal vez el valor de los neumáticos. Al perder la última partida desperté del agradable sueño en que me sumergía cuando estaba con las cartas entre mis manos. Sentí la angustia que me ofuscaba cuando me veía sin dinero para seguir jugando. Ya había fabricado un embuste para justificar la pérdida del auto. En materia de mentiras, nadie sobre el universo supera a un jugador, aunque mentía por costumbre o por placer. Cuando fui a retirar algunas minucias del automóvil, para entregarle la llave al prestamista, me surgió la idea del asalto. Aunque en principio me pareció una barbaridad decidí hacerlo. Tenía que volver a tentar al pájaro loco, pero necesitaba tener con qué. Desde un principio me propuse no disparar ni usar la violencia si los asaltados se resistían. Si me atrapaban pasaría por un mal momento y nada más. Mi familia se encargaría de pagar la fianza y yo alegaría que había sido un mal entendido. Y posiblemente me creyeran. Nada justificaba que el ingeniero Humberto Marte, miembro de una de las familias más respetables y adineradas de la capital, intentara cometer una acción de esa naturaleza. Además, pensaba, mientras germinaba en mi cerebro aquella idea, los extranjeros casi nunca reportan los robos en su contra. A las dos de la madrugada, del dinero del asalto, apenas me quedaban veinte dólares en fichas. Con un temor que se aproximaba al espanto las coloqué sobre el número al que había perdido el resto de los trescientos 20
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ocho dólares que amigablemente había robado a los turistas. Durante la ceremonia previa al instante en que es señalado el número dichoso sentí la tortura de un condenado a muerte la noche antes de su ejecución. Cerré los ojos para no ver la pequeña muerte que me aguardaba si el 16 no era el ganador. La bolita calló sobre el 17. Respiré pesadamente y me puse de pie. Vacilé unos minutos antes de salir de la sala de juego. Cuando me disponía a empujar la puerta para marcharme escuché que alguien dijo en la mesa en que estuve sentado: era él quien tenía bloqueado el número, tan pronto dejó de jugarlo ganó. Levanté los hombros con un gesto de impotencia y terminé de salir. Afuera, un chorro de noche me hizo volver a un brutal estado llamado realidad. Me dirigía al estacionamiento del casino cuando recordé que había perdido el auto. Comprobé que no tenía un peso encima ni siquiera para pagar un taxi. Caminé sin orientación buscando una alternativa de regreso a casa. Iba por una avenida callada por la que no circulaban ni hombres ni automóviles. Sobre mi cabeza, una luna enfermiza jugaba a las escondidas con unos penachos de nubes. Cambié de trayecto y decidí buscar un taxi que me llevara a casa. No tenía más opción que despertar a Tamara y pedirle para pagar al taxista. A las tres de la madrugada llegué a casa. Mi mujer miraba televisión. Me senté enfrente de ella pues estaba seguro de que me aguardaba para plantearme algo importante. Permanecíamos mudos. Los disparos y los gritos del filme que pasaban ocupaban el silencio. —Me daré un baño para irme a dormir —dije poniéndome de pie. —Aguarda un momento —me detuvo ella. Se pasó la mano por el pelo, ladeó la cabeza lentamente, con fastidio de madre comprensiva y al fin agregó—: me voy a divorciar.
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