Hi s t or i a s&a né c dot a squevi e ne na lc a s ode unvi a j ei da&vue l t aBue nosAi r e s – Mi a mi
Hi s t or i a s & a né c dot a s quevi e ne na lc a s odeun vi a j ei da& vue l t aBue nos Ai r e s – Mi a mi
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1ra edición: otoño 2016 Escritos, dibujos, diseño editorial y de tapa: il persecuttore
Capuchas Ediciones
revistacapuchas@hotmail.com capuchasrsss.blogspot.com 2
I A sad story of a man with the dick in his hand living in a concrete jungle Historias & anĂŠcdotas que vienen al caso de un viaje ida & vuelta Buenos Aires-Miami
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A mamรก, Titi y Nacho.
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A quien corresponda...................................................7 I. Departure................................................................11 Arribal......................................................................21 Living enAmérica....................................................29 Trabajo....................................................................67
II. Casino......................................................................83 Don........................................................................137 Úrsula.....................................................................145 Casino Floor...........................................................151 State Test.................................................................169 Esteban...................................................................195 Open Casino..........................................................221
III. Jaula.......................................................................251 Holiday Park..........................................................323 Recta final...............................................................345
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To whom it may concern*
* Nota sobre la dedicatoria: Siempre me gustó esa frase que suele encabezar las cartas formales y/o empresariales; me pareció de buen gusto colocarla al inicio de este libro, ya que se me hace simpática pensarla como dedicatoria, la que podía pensar en traducir como “a quien corresponda”, o calcando un poco más las palabras del idioma: “a quien le concierne”. Lo que me gusta no es precisamente estas dos formas de traducir esta frase tan formal, porque, como paso a exponer, este libro no se trata de un asunto empresarial ni un calco de algo más; lo que me produce curiosidad la palabra concern, claro núcleo de la frase. Como buen traductor (que me gustaría ser**), la busqué en el diccionario y encontré las siguientes entradas: a) afectar; b) interesar; c)implicar***; palabras que enriquecen mi dedicatoria, pensando en aquel “al que le importe”, ya que siempre me pregunté a quién 7
pudiera importarle lo que escribo; “al que le afecte”, o se sienta tocado o conmovido por lo aquí escrito; y “al que esté implicado”, a todo aquel al que se hace referencia, a todo el que se cruzó por delante o por el costado de mi camino para hacer que corra la narración por estas líneas. ** Nota sobre las traducciones en este libro: En un principio, había concebido que este libro fuera casi en su totalidad bilingüe, conteniendo todos los diálogos que había registrado en su original en inglés con molestas notas al pie en cada página. Luego comprendí que la nota al pie es un vicio de la traducción y que una buena traducción no debería contener ninguna o casi ninguna nota, y que una buena novela o libro de viajes no debería contener distracciones que alejen al lector de la concentración de la lectura, como así lo hacen estos saltos aclaratorios. Así que decidí suprimir todas las acotaciones de una vez por todas, excepto por aquellas las que invariablemente quise que quedaran en original y, claro, las aclaraciones de esta pequeña introducción al pie. *** Nota sobre la traducción de la dedicatoria: A la palabra concern no le sienta muy positivo la sustancia mas sí la acción, como hice referencia con los verbos por los que se traducen, pues la entrada correspondiente a los sustantivos, encontré los siguientes significados: a)preocupación; b)interés; c) negocio; cosas que no escapan al relato, de más está decirlo. Claro está que entre el traductor y el escritor siempre surge una tensión lingüistica porque no se puede ser dos personas al mismo tiempo, una que intenta seguir un protocolo (construido a base de parcialidades, claro****) y el otro que intenta romper con esto mientras va creando sin querer dejar de ser algo legible. **** Nota al pie sobre el cuento “Nota al pie”, de Rodolfo Walsh: El personaje de Alfredo de León lo deja en claro: “traducir es ponerse en la piel de otro hombre”*****. Siempre es más divertido ponerse muchas pieles. ***** Nota de la nota sobre “Nota...”: Intenté buscar la cita en el cuento de Walsh pero no la encontré. Leí algo parecido, pero no exacto: “...esa tarea, que era el trabajo de una simple traducción, era... el cambio de un hombre por otro hombre”. Creo que lo inventé esa frase.
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DEPARTURE
Como el subtítulo del libro lo anuncia, esto se trata de la historia de un viaje, que comenzó y terminó en un mismo lugar, el aeropuerto de Ezeiza. Un viaje un poco largo como para ser vacación, un poco corto para quedarse a vivir, y un tanto sedentario como para un diario de viaje. Contrario a la mayoría de los libros de viajes de mi generación, como Andanzas en Abarcas, de Tomás Astelarra, Leyendasurevoluzion, de Xuan González o Naturo, de Guillermo de Pósfay a través de la nación o de la patria grande latinoamericana, este es un peculiar viaje al norte de la frontera, allí donde los viajeros ya no pisan para hallar lo que nos hermana a los pueblos; con dificultad en estas tierras lo hallarían, o al menos sería más trabajoso. Lo primero que resalta, y de lo que están plagadas estas páginas, son las claras diferencias geográficas, ideológicas y culturales que están lejos de acercarnos. Nada de esto fue planificado, ni siquiera la idea de hacer un libro acerca de esta experiencia; fue la experiencia misma la que me impulsó a dejar un registro de la increíble variedad y cantidad de personajes de todo tipo de nacionalidades y culturas que pude conocer en este tiempo. A la mitad de mi estadía, comenzó a surgirme con fuerza la necesidad de la escritura como modo de reconciliación de la realidad que estaba experimentando con mi vida interior, una manera de poder procesar lo que estaba vivenciando. A varias personas que conocí que vivían lejos de sus orígenes les ocurría esto mismo: necesitaban de una forma de expresión del arte para reconciar sus recuerdos e identidades con la situación de ser un 11
extranjero. En algunos casos, como el mío, resultó ser la escritura, en el caso de mi mamá, la pintura. Tengo que resaltar que este no es un relato plagado de nostalgia y de referencia a la cosa nacional, así como tampoco una exaltación de la cultura extranjera, dos extremos de un péndulo en el que oscila la literatura, el arte y la historia argentina. Estas son tan solo observaciones, historias y anécdotas que vienen al caso de un viaje. Entre los motivos de mi viaje, en primer lugar figuraba el de una prometida y demorada visita a mi mamá que desde hacía cinco años estaba viviendo en la Florida. Arquitecta de profesión, desempleada, artista por vocación, sin fortuna, tuvo la gracia de dar un giro a su vida cuando, después de un primer viaje que realizó en marzo del 2001 con motivo de la boda de Osvaldo Rimoli, un primo suyo residente desde hacia treinta años, decidió trasladarse al suelo norteamericano a principios de septiembre del 2001 y haber sido no solo testigo directo del ataque a las torres gemelas, hito del fin de una era, sino también tuvo la gracia de haber sido una de las últimos argentinos en poder entrar a los Estados Unidos sin la necesidad de una visa. No solo tuvo esa vez su cuota de suerte, ya que poco después de estar en suelo norteamericano, consiguió una residencia extraordinaria para artistas. Obtener la residencia significa dejar de ser un indocumentado en estado ilegal a pasar a ser un sujeto reconocido por el Estado, o sea de pasar de vivir la pesadilla americana a vivir el “sueño americano”. Debido a que nosotros, sus tres hijos, éramos menores de edad (18 años) cuando inició los trámites, se nos confirió también el privilegio de la residencia, título con el cual teniendo cinco años de residencia en el país, se accede a la posibilidad de convertirse en ciudadano norteamericano. Desde que mi mamá se fue, pasaron dos años hasta que pudiera volver a viajar a la Argentina a vernos, sin poner en riesgo su status de residente, una vez que todos los artilugios legales estuvieron bien encaminados. Yo tenía dieciocho años cuando iniciamos los trámites en la embajada de Estados Unidos en la avenida 12
Colombia en Buenos Aires. Le había prometido que, en cuanto tuviera los papeles en la mano, sacaría un pasaje y me iría a vivir unos meses con ella. Para esto, pasaron varios años de calma espera, hasta que por fin en julio del 2006, ya siendo legalmente adulto (21 años), recibimos la última carta con el remitente de la embajada con noticias satisfactorias. Tres meses después me estaba embarcando. Lo único que sabía era que tenía un pasaje en la mano Miami-Buenos Aires ida y vuelta, fechada con cuatro meses entre medio. En Buenos Aires dejaba una vida nocturna y bohemia, amante de la naturaleza y del estímulo de los sentidos. Hacía varios meses que ya no trabajaba y había dejado la mlitancia política y los estudios para iniciar una búsqueda de paz espiritual y verdad empírica. Hacía el mismo tiempo que vivía con mi papá y a costa suya, luego de terminar una corta e intensa historia de amor en el conurbano bonaerense. Desde hacía unos años, la dinámica misma de vivir me había llevado a no llevar el mismo tipo de vida durante más de seis meses. Ese plazo se estaba cumpliendo. Un tanto hastiado de la rutina que llevaba, decidí tomar un nuevo rumbo, sin dejar mucho atrás. Así que cuando tuve la oportunidad de cambiar de paisaje, no lo dudé.
Nunca me sirvió de nada negarme rotundamente a que algo sucediera, porque, como la experiencia me lo ha hecho corroborar más de una vez, finalmente las cosas terminan sucediendo de todas maneras, cada vez con mayor ímpetu en tanto más me niegue a que sucedan. Así lo pude comprobar con este viaje, ya que hace unos años atrás, cuando comenzó a surgir la idea de poder ir a visitar a mi mamá, mi postura era de negación absoluta a viajar a los Estados Unidos. Suponía que era el ultimo país de la tierra que pisaría. Lo que no sabía era que, con tal pensamiento, sólo estaba preparándome psicológicamente para una confrontación entre lo ideal y lo real, entre lo que creía y lo que sería, pues como sucedió finalmente, me estaba embarcando hacia este destino. 13
Las vueltas de la vida son extrañas, imprevistas e imposibles de comprender si uno tiene una idea preconcebida de lo que le sucederá a uno en el futuro. Jamás lo hubiera creído si alguien me hubiera dicho que por cuatro meses mi país de residencia sería aquel al que tanto había repudiado en las marchas antiimperialistas en contra de la guerra de Irak, la intervención en Afganistán y el sometimiento económico de los pueblos del mundo. Hoy puedo creer que los hechos se dan en un orden y por un motivo y considero que toda mi experiencia ha sido parte de un gran aprendizaje en el cual la lección más importante no me ha sido aún revelada. No demasiado tiempo atrás, me imaginaba a mi mismo como un ser sedentario, encerrado en una biblioteca alimentándome del conocimiento escrito que los libros tenían para ofrecerme, lejos de figurarme en la situación que me tocó vivir, con una valija en la mano y un pasaje en la otra. Hasta entonces detestaba viajar, al poco tiempo de haber salido de viaje, estaba extrañando y quejándome de todas aquellas cosas que me faltaban y habían quedado lejos. No entendía la gracia de desplazarme, de vivir en tierras remotas situaciones en las que no importara quien fuera yo ni que había hecho de mi vida sino solo el goce del presente que implica estar aprendiendo de lo desconocido todo el tiempo. ¿Cómo iba a figurarme en uno de aquellos sábados por la tarde reunidos en un local partidario o en algún aula de facultad discutiendo política universitaria y nacional, que no faltaría mucho para pasar hacia el otro lado del cerco y ver y sufrir en carne propia de qué se trataba la vida en el imperio? Por supuesto que esto no implica un cambio de ideología de mi parte. Entonces y ahora me sigo sensibilizando ante las injusticias de este mundo y sigo desvelado por conocer cómo será el sistema que haga al hombre hermano del hombre. Aunque esta experiencia, en definitiva, sí implicó un cambio en lo práctico, un ablandamiento de mis convicciones, que parecían que habían sido forjada con el hierro que se fabrica para perdurar. Si 14
algo aprendí es que todos los días podemos aprender algo, si es nuestra voluntad, y aquello va a puntado a ser más flexibles en nuestra práctica y a estar siempre dispuesto a conceder a los demás y a uno mismo que estamos equivocados, que todo el tiempo estamos equivocados, ignorantes de la respuesta verdadera a nuestros problemas vitales.
En todos aquellos años en los que vivimos separados, la relación que mantuve con mi mamá fue telefónica, con excepción de las esporádicas visitas que ella hacía cada muchos meses que nunca eran suficientes para compensar su ausencia. Y esta relación telefónica era particularmente conflictiva. Durante interminables horas, entablábamos discusiones encarnizadas acerca de casi todo, principalmente de política y razas y países, intentando cada uno defender su punto de vista y su experiencia personal. Muchas veces estas charlas, debido a la sensibilidad de la temática, se hacían en código, por temor a que hubiera alguien más escuchando del otro lado de la línea1. Esto complicaba aun más las discusiones que se suscitaban y que quizá duraban días. Con esta dificultad de por medio, ella cuestionaba mi militancia partidaria; yo le señalaba cómo era posible que en el país de la libertad no se pudiera hablar libremente de algo que supuestamente para ellos era hablar del pasado. Hablando del pasado, ella me relataba con 1 Una paranoia suya que se remontaba desde los años setenta que aún hoy no pierde su vigencia, si consideramos las leyes que progresicamente violan las libertades individuales, como las escuchas telefónicas, los allanamientos sin orden judicial, la detención sin motivo alguno, deportación, condiciones inhumanas de encarcelamiento, etc., las llamadas “leyes antiterroristas” cuyo objetivo es finalmente el terrorismo, porque a través del miedo, ya no es necesario que exista esa persona pinchando teléfonos y escuchando conversaciones privadas si existe en la propia mente un policía mental que trabaja en la conciencia, más eficaz y con mejores rendimientos y a menor costo que una persona real. 15
cierta elipsis y plagada de eufemismos, su experiencia de militancia juvenil, ya que después de haberla vivido, ya sabía “de qué se trataba eso”; desde mi juventud, me preguntaba cómo era posible que habiendo sido parte del cambio de aquella transformación fallida por un mundo mejor, hoy había terminado viviendo, como se decía, del otro lado de la trinchera. Cuando opinaba acerca de mi actividad política, se refería a una experiencia que no conducía a ningún lugar pero que de todas maneras había que atravesar para saber que no conducía a ningún lugar. Como siempre, los adultos creyendo que lo saben todo y los jóvenes confiando que toda verdad está puesta allí para desafiarla y probarla falsa. La rueda generacional. La nuestra era una rueda que no paraba de girar, alimentada por el fuego de la discusión. Difícilmente alguna vez íbamos a ponernos de acuerdo. Si yo le hablaba con entusiasmo, por ejemplo, de la idiosincrasia del pueblo cubano, su dignidad y su lucha, me retrucaba diciendo que ella conocía bien a los cubanos, porque trabajaba con ellos y no había personas más sucias y tramposas que los cubanos. Claro que estábamos hablando de dos cosas distintas, yo de los cubanos de Cuba y ella de los cubanos de Miami, pero esto no impedía que la discusión terminara. Sino eran los colombianos, o los centroamericanos. Siempre tenía algo de qué quejarse. No había personas más chismosas que los colombianos. Todos los portorriqueños eran pandilleros, los dominicanos, proxenetas, narcos o drogadictos, todos, absolutamente todos, eran mujeriegos y vagos. Ni hablar de los argentinos. Nuestros compatriotas en el “exilio” económico recibían las peores adjetivaciones que nos han enseñado a remarcar en los demás. Más tarde comprobé que eso no era sino parte de la idiosincrasia y de la cultura corriente del lugar donde ella habitaba. De poco servía recordarle que Argentina era un país de Latinoamérica, compartíamos el mismo continente, las mismas problemáticas, con un enemigo en común, aunque todos con sus diferencias, poseíamos un 16
espíritu similar. No, claro, Argentina era algo así como un país más de Europa, gracias a la inmigración italiana y española que había poblado el país. ¿Pero acaso no decían lo mismo de Uruguay, la suiza del sur, Colombia, el país más civilizado de Sudamérica, Chile, el primer mundo del cono sur, o Brasil, futura potencia imperialista? Mi incapacidad residía en hacerle ver a ella que todos pertenecemos a la misma raza, a aquella que se cree que no somos lo suficientemente diferentes como para buscar en las pequeñeces motivos para distinguirnos los unos de los otros, pero al mismo tiempo todos tan parecidos que tomamos actitudes similares, aunque estas sean de distanciamiento. Y su incapacidad consistía en hacerme ver que yo hablaba sin haber vivido todo esto, que primero debía experimentar y luego sacar mis propias conclusiones. Pero, ¿quién tenía la razón?2
Faltaban unos días para mi partida cuando me tocó despedir a Lara, que partía en un viaje a Alemania y Europa en general, con el proyecto de trabajar y vivir 2 Leopoldo Marechal, en su Primer apólogo chino, ilustra esta situación en la relación entre un maestro y su discípulo frente al interogante del segundo sobre si primero hay que vivir y luego filosofar o si es en el sentido inverso, si primero hay que filosofar y luego vivir. El maestro Chuang envía a su discípulo, llamado Tseyü, a que pregunte a los hombres del mundo, a los comerciantes, manufactureros y a los funcionarios de la administración pública, quienes le contestaron invariablemente que primero había que vivir y luego, una vez cumplido el deber y habiendo obtenido experiencia práctica, se podía, recién entonces, filosofar. Pero esta respuesta no satisfizo a su maestro, quien envió al discípulo a meditar durante una semana. Pasado este tiempo, Tseyü reflexionó y llegó a la conclusión de que la vida era un accionar constante y que el accionar del hombre debe responder a un fin inteligente, y que, por lo tanto, antes de cualquier acción, primero debía meditar sobre ese fin que la regiría; por lo tanto, primero filosofar y luego vivir. 17
al menos durante un año. Cuando se fue, pasé a buscar a Tate, que por ese entonces trabajaba en el puesto de diarios y revistas del aeropuerto y se había tenido que quedar hasta que el vuelo de Lufthansa cerrara. Nos fuimos juntos para Barrio Uno. Como la noche estaba hermosa, comimos unas empanadas en la vereda y nos pusimos a dar unas vueltas alrededor del barrio con unas cervezas y unos porros. Luego nos sentamos a charlar en el mástil de la plaza, que simulaba ser la cola de un avión. Me decía: –No sabes a cuantos vi irse. Algunos se van y no vuelven más… Por supuesto que no me sentí aludido con este comentario, a pesar de que estaba apuntado a eso. Unos días después organicé una fiesta de despedida en mi casa, en Ciudad Evita. El motivo era ver a mis amigos una vez más antes de viajar, así como prometerles mantener algún tipo de contacto, ya sea por escrito o por teléfono. Durante la fiesta también anuncié algo que se venía gestando en mí con la proximidad de mi partida. Quería iniciar un diario de sueños, que comenzaría con el primer sueño soñado en suelo norteamericano. Mi hermano Nacho, presente entre los festejantes, propuso que titulase el diario “El sueño americano”. –No –dije, y pensé un minuto. Recordé Una plegaria americana, con una memoria musical sorprendente, las palabras peladas de Jim Morrison: “All hail the American night”–. Lo voy a llamar “La noche americana”. Dos tardes después, el lunes 30 de octubre, me encaminé al aeropuerto de Ezeiza. Dediqué una última mirada a Ciudad Evita, la iglesia de los mormones y su clarinetista dorado, la Riccieri, los bosques, Barrio 1. En el espigón internacional besé a mis seres queridos y embarqué.
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ARRIVAL
Arribé al primer mundo desde el tercero, un poco incómodo por no haber atravesado por el segundo1. Me dirigí a migraciones haciendo una fila aparte para residentes y ciudadanos, que avanzaba más rápidamente y con menos demora que la de los turistas extranjeros. Estaba obligado a hacer un trámite que me habían advertido que iba a ser necesariamente engorroso. Se trataba de la corroboración de la residencia. Yo llegaba con un sticker en mi pasaporte y ellos tenían que darme una tarjeta verde que me otorgaría los privilegios de vivir entre ellos, de ser, si no igual, al menos digno de su respeto. Aun antes de recoger mis valijas, con mi mochila y una máquina de escribir en la mano, fui conducido 1 Recuerdo estar en una clase de geografía de quinto año de la secundaria estudiando las diferencias geopolíticas de los países con mayores y menores recursos, y, cuando la profesora Sandra T. hablaba del tercer mundo y del primero, pensar cuál era el segundo mundo. Y en una oportunidad, junto a mi compañero de banco Javier M. le preguntamos a la profesora cuál era este segundo mundo. Nos respondió brevemente, como para salir del paso, que esas categorías eran un tanto antiguas, las que referían al primer mundo como los países capitalistas alineados con Estados Unidos, al segundo mundo como los países alineados con el sistema socialista de la Union Sovietica, y al tercer mundo se le llamaba a aquellos países no alineados con ninguna de las dos potencias. Y que hoy en día, que el segundo mundo había desaparecido, las categorías de primer y tercer mundo se aplicaban para los países desarrollados y subdesarrollados, o según les llamaba, en vías de desarrollo. Esta explicación podía ser válida o no, pero se alejaba del concepto cosechado por el sentido común de los países como mundos, en el cual estar en el primer mundo, suponía estar en el mejor país de la tierra. 19
a la “pecera”. Cada quien que llegaba a este país con una procedencia similar a la mía, tenía alguna anécdota acerca de su paso por esa instancia; algunos, sin inconvenientes, otros, con horas y horas de demora y dudas sobre el futuro paradero. Por suerte, para mí fue rápido. Una vez ahí dentro, me atendió un policía gringo que, aún mientras me interrogaba y miraba mis papeles, no paraba de charlar con una empleada negra de mantenimiento. Me firmó unos papeles, me hizo unas preguntas y luego firmé unos papeles más firmando que lo que había afirmado era cierto. Me entregó mis documentos y me dijo: –Bienvenido a Estados Unidos, señor. Que tenga un buen día. Agarré mi mochila y documentos y salí rumbo a más pasillos. Pero a los cincuenta metros tuve que retroceder porque me había dejado olvidada mi máquina de escribir apoyada en los asientos de la pecera. Volví a entrar y el tipo al verme se sorprendió. Le dije antes de que pensara cualquier cosa: –Olvidé mi máquina de escribir –lo que produjo su desinterés y volvió a la charla con la empleada de mantenimiento. Aproveché a agarrar lo mío y me fui. Caminando un poco más tranquilo, me atacó el pensamiento de que yo podría haber tenido una bomba en esa caja. Pero para la suerte de ellos o para su condena, yo soy escritor y no talibán. Del otro lado del gran vidrio me vio llegar mamá empujando un carro con las valijas. Ella estaba acompañada por una mujer mayor. Llegué y la saludé y mamá lloró y me abrazó porque los años de esfuerzo comenzaban a dar sus frutos. Saludé a la otra señora y mamá me la presentó. De todas maneras, hubiera preferido pasar por Cuba o Venezuela para conocer como es la alternativa de un mundo más humano que se ensaya en nuestro continente. Pero en definitiva, no es una cuestión de orden, donde ir primero y donde después, sino que cuando se presenten las posibilidades, estar listo para tomarlas. Y ahora que estaba entrando al primer mundo, debía liberarme de todos estos prejuicios que son, en breve, lo que imposibilita adquirir el conocimiento para poder comprender la realidad y actuar. 20
–Hijo, ella es Beatriz Lomo. El marido viajó con vos. Es el dueño de Chorizos Mr Tango. A pesar de que me hablaba en castellano, recibí esa información como en otro idioma. Todavía estaba tumbado por los efectos del jet-lag y no capté su mensaje. En el estacionamiento, buscamos su auto, un Toyota Matrix blanco, y me lo presentó como si fuera un miembro de la familia. Salimos del aeropuerto y subimos a una autopista. Me preguntó por el vuelo. Todo normal. Si había podido dormir. No, le dije, estuve leyendo toda la noche una novela de Gudiño Kieffer, un escritor argentino que… ¿qué película dieron en el vuelo? Duro de matar IV. –Tengo preparado un lugar para vos en el living. Cuando lleguemos vas a poder dormir en el futón que te compré. Si querés te ponés una película y te dormís. Tengo un montón de películas que fui comprando. Películas tontas, pero me sirven para practicar el inglés. Me explicó nuevamente acerca de esa pareja que saludamos en el aeropuerto. Eran Beatriz y Juan Carlos Lomo. –Juan Carlos tiene una cadena de comercios que venden chorizos argentinos y muy ricos, y para hacer una referencia a lo argentino, le puso Mr Tango. ¿Original, no? Y hace dos años que empezó con lo de los chorizos. Beatriz, su señora, cuando le dije “ese es mi hijo”, me dijo “ah, típico argentino, hippie de pelo Al mismo tiempo, debía comenzar a olvidar muchas cosas que comenzaban a estallar en mí como contradicciones a pronto resolver. Esto se me vino a la mente cuando entraba a las oficinas de migraciones y veía detrás de los despachos, colgadas en las paredes, fotografías del presidente, George W. Bush, y comenzaba a recordar silenciosamente que unos años antes había ido a recibir a Bush a Mar del Plata junto a la militancia latinoamericanista de Argentina para que no pusiese ni un pie en Argentina, y dar la bienvenida a Hugo Chavez en la 4ta Cumbre de las Americas, en la que se dio muerte al ALCA. Y ahora venía yo a ponerle un pie a Bush en su país y a verlo por la tele, y a hartarme de los noticieros latinos que miraba mamá hablando pestes de Chavez a diario. 21
largo. No te preocupes que ya se lo va a cortar cortito, al estilo americano”, dijo. –¡No!– Pero estás lindo así. Se quedó impresionada con vos. Me preguntó si bailabas tango por la forma en que caminás. Le dije que habías tomado una clase conmigo en el Borges y otra en La Nacional. Acá podés ir a aprender al Club de Tango, dan la clase antes de la milonga los domingos. Ya vas a ir y vas a conocer a la comunidad argentina. Tengo unas amigas con las que me junto a bailar. Te las voy a presentar. También hay cada uno, Patri, cada personaje… ¿No te contó Nacho sobre Angelino? Tano viejo y asqueroso. Se pone siempre collares de oro, anillos de oro y dientes de oro, petiso, orejudo y narigón. Pelado, canoso y asqueroso. Elige chicas altas para bailar y les apoya la cabeza entre las tetas. No, no sabés todo lo que hace. Mira si hay alguna nueva y se presenta. La saca a bailar, y le da una tarjeta diciéndole que necesita una secretaria joven, atractiva, bien dispuesta, y así las engancha. Después les dice que se casen con él para darle los papeles y les empieza a pedir plata para los trámites y después las deja tiradas. A mis amigas, Pilar y Úrsula, les quiso hacer lo mismo. Primero sacó a bailar a Úrsula. Ya la vas a conocer. Es buenaza, pero medio tonta, ingenua. Entonces Angelino la saca a bailar y le da una tarjeta. Ella le dice gracias, que ya tiene trabajo, pero que de todas maneras conservaba la tarjeta, porque acá se usa mucho eso de las tarjetas con tu número. Conocés a alguien y se la das. Yo la vi a Úrsula, nunca le había hablado, esta era la segunda vez que ella venía a bailar. Estaba sentada en una mesa, con la tarjetita del inmundo ese en la mano. Me senté frente a ella y le dije: “rompé esa tarjeta”. “¿Qué?”, me dijo. “Rompela, ese tipo es un degenerado”. Así me hice amiga. Y es el día de hoy que me lo agradece. Acá, Patricio –usó ese tono serio de enseñanza indispensable al pronunciar mi nombre entero–, hay gente buena y gente mala. Mucha gente mala y poca gente buena. Cuando la gente buena se encuentra, se cuida de la gente mala. Por eso nos hicimos amigas. Lo mismo con Pilar. Ella es de Mar del Plata. Jugó muchos años al tenis. Era amiga de Vilas. 22
Con Úrsula te compraron una torta almendrada para darte la bienvenida. Yo te hice milanesas con papas fritas para que no extrañes. Seguíamos avanzando por la autopista. Mamá me hablaba a medida que los kilómetros se convertían en millas, los grados centígrados en grados farenheit y comenzaba a descubrir un mundo completamente diferente a lo que me había imaginado. En un puente bajamos en Hallandale, ciudad donde ella vive desde que llegó hace cinco años. Me anunció que ahora avanzamos por la US1, una ruta que toma forma de avenida cuando atraviesa las ciudades costeñas, en Miami Dade se llama Biscayne Boulevard, acá en Broward County toma el nombre de North Federal Highway, que tiene sus inicios en Key West, el último de los cayos de la Florida, y se pierde allá lejos pasando Nueva York. Mamá vive a una cuadra de la US1 y a una cuadra de Hallandale Boulevard, que es la avenida que va hasta la playa, a ocho cuadras. Ella vive en la avenida Ocho del Noreste. Antes de llegar a su casa, pasamos por Donkin Donnuts. Me dio su razón: –Te traigo a este lugar porque este es un lugar al que no vas a volver nunca más, porque es demasiado “americano” para nosotros. Pero es algo que tenés que conocer. Compramos una caja con media docena de donas de variados colores. Llegamos al condominio donde vive y me enseñó su casa, su cuarto, su baño, su placard con pileta y canilla dentro, su living, que es donde voy a dormir yo, el futón, mi futura cama, la cocina. Puso una pava para el mate y me enseñó a sus Giussepes, su colección de la imagen del cocinero típico italiano con nariz redonda y colorada, mostacho y sombrero de chef, repetidas por toda la cocina. El porch, con el clima tropical, contrastando con la fiebre del aire acondicionado que reinaba adentro. Sentados afuera, seguimos conversando un poco. Ella se tomaba unos mates y se iba a trabajar. Ya había avisado de mi llegada y que iba a estar un 23
rato a la mañana conmigo. Ya eran cerca de las diez. Convidándome un mate, me señaló donde vivía Osvaldo, su primo, Osvaldo Rímoli, junto a su mujer, una norteamericana muy simpática, Joan. En el piso de arriba, en la otra punta, atravesando un patio con pileta, un mástil y una bandera norteamericana flameando. –Si querés tomar leche, hay en la heladera. Si tenés hambre, hay milanesas para hacer o te podés hacer un sánguche, y también está la torta almendrada. Si querés tomar mate, hay yerba en la gaveta. Si no vas a tomar, tirá la yerba y limpialo. No lo podés dejar sucio porque con la temperatura y la humedad que hay acá, fermenta enseguida. Por eso, guardá todo en la heladera. Si sacás la leche, volvela a guardar porque enseguida se pudre. Dejo el aire acondicionado prendido. Acá nunca se apaga. A veces tenés que ponerte un saquito, pero no lo podés apagar. Si querés te ponés a mirar una película para quedarte dormido, ahí tengo unas cuantas. Cualquier cosa, este es mi número. Llamá del teléfono de línea. Sólo tenés que agregar un cero para llamar a celular. Igual, está anotado en la heladera. Vuelvo a las cuatro y media. Guardé todo en la heladera, limpié el mate, siguiendo las claras instrucciones de mamá. Me puse una película y al poco tiempo me quedé dormido. Sueño que viajo junto a mis amigos en un camioncito de madera despintada por las calles de Ciudad Evita, rumbo a una fiesta. El camión parece aquellos de juguete antiguos, que alguna vez tuve en mi casa. En mi sueño es de tamaño real. La fiesta es en mi casa. Parece que me retrotraigo a la fiesta que organicé hace a penas tres días. El escenario el mismo, pero allí no hay motivo para festejar, solo el deleite del momento. Mis amigos están allí. Yo no me fui ni el tiempo transcurrió. Desperté unas horas más tarde y me puse a escribir con un cigarrillo de por medio. Podía sentir aún las imagenes frescas en mi memoria, y con este primer sueño, di inicio a este nuevo proyecto de escritura que se iniciaba con el viaje. Esa fiesta a la que había vuelto 24
en sueños me hacía pensar que sería difícil despegarse de lo que conocía, a lo que uno estaba acostumbrado, así como así, de un día para el otro, y que adaptarme a este nuevo clima y paisaje, a las costumbres y a la lejanía, me llevaría algo de tiempo. Al escribir, se me fueron ocurriendo diversas interpretaciones del sueño, pero tomé la resolución de no analizarlos, sino de anotarlos tal cual se me presentaban. Cuando entré al living para buscar algunas hojas para escribir, me llevé una sorpresa. En una mesita ratona al lado del sillón, reposaba el camioncito de madera de mi sueño, el mismo que había estado hacía unos años en mi casa y había vuelto a mi mente mientras estaba durmiendo. No podía estar seguro si lo había visto antes de dormirme o si lo recordaba y era una casualidad que mamá se lo haya traído con sus cosas desde Argentina. De todas maneras, eso tampoco valía la pena analizar. De ahora en más no me cuestionaría más o al menos no demasiado las cosas y sus significados. Ya no me correspondería. Mi único deber sería soñar y anotar, ver y registrar, alejándome cada vez más de los posibles juicios que enturbiaban la visión del camino que me había propuesto seguir.
Mamá llegó unas horas más tarde y me dijo que íbamos a cenar afuera. De paso nos íbamos “americanizando”, según dijo, y festejamos este 31 de octubre, Halloween. Tanto los transeúntes en la vereda, como los conductores en sus autos, los empleados de las tiendas por las que pasamos, estaban disfrazados. A penas entramos a restaurant, me sorprendió ver un grupo de diablitos negros que se revolcaban por debajo de la mesa de sus padres. Cerca de la entrada, un viejo de nariz judía que comía solo, portaba unos promientes cuernos de alce. Observando todo desde la perspectiva del recién llegado, me impactaba el nivel de adhesión a este festejo, el cual no tengo bien en claro cuál es su origen, 25
pero que se traduce como Noche de Brujas. Según leí, proviene de una antigua fiesta celta que los irladeses trajeron. Todo esto me hace pensar el tema de las brujas con una caza concreta de brujas que siempre estuvo presente en la ideología de los norteamericanos y que a lo largo de la historia fue mutando sus formas pero no su contenido. Este Halloween, mi primer día en suelo norteamericano, me hizo ver que hasta el momento no sabía nada acerca del verdadero poder ideológico que gobierna esta sociedad de consumo.
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LIVING EN AMÉRICA
Al día siguiente desperté algo confundido, sin reconocer el lugar en el que me encontraba, aún en la nebolusa del sueño reciente que seguía sumando páginas a mi nuevo proyecto de escritura. Soñé que estaba en el jardín de mi casa, había vuelto nuevamente a la fiesta que se alejaba en el tiempo pero no de mi memoria y a la que seguía volviendo sin saber bien por qué. ¿Acaso me estaba convocando aquel lugar? De aquella noche no recordaba demasiado, había estado sumido en un estado de borrachera y saudade en el que no se filtró más que un recuerdo feliz en el que nada fuera de lo normal había sucedido. Estaba seguro que pronto este sueño me abandonaría, aunque por ahora, sin una actividad mejor que comer, dormir y descansar, no me causaba complicaciones esto de estar partido entre dos sentimientos, el de estar viviendo el presente en un lugar desconocido, y a la hora de dormir, irme a otro muy alejado y familiar. A penas me levanté, redacté unas líneas, contribuyendo por el día con la única obligación que tenía que cumplir, que era escribir. Mamá apareció en casa al mediodía para que comiéramos juntos las milanesas que me había hecho. Me avisó que esta noche íbamos a comer con sus amigas. Úrsula, además, me contaba, era la que había salido como mi affidavit, o sea, como garante legal para el papeleo de la residencia, y eso ahora la transformaba en mi “madrina”. Había sido un lindo gesto el de su amiga, que al igual que mamá, tenía tres varones, dos de ellos casados y uno a punto de emanciparse. Además, otra cosa. Úrsula y yo teníamos un conocido en común. Esta persona era la bibliotecaria del turno mañana de mi colegio secundario. Hablando de esto y lo otro entre mujeres adultas, madres, solas, mamá y Úrsula 27
llegaron a toparse con esta coincidencia al mencionarle que yo había estudiado en el I.L.S.E. Úrsula tenía una amiga que trabajaba allí, una compañera del tiempo en que estudiada para ser bibliotecaria en la Universidad Católica. Con este solo comentario, me sumí en el recuerdo de las incontables horas que había pasado en la biblioteca de la secundaria1. Me resultaba intrigante que un personaje de aquella mi otra vida pueda filtrarse en este remoto destino. –Ponete los zapatos –me dijo mamá a eso de las siete de la tarde. Salimos para un restaurant cubano a unas diez cuadras de lo de mamá, Sr Café. Antes de llegar, pasamos por un predio enorme de varias manzanas con un estacionamiento que ocupaba casi todo y en el centro una construcción gigante que desplegaba luces. –Este es el casino donde trabaja Joan, la señora de mi primo Osvaldo. –Ah –dije, sin saber que esta información podría ser relevante para mí en un futuro. 1 El I.L.S.E. se emplaza en lo que se conoce como Tribunales, la Plaza Lavalle y sus plazas adyacentes, el Palacio Judicial, el Teatro Colón, en el otro extremo el Teatro Cervantes, la Escuela Roca, con su estilo greco-romanoperonista, y los niños de la Villa 31 de Retiro con quienes compartíamos la plaza. En el centro, la fuente de los bailarines. Por doquier hombres caminando acelerados vistiendo traje y corbata. Los cafés históricos, Tribunales, Petit Colón, la diagonal norte que se hizo peatonal para cuando nuestra camada abandonaba ese cacho de microcentro tan especial. Viviendo en ese entonces en el conurbano, hasta los doce años yo no había habitado la capital del país no más para visitar a la abuela Coca en Palermo, o cuando fui a hacer el trámite del dni a los 8 años. Así fue que cuando comencé la escuela secundaria y a viajar solo en colectivo, me largué a recorrer sin rumbo y silbando como un vago las calles, a medida que adolecía en experiencias que un niño suburbano no podría haber imaginado. Por las mañanas llegaba al centro a las ocho y media aprovechando que papá trabajaba en Florida y Perón y nos podía traer al centro a Nacho, dos años mayor, y a mí. Desayunábamos y a las nueve papá entraba a trabajar. Hasta la una de la tarde, hora en que entrábamos a estudiar, nos quedaba toda la mañana libre. 28
Empujamos las puertas y pasamos al restaurant. Era muy acogedor. En la barra, unas cubanitas lindas atendían a los clientes. En unas mesas al estilo bufet estaba sentadas Úrsula y Pilar, dos señoras de cincuentipico, bien arregladas y coquetas. Nos presentamos y nos saludamos con besos. Me preguntaron si me había gustado la torta almendrada. Úrsula tenía una piel muy blanca y unos ojos más claros que el cielo, bajo una fisonomía frontal indudablemente teutónica. Hablaba como si se le estuviera por terminar el tiempo de hablar, y usaba hasta desconcentrarte la muletilla “¿viste?” (¿viste? ¿viste? ¿viste?). Pilar acusaba mayor edad pero una tranquilidad más marcada. Su rostro se aclaraba de arrugas cuando sonreía, se reducían sus pequeños ojos y aparecía su dentadura reluciente. A nuestra mesa llegó un mesero gordito y simpaticón, cubano, claro está. Saludó. –Buenas noches, señoras, caballero. –¿Qué tal, Freddy? Recorría disquerías y casas de música en Florida y Lavalle y luego me iba a la biblioteca para perder el tiempo y se hiciera la hora para entrar a clases. Más tarde, cuando conocí la literatura, paseaba por Corrientes o permanecía largas horas en los pasajes subterráneos, o me hacía amigos de los subalternos que habitaban la zona, como el ruso que vendía pins de la URSS con la cara de Lenin, o Ramón, el linyera que vivía bajo el gomero frente al Colón, o del Uruguayo Jorge Guichón, que tocaba en el pasillo de la estación Tribunales y más tarde se hizo brevemente conocido tocando la canción del minotopo en una propaganda del subte, y un poco más tarde lo volví a encontrar en el Centro Cultural de la Cooperación en un homenaje a la Revolución Cubana, un primero de enero. Al interesarme por los libros, también me interesé por su posesión, y así es como después de leer a Hesse, Heine o Goethe sacados sin registro de la biblioteca, me los quedaba. Yo le decía a Alicia simplemente: “el libro es cultura”, y ella sin saber mi motivación, asentía. En el tiempo en que comencé a interesarme en las novias, también recurría a la biblioteca, porque generalmente las más lindas estaban a la mañana, con lo que esperaba a los recreos para bajar al patio desde el quinto piso, donde se confinaba la biblioteca “Alumno Adolfo Bioy Casares”. 29
–¿Cómo estás, Freddy? –¿Todo bien? ¿Tus cosas? –Gracias, todo muy bien, gracias a dios. ¿Tienen pensado qué van a comer o les voy trayendo una jarra con agua helada? Revisamos la carta y cuando Freddy volvió con una jarra de agua con hielos, vasos para todos, ordenamos. –Freddy, yo quiero alitas picantes. –Para mí, Freddy, una sopa de ajiaco. –Yo te acompaño con las alitas, y Freddy, agregale una porción de mariquitas. –Para mí, puerco, gracias. Una vez que el mesero se retiró a llevar el pedido, las damas hablaron a su espalda. –Y, ¿saben qué fue de la historia de la mujer de Freddy? –No sé cómo habrá terminado, pero hasta donde sabía, estaban las cosas muy mal. –Preguntémosle. Ahí viene. El mesero se acercó con una bandeja con pan y manteca. –Freddy, ¿cómo siguió el problemita con tu mujer americana? –Gracias a dios, ya todo terminó. Ahora sólo estoy esperando a que las cosas mejoren. Se retiró. –¿Sabés lo que le pasó? –me preguntó Pilar, y antes de que pudiera contestarle porque tragaba un pedazo de pan, comenzó a narrar–. Resulta que este Freddy es cubano. Se cruzó de Cuba a Miami como todos los cubanos. Él necesitaba casarse con una mujer americana para que le dieran los papeles de la residencia y aclarar su situación legal en los Estados Unidos. Se ve que acá hay un servicio de señoras que se casan con inmigrantes a cambio de plata para que le traspasen los papeles mediante el matrimonio. Y Freddy pagó y se consiguió una de estas gringas altas y rubias, que al parecer, además de hacerle el favor, a cambio de dinero, claro está, estaba buscando un marido latino. Bueno, se casaron, le dieron los papeles y cuando pasó el tiempo necesario, se divorciaron. 30
Pero esta gringa se había enamorado de Freddy. Lo llamaba, lo venía a buscar acá a la puerta de Sr Café, lo perseguía. A tal punto que tuvo que hacer una denuncia a la policía. Y claro, la mujer estaba medio loca. Le tuvieron que poner una orden de restricción judicial para que no se acerque a más de no sé cuántas millas. Recién ahora puede irse a casa tranquilo. Pero otras veces que veníamos a cenar, veíamos a la loca que lo estaba esperando en el estacionamiento, y tenía que salir por la parte de atrás como un delincuente. Hubo veces que nos pidió que salgamos del brazo con él para que viera que estaba con otra y se dejara de molestarlo de una vez por todas. Pero para qué. Para problemas nomás. Una vez nos vio con él y casi le tira el coche encima. Tuvo que venir la policía y se la llevó en el patrullero. Desde esa vez no apareció más. –Ves, hijo –me dijo mamá–, las cosas que hace la gente por la residencia. Ustedes tuvieron mucha suerte. Súbitamente, mamá recordó el asunto del conocido en común que tenía con Úrsula. Ella dijo algo a tal velocidad que no llegué a entenderla. Parecía un poco conmovida por esto y ahora no se acordaba el nombre. Sus nervios me contagiaron, y cuando intenté nombrar a nuestra amiga, yo tampoco recordaba su nombre. –Yo te digo el nombre y vos decime el apellido. Alicia… –…Domenech. Sí, ahora que lo recuerdo, también tenía un hermano también trabajaba en mi colegio. Era un abogado profesor mío de educación cívica de quinto. –Sí, Alicia. Estudiábamos bibliotecología juntas en la UCA. Como éramos poquitos ¿viste? nos conocíamos todos. Primero había empezado a estudiar en Filosofía y Letras, pero eran otros tiempos, ¿viste? los setenta, la facultad estaba muy politizada, los comunistas, los socialistas, ¿viste? –Ahora es lo mismo –pensé para mis adentros; hay costumbres que se conservan. Llamaron a Freddy a la mesa. –Freddy, ¿qué es esto que tiene la sopa que parece papa pero es más fibrosa? –le preguntaron. 31
–Es iuca. –¿iuca? Ah, shuca. –No es shuca, es iuca. –Mandioca. –Exacto. Mandioca, o yuca. –Ahora sí que nos entendemos.
El domingo, mamá me invitó a acompañarla al Club de Tango, aunque fuera por primera y única vez. Si quería, podía tomar unas clases. Desafortunadamente, no tenía zapatos de suela para bailar; sólo la iba a acompañar. El club del Tango, me explicaba mamá, era una asociación sin fines de lucro. La regía una comisión de la que ella formaba parte. Todos los domingos en Hollywood, la ciudad contigua a Hallandale cruzando las vías, en el edificio de una asociación italiana, tenía lugar la milonga. Por el precio de doce dólares se aacedía a las clases, a la milonga y a una cena con bebida incluida. Estacionamos el auto y entramos al club. Mamá se había puesto una pollera negra con flecos, y una blusa negra y roja. Era una ocasión especial para arreglarse y hacer que el domingo valiera la pena. En la entrada del salón, saludé imitando a mamá, a la mujer que estaba detrás de la caja, cincuenta años, rubia, ojos claros, voz nasal y risa aguda. –Ella es Noemí. Es la encargada de las finanzas del club. –Qué lindo nene tenés, Susi... –Noemí ahora empieza a trabajar en el casino donde está trabajando Joan. ¿Te dije? Ah, sí. ¿De qué estás trabajando ahora, Noemí? –De cajera, empiezo este miércoles. –¿Y sabés si están tomando gente? Porque Patricio va a empezar a buscar trabajo. –Sí, creo que están tomando gente. Andá al casino, llená una aplicación. ¿Sabés hablar inglés? –Sí. 32
–Mejor. ¿Y sabés bailar tango? –No, tengo que aprender. –Se tiene que comprar zapatos de suela –agregó mamá. –Cuando aprendas a bailar, ya sabés que tenés reservada la primera pieza para mí. Pasamos al salón. Mamá saludaba y me presentaba, me hacía besar a extraños y darle la mano a tipos que insinuaban querer ser mis amigos. Me senté en una mesa mientras mamá seguía saludando gente. A mi lado se sentó una pareja que había saludado. Monique y Robertito. Monique daba la clase para los avanzados y Robertito era cantor. Me hizo algunas preguntas formales sobre mi estadía en este país a las que respondí sin vacilar y después volvió a hablar con Monique. Mamá se acercó a la mesa y me dijo que si quería, que me sirviera algo de tomar en la barra a mis espaldas, y a ella que le traiga agua tónica. En la barra estaban dispuestas una variedad de bebidas frías y calientes. Me serví un vacito de café y le di un sorbo. Estaba tibio, dulzón y sin gusto. Al lado mío había un señor mayor buscando una botella de gaseosa de naranja sin azúcar, sin éxito. Desde su asiento, mamá lo interpeló. –¡Isis! –Isis se dio vuelta hacia mamá–. Ese es mi hijo, el del medio. –Qué tal, mucho gusto. –Isis conoce al abuelo Osvaldo, de la vez que vino. Le regaló un cd con grabaciones de tango. –Ah, mire usted. –¿Cómo anda el viejo? –Bien. Me senté a observar el movimiento de las personas, la llegada, la ceremonia del saludo, los hombres bien vestidos y las mujeres emperifolladas, la danza, el abrazo. Más de una vez mamá me insistió que bailase con ella, pero yo me empaqué como mula cansada. Al palparme los bolsillos, noté que me había dejado los cigarrillos en casa. En el camino hasta este lugar, me di cuenta que no existen los quioscos, y para esta altura no podía disimular las ganas de fumar. Le pregunté 33
a mamá quién fumaba, y justo pasaba Cayetano, un señor de unos sesenta años, lo frenó y le pidió un cigarrillo para mí. –Sí, cómo no pibe –dijo forzando la inflexión de voz tanguera–. Pedile a aquella señora que está sentada al final de esa mesa que te dijo Cayetano que te dé un cigarrillo. Bueno, no, dejá que los voy a buscar yo y de paso salimos a fumar tranquilos. En el hall de entrada, Robertito se encontraba fumando apoyado contra una columna. Cayetano me convidó uno de sus Marlboro Light de su paquete y me tendió el fuego. –¿Y vos pibe, de dónde sos? –me preguntó Cayetano, que desde el momento en que me había ofrecido el pucho, se consideraba libre para tratarme más o menos como su criado. –De Ciudad Evita –contesté. –Así que sos de Ciudad Evita... –Sí. –...yo era de Barrio 1. Tenía una casa a una cuadra del hospital. La vendí. Va, la regalé en 32 mil dólares hace como diez años. A veces me arrepiento. Yo pitaba y pensaba que no era para menos, porque una casa en Barrio 1, además de ser un lugar que roza con lo ideal, hoy está costando arriba de los 200 mil. –Pero te digo que hiciste bien –interrumpió Robertito–. Porque hoy estás acá y no sabés cómo está tu casa allá. Si te la ocuparon unos negros, si te la destruyeron toda. Es una preocupación menos. –Y sí... Quedé espantado por los comentarios. Con el amor que le tengo a Barrio 1, decir estas cosas implica un insulto hacia mi persona. Obviamente todo lo que se decía era sin conocimiento de causa. Por suerte, el tema de conversación varió y ahora hablaban de cantores de tango. –Te digo, pibe, me gusta como cantás. Y eso que a mí me gustan unos pocos cantores. Uno de los que más me gustan es Vargas. –Y buen, Angelito Vargas es uno de mis preferidos –dijo Robertito–. Me gusta mucho su estilo. De hecho, 34
mientras canto, pienso si en ese momento estoy alcanzando su altura... Tiré el pucho y volví adentro. Ya se estaba sirviendo la cena. Mamá me dio un plato e hicimos cola para que nos sirvieran de una olla inmensa. Esa noche había fideos con albóndigas. Osvaldo, el primo de mamá, había sido el encargado de cocinar. Había venido temprano para traer la comida en una gran olla eléctrica. En cada mesa esperaba una botella de vino descorchada. Se cortó la música de tango para dar paso a una sección de románticos latinos contemporáneos y un poco de salsa. La pista se vació y todos se sentaron a comer. Desde hacía unos años cuando mamá me había contado por teléfono que estaba tomando clases de tango, me resultó extraño como esta música anticuada, demodé y arcaica era ahora parte de su vida y configuraba su identidad de argentina en el exterior. Para mí, el tango era mi abuelo. Desde que tengo memoria, cada vez que lo visitaba, ahí estaba en su taller arreglando algo o construyendo una nueva parte de la casa con una radio mono con cierta interferencia o un caset que cada día se desmagnetizaba un poco más pero que todavía dejaba escuchar una melodía melancólica hasta el infinito. Hasta donde sabía, mi mamá siempre había detestado el tango, porque le recordaba a las cosas que no le gustaban de su casa, pero cuando se vino grande y sola, comenzó a verlo de otra manera, como un pedazo de ella que se había perdido pero que ahora podía recuperar yendo a bailar todos los domingos con otros argentinos. También pienso que resultó un poco forzada la elección del tango como música distintiva, pero que se tuvo que dar necesariamente de esa manera. Una oleada inmigratoria de argentinos había arribado al sur de la Florida de principios de siglo XXI, impulsada por la crisis económica, financiera y cultural que sacudió los cimientos del país abriendo una grieta para la fuga de intelectuales y profesionales hacia lo países que, como potencias mundiales, no habían tambaleado. En este contexto, los migrantes argentos 35
que llevaban consigo su pasado y cultura presta a ser fusionada con la del país receptor, se encontraron con que eran los últimos en subir a este gran barco de la mezcla racial, y, a diferencia del resto de los hermanos latinoamericanos que ya residían en esta tierra, no tenían una música que los identificara frente a los demás. A raíz de esto, de manera instintiva, se eligió al tango, la música de Buenos Aires, como embajadora cultural de la Argentina en el exterior. Es por esto que un domingo a la noche, yo estaba en un club en una reunión de despatriados escuchando grabaciones que tenían setenta años y viendo cómo las parejas se abalanzaban a la pista como si lo hubieran hecho toda la vida.
Unos días más tarde, a la hora de la cena según Norteamérica, las 6 p.m., subimos al piso de arriba hasta la otra punta donde se encontraba la casa de Osvaldo Rímoli, primo de mamá, sobrino de la abuela Ana, hijo del tío Chino, nieto de la legendaria Urbana Molina, india mestiza hija del malón. Osvaldo había llegado a EEUU, a Miami en los ’70 con un pasaje de ida y vuelta en la mano. Apenas bajó del avión (por la escalerita que se acostumbraba antes, en lugar de la manga), se tomó una foto polaroid de plano americano, fondo celeste sin nubes, con la cola del avión en una esquina, unas patillas quiroguistas, lentes negros y una sonrisa de un futuro prometedor. Envió la foto a Buenos Aires y rompió el pasaje de vuelta, fijando así su lugar de residencia del resto de su vida. Pero contrario a lo que esa sonrisa le prometía, las primeras semanas fueron difíciles. Se había alojado en un motel con los pocos billetes que había traído y a la semana ya se le estaba terminando. Decidió ahorrar el dinero de las comidas y tiró unos días más. Para palear el hambre hacía lentos recorridos por los minimercados masticando disimuladamente sanguchitos que tomaba a escondidas de las heladeras. Un día que caminaba 36
por un parque, vio unos hombres jugando al fútbol y se quedó mirando. La pelota salió de la cancha y fue a parar a sus pies. Cuando la pateó de vuelta, uno de los jugadores, mexicano, le preguntó: –¿Juegas al futbol? –Sí –le contestó él. –Bueno, ven a jugar –le propuso. –No puedo; –se excusó Osvaldo–. Estoy desesperado, tengo hambre, hace días que no como bien, solo tengo dos dólares con quince centavos en el bolsillo y no consigo trabajo. –No importa –le contestó el mexicano–. Ven a jugar que mañana tenemos un partido. Y nosotros te conseguiremos un trabajo. Así fue como el fútbol le abrió las puertas del avión que viajaba hacia el sueño americano. Al poco tiempo, a falta de uno, tenía tres trabajos. Llegaba a la casa a las cuatro de la mañana y se ponía a cocinarse un buen plato. Y eso fue lo que lo ayudó el resto de su vida: saber (y gustar de) cocinar. Como chef comenzó a hacerse una carrera, primero siendo jefe de cocina, más tarde maitre d’ de los casinos de la mafia o cocinando en un jet privado para Frank Sinatra. De aquella dulce época recuerda las propinas de cien dólares enrollados como tubitos que se apilaban en la guantera de su auto, algunos que se perdían debajo de la alfombrilla del conductor, que fueron los beneficiarios de una mejor vida y de casas y departamentos, sobre todo en Mar del Plata. Pero también sería la causa por la que el IRS lo investigara y persiguiera hasta hacerle pagar por todos los años de evasión de impuestos a las ganancias. La suma ascendía los diez mil dólares y a la larga eso terminó de retirarlo de la vida de extravagancia de los casinos. Vivió en una decena de ciudades, tuvo tres hijas y tres esposas y seguía casado con la última, Joan. Luego de un corto paréntesis en Arizona, ahora residía en Florida, allí donde la mayoría de la gente va a terminar su vida. Ya había tenido oportunidad de conocerlo el día siguiente a mi llegada, temprano en la tarde, cuando 37
subimos a conocer su casa mientras Joan trabajaba. Y más de una vez me lo crucé en los pasillos del condominio cuando él salía a dejar la basura y yo entraba en el lavadero con una bolsa de ropa sucia. –¿Qué hacés, flaquito? –me decía mandándome el apelativo para no tener que recurrir a la memoria y buscar inútilmente mi nombre, o sino directamente me decía “nachito”, confundiéndome con mi hermano mayor, a quien ya conocía de viajes previos. Osvaldo tenía parkinson al igual que mi abuelo Osvaldo, Osvaldo Marciano, el papá de mi mamá. Y al igual que a mi abuelo, la enfermedad se le había desatado a causa de un disgusto muy grande. La diferencia era que mi abuelo hacía unos veinte años que padecía esta enfermedad y había llegado a un punto de convivencia pacífica, alternando momentos de temblor con un bienestar aprovechable. En cambio, a Osvaldo Rímoli parecía que se lo estaba comiendo la enfermedad. Hacían sólo seis años que se había enterado de su parkinson, y a pesar de tener acceso a los grandes avances científico-técnicos y la nanotecnología (que podía pagar), según la cual le habían colocado un aparato en la cabeza y otro en el pecho que, mediante un control remoto, encendía y apagaba inhibición de los temblores, cada vez se lo veía peor. Hacía poco que lo conocía pero la primera impresión que me causó fue esta, que se repetía una y otra vez, encuentro tras encuentro. No fue necesario tocar a su puerta, porque ni bien nos asomamos por el enrejado de mosquitero que cubría todo el porch, vimos a Joan sentada fumando un cigarrillo. –Hello, Joan –le dijo mamá, y en una voz muy suave y pausada de dulce mujer delicada, contestó: –Heeeloooouuuu. Con movimientos lentos se paró y fue hasta la puerta. Era una mujer increíblemente alta, casi tan alta como yo, fina y larga, blanca y rubia, ojos celeste pálido, con una sonrisa agradable y sin apuro. Tenía puesto el pijama. Un pantaloncito de algodón y una musculosa, unas pantuflas en los pies y entre sus largos dedos un Marlboro menthol humeando. 38
–Vos debés ser Patrishiou. ¡Bienvenido! –dijo en un inglés muy pausado y comprensible. Luego, de la nada, comentó–: Si no tenés problemas con el Rey, entonces no vas a tener problemas conmigo. –Y aclaró, antes de que llegara a pensar que se trataba de una reivindicación monárquica–: Elvis. La besé y luego fui a saludar a Osvaldo que estaba lavando los platos. En la puerta choqué con él y tuve oportunidad de saludarlo. Después de unas palabras, mamá le preguntó algo a su primo y los dos entraron conversando a la casa. Yo tomé asiento junto a Joan y saqué un Phillip, porque de tanto verla pitar me habían agarrado ganas de fumar. Ella, por su parte, se encendía otro al tiempo que yo me encendía el mío. Cambiamos unas pocas palabras en un tiempo considerablemente prolongado. Mamá aprovechó a preguntarle, ayudándose con señas, si había algún puesto para mí en el casino en el que ella trabajaba. –Sí –dijo–, muchos. Se paró y fue a buscar una hoja entre sus papeles de trabajo, donde figuraba una lista de los empleos que se ofrecían. Me leyó la lista con los requerimientos necesarios para cada puesto y los tachaba si no eran para mí, como los que exigían experiencia previa, tales como supervisor de piso o seguridad. Oía todo lo que salía de la boca de Joan como por primera vez. Por asociación o por contexto, fui deduciendo de los puestos que me leía, cuáles estaban a mi alcance. Mantenimiento, seguridad, cajero, asistente de piso, mesero, saludador de puerta. Muchos no eran para mí, como el de seguridad o mantenimiento. El resto ella lo dejaba a mi criterio. Le agradecí por la ayuda que me brindaba, si bien mis expectativas de pariente me llevaran a pensar en una ayuda más concreta y directa. Mamá me había comentado que Marita estaba trabajando en el casino desde noviembre porque Joan la había hecho entrar. Ahora era diciembre, plena temporada, pico del crecimiento económico, oferta de empleos masiva, la reactivación por el turismo...
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¿Quién era Marita? Yo conocía a Marita, la había visto una vez en Buenos Aires. Marita era la hija de Perla y Cacho. Cacho era primo de Osvaldo, pero por otra rama. Y mamá era prima de Osvaldo. Así que en torno a Osvaldo, éramos una gran familia. Osvaldo me preguntó: –¿Mañana tenés algo que hacer? –No. –Qué bueno, así me podés acompañar a Sawgrass, a conocer a mis nenas, Andrea y Angélica. –Y también vas a conocer a Carocito –acotó mamá. –Sí, está divino. –Carocito es el nietito de Osvaldo, hijo de Angélica –explicó mamá. –Bueno, mañana a las diez te toco la puerta para salir. Volvimos a casa para cenar a una hora adecuada, las ocho y media, y le pregunté a mamá algunas cosas que no había entendido, como adónde era que iba a ir mañana y para qué, un poco porque no conocía y otro poco porque a veces me costaba sintonizar el canal de la realidad que todos estaban viendo. A las diez de la mañana, Osvaldo ya estaba tocando la puerta del cuarto de mamá que da al estacionamiento, con su camioneta lista para salir. Por suerte yo ya estaba despierto, desayunado y preparado para irme. Antes de ir a ver a “sus nenas”, Osvaldo me avisó que pasábamos un segundo por Walmart, que tenía que comprar un tacho de basura chiquito para que su esposa tirase los puchos y un marco para emplazar una foto autografiada por los cuatro Beatles. Ya en el supermercado, me movía detrás de él, una mole aún más alta que yo y más fornido. Obviamente la estatura era cosa de familia. Tanto al Chino, su padre, como a la abuela Ana, al tío Pucho y a mí, se nos reconocía a la distancia por lo flaco y lo alto. Una cosa que me sorprendía de los Rímoli era la longevidad, sobre todo, en las mujeres. Chino y China, los hermanos mayores de mi abuela, tenían para el momento noventa y uno y noventa y tres años respectivamente. Según el abuelo Osvaldo, el Chino andaba de lo más bien, viajaba en 40
colectivo, con excepción de ese problema en la rodilla. La abuela Ana a penas tenía setenta y seis años, una diferencia de dieciocho años con el mayor. Ella era la más chica de todas, la única nacida en hospital y registrada debidamente ante la competencia estatal. Caminaba detrás de Osvaldo siguiendo su paso lento y pausado por los pasillos del supermercado sin estar demasiado seguro de qué estábamos buscando. Después de muchas vueltas se rindió. –Mejor compro dos vidrios de setenta por cuarenta como dijo tu mamá, pongo ahí la foto y chau. Vamos, Nachito. Salimos del supermercado sin comprar nada y volvimos al auto. A las pocas cuadras tomamos la autopista y avanzamos en dirección hacia el norte. Al bajar de la autopista y entrar en la zona comercial, Osvaldo llamó a una de sus hijas para preguntarles si precisaban algo. Así que estacionamos y volvimos a entrar a otro Walmart por un par de coca-colas de tres litros y algunas cositas más. Pagó con la tarjeta y me hizo llevar la bolsa. –¿Ves? –me dijo mostrándome su billetera abultada llena de billetes verdes–. Tengo cash. Pero acá no se usa cash. Se usa la tarjeta. Ya nadie paga cash. Subimos al auto y conducimos por las calles de Sawgrass, un barrio alejado de la gran ciudad, pero a no más de veinte minutos; sólo casas sin rascacielos, con botes de basura en la entrada y no olvidarse de la obsesión por la banderita roja, blanca y azul flameando en cada patio. Me impresionó el verde que había. En parte, hacía honor a su nombre: Sawgrass era algo así como marismas o pantanos. Las casas pasaban por mi ventanilla sin poder diferenciar una de otra. Hicimos varias cuadras y era como si no avanzáramos. Todas poseían su falsa chimenea, la cochera a un costado, el auto estacionado en la entrada y un perro jugando en el jardín trasero. Estacionamos en una de esas casas. Abrió la puerta y pasé detrás de él. Allí estaban mis nuevas primas: Angélica y Andrea. Las había visto en fotos, pero la impresión de verlas frente a frente hizo 41
desaparecer mi recuerdo. Si dijera que eran simpáticas y agradables sería un cumplido. El abuelo Osvaldo, en su viaje a los Estados Unidos hacía dos años, las había conocido; me las había definido como “un par de escaleras con vestido”. Su ojo preciso de dibujante no había fallado. Flacas como vacas en tiempos de largas sequías, con una expresión imborrable de espanto en el rostro. Angélica, la más chica de las dos, de veintisiete, era la más delgada. Cuando la saludé y puse una mano en su hombro tuve miedo de que se quebrara. Andrea, de veintinueve, poseía un poco más de relleno, un poco más saludable. Las dos habían nacido en Estados Unidos, fruto del matrimonio de Osvaldo –uno de sus tres– con una norteamericana que jamás conocí y vivía en Jacksonville, al norte del estado de Florida. A pesar de tener padre argentino, ninguna de las dos hablaba español. Andrea intentaba sin éxito, y yo le respondía con un inglés de primer grado. Me preguntó por Nacho, al que conocía. Me mostraron un poco la casa. Osvaldo era el dueño. Por ahora estaban viviendo allí Angélica y Carocito, y Andrea y Damián, su marido argentino. En esta casa, Osvaldo guardaba lo que llamaba “sus porquerías”. En una repisa en el living yacía su juego de katanas. Las desenvainó de menor a mayor para mostrarme su filo y autenticidad. –Esta chiquita para cuando los tipos se hacían en harakiri. ¡su-shuá! y se abrían las tripas. A estas le seguía su juego de vasijas indias hechas por los nativos de Arizona, del tiempo en que se había ido al desierto antes de volver a Hallandale. Cuando volvió a Florida y se consiguió el departamento en el condominio de mamá, estuvo a punto de tirar todo porque ahí no le entraba nada de esto. Mientras tano, todas estas pertenencias reposaban en su casa de Sawgrass. Me dijo que le faltaba mostrarme los platos conmemorativos de las ocasiones especiales de cada casino en los que había trabajado. Pero eso los tenía consigo, debajo de su cama, y ya habría oportunidad de mostrármelos. Osvaldo me preguntó si no quería acompañar a Angélica a algún lado. Seguro. Estaba dispuesto a 42
seguir mirando el nuevo paisaje. Me tomé un trago de coca-cola y salí afuera a fumarme un pucho mientras esperé a Angélica. Miré la calle que se perdía en una curva que repetía sucesivas casas, como el efecto que produce enfrentar dos espejos. Idénticos, con un pequeño desfasaje hasta perderse de vista. Me imaginé que estaba en el barrio a donde vivía el joven manos de tijera, y pensé que debía haber cruzado alguna línea que dividía la realidad de la ilusión, porque ya estaba viviendo dentro de la película. Salió Angélica y subimos a la camioneta. –¿A dónde vamos, Angélica? –le pregunté para iniciar la conversación. Pero en lugar de contestar correspondidamente con mis ansias de ver algo nuevo, me explicó: –Vamos a Walmart. Había que ir a buscar un cochecito que su mamá le había comprado para Nicolás, o Carocito, como le decía Osvaldo. Para no terminar con la conversación, salí con cualquier estupidez. –¿Y cómo funciona ese sistema? –Mi mamá compró un moisés para Nicolás en el Walmart de Jacksonville y ahora vamos a pasar a buscarlo. La conversación comenzó a dificultarse porque se me perdían las palabras que quería decir, y si me preguntaba algo, me guiaba más por el tono que por el contenido. Ella tenía una boca muy chica, al igual que la de su padre, lo que los hacía a ambos en determinadas situaciones imposibles de entender, no importa el idioma que empleasen. Hablamos de esto y aquellos hasta que resultó evidente que ella no tenía ganas de conversar y que a mí ya no se me ocurría nada para decir. Me dediqué a mirar por la ventanilla. En un gran estacionamiento dejamos la camioneta y entramos a Walmart. Nos dirigimos directo a la sección de Envíos y reclamos. Angélica apoyó su cartera sobre el mostrador y habló secamente a una empleada apacible de alrededor de cincuenta años. Le planteó su problema. Y para su sorpresa, le dijo que Walmart no ofrecía ese servicio de compra en una sucursal y 43
de entrega en otra. Sin convencerse y de mal tono pidió hablar con el manager. Enseguida apareció una muchacha joven y activa que vestía distinto al resto de los empleados, y le explicó a Angélica que en Walmart no ofrecían ese servicio. –El Walmart de Sawgrass tiene un sistema independiente al Walmart de Jacksonville –le respondió la joven, sin perder mucho tiempo y sin involucrar gestos faciales al dirigirse a la furiosa cliente–. ¿Está segura de que no utilizó en su lugar el sistema de compra y envío? Angélica rabió un poco y volvió a llamar a la madre. Ya la había llamado en el auto cuando, a raíz de mi pregunta, dudó de la existencia de ese servicio. Le habló: –Hola, madre, estoy en el Walmart. Vine a recoger el moisés para Nicolás. Estoy al lado de la manager y me dicen que ellos no brindan ese servicio. ¿Estás segura de que no lo compraste y lo enviaste? Porque dicen que ellos no brindan ese servicio. –Se dirigió a la manager–: Mi madre dice que lo pagó en Jacksonville, y le dijeron que lo podía retirar en cualquier sucursal del Walmart con mi número de licencia. –Lo siento, tendrá que hablar con el manager de Walmart de Jacksonville. –Madre –al teléfono– me dicen que tenés que hablar con el manager de Jacksonville. No, madre, me lo acaba de decir la manager de Sawgrass. Te llamo luego. Cortó el teléfono, agarró su cartera y salió sin saludar, sin decir “gracias” o “vamos”. La seguí en silencio hasta la camioneta. Adentro, también permanecimos en silencio. Temía decirle cualquier cosa porque estaba por estallar. Cuando quiso poner en marcha el auto, la llave hizo falso contacto y el motor no arrancó. Enfurecida, descargó un golpe al volante e intentó de nuevo. Arrancamos. El aire estaba tenso. La miraba de reojo para verla refunfuñar, pasando un mal momento en su interior. Volvió a llamar a su madre. –Hola, madre, sí. No, no pude recoger el moisés. ¡Porque ya te dije que eso no existe! Tendrías que haber comprado y enviado. ¿Por qué siempre tenés que hacer las cosas del modo complicado? 44
Se calló para oír lo que ella tenía para decir. Casi lloraba. Manejaba con una sola mano sin prestarle atención al camino. Yo intentaba salirme por la ventana. –No, madre, no. Escuchame. Estás equivocada. Odio cuando hacés esto... Sin poder evitar estar en esta conversación, imaginándome la voz de la madre, aguardentosa y dictatorial. La muchacha sufría. No podía escaparse del hecho de poseer una madre problemática. Al llegar a la casa, la comida estaba casi lista. Milanesas con papas fritas. Osvaldo recibió el relato de su hija con una leve amargura en la comisura de los labios que se limpió con una mano. Nos sentamos a comer. Angélica, con mal humor, preguntó por su hijo. Osvaldo dijo que todavía dormía. Andrea, por el contrario, estaba de buen humor. Hablaba. Cuando nos sentamos a la mesa, hablaba. Mientras comíamos, hablaba. Hablaba y seguía hablando sin que se le agotaran las palabras o la saliva. –Papi, estas milanisas están riquísimas. Me encantan las milanisas. Siempre le digo a mi papá: “¡Papi, papi, quiero milanisas!”, y acá estamos, comiendo milanisas. ¿Te gustan las milanisas, Patricio? ¿Puedo llamarte Pat? No, voy a llamarte primo, porque sos mi primo, ¿no es cierto? Cuando hizo una pausa para tomar aire, le comenté que quería pedir trabajo en el casino que había abierto en Hallandale. –Sí, el que trabaja Joan –me dijo Andrea–. Damián también quiere pedir un puesto ahí. Ahora trabaja como mesero en un restaurant en Hallandale. Después de comer, salí satisfecho afuera a eructar y fumar. Salió Angélica y hablamos de casi nada. Me contó que el otro día su hermana se había caído de cabeza en estas escaleritas en las que estábamos sentados, sí, a pesar de tener sólo tres escalones, la muy bruta se tuvo que ir de cabeza al suelo, y ahora le dolía el cuello. Nos reímos un segundo. Al ratito salió Osvaldo para anunciar la vuelta. Saludamos y montamos la camioneta. En la lenta vuelta a casa, Osvaldo me preguntó qué me habían 45
parecido sus hijas. Le dije que eran muy buenas las dos, pero que Andrea hablaba mucho, y a esta hora de la tarde, ya tenía la cabeza saturada. –Sí, habla mucho. Cuando era chiquita le decíamos: “shut up, motormouth” (¡Cerrá la boca, máquina de hablar!) Después quedamos en silencio. La camioneta se manejaba sola. Osvaldo mencionó sus largos viajes en auto. Cuando va a New Jersey todos los fines de semana, manejando veintitrés horas seguidas para visitar a Vanina, su hija más chica, de catorce años, que vive y estudia allá, de un solo tirón por la US1 escuchando a todo volumen y cantando a los gritos encima de una cinta de los Beatles para no dormirse. Vanina es hija de otro matrimonio, y a diferencia de sus otras dos hijas, ella es una luz. Está terminando la secundaria y tiene un fondo para ir a la universidad. Habla tres idiomas: español con su padre, inglés con su madre e italiano con su abuela materna. Es la esperanza de la familia. Al llegar al condominio, me esperaba mamá con unos mates. Agradeció a Osvaldo y una vez adentro me pidió el relato completo y una opinión de mi nueva familia.
Mamá trabajaba en la construcción en el puesto de project manager, puesto que podría equipararse al de maestro mayor de obra. Ella es arquitecta recibida de la UBA, pero su título acá no tiene validez; según decía, ella tenía ese trabajo por sus capacidades. En principio, no se lo reconocían porque todo es distinto acá, partiendo del sistema de medidas, la legislación sobre construcciones y los materiales con los que se levantan los edificios. Además, acá un arquitecto jamás pisa una obra, no sale de la oficina y su tarea está enfocada en diseñar planos. Para ella, mejor, porque lo que le gusta es estar en la obra, le sienta bien estar frente a un grupo de hombres inútiles que sin su supervisión estarían dedicándose a la vagancia. Hacía 46
dos años que había entrado a Phoenix Building & Design co. From the idea to the turn of a key (desde la idea hasta que esté terminado), según el slogan. La compañía pertenecía a un panameño de nombre Daniel Bolaños, con el que tenía una relación diaria conflictiva. Por recomendación del abogado de la compañía, Meni, también abogado de mamá, le había sugerido a Bolaños que sería conveniente para el perfil de la empresa tener una empleada mujer y argentina como supervisora. A mi parecer era el trabajo menos aventurero que había tenido mamá desde que había llegado, y por ende, el más aburrido. Para ella había significado mejorar su calidad de vida considerablemente. A partir de entonces, y una vez que obtuvo la confirmación de su residencia legal en el país, comenzó su etapa de prosperidad económica, se compró una casa a pagar a treinta años, con la ayuda de los Bertish, amigos de ella y de la colectividad, a quienes ella a su vez había ayudado a entrar al país, por su amistad con el cónsul. También cambió el auto; una tarde se quedó con su camioneta Nissan Quest ‘97 en medio de la autopista, y luego de una llamada telefónica a la agencia de autos, dos horas después le traían su nuevo Toyota Matrix a la puerta de su casa. Antes de vivir en el condominio, vivía en un parque de trailers llamado Holiday Park, sobre Hallandale Blvd., a una cuadra de la I-95, justo enfrente del Thift Shop (mercado de pulgas) que nos gustaba frecuentar. Más de una vez que salíamos a comprar, me llevaba a dar un paseo en auto para mostrarme el lugar donde había vivido. El parque era un lugar decididamente tranquilo. Tenía una única entrada sobre Hallandale Blvd., y una vez adentro se perdían los ruidos de la avenida y de los autos yendo a gran velocidad. Al ingresar por las calles de ese pequeño barrio cerrado podía sentirse el cambio de aire. Las calles que se abrían a través de los trailers y casas rodantes apostadas una al lado de la otra simulando ser casas. Todas estaban decoradas de sobremanera, no faltaba la banderita o los duendes o pequeñas esculturas que simulaban ser renos o conejos 47
vivos. Entre casa y casa, uno o más árboles, algunos asomándose por debajo del pavimento. En una calle paralela, un gran árbol brotaba de la mitad de la calle. –Ahí vive Marita con Diego, su marido; él es de Saladillo, me parece, o de algún pueblo bien de provincia. Yo los presenté y al parecer resultó. Ahora Perla, la madre, me tira la bronca, porque se vino a vivir acá y ellos quedaron solos allá, en Caballito. Por las calles circulaban ocasionalmente ancianos en bicicletas de tres ruedas avanzando lentamente hacia la muerte. Mamá me dijo que principalmente el parque estaba habitado por viejos, porque originalmente había una norma que decía que era over 65, o sea que había que superar la edad de 65 años para ser admitido. Luego esa norma se abandonó y hoy para poder ser admitido había que pasar la entrevista con Mr Holiday, el dueño del parque. Durante el invierno, en temporada alta, o sea, a esta altura de diciembre, se poblaba de los llamados snowbirds, vacacionantes del norte, principalmente canadienses, que descendían buscando un clima cálido, un lugar barato y un espacio de ocio y recreación ininterrumpida. Ya para marzo, el comienzo de la primavera, se volvían y esto en el verano quedaba vacío, sólo con los residentes permanentes. –En esta casa vive Oscar, un amigo mío argentino – señaló mamá mientras pasábamos por un trailer casi al final del barrio–. A ver si está… No, está todo apagado. Al llegar al alambrado, dimos la vuelta y tomamos por otra calle de vuelta. En ese extremo del parque estaban ubicados unos baños, máquinas lavarropas y unos teléfonos públicos. Detrás de los baños, había una pequeña laguna que pertenecía al parque. El agua que de allí tomaban la usaban para regar las plantas. –El primer trailer pegado al lago era de Damián, el marido de Andrea. Lo vendió. En realidad lo regaló porque se mudaban con Andrea a Sawgrass. Ahora se jodió porque Osvaldo quiere vender la casa. Tres trailers más adelante, ubicamos su antiguo hogar. Ahí había vivido tres años, antes de comprar y mudarse al condo. Y enfrente al suyo, estaba el de 48
su amigo Don, un norteamericano red-neck. Mamá rememoró el episodio del huracán Vilma. Entonces, todo el parque quedó destrozado. –Fue terrible. Durante un mes estuvimos sin electricidad. ¿Sabés lo que significa eso acá? Que no podés cocinar porque acá todas las cosas son eléctricas, hasta los hornos, porque no se usa el gas, y hacer fuego no está permitido. Vas preso. Después de aquella vez dije basta. El trailer era muy cómodo. Tenía espacio para poner mis cuadros. La bohemia es muy linda, pero yo ya tengo cincuenta y tres años. Y si viene otro huracán y me vuela el techo a la mierda, qué me queda. Porque no sabés la suerte que tuve. Cuando el viento comenzó a levantar autos y postes de luz y palmeras, me fui a los refugios. Y cuando volví después de que ya había pasado todo, estaba convencida de que mi trailer estaba partido al medio por un árbol viejo que tenía al lado. Encima hacía una semana que yo había hecho un reclamo en la oficina del parque para que vengan a cortar una rama podrida antes que me cayera en la cabeza. Cuando vine y vi cómo había quedado todo, parecía de película. Árboles caídos, casas destruidas, autos tumbados. Basura por todos lados. Y mi trailer estaba ahí, intacto. Se ve que el huracán revoleó esa rama por el aire y no se cayó sobre mi trailer. Por los daños que causó el Vilma, el gobierno me indemnizó con dos mil quinientos dólares. Cuando vivía en el parque, antes de trabajar en la construcción, su profesión, se dedicaba a la pintura, su vocación. Cuando se fue de Argentina, se llevó muchos de sus cuadros, sin bastidores, solo las telas, enrolladas y mezcladas entre ropas. En el tiempo en que llevaba viviendo acá, había vendido algunos de sus cuadros, y los había vuelto a pintar, idénticos pero más grandes porque les gustaban, porque por algo los había pintado en primer lugar. En sus inicios, comenzó pintado cuadros y murales a pedido. Entre lo digno de ser mencionado: la pared de un restaurant sobre Collins ave. con motivo de tango, un juego de cuadros de parejas bailando destinados a las paredes de una confitería en la pequeña Buenos Aires, un mural para 49
una iglesia haitiana en un barrio agitado del Dade, y gracias a este último trabajo, un cuadro del entonces presidente de Costa de Marfil, Laurent Gbagbó. Al parecer a pedido estaba a cargo del canciller de este país, feligrés de la misma iglesia haitiana. Así como le había reglado un cuadro al cónsul argentino y este le había ayudado con los trámites de la residencia extraordinaria para artistas, también le hizo uno al presidente de Costa de Marfil, en una tela de 1,50 por 1,80, con un fondo con la silueta de Africa donde convergían animales de la selva. Recuerdo que mientras lo estaba pintado, hablé con ella por teléfono y me comentó que le había costado conseguir el negro de la piel de Gbagbó, y para ello había tenido que agregar violeta. Una vez terminado, el cuadro viajó a Costa de Marfil y con mamá soñábamos hacer un viaje por África juntos. Habíamos planeado encontrarnos en España, ella desde Miami y yo desde Buenos Aires, de allí cruzar a Marruecos, y bordear la costa atlántica hasta llegar a Costa de Marfil. Un día me llamó mamá para decirme que tenía algo para contarme, pero de antemano me aclaraban que no eran buenas noticias. Una junta militar había derrocado el gobierno constitucional de Laurent Gbagbó. Lo había leído en un diario y pensando en mí había recortado el artículo para mandármelo a Buenos Aires en la primer ocasión que se presentase. Al parecer, nuestro viaje por el continente negro había quedado pospuesto. Yo pensaba en el cuadro, en un destino, en un primer momento, glorioso, destinado a una de las paredes de la casa de gobierno de Costa de Marfil, ante este homenaje proveniente de un artista en los Estados Unidos hacia un mandatario africano. Y un segundo momento del cuadro, trágico, en que las tropas golpistas entraron a la casa de gobierno para arrestar a Laurent Gbagbó y tal vez saquear las cosas de valor y quemar todo lo que pertenecía al régimen depuesto, entre ellos, el cuadro. Unos meses más tarde, mamá me avisó que una amiga suya viajaba a Buenos Aires con un paquete para nosotros. Había que ir a buscarlo a una oficina 50
del microcentro. Eran básicamente fotos, una carta, una revista para Nacho y aquel recorte de diario. Casi ya no me acordaba de aquel episodio, pero al leerlo, tuve los datos concretos del hecho, que revivieron en mí el interés por aquél país perdido. GOLPE DE ESTADO EN COSTA DE MARFIL. EL CACAO SUBIRÍA %1,5. Una junta militar depuso el gobierno constitucional de Laurent Gbagbó. La junta acusa al presidente de corrupción y entrega. Debido a la inestabilidad que abre este proceso político en el país africano, podría estar en alza el precio del cacao y del café2. 2 En octubre de 2000, Laurent Gbagbó ganó las primeras elecciones democráticas celebradas en Costa de Marfil y fue proclamado presidente, luego de una rebelión civil que depuso al gobierno militar. Los opositores a su gobierno, encabezados por Alassane Dramane Ouattara, quien no pudo ser candidato al no demostrar su nacionalidad marfileña según los criterios instaurados por el general Guéï (autor del golpe de estado de 1999 y respaldado por Ouattara), hicieron un llamamiento a nuevas elecciones. En septiembre de 2002, un motín en una guarnición degeneró en guerra civil, ocasionando la intervención de una fuerza de interposición por parte de Francia, así como de la ONU, que separó los dos bandos y logró una tregua en 2003 que duró hasta septiembre de 2004. Laurent Gbagbó inició los Acuerdos de Uagadugú, con el respaldo del presidente de Burkina Faso, Blaise Compaoré, y unos acuerdos únicamente interafricanos sin injerencia externa. Al inicio de reformas y nuevas elecciones, el gobierno del presidente Gbagbo antepuso la rendición de las tropas rebeldes. En diciembre de 2010, el Consejo constitucional lo declara vencedor de la elección presidencial. Recibe el apoyo del general Philippe Mangou, comandante del ejército y Gbagbó presta juramento el 4 de diciembre de 2010. El mismo día su adversario, Alassane Ouattara, es declarado vencedor de las elecciones por la Comisión electoral “independiente”. Casi la totalidad de la comunidad internacional reconoce la victoria de Alassane Ouattara. En ese momento, las fuerzas de ambos presidentes iniciaron una guerra civil, en la que la comunidad internacional impuso a Gbagbo sanciones económicas e intervino (sobre todo tropas francesas) en las fases finales del enfrentamiento. 51
Pero más allá de las anécdotas que iba recogiendo por el camino, mamá no llegaba a ganarse la vida con estas changas. Apenas llegó al país, vivió en la casa de Osvaldo, que la bancaba con gusto y hospitalidad de primos. La levantaba a las siete de la mañana con facturas y el mate listo. Pero a ella no le alcanzaba. Consiguió un trabajo interesante de restauradora de muebles y cuadros con un matrimonio francés de judíos sefaraditas de mucho dinero, los Akiba. Su trabajo consistía en reparar y repintar la tela de un cuadro si estaba rajada o hacerle una pata nueva a una silla, o acondicionar una mesa de luz para que deje su aspecto de fabricación china y parezca una antigüedad. Akiba era básicamente un mercader del arte. Compraba y vendía. En un gran galpón apiñanaban toda clase de obras de arte y muebles que constituían en su gran riqueza. Poseía casi la totalidad de la obra de un pintor francés que le gustaba porque creía que en un futuro sería famoso y sólo él tendría casi entera su colección. Pero a pesar de la visión de Akiba, estos cuadros reposaban junto a tantas otras obras olvidadas. Al renunciar a ese trabajo, unos años más tarde, mamá se llevó tres cuadritos de retratos de mujeres que luego me los regaló y aún poseo. Entre varias particularidades, Akiba poseía una obra que había pertenecido al patrimonio del estado cubano. Un artista no tan reconocido cuya obra fue robada por algún malandra y traficada hacia Miami. Quién sabe por cuantas manos había pasado esa tela. Había llegado a las de Akiba y ahora mamá tenía que enmarcarlo nuevamente y retocarlo un poco en algunas zonas dañadas. El motivo de la obra era el del caribe: un paisaje de un atardecer rojo y dorado de islas y cerros, palmeras y mar. En otra ocasión tuvo la oportunidad de estar frente a un Diego Rivera. Lo único que tenía que hacer era El 11 de abril de 2011, Laurent Gbagbo, fue detenido, junto a su esposa, en el búnker en el que se escondía desde hacía varios días, por las fuerzas del “electo” Alassane Ouattara. 52
comprobar su autenticidad. Pero ella ya sabía que era auténtico con mirarlo, y que Akiba en aquella ocasión sólo estaba alardeando. A la par, comenzó a realizar trabajos por cuenta propia. Primero ideó unas placas temáticas de tango y filetes con inscripciones como BS AS, o I love tango, junto a Mario S., su socio en el negocio y pareja de baile en las milongas. Era una buena idea, porque en Estados Unidos, los autos sólo están obligados a llevar una sola placa, la trasera, así la matrícula siempre se ve cuando estacionan de frente. En la parte de adelante, está permitida poner cualquier cosa. Hicieron una serie y vendieron la tanda, pero el negocio no prosperó porque el mercado argentino no rendía frutos. Luego aprendió una técnica de pintura de pared llamada faux finish. Era un trabajo bien pago. Ocupándose de dos clientes por semana le alcanzaba para cubrir las cuentas del mes. Inició una compañía propia y renunció a Akiba. En esa época, ella alquilaba una pieza y la compartía con Damián, y cuando Damián conoció a Andrea, se casaron en Las Vegas y se fueron a vivir a un trailer. Ella tuvo que dejar la casa y también se mudó al parque. Osvaldo se iba a Arizona, donde Joan ya tenía trabajo en un casino, porque su tarea en la Florida estaba concluida. Sus dos nenas estaban colocadas con marido y él ya podía considerar su deber como padre concluida y podría descansar. Esa resultó una buena época para mamá. Si quería algo, trabajaba un poco más y se lo compraba. Su esfuerzo era recompensado, y esto era fundamental en una persona como ella que había abandonado su país precisamente a falta de esto. Y cuando tuvo oportunidad de entrar a la compañía de Daniel Bolaños para dedicarse a las obras de la construcción, se sintió más cómoda que nunca. Aún seguía haciendo esta clase de trabajos los fines de semana para tener una moneda extra. Un viernes que volvía del trabajo, me preguntó si no la quería ayudar con una changa que tenía y de paso me ganaba un manguito. Tenía que pintar una habitación de una casa en la Pequeña Habana, un barrio de Miami netamente cubano. 53
El sábado me levantó a eso de las siete y después de desayunar salimos para la Pequeña Habana. Dimos con la casa, en una esquina de dos calles con número, en un barrio en cuadrilla en la que una casa era igual a otra. En la puerta de la casa, nos esperaba Óscar, un panameño que trabajaba con mamá en la compañía de Bolaños; él le había pasado el trabajo. Me ofreció una bolsa de chicharrones y acepté por pura curiosidad. Era la primera vez que los comía fuera de un pan, y a esta hora de la mañana venía perfecto. Le dio unas indicaciones a mamá y se fue. Pasamos al cuarto que teníamos que pintar y dejamos todas las cosas. Traíamos más que para un pick-nick. Además del bolso con las herramientas de trabajo, pinceles y cepillos varios, habíamos traído un equipo para escuchar música, una vianda-heladera con nuestro almuerzo, unas frutas, unos yogures, unas latitas, y en mi mochila, un cuaderno donde dibujaba y completaba un garabato que había comenzado esa mañana a raíz de algo que había soñado pero no podía anotar con palabras. A la orden de mamá comencé a encitar los marcos de las ventanas, las puertas y las tapas de luz. Luego, fui a dar una vuelta por la casa. Estaba completamente pelada. Era una casa a estrenar. Un amplio living luego del hall de entrada, la cocina, el comedor diario con ventanales al jardín, la habitación del nene con placard grande para guardar los juguetes, la habitación del señor y la señora, (mamá me había detallado que se trataban de un gringo, una cubana y una nena de tres), la que pintábamos, baño en suit con jacuzzi y vestidor. Salí a fumar y distraído, me puse a caminar por las calles del barrio. Cuando volví, tomé el pincel y ella me dijo que imite movimiento circular de la brocha para formar las sucesivas volutas naranjas que cubrían el blanco. Luego, con un producto y un trapo, producir un esponjado sobre las volutas. Así, reproducido en las cuatro paredes. Paramos al mediodía para comer y luego de un descanso, seguimos. Trabajamos sin pausa, hablando poco, escuchando la FM 102.7, clásicos de los cincuenta y sesenta. 54
A las cuatro de la tarde terminamos el trabajo, y después de lavar los pinceles, nos sentamos a descansar. Sacamos unas fotos para tener una referencia para ver cómo había quedado y para mostrar a futuros clientes. Y a las cinco de la tarde llegaron el yanqui y la cubana a visitar su futura casa. Mamá los invitó a pasar a ver cómo había quedado el cuarto. Estaban contentos, agradecidos, felices. Aprovechó para pasarle su tarjeta de presentación, sabiendo que cuando un trabajo concluía era el momento de conseguir, a través de ese cliente, el próximo, a quien la recomiende. La cubana dijo que le iba a pasar el folletito a su madre que estaba interesada. El yanqui firmó un cheque a mamá como si ná y se lo tendió. Pude ver la cifra, 900 dólares por un día de trabajo, a razón de cien dólares la hora. En el auto, mamá hizo cuentas para pagarme. Siendo las 16 horas, menos 8, hora en que empezamos, ocho horas. A 10 dólares la hora, 80 dólares en la mano. Era mi primer sueldo, nada mal. A la vuelta dimos un paseo por la Pequeña Habana. Pasamos por la famosa calle 8. Entre las personas, en las veredas, había gallos de tamaño humano vistiendo distintos atuendos: de señor, de pirata, de policía. Y en una subida de la autopista, en un gran mural de alguien llamado José Martí, quien, aparentemente, dictaba frases contra la “dictadura de Cuba”. Allí, cada cartel cada negocio y nombre de calle estaba en español. De hecho, según me había dicho mamá, la mayoría de los residentes de la Pequeña Habana no hablaba inglés. Esta era una pequeña porción de EEUU que parecía una república aparte (comparable con los territorios indios, los mormones y los amish), poseían su propia lengua, cultura, y visión de la realidad. Según la observación de mamá, cuanto más cercano estábamos de la calle 8, la zona céntrica, más pobres eran las casas, hasta el punto de compararlas con nuestras villas. Muchas estaban enrejadas hasta el techo, no poseían jardín y en sus pasillos y puertas se acumulaba la chatarrería. Un paisaje completamente distinto al barrio al que habíamos ido a trabajar. 55
El fin de semana siguiente volvimos a la misma casa porque la pareja quería que les hicieramos algo parecido pero distinto en las paredes del living. Y por vez segunda, repetimos las etapas del trabajo a lo largo de la jornada. A las seis y media llegaron y nos extendieron un cheque menos importante que la vez anterior porque eran menos metros cuadrados. En el auto, mamá me pagó, e insatisfecha, agregó: –Este trabajo está muy subvaluado. Por el sábado pasado tendría que haber cobrado 2000 dólares y por este, 1000. Por eso está muy mal la economía. Hay mucha competencia. A este número descontale la comisión que le tengo que dar a Óscar por pasarme este trabajo, y encima te tengo que pagar a vos.
Otro día, acompañé a mamá a un día de trabajo en la compañía de Bolaños. Por ley, a los hijos de los trabajadores les está permitido asistir al trabajo de sus padres para ver qué hacen cuando no están en sus casas. A pesar de que esta costumbre está orientada a infantes y adolescentes, sirvió como excusa para que me pusiera la remera de Phoenix, y compartiera la jornada junto a los otros trabajadores, esta vez sin paga. Arreglamos un día a la semana, y ese día, a las seis y media, quiso despertarme, pero al parecer le lancé un rugido que la convenció de que debía dejarme dormir. A la media mañana, me llamó y me dijo que al mediodía me pasaba a buscar para que fuéramos a una obra. Aproveché lo que quedaba de la mañana escribiendo y escuchando música. Al mediodía llegó, almorzamos algo y salimos para Hampton South, un edificio de departamentos de 23 pisos en el particular y excusivo barrio de Aventura, en el que convergen distantas interpretaciones de concepto de lujo y comodidad. Pasamos una reja que se abrió a una calle dentro de un complejo de edificios altísimos y muy separados uno del otro. El complejo era rodeado por un arroyo de agua dulce poblado de vegetación húmeda, que iba a parar a uno de los 56
canales intercostales que se encuentran antes del mar. Dejamos el auto y subimos al departamento 1307. En ese departamento, trabajaban cinco personas bajo el cargo de mamá. Me los fue presentando: Óscar, a quien ya había conocido, Quique, el uruguayo, Rogelio, un puntano, Carlos Zúñiga, mendocino y Tito, del hermano país de Ecuador. Cada uno trabajaba en lo suyo. Algunos rasqueteando o pintando alguna pared. Mamá continuó la tarea que estaba haciendo. Subida a una silla, pintaba nubes blancas en el cielo raso que ya tenían un fondo celeste. Me dijo que la mirase un rato y luego comenzara yo a hacer lo mismo del otro lado. Pinté, haciendo arbitrarias pausas para salir a fumar y dejar de escuchar la radio latina que no dejaba de sonar. La vista desde ese piso 13 era increíble. Soplaba un viento salado del océano y veía todo el barrio de Aventura, los techos, las casas, lo verde bullendo entre las construcciones. Hacia el oeste después de las vías del tren, se perdía el paisaje citadino en barrios menos pudientes. Hacia el este, en dirección al mar, los canales intercostales, pequeños causes de agua que posibilitaban la instalación de mansiones con un yate estacionado en la puerta. Breves puentes atravesaban los canales y comunicaban a la A1A. Una pared de edificios que evitaban el acceso público a las playas, con excepción de los esporádicos accesos públicos indicados, y más allá, donde nada era de nadie, el sagrado azul. Este departamento como cualquier otro dentro de Hampton South, estaba valuado en un millón de dólares. Phoenix estaba encargado al mismo tiempo de otros departamentos del mismo edificio. Este departamento en el que nos encontrábamos pertenecía a un cirujano que vivía en California y trabajaba un día a la semana. Trabajar acá era una risa constante. La causa era la mezcla del paisaje de distintos pueblos, reunidos en un mismo lugar durante ocho horas. Óscar tiraba chiste tras chiste del estilo: “¿Sabes cómo le dicen a...”. El puntano acotaba, se tiraba bombazos con el uruguayo. Las más divertidas de las historias que contaba Óscar 57
eran las de un colega suyo, portorriqueño, que al momento estaba en otra obra, Miguel Matute. Al parecer este Matute era un tiro al aire. Una mañana habían ido Óscar y Matute a hacer unos arreglos a una casa. Resulta que este Matute había salido la noche anterior de festejo y temprano esa mañana aún estaba rehogado en alcohol. Cuando vio que la casa tenía pileta, y hacía tanto calor, se quitó la ropa y se arrojó desnudo a nadar en estado natural. –Matute, Miguel, ¡Miguel Matute! ¿Qué haces? Anda, hombre, sal de la piscina, te digo. En un rato va a venir la señora de la casa y no te puede ver así desnudito nadando en su piscina. Pero Matute no hacía caso. Contestaba haciendo la plancha y echando un chorrito de agua por la boca, mostrándole el culo peludo de macho latino. Un rato después llegó la señora de la casa a dar indicaciones sobre el color de la pintura. Por suerte, para ese momento, Miguel Matute ya había salido de la pileta. Óscar conversaba con la dueña de la casa. Matute, con el pelo mojado, como si se hubiese pegado una ducha, se acercó a Óscar para acompañarlo. Mientras se escuchaban las indicaciones de la dueña de la casa, se oyó una estruendorosa flatulencia que la obligó a cortar la frase en seco para enrojecer. –Esquiusmí –se excusó Matute–. Son los frijolitos... La señora retomó lo que decía, pero brevemente porque nuevamente se oyó otro sonoro pedo que conmocionó el ambiente. –¡Matute, por favor, comportate y deja de pedorrearte frente a la señora! –la remató.
Desde que había llegado a este país sin un instrumento musical, tan complementario en mi vida, tan llenador y necesario para mis manos hiperactivas, los trabajados callos de los dedos se fueron disolviendo por falta de uso y mis yemas volvieron a quedar lisas como la cáscara de un huevo. Hacía unos días, ni dos semanas, que había entrado a trabajar en el casino, 58
cuando una tarde que llegué de pedalear de vuelta a casa luego de una jornada sin sobresaltos, me encontré con la sorpresa de una guitarra sobre mi cama. Era una criolla preciosa, un poco más gordita que las demás, de origen mexicano. En su interior tenía una estampa con su marca: Latina, de Paracho, Mitchoacán, y un dibujo tan perfecto y pequeño que parecía una obra de arte dentro de otra obra de arte. Cuando apareció mamá, me explicó su origen. Me la regalaba Arturo, un colombiano que trabajaba con ella y era músico. –Es percusionista, como buen colombiano, nunca tiene las manos quietas, siempre tamborileando con los dedos en alguna lata de pintura, taca taca taca taca. Pero así como buen colombiano… y como músico… no sabés, es de terror. Se ve que el pobrecito tiene la cabeza ya quemada, de tanta falopa, hijo. Todo lo que consumió le quemó la cabeza y ahora vive medicado. Todo el tiempo tiene que tomarse una pastilla de lo que sea, para dormirse, para despertarse, para estar contento, para estar tranquilo. Y como yo le dije que vos eras músico y que no tenías ningún instrumento, me dijo que te iba a regalar la guitarra. Yo creía que lo decía por decir, pero hoy me la trajo. ¿Te gusta la sorpresa? Arturo el colombiano me dijo: “si tu hijo es músico tiene que tener una guitarra. Todos los músicos tienen que tener una guitarra para componer. Además, si es músico, le gusta la noche, la bohemia, la joda, las mujeres, las drogas. Deberías traer a tu hijo para que toquemos juntos y salgamos a algún lugar a divertirnos”. Casualmente, un día antes, un miércoles, en un paseo fugaz por los thrift stores, me compré un órgano Hammond. El Hammond fue un instrumento característico de la música de los 60 y 70, tanto del jazz como del rock. Su sonido es característico, fácilmente reconocible en la música de los Doors. Por eso, a penas lo vi, lo quise tener. No tenía idea que al día siguiente alguien a quien yo no conocía me iba a regalar una guitarra, y con la urgente necesidad de hacer música, pasamos por el thrifty a ver si había algún instrumento usado. Para mí ir al thrifty 59
era como emprender la búsqueda del tesoro, sabiendo que al final encontraría una reliquia entre tanta basura. Cada vez que podía hacerme una escapada en bicicleta, al menos un caset, un lp me traía. El thrifty se dotaba de una cantidad ilimitada de donaciones. A veces se veían bolsas y bolsas abandonadas en la puerta del local cerrado, que pronto estaría colgando de perchas con precios sorprendentemente bajos. La ropa era de muy buena calidad, a penas usada. Se podía encontrar ropa de marca, como la que mamá compraba y guardaba para llevárselas a Titi, e incluso, alguna que todavía tenía la etiqueta. Camisas, sacos, pantalones, remeras, chombas, sudaderas, guayaberas, camperas de cuero, de lluvia, de viento, sombreros, gorros, viseras, carteras, mochilas, pañuelos, vestidos y ropa de mujer por doquier, zapatos, muebles, instrumentos, películas, libros (casi nada aprovechable, casi todos best sellers), casets, lps, cds, artefactos, equipos, cosas que no poseen utilidad como adornos, como bandejitas, floreros, estatuillas, alfombras, tapices, tapetes. Entretanto que había, siempre se encontraba algo, y si no se encontraba allí, al lado había otro negocio igual, un poco más grande. Eran dos negocios similares, pegados, compartían estacionamiento. Uno era el Jewish Recicle Centre y el otro el Salvation Army. Había visto no hacía una semana, un piano de los que tocan en las iglesias, con botones, pedales, efectos. Iba con algo de plata encima para llevármelo, si es que aún estaba allí. Era tarde y casi no quedaba nadie en el local. Entre al primero y recorriendo velozmente de principio a fin pude comprobar que el piano ya no estaba. Salí a fumarme un cigarrillo y antes de que tuviera tiempo de lamentarme, mamá, que salía del otro local, me dijo que ahí adentro había dos pianos más. Entré y enseguida los vi. Estaban a un costado de la puerta de ese galpón repleto de roperos y perchas. Eran bastante parecidos los dos. Los dos marca Hammond y tenían su propia banquetita. Una tenía el cartelito de sold (vendido), así que fijé mi atención en el otro. Me senté en la banqueta adueñándomelo. Busqué un enchufe en la pared para probarlo y lo encendí. Funcionaba. Mamá se acercó y se fijó en el precio. 60
–Lo llevo –le dije. –Esperá –dijo mamá–. Este tiene el precio escrito en negro y en ese cartel dice black marker –los que están escritos con marcador negro– tiene cincuenta por ciento de descuento. Se fue a corroborar el precio con una cajera y a decirle que lo llevábamos. Llevarlo es un decir, lo pagábamos y al día siguiente mamá conseguiría a alguien del trabajo que tuviera camioneta para llevar el teclado a casa. Lo pagamos y para no irnos con las manos vacías, nos llevemos la banqueta. Descubrí en su interior una gran cantidad de partituras de temas tradicionales, de jazz y country, y sus libros originales del Hammond del año 1957. Antes de irnos, quise probarlo con alguna melodía que conocía. Estaba pensando en qué tocar, mirando las teclas y los botones, cuando se me acercó un viejo, negro y canoso que estaba mirando la escena sin más que hacer, y me preguntó: –¿Tocás en alguna iglesia? –No, señor –le contesté–, toco solo, toco blues. Empecé a tocarle algo, pero el viejo perdió el interés que había puesto. Así que, no al día siguiente, cuando recibí la guitarra, sino al siguiente, por la tarde cuando volvía del casino, encontré a dos hombres en la casa de mamá intentando pasar un piano por la puerta. Mamá se sorprendió. Me esperaba para cuando el piano ya estuviera adentro. Me introdujo a uno de los dos de los que se habían prestado a traer el piano en la camioneta. –Hijo, este es Miguel Matute. –Encantado. Le estreché la mano al auténtico Miguel Matute. Era chaparrito, como lo habían descrito los narradores de sus aventuras. Usaba la camioneta que era de la compañía para hacer changas extras fuera del horario de trabajo, así había ofrecido a traer el piano cuando mamá se lo pidió. Luego de atravesarlo por dos puertas estrechas y de marcar lo menos posible las paredes (mamá estaba supervisándolo todo, como si siguiera en horario de trabajo), le agradecimos a Miguel Matute y al que lo 61
acompañaba y le di como pago de favor una botella de vino argentino que mamá guardaba en la lacena. Fui hasta la camioneta y se lo di. Le dije: –Tome, Matute, para incentivar a su musa inspiradora, así usted sigue generando esas historias con las que deleita y hace reír a los hombres.
Así fue como conseguí la guitarra y el piano casi al mismo tiempo. Desde entonces, tocaba por las noches, luego de volver del trabajo, no hasta muy tarde porque mamá era estricta en no generar la crítica de algún vecino que le molestase la música que yo hacía. Había una especie de norma en el condominio que impedía tocar instrumentos musicales, tanto como tener mascotas. Sin embargo, el cubano de adelante tenía un loro. De todas maneras, por la noche tocaba el Hammond con auriculares, antes de dormirme. Ahora que podía hacer música, era mi ocupación preferencial, lo que hacía valer la pena de un día perdido en un trabajo sin sentido. Volvía a casa y ponía a sacar una melodía que me venía sonando en la cabeza durante el día, o que había creado accidentalmente en la guitarra no bien me había despertado. Todos los días componía una o varias melodías, las dejaba registradas en un grabador de mano y luego las tocaba cuanto podía. Había traído ordenadas todas las composiciones de ese año. Eran ya unas cuantas. Ese año, me ponía a pensar, me la había pasado haciendo y escribiendo música, y por otro lado, haciendo y escribiendo muy poca ficción y literatura. En una noche desvelada, revisando canciones y letras, me di cuenta que tenía que seguir componiendo, ya que ese era el año de la música. En lo que quedaba de noviembre y diciembre, me propuse completar todas estas composiciones sueltas antes que el 2006 concluyera. Me sumergí de lleno en eso. Por las mañanas me despertaba creyendo haber soñado con una melodía hermosa imposible de reproducir, que sonaba intermitentemente en mi cabeza en los 62
momentos de distracción, y por las noches podía ser que algo de eso bajara a notas. También tenía una gran cantidad de material en cintas que me había traído, con una infinidad de partes o temas inconclusos que sólo debía trabajar. Con un nuevo propósito que entretuviera mi alma, pude soportar la otra mitad del asunto, la vigilia, que no se revelaba tan placenteramente como esta mitad.
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TRABAJO
La decisión ya estaba tomada. Avanzábamos con rapidez y en silencio por la US1, cada uno mirando su ventana en sus respectivos pensamientos. Yo con la cabeza ladeada hacia la ventana del acompañante, viendo pasar las palmeras a un costado de la avenida, y mamá con la frente en el parabrisas, con la vista en el camino hacia la zona comercial de Aventura. Dejé caer una lágrima que borró el tiempo que tardé en cultivar estos lanares que porto sobre los hombros. Pensé unos instantes, lo que tardó la lágrima en viajar de mi mejilla hasta mi boca para hundirme en sensaciones amargas y saladas, en los que llevaron este arte hasta el extremo: Sansón, Rapuncel, Jimi Hendrix. Sin las largas lianas que brotan de los cueros cabelludos no serían ellos mismos. A terminar con eso me aproximaba, a una peluquería que mamá conocía en la que me podrían desmelenar ese aura hippie que me seguía a centímetros del pelo al viento, para hacerme algo más american-style, una apariencia presentable a la hora de conseguir un empleo. Si había una cosa que no dejaban de repetirme era que la apariencia era casi un %80 de lo que verdaderamente importaba de una persona a la hora de pedir un trabajo o buscar pareja. La decición estaba tomada y yo había asentido concientemente a hacerlo y luego a llevarlo a cabo. Inmediatamente después de esto, iría a llenar una solicitud de empleo al casino, en busca de algún puesto de trabajo de los que me había hablado Joan. Había intentado demorar este hecho hasta donde podía, y hasta ese momento había disfrutado del último vestigio de mi vida salvaje. Entramos en la barbería y después de esperar brevemente, me senté frente a mí mismo en un sillón estilo dentista, con una cubana vieja a mis espaldas. Antes de que le hubiese dicho hola ya tenía las tijeras 65
en las manos. Cinco años habían pasado de la última vez que había ido a una peluquería y había resuelto no volver. No era posible soportar el sufrimiento de andar despojado de la protección que brinda el pelo. El pelo crece, decía mamá, la excusa más obvia que terminó de convencerme. –¿Cómo quieres que te corte, chico? –Poquito de adelante, poquito de atrás y un poquito a los costados. –Cuando tú quieres que yo pare, me dices stop. A los primeros tijeretazos quería gritar stop! pero me contuve y la cubana seguió podándome la cabeza mechón a mechón, mientras hablaba con la peluquera de al lado, una portorriqueña que rapaba una nuca latina, así como el resto de las peluqueras. Cada tanto dejaba caer una frase como: –Y, uno no puede estar hecho de miel porque se lo comen las abejas, ¿veldá? Al salir, todavía con pelitos en la remera, fuimos directo por la US1 al casino. Entramos en el inmenso estacionamiento y dejamos el auto cerca del edificio. Era el Greyhound Racetrack, un galgódromo. Joan me había dicho que un tipo, su jefe, había comprado la pista de galgos al mismo tiempo que mil doscientas máquinas tragamonedas al estilo Las Vegas, las slotmachines. Hacía poco tiempo que el condado de Broward había resuelto legalizar los juegos de casino, las slot-machines y el pócker, antes prohibidos. El condado de Miami Dade, a través de un plebiscito, se había pronunciado en contra del negocio de los casinos. Para el empresariado del sur de la Florida, esto era una locura, porque un casino era un negocio millonario, tanto para el dueño como para el Estado, atento a los impuestos a las ganancias. A raíz de esto existían los casinos off shore, cruceros que partían hacia altamar donde no regía la legislación del territorio. Joan había estado trabajando en los cruceros antes de trasladarse a Arizona con Osvaldo. Ahora que estaba de vuelta en Florida, alguien que conocía “su vasta experiencia en el negocio de los casinos”, se había enterado que estaba viviendo en Hallandale y la contactó; al poco tiempo ya estaba al frente de uno de los departamentos. 66
Además del Greyhound Racetrack que aún se hallaba en preparación para su apertura, en Hallandale, frente al ayuntamiento se emplazaba el Gulfstream, un hipódromo de fama mundial por sus carreras de temporadas, que habían sido los primeros en sumarle a la pista de carreras un salón con centenares de máquinas tragamonedas. Joan me hablaba del Gulfstream como “la competencia”. –Ellos tienen sólo trescientas máquinas. Nosotros, 1200. Vamos a aplastarlos –dijo con arrogancia. Por supuesto que era una proyección a futuro, porque el casino donde trabajaba ella aún no había abierto y faltaban meses para su apertura. Tenía el dato de que estaban contratando gente compulsivamente, y allá iba, acompañado de mamá, a llenar una solicitud. Estábamos en la entrada del edificio, la parte de atrás de la pista. Ni siquiera tuvimos que entrar. De una oficinita a un costado salió una negra y le dije lo que quería. No me entendió y le repetí. Fue a buscar el papel. Me explicó brevemente qué debía poner y dónde firmar. Sin comprender mucho, tomé la hoja y mamá le pidió: –One for me. Y cada uno con la suya, nos sentamos en un banco a llenar la solicitud. Era una hoja larga que se abría en dos y tenía cuatro páginas. Tenía todo tipo de preguntas, desde datos personales, trabajos previos, estudios alcanzados, si era veterano de la guerra de Viet Nam o de alguna otra guerra, si alguna vez me habían encontrado culpable de cometer algún crimen o felonía, si atestiguaba con la palabra que todos los datos brindados eran verdaderos y comprobables, un texto, una cláusula, algo de una investigación del FBI, fecha, firma, aclaración. Mamá llenó la suya nomás para divertirse, las entregamos y volvimos a casa a esperar a que me llamaran. Pero de esta primera solicitud que llené no obtuve noticias.
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Unos días más tarde, mamá me dijo que por la tarde iba a pasar a tomar unos mates Marita, la hija de Pela y Cacho. –¿Te acordás de Marita? La había conocido cuatro años atrás en Buenos Aires, en su departamento de José María Moreno en Caballito. No recuerdo el motivo de la visita, si le llevaba un paquete para mamá porque viajaba o si iba a buscarlo porque había llegado. Llegué y nos pusimos a charlar un rato. Ella trabajaba en Buenos Aires de marzo a noviembre dando clases de inglés en institutos y la otra parte del año viajaba a Florida a trabajar durante la temporada. Yo aún esperaba que terminasen los trámites para poder viajar, y aún iba a tener que esperar algunos años más, y los encuentros como ese, en mi expansiva cabeza adolescente eran una nueva motivación para seguir esperando en la fila de los que querían entrar. Ella había llegado a Florida a principios de octubre y enseguida Joan la había llamado para trabajar con ella. Según sus palabras, no estaba haciendo nada y ganaba dieciocho dólares la hora. Después de salir del trabajo, se dio una vuelta por casa. –Qué hacés, Marita. –Qué tal, Susana. –Te acordás de Patricio. –Sí, claro. Se sentaron a charlar en el porch mientras ponía el agua para los mates. Marita hablaba rápido al igual que su prima, mi prima, Andrea, pero a esta sí le entendía lo que decía porque por lo menos hablaba en castellano. Y al parecer, todo lo que salía de su boca era puro veneno. Esta vez, me llevé una impresión muy distinta de ella que cuando charlamos en Buenos Aires acerca de donar ropa a comedores comunitarios y brindar apoyo escolar gratuito. Soporté esa corta y ejemplificar muestra de su persona durante unas rondas de mate para poder preguntarle cómo tenía que hacer para acelerar el trámite de la solicitud de trabajo en el casino y pasar directamente a la entrevista. –¿Ya llenaste una aplicación? 68
–Sí. –Lo que podés hacer es mandar tu currículum a esta dirección que te voy a dar. Steve es el jefe del departamento de HR. Es mi jefe. Lo mandás y yo te arreglo una entrevista con él. –Ah, ¿y vos, Marita, qué trabajo estás haciendo en el casino? –le preguntó mamá. –Y, hasta que el casino abra, estoy con el teléfono, arreglando entrevistas de trabajo. –Ah, ¿y están tomando gente? –siguió preguntando mamá. –Uh, sí, todos los días, para todos los puestos, desde manager o supervisor hasta las encargadas de la limpieza haitianas. Ah, no sabés, son de terror. El otro día llamé a una haitiana, me di cuenta por el apellido francés. Y le digo: “Hola, ¿hablo con la persona que requiere el trabajo?”, “No”, me dice “esa persona no habla inglés”. Le dije que lo sentía, pero no puedo darle una entrevista si ni siquiera puede indicarle a alguien que le pregunte dónde están los baños. Luego de una ronda de mates, la despedimos sin más.
Por extraño que parezca, en ese momento, mamá no tenía computadora. Hasta ese momento no necesitaba usarla ni sabía cómo hacerlo ni para qué. Unas semanas más tarde nos encargamos de ir a comprar una que estaba de oferta en Office Max. Pero en el mientras, ¿cómo iba a hacer para mandar ese currículum? –Ahora llamamos a Hussein. –¿A quién? –A mi vecino, Hussein. ¿No te conté de él? Se llama Hussein Mohameed, vive del otro lado de la pared. Muy simpático, muy americano, ¿y sabés?, el tipo ahora no tiene trabajo. Trabajaba en el aeropuerto como supervisor. Renunció para conseguir un trabajo mejor y ahora está extrañado de que no puede conseguir uno. Me dice que quizá es por su nombre, Hussein. Yo le dije “cambiátelo, ponete José en vez de Hussein y listo”. Pero el tipo no quiere. 69
Por la puerta del porch salimos al patio y entramos en la puerta de al lado. Tocamos y apareció Hussein, irakí-americano, de unos cincuenta años, la edad de mamá. –Hi, Suzzy, how you doing? Me presentó y pasamos. Su departamento era igual al de mamá, solo que espejado. Estaba decorado con unos cuadros de paisajes de atardeceres anaranjados y palmeras y reminiscencias de Halloween aún no removidas. Mamá me hizo notar la diferencia en la ubicación de los muebles, la mesa y los sillones, el televisor. Le expliqué al amable vecino mi motivo: necesitaba su computadora para mandar un currículum al casino. Me llevó hasta su habitación, donde se encontraba la computadora, al lado de su cama, cuya cabecera daba a la cama de mamá. Me preguntó si tenía armado mi resumé. Le dije que no, que pensaba confeccionarlo ahora. Abrió un archivo con su currículum para que me sirviera de ejemplo, y que de paso, le mandara también el suyo a la misma dirección que me habían dado Marita. Le agradecí y se fue al living. En su currícula de vida, hallé varias cosas interesantes, que jamás me hubiera imaginado de este irakí. Tenía sus estudios completados en Basora y había conseguido una Licenciatura en Arte en la Universidad de Bagdad. Cuando volvió le comenté: –¿Así que estudió Arte en la universidad? Yo estudié literatura. Sólo contestó: –Sí, eso fue hace mucho tiempo... Y con esa frase y su tono nostálgico, cerró cualquier posible conversación acerca del tema. Cuando terminé, lo mandé y me volví a casa. Mientras salía de lo de Hussein, entraba una muchacha de unos treinta y cinco años, indudablemente hindú, a juzgar por ese lunar que le nacía en la frente, en el tercer ojo y un gesto de vaca sagrada en su mirada de ojos redondos. Me la presentó como “su amiga”, y claro, decía mamá, el tipo es discreto. Me dejó una breve sonrisa ver a oriente unido en una historia de amor. Only in America. 70
Al cabo de unos días recibí la llamada de Marita. –Hola sí, ¿el señor Patricio F...? –Sí. –Lo llamamos de Greyhound Racetrack para concertar una entrevista de trabajo. Dígame. ¿Puede usted asistir el día 24 a las 15 horas? –Sí. –Bueno, entonces lo confirmo para el día 24 a las 15 para una entrevista con Steve Findberg en el cuarto piso. Muchas gracias. Hasta luego. –Muchas gracias. Si bien la llamada era una buena noticia, todavía faltaban dos semanas para el 24. Por la tarde fuimos a saludar a Osvaldo y comentarle a Joan la noticia de la entrevista. Nos abrió la puerta Osvaldo, que, antes de que lo interrumpiésemos, miraba su tele gigante desde su cómodo sillón. Al parecer, para ellos era un tanto tarde porque tenían los piyamas puestos, aunque el sol recién se había ocultado. –Eh, te cortaste el pelo, flaquito. –Me dijo sorprendido–. Antes te parecías a George Harrison, pero ahora sos el joven John Lennon. Nos avisó que Joan estaba acostada. –¡Eh, gringa! –le gritó a su mujer. Mamá se rió. Joan dijo algo desde la pieza que no se llegó a oír. Fue hasta ella, y cuando volvió, dijo: –Dice mi mujer que vayas al casino el sábado temprano, que hay una feria de trabajo y están tomando gente a lo loco. Agradecimos el dato y volvimos a casa a cenar.
Y ese sábado, a las nueve de la mañana, ya me encontraba listo y bañado para ir a la entrevista. Mamá me había dado un par de consejos que, según ella, sumarían algunos puntos a mi presencia: 71
–Ponete zapatos, pantalón negro, camisa blanca. Ponete este reloj, te lo presto, no queda muy bien que no tengas un reloj. Ponete un poco de perfume, pero no mucho, porque si se nota mucho quedás como un desesperado. Las uñas ya te las cortaste, la barba tambíén. Deberías peinarte el pelo para atrás con gomina aunque no te guste, así se usa acá. ¿Cómo era el nombre del tipo que te va a hacer la entrevista? ¿Fainberg? Debe ser judío. Ponete esta cadenita que tiene este simbolito. Me la regaló una amiga de la colectividad. Una vez me la puse y la mujer de Akiba, ellos son sefaradíes, me regaló cien dólares. Quizá te sirva. Y a las nueve y media clavadas en mi muñeca, entré por primera vez a ese gigantezco edificio y me enfilé hacia el cuarto piso como me indicaron en la puerta. Mi primer intento fue fallido, porque una negra, empleada de seguridad en la puerta me dijo que tenía que tener un pase de visitante. En una caseta, entregué mi pasaporte, la única identificación que me acreditaba. Todavía no tenía cédula, ni licencia de conducir, ni siquiera la green card. Me dieron un número que me colgué en el cuello y por fin pude pasar. Tomé el ascensor hasta el cuarto y cuando bajé, procuré seguir a uno que tenía pinta de ir a buscar trabajo. Llegué hasta unas mesas largas que daban a unos amplios ventanales desde donde se podía ver la pista de los galgos, gente sentada llenando papeles como si se tratase de un examen. Una mujer parada con una planilla en la mano me interceptó. Le dije que venía a la entrevista. Le di mi apellido y me dio otra aplicación para que llene, porque probablemente las otras dos que había llenado se habían extraviado en algún cajón. Me senté a contestar las mismas preguntas. Con la cabeza en mi hoja, no pude evitar sentir después de un rato que había alguien parado delante de mí. No le presté atención hasta que me puso una mano en el hombro. –Vos debés ser Patricio –me dijo en un claro acento rioplatense. Lo miré por momentos sin saber quién era. ¿Alguien del casino que me llamaba por la entrevista? ¿Alguien 72
que me conocía? ¿Alguien a quien tenía que conocer? Miraba su cara romboide y sus ojos celestes para ver qué me decía. –¿Sabés quién soy? Pensé y pensé, obligado a responder rápido, hasta que se me ocurrió: –Vos debés ser Damián –arriesgué. –Sos idéntico a tu hermano Nacho, por eso te saqué la ficha. ¿Estás aplicando? ¿Para qué puesto? –Cajero. –Yo estoy para mesero en el bar, pero lo veo difícil. A lo lejos apareció Angélica, desgarbada y desganada como era usual. Me saludó con un beso salivoso en la mejilla que me dio calosfríos. Le pregunté qué hacía en el casino. Había venido a acompañar a Damián, porque él no manejaba (después me enteré que tenía pánico a conducir e iba a todos los trabajos caminando), y de paso, iba a solicitar algún puesto. Terminé de completar la hoja y la entregué. Un hombre mayor de ojos claritos y rasgos amanerados me regaló caramelos y una lapicera con el nuevo nombre del casino: Mardi Gras. Planeaban cambiar el nombre a uno más festivo. Al rato me llamaron. Pasé a un escritorio apartado detrás de un panel donde había otras cuatro entrevistas simultáneas. Me senté frente a Steve. –Hi, Steve. –Hi, Patrishiou. Can I call you Patrick? –Yes, you can call me Patrick.
Salí bastante contento. Había obtenido lo que había venido a buscar. En la puerta del ascensor, me volví a cruzar a Angélica y a Damián y bajamos juntos. Al parecer, ellos no tenían buenas noticias. A Angélica le habían explicado que no la podían contratar porque habían tomado a su hermana, Andrea, quien ya estaba trabajando para la empresa, y según una legislación laboral, dos miembros directos de una familia no podían convivir en un mismo ambiente de trabajo porque esto 73
alentaba la “competencia fraternal que naturalmente se da en la familia”. A Damián simplemente le habían dicho que lo iban a llamar, un eufemismo para no decirle en la cara que lo rechazaban. Conmigo habían sido directos: –Empezás el lunes 17. También me habían dicho que tenía que iniciar el trámite para la licencia de juego para poder circular por el piso del casino y pasar un test de drogas, según la política hacia los trabajadores del negocio del entretenimiento. El test de drogas me preocupaba un poco. Mantenía mi record limpio desde que había entrado a este país, no por elección sino por falta de oportunidad. No hacía veinte días que había llegado y el último fasito lo había fumado antes de salir para el aeropuerto. Salí pedaleando del casino y antes de volver a casa, pasé por el supermercado latino Presidente, a una cuadra, a comprar un ramo de flores para Joan en agradecimiento. Fui hasta su casa a dejárselas, pero no estaba. Por un lado, mejor, porque no hubiera sabido cómo expresarme. Se las dejé a Osvaldo, dándole las buenas nuevas y agradeciéndole por todo. Días más tarde, también con Osvaldo como intermediario, Joan me devolvió las gracias. En mi última semana de vacaciones, viendo cuán cercano estaba de comenzar a trabajar, me dediqué a ir a la playa, a leer tirado a la sombra de las palmeras. El jueves estuve en el casino por el trámite de la licencia y para hacer el test de drogas. Mientras aguardaba sentado en una mesa, en un extremo del segundo piso en las que se llevaba a cabo el papelerío que el Estado requería a la empresa y a los trabajadores para estar en regla con la estricta legislación, (lo que equivalía a un prontuario libre de antecedentes, estar al día con la declaración de impuestos, etc), pasó dirigiéndose a los baños Noemí. Me reconoció y me saludó afectuosamente, como si haberme visto dos veces era lo mismo que conocernos desde siempre. Se puso contenta al verme. Largó un gritito agudo de alegría. Me preguntó cuándo 74
empezaba. El lunes, si estaba todo bien. Seguro que sí. Siguió al baño y luego se fue por donde vino sin dejar de sonreír. Llamaron a mi nombre y entregué todos los papeles. Me dieron un tarrito y uno de seguridad me acompañó hasta dentro el baño. Con un poco de nervios, el chorro costó salir. El de seguridad me hablaba para distraerme. Luego, se lo entregué. El método del frasquito era instantáneo. Si se ponía azul, bien. Si rojo, problemas. Salí tranquilo porque pensé que las vivencias y los recuerdos quedan impresos en la memoria y no saltan en ningún test.
Estaba dispuesto a disfrutar de mi último fin de semana con un paseo a Key West, un plan del que mamá me venía hablando meses antes de mi llegada. Pero el viernes por la madrugada, cuando desperté imprevistamente a las seis de la mañana, comprobé que algo raro me pasaba cuando sentí que tenía una roca en la boca del estómago que comenzaba a ser desesperante. Me retorcía, me estiraba, había algo adentro de mí. Intenté vomitar pero no pude. Volví a la cama a padecer más cómodo. Más tarde, me subió la fiebre y comencé a vomitar no bien terminé un té que me había preparado. Yacía con los ojos cerrados no por mucho tiempo, soportando la piel que se me congelaba por fuera, y por debajo quemaba la carne, produciéndome una incomodidad insoportable. No podía voltearme, porque vomitaba. Tampoco podía abrir los ojos, porque la realidad me mareaba, y vomitaba. Sólo yacía boca arriba, las manos cruzadas sobre la panza como si estuvieran velándome, simulando estar muerto, para ver si el ejercicio prolongado de esta idea provocaba en mí algún síntoma de alivio. Cada tanto me topaba con un pensamiento y vomitaba. Por la noche, mamá ya estaba preocupada. Me tocaba la panza con un dedo del costado derecho y yo gritaba de dolor. –Para mí que es apendicitis. Vamos a llamar a un médico. 75
Antes de llamar a nadie, hablamos a Buenos Aires y mamá dejó correr el rumor de que yo tenía apendicitis. La noticia fue viajando de boca en boca entre familiares y amigos y el último en enterarse recibió una noticia tan exagerada sobre mi estado de salud que se aproximaba a mi muerte. Por suerte el seguro médico que había contratado, poseía una cobertura para viajeros por un período de tres meses. Me pasaron un número para que llamase. Luego, operadoras telefónicas de dos países se comunicaron para concertar una cita con el médico en mi casa para el día siguiente. A eso de las cuatro de la tarde tocó nuestra puerta, después de haber confirmado por teléfono, un médico que hablaba en un español colombiano. Resultó ser italiano. –Ah, italiano –dijo mamá–. Como yo, Marciano. El médico miró extrañado, sin entender cómo era que ella era italiana habiendo nacido en Argentina. Sobre el tema de las nacionalidades, comentó: –Hablé con Paula, mi secretaria, y me dijo que tenía que atender a un argentino. Y como ella también es argentina, me dice: “Fabrizio, es mejor que vayas a ver al joven a la casa, porque a los argentinos les gusta que el médico los visite en su casa”. Igual, yo me había imaginado que eras canadiense, por tu apellido francés. –No, canadiense no –se quejó mamá. –No, es que yo trabajo mucho con canadienses. De hecho, el %70 de mis pacientes son canadienses. El resto, de Argentina, de Japón o de otra parte del mundo. Yo sólo trabajo con seguros de viajero. Tengo la clínica, la Clinique du Solei, acá sobre la Federal Highway, a unas pocas cuadras cruzando Pembroke road. Pasó a examinar. Me preguntó si yo usaba cotidianamente algún tipo de droga pesada tal como cocaína, heroína, morfina. No. Me reí, un poco de nervios. –Tengo que hacerte estas preguntas, porque si consumís cocaína, heroína o morfina, el seguro no te cubre. 76
Me preguntó si me podía tocar y fue anunciando cada uno de sus movimientos. –Ahora voy a poner mi mano aquí. Ahora voy a poner presión. Este extremo cuidado con el paciente me llamó la atención. Lo atribuí a cierta protección legal en la que se amparaban tanto pacientes como médicos o cualquier ciudadano en cualquier aspecto de su vida en la que se presente la oportunidad de iniciar un juicio contra alguien con el fin de obtener dinero. Luego de la auscultación, resolvió que podía tratarse de dos cosas. La primera, la peor, que era la que mamá sostenía, apendicitis. Y la segunda, una inflamación de los intestinos que se podía resolver dentro de las veinticuatro horas. Ahora sólo restaba ver cómo amanecía el domingo. Eso dictaría si se trataba de algo grave o pasajero. En el peor de los casos, temprano al día siguiente estaría ingresando a la sala de operaciones. Temblamos un poco, ya que sabíamos que la salud acá en EEUU no es lo que podría decirse accesible; incluso, ni siquiera es un derecho, sino un servicio más como cualquier otro, de hecho, es un rentable negocio de cifras millonarias. Nada tenía que ver con el concepto de salud con el que yo me había enfermado. Por suerte no había tenido que abonar la cita del Dr. Fabrizio F, puesto que ya estaba cubierto, pero de no ser así habría tenido que resignar 150 dólares. Averiguando más tarde, la cobertura de internación era de un máximo de diez mil dólares. Me tranquilizó por unos momentos hasta que seguí averiguando y supe que diez mil dólares me alcanzaba para comprar un día de internación en el hospital. Si había alguna complicación, me tendría que quedar dos o tres días más, veinte mil, treinta mil. Prefería que me explotase el apéndice adentro antes siquiera de pensar un plan fantástico para encadenarme por el resto de mi vida a una deuda impagable. Había pensado también en la posibilidad de viajar y operarme en Argentina, y luego volver y no gastar la quinta parte de un día de internación. 77
Por suerte, el domingo a la mañana amanecí más tranquilo porque no había señales de empeoramiento. Por la tarde pude levantarme, tomarme un vasito de agua a cuchadas, y fumar medio cigarrillo. Cené una manzana y me fui a dormir, sabiendo que al día siguiente, lunes por la mañana, estaría listo para asistir a mis nuevas obligaciones laborales.
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II
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CASINO
Era lunes. Fumaba tranquilo en el porch junto a la gran taza de café negro desde la que me miraba callado a ver si me decía algo. En una mano, una lapicera que se esforzaba por recomponer los rastros de un sueño. En la otra mano, la tonta, una novedad: un reloj pulsera, digital, de números grandes y comprensibles con una maya azul de un material que me hacía picar la muñeca. Calculaba el tiempo que me quedaba antes de partir. Unos pocos minutos. El trayecto hasta el casino lo podía hacer en veinte minutos con mi bicicleta. Si llegaba a las nueve en punto estaría bien. Ya había desayunado y bañado, al parecer demasiado rápido porque me quedaban unos minutos de más para abrir mi cuaderno y repasar lo que había anotado apenas despierto. Cuando se hizo la hora, salí. Avancé de contramano por la avenida ocho del noreste, la calle de mamá, hasta Atlantic Shore, siguiendo por donde muere la calle en la entrada del casino, y allí pedaleé con un fuerte viento en contra que soplaba hacia el mar y atravesé el extenso estacionamiento que rodeaba el edificio. Estacioné mi vehículo y lo encadené a un anuncio de estacionamiento para discapacitados, lo más cercano posible a la puerta principal. Antes de entrar, tuve que pedir nuevamente un pase de visitante para que me dejaran pasar, hasta que me dieran mi identificación personal. El edificio, como ya dije, era gigante, con una arquitectura típica de las grandes construcciones de esta zona: enormes bloques de cemento emplazados sobre el llano que me hacía que eran como los rastis de dios. Tenía cuatro plantas y en la parte de atrás se hallaba la pista. Se accedían a los asientos de las gradas por una escalera mecánica hasta el segundo piso. Los 81
pisos superiores tenían una hermosa vista a la pista de los galgos, donde se podía ver también un gran tablero electrónico donde se anunciaban los resultados y más allá del estacionamiento, la ciudad. El frente del edificio estaba siendo reformado. Por entre la gente que atravesaba las puertas automáticas saludando a los guardias de seguridad, podía verse una gran cantidad de obreros de la construcción en plena jornada de trabajo. La planta baja por el momento, estaba restringida a un pequeño hall de paso que daba a las escaleras mecánicas y a los ascensores. Más allá de las cintas que indicaban el paso prohibido, podía verse el comienzo de una alfombra negra con pintas verdes, violetas y amarillas que cubrían el suelo del salón de las máquinas, aún cerrado. Había tres puertas automáticas de vidrio para ingresar el edificio. Si pasaba por la de la derecha podía alcanzar a ver las máquinas, sus colores y sus palancas de costado, alineadas una al lado de la otra, apagadas, fuera de servicio. Después del guardia de seguridad que cuidaba las vallas, no se veía a nadie. En el segundo piso, en un ala, se encontraba el bufet y unas mesas para sentarse a comer. Del techo, de las columnas y las paredes colgaban televisores de todos tamaños transmitiendo carreras de galgos, caballos y carros de todo el país y sus respectivos viejos habitués que apostaban y maldecían a la pantalla. En la otra ala estaban las mesas de pocker, unas once de las cuales estaban ocupadas sólo tres. En ambos extremos, los baños. De punta a punta, las puertas de vidrio que daban al exterior, el único lugar en el que estaba permitido fumar, en el acceso a los asientos de la pista. En el tercer piso, me enteré más tarde, estaban las oficinas de Human Resources (Recursos Humanos), a las que tuve que bajar alguna vez (desde el cuarto) por cuestiones de papeleo. Como era el primer día y estaba contando los segundos para llegar just in time, tomé el ascensor directo al cuarto piso. Iba con otras tres personas, dos de las cuales, negras, mujeres y redondas, hablaban animadamente. Yo pensaba en el estado de mi inglés y me preguntaba cuán lejos estaba de poder mantener 82
una conversación con esa fluidez. Sabía que según mi instrucción de inglés, podía perfectamente entablar una conversación formal de trabajo, comprender y ejecutar órdenes y directivas, y hasta dar una respuesta usando términos idiomáticos o lugares comunes en los que permanentemente caen los diálogos de la vida cotidiana (así en las películas como en la vida real). Pero entre el mundo exterior y la comunicación de mis pensamientos u ocurrencias, había una gran distancia otorgada por el desconocimiento de una cultura, un modo de concebir y de organizar la vida a la que me estaba introduciendo, con la intención de lograr surcar esa distancia y obtener ese conocimiento para poder seguir siendo una persona en este mundo. En el cuarto piso me bajé del ascensor. Caminé siguiendo a la manada y me llevaron al lugar indicado. Era en el otro extremo del piso, del lado opuesto donde había tenido la entrevista. Desde el otro lado, a más de cien metros de distancia, pude ver a las mismas personas que el sábado anterior preparaban a los candidatos que venían a solicitar el empleo. Cerca de los ventanales que daban a la pista se agrupaba la gente. Caminando inseguro hacia allí pude distinguir sentada en una de las mesas dispuestas una al lado de la otra a Noemí. Caminé hasta ella hasta que me divisó. Se paró y me saludó efusivamente con un beso. Me dijo que me sentara y llamó a una supervisora por su nombre, una de las tantas personas que no permanecían sentadas, sino que deambulaban de acá para allá hablando. Cuando apareció me introdujo como un empleado que comenzaba hoy. “Hello, sweetie, are you a cage cashier? Ok. I´m Kathy. I´m gonna be your supervisor. What´s your name?” (“Hola, dulzura, sos cajero? Bien, Yo soy Kathy. Soy tu supervisora. ¿Cuál es tu nombre?”) “Patricio”, esputé. Soltó un “what?” (“¿Cómo?”) en un tono agudísimo, y volví a esputar: “Patricio” “I´m sorry, what?” (“Perdón, ¿cómo?”) 83
Finalmente se me ocurrió que sí entendería: “Patrick” “Oh, Patrick, nice to meet you, darling. Have a sit. Have you sign the signing shit? OK, sign.” Firmé el presente. “Now I´m gonna give you a shit of paper with addings and substractions and you are gonna use the adding machine, OK?”. (“Bien, Patrick, gusto en conocerte, querido. Tomá asiento. ¿Ya firmaste la hoja de llegada? Bien, firmá. Ahora voy a darte una hoja con sumas y restas y para esto vas a usar la calculadora. ¿Está bien?”) Y por si no me había quedado claro, Noemí me lo volvió a explicar, en castellano, pausado y resolviéndome la primera cuenta como ejemplo. Y luego de sentarnos a hacer la tarea, me preguntó. –¿Cómo estás, che? Cuando intenté responderle me di cuenta que estaba alterado por la aun reciente recaída, porque después de hacerme la pregunta, que debía ser respondida con un seco “bien”, le hice un corto relato de lo que me había pasado, la indignación con el sistema de salud y un fallido posible retorno a la Argentina. Se lo dije en inglés, a pesar de que ella se había dirigido a mí en español, porque creí que hablar otra lengua fuera del inglés no estaba permitido. Nos pusimos a hacer las cuentas. En el ambiente había un clima conversativo. Cualquier hablaba con el de enfrente o con el de al lado, así mesa por mesa, toda la hilera. Más allá de las mesas que ocupaban los cajeros atareados con largas filas de números por sumar, había otro conjunto de mesas. Se trataba de los floor attendant, los encargados de deambular por el piso del casino y atender a los clientes en lo que necesiten, para que no se levanten de las máquinas. En mi mesa, además de Noemí, frente a mí había una mujer bajita con cara redonda, la frente surcada por los años y el pelo rubio, muy enrulado, tirado para atrás, suelto. Hablaba con Noemí mientras yo sólo escuchaba e iba sabiendo algo más de esta persona que se había presentado como Marissa, de origen 84
brasilera. Con Noemí se comunicaba en un español aportuguesado. Cuando le faltaba alguna palabra de nuestra lengua, las suplía con una de la suya, intercalando todo el tiempo términos en inglés. De esta manera se entendían, aunque a veces había cierta interferencia porque Marissa hablaba bien bajito y suave, con voz grave de gran fumadora y la dulzura de los fonemas de la bossa nova, y Noemí, por su parte, era sorda de un oído. Pero hablando, los pueblos se entienden. Marissa resultó ser amiga de una persona que Noemí conocía: una tal Marcia del grupo de los cashiers, pero que ahora estaba en Brasil de visita a su madre y una hermana. Mutuamente, se cayeron bien. En la punta de la mesa, había un viejo que se llamaba Bill, típico yanqui albino, al que le costaba las cuentas porque se perdía fácilmente. A su lado, una cuarentona obesa, cuya gordura partía desde el final de su rostro hacia el resto de su cuerpo, in crescendo hasta la exageración. Se llamaba Debby. A su lado, una vieja de pelo corto y aros dorados que portaba una campera de jean y un buso de Happy Hanuka. Esta era la vieja Anita. Antes de que pudiera notarlo por mi cuenta, Noemí me hizo una observación: –¿Notaste cómo las personas de color se sientan todas juntas? Levanté la vista hacia el grupo de mesas vecinas. En efecto, eran todas negras y todas mujeres. Parecían llevarse de lo mejor, riendo y hablando en voz alta, muy entretenidas. –¿Viste? Ellos son los racistas, no nosotros. ¿Vos sos racista? –me preguntó, y antes de que pudiera contestarle, siguió–: Yo no soy tan racista. Sí, tan, me oíste. Pero yo te digo una cosa que me dijo un amigo cuando trabajaba en Naciones Unidas en Nueva York. Decía: “los argentinos no somos racistas porque no tenemos negros”. Y sabés qué, es cierto. No encontraba objeto en mostrar sorpresa u horror ante tales comentarios. Todo quedaba adentro de mi boca, que soltaba respuestas que no decían ni sí ni no, o sea, que prosiguiera. 85
–Yo trabajaba en el edificio de Naciones Unidas, era secretaria. Trabajaba para una persona que era mi marido, en el consulado argentino. Pero yo toda mi vida trabajé en el consulado, mi familia también, mi papá. Y cuando viajaba en ascensor, los que te digo, las personas de color, se bajaban y decían “excuse me” y se largaban un gas. Así como te digo. Hablar en español nos daba la impunidad de decir lo que sea, sin que los de al lado nos entendieran. En nuestra mesa, no había más hispano-parlantes que nosotros. De todas maneras, me hablaba casi susurrando. Sin embargo, al lado suyo estaba sentada la única persona de color –evitaba decir la palabra “negro”, porque ese vocablo es similar en las distintas lenguas que se hablaban–, de nombre Marie, una negra petisa y redonda, con una piel tan estirada que parecía que estuviese recubierta con papel film. La había estado observando desde que llegué. Entendía pocas palabras de las que decía porque hablaba muy cerrado y casi en otro idioma. En la hoja de llegada vi que su nombre completo era Marie Judith Césaire, porque sabía, posiblemente haitiana o de ascendencia. Césaire, ese apellido me sonaba de otro lado, un escritor, un poeta de Martinica que había leído en cuarto año de francés en la secundaria, creador del concepto de la negritud. “Your last name is Césaire, right?” (“Tu apellido en Césaire, ¿no?”), le pregunté mientras leía su apellido en la hoja. Me contestó que sí. Le dije: “I know a french poet that has your same last name, Césaire, Aimé Césaire.” (“Conozco un poeta francés que tiene tu mismo apellido, Césaire, Aimé Césaire”) “Oh” “And I remember a poem that says: (Y recuerdo un poema que dice: ...Afrika is the mother I never had” ...África es la madre que nunca tuve”) “Oh” El poema pareció no causar efecto alguno en la haitiana. En seguida se distrajo con algo y le prestó atención a otra cosa. 86
En la punta de la mesa estaba Ralph repartiendo unas tarjetas. Ralph era un hombre más bien petiso, con una prominente frente y cabeza, hablaba rápido y raro. Noemí lo confundió con un latino por su apellido: Ayala. –Nada de eso –según dijo. Era hijo de italiano y portorriqueña. Había nacido en Nueva York. Las tarjetas que repartía eran un cupón de Tony Roma´s, un restaurant en el que se comían costillas, y equivalía a una cena gratis para el Día de Acción de Gracias que se aproximaba. Se las repartía a quien le pidiese. Le ofreció una a Gloria, una supervisora que andaba todo el tiempo con las del “grupo de color”, como decía Noemí. Esta se acercó a su grupo, y al contar la novedad, se escucharon gritos de sorpresa y júbilo por la gratuidad de la comida, y se arrojaron a las tarjetas de Ralph hasta llevarse la última. Antes de las doce nos dieron un recreo que quince minutos que se extendió a veinte. Bajamos al segundo piso para salir a los asientos de la pista y fumar un cigarrillo. En realidad Noemí nos acompañaba, porque ella no fumaba. Yo me prendí un Phillip y Marissa un Marlboro Light y nos pusimos a charlar. Ella también estaba empezando hoy y estaba un poco nerviosa. Me hablaba en una mezcla de castellano y portugués que se fue volviendo sólo portugués, lo que se me iba haciendo más difícil de entender. Cuando ponía cara de que no entendía una palabra, la traducía o buscaba un equivalente. Noemí hablaba por teléfono mientras nosotros nos prendíamos el segundo pucho sin mucho más que hablar. Cuando cortó, nos comunicó la nueva noticia. Su ex marido le había regalado un Mercedez nuevo. Estaba muy contenta. Ella le había entregado su Mercedez viejo y él le había entregado este, más lindo y más caro, porque su ex marido era vendedor de autos. Estaban divorciados, pero la relación había quedado “en buenos términos”. En ese patio –como le llamaban, pero no lo era– que antecedía a las gradas, estaban dispersos el resto de 87
los empleados, reunidos en subgrupos según diversas categorías. Había de todo, un paisano de cada pueblo. De los cashiers sólo tres éramos latinos: Noemí, Marissa y yo, pero había más latinos en el grupo de los floor attendant. Ese grupo de latinos era grande. Formaba una ronda en el centro del patio y charlaban todos con todos. Nosotros tres permanecíamos alejados, aún sin involucrarnos. Uno de ese grupo se nos acercó, un petiso, peladito y con chiva candado. Saludó a Marissa y a Noemí y luego se presentó: –Me llamo Carlos. Le dije mi nombre y Noemí enseguida agregó: –Este es de mis pagos. –Che, boludo, así que argentino –bromeó para la risa de todos. Carlos era portorriqueño y al parecer bastante amistoso. Con Marissa se conocían del aeropuerto, donde trabajaban juntos en Varig, hasta que los tomaron en el casino con una mejor paga. Se mostraban afecto con frases en portugués y besos y abrazos. Cuando terminó el recreo, volvimos al cuarto piso a hacer más cuentas. Alrededor de la una y media nos mandaron a almorzar. Nos dieron cuarenta y cinco minutos. Había traído en la mochila una vianda con comida que me había preparado mamá, pero tenía tiempo suficiente como para pedalear esas diez cuadras hasta mi casa y comer en el hogar. Así lo hice. El tiempo me alcanzó para llegar, comer, fumar un cigarrillo, un café, ir al baño, terminarme el café y pedalear fumando un cigarrillo de vuelta al casino. Aquella primera tarde no hicimos mucho más. Una vez sentados en las mesas, nos dieron unos documentos que llevaban el nombre de Ética Laboral, que explicaba qué estaba bien y qué estaba mal en cuestiones de convivencia. Al final había unas preguntas que debíamos responder en grupo, pero nos quedamos charlando de cualquier otra cosa por el resto de la tarde. A las cinco nos dijeron hasta mañana y nos dejaron ir a nuestras casas. Mientras que otros, la night class, el turno nocturno, entraba a hacer las prácticas de entrenamiento. Tomé mi bicicleta, después de saludar contento a todo el que me decía “good night” 88
¿“Good night”?, decía yo, si son las cinco de la tarde y aún hay sol; pero era una costumbre del decir, además porque acá se cena a las seis y antes que oscurezca ya se está durmiendo. Pero más bien estaba referido a que el día ya estaba hecho y que podía retornar a casa con mis seres queridos (mi mamá, mi guitarra), después de una no tan agotadora jornada de un trabajo no tan difícil.
Al día siguiente me levanté, desayuné un café y un cigarrillo y partí en bicicleta a mis obligaciones laborales. No se podía decir que no estuviera contento. El trabajo no presentaba molestia alguna, es más, me interesaba seguir develando la fauna que convivía en este lugar. Llegué a las nueve en punto y saludé a los supervisores para que estuvieran al tanto de mi presencia. Me preocupaba por cumplir con el tiempo y las normas, pero me preocupaba por demás, porque, como me di cuenta con el correr de los días, era indistinto llegar menos cinco o y media; sólo había que firmar la planilla. Mientras el casino permaneciera cerrado al público, atravesaríamos una etapa de entrenamiento para adquirir los conocimietos y capacidades necesarias sobre el manejo de grandes cantidades de dinero y la expedición de cambio. Y mientras durara el entrenamiento, todo lo que nos decían estaba sujeto a cambios, dado que era un negocio relativamente nuevo y había que estructurar a un enorme número de empleados recién contratados. Y cada vez que llegaba de arriba una nueva orden que contradecía los procedimientos que nos habían hecho aprender, nos hacían repetir a todos juntos siempre la misma frase: “Todo está sujeto a cambios”. Esto lo fui descubriendo con el correr de las semanas. Por el momento, el grupo de cajeros estábamos abocados a la práctica. En este nuevo día, la supervisora dispuso una hoja de cuentas frente a nosotros mientras que las calculadoras ya estaban 89
en las mesas esperando a los cajeros. Con esa hoja nos debíamos entretener toda la mañana, o por lo menos hasta el recreo. Así que no había que esforzarse demasiado para no ser un desubicado. En el mientras, charlábamos. Noemí había llegado después que yo y se sentó junto a mí como el día anterior. Al parecer, se estaba volviendo costumbre. No sólo eran las charlas que había que escuchar o las confesiones de su vida privada, sino que comenzaba a emplear un tono maternal para conmigo que con el correr de los días se iba acentuando y haciendo costumbre, hasta que tuve que aceptar por su fuerza de convicción, que yo era su hijastro y ella una segunda madre para mí, como si no fuera suficiente con la mía propia. Comenzó a pasar todo el día a mi lado, y yo me fui acostumbrando a su presencia con el cariño que se tiene a un familiar lejano. Sabía, por lo que me había contado, que no tenía hijos, a pesar de haberse casado tres veces. Tenía los hijos de su segundo marido, a los que quería como propios y cada vez que iba a Mar del Plata a visitarlos, la llenaban de besos y abrazos. También sabía, concluía al observrla, que tenía una tendencia fuerte de apegarse a los jóvenes que podrían llenar el hueco vacío de sus hijos inexistentes. Le comenté esto a mamá y se rió y me dijo que Noemí era buena pero ingenua, manipulada por sus ex maridos. Preferí dejar de preocuparme por esto y dejar que la imaginación de cada uno nos condujera por los sederos que debíamos atravesar. Cada tanto Marissa se subía al carro de las madrastras y me decía “my baby” y largaba una carcajadita sofocada por el humo de su cigarrillo.
Durante el resto de la semana nos hicieron hacer cuentas por la mañana y por la tarde, actividades variadas: charlas, lecturas de documentos, conferencias y hasta un video informativo que hablaba del buen customer service, servicio al cliente. Un simpático 90
viejito decrépito, multimillonario, recomendaba “si la gente va a un restaurant porque les gusta que les den los picles gratis, dénles los picles gratis”. Ese era el secreto de su éxito: “dale los picles”. Con el video aprendimos que en el negocio del entretenimiento era fundamental un buen customer service, y para que los clientes estuvieran contentos y volvieran, había que regalarles muestras gratis, banderitas o collares de colores. Y había que tener en cuenta, como nos lo hacían recordar y repetir en conjunto, que “el cliente siempre tiene la razón”. El contenido ideológico era fuerte, y al concluir, todos aplaudieron (nos habían juntado a los cashiers, los floor attendants, y a los del Player´s Club) y todos se fueron convencidos del mensaje.
En todo momento, transportaba un cuaderno que se hacía pasar por un cuaderno de anotaciones útiles para el trabajo, frases memorables extraídas de las charlas con los gurúes de los casinos o cuentas resueltas a mano, pero que en realidad era un cuaderno que se poblaba cada vez más de dibujos que comenzaban siendo pequeños puntos o rayas por donde se desviaba mi atención y continuaban creciendo a medida que me iba abstrayendo de las actividades diarias, al menos por unos instantes. Día a día alimentaba este cuaderno con dibujos que cautivaran mis pensamientos y sensaciones, mejor representadas con un garabato que con palabras, y día a día iba engordando y a mí me iba llenando de orgullo como un padre viendo crecer a su hijo. En dibujos cifrados retrataba partes de alguna imagen de un sueño, la sensación de ser un forastero entre forasteros en tierras que son pantanos, metido en grandes construcciones titánicas, visiones desde el cuarto piso donde podía ver a través de los grandes ventanales toda la ciudad de Hallandale desde arriba, primero, 91
la pista de los galgos, luego el estacionamiento, (ahí se notaba qué pequeño que era el edificio del casino comparado con el estacionamiento, porque del terreno total ocupaba solo una veinteava parte), luego, la US1, las casas, los mercados apostados sobre una avenida que bajaba en dirección a la playa hasta chocar con las torres de los hoteles que forman una pared frente al mar, como si quisieran acaparar la vista de un vasto océano, y por porciones lo logran, y luego, el mar que sigue más allá de lo vidente hasta chocar con el próximo continente. Sentado en la mesa, aprovechaba un momento en que nadie estaba trabajando y todos conversaban alegremente, yendo y viniendo de una mesa a la otra, conociéndose, los floor attendant con los cashiers, mezclándose los grupos y conformándose otros según color, origen y sexo, para dibujar un paisaje a trazos negros, unas fronteras montañosas que se mezclaban con mar y cielo, un lugar que nacía con deseos de prosperidad y anhelos de paz, cuando de pronto, una cabeza calva seguida de una barba candado sostenida y acariciada por una mano se arrima sobre mi cuaderno, y luego de echar un vistazo al dibujo, sentenció: –Se nota que eres una persona reservada. Levanté la cabeza y allí estaba Carlos, el portorriqueño. Sin que notara la ironía, le pregunté: –¿Te parece? –Sí. Yo sé leer esta clase de dibujos abstractos. Le pasé el cuaderno y lo sostuvo con una mano. Con la otra no dejaba de acariciarse la barbilla. –Se nota que eres una persona reservada, con una vida privada. Aquí yo puedo leer que posees una intimidad. Eres simpático, sociable, pero hasta ahí. Y no tienes miedo de experimentar cosas nuevas... que tienes proyectos a futuro. ¿Verdad que tienes proyectos a futuro? ¿Cuál es tu proyecto más ambicioso para tu futuro? Busqué en mi imaginación diversas respuestas que podrían llegar a contestar tal pregunta. ¿Componer la obra musical más compleja y perfecta del siglo? ¿Llevar adelante un magnicidio? ¿Vivir en el lecho submarino? Hallé el más ambicioso de todos: 92
–Construir una ciudad –le dije en un segundo, aunque en realidad, mi idea era la de destruir una ciudad. –¡Mira qué casualidad! Yo también tengo un proyecto así. En mi país, en Puerto Rico, hay unos valles entre unas colinas que están deshabitadas. No hay nada. Puedes ver allá a lejos la inmensidad de la nada. Allí quiero fundar un pueblo. Llamémoslo Pueblo Nuevo. En este nuevo pueblo, vivirían todas las personas que yo quiero, que se dediquen a hacer el bien, sólo buena gente, sin la chusma, los maleantes y criminales. Bueno, siempre van a haber criminales, pero en Pueblo Nuevo van a haber menos.
Con el correr de los días fui conociendo a otros personajes que ya estaban o fueron llegando como nuevos contratados. Como supervisor de los cajeros estaban, además de Kathy, Noel, un joven cubanoamericano con aspiraciones al éxito empresarial; Miss Suzzy, una vieja negra y canosa que hablaba pausado 93
y a la que había que dirigirse con sumo respeto. Parecía alguien que no se había criado en este lugar, su acento cerrado, a veces difícil de entender, denotaba un claro paisaje de algodonal sureño. Decía tener treinta y dos años de experiencia en casinos y que era capaz de saber con un setenta por ciento de probabilidades en qué máquina iba a salir el premio mayor. Para cerrar el grupo de los supervisores, estaba Gloria, a quien Noemí detestaba, hasta ese momento, en silencio. Siempre se la veía con el grupo de las negras, y no aparentaba ser una supervisora sino una empleada más a la que a veces le llamaban la atención. Un par de ocasiones, cuando me dirigí a ella, me dijo: “¿What you want, chico?” Siempre dando vueltas, siempre ocupados, ocasionalmente mezclados entre nosotros, estaban los CSM, los Casino Shift Managers, los managers de turno del casino, quienes poseían la responsabilidad más alta en el piso del casino por debajo de la directora. Había cuatro: CSM Patty, una vieja simpática, siempre alentándonos a que siguiéramos trabajando; CSM Tony, una cuarentona que veíamos ocasionalmente ya que aparecía cuando terminaba nuestro turno; y CSM Charly, un gordito cubano americanizado amante de la renta privada y del sistema de ascenso social, lujos y comodidades. Hablaba rápido, era ingenioso y siempre tenía argumentos para tener razón. Cuando se detenía a charlar con algún empleado, dejaba caer datos información general que no tenían otra utilidad que la sorpresa del otro. Podía oirle decir cosas como: –El ejército de Estados Unidos es el único que practica el saludo militar con la palma hacia atrás, al contrario del resto de los ejércitos del mundo que, al saludar, muestran la palma de la mano en señal de que no esconden ningún arma bajo la manga. O cosas como: –La palabra clave para que queden despedidos es “abogado”. Si uno tiene un problema con una autoridad y dice “voy a llamar a mi abogado” con el propósito de iniciar un juicio al casino, queda automáticamente despedido. Es una gran estupidez en verdad, porque 94
de seguro que nosotros podemos contratar abogados más caros que los de ustedes, así que olvídenlo. Otro de los supervisores de los cajeros era una chica que no había visto muchas veces, dos para ser más exacto. En la primera ocasión, se presentó con el pelo rubio, largo, muy jocosa. Por su cualidad de joven y de mujer, me intrigó conocer su nombre y su puesto. Ashley se llamaba, según pregunté luego. Muchos la saludaban con extrema confianza. Ella era supervisora del turno noche, y era la hija de Victoria Cannon, la jefa del slot-department, o sea, la autoridad máxima entre todos los empleados aquí presentes. Y también era novio de Daemon, el último de los CSMs, un cuarentón de pelo enrulado, anteojos y cara de topo. Al enterarme de esto, todo mi interés original en Ashley se perdió, y la siguiente vez que la vi, ya no me interesé en ir a saludarla, como cualquier empleado saluda a otro. Aunque sí vino ella, ya no con el pelo rubio, sino marrón, oscurecido. “¿Qué pasó con la rubia?”, le pregunté bromeando. “La maté. Yo maté a esa tonta”. Del otro grupo con el que compartíamos el piso durante el entrenamiento, los floor attendant, conocía a dos de sus supervisores: Jean, un canadiense cincuentón y simpático con el que a veces intercambiaba algunas palabras con un pucho de por medio; y Brian, o Brahim, como se hacía llamar por los attendants, de origen portorriqueña, que cuando le hablaba en español, mezclaba frases de cada idioma y cerraba con un “cool” o con un “chévere”. Al resto de los floor attendants los fui conociendo en el patio; en primer lugar, a los restantes del grupo de latinos. Además de Carlos, que nos saludaba todas las mañanas, se nos empezó a acercar un dominicano morocho y grandote llamado José. Varias veces se nos acercó con el único propósito de pedirnos un cigarrillo. Marissa estaba harta y cada tanto José se quedaba hablando de esto y de aquello. Una vez que conversaba con Carlos, yo escuchando a un costado, contó algunos episodios interesantes de su vida, de cómo terminó acá. En realidad, él había nacido en Nueva York, su mamá era boricua y su papá americano. De niño se trasladó 95
a República Dominicana para ir a la escuela. Allí comenzó a jugar al basketball hasta alcanzar un nivel profesional y un lugar en el seleccionado nacional, uno de los equipos más prestigiosos del hemisferio norte. Pero una lesión en la rodilla truncó su futuro en su incipiente carrera deportiva. Cuando se recuperó, con la ayuda de sus tíos (uno, decía él era el vicepresidente de la república, y el otro, un alto general del ejército), volvió a Nueva York a probar suerte con cinco mil dólares en el bolsillo para comprarse un auto y pagar dos meses de renta hasta que consiguiera un trabajo. Lo consiguió, en la cadena de restaurantes dominicana más grande de los Estados Unidos, Pollo Tropical. Luego, se casó y tuvo dos, tres hijos con una mujer, y otros tres, cuatro más con su segunda mujer. Se mudó a la Florida porque Pollo Tropical había inaugurado una sede muy importante en Miami. Así que lo trasladaron con la promesa de aumentarle el sueldo de ocho a nueve dólares y medio la hora, cosa que aún no había ocurrido. El trabajo en el casino era su segundo trabajo. Él, como floor attendant, ganaba ocho dólares la hora, y cuando salía de acá, se iba al otro trabajo, que terminaba a las once de la noche. Decía que de otra manera no podía ser. Tenía varios hijos que criar. Yo lo miraba a la cara, esas manchas violáceas por debajo de sus ojos, más oscuras que su piel, y me imaginaba que más que basketballista, José había sido una especie de boxeador. Otro de ese gran grupo de latinos era Raúl, un ejemplar cubano anchísimo, de pelo, ojos y tez clara, acompañado de una gruesa voz de locutor que se tomaba sus pausas y respiraciones al hablar, haciendo los debidos silencios que generaban un clima de programa de radio en vivo. Más tarde se revelaría como un gran contador de historias. Rómulo, un compatriota de Raúl, calvo y con unos mostachos a lo Pringles que acentuaban la redondez de su cabeza. Caminaba siempre con una sonrisa como de empastillado y recomendaba “no coger lucha”. Se lo podía encontrar en el patio cambiando un poco de aire durante los recreos, o en casuales charlas que se 96
transformaban en foros conversatorios colectivos. una vez que el grupo del cono sur argentino-brasilero se terminó de acercar al grupo caribeño, se conformó un gran grupo de latinoamericanos que hablaban todos al mismo tiempo, teniendo diálogos cruzados, en una ronda de siete u ocho personas apuradas por comentar y opinar del tema que se tocase, ya sea de viajes o de paisajes de nuestro continente. Noemí le contaba a Carlos su última luna de miel en Puerto Rico. Por otro lado se oía una charla política, encabezada por Raúl, un aficionado a quejarse tanto (y más) del gobierno del país donde vivía como del país que había venido. Un clásico de las conversaciones era sobre las diferencias idiomáticas de la lengua española según la nacionalidad, uno de mis temas preferidos; por ejemplo, la diferenciación que hacía Rómulo entre el plátano y la banana, o de la extensión temporal del término “ahorita” en distintos países. Al oír mencionar la comida, Rómulo hablaba de las mariquitas (platanitos fritos) acompañando un plato de frijoles, Carlos no pudo evitar largar una interjección de placer mientras se relamía los labios como si estuviera degustándola, lo mismo Marissa, que había quedado atrapada entre dos conversaciones. A ella le gustaba los feijoas. Carlos mencionó un plato nacional de su país y Noemí concluyó que la zona de influencia del poroto/ frijol/feijoa terminaba en la línea Brasil, Paraguay y Perú, y que para abajo, en Argentina, Uruguay y Chile ya no se comía tanto poroto ni tanto arroz, a veces sí, decía, cuando se anda medio pobre, con pollo, o cuando se está descompuesto del estómago, pero que a un cubano, que le sirvan un jugoso corte de carne con unas papas y una ensalada, se va a quejar y va a reclamar “¿dónde están los frijoles? ¿dónde está el arroz?”. A veces nos volvíamos a reunir todos juntos, al término de las charlas, sin nada más que hacer y esperar a que se hagan las cinco e irnos a casa. Los grupos de cajeros y floor attendants eran unidos día por medio para alguna charla grupal o conferencia con alguna autoridad, y luego nos dejaban juntos, donde 97
se prolongaban las charlas que se habían iniciado en voz baja durante la actividad. En aquellas ocasiones, reunidos en el cuarto piso, el grupo de latinos se completaba con Sarah, una panameña bastante gorda que le gustaba estar todo el tiempo sentada, por lo que no salía al patio, y prefería hablar en inglés cuando se le dirigía en español. Y Mónica, una colombiana bonita, casada y muy religiosa que la tarde que la conocí contaba cómo había conocido a su esposo. Un domingo en la iglesia a la que concurría, católica y colombiana, conoció a un hombre alto y amable, además de apuesto. Tenía unos anteojos de marco grueso y sus pantalones se ajustaban por encima de su ombligo. Luego de unos domingos de verse e intercambiar formalidades, él le pidió de invitarla a cenar. Ella se resistió. –Señor, si usted tiene alguna pretensión sobre mí, deberá saber que yo soy una mujer católica educada en las viejas costumbres, y que si quiere invitarme, tiene que darme una pruebita de amor. –Yo le voy a dar su pruebita de amor… –¡Yo le hablo en serio! –¡Mónica, yo también le hablo muy en serio! Soy un hombre de creencias igual que usted, criado con las antiguas tradiciones. –Entonces yo acepto salir con usted, si usted me concede estas dos cosas. –Dígame, Mónica. –Primero, usted es colombiano, ¿qué está haciendo con esas gafas? Ahorita las desecha y se compra otras más pequeñas. Y segundo, ¡hombre, qué son esos pantalones! Usted parece su abuelo. Y así fue como él accedió y se transformó en el esposo de Mónica. Ahora ella estaba embarazada de dos meses. Todavía no se le notaba la panza, pero a veces te pedía un caramelo porque recién acababa de vomitar. Noemí acotó en la ronda, riéndose bajito y lascivamente, lo que le había dicho Mónica una vez, y se lo hizo repetir. –¿O no, Mónica, que tu marido no usa su anillo matrimonial porque es alérgico a la argolla? 98
–Pues sí, no puede tenerla puesta, porque le sale sarpullido. –¿Viste? ¡Alérgico a la argolla! Pobre mujer... Chistes así eran los que más le gustaban a Noemí. Los disfrutaba por sobre cualquier intercambio lingüístico, como cuando me decía: “¿Sabés como se dice dulce de leche en México? Dulce de cajeta. Y en Brasil, que comen el pingo de leite...” Había una última latina, la única joven del grupo de los floor attendant, una cubanita linda, rubia de ojos café y piel de leche. Su nombre era Yilén. La veía conversando rara vez en los asientos de la pista durante los breaks, rodeada el grupo latino de attendants que básicamente conformaban Raúl, Rómulo y Carlos. La primera en notar que yo la había notado fue Noemí, que no me sacaba los ojos de encima en esa tarea de madrastra autoproclamada. –¿Te gusta? –preguntó. –Claro que me gusta –le contesté distraído–, es una mujer. –Invitala a tomar un café. Dale, o si querés voy a hablar con ella. A pesar de no quererlo y de querer evitarlo, varias veces la encontré encima de la chica para ver si conseguía algún tipo de información. Luego de varias conversaciones supuestamente casuales, vino a presentarme un informe. Era cubana, linda y simpática y a veces vestía un ambo verde porque además trabajaba como asistente quirúrgica en un hospital. –Si te la ganás, te sacás la lotería. Es una chica con dos trabajos, te puede mantener, a vos que no te gusta trabajar. Pero mi imaginación no volaba tan lejos. Aunque no podía decir que no me entusiasmaba la idea que había producido la mente de Noemí. –Aunque tengas una novia en Buenos Aires, ahora estás acá. ¿Qué te importa lo de allá? –Es que no tengo una novia en Buenos Aires… –Mejor, ¿qué estás esperando? Si bien en ningún momento me había saltado la idea de abordar a esta muchacha, cada vez que me 99
arrimaba a ella sentía la mirada de Noemí en mi nuca, e imaginaba su mente produciendo pensamientos acosadores. Luego corroboraba esto cuando me hablaba y los exponía en palabras. En una ocasión chocamos y se dio la ocasión de presentarnos. Mencionó su nombre, Yilén, y por más extraño que a mí me sonara, gracias a la tradición argentina de los nombres prohibidos, en Cuba era bastante común. Sus padres le había dado el nombre en honor a Yilen..., una bailarina soviética. Como pregunta obligada inquirí acerca de su edad, a la que salió como resultado el número veintiuno. –Yo también tengo veintiuno –agregué, pensando que era una casualidad interesante. –Sí, pero ahora en poco tiempo cumplo veintidós. –Yo también voy a cumplir años, ahora, en diciembre. –¿De veras? –preguntó asombrada–. ¿Qué día? –El trece. –¡No me digas! Es mi cumpleaños también, el trece de diciembre. Qué coincidencia. –Sí, qué casualidad. Habíamos nacido el mismo día del mismo año. Lo que no estaba seguro era a qué hora había nacido yo, para ver si coincidíamos en eso también. Ella sí se acordaba la hora de su nacimiento: siete y media pasadas de una calurosa tarde de 1984. No volví a conversar con ella hasta el día antes de nuestros cumpleaños. Noemí había desistido de sus insistencias cuando al seguir indagando, se topó con un dato sobre la muchacha que derribó sus ilusiones. Ella estaba comprometida. A mí me daba igual. El doce de diciembre conversamos sobre lo que pensábamos traer para celebrar el cumpleaños en el trabajo. Ella una torta y yo un arrollado de dulce de leche. –¿Arrollado de dulce de leche? –preguntó sorprendido Carlos, que estaba presente en la conversación–. Los argentinos sí tienen gustos exóticos para la comida. –¿Dónde está lo exótico en un arrollado? –En mi país el arrollado se hace con carne –con lo 100
que pude deducir que los arrollados portorriqueños se parecían más a lo que nosotros hacemos con el matambre. –Esperá a mañana y vas a ver lo que es un arrollado –le dije. Se me vino a la mente que la noche anterior le había preguntado a mamá acerca de la hora de mi nacimiento, y luego de darme una descripción detallada de cómo aquello había ocurrido, me dijo: –Nueve menos veinte de la noche. Se lo comuniqué a Yilén, a lo que me dijo: –Bastante cerca… Pero luego de pensarlo un momento me di cuenta que nuestros nacimientos se habían producido casi al mismo momento, porque habiendo una hora de diferencia entre nuestros países, eran las las siete y media pasadas en Cuba cuando en Argentina eran las nueve menos veinte. –En realidad, nacimos al mismo tiempo, en Argentina es una hora de más. Sí, nacimos el mismo día del mismo año a la misma hora… –…en países distintos.
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Una vez que concluimos con las cuentas, comenzamos a hacer prácticas de contar dinero con la Play Money, dinero de juguete, gruesos billetes verde agua que simulaban ser dólares y a la vez se esmeraban por ser falsos para no ser confundidos bajo ningún concepto por verdaderos. Nos daban un montoncito de billetes a cada uno y los teníamos que contar y en una hoja anotar cuánto había de cada uno. Más adelante, unos simulaban ser clientes que entregaban tickets y un cajero tenía que pagarlos y hacer el balance. Y así cada uno. Por lo general había algún supervisor evaluando todo el proceso, haciendo hincapié en los modales y en el customer service. Había que hacer una representación de la situación cliente-cajero. Se producían pequeños diálogos antes de realizar la operación de pago, felicitando al cliente por lo que había ganado, preguntándole cómo estaba, por sus hijos y mujer, aunque verdaderamente no interesase. Nos habían enseñado a contar el dinero poniendo los billetes uno arriba del otro, en abanico, de izquierda a derecha. Noemí era zurda y lo hacía al revés. Después de contar una vez el dinero para uno mismo, había que contarlo sobre la mesa para el customer y para las cámaras de seguridad que estarían filmando y observando cada momento. La supervisora Kathy siempre se la agarraba con Marissa, porque contaba en voz bajita y con la boca cerrada. Tenía que contar fuerte, para que el customer entendiera. Noemí, al lado suyo, la quería ayudar, como si estuviera explicando los números en inglés a una nena de cinco años. Al final se irritaba, y en silencio y en su interior la mandaba a cagar y me decía bajito: –A esta cuando abra el casino le va a tocar un texano que la va a escuchar contando así la plata y se va a enloquecer. Por supuesto que jugar a ser cajero con la Play Money era mucho más entretenido que hacer cuentas. Así nos mantuvimos por el próximo mes de entrenamiento, antes de empezar a ver cuestiones más concretas.
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Con el correr de los días, iban llegando los últimos empleados que completarían los puestos de cajeros. Un día se presentó una nueva empleada, una señora mayor con una voz afable que despertaba sosiego. El pelo corto, la nuca rapada, teñida de un rubio que contrastaba su piel morena con leves rasgos del tiempo. Su nombre era Carmen. Era oriunda de Indiana. Me interesó su acento, muy distinto a todos los que había escuchado. Ese mismo día, un par de horas después, aparecieron un par de empleadas más que resultaron ser amigas a las que habían contratado simultáneamente, Norma y Stephany. Se las veía siempre juntas y tímidas y con el tiempo me fui acercando a ellas. Andaban también unidas al único hombre negro que había entre los cashiers. Su nombre era John, al menos dijo que así se pronunciaba, porque en la hoja de llegada decía que su nombre era Shuhun. Y lo era, pero se pronunciaba, no sé en qué idioma, “yon”. Era raro verlo, porque siempre estaba escabulléndose hacia la mesa de los attendants para hablar con un amigo suyo, Matt, un negro hiphopero con rastas. Luego llegó Esther, una vieja canadiense que terminó cayéndole mal a todo el mundo porque era inoportuna y siempre quería tener la última palabra. Una vez tuvo un altercado con Mirlande, y convocaron a una reunión en la que hablaron los managers y hasta Victoria Cannon. Pero eso fue más adelante. Y la última en llegar fue Tory. Su nombre era Victoria Singer, pero le gustaba presentarse con el apodo de Tory porque Victoria le sonaba a victory. Tenía el pelo largo atado con una cola de caballo, bien vestida, mucho maquillaje y una edad imprecisa de saber a causa de capas y capas de polvo facial. Estábamos como cualquier día, jugando a pagar tickets y ser cashiers, cuando la miraba y algo en su cara no dejaba de llamarme la atención. Yo estaba sentado al lado de ella, auspiciando de cajero, cuando a ella se le cayó la lapicera al suelo con la que tomaba unas 104
notas. Gloria, que raramente andaba por nuestra mesa observando cómo practicábamos, se agachó a recogerla, y sin saber bien qué la motivó, Tory se arrojó furiosa al suelo gritando: “Don´t touch my pen! Nobody touches my pen!” (“¡No toques mi lapicera! ¡Nadie toca mi lapicera!”) A lo que Gloria con su carácter de gangster, retrocedió sin entender el motivo del grito. Antes de que pudiera exclamar cualquier cosa, Tory tomó su lapicera (la alcancé a ver: una con el dibujo del billete de cien dólares), y salió corriendo en dirección a los baños. Sólo cuando Tory se fue, Gloria pudo putear. Los que habíamos presenciado la escena no sabíamos a qué se había debido esa reacción alocada de Tory en su primer día de trabajo. Media hora más tarde, luego de haberla pasado hablando con Victoria Cannon quejándose de que Gloria le había tocado la lapicera, volvió a la mesa donde nosotros continuábamos con la Play Money. Una vez sentada, Tory explicó: “I don´t want other people to touch my pen. There´re lots of germs all around, and I´m a very clean person.” (“No quiero que nadie ande tocando mi lapicera. Hay millones de germenes por todos lados y yo soy una persona muy limpia”). Aparte de eso, no se dijo más del tema. Unos momentos antes de ir al recreo sin querer toqué su lapicera que había dejado apoyada en la mesa cerca de mi mano. Sacó un pote con alcohol en gel y se lo pasó por las manos y luego por la lapicera. Luego nos mandaron a dispersarnos. Al salir me prendí un pucho y al rato salió Noemí. Se contuvo, pero era inevitable la pregunta acerca de esta nueva co-worker. –¿Y, qué te parece esta Tory? –Media rara, diría. –Un caso típico de Víctor-Victoria. –¿Cómo? –¿No viste que es un tipo? Encima está bastante trastornado. ¿Qué eso de los gérmenes y que no quiere que le toquen la lapicera? ¿Viste cómo se puso cuando la tocaste vos? Después que te fuiste le dije “pero Patricio no está enfermo”. Yo entiendo que le de asco 105
que Gloria le toque la lapicera, pero vos sos blanquito como nosotros. ¿Y sabés qué me dijo? “Pero yo sí estoy enferma”. Ay, ¿no tendrá el sida esta? Aparte de su travestismo que quería ocultar a toda costa y de su obsesión por los gérmenes, Tory tenía otra curiosa condición. Decía que tenía que comer cada tres horas o si no le agarraría un ataque y no sería responsable por los daños que pudiera causar. Así es que cada tanto sacaba una bandejita con mini saguchitos de miga y galletitas y snacks y los devoraba para calmar su histerismo hambriento.
Uno de los cajeros más silenciosos y reservados era Ralph, que tras el incidente Tory rompió su silencio y me empezó a hablar: “This country is upside down. You put 10 men in a room, a black room, no doors, no windows. 7 of them turns out to be fagged. 2 are in the closet and only one is straight, because in this country, nobody thinks straight. I am the straight man”. (“En este país todo está al revés. Si ponés a diez hombres en un cuarto con la luz apagada, al encenderla, te vas a encontrar con que siete son homosexuales, dos todavía no se definieron y solo uno es heterosexual, porque nadie en este país piensa de la manera correcta. Yo soy el hombre correcto”). (He aquí un juego de palabras de difícil traducción, ya que heterosexual en inglés es straight, recto, y para Ralph, el problema del país era que nadie era heterosexual ni hacía las cosas como debían hacerse. He ahí uno de los pilares de su filosofía: si uno hacía las cosas como debía, o sea, correctamente, nada podría salir mal). A pesar de parecer un homofóbico recalcitrante, ese comentario solo fue una manera de romper el hielo para entablar una conversación conmigo. Cuando llegaba a la mañana, generalmente puntual, era raro ver a más de cuatro o cinco empleados que hubieran llegado a tiempo como nos pedían cada 106
día. Pero uno de los que siempre estaba estoicamente en horario era Ralph. Con el correr de las mañanas, fuimos entablando amenas charlas junto a la máquina de café de la que bebíamos como religiosos feligreses. Entre otras cosas, me contaba sobre New York, su ciudad. Había nacido en el Bronx, pero sus padres se mudaron a Brooklin cuando tenía seis años. Andando por las calles del barrio árabe, yendo a comprar a sus tiendas, lo paraban y le decían: “The Great Gonzalez! You look just like the Great Gonzalez!” (“¡El Gran González! ¡Usted es igualito al Gran González!”) Según lo que le habían contado a él, ese Gran González era un principe moro que traicionó a su pueblo en plena guerra contra el pueblo vecino, del que sería el nuevo principe, consagrándose como el Gran González, por su nobleza y piedad. Más tarde, buscando en internet, no pude dar con alguna otra referencia histórica del Gran González, más que el nombre de un hotel en Mojacar, Almería, España.
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Todo marchaba regularmente, el training, las primeras semanas, la comodidad, cuando un día nos llegó la notificación de que los lunchs ya no serían de cuarenta y cinco minutos, sino de treinta. La razón que se expuso fue que alguna gente se tomaba sus cuarenta y cinco minutos para salir en auto a comprar comida, y para cuando el lunch concluía, este grupo recién llegaba con sus bolsas de fritura y comida rápida para empezar a comer, y así extender el lunch a más de una hora. Otros, aprovechaban el horario del lunch para ir al banco y estiraban la llegada tarde. Las autoridades comenzaban a ver la necesidad de reducir ese extendido ambiente de jolgorio que se vivía en las horas de trabajo. Para terminar con esta mala costumbre se redujo el tiempo del lunch a la media hora que en realidad correspondía. Ese anuncio suscitó una gran cantidad de rumores y de dichos cargados de bronca por haber perdido quince minutos de tiempo libre que eran tan apreciados. Por mi parte, puedo decir que ya no iba a comer a casa porque no hacía tiempo. Tuve que empezar a llevar una vianda con comida de la noche anterior o gastar unos cinco dólares en un phillie steak, un sánguche de carne con queso y cebolla que servían en la cafetería. En los grupos se comenzaron a oír fuertes comentarios, reflujo de la indignación del momento, que apuntaban a buscar un culpable, que no era uno solo o una, sino un grupo. –¡Pero que ne… de mie….! –se le escuchó a decir a Noemí, autocensurada, una vez que salimos al recreo y pudimos comentar. Tanto ella y Marissa como las demás, Anita, Debby, Tory, Kathy, creían y sabían que esto tenía un culpable, una actitud y un color. –Pero no ves que son animales… son monos. Y todos conducidos por la mona mayor, la monkey de Gloria. Ah, no, pero no son todas iguales –Noemí, a pesar de su rabia y odio, aún diferenciaba–: Fijate esas dos, Norma y Stephany, son muy educaditas. Se peinan, se ponen lindas, pobrecitas, a pesar de ser tan feas. Pero la tenían que cagar, che. 108
Durante la tarde, Noemí conversó unas palabras con Kathy que me hicieron ver que definitivamente el grupo de cashiers quedaba dividido en dos sólidas mitades, una mitad más unida que otra porque a unas los aglutinaba la acción y a las otras la reacción, que siempre tiende a estar dispersa. Dos grupos, así de tajante y sencillo, como diferenciar el blanco del negro. Uno liderado por la supervisora Kathy, que exhibía la experiencia y la responsabilidad del puesto; y otro, con Gloria a la cabeza, que no se quedaba atrás ante las jugadas de Kathy, y su séquito, a quienes cobijaba y a su vez era su respaldo, la seguía en cada decisión de grupo. Las del grupo de Gloria eran en su mayoría mujeres negras, jóvenes, activas, ruidosas, extrovertidas y ventajeras. Esto último era lo que más se evidenciaba y hacía enfurecer al otro grupo. Por otro lado, el grupo que buscaba resguardarse en Kathy eran en su mayoría mujeres blancas, adultas, pasivas, tranquilas y celosas del cuidado de sus modales y costumbres. No era de extrañarse que ambos grupos chocaran ante la menor insignificancia. Yo miraba como espectador esta guerra de formalidades cuyas bombas volaban por encima de las cabezas. Y en el fondo me preguntaba de qué tipo de guerra se trataba. ¿Una guerra racial, una lucha ideológica, económica-salarial, u otra estúpida pelea por obtener poder? El único que no opinaba sobre el asunto era Ralph, cuya ética religiosa lo evadía de cometer los pecados de la vanidad y del resentimiento hacia el otro. Sabía que era creyente porque todo el tiempo estaba agradeciéndole con sinceridad a Dios por lo que le había dado. Todo esto lo expresaba con un aire gracioso y un poco desatado. Muchas veces se hacía el loco y repetía una misma palabra hasta que perdiera el sentido mientras ponía caras. Pero cuando opinaba parecía hacerlo demostrando que no había otro con palabra más seria. Una mañana, cuando Ralph oyó mi queja de cansancio, me preguntó a qué hora me había acostado, y antes de que pudiera contestarle, me dijo: 109
–Yo me acosté a la una y media de la mañana, después de llegar a mi casa de mi segundo trabajo. Cuando salgo del casino entro a trabajar en una licorería en el mall de Aventura. Me duermo, me levanto y voy a trabajar. Salgo, voy al otro trabajo, vuelvo, duermo y me levanto al día siguiente para venir a este trabajo. Tengo tres hijos. Los hijos son costosos. Quieren esto, quieren lo otro y hay que comprar, comprar, comprar. ¿Sabés cómo hago para soportar esto? Todos los domingos voy a la iglesia y rezo y le doy a Dios gracias por estar vivo y tener la familia que tengo. Construyo un muro alrededor de mi mente y nada puede perturbarme. Así es como siempre parecía no ser afectado por el entorno que se enviciaba con la respiración de cada uno de los bandos conviviendo en el mismo ambiente.
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El hilo comenzó a cortarse por la parte menos pensada y a la vez la más ridícula. Una tarde como cualquier otra, charlaba el grupo de las negras, tranquilamente, sin notar que detrás de la ronda que formaban se encontraba, en silencio, Esther, la canadiense. Charlando distendidamente, se la oyó a una de ellas, a Mirlande, decir: “God damn it.” (“Maldición”). “That´s blasphemy.” (“Eso es una falta de respeto”), intervino indignada Esther. Así comenzó una serie de entredichos que fueron subiendo de tono, y antes de que se desbandara, tomaron parte en el asunto los supervisores. Gloria estaba presenciando la naciente discusión, aun sin intervenir a favor de su protegida, cuando Noel se acercó para poner paños fríos a lo que comenzaba a subir de temperatura. Inmediatamente, se aislaron a los elementos de conflicto y los llevaron aparte para preguntar sobre lo sucedido. Esa tarde, reunieron a todos los cajeros en el extremo del cuarto piso para una charla de grupo con las autoridades. Muchos, la mayoría, no teníamos ni idea de lo sucedido, y nos fuimos enterando mediante los chismes en voz baja que corrían mientras el supervisor Noel hablaba sobre cómo comportarnos con nuestros colegas, y nos fuimos a casa, creyendo que, luego de esas palabras, seríamos mejores compañeros de trabajo. Pero para ese momento, las aguas se habían enturbiado tanto que antes de que estallara otro episodio de discusión elevada entre empleados, se convocó a una reunión general para sacar los trapitos al sol y aclarar los posibles conflictos. Juntaron tanto a cashiers como floor attendants en los asientos a donde asistíamos a las charlas y conferencias, mirando a la comitiva del slot department, de pie frente a casi cincuenta empleados que esperaban oír lo que los de arriba tenían para decir. 111
Además de los supervisores, estaban los cuatro CSM, y en el centro, en el corazón del poder, la directora y la autoridad máxima del departamento, Victoria Cannon. Ya había tenido oportunidad de conocerla de vista, más de una vez que subió al cuarto piso a ver cómo andaban las cosas, interrumpiendo su trabajo fundamentalmente de oficina. Mi impresión de ella era la de una dama mística con poderes ocultos de los que se valía para estar a la altura de sus responsabilidades de directora. Esta impresión me era causada por su vestido blanco y suelto, con volados y mangas, pechera violeta, cinto de cuero con incrustaciones doradas y muchos colgantes y pulseras de metal, así como grandes aros y numerosos anillos. Siempre poseía ese aire extraordinario a doncella del medioevo. Su pelo rubio atravesaba su espalda y le llegaba a la cintura. En la frente, un hachazo por encima de las cejas que permitían apreciar sus ojos claros como el océano y su piel blanca como los hielos. Su rostro poseía facciones fuertes, los pómulos redondos y prominentes, su boca recta como una espada roja, rasgos que contribuían a resaltar el ocultismo al que adscribía. No sólo su aspecto, su manera de saludar a cada empleado con un “Hi, how are you today?” (“Hola, ¿cómo te encontrás hoy?”), a cada uno, como si se acordase de ellos y le importaran. Ahora precedía con su presencia esta reunión pacificadora. Pero para romper el hielo, comenzó hablando la CSM Patty. Se refirió a generalidades acerca del comportamiento en un lugar de trabajo por un buen rato hasta que puntualizó la falta de tolerancia y el respeto por el otro. Aquí se interrumpió y continuó Victoria Cannon. Primeramente, saludó a todo el mundo y preguntó cómo estaban. Se escuchó un general pero desordenado “bien, gracias”, y enseguida fue al grano. Habló sobre el malestar de algunos empleados con su entorno, de la mala costumbre de los rumores, que en un noventa por ciento de los casos son falsos y malintencionados, sobre la necesidad de la convivencia.
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–Estoy cansada que se plantee el problema entre blancos y negros. Acá yo sólo veo a personas. Todos nosotros, personas, provenimos de un mismo lugar, y a fin de cuentas, vamos a parar a un mismo lugar. Todos vivimos en esta tierra y dormimos bajo el mismo cielo. Nos mojamos si llueve; tenemos frío. Frente a los ojos del creador –apuntó con su dedo índice con una uña violeta hacia arriba–, cualquiera que crean, no estoy hablando de religión, sino de la vida; frente al creador todos somos hermanos y pertenecemos a un mismo padre. Somos una gran familia. El tono de sus palabras me había impresionado una vez más. Sobre todo, por el poder de convicción que tenía, al ver las cabezas de más de un empleado escuchando y asintiendo como a un sermón dominical. Sus palabras habían despertado fe, sobretodo eso de “somos una gran familia”. Se habían escuchado algunos “yeah”, llenos de góspel. Luego Noel, que no quiso quedarse atrás, agregó algunas palabras incentivadoras y a la vez reflexivas que no tuvieron mucho lugar después de la contundencia de las palabras de Victoria Cannon. Entonces comenzaron a oírse voces desde el público que opinaban y descargaban. Curiosamente, una de las que habló fue Mirlande. “I think we shouldn´t fight each other, because, as you said, we are a big family”. (“Yo creo que no deberíamos pelearnos, porque como usted dijo, somos una gran familia”). Otra de las que habló fue Tamika, que con sus palabras, repitió un fragmento del discurso de Miss Cannon, alabándolo. Luego, un silencio. Era claro que había hablado una parte. Había sonado una sola de las campanas. Al momento en que tuvo que sonar la segunda, hubo un vacío. Los que formaban parte del grupo que se creía agraviado y perjudicado por el accionar del otro, se consideraron aún más agraviados e impotentes al oír esas palabras hipócritas que salían de la boca de las más conflictivas. En lugar de proceder con una descarga llena de falsedad, muchos decidieron quedarse callados, por no largar una barbaridad, porque preferían no echar más leña al fuego, o porque 113
creían que cualquier comentario no serviría para solucionar el conflicto entre las partes, sino convertirse en blanco visible de nuevos ataques. Al terminar la charla, se aplaudió como si se hubiera asistido a una representación teatral y nos dejaron partir media hora antes. Y aunque pareciera mentira, eso había ayudado a descomprimir un poco la situación que estaba a punto de estallar, pero sin resolverla en lo más mínimo. Todos tomaron sus cosas y en el trayecto hasta la salida del casino se fueron hablando amistosamente blancos con negros en una actitud civilizada, mientras en el cuarto piso se podía encontrar todavía a Miss Cannon abrazada a un par de negritas que aprovechaban su momento mientras ella les decía: –Mi rebaño, mi dulce rebaño…
Luego de este episodio, la situación se descomprimió un poco y por un tiempo. Las del bando de Kathy sabían que las autoridades estaban enteradas de su descontento por las libertades que se tomaban las otras. Las del bando de Gloria sabían que las autoridades estaban con ellas, que las querían y ellas se sentían muy bien tratadas, mejor que en cualquier otro trabajo, y a pesar de reconocer que habían estado tirando la soga hasta tensarla, aún quedaba mucho antes de que se cortara. No podía afirmar del todo que el grupo de color se habían replegado, aunque a partir de entonces comenzaron a ser menos notorias; definitivamente habían cambiado de estrategia. Procuraban ya no chocar descaradamente con la supervisora Kathy o alguno que estuviese entre sus filas. Ahora planeaban una guerra psicológica, recurriendo a la sutileza para alcanzar sus fines.
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Para ese momento, ya nos habían dado los name tags, unas tarjetitas imantadas con nuestros nombres y procedencias para que nos colgásemos en la camisa a la atura del corazón, de las que se podían leer: NOEMÍ, Cashier, BUENOS AIRES, ARGENTINA MARISSA, Cashier, SAO PAULO, BRAZIL (Marissa se quejaba todo el tiempo de esa Z) CARMEN, Cashier, INDIANAPOLIS, INDIANA RALPH, Cashier, THE BRONX, NEW YORK MARIE, Cashier, PORT AU PRINCE, HAITI. Yo había optado dejarme el PATRICK por el cual la mayoría me llamaba. O Patricki, como me decía Marissa, que como brasilera le agregaba la i al final para no dejar ninguna palabra con consonante final. Y Noemí, cuando no recurría a un apelativo cariño, me llamaba por el apellido, Flog’kan, en su pronunciación francesa, desde que me había contado que ella desde chica había estudiado el idioma en la Alianza Francesa en la avenida Córdoba, y que había elegido quedarse con el apellido de su segundo esposo, el cubano, de apellido Milhet, porque era francés. Así, en mi tarjetita podía leerse: PATRICK, Cashier, CIUDAD EVITA, ARGENTINA. Entonces me empezaron a nombrar. Cada tanto me saludaban e interactuaba con ellas; les decía “Hey!”, seguido de sus nombres, pero si me decían algo un poco largo, ya no les entendía porque hablaban muy rápido y siempre encaraban en patota. Me decían, en una rara conjunción de mi nombre, en español y en inglés pasado por la influencia haitiana característica del grupo, PATRIKO. Sonaba fuerte y tenía presencia. Cuando respondía al llamado de ese nombre, ellas enloquecían. Esta era una raza que desconocía y en el país de donde provengo no se halla, y probablemente este espécimen en particular no podía hallarse más que en este lugar. Un día me las encontré todas juntas en el ascensor. Bajo el brazo llevaba un termito de café expresso que había preparado en casa. Después de saludarme, tomó la palabra Marlene y me preguntó qué traía ahí. “Coffee”, respondí. 115
“Oh”, dijo y pensó. “Would you invite me to drink a cup of coffee?” (“¿Me invitarías a tomar una taza de café?”) “This is a strong coffee.” (“Este es un café muy fuerte”), le dije, conociendo la costumbre de acá de tomar agua amarronada. “¿Would you like to drink coffee with Tamika in her bed?” (“¿Te gustaría tomar café con Tamika en su cama?”), me preguntó mientras empujaba a Tamika al frente. Luego de un silencio, las puertas del ascensor se abrieron y salí entre las miradas del resto y las risas contenidas que explotaron no bien me alejé un poco, no lo suficiente como para no oírlas. Comencé a intercambiar algunas palabras con Mirlande cada tanto. Yo aprovechaba para mirarla de cerca y asombrarme de las diferencias físicas y culturales que nos separaban y nos hacían encontrar. Miraba, en los pocos segundos en los que me encontraba frente a ella, o a cualquier otra del grupo, su rostro, la frente oscura, miraba más atentamente y veía cómo estaba compuesta su piel, cada célula de color distinto al mío y me maravillaba en ver algo así. Miraba sus labios, generalmente, todos gruesos, las orejas, el pelo, negrísimo y duro, casi como alambre. Los dientes blancos tirando a amarillos y las encías y las lenguas contrastando en rosado. Una tarde hablaba frente a frente con Mirlande. No sé bien qué me decía porque no le estaba entendiendo, cuando se acercó Gloria, desde su espalda le dijo: “Girl, leave the boy alone. Too young for you”. (“Niña, deja tranquilo a ese muchacho. Es muy joven para vos”). “How old are you?” (“¿Cuántos años tenés?”), le pregunté a Mirlande. ¿Cuántos años tendría?, pensé. Sabía que esta raza que estaba conociendo poseía, debido a su color de piel, más resistencia al sol y a arrugarse. Así fue como yo creí que Marie Césaire recién pasaba los 30 antes de que comentara que tenía cuarenta y un años, era soltera y buscaba desesperadamente marido; y 116
Abigail, la sobrina de Gloria, cuya baja estatura me hizo creer que se trataba de su hija, pero que en lugar de tener veinticinco años, tenía siete. Era una cualidad asombrosa. El caso de Carmen era similar. La hubiera juzgado al final de sus cuarenta, pero resultó ser abuela con nietos adultos. No me resistí a pensar que Miss Suzzy, que acusaba una apariencia sexagenaria debía tener por lo menos, veinte años más. “How old are you?” (“¿Cuántos años tenés?”), me preguntó Gloria metiéndose. “21”. “Too young” (“Muy joven”), contestó Gloria. “I´m 27” (“Yo tengo 27”), contestó Mirlande. “Not bad” (“Nada mal”), dije. Estas personas contra las que Noemí despotricaba y me prohibía juntarme (no le gustaba nada) resultaron ser simpáticas y llevaderas. Por mi parte, en las conversaciones me trababa queriendo expresar una idea y terminaban riéndose de mí. Todo lo que les decía era objeto de gracia, como si fuera un ser novedoso al que habían colocado allí con el fin de hacerlas reír.
Un día apareció sentada en la mesa de los cajeros una mujer de pocos cabellos, claros, enrulados hasta los hombros, que vestía muy elegante, un saco blanco que contrastaba con su tez del color de la playa. Hablaba con Noemí. Al parecer la conocía. No se trataba de una empleada nueva. Cuando arribé a la mesa, me la presentó: –Flog´kan, esta es Marcia, la amiga de Marissa que estaba en Brasil. –Mucho gusto –le dije y arrimé mi cara para darle un beso, pero me hizo darle dos. –¿Y tú cómo te iamas? –pronunció en un perfecto cubano sin rastros de acento brasilero. 117
–Patricio. –En tu camisa dice “Patrick”. Te voy a iamar “Patricki”. –”¿Pa’ tricki?” –dijo Noemí y se rió. Luego llegó Marissa y al verla se abrazaron y se besaron, diciéndose cosas cariñosas en portugués. Por fin conocía a la última cajera restante. Hacía tres semanas que había partido a Brasil y había vuelto ayer. Había pedido permiso para hacer un viaje a su país por motivos familiares, dos días después de que la contrataron, y no hubo problema porque recién arrancaba el trainning. Ahora se sumaba a los días de trabajo de cajero en los que jugábamos a pagar dinero falso y a llegar fácilmente a un balance cero. Ya estábamos hartos de este juego, ya que veníamos hacía dos semanas con esto, los tickets eran siempre los mismos y la Play Money estaba demasiado manoseada y eso ya no representaba un desafío para nadie. Marcia, que recién comenzaba hoy, se había salvado de todo lo que precedió a este tedio entre los cajeros. Así es que simulamos pagar los tickets una vez cada uno y eso era suficiente por la mañana. Los supervisores no decían nada porque ellos sufrían el mismo tedio. También sentados en una mesa, o mezclados entre los cajeros, hablaban o se pasaban el periódico e iban por un café. Con rapidez y sin interés, hicimos lo de lo tickets, excepto en el turno de Marcia, donde Kathy se detuvo a observar cómo contaba y hacía el balance. Al ver que Marcia estaba encaminada, le cedió la tarea de explicar y supervisar a Noemí. Se notaba que Marcia no había estado contando billetes de mentira en las últimas tres semanas. Agarraba el dinero con torpeza, contaba con lentitud, en voz baja y sin poner un billete sobre otro. Noemí se los sacó de las manos y le dijo: –Mirá como lo hago: twenty, forty, sixty, eighty, one hundred. Twenty, forty, sixty, eighty, two hundreds... En el break de la mañana salimos a fumar y descubrí que Marcia era otra que Marissa con los Marlboro Light: se los comían como si fueran caramelos. Cada vez que alguna de estas hablaba, junto a sus palabras, salía necesariamente expelido el humo del tabaco por sus narices y bocas. 118
Marcia contó un poco acerca de su ausencia. Había salido en un viaje de escapada porque su hermano en Río le había avisado que su padre estaba mal y sería bueno que lo viera por última vez. Así pasó tres semanas en la tierra que la vio crecer, asombrada y espantada por los estragos y la miseria que la gran urbe latinoamericana había sufrido en el tiempo en que ella no estuvo. La habían decepcionado y horrorizado el gran cordón de favelas que habían crecido a la vera del camino del aeropuerto, el pésimo e incorregible tránsito y la inseguridad que la obligaba a trasladarse en taxi a donde quiera que fuera y buscar un refugio seguro antes que anocheciera. Lo bueno fue que se había reunido con su padre y su hermana, y su hijito de ocho años conoció Brasil y a su familia por primera vez, ya que era nacido en Norteamérica y no había viajado nunca. Pero bueno, el viaje había terminado y ahora estaba de vuelta y contenta porque, si bien le había gustado ir para allá, se había dado cuenta que ya no podría vivir en su país natal. Y que le gustaba más acá porque podía llevar a su hijito a Disneylandia todos los años para su cumpleaños. Escuchaba el relato de Marcia con interés pero sin participar. Estábamos sentados en los asientos de la pista, fumando tanto como el break nos permitiera. Marcia parecía no prestarme atención, como si no existiera porque no hablaba, porque desde que nos presentaron, yo no había pronunciado palabra. Sentía que me estaba subestimando por ser más joven que ella, porque ella podía tener la edad de mi madre. Confirmó esto cuando Noemí notó que yo estaba calladito y me abrazó diciendo –My baby, este es my baby. Soy su step mother (madrastra). Lo comparto con la madre. Cada tanto volvía a caer en estos delirios de madre frustrada en los que yo era un consuelo que Dios había colocado allí. Marissa se sumaba al abrazo y al “my baby” y yo quedaba atrapado en un abrazo desde ambos flancos. Durante el almuerzo seguimos conversando sentados en las mesas del buffet, yo comiendo un phillie 119
steak, las damas con sus viandas con frutas, ensaladas y yogures. También contábamos con la compañía de Carlos, que ya era habitual en el lunch, y mientras comía algo que se había traído, se tiraba palos de alto contenido sexual con Noemí, que le respondía con una risita de rubia tarada que le retrucaba la guarangada. Había que tolerar esto a la hora de la comida, mientras trataba de sacarle conversación a Marcia por quien me sentía interesado, quizá por ser la novedad. De a poco, ese círculo de sudamericanos quedaba empatado, dos brasileras, dos argentinos, por momento sobrepasaba la amistad de fronteras y se volcaba hacia la competición sana y la burla de una cultura a otra. Lo hacíamos con humor, sin intención de herir o cobrarse una deuda inexistente que nadie exigió pagar. De esta manera, aprendimos mucho de cada pueblo, tanto del hermano como del propio. Vivir en el “exilio económico” hace que los emigrantes reconfiguren su identidad y su formación cultural, en un entorno en el que son desconocidos, menospreciados y extraños. Se podía sentir los cambios en el pensamiento de Marcia, en quien observaba este fenómeno con más frescura porque su viaje a Brasil la había hecho reflexionar acerca de ella y su pertenencia. Yo era un caso típico, pero me autoexcluía de este fenómeno, pensaba mientras la escuchaba. No hacía un mes me había bajado de un avión siendo otra persona, sintiendo distinto y teniendo una distinta apariencia física. Habían cosas que no me importaban haber perdido, que implicaban el sacrificio que tenía que hacer para estar acá, ese sacrificio del que me había estado hablando mamá desde el día en que se había venido. Así, sentía cómo ya pertenecía un poco más al lado de adentro de la frontera. Si bien muchas de las situaciones y actitudes que presenciaba me eran ajenas, allí estaba yo viviendo esta realidad de expatriados pseudoarrepentidos.
Durante esa semana hicimos simulacro de pago de tickets, pero ahora más acentuado que antes, además 120
de los buenos modales y el “how you doing today?” y el “thank you, good luck”, ahora teníamos que hacer cola para canjear los tickets, y a los que les tocaba ser cajeros, estaban detrás de la barra que alguna vez había funcionado como mostrador del cuarto piso. Los floor attendant practicaban los suyo, caminando alrededor, ofreciendo cambio al supervisor Jean que hacía de cliente, que les daba un billete de cien y se reía jocosamente. Esta variante en el training agregó dinamismo a los cashiers, que venían utilizando el tiempo de trabajo en un momento ideal para realizar cualquier tipo de actividad que ayudase a matar el tiempo muerto, dejar que las horas se vayan acumulando perezosas para despertar el miércoles y esperar al final del día para cuando se repartieran los cheques. La vieja Anita se traía siempre un librito con juegos de sudoku que la mantenían entretenida, cuando no chismoseaba con nadie. La lectura prolongada del periódico era habitual en muchos cashiers y attendants. Tory se dedicaba a sus bocadillos en una mesa apartada. Podía vérsela roer su comida como un ratón su queso, pinzando el alimento con la punta de sus dedos y mordiéndolo sin evitar un gesto de mostrar los dientes. Cuando no comía se buscaba algún encontronazo con quien le dirigiese la palabra en términos, según ella lo entendía, ofensivos. Aunque no lo aparentara, siempre estaba a la defensiva de los posibles ataques que el resto de los cashiers estaba planeando contra ella. Su presencia delimitaba un territorio de guerra. Por eso, cuando casualmente me dirigía a ella, lo hacía con el temor de que alguna palabra equivocada de mi parte pudiera provocar una trompada de ese brazo suyo que seguía siendo un brazo masculino. Pero en términos generales, me llevaba bien con Tory. Jamás le había dicho o hecho nada malo, exceptuando ese episodio con la lapicera que había quedado muy atrás, opacado por los escándalos más recientes. Si nos sentaban en la misma mesa junto a Noemí, Tory se ponía a hablar en español. Según nos había comentado, había aprendido a hablarlo en la escuela secundaria. Nos sorprendía y a la vez nos resultaba graciosísimo. Me lo ponía a pensar 121
y era la primera persona que escuchaba hablar tan entendiblemente el español, siendo el inglés su lengua de origen (exceptuando –siempre hay que exceptuar– los que nacían con dos lenguas: José el dominicano y otro personaje que aparecía poco, Demian, un portorriqueño attendant que hablaba rápido y gracioso y constantemente mezclaba una lengua y la otra de manera que te confundía y así se metía en tu mente). Pero el español de Tory no era muy natural. Parecía una contestadora automática de las que llaman a tu casa dos por tres cuando menos te lo esperás para ofrecerte un seguro de vida o beneficios bancarios. Cuando salían esas palabras desde su boca con entonación neutra, me la imaginaba a Tory como una muñeca de fabricación norteamericana para los mercados latinoamericanos. Nos hacía reír mucho. El único que parecía mantenerse intransigente ante las vanidades del mundo era Ralph. Por las mañanas, se lo veía llegar con una sonrisa en la cara, y por las tardes, irse cansado pero impoluto, listo para su segundo trabajo en la licorería del Mall de Aventura. Yo por mi parte, me encontraba demasiado atareado en velar los dibujos que comenzaba bien temprano en la mañana, en tanto no me requiriesen para nada, ni nadie me interrumpiese para una estupidez, y trabajaba cuanto podía descubriendo las formas que aparecían accidentalmente. Y gracias a muchas de esas interrupciones y comentarios casuales, los dibujos iban tomando sentido hacia el final de la jornada, y para cuando cerrara, concluido, el cuaderno, podía decir que había justificado mi día de existencia mundana. Una vez intenté explicarle esto a Ralph, con quien podía discutir fluidamente porque le explicaba en términos sencillos y su inglés era bastante comprensible. Pero esta idea de la salvación a través del arte, de la salvación, no la podía entender. Él me refirió a lo que comprendía por “salvación”. “If you are good people, you go to heaven. God is waiting for you. So, dying is not a bad thing, dying is good.... is good... I want to die soon so I can rest in peace. But first I want to see my kids growing up.” 122
(“Si sos una buena persona, vas al cielo. Dios está esperándote. Así que morirse no es una cosa mala. Morirse es bueno... es bueno... Yo quiero morir pronto así puedo descansar en paz. Pero primero quiero ver crecer a mis hijos”).
Mientras me hablaba, dibujaba con un marcador negro un centro y burbujas en espiral que se descomponían en cuadrados, líneas, puntos y blanco. Lo que me decía Ralph me obligaba a manejarme en un nivel abstracto del pensamiento para comprender su alma creyente, el mismo nivel del dibujo. Cuando echó un vistazo y lo vio, exclamó: 123
“Hey, that´s a faraway-minded drawing!” (“¡Ey, ese dibujo es muy volado!”) Otra vuelta, durante la charla de compulsive gamblers (jugadores compulsivos), yo llenaba una hoja con millares de escalones que se sucedían hasta llegar a tres puertas en lo alto. Las escaleras eran una cuenta del tiempo que se resistía a transcurrir. Sin darme cuenta, Carlos se había sentado a mi lado. Miró a mi trabajo sin concluir sentenció: –Tú eres un joven muy paciente. A lo que me reí porque creía que en parte sí, pero estos escalones comenzaban a rebalsar la hoja y la charla no terminaba. Sus lecturas de mis dibujos no eran más que notaciones generales obvias. Noemí siempre que me veía con la cabeza sumergida en el cuaderno me decía: –A ver… Me sacaba el cuaderno, lo miraba y me lo devolvía diciendo: –Qué lindo…–sin saber de qué se trataba. La gran mayoría se acercaba por curiosidad y me preguntaban: “What are you doing?” “(¿Qué hacés?) A lo que yo les decía: “Doodling”. (“Garabateo”) –palabra que había aprendido recientemente y definía lo que hacía para matar el tiempo. Marcia, como era nueva, rara vez ponía atención a lo que yo hacía. Esa semana se me había dado por dibujar serpientes cuando comprobé que a Noemí le disgustaban. Por eso, cada vez que hacía su comentario sobre algún dibujo que comenzaba, le agregaba la sabia consejera, la envenenadora, y eso le causaba repulsión. Sólo así podía dedicarme sin tales intromisiones a lo que me llamaba durante aquellas horas muertas. Al tercer día de dibujar las serpientes, Marcia observó: –Este garoto tiene una obsessão con as vívoras –con algo de distancia en la mirada.
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Le dije que solo las dibujaba para mantener a Noemí alejada. Se rió y ese comentario nos dio pie para comenzar a conversar con una fluidez que hasta el momento no se había dado. Empecé por hablarle un poco de mí y seguimos hablando en el recreo con un pucho de por medio. Se dio cuenta de que yo era una persona agradable y ese sentimiento comenzó a ser mutuo. 125
Durante los recreos siguientes que pasaba junto a ella, o durante tardes vacías que rellenábamos los huecos con palabras, fui descubriendo en ella una persona que realmente me agradaba. Su manera de hablar me parecía sumamente graciosa pero entendible, a diferencia de Marissa. Pronto develé esta cruza de lenguas y acentos. Ella había estado casada con un cubano. De ahí que había aprendido el español muy bien. Noemí no quería quedarse atrás, y cuando Marcia mencionó lo del marido, agregó: 126
–Yo estuve casada trece años con cubano –dicho con la clara tonadita caribeña para que el comentario tomase más fuerza. Este cubano, mismo caso que el de Noemí, había sido el que le había dado los papeles. Después se casó con un brasilero y tuvo su hijito. Pero no sé qué pasó, supongo que se cansó y lo dejó, porque ella era una mujer fundamentalmente independiente. A los trece años había tenido que salir a buscar trabajo, cuando su mamá murió siendo ella la más grande de cuatro hermanos. Desde entonces tuvo que ser la señora de la casa, la madre de sus hermanos y la esposa de su padre, así que nadie podía decir absolutamente nada de ella ni precisaba nada de nadie. Noemí también agregó que a ella la mandaron a trabajar a los quince vendiendo rosas en esquinas y bares. Ahora Marcia vivía con su compañero, un tal Gaudinho, al que en una ocasión pude divisar a lo lejos cuando la vino a buscar al trabajo. Pero que viviera con Gaudinho no significaba que fuera su señora. Se dividían las cuentas y los gastos de su hijito los pagaba ella, si él se enfermaba o lo llevaba a pasear al acuario, que era a dónde más le gustaba ir. Con esto último había entendido lo que Marcia quería decir con independencia. Marissa, su compatriota, contó una historia en la que la protagonista era un tipo de mujer brasilera muy distinto a la descrita por Marcia. Me es imposible transcribir el relato tal cual salió de su boca, porque hablaba un portuñol con raptos de inglés muy atravesado y a veces hasta Marcia le preguntaba qué había querido decir, y por momentos, perdí el hilo de la historia, me distraje y cuando me enganché de vuelta, debí suponer el resto. Por lo que pude oír y completar, la historia transcurría en los paisajes de playas cálidas y brisas alcohólicas que auspiciaban el carnaval. Una mujer casada con un hombre corriente, con dos hijos, un varón y una nena, aún pequeños. Al parecer era costumbre en esas tierras que los esposos salieran por las noches con sus mujeres, así cuando estos caían borrachos al final de la noche, estas podían manejar todo el camino de vuelta hasta la casa. Esta conducta, 127
que era costumbre, era digna de ser rememorada con un tono de risa, pero el asunto se tornaba serio cuando comenzó a narrar algunos episodios aislados. Acá es donde me perdí, porque comenzó a hablar en un tono cada vez más bajo, haciendo que ese círculo de oyentes que la rodeaba arrimase sus cabezas hacia adentro y hacia abajo (ella era más bien bajita) para narrar algo un poco más confidencial. No me pareció apropiado colocar mi cabeza por sobre las de las demás. Me prendí un pucho y cuando pude acercarme, pude oír algo de los carnavales, de las caravanas que se pegaban durante días y días, inspirados por el espíritu del descontrolado Badinho. Tanto festejo no le provocaba ninguna gracia a ella, que cerraba la puerta con llave para que él no pudiera entrar estando borracho hasta las orejas. De todas formas, siempre terminaba por entrar, ya sea por una ventana o porque ella le abría la puerta una vez que se había calmado. El retorno de su marido al hogar no significó un abandono de sus costumbres de la fiesta, del vicio y de las mujeres. Así que cada viernes salía y no volvía sino hasta el domingo al mediodía, cuando era hora de ir a misa. Esa historia podría haber seguido infinitamente por años y años, cuando sus hijos ya tuvieran hijos y ellos hayan muerto consumidos en la miseria de no haber sido. Pero un día, luego de que él estuviera desaparecido durante una semana, lo encontró acostado, desnudo en su propia cama, esperando por ella. Con la intervención de un cuchillo, la escena hubiera desembocado en un destino trágico y griego. Pero como ella era budista, amante de la paz, recurrió a la palabra, que fue efectiva para alejarlo y que no volviera a molestar la más. –Tú no me quisiste como esposa y madre de tus hijos, así que no pretendas tenerme como mujer. Luego de esto viajó a Estados Unidos con sus dos hijos, donde rehizo su vida con la ayuda de la comunidad brasilera. Lo del budismo me había quedado boyando en un río de pensamientos acerca de la religión y las religiones que acá convivían sin saberlo. Yo desconfiaba de aquellas palabras de Victoria Cannon cuando 128
habló por el conflicto interracial. Dijo que no estaba hablando de religión, pero todos teníamos un mismo padre. Para el alma paternalista del americano, de aquel que vive el sueño americano, esta concepción de dios padre encajaba perfecto, y era más, les encantaba. Pero yo sabía que cuando Miss Cannon hablaba, sólo un setenta por ciento de la gente concebía a una fuerza exterior suprema e infinita con la figura de un padre. Me interesaba encontrar ese treinta por ciento. Una tarde en un break, cuando Marissa volvió a mencionar a su amigo Buda Gautama, le pregunté en qué creía. Esta vez estábamos solos, ella y yo, fumando en los asientos de la pista. Me dijo que su religión era el budismo, y adelantándose a la pregunta obvia que le iba a hacer, se adelantó y dijo que los budistas pueden o no creer en dios. Ella no creía. ¿Cómo todo podía resumirse en una sola persona? Ella creía en los órdenes del universo y en los estados del alma. Se había hecho budista de chica, a los trece años, cuando un hermano suyo murió y toda su familia se sumió en una angustia que sería difícil de superar. En su sufrimiento comenzó a cuestionarse el por qué de ese sufrimiento, cuál la necesidad. Veía a sus padres acongojados rezando sin logrando sobreponerse al dolor, lo mismo sus hermanos, que no obtendrían respuesta alguna de las plegarias a dios. Al poco tiempo conoció un amigo que le enseñó la filosofía de Buda, su mirada acerca de la vida, el movimiento y la transformación. De a poco comenzó a interiorizarse y conoció la meditación y la paz a un nivel que muchos hombres jamás han conocido, y comprendió que cada uno en la vida tiene una misión, así como la de su hermano concluyó el día de su muerte para pasar a ser parte del cosmos y esperar a una nueva reencarnación, también entendió que su misión no era sufrir por la partida, sino alegrarse y continuar que todavía tenía mucho camino que andar. Desde entonces, no vio con los mismos ojos al mundo. Tuvo la voluntad de atravesar cualquier cambio y transcurrir serena en sus peores momentos. Sólo le bastaba mantrear cuanto sea necesario, por las mañanas, su oración elevadora, para comenzar el día con la paz necesaria: 129
Nan Mio Ho Ren Gue Kio Nan Mio Ho Ren Gue Kio Nan Mio Ho Ren Gue Kio Nan Mio Ho Ren Gue Kio
Para el final de la conversación se había sumado Marcia, que venía a romper el clima solemne que se había generado entre Marissa, Noemí y yo. Aproveché a preguntarle a Marcia en qué creía ella, ya que sabía que tampoco creía en la imagen del barbudo celestial. Me contestó: –Yo soy espirita. Soy una bruja blanca. Creo en Yemanjá, la diosa del mar. Les ofrendamos obsequios, vestimos de blanco y amamos la paz.
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Volviendo del break, los encontré en una esquina a Rómulo y Carlos hablando muy interesadamente; ellos había preferido quedarse adentro para no interrumpir la conversación que tanto los mantenía entretenidos. Me acerqué tímidamente, con la oreja, para saber de qué se trataba tan interesante intercambio de palabras. Al notar que mi presencia no los perturbaba, y que es más, los alimentaba a seguir echándole leña al fuego al ver que un joven latino se interesara en tales discusiones, me acerqué hasta ellos. –Fíjate tú –Carlos tenía la palabra–, que leí este libro que ahora no recuerdo el nombre, pero que contiene una lista con la descripción de todas las plantas medicinales que se utilizan para las curaciones y que el gobierno de los Estados Unidos mantiene prohibidas. –Ah, fíjate tú que interesante –asentía Rómulo con una mano en la barbilla y las piernas cruzadas. –Sí, y ahí mismo en este libro se explican las razones por las que el gobierno no quiere que se legalicen estas hierbas medicinales. En este punto, tomé una silla y adopté una postura similar a la de Rómulo. –¿Y qué es lo que dice el libro? –pregunté. –Pues que –explicó Carlos– hay un fortísimo interés de las grandes corporaciones que manejan el mercado farmacológico en que las píldoras y medicinas que ellos producen no tengan la competencia de las medicinas tradicionales. –Ah, qué interesante –exclamó Rómulo el apacible con un gesto de profundidad. –Sí, fíjate que en mi país, en Puerto Rico estas medicinas se utilizan bastante. Siendo yo niño, cogí una enfermedad de los pulmones, una afección respiratoria. Y mis tíos, yo entonces vivía con mis tíos en un pueblito alejado de la capital, me llevaron a una curandera y me dieron unas hierbas que en pocas semanas terminaron con mi enfermedad. “Aquí en los Estados Unidos hay una comisión que regula los medicamentos, que se encarga de recoger los últimos avances científicos en cuanto a la cura de las nuevas enfermedades que van surgiendo y aprueba 131
los medicamentos para lanzarlas al mercado. Esta comisión está compuesta por los empresarios dueños de las corporaciones farmacéuticas, así también como por científicos y políticos. Así es bastante difícil, incluso imposible que la medicina de las plantas se legalice. “A raíz de esto está surgiendo un nuevo movimiento que está reivindicando la medicina con plantas. Carlos fue interrumpido por una pregunta de Rómulo: –Carlos, quisiera que me dijeras si sabes acerca de la existencia de bases militares del ejército de los Estados Unidos en su país, Puerto Rico, así como hay en el mío, en Guantánamo. –Yo puedo dar fe de eso –dijo con resolución–. Claro que en Puerto Rico existen. Hay asentamientos instalados en un valle. Si no estás muy lejos de allí puedes ver los aviones sobrevolar. En este punto, yo estaba completamente inserto en las palabras de Carlos. No podía creer lo que estaba saliendo de su boca. –Ahora, déjame preguntarte –interrumpió una vez más Rómulo para acercarse a su real interés–. Porque lo que yo quiero saber es si estas bases tienen algo que ver con las investigaciones acerca de los ovnis y los platillos voladores. “Por favor...”, pensé para mis adentros, “venía tan bien”. –Bueno –dijo Carlos– qué bueno que preguntes, porque yo creo que es ahí mismo donde llevan adelante este tipo de investigaciones… Miré alrededor. Todavía estaba a tiempo de salir a fumar un último cigarrillo. Me paré sin perturbarlos y dejé que continuaran discutiendo sus temas.
Al final del break, cuando todos ya habían dejado sus cigarrillos recién encendidos, sus botellitas vacías en la basura, yo me quedé a terminar mi pucho escuchando hablar a José el dominicano y José el cubano (de quien más tarde me haría amigo). Se habían juntado los dos 132
tipos con peor pinta de todo el casino. Me acerqué a oir al boricua que narraba: –Yo en mi vida me acosté con cuarenta y siete mujeres –dijo, intentando contar 4 con los dedos de una mano y 7 con los de la otra–, pero mi papá dice que es poco. Yo allá en New York vivía en un edificio con una argentina –recordó al verme–. Era linda de cara, era casi boricua, porque estaba viviendo en New York hacía unos cuantos años. Pero era muy cochina. Ella llegaba de trabajar en el restaurant y se acostaba en mi cama sin bañarse, con el olor a comida en la ropa, en el pelo. Y tenía mucho olor en los pies. Una vez se sacó los zapatos y me mató del olor. “Oye, mujel, pégate un baño, que estás muy olorosa”. Y la jeva se lo tomó a mal, se puso a llorar, entonces la abracé y le dije “pero mujel, te tienes que dar un baño”. Al final la terminé botando por cochina. Después había una que se me metía por la ventana, por la escalera de emergencia, desde el piso de arriba. No bien se iba el padrote, esta bajaba y se metía en mi cama. Así como se despertaba, con una remera corta y una bombacha. “Una vez me metí con una casada. Nunca más me voy a acostar con una casada. Le contó al esposo y me vino a buscar a mi casa con un bat y me dio batazo que me dejó la boca ensangrentada y me rompió los dientes. Yo lo cogí y le metí la cabeza en la pared. Cuando lo voy a agarrar de nuevo, me patino con el bat ensangrentado que estaba en el suelo. El tipo se va corriendo. Yo cojo un cuchillo y salgo a la calle a correrlo; cuando está cerca le tiro unas puñaladas que sólo le cortan la ropa. En el final de la calle nos paró un policía. Necesitaron a tres para agarrarme a mí. Quería picarlo al tipo, quería rebanarlo. Entonces la policía me arrestó a mí y al desgraciado ese. Al momento de declarar, conté lo del bat. Fueron a buscar el bat a mi casa. Estaba escondido debajo de la cama. La tipa lo había dejado ahí para que no lo encuentren. Lo encontraron y le hicieron un análisis de ADN a la sangre pegada al bat y coincidía con mi sangre. Me dejaron adentro veinticuatro horas por resistencia a la autoridad. Al tipo lo dejaron libre, pero si alguna vez 133
lo cruzo, lo pico, te juro que lo pico. –Yo me acosté con cincuenta y ocho mujeres –dice José el cubano, que había esperado a que el boricua terminara su relato–; cuarenta y cinco eran casadas. Ya estábamos yéndonos, volviendo adentro cuando el cubano agregó: –Las negras, brother, cómo me gustan las negras. Tienen el toto así –cerró su puño y se lo llevó a la boca, imitando el ruido que se hace al succionar una ostra.
En otro de los breaks lo vi a Carlos hablando con una de las personas que menos se relacioban en el grupo de latinos, tanto de cashiers como de attendants. Era un travesti al que Noemí y yo le decíamos “fulería”, uno de los argentinismos que utilizábamos para burlarnos de los demás en secreto. Nos reíamos de su apariencia grotesca, su nuez de Adán prominente asomándose entre pelos de la barba mal afeitados, su tez de latina oscura, sus grandes hombros y manos, el maquillaje exagerado y poco detallista que usaba, y sobre todo, su propio autoaislamiento del grupo. De todo eso nos burlábamos. Ella siempre estaba sentada sola a un costado de los asientos de la pista, fumando sin interactuar. Durante ese break, Carlos estuvo hablando tendido con ella, Luisa; yo los miraba mientras Marcia, Marissa y Noemí hablaban cosas de señoras. Luego de un rato, Carlos se acercó y me pidió un cigarrillo. Todavía tenía los Phillip Morris que me había comprado en el aeropuerto de Ezeiza. Quedaban pocos. –¿Lumbre? Le tendí el encendedor. Charlamos un rato y luego le pregunté sobre su previa conversación. –Es buena gente. A mí me da pena, porque la discriminan mucho. Pero de a poco la están comenzando a aceptar. Este comentario me ablandó el corazón y pregunté un poco más. 134
–Es mitad portorriqueña y mitad colombiana. Pero no puedo decir mucho más. Durante todo el día la encontré varias veces mirándome, cosa que me molestaba porque pretendía ser yo el observador y acababa siendo el observado. A la hora de salida, cuando hacíamos la fila para marcar tarjeta, vino a mí, me tocó el brazo y me dijo: –Niño, ¿puedes decirme qué hora es? –Cinco menos cinco. Noemí, siempre detrás de mí, me dijo una vez que salimos: –Cuidate a ver si fulería se te tira encima, tremendo negro traba. Agradecí el consejo y le dije que me podía cuidar solo. Ya había hecho un comentario similar cuando había aparecido Tory. A los pocos días vi de nuevo a Carlos conversando con Luisa –ahora sabía cómo se llamaba– apartados en el mismo lugar que la vez anterior. Al verme, Carlos me hizo un gesto con la mano para que me acercara. Al llegar, me pidió un cigarrillo, y luego: –¿Lumbre? Me senté en uno de los asientos y me prendí un Phillip. Ellos siguieron conversando. A sus palabras les ponían un toque de nacionalismo portorriqueño, para mofarse del particularismo cubano. –Por poco esos cubanos nos consideran taínos, a ver si se creen que todavía somos indios –disparó Carlos. –Ah, –agregó Luisa– el otro día pasé por una tienda en la calle 8 y en la puerta había un letrero que decía: “Se venden mapos cubanos”. –¿“Mapos cubanos”? ¿Qué es un mapo? –pregunté ante mi ignorancia. –Un mapo, a mop, un trapeador de piso. ¿Cómo puede que un mapo sea cubano? Se rieron. –Mismo el otro día hablaba con los cubanos y se aprovechaban de que eran mayoría para mofarse de los portorriqueños. Ahí mismo les dije: “Pues qué inteligentes deben ser los cubanos que deben cruzarse en balsa para venirse para acá y nosotros los portorriqueños somos ciudadanos norteamericanos. 135
Esa semana pasĂł como si nada, como cada dĂa que la componĂa, y una habitual despedida al salir del trabajo y un feliz retorno al hogar.
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DON
–¿Sabías que tengo un amigo “americano”? –me preguntó una tarde mamá a modo de introducción. Era gracioso como lo decía; parecía querer decir lo mismo que cuando decía que tenía una “amiga judía” (la tenía) o un amigo homosexual (no lo tenía). Eso sí, negro no–. Era mi vecino del tiempo en que vivía en el tráiler. Se llama Don. Cuando lo conozcas vas a ver que es bien americano, tipo red-neck, de esos que son bien blancos y tienen la piel roja quemada por el sol, bigotes y una cara que te dice todo. A veces me llama y viene a comer, pero para charlar nomás, porque se siente solo. Pero igual, tiene novia y todo, no tiene ninguna intención conmigo. Quedamos amigos de cuando éramos vecinos. El tipo muy correcto, muy gaucho. Cuando fue lo del huracán que paso por la Florida, yo vivía en el parque. Él, como tenía la casa de su novia, durante un mes se fue a vivir con ella, porque no teníamos luz ni agua en el parque, y todo estaba hecho un desastre, árboles caídos, autos destrozados, vidrios rotos. Pero todos los días venía con su camioneta, frenaba y me preguntaba, “Sussy, ¿necesitás algo, comida, agua, cualquier cosa?”, y yo le decía que no, gracias, y agarraba la camioneta y se iba. Todos los días. Un día de estos vamos a invitarlo a comer para que lo conozcas. Un tipo muy macanudo. Y una noche, como cualquier otra, en la que planeábamos cenar los dos solos en casa, mamá me aviso que Don venía a comer con nosotros, así que tendría la oportunidad de conocerlo. Hizo su aparición por la puerta que da al estacionamiento, por el dormitorio de mamá. Yo fumaba tranquilo en el porch, apreciando la noche. Mamá me llamó y nos introdujo. Nos sentamos en el living y mamá le ofreció de beber. “A beer, please”. 137
(“Una cerveza, por favor”). –Para mí una coca. Se sentaron enfrentados y se pusieron a conversar. Yo permanecí a un costado, mirando la situación, observando a nuestro invitado. En apariencia, es lo que podemos llamar un yanqui típico, o por lo menos, la imagen que las películas nos dan de un Kevin Costner en Danza con Lobos. Vestía pantalones de jean y camisa a cuadros, botas gruesas y por sobre todas las marcas distintivas, bigotes gruesos que no le dejaban ver la boca. La conversación entre mamá y Don resultaba un tanto complicada. Mamá no se expresaba con toda claridad en inglés, idioma que aun estaba incorporando, cosa que retrasaba un poco el intercambio de palabras. Don era paciente y no tenía problema en repetirle todo dos o tres veces y esforzarse por entender a qué hacía referencia. A veces yo intervenía para destrabar el asunto, aunque muchas veces era a favor de la confusión. Era un alivio cuando todos entendíamos de qué estábamos hablando. A simple vista, Don era uno de esos tipos que si no te entienden a la primera, si no pronunciás las palabras exactamente como ellos las pronuncian, se da media vuelta y se pone a mirar para el costado. Pero él no era así, y eso era lo que tenía de llamativo. Mamá me decía que él era más bien un tipo solitario, de los que tienen pocos y muy pocos amigos, por elección. Y aun así, era amigo de mamá. Si no me hubiera aclarado que tenía novia, tenía todas las razones para creer que sus motivos no iban más allá de los de una conquista. Pero no siendo esto así, no entendía aun por qué él estaba entre nosotros. La cena estaba lista y nos sentamos a comer. Mientras tanto, Don se deleitaba en hablarnos un poco acerca de sus aciertos y desaciertos en la vida. En sus tiempos de mocedad, como una buena parte de la población nativa, se había alistado en el ejército y durante la década de los ochenta fue triste partícipe de la guerra de intervención a El Salvador, en la que el ejercito y el gobierno de Estados Unidos mataron 138
a miles de ciudadanos salvadoreños con el objetivo de detener el gobierno popular. Él sobrevolaba las zonas brindando reportes a sus comandos superiores, los que más tarde tirarían bombas sobre la población civil. Acerca de este recuerdo no parecía guardar culpa alguna, sabiendo que él no había matado a nadie, o por lo menos no estaba lo suficientemente orgulloso como para decirlo en la primera charla que nos conocíamos. Más tarde, cuando terminó la guerra, siguió volando en su territorio, y como ingeniero civil, formo parte de la reconstrucción de puentes y carreteras de su país, en la modernización de las rutas nacionales y los destrozos provocados por huracanes y terremotos. También mencionó una participación en la operación Tormenta del Desierto que no llegué a entender. Junto a la fuerza aérea también viajo a Japón, donde estuvo viviendo cerca de diez meses, tiempo en el cual tuvo la gracia de participar en una película como único extranjero presente, diciendo unas líneas y todo. De regreso en su país, contaba ya de sobremesa, se propuso iniciar un viaje en auto a través de todo Estados Unidos, porque, según decía, conocía todo su país desde el aire pero no había tenido la oportunidad de conocerlo desde el suelo, viajando por las rutas que él había ayudado a reconstruir. Para esto, se compró un auto nuevo e inició un viaje desde su ciudad natal, en el estado de Texas, en dirección a la costa de California. Pero no había conseguido llegar a Arizona que su nuevo automóvil se rompió. Intento arreglarlo varias veces en la ruta, pero no hubo caso, estaba fallado de fábrica. “Ya no fabrican los autos como antes”, fue su conclusión. Finalmente abandonó su empresa y devolvió el auto, dejando el objetivo para aguna otra oportunidad en el futuro, que finalmente no concretó. Mamá estaba sirviendo el helado de postre cuando terminaba de contar este capítulo de su vida. Como me había visto fumando, me invito a acompañarlo afuera para deleitarnos con un poco del buen tabaco de los indios. Me preguntó un poco acerca de mí, y a las pocas palabras, pude notar solo me había preguntado para encontrar un hilo para seguir conversando acerca de 139
lo que él hacía. Aunque también, sin palabras, admitía que yo no le caía nada mal. Me miraba con simpatía, y me hacía una persona digna de sus relatos, y yo lo oía con gusto. Le pregunté a que se dedicaba en el presente. En la actualidad, estaba dedicado a la construcción, como ingeniero civil. Ahora mismo, estaba a cargo de la construcción de tres puentes en el condado de Miami Dade. Acerca de esto no tenía mucho que contar. Eran tres puentes insulsos sin mucha historia. Cambiamos rápidamente de tema al ver que yo no prestaba demasiado interés al respecto. Cuando terminamos el pucho, volvimos adentro. Mamá le pidió que me contase sobre la escultura que había hecho. –No sabía que esculpías. –Yo tampoco, hasta que lo intenté –contestó–. Yo no sé nada de arte, no tengo talento. Eso es algo con lo que se nace y yo nací sin talento, como el que tiene tu mamá cuando pinta todos esos cuadros. Yo entiendo de números. Soy ingeniero. Entonces, hice unos planos sobre una madera que encontré en el parque, hice los números y empecé a tallar. Al poco tiempo, empezó a asomarse una figura, la de un caballo. A mí me gustan mucho los caballos. Yo solía apostar en los caballos, pero esa es otra historia para otro día. Así que a la vez siguiente, cuando tuve oportunidad de preguntarle sobre la escultura y los caballos, me contó acerca del problema que había tenido en el ambiente hípico. –Desde siempre me gustó apostar en los caballos. Yo era un habitué del hipódromo que está acá cruzando la calle, el Gulfstream. Incluso, durante algunos años me dediqué a la cría caballos de carrera. Era un negocio muy bueno, sabés. Compraba los potrillos a $8,000, los criaba, alimentaba y mantenía durante dos años y luego los vendía a $20,000. Pero me cansé un poco de eso. Luego comencé a apostar. Sabés, existe una información acerca de las carreras que te dice cuáles son los caballos preferidos, cuales son los que tienen mayores probabilidades de ganar, y por lo general, 140
aciertan. Ahora, para acceder a esta información, tenés que pagar para entrar a una página de internet. Tenés que comprar una clave y entonces podés ver cuáles son los caballos ganadores y en cuáles apuestas poner tu dinero. Podés comprar una de estas claves por una semana, por una temporada o por todo el año. Yo tenía una por la temporada y me había dado buenos resultados. Pero cuando expiró, ya no tuve acceso a esa información. ¿Y qué hice? Llamé a un amigo que es un genio de las computadoras, un hacker, para ser más precisos, y le pedí que me obtuviera una de esas claves para volver a saber a qué caballos apostar. Le tuve que pagar algunos miles de dólares, pero valió la pena, porque recuperé ese dinero en muy poco tiempo. Así que había vuelto al negocio de las apuestas y volví a estar entre los ganadores. Pero, ¿qué pasó? Me volví codicioso, porque apenas tuve el dinero, tendría que haberme comprado una de esas claves por todo el año. Incluso pude haberme comprado una membresía de por vida, ya que las ganacias se registraban por miles. Pero no, seguí utilizando la misma clave casi por un año, y eso se empezó a notar. Estos tipos veían un desbalance en sus cuentas. Los números no les cerraban. Así que empezaron a investigar. No pasó mucho tiempo hasta que dieron con el problema y lo siguiente que supe fue que el FBI irrumpió en mi casa con veinte tipos armados apuntándome. Sí, igual que en las películas. Secustraron mi computadora y me iniciaron un proceso judicial. Qué puedo decir… en este país, todos roban, todos hacen trampa y ellos dejan que te enriquezcas un poco, pero no demasiado. Cuando ven que pasan los $100,000 de ganancia, te empiezan a investigar. Y así fue. Se metieron a mi cuenta bancaria y lo averiguaron, de la misma manera que yo me metí en la computadora para ver la información de las apuestas. Bueno, el asunto lo plantearon así: pagar una multa de $1,500,000 o 7 años de cárcel. Claro que elegí pagar. Pero primero les pagué a mis abogados, que hablaron con sus abogados, y terminaron arreglando que tenía que pagar solo $140,000 de multa, una rebaja, y la suspensión de mi licencia hípica y una orden de 141
restricción por la que no puedo entrar a un hipódromo durante cinco años. Y bueno, en marzo del año que viene se vence el plazo, y planeo volver al negocio de los caballos para la próxima primavera. Ya tengo planeado un nuevo negocio… Pero se esta haciendo tarde y mañana me tengo que levantar temprano para trabajar. Una de estas noches, vuevo a cenar y seguimos charlando.
Así que la vez siguiente, cuando Don se asomó por la puerta del estacionamiento, nos sentamos los tres a comer como viejos conocidos, y continuó relatando su nuevo proyecto hacia el negocio equino. –Tengo la idea de iniciar una nueva compañía relacionada con los caballos de carrera. Es un invento mío, y por ahora no existe nada parecido. Resulta que para ingresar un caballo como animal de carrera, existe un título de certificación que dice cuánto pesa el caballo, cuánto mide de largo, cuánto de ancho, datos básicos que cualquiera que tiene un caballo tiene que saber. El problema es que este título de certificación cuesta $250. Sí, solo por datos que con una balanza y una cinta métrica podes averiguar en solo 5 minutos a costo 0. Pero, ¿qué es lo que estás pagando con estos $250? Primero, no es ni siquiera un derecho de admisión, porque no te exigen este título para registrar tu caballo. Y segundo, no son los gastos que ocasiona tu caballo. Es solamente porque si no pagas esos $250, la gente va a decir, “¿qué le pasa a este tipo que tiene un caballo de $50,000 y no quiere pagar $250? Es un tacaño”. Son solamente habladurías. Pero estas habladurías son las que hacen que un tipo que se avivó gane $250 de la nada. Este tipo vio el negocio y lo hizo. Y acá es donde entro yo. Para combatir esto, ideé un sistema que se basa en una medición digital del caballo. Con este sistema, planeo hacer un estudio completo de las propiedades del caballo, certificarlas y cobrar por lo menos $100. Los dueños de los caballos verán que este sistema es más completo, más científico y mejor 142
fundamentado. El sistema consiste básicamente en una foto 3D del caballo. Para esto, necesitaría un tráiler con una serie de cámaras instaladas en las esquinas y con un sofisticado programa de computadora para construir la imagen 3D y a partir de ahí, sacar todos los datos necesarios. Incluso podría saber qué distancia tiene un caballo desde el pie hasta la rodilla o el ancho de las orejas, todo tipo de cosas. Pero para empezar con esta nueva compañía, necesito dinero. Necesito inversionistas, sponsors, lo que sea. Hace dos meses trabajé 43 días seguidos, sin tomarme ningún franco, solo para cobrar el dinero de las horas extras. Dentro de poco voy a empezar a tomar créditos de los bancos para poner este proyecto a flote, con el que estoy completamente comprometido. Me sorprendí alegremente de este proyecto que nuestro nuevo amigo planteaba, y como tal, deseábamos que empezara a darle frutos lo más pronto posible. La vez siguiente que vino, llegó contando algo particular que le había pasado ese día: durante su jornada de trabajo en medio de la construcción, se cayó de un puente de 27 metros de caída libre al agua. Esa misma tarde, hacía unas horas nomás. Yo lo escuchaba y lo veía entero, de una sola pieza, y me reía de lo sucedido. –¿Y qué hiciste? –le pregunté–, ¿te mandaron a casa? –Sí, yo me mandé a mí mismo a casa, porque yo soy el supervisor. Estuve un rato sentado, cubierto con una frazada, hasta que decidí irme y llamé a tu mamá para venir a cenar. Me reí a carcajadas celebrando lo insólito de este hecho. Mamá trajo tres platos de polenta con queso, y cuando llegó bajo las narices de Don, preguntó qué era eso que le dábamos de comer. –Maíz –contestó mamá. –¿Maíz? –preguntó extrañado–. Esto nosotros lo comemos para el desayuno. –¿Polenta para el desayuno? –ahora fui yo el que preguntaba como la cosa más extraña del mundo. 143
Luego, le pregunté por los avances que había hecho en materia de su nueva compañía. Nos contó que había estado reuniéndose con diversos bancos para ver qué tipos de créditos le ofrecían. También nos habló de su idea de renunciar a su trabajo, cuando fuera el momento indicado, para dedicarse de lleno a su nueva proyecto. Lo felicitamos y le deseamos lo mejor. Ya estaba totalmente entregado a su nueva compañía.
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ÚRSULA
Finalizaba noviembre y se arrimaba de a poco el fin de año; el tiempo transcurría como si no, y los días se apilaban sin ninguna consideración sobre qué era lo que uno quería. Pasado el Día de Acción de Gracias, celebrado el cuarto jueves de noviembre, se iniciaba la temporada navideña y el frenesí consumista que traía aparejado. Luego de ese jueves, llegaba el Black Friday, el Viernes Negro, día en que todas las tiendas ponían todos sus productos al %50 para pasar sus números rojos al negro y liquidar toda la mercadería que se había acumulado y así liberar espacio para los regalos que traía Santa Claus. Ya podían verse las lucecitas rojas y blancas colgadas a lo largo de Hallandale Boulevard, desde nuestra 8th ave hasta la Playa. En este feriado de noviembre, la familia aprovecha para reunirse, viajar desde otros estados para compartir una cena tradicional. Mamá y yo estábamos invitados a comer a la casa de Úrsula junto a su hijo Danny, a quien hacía tiempo me querían presentar, y a su otro hijo y mujer, que viajaban desde Montana. A las seis de la tarde estábamos llegando a Fort Lauderdale al departamento de Úrsula. Al entrar, no reparé en quitarme los zapatos como era la costumbre, (como lo descubrí más tarde finalizando la cena). Saludamos y me quedé en el porch charlando con Danny con un cigarrillo de por medio. Danny, al igual que su madre, hablaba rápido como si se le consumiera el tiempo de mi atención. Era dos o tres años más chico que yo, casi la edad de Titi, mi hermano más chico. Hacía cinco años que vivía en EEUU, desde los catorce, o sea que había pasado su adolescencia acá. Lo noté en sus gestos y movimientos y cuando se le olvidaba una palabra en español y la reemplazaba con una en inglés. Haber pasado por la High school definía si una persona era norteamericana 145
o si era extranjero. Así es como la escuela secundaria es una de las instituciones más reaccionarias del país. Danny hacía un año que había terminado la secundaria y ya tenía su auto y ya había chocado. Soñaba con entrar el FBI. Al finalizar sus estudios, rindió el examen de ingreso a la CIA pero su promedio no alcanzó para entrar. Necesitaba sacar arriba de 9 y a penas había conseguido un 7. También fantaseaba con ser parte de un grupo Swatt y entrar por los techos a las casas de los maleantes. Le gustaban las armas. Lo supe cuando me llevó a su cuarto y comenzó a mostrarme, una a una, su colección. –Esta es el arma reglamentaria de la policía –dijo luego de abrir un cajón junto a su cama y sacarla a relucir–. Después de unos años de usarla, le borran el número de serie y las ponen en el mercado. Yo la compré en un pawn shop (tienda de empeño). Me la dio para que la cargara. Era pesada y se sentía fría. Apunté hacia delante y luego se me ocurrió poner el ojo en el cañón, pero de inmediato, él puso su mano sobre el arma y la bajó. –Nunca te apuntes a la cara. Está descargada, pero siempre puede haber una bala en la recámara. Me mostró una pistola más chica, como de bolsillo, y luego descolgó un rifle. Este no me lo pasó. Hizo una demostración de cómo se cargaba y la devolvió a su sitio. –Podríamos ir algún día a tirar unos tiritos –me dijo mientras manoseaba las balas que guardaba en una caja debajo de su cama. Nos llamaron a comer. El otro hijo de Úrsula y su mujer habían recién llegado y ya estaban listos para comer la tradicional comida de Acción de Gracias. Esta consistía en un pavo asado relleno con salsa de choclo y salsa de arándanos, acompañado de pastel de calabaza y puré de papa. Básicamente, esta cena representa el encuentro entre la civilización europea con los pueblos nativos del continente y los alimentos preparados que se comen son aquellos que se solían encontrar en estas tierras. Otro simbolismo que perdió su contenido original. 146
En determinado momento, mamá comentó que este fin de semana se haría la Feria del Libro de Miami y que a mí me gustaría ir, pero que a ella se le complicaba para llevarme. Úrsula enseguida se ofreció a acompañarme y llevarme en auto, que a ella también le interesaba. Después de todo, como mi afidevitt, ella era mi madrina. Quedamos en que me pasaría a buscar. Esa noche soñé que me hallaba en un shopping, en la planta alta, asomado a una baranda mirando el piso de abajo. Junto a mí estaba Danny. Me dice: –Mirá –apuntando con un dedo hacia abajo y me da una mira telescópica. Puedo ver un zoom del rostro de las personas que entran y salen del shopping. Son muchas. Entre las personas, veo que pasa Nacho, mi hermano mayor, caminando, y luego de atravesar por mi objetivo, escucho un disparo y asustado, me doy cuenta que la mira pertenecía al rifle que acababa de disparar. Lo que había disparado era un balín de plomo que comenzó a rebotar por el piso y las paredes mientras una manada de personas en pánico comenzó a correr en todas direcciones. –¡¿Por qué no me dijiste que estaba cargada?! –le grité.
Ese sábado a las seis de la tarde Úrsula me pasó a buscar por lo de mamá, y luego de charlar brevemente con ella, partimos hacia Miami. Tomamos la autopista y fuimos charlando. La conversación con Úrsula era sencilla, por su contagiosa naturaleza verborrágica, que de tanto hablar y tan rápido, sumado a los nervios de la emoción de salir con alguien joven, me obligaba a hablar para que se mantenga, por lo menos durante ese instante, callada. Como muchas personas acostumbraban frente a un recién llegado, me contó la historia de su llegada. Hacía diez años se había venido a EEUU. Tuvo que esperar un año a que sus hijos pudieran viajar a vivir con ella. Al poco tiempo, conoció al hombre que le 147
daría el apellido que portaba ahora, Times, junto con la residencia extensiva a sus hijos. Este hombre que accedió a casarse con ella para ayudarla, James, era un excombatiente de Viet Nam. Ella lo conoció ya en su última época, en la que ya estaba muy desmejorado por los traumas de posguerra, por su adicción a la morfina y por haberse visto despojado de sus sueños de juventud. De joven, según Úrsula, había sido un muchacho apuesto, jugador de football americano, de físico prominente. Aquel matrimonio arreglado no llegó a durar un año debido a la temprana muerte de Jimmy Times a causa de un ataque al corazón al que había castigado con drogas duras. De él solo conservaba algunas fotos de ocasión que habían sido la coartada del matrimonio falso. –Danny me dice, cuando necesito una mano –me contaba Úrsula–, que le prenda una vela a Saint James, porque el tipo era un santo. Cuando bajamos de la autopista en el downtown de Miami, exclamó: –¡Uh, cómo cambió este lugar desde la última vez que vine, hace seis meses! Miré alrededor y solo distinguí torres de treinta y tres pisos. –Acá te descuidás y te construyen un edificio así como así. Mientras buscábamos un lugar para estacionar, me comentó que estuvo leyendo un libro que le gustó. –Se llama “El amor en tiempos del colesterol”. No es un clásico de la literatura, pero me hizo reír mucho. A mí me gustan los libros divertidos. Bajamos del auto y nos cruzamos a dos señoras. Úrsula aprovechó para preguntarle sobre la Feria. Ellas también iban a la Feria y estaban presentando un libro del estilo que le gustaba a ella, sobre historias de romances en la cocina. Le dejaron una tarjeta y nos dieron un volante con información. La Feria no abría hasta dentro de una hora. La figura del día de hoy era Marcos Aguinis. Pensándolo un poco, decidimos hacer un cambio de planes y pegar la vuelta. 148
–Por lo menos dimos un paseo y charlamos, ¿no? –rescató ella. En el camino de vuelta, fuimos por al A1A, la avenida que bordea la playa, y paramos en una panadería argentina en la Pequeña Buenos Aires a la que había hecho tanta propaganda y a la que no podía dejar de pasar para llevarle unas medialunas a Danny, si no la mataba (¿con alguna de sus armas?) Solo eran medialunas, pero a esa hora vinieron bien. Seguimos viaje mientras escuchaba la historia de cómo había terminado trabajando para el Estado como inspectora de códigos. Desde el vamos, sabía que trabajar para el Estado, en su caso, para el municipio de Broward, traía aparejado más beneficios que trabajar para una empresa. Cuando tuvo la oportunidad, dejó el rent-a-car en el que había estado trabajando durante ocho años y consiguió el puesto de administrativa en una oficina del condado. Una vez adentro, comenzó a tomar cursos que organizaba la policía para trabajos extras bien remunerados, como el de inspectora de códigos, al que se dedicaba durante los fines de semana. –Después tomé coraje y me puse a hacer otros cursos más comprometidos, ¿viste?, unos que pagaban hasta 25 dólares la hora. Uno de esos era fotógrafa forense, los que van a sacar fotos a la escena del crimen antes de que limpien las evidencias. Hice el curso y fui a mi primer día de trabajo. Era un edificio de Miami, así como uno de estos, ¿viste? Me acompañaba un oficial y subíamos por el ascensor. Cuando faltaban tres pisos para llegar, se empezó a sentir un olor… ¿viste? Era insoportable… un olor a muerto que te tumbaba. No, dije, yo no puedo trabajar con esto, ¿viste? Cuando llegamos al piso, le dije al oficial que bajáramos porque me iba. Yo mejor me quedo como inspectora de códigos los fines de semana y se acabó, ¿viste? El trabajo que hago no es difícil. A veces me encargo de poner tickets en los autos mal estacionados cuando hago parking o si algún árbol de alguna casa se pasa de la línea de la vivienda, le notifico a los dueños que lo tienen que podar. El fin de semana pasado tuvimos que diseminar 149
huevos de pato para que nazcan y vivan en un parque de Fort Lauderdale, y por hacer ese tipo de cosas, gano los fines de semana 18 dólares la hora. ¿No está bueno? No es, como la gente cree, que acá hay más leyes que en Argentina, ¿viste? Es que acá hay más organismos que las hacen cumplir. Al llegar a casa me puse a charlar con mamá y me aclaró el interrogante que me asaltaba acerca del origen de Úrsula. Su nombre, su frente y sus ojos claros delataban que en su ascendencia había un elemento marcadamente teutón. Su apellido era anglosajón y su identidad nacional era argentina. Pero la cosa se complicaba cuando mamá me reveló que una de sus dos ciudadanías, además de la norteamericana, era paraguaya. Ella había nacido en Asunción, pero a los cinco años se trasladó a Argentina. El factor de tal mezcla de identidades era su padre, un nazi fugado de la Alemania derrotada, que vino a parar a Sudamérica, donde tuvo varias identidades en varios países y varias familias, una de ellas, la de Úrsula. Y a pesar de haberlo tratado poco y nada, a ella le pesaba tremendamente el karma de ser la hija de un nazi. Eso se veía en su voluntad de ser bondadosa, caritativa, servicial, justa y siempre bien predispuesta a ayudar. Pero como contrapartida, según mamá, era demasiado confiada y se dejaba estafar con facilidad.
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CASINO FLOOR
Y un día bajamos al piso del casino. Por primera vez pisábamos la alfombra negra con pintas violetas, verdes y amarillas que aún permanecía con el plástico original y conservaba un fresco olor a nuevo, el aroma del sueño americano. Tanto cajeros como floor attendants junto con los supervisores tuvimos que dejar nuestros nombres y firmas en la planilla que tenía el Security que vigilaba la entrada al piso, sentado detrás de una mesa. Las políticas de seguridad eran estrictas, sobre todo en un lugar en el que se maneja tanto dinero, y había tanta gente prestando atención a su circulación. Nadie que no tuviera licencia podía estar en el piso del casino. En caso de no poseerla, como el noventa y cinco por ciento de los empleados, nos registraban a la entrada. Al grupo de alrededor de treinta personas que éramos nos ordenaron desplazarnos todo el piso del casino. Por un lado los cajeros y a los attendants por otro. No había ninguna consigna concreta. Simplemente caminar y mirar las máquinas, ver las distintas denominaciones y sus colores e ir identificándolas con el número de serie que tenía pegado a un costado. Los empleados se dispersaron rápidamente por todo el piso y se reagruparon en círculos en torno a un supervisor que explicaba el funcionamiento de las máquinas, o junto a un slot tech (los técnicos que reparaban las slotmachines), de camisa verde, que abrían las máquinas, marcaban el crédito y se ponían a jugar. Cada grupo se juntó con los suyos y comenzaron a charlar. Muchos se habían escabullido para tener conversaciones tranquilas. Un claro ejemplo era el grupo de Marlene, Mirlande & cía., que se habían ido detrás de unas máquinas para proseguir la conversación que venían teniendo hiladamente durante todo el día. También un grupete menor de latinos prefería la dialéctica a 151
ejecutar la orden de “flotar” por el piso. Ahí le daban duro a los labios Raúl y Rómulo, dos que jamás podían quedarse sin motivo de charla. Eventualmente se les sumaba Carlos, pero este estaba más interesado en aprender su trabajo, para conocer los detalles para desempeñarse mejor en él y saber cuándo relajarse. Personas aisladas o en parejas se movían por el piso haciendo preguntas y mirando los colores de las máquinas. Pero lo mismo daba los que hablaban o los que ponían interés en las consignas y las futuras responsabilidades. Los supervisores no controlaban, no eran vigiladores, y tenían poco celo del trabajo de los empleados que poseían a su cargo. Quizá porque era lunes. Yo miré un poco las máquinas y vagué de grupo en grupo y de conversación en conversación, no participando en ninguna de estas. Luego nos dijeron que habían escondido una bomba y que había que encontrarla. Las pistas eran que estaba en el suelo, posiblemente al lado de una máquina o en un cesto de basura, que podía ser una bolsa o una caja. Teníamos que buscarla. Finalmente, no sé si alguien la encontró porque estaban todos muy dispersos y ya era hora de almorzar. Por la tarde volvimos a bajar, esta vez a conocer los lugares donde permaneceríamos encerrados durante ocho horas cuando el casino abriera: las jaulas de los cajeros. Allí dentro ejecutaríamos nuestro futuro trabajo de pagar tickets con dinero verdadero. Según el manual, sabíamos que existían cuatro jaulas. South Cage, North Cage, Satelite y High Rollers. Ahora iríamos conociéndolas todas. Satelite era la que más fácil se distinguía porque estaba ubicada en el centro del piso del casino rodeado por hileras continuas de máquinas. Al acercarnos comprobé lo diminuta que era. En un reducido cubículo podían verse cuatro ventanillas instaladas, resguardadas con vidrios con agujeritos para hablar y un hueco abajo para realizar las transacciones. Un decorado elegante con hojas y flores de metal que auspiciaba de reja. A un costado, la puerta. Dentro de la jaula podían verse los escritorios con los cajones 152
para guardar el dinero. En el espacio liberado entre los escritorios podían entrar sólo cuatro personas, las que ocuparían el puesto cuando el lugar se pusiera en funcionamiento. La South Cage era más espaciosa. Ubicada en el ala sur del casino, estaba próxima a la puerta de entrada de los empleados y justo delante del Money Room, un cuarto aislado donde se reunían y se contaba el dinero que se manejaba en todo el casino. La South Cage tenía cinco ventanillas dispuestas una al lado de la otra, espaciadamente. En la pared de atrás, de punta a punta, un escritorio dotado de una computadora y elementos de oficina. Luego de que Kathy pidiera permiso a Mike, el jefe máximo del piso, pudimos acceder al interior de la South Cage. Formamos grupos de a cinco, ocupando cada uno una ventanilla y retomamos los ejercicios de pagar tickets, sólo que ahora lo hacíamos desde adentro de una jaula de verdad. Después de hacer varias veces de customer, me tocó ir al interior de la South Cage. Su entrada se hallaba a un costado y estaba vigilada todo el tiempo por un Security que era el que tenía acceso a esa puerta. Cuando le dieron la orden, pasó su tarjeta por el lector y la luz se puso verde y produjo un ruido eléctrico. Empujó hacia adentro y se abrió. A cruzar esa puerta, entramos a un pequeño cubículo hermético. Aún no estábamos en la South Cage. Este cubículo se llamaba Man Trap, la trampa del hombre, denominada de esta manera porque ninguna puerta podía abrirse si todas las otras no estaban cerradas. Además de la que salía al piso del casino, había dos más. Una que conducía a otras puertas y más pasillos que llegaban al Money Room, y la otra, la puerta de la South Cage. Para cuando el casino abriera, los supervisores y los cashiers tendríamos acceso a esta puerta. Adentro de la jaula olía a caramelo. Todo era nuevo: las alfombras, los escritorios, las computadoras, y todo olía a nuevo y a importante. Cada ventana estaba dotada de su monitor, teclado y scanner láser, que aún permanecían apagados y sin uso, un lapicero con todo lo útil para la oficina, las calculadoras con rollos de papel, y hasta una canastita con caramelos rojos, 153
blancos y verdes como antiguas pelotas de playa, de cinnamon y pepper mint. Uno a uno fueron pasando los grupos hasta que al final quedamos Norma Jean, Stephany, Noemí y yo. Pero cuando íbamos a comenzar a pagar los tickets, vino la CSM Tonny a avisarnos que ya habían dado el recreo a los attendants y que los cajeros también podían irse. A penas nos habían instalado y nos disponíamos a salir de la jaula cuando, al girar la manija de la South Cage, la puerta no se abrió. Norma Jean, la que había hecho el intento, trató de abrirla nuevamente, pero tampoco pudo. Algo había sucedido; la puerta estaba trabada. Kathy pidió al Security que intentara abrirla desde afuera, pero su tarjeta no hacía que el interruptor se pusiera en verde. De inmediato lo notificó a su supervisor por el handy y este a su supervisor, y este a Cliff Owen que en menos de dos minutos se presentó en la South Cage con su tarjeta A.A., All Access (Acceso Total). Mientras tanto, dentro de la jaula, nos mirábamos y nos preguntábamos qué haríamos en caso de incendio cuando las puertas se trabaran y nos dejaran encerrados como ahora. Cliff Owen acercó su tarjeta a la puerta de la Man Trap y se abrió. Pero adentro, intentó lo mismo con la de la South Cage, pero nada sucedió. Norma Jean empezó a tironear de la puerta, en vano. –Cariño, no hagas eso –le dijo Cliff Owen en tono amable, disfrazando su ira. Luego de unos diez minutos, los de Security desactivaron los sistemas de seguridad y pudimos salir de la jaula los cinco. Para ese momento, los cajeros y los attendants volvían de su recreo sin enterarse de nuestro episodio de encierro en la jaula. El único que se había quedado sin irse al recreo todo el tiempo que no pudimos salir fue Ralph, quien se había solidarizado con nosotros. Kathy nos dijo que fuéramos quince minutos a descansar. Ralph se unió a nosotros y nos dijo: –Recién ahora empieza mi recreo.
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Al día siguiente volvimos a bajar al piso del casino a seguir con las prácticas. Los cashiers se ponían detrás de las ventanillas, se repartían los tickets viejos a los que hacían de customer, y uno era elegido para ser ladrón. Finalmente el ejercicio concluía cuando el ladrón asaltaba a una cajera, se llevaba el dinero de la caja y esta y las demás procedían a retirarse de sus escritorios hacia la parte de atrás de la jaula, porque ahora sus lugares de trabajo eran la escena del crimen. El ladrón casi siempre era Shuhun, quizá porque se apreciara en él un delincuente nato y lo hacía de una manera muy graciosa y creíble. Una y otra vez repetimos ese ejercicio durante mañana y tarde, hasta que todos hayásemos pasado por la jaula por lo menos tres veces. ¿Por qué esta insistencia en el tema del robo? Noel explicaba que era una cuestión de seguridad que el Estado requería como indispensable para la aprobación del test para el que nos veníamos preparando. Kathy agregó, como un comentario menor, que en sus treinta años de trabajo en casinos, había visto muchas formas de las que la gente se valía para obtener dinero del casino, pero jamás un robo a mano armada. 155
Después del segundo día, agregaron una hoja que había que completar con la descripción del aspecto del asaltante. Una lista a llenar acerca de los rasgos físicos y marcas distintivas, dibujandolas en la silueta de una persona. Promediando la mitad de semana, nos llevaron al Money Room, que se encontraba detrás de la South Cage, ahí por los pasadizos internos del casino a los que pocos tenían acceso. Después de la puerta de la Man Trap, había un pasillo con una puerta custodiada por un Security. Este era el que permitía el acceso a la siguiente puerta. Esa tarde fui uno de los últimos en pasar al Money Room y nos dieran dinero de verdad para contarlo en el puffer, la máquina de contar billetes automática. Pasaban de a dos, acompañados por un supervisor. Nos entregaron un fajo de mil en billetes de diez y otros mil en dos fajos de cinco. Lo pusimos en la máquina y nos maravillamos con el rápido proceso de contar los billetes, al tiempo que nos íbamos haciendo la cabeza de que eso no era dinero, no dinero dinero, no nuestro dinero. Cuando me tocó a mí pasé con Ralph. Había estado teniendo conversaciones pacientes de espera. Jeff estaba supervisándonos, siempre tan tranquilo, sin que lo corriera ningún reloj. Él era uno de los supervisores más viejos. Poco lo habíamos tratado hasta entonces, y todo le daba más o menos lo mismo. A penas nos miraba y a todo le decía ok con una sonrisa por sobre sus lentes. Al día siguiente, sacamos el dinero fuera del Money Room y lo pusimos en los cajones de los escritorios de las ventanillas de la South Cage, para luego devolverlo intacto. Hicimos esto hasta el mediodía. Una buena parte de los cajeros nos quedamos sin hacer este ejercicio de estar a cargo del dinero real. El primer turno fue ocupado por el turno de “las que te dije”, como decía Noemí, que por tener licencia ya estaban confirmadas para el State Test, y tenían prioridad en la práctica. Por la tarde no continuamos porque nos avisaron que teníamos una reunión con cosas que discutir.
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No recuerdo de qué se trataba la charla, pero nos fuimos a casa y cuando volvimos al día siguiente nos sorprendimos con la noticia. Fue anunciada oficialmente después del mediodía, en una reunión entre cajeros y autoridades. Pero ya desde temprano en la mañana se sabía lo sucedido a través de los rumores. Una vez reunidos, Brian, la autoridad más alta por debajo de Cliff Owen, fue el que inició. –No sé si todos estarán enterados, pero en el día de ayer, fue despedida una cajera porque se dejó olvidado en el cajón de la ventanilla de la South Cage diez mil dólares. A esta cajera se le había dado diez mil dólares para que se haga responsable por un momento y luego la devolviese al Money Room. Pero qué pasó. Esta cajera cerró su cajón con llave y como era hora del lunch, se fue a comer y se dejó el dinero en el cajón. Y qué pasó. A la noche, cuando la gente del Money Room hozo su balance, faltaban diez mil dólares. Los del Money Room llamaron a security y estos a Surveillance, y a través de los videos, pudieron detectar que el dinero estaba en un cajón de la South Cage. Y en efecto, allí estaba. Esta es la clase de errores que no debemos dejar pasar por alto. Tenemos que agradecer que el dinero estaba allí y nunca había salido más allá de la jaula de los cajeros, porque si no, muchas otras cabezas hubieran rodado junto con la de la empleada despedida. Esta empleada, de la que ahora la CSM Tonny dedicaba unas palabras, era Caroline, una negra de las del grupo segregacionista, de perfil bajo y cuerpo enorme. Se sabía que estaba embarazada y que iba a tener un hijito. Entre el grupo de los cajeros sentados frente a las autoridades se rumoreaba mucho. Algunos decían: –¿Cómo pudo ser? Otros: –Se lo merecía. Y otros: –¿De quién están hablando? Llegaba un murmullo perceptible pero inentendible. Después habló Noel por parte de los supervisores. Apuntó a un público emotivo para explicar su 157
sentimiento entre culpa y responsabilidad parcial, por el hecho de que una empleada que estaba bajo su cargo cometiera una imprudencia tan grande como para ser despedida. –De ahora en más vamos a estar más atentos para que estas cosas no pasen. Esa mujer –dijo Noel, con la garganta partida de la emoción–, iba a tener un bebé. Y ahora se quedó sin trabajo. –Sus ojos se cubrieron de un brillo, y dijo–: Thank you –y se retiró. No sé por qué motivo la gente aplaudió, como si alguien hubiera dado un discurso. Me pareció una situación inaplaudible. Luego, nos dispersamos. Me encontré a Noemí entre el tumulto. Se pasaba el filo de su dedo índice por el borde de su ojo, conmocionada. Me dijo: –Yo ya sabía que había sido una de las que te jedi la que se había mandado la cagada. Cuando escuché a ese Brian hablar pensaba: “Qué negra boluda, dejarse diez mil dólares en el cajón. Hay que ser monkey”. Pero después cuando lo escuché a Noel que hablaba emocionado, casi llorando, me conmoví y pensé: “Pobre negra, se quedó sin trabajo, iba a tener un hijito”.
El viernes de esa semana, nos anunciaron que teníamos que venir el sábado o el domingo a una jornada para aprender y practicar las normas de seguridad. Esa tarde, después de volver del trabajo, mamá me ordenó que me cambiara de ropa que ya salíamos para lo de Osvaldo. Le había dicho que íbamos a pasar después de la cena. No eran las seis de la tarde y ya se nos estaba haciendo tarde. Si no nos apurábamos, puede que cuando llegásemos ya estuvieran durmiendo o con los pijamas puestos. Así fue. Nos recibió Osvaldo en cortos, pantuflas y musculosa. Mamá entraba a la casa al tiempo que Joan salía al porch con una buena excusa para fumarse unos cigarrillos más antes de dormir. Me senté junto a ella en una de las sillas enfrentadas y nos prendimos un pucho cada uno. Los largos silencios 158
ya eran costumbres, las largas pausas entre palabra y palabra, conocidas. Le pregunté si le había llegado la noticia de que habían despedido a un empleado del slot department. “Cashier?”, preguntó. “Yes”, le dije. “She forgot ten thousand dollars in her draw and went to lunch”. (“Se olvidó diez mil dólares en el cajón y se fue a comer”). Ella suspiró hondamente. Luego puso cara de obviedad y cosa sospechada y esperada, y preguntó: “Black?” “Yes”, le dije, y largó un “ah” que me hizo comprender la dimensión ideológica que esa palabra tomaba en las distintas bocas que la pronunciaban.
Ese sábado fue la primera vez que nos dejaban probar el dulce dinero de las horas extras, ya que por ley y por contrato nos pagaban una vez y media cada hora que sobrepasara las cuarenta horas semanales, lo que para muchos, en la emoción del anuncio del viernes anterior, fue recibido con aplausos y gritos de alegría. Nos habían convocado el fin de semana porque era el único momento en que el piso del casino estaba libre de los técnicos de las slot-machines, así los cajeros y attendants podíamos recorrer las máquinas y familiarizarnos con su ubicación y su sonido constante, y sobre todo para practicar los scenarios, las posibles situaciones que llegaran a presentar complicaciones cuando el casino estuviese abierto y las máquinas llenas de clientes. Situaciones tales como borracho causando disturbios, situación robo de carteras, o encarnizada pelea marido-mujer por estar jugándose el dinero de la renta y los ahorros, o situación de aconsejar a aquel jugador que se había pasado de la cuenta con lo jugado y ya no era divertido. Aquel sábado al llegar y marcar tarjeta no pude encontrar casi ninguna cara amistosa para charlar 159
mientras todos estaban desorganizados y disfrutando de esa desorganización porque el tiempo corría sobre el overtime (horas extras). De hecho, sólo veía caras nuevas, a tal punto de pensar de que me encontraba en el lugar equivocado. Pero no, por allá podía ver a la vieja Anita y a la gorda Debby, y a tantos otros rostros sin nombre aún así como muchos de los supervisores, que estando allí no disfrutaban de overtime porque ellos eran asalariados que recibían una paga regular sin importar la cantidad de horas que trabajasen. Al poco rato me enteré que entre los cajeros y floor attendants que conocía o al menos de vista, estaban los que venían a trabajar por las noches, los night class o los night peolple, como los llamaban. Muchos de los que habían optado por venir el sábado era porque el domingo tenían que ir a la iglesia. Noemí el sábado trabajaba en su empleo de medio tiempo como contadora de su ex y Marissa había dicho que tenía un asado. En la larga espera antes de ponernos a trabajar, me acerqué a un grupo hispanoparlante. Conversaban amistosamente en ronda, como si se conocieran desde hacía años. Entre ellos pude identificar a un gringo infiltrado que repetía frases en español muy bien imitadas. Paré una oreja interesándome en la conversación. Una mujer petisa y con un acento comparable al que había oído en las grabaciones de algunos poemas de César Vallejo, hablaba de Guayasamín, de su obra, de una plaza en Perú, y dijo: –Ay, sí, pero ese Guayasamín es amigo de Fidel –lo que llevó irremediablemente al mismo tema que surgía cada vez que se mencionaba ese nombre: la cruel tiranía y la eventual muerte del dictador. Dos o tres personas metieron bocado hasta que un cubano profirió una opinión que nadie esperaba. –Sí, pero déjame decirte una cosa. Lo que la gente no entiende es que esto va más allá de un dictador solitario. Cuando se muera Fidel, ¿tú crees que va a cambiar algo? Déjame responderle: no. La gente de aquí no se dan cuenta de que por más armados que estén, no pueden sostener un régimen a punta de 160
pistola durante cuarenta y siete años. Mira el caso de Argentina, Chile. Las dictaduras por más muertos que provoquen no duran para siempre. En Cuba la gente apoya al régimen. No era nada revolucionario ni subversivo en lo que el cubano decía. No decía “Viva Cuba, Fidel y el Che”, ni “Patria o muerte, venceremos”. Pero para los presentes, el comentario había caído muy mal y el cubano no se había quedado a comprobar lo que él sabía obvio. Una vez arrojada la bomba, abandonó la ronda de conversación para darle lugar a que los demás hablen a sus espaldas sobre lo que él acababa de decir. Debo decir que yo también me había sorprendido con ese comentario, y no podía evitar leer en esas pocas palabras las ideas de Gramsci que de seguro le había proporcionado su formación en Cuba. Entonces recordé otro comentario de oídas de la misma cualidad provocativa, que me llegó en aquellos recreos de veinte minutos cuando charlaba con la comunidad latina acerca de esto y eso y no mucho, y Carlos, en ese tono indignado de portorriqueño que sabía tener, dijo: –No puedo creer lo que dice el cubano ese que viene a la noche. Dice que en Venezuela no hubo fraude. ¡Pero, coño, es más que obvio que se robaron los votos! No había duda que se trataba del mismo. Dos cubanos así no eran fáciles de hallar. Ese sábado, al constatar de que se trataba del mismo, abandoné la ronda de conversantes y salí a la entrada del casino con la excusa de fumar un cigarrillo. Ahí estaba. Cuando estuve cerca, me vio y me pidió fuego, y encendimos los cigarros. Nos apoyamos en las barandas de madera que estaban levantadas impidiendo que se pise el cemento fresco de las obras de remodelación, y largando la bocanada, se presentó: –José. Conversamos todo el recreo. Él hablaba y yo lo escuchaba. Me dijo que era médico, graduado en Cuba, con validez en Argentina y en Chile, donde había estado trabajando unos cuantos años. –Y ahora me vine a comer mierda a Miami –se reía. 161
Según él, no había tranquilidad mayor que la de que sus hijos crezcan siendo ciudadanos norteamericanos, teniendo la posibilidad de conseguir trabajos bien pagos. –Y si quieren irse a la pinga, que se vayan –agregó–. A mí no me gusta estar mucho tiempo en un solo lugar. Si te quedas, envejeces antes que lo notes. Te haces viejo, brother. Yo estuve en Cuba, en Chile, en Argentina. Puede que no dentro de mucho me largue para España a trabajar de médico allá. Sólo estoy esperando a que me validen el título y me voy. Mira, brother, este país te da todo, pero te deja vacío. Pero aquí es así, te educan para la ignorancia. Yo veo los libros que están leyendo mis hijos en la escuela, y te digo, no es ni la cuarta parte de lo que yo leía a su edad. Pero qué va. Luego de cigarro, comenzaron a llamarnos los supervisores, a arrearnos dentro del piso del casino para comenzar las prácticas. Ya todos nos habíamos registrado en la planilla del negro Security de la entrada y estábamos listos para entrar. Primero, nos reunimos en torno al responsable de la seguridad del casino, Nick, y nos habló sobre qué hacer en caso de corte de luz, incendio o catástrofe natural. Básicamente, su mensaje fue el de mantener la calma, no entrar en pánico y seguir las instrucciones de nuestros superiores, que ellos sabrían qué hacer. Lo que sí, había que memorizar rigurosamente las salidas de emergencia porque el día del State Test seguramente surgiría algún scenario en el que esa información sería puesta a prueba. Con el tema de la energía eléctrica no había de qué preocuparse, ya que el casino contaba con poderosos grupos electrógenos que permitirían que los sistemas de emergencia funcionasen correctamente. Eso dio mucha tranquilidad a todos los presentes. Sin embargo, cuando mencionaron la palabra huracán, se sintió como una briza fría recorriendo las espaldas de los presentes, ya que se estaba tocando un tema sensible que aun permanecía fresco en la memoria de 162
los habitantes del sur de la Florida. A penas hacía doce meses que había pasado el huracán Vilma por medio de la península de la Florida, (así como el Katrina lo hizo esa misma temporada por el Golfo de México entrando de lleno en Nueva Orleans), dejando miles de millones de dólares en pérdidas materiales y una sensación en los habitantes de que el sistema norteamericano no era infalible ante un ataque de la naturaleza. Y el hecho de que ahora en octubre estuviésemos atravesando nuevamente la temporada de huracanes agravaba aun más el miedo a que se repitiera la catástrofe. Muchos recordaban con claridad el azote del huracán y las consecuencias para la vida cotidiana. Para la media de la población, significó un mes sin energía eléctrica, un mes sin telecomunicaciónes, sin entretenimiento, sin poder cocinar, sin refrigeración, etc. Un fuerte murmullo recorrió por unos segundos la ronda de empleados reunidos en torno a Nick, el jefe de seguridad, breves comentarios de lo que había sido el calvario de vivir sin luz. El supervisor Charly mencionó que durante las primeras semanas después del huracán, la gente iba al casino (en ese momento solo galgódromo) para cargar las baterías de sus celulares y poder mandar señales de vida a sus parientes en otros estados. También mencionó la posibilidad de venir a refugiarse al casino en caso de un nuevo huracán, ya que su estructura estaba preparada para resistir cualquier contingencia. Una vez concluida la charla con Nick, pasamos a recorrer el piso del casino a practicar los scenarios. Luego de estar un par de horas dando vueltas por el piso del casino, comencé a sentirme mal a causa del excesivo aire acondicionado. Todos estaban practicando los scenarios como si se tratase de un juego, riendo y actuando, personalizando a los borrachos problemáticos y a las esposas desquiciadas. Yo andaba dando vueltas, perdiéndome acá y allá entre las máquinas, huyendo un poco de las personas que querían sacar conversación.
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–¿Qué te pasa, chico, te sientes mal? –me preguntó José al cruzarme–. Estás blanco como un papel. –Sí, tengo pensado irme y volver mañana. –Pero vete pa llá, tírate a descarsar por ahí. ¿Pa qué vas a venir mañana? Le hice caso y me escabullí mientras pensaba “qué hijo de puta este tipo, ya lo tenía todo pensado”. Así que subí al segundo piso y me pedí un café. Me quedé un buen rato sentado esperando a que el tiempo pasara junto al malestar. Al volver al piso del casino, noté que todos seguían en lo mismo, pero más eufóricos. Un rato más tarde apareció Miss Victoria a mandarnos a todos a nuestras casas. No había más que hacer. Demasiada algarabía.
Una tarde Marcia y Noemí se fueron a casa peleadas. A diferencia de todos los días, al término de la jornada de trabajo en la que nos retirábamos todos juntos y recién en el estacionamiento nos decíamos adiós, cada una bajó por su lado. Al principio no entendí y tomé este hecho como algo menor. Pero con el correr de los días, las dos seguían sin hablarse y el consolidado grupo argentino-brasileño ya no se reunía durante los recreos y los almuerzos. Es más, Noemí ya no salía a la pista a acompañarnos a fumar y disfrutar de un cambio de aire. Por el contrario, se quedaba en el cuarto piso charlando con Rómulo, Carlos o quien se presentase. En el patio, después de dos días de no ver bajar a Noemí, me atreví a preguntarle a Marcia qué había sucedido entre ellas. Me contestó que la otra tarde ella se había descompuesto, no se sentía bien, andaba con vómitos, yendo cada dos por tres al baño. Estábamos en una charla de una supuesta relativa importancia en el momento en que se le volvió a presentar la urgencia de ir al baño, y Noemí, frente a Noel, le preguntó si se iba a fumar. Al parecer, esto le cayó bastante mal, porque según ella, la había hecho quedar como una irresponsable que se escapaba a fumar, cuando en 164
realidad, iba a vomitar, y encima, lo dijo delante de un supervisor. Una vez concluida la charla, Marcia se lo hizo notar, cosa que le cayó como una bomba a Noemí que solo intentaba hacer un comentario gracioso. Pero sin saberlo, este comentario fue el motivo del fin de la relación entre ellas, porque a partir de entonces, no volvieron a dirigirse la palabra y comenzaron a sentarse en asientos distanciados. Esto tuvo repercusiones en mi persona, a pesar mío, que poco tenía que ver con este tipo de conflictos, porque sin quererlo ni saberlo, me hicieron elegir quedarme con una de las dos, como si además de la que ya tenía, tenía dos madres sustitutas que se estaban divorciando y se peleaban por la tenencia de su hijo. Por supuesto que yo era ajeno a esta fantasía de la familia adoptiva, pero con el correr de los días, noté que Noemí llegaba al casino callada y se iba en silencio, como si no quisiera exponerse a ningún tipo de comentario acerca del asunto. No salía a los recreos y a la salida, se perdía entre la gente sin hacer contacto. Así fue hasta el fin de la semana, el viernes, cuando la vi irse sin siquiera saludarme, y entonces noté que algo le sucedía. Sabía que ella era el tipo de personas que sufría en silencio y no quería que se note y si por casualidad intercambiaba alguna palabra con ella, me respondía apurada, un tanto nerviosa, y forzando una sonrisa que escondía pésimamente su malestar interno. Durante un buen tiempo, creí que algo le había sucedido en el ámbito de su vida privada, pero luego una tarde que nos sentamos charlar en el piso del casino, mientras los demás realizaban los scenarios, me contó que no había sido sino esa tonta pelea, ese mínimo altercado, amplificado por cierto por el eco de toda una vida acostumbrada a soportar el sufrimiento en voz baja. En lo que le concernía a Marcia, ella había olvidado ese asunto rápidamete y había pasado a lo siguiente. Sucedió que comenzamos a compartir más tiempo juntos, comenzando por los momentos durante los recreos y los almuerzos en los que compartíamos algunos cuantos cigarrillos y charlas breves antes de 165
volver a trabajar, así como los primeros momentos de cada mañana, en los que luego de preparanos un buen café y con un tubo de humo entre los dedos, salíamos a la pista con el esplendor matinal, el sol bañando el pasto, los carriles de los galgos y el gran cartel con los resultados de las carreras, momento en que nos dabamos al goce de lo efímero antes de subir a hacer las tareas que ninguno de los dos quería hacer. Una mañana, mientras le hablaba a Marcia de mi pasado, ella me miró con la ternura que la caracterizaba y me dijo: –Patricki, se ve que tú no eres un muchacho que está hecho para quedarse en un solo lugar. Yo veo en tí que vas a viajar por todas partes. Que vas a ir por allí y por allá. Yo no creo que te quedes nunca en un solo lugar. Vas a viajar por todo el mundo. Sí, yo te veo así. Le contesté que algo de eso era cierto, al menos mis ganas se condecían con sus palabras. No sé si viajaría por todo el mundo, pero lo cierto es que no me quedaría por mucho tiempo en este lugar. Era un hecho que pasaba casi todo el día con ella. Cuando yo llegaba antes por la mañana, la esperaba con el café preparado, para que nos fueramos a la pista a compartir un momento de tranquilidad a solas. Un día que se ausentó para ir al médico, la extrañé como si no pudiera hacer nada sin ella. Una mañana llegué pedaleando justo después que ella, y sin advertirla de mi presencia, me coloqué detrás en las escaleras mecánicas. Me acerqué lo más que pude y disfruté como ninguna otra cosa su perfume matinal, su frescura natural que tanto me conmovía. Cuando llegamos al piso siguiente, se dio vuelta y me vio. Nos saludamos y sonreímos. Había en ella, en su rostro de mujer de cuarenta años, una belleza de extraordinario poder. No es que fuera linda ni poseyera un cuerpo atractivo. Pero algo en ella irradiaba una hermosura indescriptible. Yo creía que estábamos viviendo un amor platónico precioso, y acaso así lo fuera. Mucho tiempo después entendí a qué se debía su belleza. No era el tiempo que compartíamos ni el goce de la mutua compañía. Recién lo supe en mi viaje siguiente, 166
cuando por casualidad me encontré a Marissa saliendo del supermercado Presidente y me contó que Marcia había tenido un bebé con Gaudinho. Y haciendo cuentas pude concluir, recordando también la escena de los vómitos y las charlas acerca de dejar de fumar, que entonces ella estaba embarazada.
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STATE TEST
Cada vez faltaba menos, ya faltaba poco, aunque todavía no se sabía certereamente cuándo iba a ser el State Test. Todos estaban conmocionados con el asunto porque la apertura del casino sería el próximo paso, si el test era aprovado positivamente. Se decía que para antes de navidad el casino debería estar abierto. Otra fecha tentativa era año nuevo. Garry (que siendo cajero se había pasado a los floor attendants porque decía que aunque ahora ganaran dos dólares menos que los cajeros, cuando el casino abriera ganara más si consideraba las propinas) tenía sus propios pronósticos. Fanático de los cálculos y de las estadísticas, Gary decía que el Estado iba a reprobar al casino al menos alguna vez, según él, para que supieran que la cosa iba en serio, pero que luego aprobaría al casino en un segundo test para demostrarles que con las grandes corporaciones no se jode. Y para antes de fin de año, el casino ya estaría abierto. Cada vez eran más los empleados a los que les llegaba la licencia de juego y para ellos, había un entrenamiento especial y focalizado, porque eran ellos los que iban a formar parte del acontecimiento más importante de nuestro trabajo antes de la apertura del casino. Ya para la última semana antes del test, mediando diciembre, y no hacíamos ninguna práctica. Había mucha charla apuntada a fortalecer moralmente a los empleados y focalizarse en aquellos que tuvieran licencia. Había mucha gente que ya la tenía y era la que iba a participar del test. Una cantidad considerable de empleados, yo incluido, disfrutaba de no poseer la licencia para no ser parte de ese día que significaba responsabilidad y presión. Y cada vez éramos menos en el grupo de los “sin licencia”, y ahora nos movíamos todos juntos, ya que 169
los licenciados tenían recreos y horas de almuerzo diferente a los nuestros. Ellos tenían que bajar al piso del casino todos los días, practicar una y otra vez los scenarios y las pruebas que iban a evaluar el día del test. Incluso ya tenían que venir con el uniforme de cajeros y attendants. Este consistía en un pantalón negro, camisa violeta con cuello mao negro, puños negros y botones dorados, y un chaleco negro con tiras de confeti amarillo, verde y violeta, los colores típicos de Mardi Gras. Nosotros nos burlábamos de ellos porque nos parecía tan raro que alguna vez íbamos a tener que usar esos uniformes que, ya con poco y nada para hacer, nos olvidábamos que nos habían contratado para eso. Y a diferencia de los sin-licencia, a ellos los hacían venir una hora más temprano y los sometían a una jornada completa de ejercicios de simulación del casino en funcionamiento. Cuando preguntábamos por qué –por pura curiosidad, no porque estuviéramos pulsando a que sucediera– no nos llegaba la licencia que nos permitiría trabajar en el piso del casino cuando este abriera, nos contestaban que el DBPR (Department of Business & Professional Regulation –Departamento de Regulación Empresarial y Profesional) estaba investigando nuestros casos, si teníamos antecedentes judiciales/ penales y si teníamos la declaración de impuestos al día. Y si todavía no nos habían dado la licencia –y a los demás sí– era porque se estaban tomando un poco más de tiempo en analizar nuestros casos. Noemí se jactaba de haber recibido la licencia antes que la mayoría de los empleados ya que tenía antecedentes de haber sido aprobada para otra licencia anterior hacía algunos años, cuando había trabajado en una joyería en Miami, trabajo para el cual le habían requerido la misma licencia de manejo de cantidades sustaciales de dinero. A varios de los que venían de trabajar en Varig, como Marissa, Carlos (no así Marcia), les habían expedido con celeridad la licencia, ya que haber trabajado en el aeropuerto era sinónimo de un record impecable. 170
Por otro lado, de pasillo, había oido a Mathew Smith confesar que había tenido que hablar con los de HR personalmente por el tema del formulario de aplicación para la licencia porque en su registro figuraba una detención policial que él no había mencionado, a pesar de que él alegaba que su registro judicial estaba intacto. Había sido una noche de borrachera como la de cualquier otro y todo había sido una confusión que se resolvió con un par de horas esposado. Por eso no había creído conveniente explicitarlo en su solicitud de licencia. Yo, por mi parte, era un caso extraño. Había llegado al país no hacían cuarenta días y hacía a penas un par de semanas que me había llegado la tarjeta verde (green card) de residencia, lo que me blanqueaba como habitante legal del suelo norteamericano. Tampoco todavía había pagado impuesto alguno. Esto me convertía en una persona irrastreable en el sistema, con lo que pasaría tiempo hasta que me aprobasen la licencia para poder bajar al piso del casino. Algunos de los “sin-licencia” se traían libros para leer, otros se dedicaban a la charla extendida o a los juegos de sudoku. Nos dejaban andar libremente por todos los pisos del casino, salir a fumar cuando quisiéramos o nos concedían almuerzos extendidos a una hora y media. Y los mejor de todo, miércoles a miércoles, seguíamos recibiendo nuestros hermosos cheques de $350. Día a día, antes de darnos la orden de partir, anunciaban las nuevas licencias que habían llegado. Quizá eran tres o cuatro por día, tres o cuatro nombres que eran leídos en voz alta mientras todos se amontonaban en silencio para ver quiénes habían sido los desafortunados. Marcia tenía un rechazo muy grande a la licencia. No había día, al momento señalado, en que no cruzaba los dedos y dijera: –La mía no, la mía no va a salir, no va a salir hasta después de la Natividad. Yo sudaba cada vez que venían con el puñado de licencias en la mano. No quería verme obligado a vestir cual monigote por el uniforme violeta propio de los slots y que ya vestía la gente con licencia. 171
Llegó el día previo y las últimas licencias se repartieron. Y afortunadamente, ni Marcia ni yo estábamos entre los mencionados. Así como muchos otros que pudieron irse tranquilos a sus casas porque al día siguiente nada especial acontecería en su rutina laboral. Por el contrario, Noemí, Marissa, Tory, Debby, Juddy, Anita, Marie, Mirlande, Marlene, Shuhun, Alina y Ticia, deberían desempeñar en sus puestos las responsabilidades de cajeros para las que fueron tanto tiempo entrenadas para ser puestas a prueba por una agitación simulada por empleados del Estado que probarían en una sola jornada cómo se desenvolvían los empleados de Mardi Gras frente a diversas situaciones: una amenaza de bomba, o algún robo, o algún cliente con ataque de nervios, o furioso y ebrio. Así fue que al día siguiente, los seleccionados se levantaron más temprano. Noemí rezó cuarenta y cinco minutos, en lugar de los habituales treinta, a Dios, a Jesús y a la Virgen. Marissa hizo otro tanto con su oración elevadora del “Nan Mio Ho Ren Gue Kio”, y cuando estuvieron todos listos y ubicados en sus puestos, se dio inicio al test tan esperado. Esa mañana arranqué pedaleando para el casino más tranquilo que de costumbre, sabiendo que ese día otros iban a sufrir lo que yo no. Llegué y saludé a Marcia que tenía mi misma sonrisa. Alrededor nuestro, una gran cantidad de empleados vistiendo de violeta y chaleco, corriendo de acá para allá, preparándose para tener que bajar en pocos minutos al piso del casino. Los que no participaban del test eran fácilmente reconocibles porque charlaban sin prisa junto a la máquina de café en la barra, o sentados leyendo el diario sin más que hacer. Entre estos estaban Ralph, Esther, Juan, Norman, Raúl, José el dominicano y también el cubano (que se las ingeniaron para desaparecer rápidamente luego de haber firmado el presente), Abigail, el negro Matt, Mathew Smith y otras personas con las que jamás había intercambiado más que un saludo. A los que no participábamos del test nos juntaron en unas mesas junto a los supervisores y managers a los 172
que tampoco les había llegado la licencia a tiempo. Por parte de los cajeros estaba Béverly, que había entrado a trabajar hacía tres días y parecía una persona agradable por la expresión que tomaba su rostro al sonreírte. Fue la última persona contratada antes de que el casino estuviera abierto. La necesitaban como supervisora de los cajeros, a raíz de la conflictividad de la dinámica del grupo de los cashiers, que había hecho que Kathy tomase la resolución de abandonar el slot-department para pasarse al Money Room, pero sólo cuando Beverly bajara al piso. Parecía tener experiencia. Cayó un día cualquiera en que hacíamos los scenarios. Ella se puso a supervisar, ver cómo lo hacía cada uno y hacía comentarios y correcciones en la forma de contar los billetes de tal o si largaba un consejo que había cosechado en su experiencia. Cuando hacía observaciones eran a lugar y lo hacía de una manera agradable, de modo tal que a los cajeros les caía bien y aprendían. Y por parte de los managers estaba Daemon, un tipo que se esforzaba por caerle bien a todo el mundo por su gracia y confianza. Tenía chiva candado, ojos de topo azules detrás de sus gruesos lentes. No había tenido el gusto de conocerlo porque pertenecía a la night class, como algunos estaban sentados en esa mesa y los veía por primera o segunda vez. Después del furor del comienzo del State Test, cuando todos ya estaban atareados cumpliendo su función en el piso del casino, Daemon nos juntó a los remanentes con la idea de sacar provecho de esta reunión entre empleados con una charla. Y qué mejor manera de empezar que presentarse y contar un poco de cada uno, sus experiencias previas en el negocio del entretenimiento y sus expectativas para con el casino. Nos dispusimos en ronda. La primera en comenzar fue Esther; con su voz avejentada y su calma senil, habló: –Hi, my name is Esther. (Hola, mi nombre es Esther). Nací en Canadá pero a los diecisiete años me casé con mi esposo y me vine a vivir a los Estados Unidos. Cuando crecieron nuestros hijos y se fueron a la universidad, con mi esposo nos compramos un motorhome y salimos a recorrer varios estados a través de sus rutas. Cuando 173
estuvimos en Las Vegas, conseguí un puesto de cajera en el casino, y mi esposo ocupó el de dealer de pocker. Así estuvimos seis meses, hasta que decidimos continuar. Ahora vivimos en Pembroke Pines, a media hora de acá. Yo soy cajera y mi marido es dealer. De hecho debe estar en el segundo piso repartiendo cartas, en este mismo momento. Parecía que nadie la había escuchado porque a nadie le importaba. A penas se oyó un silencio, Daemon dijo: “Thank you, Esther.” (“Gracias, Esther”), y siguió Ralph. “Well, my name is Ralph and I´m from New York City.” (“Bueno, mi nombre es Ralph y soy de la ciudad de Nueva York”). “New York City!”, repitió Daemon enfatizando la manera neoyorquina de hablar, que conocía, como acusaba en su name tag: DAEMON. CSM. QUEENS. NEY YORK CITY. “And you are from…” (“¿Y de qué parte sos?”) “Da Bronx”, dijo Ralph con entusiasmo. “Da Bronx”, repitió Daemon, y agregó: “It´s never ‘Bronx’, is ‘da Bronx’. (“No es ‘Bronx’, es ‘EL Bronx”). –Yeah. Ahora vivo aquí, en Hallandale. Tengo tres niños hermosos que les gusta la playa y los videojuegos. Y está mi esposa. También trabajo en una licorería en el Mall de Aventura. ¿Lo conoces? –Yeah... –dijo Daemon. –Y bien...–continuó Ralph–. No tengo experiencia previa de trabjar en un casino, pero estoy aprendiendo mucho.. “Ok, Thank you, Ralph from da Bronx. You´re next, Norman.” (“Muy bien, gracias, Ralph de EL Bronx. Seguís vos, Norman”). Norman dejó el diario que siempre estaba leyendo, muy tranquilo, lo apoyó en la mesa y se pasó una mano por la cabeza plateada y calva y dijo: –Bueno... –hizo una pausa y luego la boca detrás del negro mostacho comenzó a hablar–. Yo soy Norman. 174
Tengo 54 años y en mi vida trabajé de tantas cosas que puedo pasar toda la tarde tan solo enumerándolas. Pero puedo mencionar algunas para ustedes: fui taxista en Nueva York, profesor de física en un colegio secundario en Boston, trabajé como guardavidas en algunas playas de California... pero nunca en un casino. Bueno, ahora soy un floor attendant en un casino en la Florida, agreguen esa también. Pero he escuchado todo tipo de cosas acerca de los casinos del tiempo en que viví en Atlantic City (Nueva Jersey). Al lado de Norman estaba Raúl, pero antes que a él, le tocaba a Nora Robbinson, que estaba sentada detrás de ellos, tapada con una campera de Jean por el frío del aire acondicionado y los pies subidos a una silla. Daemon la señaló a ella, que en su estado casi gripal, hubiera preferido pasar y que siga el siguiente. Sin mucho interés contó. Dijo su profesión: attendant, y cuando Daemon le preguntó su perspectiva del futuro, ella anunció su deseo de volver a su pueblo natal cuando se jubilase, a Georgia, en medio de las vacas y las gallinas y la mierda de todos los animales. Ahí ella podía ser feliz. Pensaba al escucharla que tal vez su estado de salud era lo que la impulsaba ese arranque de sinceridad que de otra forma no hubiese compartido con los presentes. Esas palabras parecieron ser suficientes. Luego, Nora volvió a agachar su cabeza y la guardó dentro de su campera a sumergirse en la fantasía bucólica de su niñez. –Ahora sí, Raúl. –Mi nombre es Raúl Ernesto Rodríguez. Soy floor attendant, y trabajé en Miccosukee, el casino de los indios. Trabajé allí durante cinco años como cajero y ahora estoy esperando obtener la licencia de juego lo antes posible (ASAP). “Thank you”, dijo Daemon “and here we have Abigail.” (“Gracias, y aquí tenemos a Abigail”). –Yeah! –gritó Abigail efusiva–. Mi nombre es Abigail, pero todos me dicen Abby, pero en realidad no me gusta que me llamen así, me hace pensar en una abeja (bee). Bueno, soy un poco como una abeja, siempre volando alrededor, de aquí para allá. Todos 175
en este departamento me conocen. Cajeros, floor attendants, supervisores, managers, y todos saben que soy la persona más alegre. Me gusta hablar con todo el mundo, incluso si no lo conozco. No me importa. Me gusta estar todo el tiempo en movimiento. Por eso quise ser attendant. “Ok, Patrick, please.” –Bueno, mi nombre es Patricio, o Patrick, o Patricki o Pátriko, como me quiera llamar. Nací en una pequeña ciudad cerca de Buenos Aires llamada Ciudad Evita. No tengo experiencia en casinos y este es mi primer trabajo en EEUU. –¿Tu primer trabajo? Felicitaciones. –Gracias. Y puedo agregar que todo este tiempo llegué a conocer a personas muy interesantes y espero estar trabajando pronto en el piso del casino. –Todos lo esperamos. Esta última frase, que era una formalidad que todos decíamos, comenzaba a ser cierta para mí. A mi lado, estaba Marcia. –Mi nombre es Marcia. Nací en Río de Janeiro, Brasil, y trabajé en el aeropuerto en Varig, y ahora soy cajera. –Muy bien, y aquí tenemos a Juan. Juan tiene algo de experiencia en el negocio del juego, ¿no es así, Juan? –Conozco cada mesa de juego que se haya inventado, legal o ilegal, en los EEUU. Toda mi vida trabajé en las mesas de juego. Sé cómo hacerte ganar o perder tan solo repartiendo las cartas. Trabajé en las Vegas, en Nueva Jersey, en los cruceros, con los indios. Y algo que aprendí fue que en el negocio del entretenimiento nunca sabés dónde vas a terminar. –Sí –dijo Daemon asintiendo–. Y puede pasar que alguien que está por debajo de vos, la próxima vez que lo veas, sea tu jefe. Por eso, hay que tener cuidado con lo que decís. –Sí –continuó Juan–. Y en el negocio de los casinos se van a encontrar con cosas bien raras. Puedo jurarlo. Lo he visto con mis propios ojos. Vi a un tipo que había perdido todo su dinero, salir del estacionamiento y pegarse un tiro en la cabeza. 176
Dada la crudeza de este comentario, Daemon se vio forzado a interrumpir. –Bueno, sí... de hecho es cierto y posible. En el negocio de los casinos, están los jugadores comunes, los grandes apostadores y también los que tienen problemas con el juego, los jugadores compulsivos. En todos mis años de casinos, he visto a muchos perdiendo todo su sueldo apostando, o el dinero para el alquiler, o todos sus ahorros. Y puedo asegurarles que esa gente está enferma y tienen serios problemas que afectan a su familia, y en definitiva, a ellos mismos. Esta enfermedad hace que la gente robe o infrinja la ley para conseguir más dinero para poder seguir jugando. Incluso hay casos de gente que jamás había pasado un semáforo en rojo. Pero no todos los jugadores son compulsivos. La gente juega para divertirse. Debemos recordar eso. Los casinos no inventaron a los jugadores compulsivos, pero ciertamente amplifican el problema. Por eso tenemos un programa para jugadores. “Déjenme contarles acerca de esta persona que conocí cuando trabajaba en otro casino. No voy a decirles cuál –Hizo que tosía y dijo–: Hard Rock... Resulta que esta persona era un alto apostador. Era dueño de varias empresas y tenía mucho dinero. Todos los días llegaba en sandalias y shorts y un bolsito bajo el brazo repleto de billetes de cien dólares. Jugaba y se divertía. Pero un día juega y pierde. Y juega y pierde otra vez. Y otra vez y otra.. Todo el día se mantiene en esa racha hasta que decide, fuera de sus casillas, tomar su silla y estrellarla contra la maldita máquina. De inmediato Seguridad lo detuvo. Cuando vi de quien se trataba, les ordené a los de Seguridad que lo soltasen. ¿Y saben qué hice? –pasó un brazo por encima de los hombros de su amigo invisible– y le pregunté “¿qué pasó hoy, mala suerte?” ¿Y saben por qué? Porque ese tipo era el dueño de la máquina. Con todo el dinero que le había metido, ya había comprado una máquina nueva y muchas más. Así que no todos los problemas con el juego son el mismo problema. “Resulta que yo sé mucho acerca del tema porque yo mismo fui un jugador compulsivo y tuve problemas 177
con el juego. Era una época difícil de mi vida y estaba confundido. Mi esposa me había dejado. Estaba solo y bebía. Pero luego, conocí a una buena amiga que me enseñó que hay que seguir adelante. Y que la vida se hizo para disfrutar. Esta persona se llama Victoria Cannon y estoy en deuda con ella. “Y ahora es el turno de Mathew. Al pronunciar el nombre, la tensión de su relato se descomprimió y todos giramos la cabeza para ver a nuestro siguiente personaje. Mathew Smith se rió con sus bigotes y su contextura de “Yo soy la morsa”. Lo llamaban por nombre y apellido para diferenciarlo del negro Matt, que por otra parte, Raúl, quien lo llamaba “el fantasma”, me hizo notar su repentina ausencia, habiendo estado sentado a unos asientos de distancia de nosotros hasta hacía algunos minutos. –Si buscan en el diccionario la definición de jugador compulsivo –dijo Daemon–, junto a mi foto, van a encontrar también la de Mathew. ¿No es así, Matt? –Sí –dijo con entusiasmo–. Me gusta apostar. Y me gusta ganar. Los viernes voy al Hard Rock Café. Los sábados me dedico al Black Jack. Y los domingos descanso en las mesas de Pocker. Ahora estoy cerca de descubrir una manera segura de ganar al videopocker. Conozco todo tipo de trampas y acciones malintencionadas, porque yo las hice todas. Sé de un tipo que colocaba los billetes dentro de las máquinas y lo retiraba antes de que se los trague pero después de que lo haya leído. Así fue de máquina en máquina hasta que el casino descubrió que muchas máquinas tenían 300 o 500 dólares de menos. Investigaron el asunto y luego de varias semanas atraparon al tipo, pero el FBI tuvo que hacerse cargo porque este tipo era realmente difícil de atrapar. “Por otra parte, está el ‘Club del Libro’, que está integrado por un grupo de personas sentadas en un grupo de máquinas sincronizadas, apretando el botón una y otra vez hasta que salga el premio mayor en alguna de ellas. Luego, lo dividen. Y mientras aprietan el botón, no miran si ganan o pierden, sino que se ponen a leer un libro. Por eso se llama el Club del Libro. 178
“Conozco toda clase de trampas y comportamientos deshonestos, pero de ninguna manera pienso usarlos. Estos tipos conocen casi todos los secretos que existen para hacer trampa en las máquinas. –Eso es un hecho –intervino Daemon–. Aunque no vamos a revelarles estos secretos. No queremos darles malas ideas. Pero déjenme contarles otra historia antes que sea el turno de Beverly. Es algo que le pasó a un tipo que conozco, a un amigo. Es un tipo bueno y tranquilo, pero tenía problemas con el juego. También tenía muchas deudas y para pagar sus deudas, contraía más deudas. Y así andaba. Un día mientras estaba conduciendo su auto, accidentalmente entró en el estacionamiento de un casino. Y antes de que pudiera darse cuenta, se estaba jugando el dinero para pagar las cuentas mensuales y la hipoteca. Pero no podía hacer nada. Ya estaba allí, y todo lo que tenía en mente era qué le iba a decir a su mujer cuando volviera a su casa con las cuentas impagas. Pero antes de que perdiera todo su dinero, tuvo un golpe de suerte y ganó 10.000 dólares en un jackpot. Se encontraba en su cielo personal. A modo de celebración, siguió jugando. Había comenzado temprano en la tarde, y ya entrada la noche se dio cuenta que había estado perdiendo desde el jackpot. Sólo le quedaban mil dólares. Cuando volvió a su casa y se encontró con su esposa, le dijo: “A que no adivinas. ¡Gané mil dólares en el casino!” Todos se rieron con la historia de Daemon, sobre todo por el énfasis que el narrador ponía al referirse a su amigo como él mismo. –Ahora oigamos lo que Beverly tiene para decir – dijo Daemon y le dio el pie. –Hola, todo el mundo. Mi nombre es Beverly y soy supervisora de los cajeros. Y para los que no lo saben, soy lesbiana. Mi vida privada no es un secreto, aunque preferiría no hablar de estas cosas. Pero les voy a contar una historia que también conté en la entrevista para este trabajo, porque de todas formas se iban a enterar si nos les decía nada. Les cuento esto porque aprendí una valiosa lección que me gustaría compartir con ustedes. Antes de estar aquí, trabajaba 179
en el casino Seminole, con los indios. También como supervisora. En ese tiempo queríamos comprar con mi hija Linda un mueble para nuestro departamento. La dueña de la tienda era una mujer que conocía de los bares que frecuento, bares gay. Ella también es lesbiana, pero nunca habíamos cruzado palabra. Así que un día vamos a la tienda y elegimos un mueble que nos gustaba. Esa vez le dejamos una seña de 2000 dólares y acordamos que la vez siguiente llevaríamos el resto del dinero y pasaríamos a buscar el mueble. Y nos fuimos a casa, sin firmar nada, sin un recibo, un papel que diga que le habíamos dado el dinero. Primer error. Cuando volvimos a la semana siguiente, nos encontramos con que el negocio había desaparecido. Se habían llevado todo. Adentro no quedaba nada, como si nunca hubiera estado. No había ninguna indicación que aclarara que se habían mudado o algo por el estilo. Nos habíamos quedado sin el mueble y sin nuestro dinero. Fui a ver a mi abogado. Yo quería mi dinero. Estaba en llamas. Quería comérmela viva. Pero mi abogado me dijo, para eso uno les paga, que sin un papel que dijera que le había pagado, no podía hacer nada. Así que comencé a buscarla. Fui a cada bar gay preguntando por ella, pero nadie la había visto ni la conocía. Pasaron unas semanas e intenté olvidarme de este asunto. Creía haber aprendido mi lección. Pero un día como cualquier otro, trabajando en Seminole, vi a esta mujer parada inmóvil, frente a mí. No podría repetir las palabras que me dijo, porque sería blasfemia. Pero me llamó torta, estrecha... ¿y qué hice yo? En lugar de hablarle o llamar a Seguridad, que hubiera sido el modo correcto de actuar, le salté encima con las garras al cuello. En seguida vino Seguridad y nos separó. Obviamente, perdí ese trabajo, y a la mujer le dieron una orden de restricción para mantenerla alejada de los casinos. Había cometido mi segundo error. ¿y qué aprendí de esto? No te involucres con los clientes. No es aconsejable. Porque si algo sale mal, puede afectar tu trabajo. Y segundo: si conocen a un cliente, no inicien una relación sentimental, porque los conducirá al desastre. 180
Luego Daemon cerró la charla hablando acerca de lo que se puede aprender a través de la experiencia de los demás. Nos dejaron ir al break. Luego se hizo la hora del lunch y no hicimos nada hasta las dos de la tarde, cuando anunciaron que el state test había concluido, y los cashiers y attendants de violeta comenzaban a subir al cuarto piso. Todavía no se decía nada. El Estado estaba reunido con Cliff Owen discutiendo los resultados. A medida que iban llegando, se iban oyendo los testimonios de lo que había sucedido allá abajo durante seis horas. Para lo que se podía escuchar, todas las situaciones previstas se pusieron a prueba. El robo, el borracho, el ladrón de cartera, la mujer histérica. Lo único que había faltado había sido la amenaza de bomba y el incendio. El robo a la caja le había tocado a Ticia, quien en el nerviosismo del momento, cuando el encapuchado armado le pasó una bolsa para que colocase el dinero, metió el cajón entero y no lo podía hacer pasar por el agujero de la ventanilla. Otra cosa que se rumoreaba era que Surveillance estaba enojado porque durante el robo, las cajeras habían apretado treinta y seis veces el botón de pánico. A eso de las tres de la tarde, la noticia del fracaso en el State Test era oficial. Habían reunido a todo el slot-department en el cuarto piso, sentados mirando al mostrador en donde Victoria Cannon, jefa del slotdepartment y todos los managers de turno y supervisores de cashiers y attendants, para comunicar la noticia de la que ya todos estábamos al tanto. Habiendo ya comentado todos los pormenores, las fallas de cada departamento, Security y Surveillance, en particular y del resto de los departamentos del casino, incluido el slot, a quien se dirigían ahora, y señalando los errores leves y graves que se habían cometido, se anunció la llegada de Brian, que tenía unas breves palabras para los empleados del casino. No bien Brian apareció por uno de los costados del mostrador, se interrumpieron las palabras de la CSM Tonny, que no hacía otra cosa que repetir lo obvio y ya se había dicho, estirando el tiempo hasta que apareciera 181
la autoridad máxima del casino por debajo del dueño. Los managers y supervisores se corrieron a un lado, dejándolo solo ante los casi cincuenta empleados que esperaban su comunicado. “Hi”, saludó en general. “Hi, Brian”, respondió la multitud sin llegar a ser una sola voz. “How are you?”, preguntó, a lo que varias voces en el público dieron sus diversas respuestas: cansados, exhaustos, contentos, tristes por lo del test. –Bien. Yo estoy enojado. Y a decir verdad estoy muy enojado. Es más, me da vergüenza lo que ocurrió hoy allá abajo en el piso del casino. Yo estaba enojado, y mi jefe –así lo llamaba siempre– está muy enojado también. Él confió en ustedes para este test y fracasaron. No quiero entrar en los detalles de por qué fracasaron. Esa es tarea de cada supervisor y de cada manager del departamento. Pero les voy a decir una cosa. De acá al próximo test muchas cosas van a cambiar. Mucha gente que no va a estar si esta situación no cambia. Perdón, ¿necesitás una almohada? –(confusión en el público). Varias cabezas giraron hacia atrás en dirección a donde apuntaba el dedo de Brian, hasta deternerse en Marie Césaire, levemente durmiendo. Al despertar, esta también giró la cabeza hacia atrás para buscar a la persona señalada, pero era irreparable. La CSM Patty la llamó a un costado. Brian dijo–: Estás despedida –y luego volvió al asunto–. En unos momentos va a subir a hablar mi jefe. Está muy enojado, así que no lo hagan enojar más. Y no quiero ver más gente durmiendo. El que se duerma, está despedido. –Sonó su celular–. Oh, yeah… yeah… Ok. Come over. –Cortó–. ¿Ok? ¿Se entendió? Pocos segundos después apareció su jefe, el dueño del casino, el responsable de nuestros salarios, el que firmaba nuestros cheques: Cliff Owen. Bastante más bajo de lo que se lo esperaba, con un claro estilo texano, acento sureño, botas y jeans. Saludó a Brian, que lo dejó aún más petiso al lado de sus dos metros de estatura, y saludó al público en general. “How you doing?”, a lo que se oyó una respuesta unánime y firme. 182
“Good, thank you.” Su paso siguiente fue despejar el mostrador apartando rápidamente diarios, tazas de café, abrigos y bolsos. Luego puso un pie sobre la mesa y se paró sobre el mostrador. “Everybody hear me?” (“¿Todos pueden oirme?”) Un unámine: “Yes”. –Levanten las manos quienes participaron en el test hoy. Varias manos se alzaron en el aire. –Dense todos un fuerte aplauso. Cliff Owen colocó sus palmas hacia arriba otorgando el aplauso. Todos aplaudieron. Él aplaudió tres veces, y luego, al colocar las palmas hacia abajo, finalizó el aplauso. –Lo han hecho muy bien, aunque… aunque no fue suficiente. Como saben, en el día de hoy hemos fracasado. Sé que se viene entrenando duro para este día, para este test, que como los resultados lo indicaron, no fue suficiente. Ahora, hay varios motivos por los cuales no se logró pasar este test, que estaba supuesto que durase ocho horas, siendo las –miró su reloj– cuatro para las cuatro y habiendo empezado a las diez de la mañana. Hace unos momentos cuando me reuní la gente del Estado, básicamente para que me indiquen los errores y fijar una nueva fecha para el próximo test, ¿saben cuándo me dijeron que habíamos fracasado? A los cinco minutos. Cinco minutos de haber comenzado el test y ya sabían que habíamos fallado. Bueno, básicamente se trataban de problemas en el sistema de seguridad y con las salidas de emergencias. Pero no se preocupen. Muchas de esas personas que fallaron hoy ya no están trabajando con nosotros. En lo que le concierne a este departamento, hay algunas indicaciones que la gente del Estado me hizo. Pero no voy a entrar en detalles. Eso es asunto de los managers y supervisores de este departamento y corregir estos errores será la tarea de cara al próximo test, que va a ser en diez días. Tenemos poco tiempo, así es que tenemos que trabajar duro en esa dirección. 183
“Dejando al asunto de test un poco de lado, creo que el día de hoy ya se ha hablado lo suficiente y ya habrá tiempo para seguir hablando en los próximos días. Quería referirme a algo muy importante a la hora de trabajar en este casino, y esto es el trabajo en equipo. Préstenme mucha atención: sin el trabajo de equipo no es posible ningún tipo de trabajo. Ahora, quiero darles un ejemplo. ¿Alguien vio alguna vez la película “Jugando en equipo”? ¿Alguien? Vamos, sé que algunos de ustedes la han visto. –Algunas manos se alzaron tímidamente dentro del público–. Bien. Para aquellos que no la vieron, se trata de una historia de un equipo de beisball de barrio. Los que la vieron, recordarán a su personaje, el pequeño Timmy. Bien, ¿qué pasaba cuando los del equipo pensaban que el pequeño Timmy no era suficientemente bueno para salir a jugar? Perdían. ¿Por qué? Porque los otros equipos eran mejores que el suyo, porque jugaban mejor, pero por sobretodo porque no hacían un trabajo de equipo. Perdían, y sufrían, y seguían perdiendo, hasta que un día dieron cuenta que el pequeño Timmy era parte de su equipo, y una parte muy importante. Sólo así pudieron conseguir su victoria. El pequeño Timmy asestó un tremendo home run que los hizo ganar. Interesante historia, ¿no? Nos da a pensar en muchas cosas, fundamentalmente en el trabajo de equipo, en el que si no nos ayudamos los unos a los otros, si un empleado no ayuda a otro empleado, y en lugar, compite, nunca vamos a obtener la victoria. Así que alguno de ustedes no está dispuesto a sostener esta idea a la hora de trabajar, ¡que se largue de mi edificio! “Pero bueno, hay que admitir que los casinos son empresas muy recientes en lo que es el negocio del entretenimiento en el sur de la Florida, dejando de lado a los cruceros y los casinos de los indios. Hace muy poco tiempo que se promulgó esta ley de la mano del gobernador Jeff Bush que contempla la apertura de casinos. Y hasta el momento, muy pocos condados le han dado el pulgar arriba a la apertura de los casinos. Entre ellos, este condado, el condado de Broward. Pero debemos admitir que era algo inevitable, ¡por favor! En el sur de la Florida, que no haya casinos, parece 184
una contradicción. El sur de la Florida, cuyos negocios más rentables son los del entretenimiento, los hoteles, los espectáculos… en fin. Voy a contarles algo que me sucedió cuando fui al norte de la Florida, a una entrevista para una revista de renombre, acerca de este nuevo negocio de los casinos en la Florida. ¿Saben cuánto duró esa entrevista? Diez segundos. El tiempo que me tardó en entrar, saludarlo, y que me pregunte: “Señor Cliff Owen, ¿por qué está usted trayendo el diablo a nuestro estado? ¿Por qué no se va a Las Vegas donde es bienvenido?” Entonces me levanté y me fui. Yo no vengo a traer el diablo a la Florida, vengo a traer entretenimiento a las personas. “Así que prepárense, porque en diez días vamos a pasar por la situación que pasamos hoy, otra vez, pero para cuando esto ocurra, vamos a estar más preparados, más dispuestos. Vamos a aniquilar a la competencia, porque somos mejores. Brindamos mejores servicios a los clientes, tenemos el triple de máquinas que ellos. Los vamos a aplastar. Con la ayuda de Dios vamos a triunfar. Así que, ¿cuál es el mejor casino del sur de la Florida? –¡Mardi Gras! –No los oí. ¿Cuál es el mejor casino del sur de la Florida? –¡¡Mardi Gras!! –¡¡Otra vez!! –¡¡¡Mardi Gras!!! –Buenas tardes todo el mundo.
El siguiente test sería siete días a partir del fracaso del primero. El tiempo era poco y los errores por corregir muchos. Es por esto que esa semana que quedaba, se la pasaron haciendo scenarios en el piso del casino, tratando de lograr un desempeño efectivo para la siguiente oportunidad. No sólo el slot-department, sino el resto de los departmentos, Security, Surveillance, Players Club, debían mejorar la capacidad de respuesta ante las pruebas que el Estado requería para otorgar al casino la licencia de habilitamiento. 185
Antes del segundo test, con mamá fuimos a visitar a Osvaldo y como de costumbre, me quedé fumando y hablando con Joan en el porch acerca del test. Le dije que yo no había participado porque no tenía la licencia. A ella tampoco se la habían dado. Que raro, dije, si ella estaba contratada desde septiembre. Me dijo que aún la esperaba. No sabía por qué le tardaba tanto, si ella había tenido licencias para trabajar en casinos en cinco estados. La de la Florida aún estaba perdida en alguna etapa del interminable trámite de firmas y sellos. En los cruceros de acá no había necesitado licencia, ya que el Estado no tiene ninguna jurisdicción sobre el océano. Le pregunté cómo habían estado los del Players Club, su departamento. –Bien –me dijo–, muy bien. –¿Y los cajeros? –le pregunté sabiendo que sabía cosas que yo no. Me dijo: –Los cajeros, según mi jefe, no saben sumar uno más uno. –Oh –dije espantado, imaginando la expresión en el rostro de Cliff Owen, y agregué–: Qué suerte que no se refieren a mí. Por último le pregunté qué esperaban para el próximo test, y me dijo que seguro que lo aprobaban, porque el Estado estaba tratando con un negocio de mucho dinero.
Así había indicado, siete días después del primer fracaso, se llevó a cabo el segundo intento. Ya todo el mundo estaba más relajado. El fracaso había sentado bien y ahora sabían qué esperaban y a qué atenerse. No habría sorpresas. Los errores debían ser mínimos, la eficiencia óptima, el customer service sobresaliente y los resultados finales satisfactorios. En el probable caso de aprobar este segundo State Test, se nos había prometido un almuerzo para 186
celebrar el logro para el cual nos habíamos entrenado tanto, para el cual la consigna era que cada uno trajera algo para comer o beber, para disponerlo en una mesa y compartirlo con la gran familia del slot-department, cashiers, floor attendants, supervisores y managers. En la tarde del segundo test alrededor de cincuenta personas nos reunimos a escuchar las buenas noticias y los agradecimientos en las palabras llenas de calidez de Victoria Cannon y de Brian. Se comenzó a organizar lo que sería el almuerzo del día siguiente. Se escucharon propuestas, contrapropuestas y puntos débiles de estas. –Sería mejor que nos pongamos de acuerdo en quien va a traer qué cosa, porque sino mañana vamos a traer un montón de vasos y de platos de plástico en lugar de comida –dijo Demian, sin aportar demasiado al asunto. Mónica sacó una hoja y comenzó a preguntar uno por uno qué tenía pensado traer para el día siguiente, pero al poco rato, al ver que el asunto se trababa cuando los interrogados se ponían a conversar con ella en lugar de dar una respuesta directa, soltó la hoja de la lista para que circulara libremente, y esta se perdió entre los asientos. Personalmente, no tenía deseos de pensar en qué traer o en gastar plata. Así fue que, cuando llegó mi turno en la rondita de opiniones del círculo argentino-brasilero, respondí al momento en que se me ocurría, que pensaba que podía traer una cosa típica y original: mate. Para el día siguiente preparé un termito, un táper con yerba y la bombilla. A las nueve de la mañana estaba encadenando mi bicicleta a un poste que indicaba el estacionamiento para discapacitados en la puerta del casino, vi frenar una camioneta y a Ralph que estaba parado mirando la secuencia. De la camioneta se abrieron las puertas y descendió una torta de medio metro de largo que fue atajada en sus brazos. Me aproximé por un extremo y lo intercepté en las escaleras mecánicas. –¿Vos trajiste eso? –No, no sé quién lo trajo. Me pidieron ayuda y lo estoy llevando. 187
Detrás de él venía más gente que cargaba bandejas de igual tamaño, ollas eléctricas, bebidas, todo salido de esa camioneta. Al llegar al cuarto piso se colocaron varias mesas formando una sola grande y allí se depositó toda la comida y bebida que se venía trayendo. La comida aún estaba cubierta con sus respectivos envoltorios y tapas, pero se podía ver que había de todo tipo. Me hizo pensar en la última cena de un condenado a muerte. Por la mañana se dejó todo dispuesto para el mediodía y bajamos al piso del casino para hacer algunos scenarios para justificar el día de trabajo. Al tocar las doce en punto, el conjunto de empleados del slot-department subió desde el piso del casino al cuarto como una manada de lobos ansiosos de probar bocado. Se encontraron que la comida estaba preparada y lista para ser servida. Algunos se habían quedado a cargo de los preparativos para un gran almuerzo de festejo, y asegurarse de que no falten vasos, platos, cubiertos de plástico, hielo, enchufar las cacerolas eléctricas, calentar la comida, disponer a manera de catering todo lo que se había traído. Para nuestra sorpresa, estaba todo listo: estofado, platos de arroz, pollo, alguna carne no muy buena, ensaladas de todo tipo, frituras, unas tablas con fiambres, quesos, palitos, papitas, chicitos, pretzels, matzos, panes, tostadas. Platos fríos, tibios, calientes, helado. Uno pasaba y se servía a propio gusto. A un costado se encontraban las bebidas. Había Coca-cola regular y light, Pepsi, Dr. Pepper, Mountain Dew, Sprite, naranja, pomelo, frutilla, agua tónica, agua mineral, agua gasificada, café, té, té frío, jugo de frutas. Y para cuando se acabara con lo salado, de postre esperaban tortas, donas, confites, chocolates, galletitas, biscochitos. El placer más grande era el visual. Ver tanta comida me hacía llenar de agua la boca. Ahí aprendí un dicho de conocimiento común, formulado por Garry, que siempre aportaba algún dato, y decía: “The eyes are bigger than the stomach1”, lo 1 Literalmente: “Los ojos son más grandes que el estómago”, y variaciones más acertadas con respecto a esta frase: “Primero se come con los ojos”, “La comida entra por la 188
cual resumía de una manera concreta el motivo por el que, al comer, siempre me llenaba muy rápido. Después de desechar lo salado, procuré atiborrarme con dulces, pero al poco de ingerir tortas con la ayuda de un café, sentí que se me derretían los dientes de tanta azúcar. Bajamos con Marcia al segundo piso para poner fin a la ingestión con un par de cigarrillos sentados en los asientos mirando la pista vacía. Al volver, todavía se podían ver un gran número de personas no se rendían al ver tal cantidad de comida sobrante. Era un buen momento para sacar el termo y matear un rato. De mi plan estaban enterados Noemí y Juan, que como argentinos, estaban culturalmente obligado a acompañarme con los mates. Elegí el rincón apartado donde nos reuníamos los latinos y comencé a prepararlo. En seguida la particularidad del hecho atrajo a un grupo de latinos que se conglomeraron alrededor de mí para preguntarme por el asunto y observar la novedad. Estában Raúl, Rómulo y Yilén, además Mónica, Noemí y Juan. Marcia y Marissa estaban charlando apartadas sin participar de la cuestión. Abrí el táper, volqué la yerba, vertí el agua. Cuando se hidrató la yerba, metí la bombilla. –Así se lava el mate –dijo Juan, opinando por demás. –A vos se te lava. Me tomé el primero y también el segundo y luego pregunté quién estaba dispuesto a experimentar. Se lo tendí a Rómulo, que le dio una chupadita y exclamó: –¡Oh, es que esto es muy amargo! –y me lo devolvío. Me lo terminé yo y le eché un poco de azúcar para suavizar el impacto. Se lo tendí a Yilén. Lo chupó una vez sin acabarlo y me lo devolvió diciendo: –Mmm… sí que está amargo… Para mi gusto ya estaba suficientemente dulce, pero pensé que había que darles una oportunidad a estos tres cubanos, siendo la primera vez que tomaban mate. Vertí todo el contenido del sobre de azúcar. Ahora vista” o “Uno se sirve más comida de la que puede comer”, todas correctas y ciertas. 189
era el turno de Raúl. Lo chupó una vez y me lo quiso devolver. –No, todo. No paró hasta que escuchó el ruido a vacío y buscando una sensación certera en su paladar, me dio su opinión. –Yo creo… que está muy bueno. Parece como si… tuviera tabaco o algo parecido. Convídame otro, quieres. –Tenés que esperar la ronda –le dijo Noemí. Le cebé un mate a ella y se lo tomó. –Muy dulce. –Claro que está dulce, si para los cubanos estaba amargo. –Gracias –me dijo y se paró. Y por el resto de la tarde no volvió a tomar un solo mate. Le convidé uno a Juan que no paraba de hacerme comentarios y volví a empezar la ronda. Después de tomar yo, le mandé otro sobre de azúcar y se lo tendí a Rómulo. –No, gracias, chico, estuvo muy rico, pero no voy a tomar más. Se lo di a Yilén. Dio una chupadita a la bombilla y me lo devolvió. –Lo tenés que tomar todo. –Sí, pero está calentito, y me parece que me está aflojando el intestino. Voy a pasar. Me lo tuve que tomar yo. Ya estaba hecho un asco. –Pará que voy a cambiarle la yerba que este mate está arruinado –le dije a Raúl que era el único interesado en continuar la ronda. –¿Cada cuanto tienes que cambiarle la yerba? – preguntó. –Cuando ya no tiene más gusto, cuando está lavado. –Ah, mira tú. –¿Cómo te gusta más, dulce o amargo? –Vamos a probarlo amargo. Tomamos unas rondas más y lo abandonamos cuando se acabó el agua del termo. En las mesas, las glotonas seguían engullendo comida y este acto se prolongó por el resto de la jornada, con lo que no 190
quedó lugar a otra actividad durante el día. A eso de las tres de la tarde, reeditamos los mates, pero en vez del rincón latino, nos sentamos con Juan en la mesa de la comida, que con el correr de la tarde había disminuido su exuberante volumen. Puse el mate vacío sobre la mesa y Alina me preguntó: “What is that?” (“¿Qué es eso?”) –Mate Y al sacar el taper con la yerba, volvió a preguntarme, ahora con un grito de sorpresa mayor: “What is that?!” (“¡¿Qué es eso?!”) –Yerba. “What?!” (“¡¿Qué?!”) “It´s mate herb.” (“Yerba mate”). Al no entender, llamó a Abby para mostrarle. Se acercó y me preguntó: “Man! Is that weeeed?” (“¡Ey!, ¿es hieeeerba?”) “No, it´s herb.” (“No, es yerba”) “It´s marihuana?” (“¿Es marihuana?”) “No, it´s mate.” Se cagaba de risa. Llamó a Gloria. “Look at that!” (“¡Mirá eso!”) Por el simple placer, abrí el taper. “Chiko, is this legal?”, me preguntó con mirada inquisidora. (“Chico, ¿es legal tener eso?”) “Yes, you buy it in the store.” (“Sí, se compra en una tienda”) “It looks like marihuana...” (“Parece marihuana...”) Y fue a llamar a otra a grito pelado que consiguió atraer un gran número de negras. Se reían, hacían comentarios que no llegaba a entender por el 191
comentario explosivo de sus carcajadas, pero todo rondaba en torno a la similitud de la yerba mate con la mariguana. “Wanna try?”, le pregunté a Gloria. (“¿Querés probar?”) “No!” –gritó dando un paso atrás asustada, aún no convencida de la legalidad de la yerba, cuando le ofrecí el mate. Ninguna se atrevió a probarlo. Salí a dar una vuelta con el termo bajo el brazo como uruguayo, viendo que las negras no se detenían y comenzaban a ser molestas. Por todo el cuarto piso ofrecía mates y explicaciones acerca de lo que era el mate. Pocas personas me lo aceptaron, entre ellas Cathy la cajera, que concluyó que parecía tabaco y me preguntó si el mate era adictivo. –Yo tomo dos termos por la mañana antes de venirme al trabajo –dijo Juan. El único que se mantuvo en la ronda una vez pasada la curiosidad fue Raúl. –¿Dónde puedo conserguir esto? –La yerba la comprás en el supermercado Presidente, y el mate y la bombilla en alguna tienda argentina. –Bueno, es que este mate me ha gustado realmente. Al parecer era cierto lo que me decía, porque pasado unos días, e incluso pasadas unas semanas y unos meses, Raúl seguía preguntándome: –Oye, Patricio, ¿cuándo vas a traer más mate para convidar?
Después de ese gran día de celebración, se confirmó la fecha de la apertura del casino para el 26 de diciembre, el día después de navidad. Ya no había nada más que hacer sino esperar. Quedaban tres días antes de navidad, y todos los negocios que venían vendiendo todo tipo de producto con motivo navideño desde hacía un mes, ya estaban casi vacíos. En esos tres días, llegaron unas últimas licencias para algunas personas que no conocía ni de nombre. Comenzaba a pensar 192
que esto de que la licencia no llegara, tranquilamente podría demorarse un poco más y retardar mi bajada al piso del casino. Marcia opinaba igual. Sin decirlo, decía “que no me llegue nunca”. En esos restantes días, los cajeros y attendants licenciados fueron enterados de la necesidad de trabajar algunas horas extras en el primer momento en que el casino abriera, pero en general, todos estaban de acuerdo, ya que eso significaría más dinero fácil. En la víspera de navidad nos reunieron, antes de mandarnos a casa, para darnos unas últimas palabras. Brian fue el que tuvo la palabra, y a diferencia del carácter amargado que siempre portaba, estaba de buen humor, y hasta hacía algún que otro comentario cuasi-cómico. Agradeció a todos los empleados que habían participado de los dos tests y comentó que ahora su jefe estaba contento y que entonces él también estaba contento. Que había habido momentos de tensión pero que habían pasado y finalmente el esfuerzo había dado sus frutos, que disfrutásemos una navidad en familia con los seres queridos, y que no bebiésemos demasiado, porque al día siguiente, el 26, el Casino Mardi Gras abriría sus puertas al público.
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ESTEBAN
Un día de mediados de diciembre en que descansaba en mi día franco, mamá me comentó que había llegado esa misma mañana de Buenos Aires Esteban, y ya se había instalado temporariamente en lo de Osvaldo. Ya sabía desde hacía unas semanas de su llegada. También sabía que después de estar unos días en lo de Osvaldo, él tenía pensado buscarse un lugar propio. Mamá me había sugerido que me asociara con él y tal vez podríamos alquilar algo juntos, y así sería más barato para los dos. Era una buena idea, considerando que hacía un mes y medio que yo estaba viviendo con mamá, y a pesar del buen estado de nuestra relación (sobre todo por los años que vivimos separados), la convivencia a veces se ponía tensa, sobre todo por la cuestión del olor a cigarrillo que a veces dejaba entrar accidentalmente por la puerta del porch, o mi necesidad de hacer ruido –léase música– a cualquier hora, más que nada a la noche, desentendiéndome de que el condominio estaba ocupado por vecinos de más de 65 años muy suceptibles al ruido. Era un hecho que todo el dinero que venía ganando semana a semana, lo venía acumulando a falta de la necesidad de pagar un alquiler que tranquilamente podía costear (Noemí siempre me lo remarcaba). Esa misma tarde llamé al celular de Ósvaldo (utilizar el teléfono de línea era inútil, jamás contestaba), sabiendo que estarían juntos y pedí con Esteban. –Ahí te paso, flaquito. Después de un silencio, apareció la voz de Esteban, que nunca había oído antes. Al intercambiar las primeras palabras noté que sus cuerdas vocales eran débiles, hablaba bien bajito, y si elevaba la voz, le salía con un timbre laringoso y sin oxígeno. Parecía que con cada palabra que pronunciaba gastaba todo el aire de 195
sus pulmones y se le iba un poquito de vida. Quedamos en que en quince minutos bajaba las escaleras, cruzaba el patio y aparecía en el porch de mamá para hablar. ¿Quién era Esteban? Esteban era el otro hijo de Cacho y Perla, hermano mayor de Marita, primo de Andrea y de Angélica (primos segundos más exactamente, aunque más autentico primo que cuando yo llamaba a Andrea prima segunda). Por lo que sabía, cuando Marita y Esteban eran chicos, se trasladaron con sus padres a Estados Unidos, donde se convirtieron en ciudadanos y asistieron a la high school. En algún momento de su adolescencia convivieron con Angélica y Andrea, a pesar de que se llevaban diez años de diferencia con Esteban. Esperé sentado fumando en el porch. Llovía magramente. Lo vi bajar a la carrera la escalerita y cortar camino pisando el pasto. Era una silueta alta y delgada, como si estuviera proyectada solo en dos dimensiones. Lo saludé y lo hice pasar. Nos sentamos en el porch. Él tenía en una bolsa un paquete que había traido para mí, que Nacho le había hecho llegar momentos antes de que partiera para Ezeiza. Eran una serie de discos que le había pedido que me grabara, música indispensable que me estaba faltando. Por curiosidad, para iniciar la charla, Esteban me preguntó qué eran esos discos que me había traído. –Rock & Roll viejo, de acá. –Pregunto por nombres–: Jefferson Airplane, Janis Joplin, Country Joe, Incredible String Band, Canned Heat, algo de Led Zeppelin. –Ah, buena música –dijo sorprendido alegremente. Le hice algunas preguntas para que me vaya hablando de las formalidades, de partida, del vuelo, y así entrar en las perspectivas del viaje, sus intensiones de quedarse, de conseguir un trabajo y buscar un lugar para vivir unos meses. Mientras me hablaba, yo lo miraba, escrutándolo. De cerca podía apreciar lo preocupantemente flaco que era. Tenía unos pantalones cortos que enseñaban sus piernitas, dos escarbadientes algo peludos. Huesos promientes, las rodillas y los huesos de la mano 196
podían apreciarse a simple vista mejor que en una clase de anatomía. Su cara era flaca y larga como él, sus pómulos pequeños sobresalían de sus mejillas chupadas. Esteban tenía treinta y ocho años y la edad se le notaba en cada facción de su rostro. Tenía poco pelo y entradas, aunque todavía le quedaba bastante, sin demasiadas canas. Su rostro no dejaba de producir involuntariamente esa cara de espasmo que se sumaba a su dicción sin aliento. Me contó que se iba a instalar en lo de Osvaldo, que ahí estaba todo bien, porque Osvaldo era un fenómeno y él lo re quería, pero que no pensaba quedarse con él y su mujer americana por mucho tiempo. Esta no era la primera vez que Osvaldo le abría las puertas de su casa. Ya Esteban había vivido hacía muchos años en su casa en Nueva Jersey, con un amigo, durante seis meses, y Osvaldo no le había dicho una sola palabra. Me comentó que Perla, su mamá, le había hablado sobre lo que mi mamá le había estado comentando acerca de la posibilidad de que él y yo alquilásemos algo junto durante algunos meses. En ese caso, estando los dos, en una primera instancia, de acuerdo con esa idea, solo restaba que nos organizásemos un día de estos para salir a recorrer en auto algunos barrios y ver algún buen lugar con el cartel de “FOR RENT” (SE ALQUILA). Sacó un cigarrillo Marlboro de diez. Ver el paquetito me hizo acordar que, desde que me había ido, no los había visto. Acá no existían los paquetes de diez. Esteban echó un vistazo alrededor y vio el globo con forma de corazón que decía “Happy Birthday” que mamá había puesto hacía unos días para mí. Preguntó: –¿Quién cumplió años? ¿Vos? –Sí. –¿Cuándo? –El trece. –La mala suerte. ¿Cuántos? –Veintidós. –El loco. Me preguntó si tocaba la guitarra, porque Perla le había contado algo. Le dije que sí, que tenía la criolla 197
que me habían regalado y el teclado hammond. Le pregunté si él tocaba, porque Perla algo me había contado. Pero en lugar de decir sí o no, comenzó a enumerarme sus guitarras. –Tengo una Gibson les Paul y una Fender Stratto, ah, y una Fender acústica, muy linda. Volví a prengutarle si a estas tres buenas guitarras las tocaba. –Ahora ya no estoy tocando. Hace un tiempo que dejé de tocar. Diez años. Desde los veintiocho que dejé. Porque sí. Un día no toqué más y no volví a tocar más. Tengo las violas ahí, enfundadas. Ahora están en lo de mi hermana, en el departamento de José María Moreno, en Caballito. Cada tanto las agarro, pero no es lo mismo. Pero si querés, algún día nos podemos poner a zapar. Me pareció una gran idea. Luego salió el tema de hacer algo a la noche. Otra gran idea. Salir a un bar a escuchar un poco de rock y tomar unas birras. Había que conseguir un auto. Yo le podía pedir la camioneta a mamá, total Esteban tenía licencia para conducir. Me contó que cuando él vivía en Miami tiempo atrás, frecuentaba algunos bares de rock por South Beach. En ese tiempo por esos lugares se podían ver cosas interesantes. Un ejemplo que citó fue el de un desconocido Marilyn Manson con su banda en sus buenos tiempos de Portrait of an American Family (Retrato de una familia norteamericana). Pero de esto hacía quince años, y las sucesivas oleadas latinas habían desplazado el lugar que ocupaba el rock en Miami, marginándolo hasta el borde de su extinción, bajo el imperio de la salsa y el merengue. South Beach no era una buena idea. Yo conocía un barcito de rock en Hollywood, chiquito, pero nada mal. Quedamos a las nueve para arrancar para ese lugar. Por la noche, Esteban tocó timbre y salimos con la Nissan que mamá nunca usaba. El bar no estaba muy lejos de allí, en Hollywood, la ciudad siguiente a Hallandale. Le indiqué cómo llegar mientras íbamos escuchando la radio y hablando de la mala música que pasaban. Estacionamos en la calle de atrás y nos 198
pusimos a buscar monedas para meterle al parquímetro. Caminamos unas dos cuadras hasta Hollywood Blv., un bulevard adornado con plantas y luces que le daban su toque de irrealidad y su decoración que anticipaba la navidad, donde se asentaban una gran cantidad de bares, cafes, heladerías y restaurantes de comidas típicas de una gran cantidad de países latinoamericanos y europeos, para todo tipo de gusto, origen y estilos musicales, como jazz, blues, salsa, reggae, ópera, rock (al que nos dirigíamos), reggeton, árabe, así como músicos callejeros, guitarristas, saxofonistas, breakdancers, grupos musicalizando la vereda. Nos quedamos mirando un poco de todo y después nos metimos al lugar al que veníamos, con un cartel en la puerta con su nombre, Octopus. El bar era largo y angosto, y seguía hasta el fondo, donde se encontraba el escenario con equipos e instrumentos listos para ser tocados, y en el centro del escenario, un caño para bailar. Nos sentamos en la barra. Un tipo con anteojos que se esforzaba por agradarnos nos ofreció cerveza y nos trajo dos chop de Budweiser. Los dos amagamos a pagar, pero Esteban me detuvo con un gesto con la mano y pago él. Le devolvió un monton de billetes de uno y, en lugar de guardarlos en la billetera, los dejó sobre la mesa, y me dijo, –Para la próxima cerveza Al ver mi cara extrañada, se rió porque yo pensaba que alguien quizá se los quisiera robar. –¿Quién va a querer robarse un monton de singles arrugados? En el escenario se acomodó un tipo de unos cuarenta años con un peinado a lo Brian May en su época de decadencia, y unos pantalones ajustados de cuero. Enchufó la guitarra y se puso a tocar y a cantar encima de pistas pregrabadas. Levantamos la cabeza del vaso para mirarlo. Empezó con Something, de George Harrison, intentando hacerlo lo más parecido posible al original. No estaba mal, dijimos al primer tema, pero luego su repertorio empezó a decaer, y a mezclar clásicos de rock americano con temas menos afortunados, momento en que invitó a una veterana 199
rubia que se conservaba en forma a pesar de la edad, a cantar unos temas con él. Hicieron un tema de Bruce Springsteen y otro que era la banda de sonido de una serie de televisión. Esteban se dedicaba a hacer comentarios graciosos acerca de los músicos en el escenario como “hay que decirle al tipo que si se sigue poniendo spray en el pelo se le va a caer”, o “lo menos que espero de la rubia es que se ponga a bailar en el caño”. Tomé esa cerveza como si fuera agua y noté que Esteban la había dejado por la mitad. –Es un asco, no la puedo terminar, parece pis. Y pidió otra ronda, pero esta vez no Bud light, algo mejor, Sam Adams. “That would be great“. (“Muy bien”), dijo el tipo con anteojos detrás de la barra y nos sirvió. Ya sin interés por lo que sucedía en el escenario, nos pusimos a charlar. Me preguntó las circunstancias por las que había venido a probar suerte a Estados Unidos. Le dije que había venido a visitar a mi vieja, y de paso me quedaba un tiempito. Ya tenía trabajo y para unos meses más tenía. Le devolví la pregunta y se dispuso a contestar como si me hubiera preguntado solo para que le preguntara después a él. Había venido a Estados Unidos para ver si se podía instalar acá, aprovechar la temporada alta para conseguir un trabajo, y para cuando terminase, tener ahorrados unos billetes para poder pagarse unos cursos para obtener un específico e inusual trabajo que se llamaba “ultrasonido”. Al oír esa palabra, imaginé que se trataba de un sofisticado sistema para escuchar música, pero no tenía nada que ver con eso, sino con ondas de muy alta frecuencia que servían para testear la calidad de gasoductos subacuáticos. Esa era su idea, poder trabajar con el ultrasonido. La razón de su elección eran los hábitos del trabajo y la generosa paga. En principio, la totalidad del trabajo se hacía en barcos. Se trabajaba dos meses en altamar sin franco y luego un mes de descanso. La paga era en euros con algunos cuantos ceros. Cuando le pregunté de dónde había surgido el 200
deseo de trabajar en eso, me comentó que un amigo suyo ya estaba en eso hacía unos cuantos meses, y los mails que le mandaba contándole su experiencia lo entusiasmaban cada vez más. –¿Y en Buenos Aires? Dijo que su idea era no volver, y si se daba el caso de que volvía, sería porque todo le había ido mal y entonces lo haría como un fracasado. Allá en Buenos Aires tenía un caserón en San Isidro que lo había comprado casi en ruinas y lo había demolido para levantar el hogar donde había vivido con su mujer. Pero se habían separado hacía unos cuatro meses y ella se había quedado con la casa. Antes de venir acá, había estado viviendo en el departamento de José María Moreno de su hermana. Se habían distanciado un tiempo, una pausa que, según decía, los ayudaría a encontrarse a sí mismos para después preguntarse si querían seguir juntos. Ya hacía trece años que estaba con ella. Era un pedazo de tiempo, pero bueno, esperaba que todo fuera para mejor. Yo escuchaba ese relato mezclado con queja y empezaba a caer en cuenta que si yo me iba a vivir con esta persona, sería mejor conocerla al menos un poco. –Tuvo sus cosas buenas –siguió contando con otra vuelta de birra. Esta vez saqué un billete de diez, pagué y dejé el vuelto sobre la mesa–. Era una ventaja que ella sea azafata, porque tiene descuentos en pasajes, y esos trece años que estuvimos juntos la pasamos viajando por todos lados, Brasil, México, Venezuela, España, Francia, Europa en general, el norte de África, Marruecos, el Líbano, Egipto. Mientras iba mencionando nombres de países, sentía como mi cerebro se iba inflamando con una llama viva que se desataba al pensar en la palabra viaje, tantos lugares que se revelaban absolutamente novedosos y sorprendentes a los ojos acostumbrados a un solo paisaje. –Viajar te cambia la cabeza, más que cualquier droga. Yo podía comprobar esto con el viaje que había hecho hasta acá. Recordé que en ese momento que 201
Lara estaba viajando, perdida por Praga, Varsovia, escribiéndome que viajar era una droga, porque a penas uno llegaba a una ciudad, enseguida quería ir hacia la próxima, para ver que había más allá donde siempre es más lejos. Pedimos otra ronda de cerveza y el de anteojos tomó algunos billetes del montículo y dejó unos pocos. Esteban aprovecho el hilo de la conversación para preguntar cuál era mi situación actual con las drogas. –Actual –le dije– ninguna. Estoy alejado de ellas porque ellas se alejaron de mí. En general, me siento atraído a todas menos a la cocaína. Se rió y empezó a contar de un viaje que hizo a Mar del Plata antes de venir, con unos amigos, al departamento que tiene Cacho en La Feliz, al cual se había llevado una gran piedra de marihuana para fumar indiscriminadamente en esa escapada que había hecho antes de dejar el país. Le conté que yo había estado en una situación similar, y que había planeado a hacer un viaje a Claromecó que finalmente no surgió. Le pregunté por las chances de que consigamos algo para nosotros. Al formular la pregunta, no sé si mi imaginación hizo todo el trabajo o solo contribuyó, pero me pareció percibir a la lejanía el humo dulce del cáñamo el llamas. Miré alrededor. Todos fumaban cigarrillos. No podía ser nadie de alrededor. Miré el escenario, vacío. Los músicos se habían ido al camarín. –Tenés que preguntar –me dijo–. Vos que trabajás, tenés que preguntarle a alguien, total, qué te pueden decir. Si te dicen que no, ¿what’s the fucking deal con fumar marihuana? Acá cualquiera fuma. No es como en Argentina que tenés que ir a la villa a pegar faso. Yo las veces que compré acá era en casa de familia. Una vez voy a lo de este tipo a donde compraba. Lo llamo y dice que puedo pasar. Le toco timbre y entro a su casa. Adentro estaba comiendo con su familia, la esposa, las hijas, vamos al garaje, me da un pedazo y me voy. Y chau. Así que puede ser cualquier persona. Ademas acá no te venden en piedra como el faso villero. Acá te dan la rama entera, y no sabés lo que es. ¿En el Sunshine State (el estado del sol)? ¿En la Florida, donde hay sol 202
todo el año? Acá están las plantaciones más grandes de todo el país. Son hectáreas y hectáreas sembradas con plantas de tres o cuatro metros. Buena parte de lo que se planta acá va a parar para los lados de Nueva York, que allá no crece nada porque es un bloque de hielo. No tendrán faso, pero la movida cultural que tienen ahí, no la ves en ningún otro lado. Me cansé de esta cerveza. ¿Pedimos una negra? O Mejor, pidamos mitad y mitad. Le pedí al de anteojitos una de esas de manera tal de que entendiera. Le tendí otro billete del bolsillo y preparó los brebajes. Cuando le pegué el primer trago, el más delicioso, me di cuenta que ya había bebido suficiente. No era un problema con el alcohol. Si bien estaba borracho y afectado por al abstinencia que venía ejerciendo, sentía que ya no entraba más líquido en mi cuerpo, a pesar de que a cada medio vaso y varios puchos me levantaba y caminaba en dirección a los baños. Un grupo de tres músicos ocupó el escenario y nos preparamos para escuchar una banda compuesta enteramente por personas con instrumentos enchufados. Nos pusimos a escuchar. Lo que hacían no estaba mal, pero al segundo tema nos resultó aburrida y después de encender un pucho, reanudamos la conversación. –De todas formas, –continuó Esteban después de la pausa musical– si no consigo trabajo acá en Florida, si veo que pasan los días y no pasa nada, y pasa un mes y sigo en lo de Osvaldo, tengo un tío en California; en realidad, es un primo de Perla, de mi mamá, que se llevan unos años de diferencia. El tipo tiene más o menos mi edad, cuarenta, y es músico, baterista de la banda… –Le pedi que volviera a repetir el nombre de la banda porque justo había arrancado un tema con toda la furia y había tapado su delgada voz. –Orgy, como orgía. –¿Orgy? Los que hace unos años hicieron el cover de Joy Division Blue Monday? –le pregunté para saber si se trataba de esa banda de metal sin demasiado brillo pero que por lo menos salía o había salido por MTV. 203
–Sí, esos. Mi tío toca la batería en esa banda. Es el más viejo de todos. El productor de la banda es Tommy Lee, el de Motley Crue. De hecho, Tommy Lee está todo el día en la casa de mi tío, donde tienen la casa y el estudio. Entonces, si veo que acá no pasa nada, levanto el teléfono y le digo “tíooo…”, y me voy para allá. Además mi vieja en un tiempo lo ayudó. Es momento en que me de una mano a mí. –Bueno –dije con las ansias por las nubes–. Si te vas para allá, antes avísame que puedo estar interesado en trasladarme a la costa oeste. Estaba exaltado. Si salía esta posibilidad de trasladarme y dejar este lugar, la aceptaría. Mejor seguir rumbo a donde la marea de la imaginación me condujera, sin poner ninguna resistencia. Las puertas se estaban abriendo, eso era algo bueno. Estaba maravillado. Escuchaba historias de viajes, de nuevas cuidades, de otras lenguas y quería conocerlas todas juntas. Quiza tuviera una posibilidad de dar vuelta el tablero y colocarme mirando el otro lado del océano, más cerca de México que de Cuba. Allí iría con mi guitarrita, a ver la playa y las montañas, a probar suerte. Oportunidad, oportunidad… ¿no se trataba de esto el sueño americano? Por un segundo me desestabilicé y al siguiente pude sentir cómo la boca se me llenaba de la saliva que anunciaba una pronta devolución de todo lo ingerido. Intenté decirle a Esteban que iba al baño, pero no pude. No se me movían los músculos de la cara. Me paré tambaleante y paso a paso me dirigí al baño en una pose similar al del apuñalado. En el pasillo antes de las puertas del baño me crucé con la rubia veterana que había subido al escenario. Pasó y miró sonriendo. Alcé la vista para mirarla y al parecer se asustó del gesto en mi cara. Empujé la puerta. El luminoso baño por suerte estaba vacío y en extremo limpio. Llegué justo a tiempo para purgar de mí tanta substancia que me había estado metiendo. Vomité catárticamente, cuatro o cinco veces, y luego me sentí mucho mejor. Me limpié los largos y consistentes hilos de baba y emprolijé mi apariencia frente al espejo. Ahora estaba listo para mirar de frente a una mujer cuando pasara. 204
Pero al salir del baño, me di cuenta que no había mujeres en ese bar, con excepción de las madres y novias de los músicos, que aguardaban apartadas a un costado del escenario. En la barra, esperaba mi asiento junto a Esteban. Me senté y me prendí un pucho. Todavía me quedaba medio vaso de cerveza media negra media rubia. –¿Terminamos la birra y nos vamos? –dijo Esteban–. Dentro de poco se nos termina el tiempo del parquímetro. Al menos que quieras ir a echarle más monedas. –Por mí está bien –dije con cierta dificultad. Tomé unos tragos más que me costaron pero me sacaron el gusto ácido de la boca por uno más amargo. Recogimos los billetes de la mesa, guardamos los puchos y enfilamos hacia la puerta. Caminé esa cuadra y media hasta donde habíamos dejado la camioneta dando pasos dudosos, alegrándome de que no tenía que manejar. Mis reflejos me habían abandonado. Comenzaba a sentir el cansancio del alcohol liberado en mi sangre. Antes de subir a la camioneta, le pregunté cómo estaba para manejar. Me dijo que bien, que en pedo manejaba mejor que sobrio. Fuimos haciendo un trayecto que nos evitara encontrarnos con algún patrullero. Salimos por Hollywood Blv. en dirección contraria a la que teníamos que ir, pero en la rotonda que teníamos que retomar, seguimos de largo porque a la vuelta nos esperaba un patrullero. Hicimos diez cuadras alejándonos más hasta toparnos con la autopista, a la que subimos. En el trayecto fuimos contando anécdotas sobre policías y conductores ebrios. –Igual, acá es muy difícil que te lleve la policía porque estar borracho. El yuta que te para prefiere que te vayas a tu casa a dormir a llevarte a la comisaría y comerse ese quilombo. Aunque cuando te deja ir, se está arriesgando que en lugar de volver a tu casa, vayas al siguiente bar y la empeores. Una vez volvía con tres amigos de estar escaviando duro toda la noche. Y en una distracción, nos salimos de la calle y se la pusimos 205
a un cartel. Justo había un patrullero a una cuadra que vio toda la secuencia del choque. El que iba manejando pasó para atrás, porque estaba impresentable, y yo me puse al volante, porque zafaba un poco más. El rati nos miró y nos preguntó qué creía que estábamos haciendo. Mi amigo dijo que queríamos ir a sacar plata al cajero del banco, que estaba a veinte metros. ¿Qué banco? Por acá no hay ningún banco, dijo el policía muy tranquilo. Mi amigo le empezó a discutir que ahí había un banco, que podía verlo, ahí, aunque la verdad es que no había nada. Entonces el policía le dijo que se bajara y que fuera a sacar plata del cajero y volviera. Él se bajó y volvió al ratito, obviamente, sin plata. Mientras, el rati nos hizo prometer que lleváramos al flaco a dormir, que así no podía estar, y nos dejó ir. Así que, tranqui. Mientras no te la mandes, todo bien. –Llegamos y me bajé de la camioneta. Le indiqué a Esteban que la dejara en el estacionamiento del Bank of America, de donde la había sacado–. Dale, yo me voy a ir a comer algo a Denny´s, que siempre está abierto. Viste, yo soy muy skinny y no puedo skip muchas meals porque sino desaparezco.
Al día siguiente, domingo, me desperté con una resaca terrible. Con la poca cabeza que me quedaba pensaba que no era una resaca simplemente atribuida a una noche de alcohol, sino una resaca de ideas, de sueño. Aun tirado en la cama, podía decir que la había pasado bien, que había sido divertida y fructífera, y aunque se habían dicho muchas cosas, no eran sino palabras. Ahora que me vuelvo a acordar y mirar todo aquello desde otra perspectiva, puedo creer que si, en lugar de estar anotando lo que pasó, lo que se dijo y lo que sentí en este compendio anecdotario de un viaje de ida y vuelta de Buenos Aires-Miami, en su lugar, me pondría a ficcionar (que fue lo que dije que no debía hacer cuando comencé las primeras líneas de todo esto, o sea, hacer una novela), ahora sí lo sería, la narración tomaría ciertamente un rumbo más emocionante, como ese mencionado viaje a California 206
y un acercamiento al ambiente musical de rock stars y piletas con modelos… y si allí no funcionara, iría a San Francisco o la Nueva York… Imaginar es algo realmente entretenido, es el consuelo de los que no tienen dinero para viajar. Y aunque imaginar sea gratis, realmente no se conocen los límites de su uso. A mí no me costaba nada apuntar el pensamiento en aquella dirección y adivinar los posibles pasajes e historias que podrían poblar sitios como aquellos. Pero por el momento yo estaba varado en Hallandale, Florida, viviendo con mi mamá hacía un mes y medio, sabiendo que no iba a prolongar esta situación por mucho más tiempo. La idea de mudarme con Esteban se iba reafirmando mientras caía silenciosa la noche de domingo, que me hacía ver las cosas se otra manera, mucho más calmo, con un poco menos de dolor de cabeza. La noche anterior había estado bien. Pero sabía que todo aquello que me había dicho Esteban estaba impregnado de una soberbia importada desde los aires nuestros y había que tomarlo todo con pinzas. ¿Qué había sido todo aquello del sueño americano? Una idea que me había llevado al mareo y al vómito. Había sido una noche que había quedado atrás, en la noche americana del sueño americano. En la semana hablé con Esteban y me comentó que ya estaba buscando casa. Se había comprado un clasificados y había marcado con círculos rojos los posibles, y quedé en ponerme en campaña de búsqueda. Mamá también se había sumado a la búsqueda. Ella conocía Hallandale mejor que nosotros y sabía de algunos barrios en los que podía haber cuartos para alquilar. Después del trabajo, se desviaba del camino a casa e incursionaba en barrios que se alejaban de las avenidas principales, en calles en los que cada tanto podía leerse un cartel de FOR RENT. Pero al deternernos y preguntar, nos encontrábamos con una renta y un depósito impagables, incluso si lo dividíamos por dos. Seguimos recorriendo otros barrios. Había uno al lado del casino, más económico y más dejado en su aspecto, compuesto por casas rodantes. Pero allí tampoco conseguimos nada satisfactorio. 207
Al final de la semana, como habíamos arreglado, Esteban vino después de comer para charlar un rato y ver los avances, como veníamos haciendo durante la semana. Eran muy pocos. Teníamos muchos números de teléfonos escritos en un papel y tachados y descartados. Le enumeré las sucesivas opciones a las que no podíamos acceder. Mamá, que estaba en la cocina con la puerta abierta, parcialmente participando de la charla, dijo que se le había ocurrido una idea. Quizá una casa o un cuarto no sería lo más conveniente, sino una casa rodante, un tráiler, como el que ella había tenido. Podríamos averiguar uno que estuviera confiscado y pagar chirolas, acondicionarlo como para que fuera habitable. Al día siguiente, sábado por la mañana, salimos los tres hacia los barrios de casas rodantes que quedaban pasando la I–95 y pasando las vías del tren. Entramos al llamado Holiday Park. Mamá nos comento que Holiday era Mr. Holiday, la persona con la que teníamos que hablar. Según ella, era un red-neck (un blanco con el cuello enrojecido por el contacto con el sol) a quien no le gustaban los latinos y mucho menos los negros. Cuando ella se había ido del parque y estaba buscando un comprador para su tráiler, resultó que una dominicana y una salvadoreña, compañeras de trabajo, se enteraron de que ella quería vender y fueron a ver de qué se trataba. Cuando fueron a hablar con Mr. Holiday, este, con sumo sadismo, les dijo que si querían, podían comprar el tráiler, pero que el parque ya estaba vendido e iba a ser demolido en dos meses, una vil mentira que hizo huir espantadas a las centroamericanas. Entramos al parque. Despacio, avanzamos por una de sus callecitas internas. Más que un parque, era un barrio de casas rodantes. Recorrimos las calles que recortaban manzanas sin ninguna ordenación prefijada. Uno al lado del otro, con un jardincito de distancia, los tráilers se emplazaban, algunos con ruedas, otros solamente asentados como casas de chapa con construcciones anexadas que le sumaban un ambiente, con un toldito de costado que expandía 208
los limites de la casa. Algunos habían cerrado este espacio anexado al anexo de la casa, convirtiéndolo en jardín cubierto, patio techado o hall de entrada. Todos poseían sus adornos de duendes, cisnes u animales de cerámica que simulaban ser reales, y jardines, algunos más cuidados que otros, con timbres y campanas. Mamá hacía casi un año que ya no vivía aquí. Aun así, la gente la reconocía y la saludaba con la mano mientras avanzábamos y quedaban atrás en el camino. Fuimos hasta el final del parque, algunos cientos de metros desde la entrada. Junto al cerco perimetral, había otro parque parecido a este, un poco más caótico. Y en el otro extremo, otro parque, que era definitivamente más ordenado que este, tenía calles y esquinas con faroles y sendas peatonales. Buscabamos una casa con cartelito de FOR SALE (EN VENTA). Para vivir en un tráiler, primero había que comprarlo. Por lo general, eran baratísimos. Casi se aproximaba al dinero que pedían como depósito para alquilar un cuarto. Luego, había que pagar el alquiler del espacio que ocupaba el tráiler en el parque. Eso era lo más barato y la principal ventaja de vivir en el parque. Pero primero íbamos a buscar a gente que quisiese deshacerse de su tráiler. Nos detuvimos a anotar algunos números de teléfonos de tráilers que se vendían para llamar más tarde. A medida que recorríamos, mamá iba auspiciando de guía, indicándonos cuáles eran las casas que estaban a la venta y dónde vivía la gente que ella conocía. Oscar, Don, Damián. En el parque también vivía Marita. Pasamos por su calle, cerca de la entrada, y paramos un segundo a saludar. Salió Marita, saludó y se puso a conversar con su hermano, que le contaba los escasos logros en la búsqueda del nuevo hogar, y la nueva idea de conseguir un tráiler abandonado y refaccionarlo. Marita entró un segundo para buscar a su marido, Diego, que podía llegar a saber si el parque, o mejor, Mr. Holiday, tenía algún que otro remolque que había incautado a un moroso. Diego, un tipo común, de pueblo, (Saladillo, provincia de 209
Buenos Aires), que poseía como característica física una estatura media y un cuerpo trabajado a máquina, y que era algo así como personal trainer, era muy amigo de Fermín, un cubano repulsivo que más tarde trataría, que estaba encargado de la intendencia del parque. Mamá lo conocía bien a Fermín, y por su experiencia de haber convivido tres años con él como vecino, se atrevía a decir que este cubano era mierda como todos los cubanos. Se mencionaron nombres de personajes que para el que había vivido en este lugar resultaban conocidos. Hablamos brevemente con Diego y quedó en averiguar con Fermín. Por la noche, en el porch de lo de mamá, Esteban llamó a los números que habíamos anotado. Uno de los dos números fue descartado rápidamente. Pedían una suma que no podíamos llegar a pagar ni con los ahorros de una buena temporada; y con el otro número tuvo problemas porque no bien dijo “Hi”, le contestaron “Aló?”, y la conversación no pasó de allí. Eran canadienses y al parecer no hablaban una sola palabra de inglés. Los canadienses, como los cubanos, se daban el lujo de venir a Estados Unidos y no hablar un ápice de la lengua, y además pasar tres meses de vacaciones disfrutando del sol mientras que durante el invierno su país permanecía convertido en un bloque de hielo. Con lo poco de francés que recordaba de los cuatro años que había estudiado en el colegio secundario, a penas podía intercambiar algunas pocas palabras y frases. Pero sí conservaba frescos algunos poemas que había aprendido de memoria en las clases de literatura francesa, como el citado de Aimé Césaire, y largos poemas de Apolinaire como la Chanson du mal-aimé. Con un francés champurreado, no más champurreado que el francés canadiense, marqué el número y arreglamos una cita para volver al parque para hablar tet-a-tet con ellos el día domingo. –Preguntales cuánto piden por el tráiler –me dijo Esteban antes de que terminara la conversación. “Convien pour le tráiler?” “Treize mil cinq cent dollars”. 210
–¿Cuánto piden? –Tres mil quinientos dólares –creí haber entendido. Esa noche, Esteban llamó a Buenos Aires y comunicó a sus padres la noticia. Era una buena suma lo que pedían, y valía la pena. Él estaba interesado en mudarse lo más rápido posible a una casa sin la necesidad de hacerle demasiadas modificaciones, ya que, por lo que habíamos visto desde afuera, parecía estar entera y habitable. Tal vez había tenido suficiente con todos los arreglos que había tenido que hacerle a su caserón de San Isidro. A mí me daba más o menos igual una casa rondante de un color u otro, más arreglada, más o menos limpia, una casa rodante al fin. Mamá era la que estaba a la cabeza de la búsqueda, que si bien no tenía parte en este asunto de manera directa, sino a través de mí, y que el objetivo de la búsqueda iba en contra de algo que ella quería, que era que no me fuera de su casa, era la que más casas veía, mas números conseguía y con más personas hablaba, aunque el resultado fuera siempre el mismo. En el fondo, su deseo mayor era que yo progresara económicamente, me emancipara y me estableciera de manera definitiva en este país, como había hecho ella cuando se había ido de Argentina. Era su máximo anhelo, a tal punto de hacerme pensar que su felicidad pasaba por allí. Yo me conservaba sereno en mi posición. Ya todo se resolvería satisfactoriamente, sosteniéndome en una mezcla de fe y determinación a que la película prosiguiera por los rumbos que tendría para depararme. Al día siguiente, después de un asado y una siesta, fuimos los tres a encontrarnos con los canadienses, como habíamos arreglado. Antes de discutir números y precios, pasamos a visitar algunos amigos que tenía mamá. Siguiendo por la calle de la entrada al fondo, vivía un ex vecino, Oscar. Al momento de conocerlo, no sabía nada de él, ella nunca me había comentado nada. Ni siquiera sabía que era argentino. Paramos el auto y tocamos su campana. Su casa era agradable, en frente había construido un deck de madera que a ella le encantaba. 211
En la parte del costado, se podía ver una parilla con ruedas y unas sillas. Salió en bata y chancletas. –Oscar. –Hola, Susi, ¿cómo andas? En seguida me llamaron la atención dos rasgos particulares suyos: una nariz achatada como si se hubiera llevado por delante un vidrio, y su voz ronca, wiskera y nasal. Se podía notar cómo al pronunciar las palabras, el aire no pasaba por sus fosas nasales. Allí retumbaba y producía ese timbre que indicaba que algo había pasado con su tabique. Era más bien bajito y robusto, arruinado por el paso de los años, con un humor duro y jocoso. Charlamos afuera hasta que hablamos de comprar y vender y entonces nos hizo pasar adentro a conocer las instalaciones. Había aprovechado para fumar un cigarrillo para echar un vistazo alrededor y familiarizarme con el parque, mientras Oscar revelaba sus intensiones de mudarse de allí. Ya había cumplido una etapa. Era una persona grande (pasaba largo los 40) y ya no podía seguir viviendo en una casa rodante. Tenía planeado mudarse para dentro de un mes y medio a un departamento en Three Islands, con vista al mar. Pasamos a su casa. El lugar era un verdadero asco. Parecía la pocilga de un adolescente. Ropa desparramada en las sillas y por el suelo, en la cocina platos acumulados sin lavar. –Estaba terminando de poner un poco de orden – dijo irónico. En una de las paredes de ese ambiente, en donde se reunía la cocina con el living comedor, tenía pegado un póster de los Jóvenes Pordioseros. –¿Te gustan los pordioseros? –le pregunté intrigado. A mí me gustaban uno o dos temitas, después era más de lo mismo. Era música para bailar, y al escucharlos, no podía dejar de asociarlo a la cortina del noticiero del canal nueve. Oscar interrumpió lo que le decía a mamá y me contestó: –Sí. Los quiero traer para que toquen acá. Yo organizo recitales de rock. Traer bandas de Argentina 212
no cuesta nada. Quería que toquen en un festival que estaba organizando, pero se me complicó porque al gordo –señaló en el póster al baterista– no le querían dar la visa porque está prontuariado. Ahora, para dentro de un mes, va a venir La Renga para tocar en un encuentro de motoqueros en Miami. Mamá seguía mirando la casa como si fuera una inspectora sanitaria a punto de clausurarla. Al toparse con el baño, se horrorizó. Era ridículamente pequeño. A penas había espacio para el inodoro, una ducha colgante y un espejo que no producía reflejo de la mugre que tenía. –¿Cómo haces para bañarte? –le preguntó mamá. –¿Por el espacio, decís? Eso no es problema. El problema es que no hay agua caliente. A mí no me molesta, con este calor, me baño con agua fría y los días de frío caliento un balde de agua. Salimos para afuera. –¿Y cuánto estás pidiendo por esto, Oscar? –le pregunto mamá. –Unos cinco mil dólares. –Ese es un número. –Se puede hablar. –¿Me hacés un precio por haber sido tu vecina tanto tiempo? –Y, todo se puede discutir. –¿De cuánto estamos hablando? –Tres mil quinientos. –Eso es otra cosa –reconocio mamá–. ¿Qué te parece un canje? El tráiler por mi camioneta. –¿Qué camioneta tenés? –Una Nissan Quest del año 97. –Y, yo podría aceptarte ese canje, pero después tendría que vender la camioneta y estaría en la misma. –Bueno, Oscar, estamos hablando. Nos despedimos y nos subimos de nuevo al auto. Mamá estaba convencida de que no era ningún negocio ese tráiler, porque además de los tres mil quinientos, había que poner por lo menos mil dólares más para ponerla a punto. Y había que agregar dos paredes para dividir el living de la cocina, y así tener dos cuartos, uno para cada uno. 213
Dimos una vueltita y paramos para ver si estaba Don. Al parecer, no. Las luces de su tráiler estaban apagadas. Seguimos cien metros más, pasando por el antiguo tráiler de mamá, y paramos en el tráiler de los canadienses. Salieron al llamados de las palmas dos viejitos que se mostraron amables y apurados cuando vieron que éramos los interesados en comprar la casa. –Bonjour –me dijeron. –Bonsoir –les dije, viendo que casi anochecía. En el idioma de las señas, nos invitaron a recorrer la casa. El hallcito de entrada, el living-cocina reducido y acogedor, la habitación y el baño, impecables. Decían que vendían la casa como estaba, con las sábanas, los sillones, los muebles. Abrían los múltiples cajones de la cocina y nos mostraban los cubiertos diciéndonos que también estaban incluidos, así como el televisor. Lo único que se llevaban era el juego de mesa y sillas del jardín. Yo miraba las bocas de esta pareja de ancianos canadienses gesticulando palabras que no registraba como idioma francés. Solo entendía fru fla frei frú y esperaba captar al menos una palabra para saber a qué hacían referencia. Después de recorrerlo, Esteban concluyó que le gustaba el lugar, porque para mudarse solo necesitaba traerse el cepillo de dientes. Nos invitaron a sentarnos afuera para discutir el asunto que nos reunía. De nuestra parte, habíamos confeccionado una historia ficcionada para ver si conseguíamos mayores posibilidades de pelear el precio a los canadienses. Mamá no paraba de decir que eran muy cheap (tacaños). Una vez sentados, hablaron ellos primero. Hice un esfuerzo para comprender y luego traducir. “Nous voulons vendre cette maison parce que notre fils a acheté une grande maison a trente minutes d’ici”. (“Nosotros queremos vender este tráiler porque nuestro hijo compró una gran casa a treinta minutos de acá”). “Nous demandons treize mille cinq cent dollars”. Traduje y hablé yo. “D’accord. Nous sommes étudiants qui vinnent ici pour 214
la saison, et voulons acheter une trailer pour vivre. Nous n’avons pas beaucoup d’argent, alors, notre offer c’est deux mil cinq cent”. (“Bien. Nosotros somos estudiantes que venimos aquí por la temporada, y queremos comprar un tráiler para vivir. No tenemos mucho dinero, entonces, nuestra oferta es de dos mil quinientos dólares”). “Non, non, non” (“No, no, no”), dijo el viejo. “Pas posible, pas posible” (“No es posible, no es posible”), dijo la vieja. Discutimos un rato más. El asunto recién comenzaba. Intentaba dar golpes bajos, pero nos canadienses se mostraban intransigentes a toda propuesta que se alejara del número original. Nosotros ya habíamos tomado la resolución de comprarles el tráiler y por eso discutíamos con tal fervor. El viejo respondía a todo lo que se le decía con paciencia y amabilidad, y más de una vez le pedía que repitiese lo que había dicho, solo para fastidiarlo. Si la vieja acotaba algo, era para echar leña al fuego. Finalmente, jugamos la sucia carta de la futura demolición del parque que nos habíamos estado guardando para el último momento. Se trataba de un rumor siempre latente sobre la demolición del parque. Si los canadienses estaban enterados de esto, la jugada tendría su efecto, ya que de ser verdad, su tráiler pronto no tendría valor como inmueble. Cuando la soltamos sobre la mesa, ambos dijeron exaltados: “C’est pas vrai!” (“¡No es verdad!”), dijo el viejo. “C’est pas posible!” (“No es posible!”), dijo la vieja. –Yes! –salto mamá. –They’re knocking it down! Knocking it down! (“¡Sí! ¡Lo van a demoler! ¡A demoler!”) Pero ellos no se inmutaban ante tal amenaza. Esteban puteaba en cristiano. Después de discutirlo un rato más sin llegar a ningún acuerdo o principio de entendimiento, les pedimos una oferta final que 215
liquidase el asunto de una vez por todas. Tomaron un papel y lápiz y dibujaron la cifra y nos la tendieron. Leímos: $13.500. Arrimamos las cabezas hacia el centro de la mesa donde estaba ese número que ninguno de los tres leía bien. –¿Qué es ese palito delante del tres? –preguntó por fin mamá. ”Qu’est que ce?” (“¿Qué número es?”), les pregunté apuntando el número. “Treize mil cinq cent”. “Treize mil?”, pregunté desesperado. “Treize mil cinq cent”, volvió a decir el viejo, por las dudas. Mamá y Esteban me miraban extrañados, aun sin entender. Les expliqué: –Es trece mil, no tres mil. Después de un segundo de silencio, mamá soltó una carcajada y Esteban volvió a sus puteadas. Se los expliqué a los canadienses: “Nous on pensé que c’etait trois mil, non trez mil”. Ambos largaron una carcajada y por fin me pude reir y putear un poco en castilla. Nos dimos la mano aun riendo y nos subimos al auto. Ya era de noche. Aunque sabíamos que había sido un error mío, en el camino de vuelta a casa se dijo ente dientes: –Son lo peor. –Están perdidos. –Nunca hagas negocios con canadienses. Pero aun así, seguiamos en el mismo lugar donde habíamos empezado.
Aun nos quedaban ver las casas que habían confiscado el parque. Mamá sabía de la existencia de estas casas porque ella misma había visto como tráilers que se habían abandonado, a los dos meses ya pertenecían a Mr. Holiday. Me habló de dos casos de trailes que de un día para el otro habían quedado 216
vacíos sin nadie viviendo adentro. En los dos casos suponía que se trataban de fugas por temor a que los encontrase la policía. Nada sabía acerca de los posibles crímenes que los hubieran llevado a ser prófugos de la ley. Tal vez se trataba de tipos que venían a la Florida escapando de la policía de otros estados y de otras vidas para comenzar todo de nuevo en el Estado del Sol, hasta que su situación se tornara difícil y debieran volver a la carrera porque la policía seguía sus pasos. O puede que los prófugos hayan estado comerciando pornografía infantil. Tal vez fueran heroinómanos desahuciados que vivían para un único y perfecto momento de placer. Solo se sabía que parecían vecinos como cualquier otro que un buen día desaparecieron. Durante la semana se me complicó para ver las casas disponibles. Diego había hablado con Fermín. Marita había llamado a Esteban y después de comentarle a mamá e ir por separado a ver que se ofrecía, nos reunimos los tres para ver las nuevas posibilidades, y al parecer, había un tráiler candidato. Tanto mamá como Esteban habían ido hasta allá y habían visto tres trailers. Uno que estaba cerrado con candado y con aspecto de estar en muy malas condiciones. Otro que había pertenecido a uno de los prófugos, no tenía paredes ni instalaciones de gas ni sanitarias porque las habían arrancado. El que había estado viviendo ahí se había encargado de transformar ese lugar en lo que los gitanos llaman hogar. Cuando el sábado fui a ver de qué se trataba, me llevé una grata sorpresa. Estaba peor de lo que me había imaginado. Era cierto lo de las paredes, no estaban. La cocina había sido arrancada con cañería y todo y desde la puerta se podía ver en el otro extremo los vestigios de lo que había sido el baño. Y el tercer tráiler, el más parecido a los habitados, con puertas y paredes y un jardincito a los costados, era un firme candidato a ser elegido. Estaba cerca de la entrada, a cincuenta metros. Pintado de blanco, con una franja verde agua dándole toda la vuelta, era chiquito, simpático. Daba lo mismo el tamaño, porque por dentro, todos eran igual de chicos. Estacionamos y bajamos para verlo. En la entrada había pasto sintético 217
hasta el fondo, donde había unas plantas y más atrás, el alambrado y la calle que separaba este parque del de al lado. En la parte de atrás de la casa, había una caseta de chapa pintada con los colores del tráiler. Parecía una capilla personal, pero se trataba de un depósito. Tenía dos puertas corredizas. Abrí una no sin hacerla rechinar horriblemente y encontré una gran pila de cosas. No me atreví a mirar demasiado porque nada de aquello era mío, aun. La puerta de la casa estaba abierta, una puerta ventana de vidrio corrediza. Para entrar había que subir algunos escalones. Pasamos adentro y encontramos más o menos lo mismo que en todos los otros, un livingcocina, pasillo-baño y dormitorio. En general estaba en buenas condiciones. El tráiler había permanecido deshabitado los últimos seis meses. Juntaba mugre de todo ese tiempo. No había luz eléctrica, el agua estaba cortada y todo el lugar olía a rancio y encierro. Tomamos notas de las reparaciones necesarias que había que hacer. Instalar luz, agua y gas, cambiar las alfombras, deshacerse de las cortinas, del sillón del living y de la cama de la pieza, tirar todo lo que se encontrara en los cajones, roperos y gavetas y fundamentalmente realizar una limpieza profunda. Por este tráiler pedían tres mil quinientos. Esa cifra continuaba apareciendo una y otra vez. Parecía que era el número que teníamos que pagar. Y este tráiler, en particular, era el que ya teníamos decidido comprar. ¿De dónde íbamos a sacar la plata? A esos tres mil quinientos, había que sumarle cien dólares del trámite del título del tráiler y otros cuatrocientos para pagar la renta del primer mes, si bien empezábamos a pagar desde el mes de enero. El número dividido por dos daba mil ochocientos, que era lo que cada uno tenía que poner. Esteban me dijo que él la conseguía, y tiempo más tarde, en una charla, me especificó que le había pedido prestado a Cacho, Osvaldo y a Marita. Por mi parte, tenía ahorrados ochocientos dólares en lo que iba del mes y medio que estaba trabajando, lo que estaba bastante bien porque hasta entonces no tenía gastos de alquiler o comida, y lo único que compraba 218
eran aquellas cosas que acá eran menospreciadas como baratijas pero que para mi eran tesoros. Despues de hablar con mamá, me dijo que me iba a facilitar lo que me faltaba, suma que hasta el presente se mantiene como una deuda a pagar en un futuro, cuando llegue la buena cosecha. Deuda a deuda juntamos la suma y un día prefijado, juntamos los montoncitos de billetes y fuimos a ver a Mr. Holiday. Esteban fue solo. Yo me encontraba trabajando y en el casino atravesábamos esa semana de la experiencia fallida del State Test que tenía a todo el personal afín un tanto tensionado. Al sábado siguiente me hice un tiempo para ir al parque para llenar el papeleo y hablar la secretaria del Mr., una yanqui gordita sin cualidades que nos dio la bienvenida y nos explicó el reglamento del parque. Habían muchas cosas que no estaban permitidas, pero en líneas generales, en el parque convivían vecinos que se respetaban, y cualquier problema ocasional que surgiera entre ellos, excedía todos los puntos de este reglamento. Firmamos unos cuantos papeles y listo, nos fue entregada la llave de nuestro tráiler, de nuestra casa rodante, que no rodaba pero que al menos podía llamarse casa, mi primera y propia casa.
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OPEN CASINO
Luego de que el casino abriera sus puertas después de tan larga espera, algunos de los empleados del Mardi Gras Casino seguíamos esperando a que nos llegase la licencia de juego del DBPR. El primer día que el casino se llenó con clientes, subí al cuarto piso y con suerte crucé a alguien conocido como para asegurarme de que estaba en el lugar correcto. Las ausencias de rostros conocidos me hizo dudar. Pero con el correr de los minutos fueron llegando los empleados del slot department sin el uniforme de trabajo. Nos juntamos en una mesa en el fondo del cuarto piso. Éramos sólo cinco entre cashiers y attendants, turno día y turno noche, porque, como me estaba enterando, con la apertura del casino habían suprimido la night class, y ahora éramos un solo grupo. Entre las caras que conocía estaba la de Norman. Después de servirme una taza de café, me senté junto a él. Sobre la mesa tenía apilada casi media docena de diarios, casi todos fechados dos días atrás. Le pregunté después de un largo silencio sin saber qué hacer si podía agarrar uno. “Do you want the results of the game from last week?” (“¿Querés los resultados del patido de la semana pasada?”) “Whatever.” (“Lo que sea”, le dije). “Because if you want to read today´s news, you won´t find it here. I read only old newspapers. The news are always the same. Crime, drugs, murder. And If it´s someone I don´t know, I don´t wanna know about that. Don´t misunderstund me. If I could something to help them... but it isn´t. So...” (“Porque si querés leer las noticias de hoy, no las vas a encontrar acá. Yo solo leo diarios viejos. Las noticias son siempre las mismas. Crímenes, drogas, asesinatos. Y si no es alguien a quien yo conozca, no me quiero enterar. No me malinterpretes. Si pudiera hacer algo para ayudarlos... pero no... Así que...”) 221
Al rato llegó Ralph y algunos attendants de la noche a los que poco había tratado. Los supervisores fueron los últimos en llegar. No los corría el reloj. Entre estos, Marcus, brasilero muy bien camuflado, y Beverly. Por parte de los managers, estaba Daemon. Esa primera jornada sin tarea alguna más que esperar, nos retuvieron en el cuarto piso. No era necesario madarnos a los recreos, ya que cuando quisiéramos, podíamos salir a los asientos de la pista a fumar o recorrer indistintamente nos pasillos del edificio. A las tres de la tarde los largaron a nuestras casas.
Al día siguiente pedaleé fumando un cigarro a contramano por la avenida ocho porque por delante tendría un día sin sobresaltos ni sorpresas. En las escaleras mecánicas me topé con Marcia. Ella caminaba delante de mí cuando la alcancé y me coloqué detrás de sus espaldas. Estaba de buen humor, igual que yo, y compartimos ese breve momento de alegría que se extendió con el café y el pucho, pero concluyó cuando nos comunicaron que ya tenían asignadas nuevas tareas para nosotros. Bajamos al tercer piso los siete slots que éramos (Norman, Ralph, José el cubano, Raúl, Marcia, Juan y yo) y nos instalamos en las mesas que tienen vista a la pista. Una rubia y joven pero algo ojerosa y demacrada de HR nos indicó la tarea que nos habían asignado ese día: teníamos que doblar remeras que serían los premios entregados desde el Players Club. Nos trajeron una pila de cinco cajas en un carrito. Cada caja contenía cien remeras con la estampa de “It´s always Fat Tuesday at Mardi Gras!”. Desde el depósito nos llegaban dos carritos por hora. Para eso de las tres y media de la tarde habíamos liquidado las (hagan la cuenta) remeras que nos encomendaron doblar, para regalar en Año Nuevo. Luego, nos dejaron la tarde libre para descansar hasta que se hicieran las cinco.
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Al día siguiente, a medida que iban llegando los restantes en entrenamiento, nos íbamos encontrando con la sorpresa de que teníamos que volver al tercer piso, para encargarnos de otro contenedor de remeras para doblar. Luego de ese día la sorpresa desapareció y todos nos acostumbramos a hacer un trabajo más parecido al de una fábrica que al de un casino. En las largas horas en las que nos encargábamos de las remeras, surgían comentarios al respecto. Norman decía: –Cuando me pregunten cuál fue mi experiencia en Mardi Gras Casino, voy a contar que aprendí mucho doblando remeras… Raúl observaba el aspecto económico: –Brother, somos obreros de diez dólares la hora. Cuando concluimos con las remeras, nos encargaron otra tarea. El Players Club quería regalar a los primeros mil miembros, posters numerados de colección, con motivo de la apertura. Mike, de mantenimiento, descargó cuatro fardos con doscientos cincuenta posters cada uno y, en comunión con los sin licencia de los del Players Club, entre ellos mi prima Andrea, Robert, el negro grandote y Linda, la hija de Beverly, tuvimos que numerarlos del 0001 al 1000 (separando los números 0007, 0077, 0777 y 0013 para los managers del departamento) con un fibrón de tinta dorada (que no secaba rápidamente), y luego enroyarlos. Luego de los posters, llegaron las cajas con collares. Alrededor de cincuenta mil collares procedentes de China con motivos carnavalescos y con los colores típicos verde, amarillo y violeta del Mardi Gras. La tarea era sacarlos de las bolsas, desenredarlos y volverlos a guardar. Sentía que el trabajo que hacíamos día tras día era completamente inútil. Una revelación digna de un trabajador.
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Pero aquello no terminó allí. Una mañana nos encomendaron una nueva tarea que sobrepasaba en absurda a todas las demás. Resulta que para el primer fin de semana luego de la apertura del casino, se organizó un sorteo de un BMW por parte del Players Club. Para participar, había que llenar un cupón con los datos del jugador. El resultado de esto fue un ganador y 30.000 cupones perdedores Y nuestra tarea consistió en organizar los cupones que quedaban en fajos de cien para ser archivados por si el IRS los pedía para una investigación.
Las mañanas se tornaron aburridas y las tardes insoportables. Rara vez esa monotonía era interrumpida por algún cajero o attendant que subía desde el piso del casino, “donde está la acción”, a compartir su media hora de almuerzo con alguno de los sin licencia que conocía. Nosotros los veíamos vestidos con el uniforme violeta que tanta gracia nos hacía porque aun no estábamos obligados a usarlo. A través de estos slots era que nos llegaban las noticias sobre lo que habían sido los primeros días del casino abierto, los clientes apilándose desde temprano en la puerta, las máquinas atestadas de fanáticos metiendo billetes uno tras otro comprando en cuotas la posibilidad de ser el gran ganador del día, tirando de la palanca, o en su defecto, apretando el botón para agilizar el trámite mientras deseaban que las frutitas coincidan. Así fue cómo nos enteramos que al tercer día de la apertura del casino, se cortó la luz durante tres horas. Por lo que contaba Nora, había sido un caos, pero todo había salido bien; los generadores de emergencia suplieron la energía necesaria para que las máquinas y los sistemas de seguridad siguieran funcionando con normalidad. Todo lo demás, como las computadoras de los cajeros, no funcionaba y el pago de los tickets tuvo que hacerse manualmente. A pesar de que los scanners estaban apagados, no hubo mayores errores en el pago a los clientes, y todo se hizo con celeridad y manteniendo siempre la sonrisa en la cara. 224
También, con el correr de las semanas, nos enteramos que, dada la gran afluencia de clientes, tanto cajeros como attendants no pudieron tomarse un día off sino pasado dieciocho días. Y que las sillas para las jaulas de los cajeros tardaron una semana en llegar, con lo que pasaron todos esos días trabajando de pie. Esta información me llegó de boca de Noemí, quien agregó que a pesar de haber sido las semanas más tortuosas desde que había entrado al casino, la paga que recibieron por las dulces horas extras compensó todas las molestias ocasionadas hasta el momento.
Ya sin nada que hacer, sin ninguna tarea específica que realizar, con una nueva rutina que consistía en llegar a las nueve de la mañana, saludar a todo el mundo, ponerse a tomar café o leer el diario o un libro, lo único que nos quedaba por hacer en tanto tiempo muerto hasta que se hicieran las cinco de la tarde, hora de marcar tarjeta y regresar al hogar, lo único que hacíamos era hablar. Yo ya no tenía ganas de sacar el cuaderno para dibujar. Esa actividad había perdido la emoción que había tenido en un principio. Sólo me recostaba en el respaldo de una silla a esperar que alguno saliera con una buena conversación para entablar. Y hablando y hablando con cada uno de los pocos que quedábamos, llegamos a conocer en profundidad las vidas de los que se dignaban a narrar. La que se ganaba las miradas de la multitud era Luisa, que además de ser un negro colombiano travesti, decía tener edad suficiente como para ser mi abuela. También acusaba tener una serpiente en su casa, porque adoraba a las serpientes. Se sentía identificada. Es más, en un club nocturno que frecuentaba, algunas noches aparecía sobre el escenario brindando un espectáculo de danza árabe con su serpiente enroscándose por su cuerpo. La danza de la serpiente decía que se llamaba su baile. No era necesario entrar en detalles. También, una de esas tardes muertas nos reveló un vago conocimiento acerca de la quiromancia. No era 225
una experta en el arte de leer el pasado o el futuro con mirar una palma u otra. Lo poco que sabía lo había aprendido de su abuela, que sí se había dedicado a eso como una manera de hacerse una vida. –Yo recuerdo poco, pero creo que todavía puedo leer algo en las manos. Mi abuela una vez leyó mi pasado, que corresponde con las líneas de la mano izquierda. Me reveló que yo poseía muchas vidas pasadas, y al parecer, según mi mano derecha, todavía me quedaban por vivir muchas vidas. En una de mis vidas pasadas, según pudo leer mi abuelita, yo fui una dama antigua, como del siglo XVII, toda ataviada con telas finas y elegantes, con vestidos costosos. Vivía en Francia y estaba casada con un conde o un barón. Pero al parecer, mi vida fue corta porque este conde me asesinó cuando tenía treinta y dos años, porque me descubrió con un amante. En otra de mis vidas, anteriormente, fui un señor muy importante que poseía un castillo y que tenía un gran poder. Fíjate que yo tuve un sueño siendo muy niña, y todavía lo recuerdo, porque resultó ser que en el sueño yo era un gran rey, un gran señor, sentado en un trono que se emplazaba en la cima de una pirámide desde donde yo podía ver todo el mundo, lo que demostraba cuán importante era, pues tenía el mundo a mis pies. Pero bueno, ya… ¿Quién quiere que le lea las manos? Y como Ralph era el que estaba más cerca, arrimó una silla y le extendió la mano izquieda. –A ver, déjame ver… Ya hacíamos un círculo alrededor de ella y nos pusimos a escuchar. –Bueno, aquí puedo ver que tienes hijos, ¿verdad? –Sí, tengo tres hijos… –¡No me digas! Lo puedo leer… puedo leer que tienes tres hijos y que quieres mucho a tu esposa. –Sí, así es, la amo. La amo como si fuera ese día en que nos conocimos. –A ver, déjame ver… Aquí dice que tu pasado has estado al borde de la muerte. –Sí, el año pasado estuve a punto de morirme en un accidente de tránsito. Me atropelló un camión. Fue horrible, mi vida cambio para siempre desde entonces. 226
–Ajá, si aquí mismo dice que antes eras una persona que no se preocupaba mucho por los demás. –Oh, sí, es muy cierto, saben, yo vengo de Nueva York, y allá no piden permiso por nada. Le dices “Buen día” a alguien que no conoces, y te miran mal y te contestan “¿Por qué me dices buen día? ¿Qué quieres de mí? ¿Qué te he hecho yo?”. –Claro, pero aquí dicen que has tratado muy mal a las mujeres. –Fui así desde que tuve mi primera novia. Cuando conseguía una mejor, le decía, “ya no te quiero más, bitch, me conseguí una mejor”, y cuando me gustaba otra, hacía lo mismo, o cuando me cansaba, me les reía en la cara y no me importaba, hasta que me tocó enamorarme y que me rompieran el corazón. Entonces entendí lo mal que había hecho con esas mujeres. –Y puedo ver aquí que eres un hombre muy creyente y temeroso de Dios. –Oh, sí. Soy muy creyente. Todos los domingos voy a misa, todas las noches rezo porque mis hijos estén bien y no les falte nada, y cuando me muera, planeo ir al Cielo. –Pero me has dicho que no siempre has sido así. –No, desde que estuve en ese accidente que comencé a cambiar mi conducta. –Sí, se puede notar que con este accidente es como si hubieras nacido de nuevo, como si te hubieran dado otra oportunidad de vivir y enmendar tu pasado. –¡Sí! ¡Exacto! Esta mujer si que sabe leer las manos! Acertó todo lo que me dijo. No puedo creerlo. –Ya. Ahora vamos a ver un poco de tus vidas pasadas. Suficiente de esta vida. A ver, a ver… Tu mano dice que en tu vida pasada has sido un guerrero de tierras muy lejanas, un conquistador que impuso su espada, un general que ha tenido un ejército bajo su mando. –¡Sí! –Exclamé –¡El Gran Gonzales! ¡Viva el Gran Gonzales!
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Con otra de las personas que comence a tener un intercambio cotidiano fue con José el cubano. Era otro de los que estaban a la espera de la licencia, y hasta que llegara, poco y nada teníamos que hacer más que conversar. Comencé tratarlo con frecuencia luego de que unificaran a los dos turnos y nos pusieron a cajeros y attendants en un solo grupo. Desde el sábado de seguridad que no había tratado nuevamente con él, ya que eran pocas las oportunidades para cruzarnos, ya que él era de la night class. Pero a partir de entonces, pude conocerlo un poco mejor y deshacerme de los prejuicios que había adquirido la primera vez que lo conocí. Siempre llegaba cerca del mediodía, y un día que me encontró fumando en la pista, cerca de las once, me preguntó qué hacíamos. –Nada, hacemos tiempo hasta que se hagan las 5 para irnos a casa. –Brother, ¿dónde está todo el mundo? Él recién había llegado y estaba un poco desorientado por el reciente cambio de piso, ya que nos habían pasado del cuarto al tercero porque habían iniciado unas obras de remodelación. –Nos pasaron al tercero junto a los de Human Resources –le expliqué. Me contó que llegaba a esa hora porque salía de estudiar de la escuela de medicina para sacar la validez de su título también acá, a ver si podía zafarse de este tipo de trabajos mediocres, él, que tenía un título universitario en tres países. Por esto mismo, por su llegada tarde, había tenido un encuentro con Beverly, quien lo había regañado un par de veces porque creía que se tomaba la mañana para descansar. –Ya le dije a esa negra de mierda que yo por la mañana voy a la escuela, pero la muy hija de puta me dice que el horario es de 9 a 5. Yo estudio, coño. Así como me sigue jalando los cojones, voy a hablar con Victoria. ¿Qué se cree esa negra? Yo te digo, brother, esa jodida va a ser nuestra perdición.
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No creí que fuera para tanto. En definitiva, tenía que justificar su sueldo de supervisora. Aunque finalmente, José terminó teniendo la razón. –¿Ya fichaste la tarjeta? –le pregunté. –Sí. –Entonces vamos a tomar un café que dentro de poco nos mandan a almorzar. Y así comenzamos a charlar. En el fondo, este José no era tan malo como aparentaba. Había resultado ser un tipo ameno y de lo más simpático, a pesar de su manera chocante de dirigirse a la gente. Para él, nada era lo suficientemente bueno si lo comparábamos con lo que esperábamos recibir a cambio. –Brother, yo solo estoy esperando que me validen mi título en España para poder largar todo esto a la pinga. Allá tengo un amigo, que es el que me está haciendo los trámites, que me cuenta que el nivel de vida allá es mejor que aquí. Con un buen trabajo puedes rentar un apartamento, tener para comer y mantenerte. Aquí también. Aquí con crédito puedes comprar una casa, un carro, lo que quieras. Pero una vez que lo tienes, ¿qué? Ya no lo quieres. Y todavía tienes el resto de tu vida para pagarlo. Brother, aquí puedes tener muchas cosas, pero por dentro te quedas vacío. No hay cultura aquí, no hay teatros, no hay arte. Lo único que obtienes es pura jarana y mujeres. Y cuando te canses de eso, ¿qué? –Te vas a la mierda. –Claro, brother, tú sí que me entiendes. Mira, cuando yo era estudiante en Cuba, terminaba de estudiar y me iba al teatro, o de pronto estaba caminando por la calle y había un conjunto tocando y te deleitabas un poquito, te ponías a bailar con una negra, o de pronto conversabas con un desconocido acerca de tu vida, tú sabes, filosofar un poco de tanto en tanto. Aquí no encuentras ni una pisca de aquello. No te digo que quiero volver a Cuba. No, brother. Pero, ¿por qué tiene que ser tan mierda aquí? ¿No se le puede parecer un poquito? Digo, habiendo tanto cubano... Tanto ignorante. Por eso yo no digo que soy cubano. Porque en realidad no lo soy. Yo nací en Chile, en Santiago, 229
pero de pequeño me fui a Cuba. Digamos que soy 70/30. 70% cubano y 30% chileno. Ya más de grande viví en Chile, después que me fui de Argentina. Sabes, mi ex-cuñado es argentino, por eso conozco algo de la juerga porteña. El che boludo, los asados y toda la volá. Era un buen tipo y éramos buenos amigos, y a veces se nos daba por ir en las noches a la playa, él con un porrito, que es lo que le gustaba, yo con mi ron, que es lo que me gusta a mí, y nos quedábamos hablando de las estrellas y cuanta huevá se nos ocurriera. “Los tiempos en que era estudiante en Cuba eran lindos, pero coño, brother, no eran para nada fáciles. Imagínate, los hombres por un lado, las mujeres por otro. No tenía muy buenos resultados. Para los muchachitos más jóvenes, los que recién comenzaban, se les hacía muy difícil, porque los jodidos de los cursos más avanzados eran muy cabrones con los de los cursos más pequeños. Éramos todos hombres y la cosa se imponía a puño limpio. A las trompadas te hacías un tipo duro. Yo recuerdo que estaba este muchacho con su grupo. Eran de quinto año, y se las habían agarrado conmigo. En un recreo me agarraron de a tres. Dos me sujetaban y el otro me daba y daba. La paliza que me dieron no me la olvido jamás. Me bajaron dos dientes y estuve con la cara violeta durante dos semanas. Cuando me recuperé, me armé de valor y me pude vengar. Esperé el momento oportuno y busqué al hijo de puta que me había molido a palos. Y cuando estaba bebiendo agua de la fuente, fui y le partí un palo en la cabeza. El muy cabrón quedó tumbado en el suelo con toda la camisa sangrada, sin saber qué le había golpeado. Desde ese día que no se metieron más conmigo, y si lo hacían, por lo menos ya sabía como defenderme. “También tenía sus cosas buenas, como todo, como cuando salía de estudiar y me juntaba con alguna noviecita que tenía por ahí. Mira si era un cabrón. Yo me la llevaba al cine nomás porque no tenía otro lugar para singar. Nos acomodábamos en la parte de atrás y ahí dele que dele. Ah, pero no éramos los únicos, no... que va... En otra ocasión, me subía a los 230
techos de los dormitorios en los que estudiaba, para poder estar un rato a solas con ella y singar. Uy, y esta otra vez, lo hice en la guagua, sí, en un bus, rodeados de gente. Ella tenía una pollerita y se había subido arriba mío. Yo estaba sentado junto a la ventana y me había desabotonado los pantalones. Nos hacíamos los dormidos y nos movíamos con el movimiento de la guagua, traka traka traka traka. Ah, brother, qué buenos tiempos aquellos...
Un día lo vi llegar a José con mala cara, nervioso y exaltado. A penas me vio, ni me saludó y comenzó a hablar rápido. A penas podía entender lo que decía. –Ay, brother, que se jodió todo, coño. Se fue todo al reverendo coño. Ahora sí que estoy embarrado hasta los cojones. Me cago en la puta madre que me parió. –Pará, calmate –intenté tranquilizarlo, aunque ya había conseguido exaltarme a mí también–. Decime que te pasó. –La zorra de mi mujer, brother. Mira que la quiero matar. La quiero matar a la muy puta, esa zorra… –¿Pero que pasó? –No, que ayer me peleé con mi mujer, casi la mato. La amenacé con un bat de beisball. –¿Y le pegaste? –No, brother. No sé de dónde saqué la fuerza para contenerme y no molerla a palos. Si no, ya estaría en la cárcel. A mi casa no puedo volver más… –¿Cuándo pasó esto? –Ayer a la noche, joder. Me pasé la noche en bares. Estoy condenado. Ahora me van a quitar los niños, la casa… –se interrumpió porque se encontró con una amiga suya, una cubana Security y se puso a hablar con ella–. Brother, te veo luego –me dijo y se alejó hablando con ella. Por el resto del día no volví a verlo, ni al día siguiente, con lo que el tema quedó en suspenso hasta que volví a encontrarlo dos días después, ya un poco más tranquilo. 231
–¿Y, brother? –le dije cuando apareció en el segundo piso a las once de la mañana. –Bien, brother, por suerte ya estoy mejor –dijo, y hasta con la sonrisa de siempre–. Lo peor por suerte ya pasó. Ya está, me separé de mi mujer y me fui de mi casa. ¿Has visto que ayer no vine a trabajar? Joder, brother, me pasé todo el día entre abogados y toda la volá, arreglando esto y lo otro. En definitiva, esa zorra no pudo presentar cargos en mi contra porque, como me dijeron, no hubo violencia física. Menos mal que no le di con el bat, brother, porque si no, no estaría aquí hablando contigo. El otro día estaba como un loco cuando llegué aquí. Pero luego hablé con esa amiga que tengo y me hizo reflexionar. Se ve que las mujeres tienen un punto de vista distinto al de los hombres. Ven cosas que nosotros no captamos, y me hizo ver que la tipa estaba tan jodida como yo. Ella también debía estar desesperada, y todo lo que ocurrió fue producto de la desesperación. Pero ahora ya puedo ver que no fue tan terrible. No es la muerte de nadie. Es más, creo que así vamos a estar mejor los dos. Brother, lo único que me lamento es por mis hijos, que se están comiendo esta mierda por nada.
Unos días después volví a conversar con José. Ya estaba repuesto del todo del inconveniente con su mujer, y es más, parecía estar disfrutando de su nueva situación. –Ey, brother, que volá. –Como va, José. –Mejor que nunca, brother –me dijo entre risas–. Si hasta estoy mejor que antes. Es como si hubiera vuelto a mi época de soltero. Estoy viviendo en una casa con otros tres tipos, compañeros de estudios. Es un desastre, está todo revuelto. No lavé la ropa en una semana. Como no tenía ropa interior limpia, me puse las medias sucias de ayer, y fijate que no llevo calzón –soltó una carcajada–. Ah, brother, esto lo tenemos que celebrar. Conozco unos bares allá por el west a los que tendríamos que ir, unos buenos cabarets donde podemos agarrarnos unas buenas putas y festejar esto. 232
Yo aprendí a hablar en inglés cuando iba al mercado y le pedía una manzana, se la señalaba con el índice: “Oh, you need an apple?”, y entonces aprendí que manzana se decía apol. Después empencé a trabajar en el Hard Rock de cashier. Sólo sabía los números: guan, tu, tri. Y cuando el costumer me decía algo y se reía, yo también me reía y pensaba: “gringo, si supieras que no te entiendo una palabra”.
En esas tardes interminables, no me cansaba de oír a Raúl hablando mal de Fidel. Yo fruncía clandestinamente una ceja en señal de desaprobación, ya que por un lado, no soportaba ni quería ser cómplice de la gusanada de la Florida activando negativamente en contra de Cuba; pero por otro lado, sabía que Raúl estaba en contra del gobierno de este país y del suyo, en contra de los propios gusanos, en contra de su pueblo, así como también de los directivos del casino; 233
en definitiva, estaba en contra de todos, de manera que no me lo tomaría personal ni político. Además, cada vez que hablaba con su voz de locutor radial, se inclinaba más a la parodia que al odio. Un clásico de su repertorio eran los chistes de Anastasio: “Resulta que este Anastasio vivía en un pueblo muy pequeño donde todos se conocían y todos hablaban. Y en una fiesta del pueblo a Anastasio se le escapa un pedo. En seguida, se pone colorado y huye avergonzado, huye del pueblo porque no puede tolerar las miradas de los demás. Veinte años más tarde, Anastasio ya viejo, decide volver a su pueblo natal con la esperanza de que el tiempo haya borrado de la memoria colectiva aquel vergonzoso suceso. Entonces va Anastasio a la entrada del pueblo y se encuentra con un joven ocupado en sus tareas campesinas. –Oye, niño –le grita Anastasio. –¿Qué dice, viejo? –Oye, niño, ven, tengo algo que preguntarte –Mande. –¿Tu eres nacido aquí? –Sí, nacido aquí. –¿Nacido y criado en este pueblo? –Sí, nacido y criado en este pueblo. Si yo tenía cinco años cuando el pedo de Anastasio”. Otro de los infaltables eran los cuentos de Pepito, el niño maldito de los cuentos cubanos. Un chiste de José: “Va Pepito por la calle y se encuentra a Fidel. Fidel le dice –oye, ¿eres tu Pepito, el de los cuentos? Y Pepito: –No, Fidel, el de los cuentos eres tú”. Me sorprendía cuando, junto a José, se ponían a hablar de los adminículos tecnológicos para la vida cotidiana, productos de la era post soviética y del bloqueo económico: la navaja para afeitarse rusa apodada “lágrima de hombre”, o un televisor pantalla gigante de setenta pulgadas con una caja que ocupa la mitad de una sala. A raíz de esto, un chiste relacionado, de Raúl: “Se para un señor en una esquina de la Habana. Tiene puesto un traje elegante, un reloj lujoso, grande, 234
y dos maletas en las manos. Entonces viene otro y le pregunta la hora, para ver si era un turista. –¿Quiere saber la hora de la Habana, la de Rusia, la de Inglaterra? –le responde el hombre de las maletas. –¿Todo eso puede hacer? –Sí, y también te dice el clima, la temperatura, la humedad, la presión… –Qué reloj fantástico... –Es ruso –dice el hombre de las maletas. –Y en las maletas, ¿qué lleva? –le pregunta el otro. –Ah, en las maletas llevo las baterías del reloj. “Los rusos tenían un dicho: para qué hacer las cosas simples si pueden hacerse complicadas”.
Por aquellos días de diciembre estaba en el titular de todos los noticieros y en el encabezado de todos los diarios la “prolongada agonía y la inminente muerte del dictador cubano Fidel Castro”. En la calle ocho de la ciudad de Miami, los exilados políticos ya consideraban esa muerte un hecho y salían todas las noches a festejar con champage y fuegos artificiales y tiros. Las cámaras de la televisión latina no tardaban en transmitir aquellos festejos. Estas imágenes tenían su repercusión en la comunidad cubana de Nueva York que a su vez salía a las calles cubiertas de nieve para celebrar la muerte. Así mismo sucedía en la costa oeste, en Los Ángeles, donde cerraba el triángulo de la contra cubana, y de allí, hacia el resto del mundo. No había noticias precisas del estado de salud del comandante, y esto era precisamente era lo que alentaba a los festejantes la idea de una muerte encubierta por parte del Estado cubano desde hacía por lo menos un mes. Este era un acontecimiento único en las vidas de todos aquellos que dejaron su Cuba natal para refugiarse en el sueño americano. Pero cualquiera que hubiera vivido lo suficiente en Miami sabía que este tipo de actos se venían llevando a cabo desde hacía por los menos quince años, y a cada enfermedad padecida por el comandante, este había 235
supervivido, así como a las muertes que les habían sentenciado sus opositores. Por supuesto que la noticia no pasó por alto entre mis compañeros cubanos en el trabajo, con los cuales discutía el tema, mejor dicho, yo dejaba que expusieran sus opiniones al respecto ya que sus miradas particulares sobre el asunto me llamaban la atención. Raúl y José no eran meros repetidores de los discursos promulgados por la gusanada. Recibían la información y evaluaban según sus creencias y experiencias, y sacaban sus propias conclusiones, aunque estas fueran poco convencionales. –Coño, brother –decía Raúl, cogiendo el diario–, estos cubanos ya me tienen harto. Desde que llegué a este país que vienen diciendo que el comandante se muere al día, mientras que él se les ríe en la cara. Lo que pasa, brother, es que cuando tienes ochenta años, un día estas vivo y al otro día te mueres. –Y ese médico que trajeron de España, brother – acotó José–. Dicen que es un médico especializado. Yo soy médico y te puedo decir que en Cuba no hace falta ningún médico especializado de ningún país, porque en Cuba están los mejores médicos del mundo. Lo hicieron nomás para tener una acreditación internacional para constatar que Fidel está sano y saludable. Brother, no hay ninguna razón para llevar un médico de otro país a Cuba. –No, brother –la seguía Raúl–. Pero claro. El problema es que teniendo ochenta años, hoy estás vivo y mañana te mueres. –Ese Fidel no es ningún comemierda. Sabe muy bien lo que está haciendo. Comemierdas son los cubanos. –Fíjate que estamos hablando de los médicos – reflexionó Raúl–. De los médicos cubanos. El mundo cree que Cuba por poseer una economía bloqueada no posee capital de ningún tipo. Pero el petróleo que le manda Venezuela no se paga con tabaco o con azúcar. Todos estos miles de médicos cubanos en Venezuela y por todo el mundo son el capital más rico que tiene Cuba, el capital humano.
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–Sí, brother, yo mismo te lo puedo afirmar, yo soy médico –acotó José. –¿Cuánto gana en este país un médico? Yo digo que arriba de los setenta mil dólares al año. Multiplica eso por los miles de médicos que exporta Cuba a los demás países y dime si eso no es el recurso más importante de Cuba. Y los científicos, y los investigadores. Nadie le pregunta a los médicos cubanos si quieren ir a trabajar gratis como esclavos por el mundo. ¿Y el trabajo voluntario? Esa estupidez que inventó el Che Guevara… No, pero los cubanos sí son ignorantes. No digo que no haya mentes brillantes, que sí las hay, de eso no hay duda. Pero como conjunto, como masa, eso es otro asunto… Porque una cosa son los individuos pensantes por sí mismos y otra cosa muy distinta es el rebaño manipulado. –Deja que te diga una cosa, brother –interrumpió José–. Más ignorante que el pueblo cubano es el pueblo de los Estados Unidos. –Ah, sí, sí. No me cabe la menor duda. Fíjate que he leído un pensador norteamericano, una de las pocas mentes lúcidas que hay en este país, Noam Chomsky. Y una de las cosas que decía era que el pueblo norteamericano no tiene memoria a corto plazo, o sea, que el pueblo norteamericano tiene memoria de mosquito. Y es cierto, sino mira nada más quien es el presidente de este país, ese Chor Buch, que fue reelegido, y además se sabe que se robaron los votos. Con los millones que se gasta en una guerra que no le va ni le viene a nadie, con los desastres que dejó sin arreglar en Nueva Orleans, que sigue desvastada por el huracán Katrina de hace un año… Mira, brother, por más que quieras decir lo que quieras de Cuba, tú sabes que cuando hay un huracán, el Estado se encarga de darte una nueva casa si fue destruida, de darte refugio y de reparar los daños. Y eso lo sabemos muy bien tú y yo y no lo podemos negar. Pero aquí tienen como presidente a este sinvergüenza de Buch. ¿Y por qué? Tú lo has dicho, brother, no hay pueblo más ignorante que el pueblo norteamericano. Si en los Estados Unidos apareciera un Fidel Castro, y espero eso sí no sea, mira 237
lo que te digo, brother, tendrían un Fidel Castro no por cincuenta años como lo tenemos nosotros, sino por cien años más. –Bueno, muchos dicen que este país es un comunismo sin libreta. –Pues claro. –¿Cómo un comunismo sin libreta? –pregunté, saliendo del silencio expectador. –Claro, brother –me explicó Raúl–, sin la libreta de ración de alimentos. Acá te dicen “Sírvete todos los alimentos que quieras, pero nosotros controlamos todo el resto”. Un comunismo sin libreta. –Volviendo al tema de Fidel –dijo José–. Cuando muera Fidel yo no creo que se va a terminar el régimen en Cuba. –Ah, no, claro que no. Yo también negué con la cabeza. –Estos comemierdas de los cubanos están esperando a que se muera Fidel para que termine la dictadura, pero van a tener que seguir esperando. En Cuba no hay una dictadura como en la de los otros países. Fíjate Argentina, Uruguay, Brasil, Chile, en donde las dictaduras como mucho duraron quince años. Una dictadura no se puede sostener a punta de pistola durante cincuenta años. Tarde o temprano terminan cayendo, porque el poder de un gobierno no se sostiene con las armas. En Cuba lo que hay es un apoyo al régimen. La gente apoya al socialismo. Lo que no quiere es la persecución y el racionamiento. –Bueno, brother –volvió a intervenir Raúl–. Podemos plantear tres posibles situaciones frente a la muerte del comandante para lo que sería el futuro de Cuba. Una de ellas sería el fin del régimen socialista, la vuelta atrás al capitalismo y a la Cuba como cabaret de los Estados Unidos, lo que veo muy poco probable, porque eso implicaría una guerra y un aniquilamiento, un nuevo Playa Girón pero con armas modernas que posee el US Army, las bombas biológicas y toda la bola. No lo veo muy probable. Otra salida sería la actual, la prolongación de la dinastía Castro de la mano de su hermano, Raúl, que es, te repito, el estado actual de la situación en Cuba. Y una tercera posibilidad sería 238
la que plantea un grupo de intelectuales cubanos que proponen una serie de reformas en todo lo que tiene que ver con las libertades individuales y los derechos civiles, una apertura del régimen, vendría a ser, una modernización del Estado, pero sin tocar ningún punto de la política económica. En resumidas cuentas, podríamos decir un socialismo sin Fidel, lo que creo, brother, creo, que no sería tan mala idea. Pero todavía estamos lejos de llegar a ese punto y lo que yo creo, y en esto espero estar equivocándome, pero lo creo, que para el mes de marzo o abril del año que viene, el comandante Fidel Castro va a volver a aparecer en público y con todo el teatro que les gusta hacer a estos comunistas, va a anunciar una nueva toma de poder, una retoma de poder, una re-revolución. Eso es lo que creo, brother, y créeme, espero estar equivocado.
Cuando no estábamos hablando de política, tema que involuntariamente se volvía a repetir dos o tres veces por semana, como una herida abierta que no sanaba, con Raúl también intercambiábamos nociones de música, de ensayos científicos, fenómenos paranormales, historia, cierta filosofía y, para mi sorpresa, literatura, tema en el que resultó muy ducho y lector. Se mencionaban autores de doble apellido como de Lezama Lima y Mujica Lainez, también a los de apellidos simples, como Guillén y Cortázar, siempre en contrapunto entre los escritores cubanos y argentinos; también más específicamente, a los escritores soviéticos y su ciencia ficción, o tal vez sobre el oficio de escribir y cobrar por palabra al comentario de Raúl acerca de esta novela de Tom Clancy que estaba leyendo en la cual el autor se explayaba durante cien de las quinientas páginas del libro describiendo la vida de una sequoya que crece durante quinientos años y luego cae al mar mientras es trasportado de Japón a Estados Unidos y choca con un submarino nuclear, accidente que desparrama desechos radiactivos por la costa de California, y recién comienza la catástrofe radioactiva, motivo del libro de Clancy. 239
Hablando largo y tendido, también pude sacarme la duda acerca del asunto de los casinos indios que tanto me intrigaba. Por naturaleza, sentía una atracción a la temática indígena, y el único acercamiento que tuve a la cultura originaria de esta tierra provenía de la experiencia en los casinos indios que acusaban tanto Raúl como Juan. En este aspecto, estos dos se peleaban por ser la autoridad del conocimiento y la experiencia con respecto a este tema a la hora de explicárselo a un joven inquieto que inquiría sobre el tema. La cuestión es así: las tribus indias, al ser consideradas naciones independientes dentro del país, tienen permitido abrir casinos dentro de sus territorios sin tener que pagar impuestos federales. En Estados Unidos, existen más de 550 naciones indias reconocidas por el estado federal, de las cuales 220 operan juegos de apuestas. Por otro lado, por fuera de las naciones indias, los juegos de azar se concentran en la ciudad de Las Vegas, Nevada, y en Atlantic City, New Jersey, y en los cruceros off shore, o sea, que operan en el mar donde el Estado no tiene jurisdicción. En muchos estados, el juego y las apuestas están prohibidos. Todo comenzó a partir de la Ley para la Reglamentación del Juego en Tierras Indígenas, en 1988, ley por la cual las tribus indias pueden abrir establecimientos dedicados a juegos de azar en sus tierras. Esto, unido a que no tienen que atenerse al pago de impuestos, supone una inmensa cantidad de dinero para las tribus indias1. 1 Ese año, 2006, según la consultora PricewaterhouseCoopers, las naciones indias en su conjunto, ingresaron un total de 25.100 millones de dólares anuales de ganancia, frente a los 6.000 millones que registró Las Vegas. De esta manera, las naciones indias destronaron a la ciudad del juego por excelencia del primer puesto en rentas. Por este motivo es que el estado federal comenzó a tener interés en comenzar a fomentar la apertura de casinos en otras ciudades aparte de Atlantic City y Las Vegas. Aquí entra esta pequeña ciudad 240
Hacía poco que los indios Seminole, del sur de la Florida, habían comprado la mítica marca Hard Rock, haciéndola propia y explotándola como casino. De allí venían de trabajar Raúl y Juan, además de una inmensa cantidad de slots con experiencia previa. Raúl recordaba los encabezados del diario de los indios de cuando trabajaba en el casino: “Culebra tuerta se recupuera de sus excesos de alcohol”. “Pájaro solitario se interna en un tratamiento contra las drogas”. “Potrillo malo se salva del intento de suicidio”. Porque también con la entrada impensada de dinero que los casinos habían traído aparejado, venían consigo también todos las enfermedades del espíritu que los occidentales venían cultivando desde hacía milenios. En el testimonio de Juan Fava, una reflexión que dejó caer mientras conversábamos de la repartición de las propinas o tal vez de Cuba: –Los indios tienen la organización más igualitaria que existe en el planeta. Si sos indio y la tribu te reconoce, te dan el derecho a una casa, te dan educación hasta la universidad y después te ponen a trabajar con un salario de 60.000 dólares al año. Después de pasar por todos los puestos del casino en menos de un año, si querés, te podés retirar y cobrar una jubilación.
El tiempo que nos sobraba también dio pie para que Juan me contara cómo había decidido irse de Argentina. Al parecer, había una historia hipster con un falso arranque detrás de su arrugada cara que aparentaba no querer decir nada: -Era allá por el año '68, cerca de la navidad. Hacía poco que habíamos terminado el colegio secundario, más o menos hacía un año y medio. Por entonces, siempre andaba con mi compinche, Roberto. Siempre llamada Hallandale, con treinta cuadras a la redonda, con dos casinos de juegos recientemente abiertos. 241
andábamos juntos, hacíamos todo juntos. Habíamos estudiado en el mismo colegio y nos habían expulsado al mismo tiempo, y los dos terminamos en la escuela nocturna. Teníamos unos laburos mediocres, nos aburríamos de lo lindo, pero por lo menos, hacíamos el mango para el día. Resulta que en navidad, nos juntamos y nos pegamos una curda de novela. Terminamos hablando boludeces hasta que se hizo de día. Una de las tantas boludeces que dijimos fue de irnos de viaje. Roberto me dijo: “vámonos a recorrer toda América viajando, es lo mejor que podemos hacer”. “Bueno”, le dije. Así que al día siguiente, cuando nos levantamos de resaca y nos miramos las caras, nos preguntamos: “¿Y, nos vamos?”, “Y, dale”. Así que acordamos en irnos antes que termine el año, empezar por arriba de todo, en Canadá, y pasar año nuevo ahí como una manera de iniciar una nueva vida. Así que vendimos cada uno lo que tenía, las bicicletas, una radio, hasta la cama vendimos, y con algo de ayuda de nuestros familiares, compramos dos boletos a Canadá para finales de diciembre. Y allá fuimos. Estuvimos seis meses viajando por distintas ciudades de Canadá, hasta que un día Roberto conoce a una canadiense y me dice que no quiere viajar más, que se cansó, que quería establecerse en un lugar que le había gustado y hasta quería formar una familia ahí. “¿Para qué seguir viajando, si acá encontré lo que quiero?”, me dijo. “Bueno”, le contesté, “yo quiero seguir”. Y nos separamos. Y fijate vos que todavía Roberto sigue viviendo en el mismo lugar. Yo entonces no lo entendí, y medio que me enojé con él. Así que crucé la frontera y entré a Estados Unidos. Unos cuantos meses después se me pasó el enojo que tenía con él por haberme dejado así. Yo también había abandonado nuestro plan de viajar por todo el continente, porque conocí a una mujer, que después fue mi primera esposa, y me quedé a vivir. Se ve que ahora me había pasado a mí.
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Fue en una de aquellas tardes apacibles en las que escuché narrar a Raúl una de sus historias que, por su calidad de espléndido narrador oral, su tono de voz profundo correspondida con su redonda figura, y las pausas intrigantes y bien colocadas, hacían que sus palabras fueran escuchadas con suma atención. –Siendo yo un estudiante de ingeniería en la Universidad de La Habana, disfrutaba de reunirme con un grupo de jóvenes muchachos también interesados en la ingeniería y conversar con los profesores acerca de sus experiencias en la invención de nuevos métodos o sistemas o modos de funcionamiento, en definitiva, lo que le interesa a un joven estudiante universitario. Y reunidos en torno a un docente que había terminado de dictar su clase, le pregunté, por simple curiosidad, cuál había sido su invención más audaz, más sagaz en toda su carrera como ingeniero. “Qué bueno que me hayas preguntado eso”, nos dijo el profesor, “porque mi invento más importante no puede contarse en público, en una clase abierta”. Resulta que este hombre, mi profesor, trabajaba como capataz a cargo de un grupo de obreros en un taller con máquinas. Su tarea era supervisar y regular la labor de los trabajadores bajo su responsabilidad. En un determinado momento, nota que está faltando un obrero que no estaba en su puesto de trabajo. Entonces, baja al taller y pregunta a uno: “¿Has visto a tal muchacho?”. “Lo vi entrar al baño”, le dijeron, “pero eso hará cosa de una hora”. Los dos juntos fueron hasta la puerta del baño para ver qué ocurría con el muchacho ausente. Tocaron pero nadie respondió. Al querer entrar, notaron que la puerta estaba trabada desde adentro. El muchacho se encontraba en el baño, pero algo le había sucedido. Lo llamaron por su nombre y este contestó. “¿Qué es lo que ocurre, muchacho?”, le preguntó este profesor mío que contaba esta historia. Después de preguntarle varias veces, sin respuesta, abrió la puerta y exhibió su inconveniente. Al parecer, el muchacho se había ausentado al baño para masturbarse y se había llevado una de las tuercas gigantes que tienen las máquinas que se utilizaban 243
allí. Y al introducir su pene en el orificio de la tuerca, se le quedó trabado. En la vergüenza que le había agarrado, se encerró en el baño hasta que su ausencia comenzó a ser notoria. Enseguida lo mandaron al hospital para que se trate urgentemente la situación que lo tenía aprisionado antes de que se pusiera peor. Lo acompañaron dos hombres y mi profesor. En el hospital lo atendieron sin demora. Con los pantalones bajos y la tuerca atorada, le colocaron una jeringa para que la sangre drenara y bajase la hinchazón. Pero había pasado tanto tiempo que la sangre no circulaba, ya se había secado. Los médicos anunciaron que la única salida posible que veían era la amputación, antes de que el miembro se terminase de gangrenar y se extendiese. “¡No, no, no!”, gritaba el muchacho. Decidieron llevarlo de vuelta al taller y lo sentaron en una mesa para pensar cómo proseguir. No podían cortar la tuerca por su espesor, puesto que si utilizaban una sierra eléctrica, el metal se calentaría con rapidez y le quemaría la piel. Aquí es donde entra el ingenio de este hombre. En pocos minutos, en una carrera contra la gangrena en el miembro del muchacho, ideó un sistema de enfriamiento que impedía que la tuerca se calentase mientras la estaban cortando. Y así pudo salvarse el muchacho de ser castrado para el resto de su vida, por una incontinencia hormonal, gracias a ese, su más audaz invención de ingeniería.
Un día como cualquier otro, me levanté y pedaleé las treinta cuadras que separaban mi casa rodante del casino, escuchando a un volumen suficientemente algo como para no oir las bocinas de los autos una de las veinticuatro piezas de Paganini que tenía en los discman, yendo a la máxima velocidad que le podía dar a la bicicleta, avanzando entre los autos por la Hallandale Blvd., doblando por la US1, luego entrar al establecimiento y encadenar a mi bicicleta para subir a hacer lo que llamaba trabajo, justo a tiempo para batir un nuevo record en dos ruedas traccionadas a sangre para 244
llegar a horario, ya que cada vez se me hacía más tarde para salir de casa, sabiendo que al llegar me esperaba la tediosa tarea de doblar remeras o desenredar collares mientras hacíamos tiempo y al tiempo nos pagaban por esperar a que el Estado nos concediera la licencia, o nos la rechazara, y entonces ahí sí tenían una excusa para despedirnos, o como dicen simpáticamente, “dejarnos ir”. Ese día, habiendo estado por la mañana doblando remeras y desenredando collares para regalar, perdiendo el tiempo entre conversaciones con José o Juan, yendo y viniendo con Marcia a fumar un cigarrillo, o advirtiéndole a Raúl sobre una nueva desaparición de Matt “el fantasma”, escuchando y riéndome de lo que Abby le hacía a Esther desde que se había metido con ella, sorteando las dificultades que por amor al trabajo Beverly nos ponía en el camino, o viendo cómo Daemon se rascaba el higo mientras que nosotros, tratando de deshacer los nudos de esos collares de pelotitas que se acumulaban en centenares de docenas de cajas, teníamos que oír día tras día quejarse a Mathew Smith que no le llegaba la fucking licencia; disfrutando del trabajo flojo del que venía disfrutando desde que me habían contratado hacía casi dos meses ya; ese día, en el que se oyeron los rumores de que faltaban dos semanas para que se venciera el plazo para que nos aprobaran la licencia, y en ese caso, estaríamos listos para ir consiguiéndonos otro trabajo. Ese día, poco antes de la hora de lunch, se me acercó Daemon para decirme que cuando terminase de desenredar el collar que tenía en la mano debía ir a la oficina de Victoria a hablar con ella. Dejé el manojo de bolitas brillantes y me paré como si mi silla tuviera un resorte. Su tono serio me pareció una premonición fatal y no quise pasar un solo segundo más sin estar enterado de la noticia que tenían para comunicarme. Transpiraba por debajo de mi camisa. Me llevó a un costado para hacer privada la conversación, y fijé mi vista en sus ojos de topo detrás de sus lentes. Lo mínimo que me esperaba era el aviso de despido, por ser el personaje más querido entre las negras, las viejas y los latinos, a la vez que el más rechazado por los 245
supervisores, con excepción de Ashley y Jeff (aunque Jeff no cuenta para nada), así que sería el primero. “Congratulations. You´ve got your licence. Victoria is waiting for you in her office to give you instructions.” (“Felicitaciones. Has obtenido tu licencia. Victoria te está esperando en su oficina para darte instrucciones”). “Thank you, thank you, thank you very much.” (“Gracias, gracias, muchas gracias”), no paraba de decirle al encontrarme ahora parado en la situación diametralmente opuesta a la que me había imaginado. “Come on. Go. She´s waiting for you.“ (“Dale, andá. Ella te está esperando”). Bajé hasta la planta baja a su oficina, situado en uno de los corredores que salían de una puerta del casino. Una vez frente a su puerta, me acomodé la ropa y golpeé. “Come in.” (“Adelante”). Ahí estaba Victoria Cannon, hablando por teléfono junto a Ashley, sentada junto a la computadora. Victoria cortó el teléfono y se dirigió a mí. “Congratulations, Patrick. You´ve got your licence.” (“Felicitaciones, Patrick. Has obtenido tu licencia”). “Thank you, thank you, thank you.” (“Gracias, gracias, gracias”). “Are you happy?” (“¿Estás contento?”), me preguntó Ashley. “Oh, yes!” (“¡Oh, sí!”) “Are you nervous?” (“¿Estás nervioso?”), me volvió a preguntar. “Oh, yes!” (“¡Oh, sí!”) “I can see it. Your shaking.” (“Ya lo veo. Estás temblando”). “Ok”, dijo Victoria. “From now on you´re gonna start working on the casino floor. How far do you live? You live close?” (“Bien. A partir de ahora, empezarás a trabajar en el piso del casino. ¿Cuán lejos vivís? ¿Cerca de acá?”) “Eight Blocks.” 246
(“Ocho cuadras”). “Ok, so, you can go home and pick your uniform and then come back. Your supervisor Kathy is gonna give you instructions for the day. You´re gonna watch how the work is done and tomorrow they are gonna give you a bag with money to start working as a cashier.” (“Bien, así que podés ir a tu casa y recoger tu uniforme y volver. Tu supervisora Kathy va a darte instrucciones sobre lo que tenés que hacer. Hoy vas a dedicarte a observar cómo se realiza el trabajo y mañana van a darte una bolsa con dinero para que empieces tu trabajo como cajero”). “Ok, thank you.” (“Bien, gracias”). “Thank you, thank you...” (“Gracias, gracias”), se burlaba Ashley. Abandoné de inmediato las instalaciones del casino y pedaleé alejándome. A las pocas cuadras me detuve en seco sobre la US1 cuando me acordé que el uniforme estaba en la casa de mamá, y que por un azar del destino, no traía conmigo las llaves de su casa ese día. Pero que Osvaldo guardaba un copia de la llave por cualquier situación como esta. Seguí pedaleando. Llegué y toqué la puerta del 9B. Osvaldo me abró con su cara de sorprendido contento de siempre. Agitado y empapado de transpiración, le conté la nueva. Me dio la llave y se ofreció para llevarme al casino. Me pareció un buen comienzo, ser conducido por un hombre que ha hecho carrera en los casinos de las ciudades más casinezcas. Tomé el pantalón negro, la camisa violeta y el chaleco con dibujos de confeti. Me abroché el botón dorado que cerraba el cuello, y subí a su camioneta. En el corto camino hasta Mardi Gras me fue relatando en resumen algunas historias que ya había escuchado de boca de mamá, siendo chef de avión cocinándole a Frank Sinatra, o maitre d’ de los Trump Plaza, o acomodador de la mafia en New Jersey, los que le dejaban, noche tras noches, rollitos de billetes de cien de propina que no sabía dónde guardar. En la espera del semáforo para doblar en Atlantic Shores soltó su consejo con aires de ser conocedor del medio: 247
–Ahora que entrás al negocio de los casinos, te recomiendo que te quedes, porque ahí vas a hacer guita, pibe. Ahí está la plata. Y aunque te suene materialista esto que te voy a decir, es cierto. Cuando empieces a ganar buena guita vas a tener mejores cosas, mejores autos, mejores mujeres, mejores amigos.
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III
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JAULA
Bajar al piso del casino era estar en el centro de la acción. Era insertarse de lleno en el negocio del entretenimiento. Era ser ese engranaje aceitado en la gran maquinaria productora de dinero que succionaba a los clientes como sanguijuela deseosa siempre de más. Nuestro deber, hacer que el cliente estuviera siempre satisfecho para poder seguir exprimiendo los billetes por los que había trabajado. Así, cuando un cliente viniera a cobrar su ticket, había que felicitarlo, preguntarle si había perdido mucho dinero antes de ganar esa pequeña suma, había que animarlo y hacerle un chiste para que no se desanime y siempre desearle buena suerte. Ese primer medio día recibí instrucciones de Kathy de mirar el trabajo real de un cajero y pasar el resto del día al lado de Noemí, que, además de ser mi entrenadora, aprovechó para atribuirse nuevamente el papel de madre postiza. Se tomó el trabajo tan a pecho de explicarme cada detalle de cómo se hacía el trabajo como si nunca hubiera oido una palabra acerca de ello, que fuimos a almorzar juntos, nos sentamos uno a lado del otro –como al principio–, y a la hora de salir, me hizo subir a su brand new Mercedez (que su ex marido le había regalado) y me dejó en Hallandale Blv. y la US1. “Al principio del día”, comenzó su explicación Noemí en la South Cage, una vez que hube vuelto de buscar el uniforme de lo de mamá, y recibir con alegría el saludo de bienvenida de las cajeras en la jaula: la gorda Debby y la vieja Anita. “Al principio del día te dan una bolsa en el Money Room con 20.000 dólares. Firmás que la recibiste y empezás a verificar que está todo. En el puffer contás todos los billetitos, los hundred (100), los de twenty (20), los de ten (10), los de five (5) y los singles (1). Los singles son los más complicados, 251
porque por lo general están muy gastados y se traba la máquina. Ah, y no nos dan fifty (50) porque según muchos jugadores es bad luck (mala suerte). Te dan unos rolls de quarters (25 c), unos de pennies (1 c), de nickles (5 c) y de dimes (10 c). También los tenés que contar, porque quizá te falta alguna moneda en el roll y después en el balance estás un dime o hasta un quarter corto”. Sus palabras eran pausadas, como si yo, su alumno fuera un infante pequeño. Muchas de estas cosas las sabía por instrucción teórica, lo que me faltaba era saber cómo manejar el programa del escaneo de tickets y hacer un verdadero balance, intentando cerrar números con un banco inicial de $20,000. Me sentía un poco incómodo vistiendo el uniforme de los slots por primera vez. Todos vestíamos igual, tanto cashiers como floor attendants, de violeta en la jaula o flotando por el suelo. Como en los scenarios, un cliente vino hasta la ventanilla de Noemí y le entregó dos tickets. Los escaneó pacientemente a ambos. La computadora arrojó su resultado. Le preguntó al cliente: “How do you like it, sir?” (“¿Cómo le gustaría su dinero, señor?”) “In small bills, please.“ (“En billetes chicos, por favor”). Le pagó tres twennies, dos ten, un five, tres singles y unas monedas que totalizaban la suma de ochenta y ocho dólares con veintisiete centavos. Dispuso los billetes en abanico, de derecha a izquierda, al revés del común (ella era zurda), contándolos en voz alta. Luego los plegó, se los entregó en la mano a través del agujero de la ventanilla, y agregó: “Thank you and good luck.” (“Gracias, y buena suerte”). Me mantuve observando esta misma situación durante el resto del día hasta que a las seis y media llegó el reemplazo. Entre los empleados del turno noche, la night people, muchas caras que aún no había visto y no terminaba de conocer. En su mayoría eran negras y sus nombres: Jenika, Charleene, Dianese. 252
Como nos encontrábamos en South Cage, delante del Money Room, no era necesario llamar a un escolta de seguridad para salir de la jaula, a diferencia del resto de las otras jaulas, sino que pasamos a través de las puertas hasta la última. Pasamos cuatro puertas antes del Money Room. Allí reinaba un clima generado por el cansancio de los cajeros que terminaban el turno y alguno que otro desesperado porque no le cerraban los números. Todo el mundo hablaba y reinaba el griterío, principalmente de sexo femenino y particularmente de color negro. Allí estaba Carmen, entregando su bolsa y quejándose que le dolían los pies. Alina y Marlene contaban en dos puffers sus billetes desordenadamente mientras hablaban y se reían tan alto que llegaba a contagiar. Algunos floor attendant contaban su dinero en mesas. Lo hacían a mano porque la plata que manejaban era mínima comparada con la de los cajeros. Le daban 350 dólares para facilitarle cambio a los customers sentados en las máquinas. Noemí entró y saludó en general, y al verme, todas me saludaron efusivamente, alegrándose de verme por fin en el suelo vistiendo de violeta como ellas. Cuando se desocupó un puffer, apoyó la bolsa negra sobre la mesada y sacó los fajos de billetes. Contó y recontó haciendo cuentas hasta llegar a un resultado redondo. En el casillero en donde se coloca la diferencia entre el inicio y el final dibujó un orgulloso cero. Al día siguiente, luego de despertarme, partí hacia mi primer día como cajero en el casino Mardi Gras. El reloj marcaba las nueve y diez. Pedaleé tranquilo pero constante, fumando y pedaleando de contramano por la avenida ocho hasta Atlantic Shores. Era una buena hora, aún temprano, sin tantos autos en la calle, la gente aún dentro de sus casas. Mejor para mí, que ya me creía suficientemente ridiculizado con el uniforme violeta y negro como para que los que pasaban sus mañanas en las puertas de sus casas me vieran pasar. Miré el reloj. Estaba a tiempo, y es más, a tiempo de llegar temprano. En días pasados, a esta hora, nueve veintitrés, ya estaría trabajando, un eufemismo para no decir escapándome con Marcia a fumar un 253
cigarrillo, o estaría conversando como a diario. Los cajeros entraban a las nueve y media, tomaban su bolsa y contaban su dinero para estar listos a las diez y media, hora en que abría el casino. Para esta hora, ya se podía ver en la entrada principal gente sentada entre las mesas y sillones, charlando breve y nerviosamente, contando los minutos, impacientes para que se abrieran las puertas y sentarse en las máquinas, y jugar. Entré a gran velocidad por el acceso norte y bordeando el edificio, llegué al acceso lateral para empleados. Encadené mi bicicleta y acomodándome el disfraz, intenté recuperar el aire antes de entrar. Me paré junto a la puerta mientras que detrás de mí llegaban tanto cashiers como attendants. Pasé la tarjeta con mi foto (me la habían dado el día anterior, sabiendo que este día bajaba al suelo del casino) por el lector y la luz roja se transformó en amarilla. Entré por un pasillo y salí a los lockers. Todavía no me había conseguido un candado, me había olvidado de comprarlo. Por ser el primer día, dejé mi mochila en la oficina de Victoria Cannon, como me había indicado Kathy. Crucé hasta el otro lado del casino y volví a salir por una puertita; entré por un pasillo y toqué la tercer puerta, la de Miss Victoria. Sabía que ella siempre decía que podíamos dejar las cosas en su oficina. No sé si será uso del idioma, pero me causaba gracia cuando, luego de unas palabras, terminaba con esa frase de invitación: “Any way, you know were I live.” (“Ya saben dónde vivo”). Y bueno, habrá casas que son como oficinas, oficinas en las que la gente vive como en su propio hogar. Me sorprendió constantar esto segundo, cuando por fin escuché la voz de come in que venía de adentro. Hasta ayer, nunca había tenido que venir a la oficina de la jefa del departamento, aunque, por lo que sabía, había cashiers que eran habitués del lugar. Empujé la puerta. Estaba Noel con unas carpetas bajo el bazo, mirando la pantalla de la computadora detrás del escritorio. “Hey”, me saludó jovialmente. Le pregunté si podía dejar la mochila, y me dijo: “Sure”. 254
(”Claro”). Y volvió a la computadora. No bien puse un pie adentro sentí que me introducía a un microclima en el que predominaba a la vista imágenes orientales, y el aroma siempre fresco del cinnamon, y el ruido del agua corriendo. Tuve la impresión de cierto tipo de búsqueda de la armonía y de una filosofía (léase moda o estilo) de vida esotérica, ecléctica y ecuménica. Sabía de las tendencias de la señora al misticismo, a veces creía ver una leve aura sobre sus hombros cuando escuchaba las palabras que salían de su tajante boca hablando del señor y nosotros, su rebaño, con un dedo índice apuntando al cielo. Cada vez que hablaba con esa luminosidad, con esa retórica, con esa política, transformaba su discurso en convicción, en unión, o sea, religión. Sobre la pared izquierda había un pizarrón blanco con dibujos de globos y flores y un mensaje que dice: “Please, leave all attituds outside” (Por favor, dejar las malas actitudes de lado). En la pared enfrentada, una serie de pictogramas colgados en cuadritos que poseían una breve explicación de su significado. En el rincón detrás de la puerta, estaba dispuesta sobre una mesita la fuente de agua. Era el artefacto más llamativo de su oficina. Tenían bandejitas que formaban cataratas donde el agua se acumulaba y en la de abajo, unos barquitos flotaban y jamás se detenían. El escritorio, repleto de artefactos de oficinas, útiles o meramente decorativos. Una silla mirando a la puerta, la de ella, y otra silla enfrentada, donde se sentaban los empleados. En la pared del fondo había otra puerta, que hoy estaba cerrada pero ayer había visto abierta. Y otra noche que aparecí por allí para buscar mi cheque semanal, vi que en ella estaban sentados en una mesa el gordo Charly y el tipo del FDLE (Florida Department of Law Enforcement – Departamento de Policía de la Florida) con el chumbo en la cintura. Salí apurado hacia el Money Room. Un Security negro me abrió la primera puerta y lo saludé simpáticamente. Pasé a la Man Trap y quedé encerrado. Luego toqué el botón de exit y pasé al pasillo. Allí otro Security sentado 255
en una silla me abrió la puerta. Pasé a la antesala del Money Room. Ya se respiraba otro aire. Una puerta más me separaba del lugar donde propiamente comenzaba mi jornada, una puerta doble con ventanas blindadas por las que se alcanzaba a ver algo de adentro. En este punto estaba supuesto de tocar el timbre y enseñar mi identificación a la cámara al tiempo que decía mi apellido. Del otro lado, un empleado del Money Room, generalmente era el viejo George, te recibía por el transmisor y te dejaba pasar. En el Money Room se amontonaban varios cajeros que sin apuro hacían cola para recibir su bolsa y contar su dinero sin descuidar las conversaciones. Allí estaban Carmen, Stephanie, Norma Jean y a un costado, sola, Tory, que ese mismo día, cuando noté que no estaba hablando con nadie, me aclaró: “I come to work to make money, not to make friends.” (“Yo vengo al trabajo para hacer dinero, no para hacer amigos”). Saludé a las mujeres de color, un trío con el que tenía ciertas afinidades en cuanto a valores y tratos. Firmé una hoja y me entregaron la bolsa. Fui a contar mi dinero al puffer para asegurarme de que estuvieran los 20,000, ni más ni menos. Mientras contaba, comenzó a llegar otra camada de cajeros, que llegaban sobre la hora, quince minutos más tarde, sabiendo que podían tirar sin que se cortase. Este grupo estaba compuesto principalmente por nuestras amigas de color, de ascendencia haitiana y hablantes del creole: Alina, Tamika, Marlene, Mirlande y Ticia. Con Noemí éramos los únicos argentinos, y de hecho, los únicos latinos en el grupo de cajeros diurnos. Iba apareciendo el otro miembro masculino, además de mí, de raza negra pero que no se daba a pertenecer a ninguno de los dos grupos de negras, Shuhun, se manejaba de una forma autónoma, con el privilegio de ser el único macho de su especie, el gallito en el gallinero, sin tener competencia. Por fuera de los mencionados estaba Debbie, cuya amistad con la supervisora Kathy le había resultado muy útil y cómoda ante cualquier cosa que necesitase. 256
Había una hoja junto a la planilla para firmar el presente y la hora de ingreso y otra que indicaba qué puesto le tocaba a cada cajero en el día de la fecha. Este día me tocaba en la South Cage, con Noemí y Debbie. Con el correr de los días fui notando que esa planilla se tornaba motivo de discusión matinal y llegar cada mañana implicaba una pelea por los puestos. Era un hecho que Debbie había arreglado con Kathy para perpetuarse en la ventanilla número uno, ya que la South Cage era una jaula con ritmo regular y constante, lo más parecido a una rutina; así como Tory que, después de sus comentadas escenas, se consiguió un puesto permanente en la North Cage, donde había un solo cajero y los clientes eran pocos y casi ninguno. Descubrí a su vez que Carmen, una señora muy respetable, mostraba sus colmillos, hablaba de injusticia y de favoritismos si la movían de High Rollers, ya que le gustaba hablar con el Security y el ambiente, aparte de confortable, le sentaba bien. Marlene hacía lo posible por estar en la ventanilla seis, en la Handpay Window en Satelite, porque los pagos eran pocos y de grandes billetes, difícil equivocarse; y Mirlande hacía lo posible por estar con Marlene para tener alguien con quien entretenerse a lo largo del día. El problema aparecía cuando había que rotar de puestos según indicaciones de arriba. Entonces todo se salía de sus carriles si no les tocaba donde les gustaba. En la jaula no había actividad para hacer si no atendíamos a algún customer. No estaba permitidos los celulares. Todas las llamadas se hacían en los breaks de quince minutos o en los lunch de treinta. Tampoco se nos permitía tener bolsillos, para no transportar nada dentro o fuera de la jaula. Lo único que podíamos llevar era una lapicera colgando de la tarjeta de identificación para anotar los números en el balance u ocasionalmente firmar algún papel. Lo único que se podía hacer encerrado en una jaula era hablar. A lo largo de la jornada, los cajeros se la pasaban hablando, de manera tal que cuando bajé al piso del casino y lo vi con mis ojos, me di cuenta que ese era su verdadero trabajo: hablar. Y el trabajo de los supervisores, ver u oír 257
de qué hablaban los cajeros. Y el de los managers, alentar brevemente conversaciones cuando la motivación decaía. Con Noemí hablábamos en español, lo que era muy conveniente, así la snitchy (metida) de gorda Debbie no podía entender de lo que hablábamos. La mañana era tranquila. El piso del casino se poblaba con ancianos y snowbirds que copaban las máquinas de baja denominación. Esos eran los que luego de un rato venían a canjear cuatro o cinco tickets que no alcanzaban una suma mayor a los seis dólares.
Una semana después de haber bajado al piso, me encontré con Marcia en el segundo, ella fumando en un break y yo haciendo la cola para obetener un phillie steak. Me comentó, luego de saludarme tan cariñosamente, qué habían sido del resto de los que aguardaban por su licencia: a Abby la habían pasado a reparaciones, porque era hábil con las computadoras, pero faltó dos días seguidos sin avisar y la echaron. A Matt chocolate, como le decía ella, lo habían puesto a conducir los carritos del estacionamiento, lo mismo que Demian –más tarde los vería conduciendo y cuando nadie los viera, haciendo carreritas–; ella se había pasado a Human Resources, donde estaba Helena y Vera, dos compañeras brasileras suyas, ex Varig; a los otros, como a Mathew Smith, a Raúl y a Juan le habían dado la licencia unos días después que a mí, y a los que no les llegó, más preciso es decir, al único que no le llegó, a Ralph, la única persona honesta en 258
todo Sodoma, lo “mandaron a su casa”. Juan cada tanto subía a conversar con ella para actualizarla de lo que acontecía y arrastrarle el ala, a él que le gustaban las brasileras. Ella, por su parte, estaba contenta de no haber tenido que vestir el uniforme violeta que yo tenía puesto y al que no paraba de mirarlo de arriba abajo conteniendo una risotada.
Una de las cosas buenas del casino son los baños. Para escaparme un rato de la jaula, me voy un rato al baño. Entro a uno y me dispongo a sentarme un rato, pero los inodoros del los baños no tienen tapa, lo que me obliga bajarme los pantalones para estar más cómodo y me dispongo a cagar, cagar gloriosamente escuchando la radio que pasa un jazz del carajo, y si digo un jazz del carajo es porque hay otro que es del carajo (en un sentido peyorativo), como el classic jazz band que ponen en la puerta los viernes, sábados y domingos y los días que sortean el BMW, o la Hammer o la Harley; toca un jazz de lo más decadente: mucho Sinatra haciendo versiones de clásicos de la bossa (para el deleite de Marcia, Marissa, Helena y Vera, la comunidad carioca del casino), y más Sinatra, los éxitos casinezcos de ayer y hoy y siempre, canciones que seguramente no voy a escuchar en la radio que suena todo el casino pero que se puede escuchar solo en el baño porque en el piso está el clin clin clin de la gente apostando, cuando paso por la puerta y cruzo al viejo que está en la puerta para saludarte, darte jabón de mano, toallas de papel, conversar mientras meás, luego darle un dólar y tomar unos caramelos de peppermint o cinnamon, el mismo viejo que cada vez que me ve entrar me dice: “What’s up, kiddo?”
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“Hi, what’s up?” (“Hola, ¿cómo va?”), le atino a decir al Security que cuida la puerta de salida de la South Entrance mientras él me abre servicialmente la puerta sin dejar de hablar ni por un minuto por teléfono en creole. “My friend”, me dice con una lengua resbalosa, negra y afrancesada. Y al rato, cuando vuelve a asomar solo la cabeza para ver qué pasa del otro lado de la puerta en lo que llaman el “patio”, (pronunciado pário), para ver si sigo fumando. Y le digo: “Look, that cloud looks just like England!” (“¡Mirá, esa nube se parece a Inglaterra!”) Y tras repetirlo nuevamente con el mismo asombro, my friend no entiende, se ríe y vuelve a meter la cabeza adentro.
Con el correr de los días, encerrado en las distintas jaulas manejando dinero y observando el comportamiento de los customers, comencé a distinguir distintas clases de gamblers (jugadores), que se presentaban frente a la jaula durante mi turno. Tenemos a los ya mencionados jugadores de la tercera edad, aquellos quienes ya trabajaron toda su vida y rellenan sus momentos de soledad con 261
máquinas ruidosas. Son fácilmente confundibles con los snowbirds, quienes llegan desde el níveo invierno del norte para vacacionar junto a la playa y necesitan ser bien atendidos a pesar de las malas maneras a las que recurren para exigir el servicio. El aspecto exterior, camisa floreada, bermudas, sandalias con medias, lentes negros y sombrero de pescador. Como el fin que persiguen estos dos grupos es la recreación, preferían ocuparse de las máquinas de uno y cinco centavos, en las que ponen un dólar y pueden apretar el botón cien veces y así pasar una tarde y gastar unos pocos dólares. Las máquinas de quarters eran una buena manera de comenzar. Era cierto que cuanto más plata ponés más plata ganás. En las quarter machines había que perder al menos unos cuantos dólares para ganar un premio interesante. Con tickets de cuarenta dólares venían los customers que nunca antes habían ido a un casino, y estaban realmente contentos de haber ganado dinero sin esfuerzo, sólo perdiendo dinero. Las máquinas de un dólar eran un tanto más interesantes. Apretando un botón se cambiaba la denominación de uno a cinco dólares. Observé en repetidas ocasiones que los que se sentaban en estas máquinas, después de unas cuantas veces de no ganar, cambiaban de uno a cinco dólares y probaban suerte allí. Un billete mínimo de veinte había que poner en esa máquina para que diese veinte créditos, veinte posibilidades, un dólar cada una, para tentar al azar. La mayoría arrancaban con un billete de cien. Los premios eran instantáneos. Cinco o diez créditos cada dos o tres tiradas. Observando por sobre los hombros del jugador veía cómo las frutitas coincidían cada vez más seguidas. Un buen jugador conoce en qué maquina se sienta, tiene una preferida. Sabe que detrás de las frutitas que giran, hay mucho dinero que puede ser suyo, si tan solo las frutitas se detienen todas juntas, mirando y felicitando al jugador. Pero para que eso pasara, había que jugar mucho, y tenía que ser el día de la máquina. Sólo había que ver si esa era la máquina a la que se había sentado el jugador. Quizá pasase las 262
primeras horas entreteniéndose, ganando créditos repentinamente y perdiéndolos en largas malas rachas que sólo impacientan al jugar. Cambia la denominación a la máquina, de cinco a uno. Luego la vuelve a cambiar, de uno a cinco. Aprieta y gana cuarenta creéditos, doscientos dólares. Se felicita y respira como si acabase de correr. Se enjuaga la frente de sudor y sonríe. Llama a un floor attendant para que le bloquee la máquina mientras va a canjear los tickets que ganó. Va a la ventanilla de los cajeros, le pagan los tickets y vuelve a jugar, antes dejando una propina al cajero, que le desea buena suerte en la próxima. Pasa una bartender con su corta pollera y su pechera escotada y le pide una cerveza. El floor attendant le desbloquea la máquina y vuelve a jugar. Inserta un billete de cien y se pone a jugar. Aprieta una vez el botón para bet (apuesta) y otra vez para spin (girar). Así quizá pase la tarde, hasta que se retire cansado de perder o con un premio menor. Y al día siguiente vuelva a la misma máquina a probar suerte. Suerte, suerte... es un decir. La suerte, considerada como una alta probabilidad de que factores favorables influyan en beneficio de una persona, no es en todo los casos interpretada de la misma manera. Cuando los cashiers después de pagar los tickets, decimos “good luck”, como nos dijeron que teníamos que decir siempre, los customer que agradecen y sonríen, no confieren a la suerte el mismo carácter. Muchos jugadores lo toman como cuestión de una fe, un destino que en buena parte depende de la voluntad de dios, y en buena parte, ya está prefijado. Sólo resta avanzar estoicamente a la máquina a realizar el mandato divino. Otros definen su suerte, buena o mala, a partir de pequeñas coincidencias, pequeños premios que las máquinas conceden para seguir alimentando esta necesidad de búsqueda. Pero al jugador que persevera, le llega su hora de ganar. La diferencia entre un jugador y otro reside en cuánto dinero tuvo que meter en la máquina antes de ganar. Un día sucede. El jugador, frente a su objetivo cada vez más cerca, su triunfo inminente –aunque él todavía 263
no lo sepa y hasta el momento de enterarse, un día es igual a cualquier otro–, aprieta dos veces el botón y las ruedas giran, tan rápido que se mezclan todos los dibujos y el jugador ve en esas manchas sobre el fondo blanco como los ojos ciegos de una vidente que predice una buena fortuna. Las primeras guindas rojas se detienen y antes de que pueda alegrarse de que cayó la segunda, la tercera hace su aparición y quedan las tres juntas, haciendo un clan-clan-clan de festejos al tiempo que se encienden unas luces. La máquina se tilda y dice Jackpot. Inmediatamente después, aparece un floor attendant y le dice, “congratulations, sir, you are our lucky winner!” (¡Felicitaciones, señor, usted es nuestro afortunado ganador!). Le piden la licencia de conducir y el número del social security, o el pasaporte en caso de ser extranjero. Luego, el attendant después de haber destrabado la máquina, le paga uno a uno los billetes sobre la palma del jugador. El jackpot mínimo es de 1,200 dólares. Cualquier cifra por debajo de esa, 1, 199.99, se considera un premio normal y no tiene que pagar impuestos. Regularmente, salían cuatro o cinco jackpots por día, de entre 1,500 y 5,000 dólares. A veces uno de siete mil, de nueve mil. Cuando sobrepasaba los diez mil dólares, había que llenar otro tipo de papeleo, el jugador no se podía ir con los diez mil billetes en la mano, debido a causas de diversas procedencias (FDLE, DBPR, IRS, FBI). En este caso se le daba cinco mil en billetes y cinco mil en cheque. Pero nunca vi un premio de ese tamaño. Estando en la Handpay Window de Satelite, la ventana donde se pagan exclusivamente los jackpots, fui testigo de los grandes premios que salían a diario. Jugando se gana pocas veces y se pierde las más, pero los que más ganan y más pierden no son ninguno de los jugadores mencionados. Existe una raza aristocrática de jugadores, que poseen su propio lugar para jugar, baños lujosos y una atención especial personalizada que respondiese a su altura de High Rollers: los grandes apostadores, los verdaderos mimados en el casino. La zona de High Rollers poseía una jaula propia, unos attendants y bartenders flotando 264
por el piso, y unas pocas máquinas de diez y veinte dólares. Las veces que estuve allí me asombré de una práctica de juego, que mostrada en público, la convertía en una demostración obscena y glamorosa. Durante toda una tarde vi cómo una mujer de 40 metía billetes de 100 a cada ratito y no dejaba de apretar el botón con una sonrisa como de felicidad farmacológica, y no se detenía sino para meter otro billete de 100. Otra tarde vi a esta pareja de hombres sentados al video pocker. Apostaban fuerte y ganaban fuerte. En cada mano, lo que equivalía apretar una vez el botón, se jugaban 25 dólares, y cuando les salía un par o una pierna, ganaban 200 o 400 dólares. Entonces venía uno de ellos con uno o varios tickets de unos cientos de dólares mínimo, le pagaba y seguía jugando. El tipo venía tan seguido cobrar sus tickets para seguir enchufándolos en la máquina que en un par de horas tuve que llamar al supervisor para que me trajeran más billetes de cien porque se me estaban terminando. Esa tarde estaba con Marlene y Jenika del otro lado de las rejas, comentando entre los tres, asombrados por la cantidad de dinero que estos hombres estaban ganando. Casi al final de mi turno, apareció la CSM Patty a preguntarles si estaba todo bien, si estaban cómodos, si se divertían, pero contradiciendo lo que todos lo espectadores de esa escena creíamos, el hombre agarró su tarjeta del Players Club y se la arrojó a Patty con cierto ademán de violencia. Le contestó: “No, mam, I´m not having fun at all. I lost too much money in this casino. I´ll never come back.” (“No, señora, no me estoy divirtiendo en absoluto. He perdido demasiado dinero en este casino. Nunca más voy a volver”). Una de las veces que el tipo había venido a canjear sus tickets, Malene le había hecho un oportuno comentario de cajero, viendo que yo no le decía otra cosa que “Congratulations”. “Se ve que usted tiene mucho experiencia en casinos”. “No”, había dicho el tipo, “es la primera vez que juego”. 265
El resto del paisaje de los customers era completado por aquellos que iban al casino por primera vez o que venían a conocer el Mardi Gras Casino, cuya noticia acerca de la reciente apertura había atraído la atención de la concurrencia. El grueso de la gente que venía, no volvía. Aún así el estacionamiento de viernes a domingo se veía repleto de autos de todo tipo. Durante los días de semana, el casino prescindía de aquellos que venían a gastar su dinero ocasionalmente y se abocaba a los customers regulares. Algunas personas venían tan seguido que ya los conocíamos y los tratábamos por el nombre. Alguna de esa gente pasaba más tiempo entre las máquinas y hablando con cajeros o floor attendants que con su propia familia. Nosotros éramos su nueva familia. 266
A pesar del dinero que se generaba con el flamante negocio de los casinos, las ganancias nunca alcanzaban. Extraoficialmente, se decía que el casino ganaba de 6 a 10 millones en una jornada común y que en las ocasiones especiales, como Año Nuevo y San Valentín, estas sumas se duplicaban. También se decía que de este suculento monto, el Estado se llevaba un %50 de las ganancias en impuestos (y esto se dice un país liberal). Probablemente la cifra sería un poco menor, de un %37 a un %45, con la promesa, claro, que en un futuro, se rediscuta una baja en la rebanada de la torta que el Estado se quedaba. Este boom de los casinos en el condado de Broward, como todo proyecto capitalista, no podía perdurar para siempre en su primavera expansionista. Con aquellos que se interesaban por los asuntos de gran envergadura, como Garry, Juan o Raúl (quienes ya habían bajado al piso del Casino), acordábamos que pronto comenzaría una etapa de ajustes económicos que repercutiría en la gran masa de trabajadores que el casino había contratado compulsivamente en un principio. Si bien todos los cajeros empleados poseíamos un entrenamiento y una licencia que nos acreditaba para desempeñar nuestra responsabilidad, después de los tres meses de abierto el casino vendría una evaluación general –ya estábamos avisados, y cada vez se comentaba este hecho con más frecuencia y desesperación–, en el que se pondría sobre la mesa si el empleado había demostrado buena predisposición ante las autoridades, había faltado poco y tendía a hacer bien su trabajo, en el caso de los cajeros, cumplir con el balance cero. En este sentido, exceptuando lo del balance cero que aún tenía que afinar, yo estaba tranquilo porque poseía un perfil bajo, me llevaba bien con casi todo el mundo, y respondía a la autoridad cuando se me nombraba. Creía que estar inmiscuido en mis propios asuntos me llevaría por una senda de tranquilidad y 267
comodidad. Recordaba las palabras de Tory. Nadie viene a hacer amigos al trabajo.
Tory era un buen tópico de conversación. Encerrado en una jaula, cualquiera que fuese, no podía evitarse oír algún comentario a diario acerca de ella, alguna de las nuevas invenciones de su mente mitómana. Como que, como su supuesto apellido lo marcaba, Singer, ella era una cantante que antes de trabajar en el Casino, había recorrido todo el estado de Florida haciendo presentaciones en bares, viviendo y viajando en una casa rodante. O también, cada tanto, se sacaba a relucir comentarios acerca de que ella era %100 mujer. Con respecto a esto, Luisa, una vez que ya había bajado al piso del Casino, se la había cruzado en la North Cage y habían tenido una discusión acerca de esto. Luisa le había dicho: “es una lástima, a mí me hubiera encantado engendrar hijos”, y Tory le contestó: “Yo sí puedo”. Otro blanco fácil de los comentarios era Ticia, a quien sus amigas de grupo, Mirlande, Marlene, Alina, Tamika y Jenika dejaron de lado, porque hablaba mucho, e incluso cuando no tenía a nadie con quien hablar, hablaba sola. Una vez estando en Satelite con Norma Jean, Carmen y Ticia, esta pregunta: “What´s that girl´s name, the one that talks shit all day?” (“¿Cómo se llama esa chica que habla boludeces todo el día?”), probablemente refiriéndose a Tory. “The one that talks shit all day?” (“¿La que habla boludeces todo el día?”), preguntó sorprendida Carmen. “¡Ticia!” –y se le echó a reír en su cara, golpeándose su gordo muslo. El principal tópico de conversación se había reducido al autoproselitismo, a explicar el punto de vista propio con respecto a un conflicto con otro. Esto equivalía divulgar rumores falsos acerca de los demás y simular durante un día que eras amigo del que te tocaba en la jaula, para que, al día siguiente, volvieras a hablar mal sobre él y divulgar de manera 268
distorsionada qué te había dicho sobre los demás. Era un círculo que cerraba a diario. Y como un vicio se extendía y diversificaba buscando mentiras cada vez más agudos pero que no salían de lo inverosímil. Así fue como la idea de la gran familia con la que soñaba Victoria Cannon comenzó a perder fuerza con las semanas hasta que ya nadie se acordaba de aquello, excepto yo, claro que de una manera irónica.
En Satelite, Norma Jean y Stephany chismoseaban: “Did you hear what happenes to Arlene, that nice old woman?” (“¿Te enteraste lo que le pasó a Arlene, esa viejita agradable?”) “The one who works part time?” (“¿La que trabaja medio tiempo?”) “Yes, they found her drinking vodka in the North Cage.” (“Sí, la sorprendieron tomando vodka en la North Cage”) “No way! How?” (“¡No puede ser! ¿Cómo?”) “In a bottle of water.” (“En una botella de agua”) “Who find her?” (“¿Quién la encontró?”) “I don’t know. I couldn’t find out.” (“No lo sé, no lo pude averiguar”) “But why?” (“¿Pero por qué?”) “This is what I heard: that morning she woke up and his husband was gone. He left her, but first he took all the money from the bank.” (“Esto es lo que escuché: esa mañana, cuando se despertó, su esposo se había ido. La abandonó, pero primero se llevó todo el dinero del banco”). “I can’t believe it!” (“¡No puedo creerlo!”) “Can you imagine? You wake up one morning and you have nothing left. You are alone and broken.” 269
(“¿Podés imaginártelo? Te levantás una mañana y no tenés nada. Estás sola y sin dinero”). “In that case I would be drinking vodka.” (“En ese caso, yo estaría tomando vodka”). “Yeah, but working? Handling money? No way.” (“Sí, pero ¿en el trabajo? ¿Manejando dinero? De ninguna manera”). “So what happened?” (“¿Y qué pasó?”) “I don’t know. I think they didn’t fire her. She was suspended and sent home. Did you hear what we were talking?” (“No lo sé. Creo que no la despidieron. Fue suspendida y la mandaron a casa. ¿Escuchaste lo que estábamos hablando?”), me preguntó Norma Jean.
Luego de las peleas por las ventanillas, que habían terminado de cansar a Kathy y la habían obligado a contar día por día cuánto le faltaba para que le dieran el pase al Money Room, vinieron los inconvenientes por los días off. La mayoría de los cajeros prefería tomárse los sábados y domingos, como si se tratase de un trabajo de oficina. Pero eso no era posible, porque si a todos se les concedían esos días, faltarían empleados para los días de mayor concentración de customers. Además, por tratarse del negocio del entretenimiento y por contrato, se nos obligaba a trabajar sábados, domingos y feriados por la misma paga, si el casino así lo dispusiera. En este caso, los que se encargaban de otorgar los días off eran los supervisores, y para el caso, regía el más absoluto favoritismo. Cuando las negras querían salir un sábado o reclamaban un domingo para ir a la iglesia, o estar con la familia, recurría a Gloria que, sin dubitar, les concedía lo que le pedían. Debbie, por su parte, junto a la vieja Anita, se jactaban de su amistad con Kathy para conseguir esos fines de semana off, o el permiso de salir antes de hora para pasar a buscar a los hijos o nietos por la escuela. 270
Noemí y yo al principio dormimos en el asunto de conseguir un supervisor que nos ayude, un poco por el orgullo ingenuo de argentinos que compartíamos, de no rebajarse a llorar a los jefes, pero con el tiempo comenzamos hacernos amigos de Noel. A él recurríamos cuando teníamos algo para comunicar o una necesaria queja a lugar. Pero más tarde entendí que no éramos nosotros quienes nos acercábamos a Noel para buscar en ese supervisor cubano americano de veintitrés años lo que los demás buscaban en sus supervisores. Noel venía solo y se las daba de amigo por una necesidad del casino, por directivas del departamento. De que cada supervisor conozca bien a sus empleados, para saber cuáles eran sus necesidades y para evaluarlos con un criterio que iba más allá del balance cero y el customer service. Entonces llegaban varios memos cada semana acerca de la evaluación por parte de las autoridades para el tiempo en que se cumplieran tres meses de abierto el casino. Pero eso no parecía desalentar el mal comportamiento de los cajeros ni la competencia feroz que se había desatado.
El de los cajeros era un grupo especial, porque al parecer al grupo de los attendants no se le conocía disturbio alguno, aunque sí también corrían rumores acerca de cada empleado. Pero por lo general parecían contentos. A las pocas semanas de haber abierto el casino, les aumentaron el salario de ocho a diez dólares la hora. Ahora ganaban lo mismo que los cajeros, con excepción del plus que obtenían las propinas, muy superiores a la de los cajeros. Recibían las propinas de los grandes premios, de los jackpots, que todos los miércoles engordaban su cheque con 200 dólares más. Este bienestar de los attendants causó recelo en los cajeros, que siguieron ganado lo mismo, pero sin las propinas esperadas y prometidas. En Satelite la oí quejarse a Carmen, que, cuando empezamos a percibir los primeros dulces cheques había dicho que en su vida había tenido que trabajar duro para ganarse su dinero, 271
y ahora, este mismo dinero no era easy money. Esta vieja a quien consideraba en los días de entrenamiento como apacible y juiciosa, desde que estaba trabajando en la jaula parecía otra persona y despotricaba contra todo el mundo indiscriminadamente a penas llegaba a su ventana y apoyaba la bolsa de dinero sobre el escritorio. “Los attendants no comparten las propinas de los jackpots, y ellos no tienen que hacer nada, sólo trasladar el dinero de la ventanilla del cajero hasta la mano del customer. Ni siquiera tienen que contar el dinero. Los Cashiers lo cuentan. ¿Y los Security, que le aumentaron la paga de diez a doce dólares la hora? En este casino todos reciben aumento de salario. Todos, menos los cajeros. Y los cajeros, que somos los que más dinero manejamos en todo el casino, los que tienen la mayor responsabilidad…” y seguía hasta que se quedaba sin saliva. El clima de camaradería que rigió en el slot department durante el training se había echado a perder. Lo precedió un tiempo en que todos anteponían sus intereses, ya no de grupo, como había sido en los tiempos de tensión entre blancos y negros, sino puramente personales. El ambiente dentro de las jaulas comenzó a pudrirse de manera tal que ahora los cajeros buscaban, desde la ventanilla, una amistad necesaria fuera de la jaula y evitar por momentos el olor fétido de otro cajero. Así es como Noemí principalmente hablaba con Carlitos, con quien se piropeaba inocentemente a través de los barrotes, o con Juan, para hablar un poco en porteño de vez en cuando. Norma Jean y Stephanie permanecían amigas, pero Stephanie se había conseguido de todas maneras un novio corpulento, barbudo y negro slot tech. Hasta Tory, que era la más amable con los customers y la más cortante con los empleados, se había conseguido un pretendiente Security blanco, de cuarenta a cincuenta años, ojos celestes, chiva candado, pelo entrecano y muy sonriente, que la venía a visitar a su ventana, decía, a pesar de ella. Las negras se mantenían unidas, sabiendo que allí estaba su fortaleza, que si gritaban y 272
lloraban todas juntas iban a conseguir más cosas y más rápido. Pero a partir de un momento ellas comenzaron a tener sus fallas internas y todo concluyó el día de la evaluación, con el despido de la que se creía la manzana que pudría al cajón. Pero mientras tanto atacaban todas juntas y hacia un mismo objetivo, que llegado el momento estuvo apuntado hacia mi persona.
En la North Cage, con Tamika. “Ah!”, gritó ella. No era la primera vez que gritaba, que abría la gran bocota para dejar salir un sonido ancestral de exclamación frente a algo asombroso. No era la primera, pero esta vez (al tercer grito) me di vuelta para averiguar la causa del aullido. Vi que sus ojos apuntaban en una línea oblicua ascendente que chocaba con los rayos gama que expedía la televisión a sus ojos. “Look at that!” (“¡Mirá eso!”) Yo ya estaba mirando. En la tele pasaban como la imagen de una sábana blanca las calles de Nueva York cubiertas de nieve. “It’s New York.” (“Es Nueva York”). “Oh, yeah?” (“¿Ah, así?”) “I’ve been there to New York with my baby.” (“Yo fui a Nueva York con mi hijo”). “Ah.” (“Ah”). “You ever been?” (“¿Viajaste alguna vez?”) “Never.” (“Nunca”). “Where you been?” (“¿A que lugares viajaste?”) “Here.” 273
(“Acá”). Me río. Y más rápida que mi mente, que no llegó a captar que sólo me había preguntado para contestar ella, me enumeró: “I’ve been to Tampa, Disneyworld, Atlanta, Georgia; North Carolina, South Carolina, Tennessee…” Después vino un costumer con un ticket que hizo romper por completo el hilo de lo que sería o podía llegar a llamarse una conversación. Tamika y yo, la jamaiquina y el argentino. Cuando yo le hablaba, decía “wha?” y si ella me hablaba, yo digo “¿Qué carai?”. Unos momentos más tarde, retomamos el hilo de la conversación. “What are you doing?” (“¿Qué hacés?”) “I’m drawing.” (“Dibujo”). “Wha?” (“¿Qué?”) “I’m drawing a drawing.” (“Dibujo un dibujo”). Y le muestro el dibujo. “Show me something you write, I’m bored.” (“Mostrame algo que escribís. Estoy aburrida”). Agarré el último papelito escrito y le leí: “Tampa, Disneyworld, Atlanta, Georgia; North Carolina, South Carolina, Tennessee…” “What is that?” (“¿Qué es eso?”) Y frente a mi desilución, es decir, al comprobar que Tamika era más tonta de lo que pensaba o tenía una memoria demasiado corta, agregué: “The places you've been.” (“Los lugares a donde fuiste”). “Oh”, se palmeó el sabroso muslo derecho con un manotazo que si me lo hubiera dado a mí me tumbaría al suelo. Comenzó a enumerar las susodichas ciudades, estados y mundos e intercaló: New York y Jamaica. Pensó dos segundos más y agregó: 274
“Yes, I went to DC and visited the White House. I went to New York and saw the Statue of Liberty. Ah, and I went to Maryland.” Y terminó con un deseo intelectual, juguetón (ella es una niña boba), de viajar, conocer lugares: “I wanna go to Jamaica. I wanna go to Spain. I wanna go to Paris. I wanna go everywhere!”
Un día tranquilo estuve toda la jornada con Marlene en Satelite. Por primera vez no estaba con Mirlande molestándome. Juntas eran insoportables, pero por separado, Marlene parecía una buena persona. Ese día me enteré de qué era de su vida. Me dijo que su ex marido era más alto que yo, solo para iniciar una conversación sobre su vida privada. Sí, su ex era un negro alto con el que tenían un bebé que todavía cargaba en brazos y de día lo cuidaba la abuela mientras ella trabajaba. De noche, iba a la night school como muchas otras de su grupo, al colegio nocturno a estudiar un curso terciario que se llamaba pre-med, que vendría a hacer una especie de enfermera y/o técnica, o sea, auxiliar de médico. No sé si era su vocación, pero le dejaba bastante plata y había varias yendo en esa dirección. Era una persona creyente. Iba los domingos a la iglesia a pasar un momento en busca de la salvación de su alma y un correctivo moral. En fin, una persona normal con aspiraciones como cualquier otra. Tenía su parte picante, como cuando tuvo el altercado con Esther, pero eso se comprendía si se la pensaba desde la dinámica del grupo problemático. Su mayor inconveniente era Mirlande. Ella parecía ser la manzana que pudría el cajón. Ese día había permiso para salir antes, a las 4.30, para ir a buscar a su hijo más temprano. Mandaron su reemplazo para la handpay window y también otro cajero más en para Satelite. Cuando eran 4.15, se cruzó 275
Noel por la jaula y se me dio por pedirle de salir antes. Me dijo que sí, como si le estuviera pidiendo la hora. Y salí de la jaula escoltado por el Security hasta el Money Room. Hice las cuentas rápidas, no había habido mucho movimiento. Y en menos de quince minutos, estaba saliendo por la South Entrance a buscar mi bicicleta. Ahí volví a encontrar a Marlene. Se sorprendió que estuviera fuera de la jaula tan rápido. Le pregunté qué hacía. Esperaba a que la pasen a buscar. ¿Vos que hacés?, me preguntó. Nada realmente. Tuve el impulso de invitarla a salir algún otro día. Me prendí un pucho para tomar coraje, pero en ese momento se estacionó un auto con su negro grandote adentro y ella subió saludándome con la mano y adiós, hasta mañana.
En cambio, Mirlande era más frontal, más bardera en un sentido. En la South Cage, compartiendo el día con ella y Noemí, se ponía cariñosa y también me hablaba de su novio. Era colombiano porque le gustaban los chicos latinos. Pero se había peleado recientemente porque era un jerk (un imbécil). “I want a spanish boyfriend.” (“Me gustaría tener un novio latino”), me decía directamente, casi como una invitación, y después me pedía que le enseñara a hablar español. “¿Cómo es esa palabra que me enseñó a decir mi novio? Ah, sí, jódete pendejo”. Luego, se acercó con un papelito de la adding machine y me escribió lo que sabía decir: “Te gusta una hamburger con queso?”. Y luego: “Oh, ¿cómo era esa palabras que me enseñó mi novio? Ah, sí, ¡mentirosa!” 276
A Mirlande no se le acababa la cuerda jamás. Siempre se estaba parando de su asiento hubiera customers o no y venía a mostrarme algo, o a hablarme de cerca, a tocarme el hombro o la espalda. Otro día nos cruzamos afuera en la South Entrance. Yo había salido a fumar un cigarrillo en el recreo y ella a hablar por teléfono con su novio. Yo no le prestaba atención. Fumaba escondido detrás de los anteojos negros. Cuando cortó, se acercó a mí y me empezó a hablar. “¿Podés creerlo? ¡Mi novio acaba de dejarme! ¡El maldito me acaba de dejar!” “Oh”, le dije. Estaba furiosa. No se la veía triste ni angustiada por lo de su novio, sino ofendida. “¿Y ahora qué hago?”, me preguntó. “Pátricko, ¿querés ser mi novio? Quiero tener un novio latino, pero por qué tienen que ser tan idiotas. ¿Vos tenés novia? ¿Trabajás mañana? ¿Tenés franco?” Muchas preguntas que no esperaban respuesta, así como: “¿Por qué fumás? ¿Siempre fumaste? ¿Cuándo vas a dejar?” Cuando apagué el pucho, entré y ella me siguió al breakroom. Ella había apoyado la cola en la pared y le había quedado el pantalón manchado con cal blanca. Cuando fue al baño del breakroom lo comprobó frente al espejo. Como era un baño unisex, la puerta estaba abierta y casi nadie lo usaba. “Pátricko, ¡mirá cómo me manché el pantalón! ¿Vos lo habías visto y no me dijiste nada? ¡Vení!” Entré al baño y ella me pasó dos toallitas de papel que arrancó con velocidad. “Tomá, limpiame”. No lo dudé. Comencé a frotarle la colita por debajo del pantalón como a un bebé hasta que dejé el pantalón de nuevo negro como correspondía. Por un momento, me olvidé de dónde estaba y froté con ganas. Luego, oí la risita de la chica attendant panameña que no hablaba español y volví a mis cabales. Realmente Mirlande estaba jugando conmigo, con mi soledad de hombre. 277
Sabía que yo no me metería con una persona como ella. Y probablemente ella lo hacía para después ir a contarle a todas sus amigas lo que había conseguido de mí. Por eso, cuando terminé, tiré los papeles al cesto y volví al piso del casino, de vuelta a mi jaula. Esa tarde, en el Money Room, mientras contaba mis billetes, vino Marlene y colocó su bolsa junto a la mía. Sentí que se aproximaba a mí. Pensé que se había tropezado porque apoyó su cola contra mi pierna y la frotó de arriba abajo con fuerza, como contra el caño, y me dijo: “Este es el momento travieso de Mardi Gras”.
Mientras que el grupo troublemaker (problemáticas) se complotaba contra mí, comencé a tejer una dulce amistad con Norma Jean, quien me hacía olvidar de las malas intensiones con las que las demás me venían a encarar. Comencé a tratarla con más cariño que a las demás una vez que nos tocó estar juntos en Satelite. Por la mañana, había llegado al Money Room entre gritos de alegría y gestos con las manos como si entrase a una cancha de basketball. Su entrada jocosa me puso de buen humor y comenzó a chocar los 5 con los que tenía más afinidad. Cuando llegó a mí, me dijo: “Hi, model”, como ya me había dicho alguna vez que habíamos hablado en el cuarto piso, cuando junto con Stephany, me habían preguntado si verdaderamente yo era un modelo profesional. “You’re tall, you’re skinny, you’re handsome. Why wouldn’t you be a model?” (Sos alto, delgado y lindo. ¿Por qué no podrías ser modelo?”). Si bien había entendido la intención de su cumplido, no le presté mayor atención, considerándolo como parte de ese folclore negro que todavía no llegaba a entender. Ese día vimos en la planilla que nos tocaba juntos (Stephany, inseparablemente, también estaba incluida) en Satelite. A diferencia de las demás negras, ella era una persona agradable, que se sabía ubicar.
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En un momento de poca afluencia de customers, saludó a una housekeeping negra, vestida con el delantal rosa y habló brevemente en creole con ella. Luego, al ver que yo había estado observando la situación, me explicó: “The people from Haiti, if they don’t speak Français is because they didn’t attend to school in Haiti, because they teach you French in school”. (“Si un haitiano no habla francés es porque no fue al colegio en Haití, porque en el colegio te enseñan a hablar francés”). Entendí que me estaba hablando de sus orígenes, que se estaba abriendo a explicar quién era, de dónde provenía ese apellido que figuraba en la planilla: Lavasseur. “My parents were Haitians. They spoke creole. It’s totally a different thing from French. Is like the language of the people from the ghetto”. (“Mis padres eran haitianos. Ellos hablaban creole. Es un lenguaje completamente diferente al francés. Creole es el lenguaje de la gente del gueto”). (Cada vez que decía creole, comenzaba a sonar en mi cabeza la melodía de Duke Ellington, Creole Love Call).
Hoy la vi treinta minutos. Treinta minutos y un poco más, el tiempo que le tomó al hijo de puta de Shuhun de ir al lunch, fumarse unos Newport y hablar con alguna que otra negra. Cuando él se fue a comer, ella lo vino a reemplazar en la Handpay Window en Satelite. La Handpay Window nunca puede quedar vacía así que mandan a algún cashier de reemplazo desde otra jaula. Su entrada fue silenciosa, cabizbaja, muy distinta y contrastante a la sonrisa permanente y risa jocosa de serrucho: jr jr jr jr. Parecía que se le estaba cayendo una lágrima. Sentí ternura por primera vez en mucho tiempo. Tenía ganas de abrazarla y besarla y que me dijera al ratito que ya se le pasó. 279
No lo hice. En cambio, algo más surgió. Mientras tomaba apuntes relámpagos entre customer y customer, Shade White (Sombra Blanca, linda ironía), la attendant que rondaba por Satelite, me preguntó si estaba escribiendo cartas de amor. Sin decir palabra, me invitó a que le escriba una para ella. Volví la mirada sobre ella y me topé nuevamente con la cara de tristeza de Norma Jean. Recordé que en una ocasión me había dicho que le gustaban las cartas. Tamika, también en Satelite, me preguntó qué escribía ahora. Y Norma Jean, contestando por mí, le dijo que escribir es bueno, porque te mejora el lenguaje y te cultiva la mente. “Mi casa”, dijo, “está llena de cartas. Si vas a mi casa, vas a ver que es una casa donde se escriben cartas” (bella frase). Yo le dije, te voy a escribir una carta, y ella me respondió, “Para que lo sepamos sólo vos y yo”. Comencé a garabatear unas palabras, tanto como se puede en un pedazo de papel de la adding machine, y finalmente le pregunté cómo estaba, qué le pasaba, si podía hacer algo por ella. Se la di en la mano. Su contestación apareció debajo de mi teclado luego que regresara de una rápida escapada a fumar un cigarrillo. Lo descubrí y lo guardé en la palma de mi mano. Luego lo volví a dejar bajo el teclado porque venía una fila de customers con tickets. Una vez que se retiraron, ella se acercó a mí y pensando que no la había encontrado, levantó el teclado y descubrió una vez más su carta. 2/3/7 Patricio, 2 o 3 words Ain´t enogh For me To describe How I fell But I´m Hanging in There Thanx for asking (smiling face) 280
3/2/7 Patricio, 2 o 3 palabras no me alcanzan para describir cómo me siento pero estoy aguantando Gracias por pregutar (carita sonriente) Sólo tenía una oportunidad de respuesta. Ya podía verlo a Shuhun viniendo hacia la jaula, demorando intencionalmente lo más que podía su retorno, distrayéndose con una attendant. En el apuro por escribir, le puse, “Bueno, me imagino que te tenés que ir a otra jaula… espero verte”, intentando vanamente exponer mi corazón abierto conmovido por la ternura y algo de deseo que ella había despertado en mí.
Días después, nuevamente en Satelite. Ella extendió las manos con los dedos separados y yo se las tomé. “I’ve done my nails.” (“Me hice las uñas”). Sus uñas, por las que había pagado unos billetes: punta cuadrada, una línea diagonal que separaba dos triángulos equiláteros, uno negro y uno blanco. “It’s nice.” (“Qué lindo”), le contesté más por oficio que por gusto. Pero en ese momento no caí que quizá sus uñas significaban algo, además de que ella es una mujer que se arregla en todos los detalles (huele bien, se viste bien –cuando no usa el uniforme del casino, los miércoles que tiene off y se acerca al casino a buscar el cheque 281
y puede vérsela casual–, se pinta siempre los ojos y la cara, se pone lentes de contacto que me hicieron caer la primera vez que tenía ojos verdes; el aliento siempre menta, etc). Me la figuro en la peluquería (¡la peluquería!), haciéndose su nuevo peinado (¡su nuevo peinado!), hablándole a la manicura, a una vieja haitiana que es también media bruja, o la combinación exacta para ser su consejera, que le recomienda las uñas con triángulos blancos y negros, como símbolo del equilibrio yin-yang, de la unión de lo masculino y lo femenino, del blanco y la negra. ¡Su peinado! Cuando la conocí tenía el pelo atado bien tirante con una cola de caballo, y después le estallaba una pelota de rulos colorados. Cuando no la conocía, ni le había hablado, la miraba mucho. Ella se juntaba con Shuhun y, como siempre, con Stephanie. Hasta que un día me habló, me preguntó si yo era modelo. Una fantasía que habían armado entre ellos tres para reirse del blanquito callado que no se metía con nadie. Por un tiempo, algunas semanas, me dijeron “the model”. Ella me lo decía, “hey, model, hey, superstar”. Shuhun: “I’m with the model today”, lo que me embravecía, porque una cosa era que lo dijera una mujer, y otra, un negro alto y cachafaz. Aunque no cualquier mujer, porque la gorda Stephanie, alto relleno de raviol, me decía : “Hi, model” y me guiñaba un ojo y enpuntaba los labios. Podía notar que toda su cara redonda brillaba. Se había puesto una tonelada de polvo y pintado los labios unas cuantas veces. Stephanie más tarde conseguiría su cariño en un slottec negro, que ganaba cinco dólares más la hora que nosotros y la quería mucho. Semanas más tarde, Norma Jean entró a una peluquería y gastó a hundred bucks ($100) por un peinado con extensiones que a mí me parecía que le hacían la cabeza de piña (pinapple head), pero a ella le gustaba porque le comprimía el pelo y le disimulaba su cabeza supuestamente un poco grande. Para mí su cabeza estaba perfecta; se la besaría toda, o la comería como fruta jugosa. El asunto es que el peinado consistía en siete trensas coloradas, a quince dólares 282
cada una, que le dibujaban a lo largo de la cabeza un vórtice, siete serpientes llendo hasta su nuca y dibujando ahí círculos que representaban flores. El problema de ese peinado era que podía dormir sólo de un costado, porque del otro lado estaba la terminación de los círculo-flores que casi llegaban a su hombro; y con el correr de los días la cabeza le picaba. Y la última vez que la vi con ese peinado, la vez que me pasó su número de teléfono, tenía grandes bloques de caspa. Pasó lunes y martes, los días que ella tenía off y cuando el miércoles volvió, otra era su cabeza. Como si fuera otra persona, ahora tenía el pelo corto. Colorado, un poco de violeta, para convinar con el uniforme de cashier. Ya todas venían pintadas, ojos, labios, uñas o pelo, de violeta. Un mechón que cuidadosamente a penas le tapa el ojo izquierdo, y en la parte de arriba de su cabeza, una meseta que me llama la atención. Como la fisonomía de la cabeza de Betty Mármol. Más tarde, juntos en Satelite, me explicó. Ese no era su pelo. No era su pelo el que se había cortado.Su pelo estaba anudado y recogido debajo de lo que tenía arriba de la cabeza lo que hacía esa meseta suficientemente plana como para apoyar un vaso o un libro, meseta que se cortaba después de la nuca y caía. Aunque me avisó riéndose: “It’s not like it’s gonna fall”. (“No es que se me va a caer”).
“Hola, bebé, ¿cómo estás? When are you going to lunch? I was wondering we could go together. 1:30? I call you.” (“Hola, bebé, ¿cómo estás? –en español–. ¿Cuándo vas a ir al lunch? Estaba pensando que podríamos ir juntos. ¿1:30 te parece bien? Te llamo”). Me decía mientras caminaba al lado mío con la sonrisa que me acompañó todo el camino del camino hasta la South Cage desde el break room, donde felizmente nos habíamos encontrado durante un break, sonrisa que fue desapareciendo cuando quedé nuevamente encerrado detrás de los barrotes y ella se dirigió a su puesto de trabajo. A la 1:27 me levanté 283
de mi asiento cuando había terminado de despachar al último cliente y la llamé a Satelite. Atiende Marlene y me pregunto qué quiero. “Que qué quiero”, le dije, “hablar con Norma”. “Why you wanna talk to her?” (“¿Por qué querés hablar con ella?) Y antes de pasarle el tubo a ella y anunciarme, agregó: “It´s your boyfriend.” (“Es tu novio”). A los dos segundos, su voz chillona casi gritando: “Hey, bebé, ¿cómo estás?”, dijo ella intentando su castellano. “Bien, ¿y vos?”, se me escapó, pensando que podría entablar un saludo completo. Se escuchó un silencio y entendí que solo había aprendido esas palabras, así que continué hablándole. Le pregunté por el tema del almuerzo, si estaba lista para, así íbamos juntos. “I´m afraid I won´t make it, baby. I got a couple of jackpots to pay, but see you later.” (“Me temo que no voy a poder, bebé. Tengo un par de jackpots que pagar, pero nos vemos luego”). Pero later no fue sino hasta bien later, ya en el Money Room cuando había concluido con el balance, hecho el papeleo y los reportes diarios, listo para entregar la bolsa y salir. Pero antes de salir, apareció ella. Primero entró su voz. Se oyó un “Hola!” en español detrás de la puerta blindada y cuando se accionó la puerta, apareció saludando el general, y en particular a Carmen. “Hey, Norma Jean.” Puede que yo haya dejado caer un “Hey” cuando ella apoyaba su bolsa de dinero al lado de la mía. “You off tomorrow?” (“¿Mañana tenés el día libre?”) “No, not tomorrow.” (“Mañana no”). “Shame.” (“Qué lástima”). En ese instante vi aparecer un papelito blanco debajo de su mano negra con su nombre y número de teléfono. 284
Una conversación telefónica con Norma Jean en Satelite desde mi South Cage. Chilla el timbre del fono y sé que es ella. Atiende Beverly y después de unas palabras, ella pide hablar conmigo. “Hola, chico, cómo estás?”, tira en español acubanado, el más fácil para ellos. “Bien, todo bien”. “Bien?” vuelve a preguntar cuando Beverly pierde interés en lo que podríamos estar hablando y apunta la vista hacia otro lado. “I’m good.” Me habla, me pregunta, que pasa, le digo que nada, todo muy abuirrido, acá en el sur (se lo repito porque no me entiende la primera vez), me imagino, me dice, bla bla, bueno, tengo que dejarte, baby, porque tengo un costumer, see you later.
Unos días más tarde, descansando el día franco, un poco aburrido ya del sillón y la música, transcribiendo en el cuaderno las notas que había estado juntado en la semana y redactándolas en forma de narración, aparece el papelito con el número de teléfono de Norma Jean. En seguida lo visualizo e impulsado por la curiosidad y el deseo, la llamo. Mi franco coincide con el de ella por primera vez en mucho tiempo. Antes, pienso bien las palabras que le voy a decir. Ensayo un poco y no concluyo en nada. Se me presenta el mismo problema cada vez. Primero, no sé a dónde ir con una chica; no conozco casi nada. Segundo, no tengo cómo ir; carezco de vehículo. Tercero, no sabría qué decir o cómo comportarme. Una vez que veo mis motivos como excusas, los dejo en segundo plano y me digo que todo eso tiene una solución. Puedo pedir prestado el auto a mamá y salir a dar una vuelta, que ella me recomiende algún lugar y que la cosa se vaya 285
dando de la manera que sea. Mientras pienso todo esto, el tiempo transcurre. Son ya las seis de la tarde, temprano, pienso. Marco los once números, pero en lugar de la voz de alegría por estar de descanso, me encuentro diciendo mis palabras ensayadas frente a una NJ dormida que balbucea volviendo del mundo de los sueños y me pide que hablemos otro día y que salgamos algún día de estos. Me quedo un poco desorientado y caigo que las seis de la tarde puede ser un poco tarde para algunas personas y que tal vez algún otro día la vuelva a llamar para salir, aunque tal vez eso nunca suceda.
En la South Cage. “Yeeeeeees” estiraba las e de su yes que parecía la espalda de un gato arqueándose frente a una caricia. Dianese, que por un factor externo (había consiguió un second job –un segundo trabajo– los viernes, sábados y domingos a la noche y por eso, este viernes, mi viernes de la semana porque sábado tenía off), la vi entrar con sus tetas y cadera haitianas por debajo del disfraz violeta. Tardé en obtener el motivo de su presencia, pero con el correr de las horas se fue haciendo costumbre. Le tenía idea. La primera vez que la vi fue por el mismo motivo. Siendo nightclass, apareció un día diciendo que había conseguido un trabajo nocturno solo para ese día. Esa vez nos contó las cosas que la night people sabía y los day-class no. Ese día, durante el entrenamiento, la miraba caminar con la frente en alto creyéndose la más gata, con sus amorfismos de edad, raza y sobrepeso, que ella misma, en ese primer encuentro, comentó en una ronda de señoras de todas las razas y países (y yo), que por la mañana había bajado a probarse el uniforme violeta y, pidiendo talles, se había encontrado gorda. Algo de belleza guardaba su cara: el verde de té verde de sus ojos, sus rasgos de mascarilla de la isla de Haiti, el claro de su piel oscura. El primer costumer es para ella. Quiere cambio de cien en twennies. Ella saca cinco twennies y cuenta: 286
“Tuenti, foli, sixty, eili, one hundred.” Entonces, como si se tratara de un teatro o una plataforma de desfile de personajes (más que nada bizarros), y nosotros en la South Cage fuésemos el público sentado en las banquetas del lado de adentro de los barrotes, pasa Kenny, el maintenance que dice ser algo así como un arreglapleitos. Reparte tarjetas que salen del bolsillo de su mameluco, un papel con su nombre, su número y su segundo trabajo, en el cual eventualmente tiene algún pleito que arreglar. Kenny saluda con un disparo de dedo y un guiño de ojo a Dianese. Shuhun, presente ese día en la South Cage junto a mí, se empieza a reir, como de costumbre, y ella dice: “What?” (“¿Qué?”) Y Shuhun contesta: “Wha? I said nothing.” (“¿Qué? Yo no dije nada”). Y se ríe y a los pocos segundos ella se ríe, también. “He’s not my type”, dice. “I´m very picky as a woman. If I was a man, I would be more picky. I look at the face, the body and the person.” (“Él no es mi tipo”, dice. “Como mujer, soy una persona muy selectiva. Si fuera hombre, sería más selectiva aun. Yo les miro la cara, el cuerpo y la personalidad”). “I only look at the body.” (“Yo solo les miro el cuerpo”), agrega el hijo de puta de Shuhun. Y en ese momento, recordé una escena sucedida frente a mí a la mañana (10:20 AM). Robert, o el que 287
creo que se llama Robert, aunque estoy casi seguro que no se llama así, el mismo que me dice cuando me ve: “How you doing, Patrick?” Y yo le contestó: “Good, preetty good.” Con un aprentón de manos fisurándome el metatarso de la diestra. Este mismo ropero oscuro se acercó por la mañana a la ventana de Dianese (la 2, yo estaba en la 3) y entabló una charla en creole. Registré con mi máquina ocular cómo desde la altura se agachaba, apoyaba sus codos en el mostrador y se hablaban en su lengua a través del vidrio. Por las miradas no había duda de que era un cortejo. Luego, Robert, o como se llame, levantó el puente de su barco pirata que había tendido para llegar hasta Dianese, atravesando el vidrio (no detiene a las miradas, sólo al tacto) y se fue mientras que todo el tiempo yo estuve esperando ese apretón de manos.
(Más tarde, Shuhun y yo, solos en la jaula sur. Por la gran puerta metálica, luego del mmrrrrrr que activa el acceso de la puerta, se abre y entra Noel, jocoso, amistoso). NOEL: Hey, the boys cage! (¡Ey, la jaula de los chicos!) PATRICK: Yeah. (Sí). (PATRICK vuelve al trabajo y NOEL se pone frente a una computadora, de espaldas a las espadas de PATRICK y SHUHUN. En todo este tiempo, SHUHUN está dibujando. PATRICK va a verlo. Está haciendo intentos de cruces en un papel). PATRICK: What are you doing? Drawing crosses? (¿Qué estás haciendo, dibujando cruces?) SHUHUN: Yes, drawing crosses for a tattoo. (Sí, dibujando cruces para un tatuaje). PATRICK: The iron cross (PATRICK alude a la condecoración de la cruz de hierro al mérito nazi que dibujó SHUHUN). 288
SHUHUN (confundido): No, is not iron. (No, no es de hierro). (PATRICK vuelve a su ventana, número 3. Antes, agarra una hoja blanca de la impresora y se sienta a dibujar. Intenta hacer un modelo mejorado de la cruz de SHUHUN. NOEL se acerca). NOEL: What are you doing? (¿Qué hacen?) PATRICK: I’m drawing a cross (PATRICK hace gestos en el aire para tratar de indicarle que quiere hacer una versión mejorada de la cruz de SHUHUN para SHUHUN). NOEL: For him? (¿Para él?) PATRICK: (como si ahora pudiera hablar) Yes, for him. (Sí, para él). (NOEL vuelve al escritorio de atrás. PATRICK lo mira de reojo, sin desatender a sus deberes laborales. NOEL ahora dibuja. PATRICK no llega a ver qué. Llega un COSTUMER). PATRICK: Good afternoon, sir. (Buenas tardes, señor). COSTUMER: Hi. (Hola). (Este le entrega los tickets. PATRICK los escanea. Salta un resultado final: 356, 32 dólares). PATRICK: Sir, you have three hundreds fifty six dollars and thirty two cents. How would you like it? (Señor, tiene $356, 32. ¿Cómo le gustaría su dinero?) COSTUMER: What? (¿Qué) PATRICK: How do you like your mo… (¿Cómo le gustaría su di...) COSTUMER: Gimme two one hundred and the rest in twennies. (Dame dos billetes de $100 y el resto de $20). PATRICK: (contando los billetes sobre la mesa para COSTUMER y para SURVEILLANCE): one hundred, two, twennie, forty, sixty, eighty three hundreds, twennies, forty, fifty, five, six, and three fifty six with thirty two cents. Good luck. (Cien, doscientos, veinte, cuarenta, sesenta, ochenta, trescientos, veinte, cuarenta, cincuenta y cinco, cincuenta y seis con treinta y dos centavos. Buena suerte). 289
La mente retorcida de Shuhun no tenía par. Su marca era inalcanzable, si comenzamos a contar desde aquel primer warning (advertencia) que le pusieron por estar buscando porno en la computadora de la jaula. “C´mon, man” dijo Noel. ”There´s cameras everywhere.” (“Dale, chabón... Hay cámaras por todas partes”). O el segundo warning, el más estúpido de todos, cuando se olvidó de cerrar la sesión en su computadora al término de la jornada por estar apurado para salir a tomarse unos tragos en el Hard Rock. Por supuesto que lo que hiciera con el tiempo fuera del trabajo era asunto suyo, pero el tipo dejó la sesión abierta y el cajero siguiente que ocupó su ventanilla durante el turno noche, cargó todos los tickets en su sesión, y los del Money Room estuvieron esa noche, mientras él se divertía, hasta altas horas intentando cerrar un enorme desbalance en las cajas. Encontraron el error y saltó el nombre de Shuhun Mother Fucking Nigger. Después de eso, vino el incidente del renovado genio de Shuhun. Desde hacía pocos días habíamos comenzado a cambiar travelers checks (cheques de viajero). Muy pronto comenzaron a aparecer los primeros inconvenientes. Ante la falta de una firma, el casino no había podido cambiar algunos de esos cheques en el banco; por ende, se lo cobraron a los cashiers que lo habían pagado, y tuvieron que cubrir con cien, doscientos y hasta trescientos dólares de shortage. A partir de ahí, se comenzó a necesitar la firma y el número de licencia del supervisor en deber. Ese día a Shuhun, muy pancho en la ventana 1, se le ocurre rebotar un costumer con un traveler check y lo manda a Satelite, porque –según su argumento de defensa– la supervisora Beverly se encontraba allí. Yo me reí, él se rió y nos reimos del asunto. Unos segundos o minutos después suena el teléfono. Atiendo yo pensando que era Norma Jean. “Hello, South Cage? This is Satelite speaking.” 290
(“Hola, Jaula Sur. Aquí Satélite al habla”). “Yes, Esther.” (“Sí, Esther, decime”). “Do you know who sent a costumer from the South Cage to Satelite with a couple of American Express Travelers Checks?” (“¿Saben quién mandó un cliente desde la Jaula Sur hasta Satélite con un par de Cheques de Viajero de American Express?”) “I don´t know. The only thing I can tell you about that is that wasn’t me who sent the costumer to Satelite. But I think that person, did it because the supervisor was over there…” (“No podría decirte. Lo único que sé sobre esto es que no fui yo quien mandó al cliente a Satélite. Pero pienso que la persona que lo hizo, fue porque creyó que la supervisora se encontraba allí”). Sigo hablando, pero la vieja me cuelga el teléfono. “Me colgó el teléfono esa vieja de mierda”, se me escapa, pero ni Dianese, ni Shuhun me entienden; están hablando. Voy a ellos y digo: “That fucking old lady hanged me up on the phone.” Se lo repito a Shuhun y es recién en la segunda vez que me mira. “Nobody hangs up Patricko on the phone!” (“¡Nadie le cuelga el teléfono a Pátricko!”) “Call Satelite.” (“Llamá a Satélite”), le digo. Llama. Habla con Esther. Y sin escuchar que ella se hablaba sobre el cheque, le dice: “Don’t hang up Patricko on the phone no more!” (“¡No vuelvas a colgar a Pátricko el teléfono nunca más!”) Corta. Vuelve a su ventana y llega Patti. Le tira dos o tres pálidas y una par de baldazos de agua fría a Shuhun: “If you need your supervisor, call them on the Radio. Did you call on the Radio? No. So next time, use the Radio.” (“Si necesitás un supervisor, llamalo por la radio. ¿Llamaste por radio? No. Así que la próxima vez, usá la radio”). 291
Entra Beverly a la jaula y le habla suave y lento a Shuhun, de negro a negro, con una mano en su hombro: “Shuhun, what you did was wrong. This costumer came to your window and you sent it to another cage, and you didn’t call on the radio. It happens that this costumer went to talk to Cliff Owen –the Big Boss– and in that time, he wasn’t in an optimistic mood. Don’t do that anymore.” (“Shuhun, lo que hiciste estuvo mal. Este cliente vino a tu ventana y vos lo mandaste a otra jaula, y no llamaste por la radio. Resulta que este cliente fue a hablar con Cliff Owen –el Jefe– y en ese momento él no estaba en el mejor de sus humores. No lo vuelvas a hacer”). Una vez que estuvimos solos él y yo, me mirá y dice: “What the fuck do I care?” (“¿Y a mí que carajo me importa?”)
Salgo a fumar al patio. Lo de siempre, las nubes, el estacionamiento interminable, en el fondo las vías del tren, los postes de luz que sostienen cuatro cables equidistantes que bien podrían ser tres franjas de una bandera pintada en el cielo (la argentina); los autos, el Gran Hermano mirándote desde todos lados (aun afuera del edificio), los obreros de la construcción. Uno de ellos, jamaiquino de cortas rastas y mono azul, me dirige la palabra. 292
Está sentado donde terminan las baldosas del patio, descansando al lado de una pala, una carretilla y una montaña de arena. Me dice: “Vos que trabajás adentro, seguro que ves pasar mucho dinero”. “Sí, mucho dinero que pasa por tus manos y no es tuyo”. “Seguro pensaste huir con todo ese dinero, salir a la ruta e irte a algún lugar y no volver más”, se ríe. “Sí”, le digo y pienso: “A México”.
La primer vez que me tocó con Shuhun en High Rollers, sólo nosotros dos, pudimos charlar tranquilos por primera vez. Me contó de su padre, nacido en Pakistán. De joven, se fue a Inglaterra, cruzó a París, anduvo por toda Europa y finalmente voló a Miami, donde se enamoró del clima, del paisaje y de una negra, su madre, de la cual salió ese engendro. Luego, repentinamente, me dijo: “If I had to choose a place in the world to go, I´d go to Canada.” (“Si tuviera que elegir un lugar en el mundo para viajar, iría a Canadá”). Me sorprendió su respuesta. Le pregunté por qué Canadá. “You go to a bar in Canada and they serve you a pipe to smoke.“ (“Vos vas a un bar en Canadá y te sirven una pipa para fumar”). Me miró y se cagó de la risa. Quedé perplejo. No lo podía creer. Después de tanto tiempo por fin tenía noticias de ella. La despedí con un último beso en el patio de casa antes de ir al aeropuerto. Desde entonces, sólo aparecía en mis sueños. Sin vacilar más, le pregunté si me conseguía. “I’ll get a nice shit for you, Patriko.” (“Yo voy a conseguirte algo bueno para vos, Pátricko”).
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Le pregunté cuánto costaba, cuándo iba a ir, dónde pegaba, cómo era la marihuana de acá, muchas preguntas impacientes que no hallaron respuesta. Tardó un par de semanas en conseguírmelo. En ese par de semanas, tiempo de espera ansiosa, Shuhun estuvo envuelto en una serie de contratiempos. Se le había perdido la billetera con la licencia de conducir, y le habían llevado el auto por no tener licencia. También tuvimos varios desencuentros a la salida del trabajo, en donde su reemplazo llegaba antes que el mío y para cuando yo entraba al Money Room él hacía tiempo que había partido. Una mañana me saludó orgulloso a desde una distancia. Se rió, como siempre. Me gritó desde más o menos lejos. “Patricko, I got something for you. Something good. I got your medicine, so you can feel better.” (“Pátriko, tengo algo para vos. Algo bueno. Traje tu medicina, para que te sientas mejor”). Me dijo que lo que me lo trajo es una muestra para que la pruebe y mañana le diga how I like it (si me gusta) y si quiero más. “¿Puedo decirte ahora que quiero más?”, le pregunté. Se rió, claro, pero no entendió o no sé si se hacía el boludo o si divagaba en el sueño coronatorio de todo negro juvenil, que es ser un gangster o drugdealer tener un gran auto, un par de minitas para enfiestar tirando un fasín por acá, a mí, otro por allá, a Noel (pero que no le contara a nadie). Noel, pensé, no lo hubiera imaginado, pero es lógico. En ese instante, su imagen de supervisor se modificó. Noel era un cubano-americano que poco hablaba la lengua de sus padres, su talla altísima, sus ojos verdes bacalao y la blancura hispana lo confundían fácilmente con un gringo cualquiera, con las aspiraciones de un gringo cualquiera que estudia bussiness management y busca llegar allá arriba de la escala social. Como joven, se diviertía, concurría a bares, fumaba marihuana. That´s it.
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Lo acompañé al estacionamiento. Era interminable. Lo caminamos mientras Shuhun no recordaba dónde había dejado el auto. Ahí estaba, un auto americano, manejado por un negro. Entramos. El asiento del conductor estaba lleno de pelotudeces, paquetes de puchos vacíos, paquetes de papa fritas, un buso, lo que sea. Me senté en el asiento del acompañante y él en el del conductor, como si fuésemos a dar un paseo. De un compartimento junto a la palanca de cambios sacó una ziploc y la abrió. No lo podía creer. Se veían muchas ramas verdes y salia un barandazo de varios colores. Nunca había olido algo así. Me hizo acordar a los buenos tiempos de las buenas cosechas. Ahora, me alcanzaba lo que tiene para mí: una bolsita ziploc pero tan chiquita como para un par de fasos. Me dijo que eso costaba cinco mangos. Que no tenía que pagárselo ahora, que la probara, le dijera si me gusta, y si quería, mañana le pedía más. Evidentemente, no escuchó o no quiso escuchar mi respuesta. Se la iba a tener que repetir al día siguiente. Finalmente, nunca le pagué esos cinco dólares. Al salir del trabajo, lo saqué del locker, me lo puse en la media y salí pedaleando por el estacionamiento. En la entrada de Atlantic Shores me esperaba Titi sentado en un banco del otro lado de la calle. Él estaba de vacaciones, preparando unas materias de la secundaria para rendir en marzo y se embolaba de la vida tropical. Se había gastado una plata que yo le había regalado y lo que él había traído en pastillas de menta. Lo saludé y no tardé en contarle la buena nueva. Qué bien, chabón, se alegró por mí, porque él no fumaba. Aprovechaba de ir a buscarme para poder fumarse unos puchos tranquilo, lejos de la vista de mamá. Doblando por la ocho avenida, a una cuadra nos topamos con un patrullero con sus luces rojas y azules esperando al infractor puntual, el que, al la hora señalada, momentos después de salir de su trabajo y en su camino a casa, comete su debida infracción. Cuando estábamos caminando junto al patrullero, un 295
auto que venía por la tres court dobló en contramano por la ocho avenida. Automáticamente, sonó la sirena y el auto se detuvo a los diez metros. El patrullero avanzó y se estacionó detrás del vehículo infractor. Nosotros seguimos caminando un tanto incrédulos de esta realidad. En lo de mamá tomé unos mates con un bizcochuelo que había preparado ella, mientras me sacaba el uniforme y me ponía mi ropa. No quería demorar demasiado el momento en que por fin me encontrara solo con ella y poder hacernos humo. Me liberé de los zapatos y me recoste en el sillón, con los pies levantados. En seguida, mamá me dijo: “¡Por favor, Patri, qué olor que tenés en los pies!” Y procedió automáticamente a sacarme las medias. Impulsado por el apuro, retiré el pie tan rápido que casi le pegué una patada en la cara. Me incorporé y me puse los zapatos, dándole un motivo más a mamá para pensar que a veces actúo de manera extraña. Ya era de noche y volvía a casa pedaleando como nunca. Al llegar al tráiler, no aguanté a darle la noticia a Esteban. Nos abrazamos y fuimos a comprar sedas a lo de Apu, el minimercado cruzando la Hallandale. Compramos las sedas, unas cocas, un six pack de birras, dos atados de marlboro y volvimos para armarnos un fino. Al día siguiente fui a pedirle más a Shuhun, porque esa bolsita de cinco dólares, la niquel bag, podría llegar a terminarse ese mismo día. Una semana más tarde, me encontraría nuevamente en su auto, ahora tirándome la gran bolsa, la de veinticinco mangos, que había más o menos doce gramos. Una semana más tarde, me encuentro nuevamente en su auto. Me dice que espere, que ahora solo tiene esta niquel bag de un faso jamaiquino. Jamaiquino, digo, me gusta, me gusta, pero cuando veo la piedrita digo what, pero en silencio, no quería faltar a la honestidad de mi negro. El prensado me hace sospechar y me hace pensar en los tantos chascos con los que a veces uno se encuentra. Le doy cinco mangos por esa piedrita 296
y quedamos en que me traiga ahora una bolsa de cincuenta mangos y ya, que si podrían ser cien mejor, pero no sé si eso se puede, dónde consigue el faso mi negro. En casa pruebo el jamaiquino. Ya Esteban también desconfía de eso, porque me dice, si es el que fumé yo, démosle un par de secas y a apagarlo. Pero ya el aspecto habla de otra cosa. Nos hace dudar que venga en piedra, el faso villero que todos conocemos. Pero acá en Florida, en el Estado del Sol, las plantas de marihuana crecen de tres metros y vienen en ramas, no en piedra. Dos semanas después me encuentro nuevamente en su auto, charlamos las pelotudeces de negro y argentino y me da la bolsa de cincuenta. Estrujada, la guardo en un paquete vacío de Newport que encontré en el asiento, y vuelvo a trabajar. Le quedo debiendo cincuenta dólares. Ese día teníamos que cobrar las propinas, que se dividían por partes iguales entre los cajeros, y comparado con otros departamentos, no eran tan generosas. Igualmente, pagan esos cincuenta mangos del faso. Le digo a Shuhun que le doy la guita de las propinas. Pero a la salida, él todavía está en la jaula y yo afuera, y me voy. En la entrada del casino me espera Titi, que mañana ya se vuelve a Buenos Aires. Siempre en la misma cuadra, está el patrullero que a penas llega a una esquina, frena un auto y lo detiene por ir en contramano. Yo me había mandado el faso en los calzones, porque sabía que si la policía te paraba sin documentos, cuando mucho te pedía por favor de abrir la mochila. Yo caminaba tranquilo, como residente norteamericano. En casa, con Titi y mamá, me llama Shuhun y me dice: “Pátricko, ¿cómo te vas a ir sin pagarme los cincuenta dólares?” Trato de explicarle por todos los medios, con todas las intenciones, pero no consigo que me entienda, menos por teléfono. “¿Estás en auto?” Sí, más difícil, porque a pesar de que la casa de mi mamá queda a ocho cuadras del casino, tiene que 297
desviarse de la avenida, retomar, hacer una y llegar a donde estoy yo, con sus cincuenta mangos. Pero es inútil. Ni yo sé indicarle ni él entiende. Entonces, sabiendo de sus costumbres alimenticias, le propongo: “Meet you at McDonalds.” (“Nos vemos en McDonalds”). Queda a una cuadra de lo de mi vieja, sobre la avenida. Con el faso todavía en el paquete de Newport, en lo de mi vieja me pongo unos pantalones y una camisa y dejo tirado el uniforme violeta. La despido, con una excusa, de que el negro no sabe llegar, que es un negro medio tonto, como todos los negros y que es inofensivo, por eso está tratando de ser mi amigo. Con estas explicaciones y una promesa de quedarme mañana a comer, salgo para el McDonalds con todo encima, sin la bici y me lo encuentro. Subo al auto y saco la plata para pagar. “Pensé que te la podía dar mañana”, me excuso. No. Hoy es jueves, su viernes, porque mañana viernes tiene franco, y sería como su sábado, porque el sábado también tiene franco y es su domingo, día de descansar y visitar a la familia. Antes de que haga una cuadra le pregunto: “¿Vas para el west?” “Yeah.” “¿Para la I–95?” “Yeah.” “Entonces llevame a mi casa. Queda a una cuadra de la I–95 por la Hallandale”. Saca el sobrecito amarillo. Nos reímos los dos. El sobre de las propinas esta vez es más chico que de costumbre. Le cuento que fui a buscar el sobre después que él me había dado el faso, en el mismo recreo. Que Victoria Cannon vio mi cara de sorprendido y contestó a mi comentario de “how small” (qué pequeño) con un refrán que su hija tuvo que completar porque no recordaba: “Big things comes in small packages.” (“Grandes cosas vienen en paquetes pequeños”). “Not this time, mam, not this time” (“Esta vez no, señora, esta vez no”), agrega Shuhun contestándole al fantasma de Victoria Cannon, 298
presente en nuestra conversación. “¿Recibiste un par de billetes de dos dólares con el paquete de las propinas?”, le pregunto. Era una especie de “pequeña alegría” desde el Money Room frente a la baja de 76 a 44 dólares en las propinas de una semana a la otra. Los clientes no estaban dejando propinas. “No, only one.” (“No, solo uno)”. “How much the gave you?” (“¿Cuánto te dieron?”), le pregunto intrigado. “Thirty two box.” (“Treinta y dos mangos”). “Something’s missing there” (“Hay algo que falta ahí”), opino. “Something’s really wrong with those people.” (“Hay algo realmente mal con esta gente”). Le comento que me están debiendo unas cuantas horas extras, desde principio de enero. Lo mismo él y Norma Jean y Stephanie y casi todos. Después de tanto bla bla, le pago. Casi todos en billetes de 1 dólar, porque eran las propinas. Me dice que necesitaba esa plata, porque hoy va a salir, va a ir al Hard Rock para jugarse unos manguitos en las mismas máquinas con las que él trabaja. Le propongo que ya que está a una cuadra de mi casa, y mi casa está a una cuadra de la autopista, que se venga a fumar un churrito conmigo y luego arranca. Me dice que sí, pero que va a parar en la estación de servicios a comprar algo. Va hasta el store y vuelve rápido. Se había olvidado su licencia de conducir. “Seems today I look young.” (“Parece que hoy luzco joven”). Cuando vuelve por segunda vez me muestra un royo de hojas de tabaco. “I’m gonna show you how we smoke.” (“Voy a mostrarte cómo fumamos nosotros”). En casa está Esteban. Ve llegar un auto y sale un negro. Sabe que es mi negro. Mi llegada con Shuhun son buenas noticias. Aunque se toma el atrevimiento de reprochar en lengua nuestra acerca de que podría haber venido con el faso pero sin compañía. 299
Se lo presento a Esteban desde la puerta: “Esteba, Shuhun. Shuhun, Esteban”. “You are Shuhun like John or like Sean?” (“Tu nombre Shuhun se escribe como John o como Sean”), pregunta Esteban por los nombres homófonos que suenan a Yon. “No, it’s Shu-hun (Yu-Jun).” “Ah, entonces voy a decirte Yu-Jun”, le digo riéndome. “Don’t you dare, Patricko”. (“No te atrevas, Pátricko”), contesta con un puño amenazante, demostrando cierta vergüenza por el origen musulmán de su nombre. Me río, un poco nervioso por haber tocado un punto sensible en su persona que pudiera despertar su violencia. Pasamos adentro. Voy a poner música. En un principio no sé qué poner. Pienso en un encuentro de culturas, de dos sudamericanoeuropeos en Norteamérica y un afroasiamericano, y esto merece la música adecuada. Pongo los Rolling Stones. Pienso que es la primera vez que traigo un negro a mi casa, y puede que eso sea un punto de desencuentro con Esteban, quien no quiere molestarse con todo lo que sea intermediario entre que lo quiere y que lo tiene. Pero también pienso que es la primera vez que tengo una casa propia, aunque sea una casa rodante, pero sin ruedas, que se lanza a rodar a los tumbos, entre conocidos extraños fumando marihuana. “Pat, the weed…” (“Pat, la hierba...”) “Ah, sorry”, le digo y le paso un ramillete y una tijera. Poda y coloca la leña en la hoja de tabaco y rola. Le da mecha y pita. Pita como africano antiguo debajo de una palmera, como negro rapero navegando en su yate. Yo pito. Las razas no cambian sino con los siglos. Es una buenaventura que en el mundo de las razas podamos fumar de la pipa de la paz. Esteban se descorcha una Honey Lagger y luego del primer trago, no omite su habitual “ah…” seguido del comentario de propaganda: “Que rica que es esta birra, con ese gustito a miel…” 300
Le ofrezco una a Shuhun pero no acepta, tiene que manejar. “I´m gonna start later.” (“Voy a arrancar más tarde”). Esteban indaga acerca de mi negro. “You live where?” (“¿Dónde vivís?”) “Sunrise.” (“Sunrise”). “I know.“ (“Conozco por ahí”). “Close to Commercial Blvd.” (“Cerca de Commercial Blvd.”). “You live alone? With your parents?” (“¿Vivís solo, con tus papás?”) “No, with a room mate.” (“No, comparto con una persona”). Me desligo un poco de la conversación y aprovecho para dedicarme a observar por momentos. Shuhun es un negro grande y fornido, más alto que yo, manos negras y peludas, así como su rostro sus cejas. “I worked as a Security in Hard Rock.” (“Yo trabajaba como Security en el Hard Rock”). “Oh, I didn´t know. I thought you were cashier.” (“Ah, no sabía. Pensé que trabajabas de cajero”), le digo extrañado, acerca de su experiencia en los casinos. “Oh, no, I was Security because is the easiest job I ever done. I just standed there. And I worked out.” (“No, no. Yo era Security porque es el trabajo más fácil que existe. Simplemente estás parado sin hacer nada. Y hacía mucho ejercicio”). “You work out?” (“¿Hacés ejercicio?”) “Yes, that´s what you do when you don´t have wife and children. You work out.” (“Sí, eso es lo que hacés cuando no tenés esposa ni hijos. Vas al gimnasio”). Me causa risa su filosofía de vida. Mi negro anuncia la partida en el momento en que ya no hay más por lo que demorar una vez que se acaban los tópicos de conversación. Para Esteban 301
comienza a ser una situación un tanto incómoda. Está un poco nervioso, camina de la pieza al living y espera el momento en que mi negro parta y así pueda sentirse como en casa.
Después de unas semanas de ser un cajero que no desatendía sus conversaciones laborales por nada, comencé a relativizar mi comportamiento, bajando de la teoría a la práctica, y notando que había grandes huecos en mi día que nos los llenaba ni con charlas ni con customers. Me pareció una buena idea volver a la disciplina de los dibujos abstractos que había que había conquistado en la dulce época del training. Ahora me había acomodado y sabía como venía la mano. Utilizaba el tiempo libre para dibujar un papel hasta convertirlo en una obra de arte mínima, compleja e indescifrable. Mi primer inconveniente, más allá de las interrupciones de los customers o de coworkers que me paraban y me preguntaban qué estaba haciendo, era material. A la jaula no podíamos entrar más que con una lapicera colgando de la identificación, y como tampoco teníamos bolsillos, nada nos podíamos llevar. Comencé a utilizar trozos de hojas sin uso o el reverso de los diversos formularios, trozos pequeños. Para trasladarlos fuera de la jaula, me los metía en la identificación que colgaba de mi cuello. Después descubrí una mejor tarea que dibujar, que solo era una licencia de mi verdadera vocación: ahora escribía, y más que escribir, anotaba. Había una diferencia sustancial que había recién descubierto entre estas dos disciplinas aparentemente similares. Mientras que el trabajo de la escritura está asociado, en el caso de quien habla, con el trabajo de la ficción y a la invención imaginaria, oficio del cual me había tomado indefinidas vacaciones, la tarea de anotar simplemente requiere poner en palabras sobre un papel lo visto o lo oído. Este trabajo al que comenzaba abocarme por las circunstancias en la que estaba envuelto (lejos, en una jaula, hablando otra lengua), parecía más sencillo que el 302
oficio de la ficción, porque no requería la inventiva del autor para crear un mundo. Para el anotador, el mundo está dado por los marcos de la realidad, de los hechos, pero requiere otro tipo de habilidades igualmente loables como la invención, que son la memoria y la reproducción. En otros tiempos de afición literaria, la descripción de un mundo o de varios, partía de la misma cosmovisión de un autor. Hoy que muchos sino casi todos los sistemas filosóficos y literarios se hallan en renovación, la elección entre una u otra tarea no se reduce a una elección estética. El fundamento se halla en otra parte. Para la nueva tarea anotar, preferí, por su forma angosta y larga hasta el infinito, los trozos de papel que sacaba de las adding machines. Presentaban varias ventajas. En primer lugar, podía cortar un trozo tan largo como mi necesidad de escribir lo dictara. Además era delgado, fácilmente plegable y no hacía demasiado bulto en el plastiquito de la identificación que colgaba de mi cuello. Las anotaciones eran breves, y al final del día, juntaba tres o cuatro papelitos con diversas anotaciones, diálogos, pequeñas historias, cosas que serían indispensables para recordar ciertos episodios que llamaron mi atención, y hasta pequeños poemas que ensayaba para ver cuán dura se me había puesto la piel. Una vez que terminaba de anotar, doblaba el papel y antes de guardarlo, enseñaba a las cámaras de Surveillance mis manos del derecho y del revés, que no escondía nada ni pretendía nada, y luego el papel, para constatar frente a ellos que era solo papel y no dinero. A veces, para evitar una excesiva acumulación de papelitos, durante el recreo los dejaba en mi mochila en el locker y los abría en casa. Una vez que me encontraba solo con un fumo en la boca, lejos de la prisión de la jaula y del traje violeta, los sacaba y los ordenaba y quizá explayaba alguno en las páginas de un cuaderno que me había comprado específicamente para eso. Tenía que aceptar que el proceso de mi escritura había cambiado. Mi proyecto original de La noche americana había quedado casi detenido. Desde que 303
había bajado al piso del casino, con las nuevas exigencias del trabajo, me dormía tan cansado que ya casi no soñaba. Sabía que siempre, como el viento, había que estar sujeto a las transformaciones, y por ende, en mi producción, escribir en contra de las circunstancias que me rodeaban era una tarea tan necia como la de desoír la dirección favorable del viento. No podía decir que mi noche americana estuviera concluida, ya que concluiría con el último sueño anotado en estas tierras, y aún estaba acá y aún no lo había soñado.
Yo dudaba en aquel tiempo de la eficacia de Surveillance. El primer conocimiento que tuve acerca de ellos fue en nuestra guía de instrucciones. Cada vez que pasaba algo fuera de la actividad normal de un cajero, había que notificar a Security y a Surveillance. A mí se me hacía que se trataba de tipos mirando una pantallita, comiendo una hamburguesa, derrámandose la lechuga y la mayonesa en la camisa. Cada vez que se hablaba de ellos, se apuntaba al cielo dos veces con el dedo índice. El comentario de Charlie: “Uuh, the Big Brother”, usando ese uuh alargado como 304
modo de legitimación, de adaptación del cerebro de los empleados a las normas del control y observación absoluta de todos nuestros movimientos, así como Kathy dijo: “Uuh, the Cage”, y nosotros comenzamos a trabajar en una jaula 8 horas diarias. No comprendía; pero ahora sí, ahora lo veo como una explicación para niños o para tontos, que es lo que más se acerca a lo que somos. El día que apuñalaron a Suzzy Q tomamos verdaderas dimensiones sobre el alcance del ojo de Surveillance. Yo estaba con Mirlande en High Rollers, ella de handpay y yo de regular cashier. Yo me perdía de las vueltas que daban las máquinas cuando una vieja apretaba el botón y perdía veinte dólares cada pocos segundos. Al rato se le acababa el dinero en la máquina y colocaba otro billete de cien, que le duraba menos de un minuto. Todo esto, mientras hablaba con un Security. Llegó Patti y desde el otro lado de los barrotes me pidió que marcara el interno 3172. A su lado, estaba Suzzy Q tomándose la cintura con una mano. Le pasé. “Hi, Mike, it’s Patti… yeah…ok, I see…” A Suzzy Q: “Was the man aware of it? ” (“Hola, Mike, habla Patti... sí... bien, ya veo... A Suzzy Q: ¿Estaba el hombre al tanto de lo sucedido?”) “Yes”, dijo Suzzy Q con esa voz de lagartija agonizante “When he realized, he sad ‘oh, I’m sorry’.” (“Sí... Cuando se dio cuenta, dijo ‘Lo siento‘). “Yes, he was aware”, siguió Patti su diálogo con Mike. “Ok, yeah…” A Suzzy Q: “Did you go to the paramedics?” (“Sí, el hombre estaba enterado... bien, sí...” A Suzzy Q: “¿Fuiste a los paramédicos?”) “Yes, they said no tissues were seriously harm.” (“Sí, dijeron que ningún tejido fue seriamente herido”. “Yes, she went to the paramedics”. Patti a Mike: “Thanks, yeah, thanks.” (“Sí, ella fue a ver a los paramédicos”... “Gracias, sí, gracias”. Patti me pasó el teléfono por entre los barrotes y me pidió que colgara. 305
Mirlande hablaba con Suzzy Q mientras yo atendía a mi costumer. Me mantenía entretenido pagándole tickets de doscientos cincuenta dólares, cien, ciento cincuenta, cada media hora más o menos. Luego de narrarle los pormenores del hecho, Suzzy Q se retiró a su casa. Mirlande ahora se lo contaba a Sade. Cuando terminé con el costumer, pregunté por lo sucedido: “A guy stabbed Suzzy Q accidentally. He had a knife on his pockets and went down to collect a coin and stabbed Suzzy Q when she was walking around. But no tissue was seriously damaged”. Y remata: “But you know what, Surveillance notified. They saw when the guy stabbed Suzzy Q and the call patty immediately. So if Surveillance can se a smooth stab, they can see anything.” (“Un sujeto apuñaló accidentalmente a Suzzy Q. Este sujeto tenía un cuchillo en su bolsillo, y cuando se agachó para recoger una moneda, le clavó el cuchillo a Suzzy Q cuando ella pasaba. Pero ningún tejido fue seriamente dañado... ¿Pero sabés una cosa? Fue Surveillance quien notificó. Cuando vieron que el sujeto le clavó el cuchillo a Suzzy Q, llamaron de inmediato a Patti. Así que si Surveillance puede ver una puñalada pequeña, en verdad puede ver cualquier cosa”).
Una de las peores condenas a las que me podían confinar era estar a lo largo de una jornada de trabajo atrapado con Noemí, siete, ocho horas hablando con ella, volviendo a oír las mismas viejas novedades, los mismos chistes recalentados sin sabor. Si estaba con cualquier otra persona, podía hacerme el que entendía lo que se decía y decía yes yes yes durante toda la jornada sin prestar la menor atención y permanecer en mi mundo interior. Pero ella me hablaba y yo tenía que escucharla, no sólo porque estuviera atrapado en la jaula con ella, no porque de todas las varias personas de variados países, colores y tonalidades bien distintos, sólo habíamos quedado ella y yo hablando en criollo (mientras más forzado el argentinismo, mejor). No sólo debía escucharla porque 306
era amiga de mi mamá, compañera del club de tango, ni porque desde el primer día que comenzamos a trabajar juntos me consideró, muy a pesar de mí, su hijastro, sosteniendo que me compartía con mi mamá. No la escuchaba por las historias que me podía llegar a contar. No le entregaba mi oído con placer como lo hacía frente a las anécdotas de Raúl o las vivencias de José. No. Escuchaba a Noemí, principalmente, porque creía en una condena divina por todas las inacciones que tomaba en ese momento, de todos los planes postergados de cambiar de trabajo, conocer otros ámbitos, quizá irme de la ciudad, mandarme a mudar. Pero no, nada de eso sucedía porque yo estaba sentado en ese momento escuchándola hablar del Mercedez que le había regalado el ex marido, su vida en Buenos Aires hacía miles de años, de su sordera en el oído izquierdo, que me hacía recordar cada vez que le hablaba bajito, con su agudo e irritante “¿eh?”. El trabajo diario era mi cadena y esa mujer, el cuervo que comía mi hígado cada día. A pesar de todo, a veces, durante los días francos, la extrañaba. Pero puede que oportunamente en ese mismo momento en que estuviera pensando en ella, me llamara para preguntarme cómo había pasado mi día off, si había descansado bien, y antes de que pudiera darle mi respuesta, ella se largara a contar que su ex marido la había llevado a comer a un restaurant en Coral Gable, en donde tuvieren una pelea en público luego de tomarse dos margaritas, y eso que ella jamás bebía. A fuerza de sucesivos encuentros en la misma jaula, tuve oportunidades suficientes para construir un mapa sentimental, religioso y biográfico de ella. Habiendo vivido su niñez en Temperley, su adolescencia en Quilmes, se hizo usuaria de los viajes en tren, de los canastos con frutas y manteles de flores, entrenándose en el esfuerzo obligado y necesario que conlleva obtener lo que ella más deseaba en el mundo: casarse y ser feliz. Desde los quince años trabajó ayudando con las cuentas en su casa, demostrando habilidad con los números y las operaciones. No había duda que 307
sería contadora. Cuando tuvo edad suficiente para iniciar un trabajo serio, se le ofreció un puesto en la cancillería argentina, donde su padre y el padre de su padre se habían dedicado al oficio de la función pública. Rápidamente, se mudó a un departamento en el microcentro, muy cercano a su trabajo, al que iba caminando. Tuvo oportunidad en ese entonces de realizar varios cursos en la Alianza Francesa de práctica de la conversación. Un par de años más tarde, conoció al hombre que sería su primer novio. Con este tuvo su primera relación, y se casaría con él, como ella tanto lo había deseado desde siempre, el único sueño de su vida: ser la esposa de alguien y apegarse a la estricta matemática del matrimonio. Pero a punto de subirse al altar, el azar intervino en el destino de sus vidas. No se trataba de la irrupción de algún personaje romántico. Una semana antes de la ceremonia, ella lo abandonó. Su prometido resultó ser jugador compulsivo. Hasta cierto punto le producía gracia y cierto asombro que un día él pasara a buscarla con un citroën y que al día siguiente ya no lo tuviera, y en su lugar, apareciera con un Ford T o un departamento en la costa al que jamás llegaron a ir. Antes de hacer definitiva la sentencia de su vida, decidió abandonarlo, y poco tiempo más tarde, cuando la cancillería lo dispusiera, trasladarse a Nueva York para recomenzar su vida. Esta historia continúa con un viaje a Buenos Aires que ella hizo hará un par de años, cuando volvió a ver al hombre que hubiera sido su primer marido. Resultó ser un tipo curado hacía treinta años de la adicción al juego, siendo ahora dueño de un bar y una librería en la calle Corrientes (no me supo decir cuáles), que según ella, estaba irreconocible por su gordura, por su demacración y por el vicio de trabajar 18 horas y fumar 40 cigarrillos por día. Era una ironía del destino que me estuviera contando la historia de un adicto al juego rehabilitado en medio de un mar de máquinas alimentadas por el ímpetu de la masa jugadora. Aunque estaba lejos de entender en qué situación se encontraba inmersa aquella muchacha de Buenos 308
Aires, que por ese entonces tenía otro nombre, Alcira Noemí Martínez, podía llegar a calcular, a la manera que hacía ella, los motivos de haber dejado caer el único sueño de su vida, la estabilidad, y el único medio, las primeras nupcias. Sus palabras: –Yo no quería verme en la situación de levantarme un día y encontrar que lo había perdido todo porque él se lo había jugado. En ese momento me dijo que si no se casaba conmigo no se casaba con nadie. En su momento no le creí, pero sí, cuando estuve allá me enteré que no se le conoció esposa. Luego de haber vivido unos cuantos años habitando el suelo norteamericano, se casó con un argentino porque creía estar enamorada. Al fracasar este matrimonio, decide cambiar el frío paisaje neoyorkino y trasladarse a donde todos los argentinos sueñan con llegar, a Miami, en donde tantas celebridades poseen su restaurant, hotel o humilde vivienda en el vigésimo piso frente al mar. En estas tierras, conoció a su segundo esposo, el cubano que le dio los papeles y el apellido. De esta historia poco había contado, no mucho más que estuvo casada durante trece años. La parte sabrosa de esta historia me llegó a través de mamá. Ella lo había conocido en el club de tango, y al primer “qué tal”, ya sabía que se trataba de un cubano, por ende, un mujeriego, un alcohólico, un sinvergüenza. No obstante, aceptó bailar una pieza con él cuando se lo propuso. Una vez concluida la pieza, las lenguas ardientes le hicieron llegar a mamá la información de que ese cubano con el que había bailado, era el marido de Noemí y tenía una irrefrenable adicción a la cocaína. Un “cocainómano” fue la terminología empleada para describir el caso. Al divorciarse del cubano, conservó su apellido, Milhet, porque le gustaba más que su apellido de soltera. Cuando llegó el momento de iniciar los trámites para devenir en ciudadana, optó por llamarse de allí en más simplemente Noemí Milhet, sin el apellido familiar y sin el primer nombre con el que su madre la había nombrado al venir al mundo. Una vez que el Estado norteamericano ofrece aceptarte en su 309
seno como parte de la nación y sus beneficios sociales y posibilidades de enriquecimiento, permite que te renombres, no importando los datos que acusen los documentos de tu país de origen, permitiendo que te llames como quieras, porque en definitiva en este lugar todos buscan ser alguien más que ellos mismos. El tercer marido de Noemí era reciente. No le había durado mucho, calculo que a penas un par de años. Para este momento, ya le tiraba más el status económico, su depto en Three Islands y que su esposo fuera car dealer y le diera un Mercedes. Recientemente, le había cambiado su viejo Mercedes por uno nuevo, aunque ya fuera su ex. A los argentinos en Florida les encanta los Mercedes; son relativamente accesibles y acá nadie los quiere porque son a diesel y no en todas las estaciones de servicio se consigue. Mamá me decía que si veía un Mercedes por la calle, seguro que se trataba de un argentino. Todavía se seguían viendo los sábados, porque ella le hacía la contabilidad semanal como trabajo extra y de paso él también le hacía su trabajito semanal a ella. Ahora que se habían divorciado y se veían poco, la relación iba mucho mejor. El problema de él eran sus celos. Lo poseían hasta alcanzar niveles patológicos. Un día, estando casados, ella sintió un mareo y un fuerte golpe en el oído derecho. Luego se desmayó. A partir de entonces, dejó de oir.Cuando le preguntó al médico si iba a volver a oír, buscando esa esperanza mentirosa que tranquiliza momentáneamente a los padecientes, éste sentenció que no sería así, que ella debía irse a dormir pensando que no volvería a oír nunca más de un oído. Estuvo cerca de un mes en recuperación. Durante ese tiempo, él no dejaba que ella se levantara por nada del mundo. Quería que reposara en la cama aunque no fuera necesario. Le traía la comida al mediodía, y la asistía en todo lo que precisara. Entonces comenzó a notar que algo no andaba bien con su marido. Postrada en la cama, se sentía prisionera, atrapada. Ocho meses después, se reunieron con sus respectivos abogados para firmar los papeles del divorcio. 310
Aún así, sabiendo que a veces la llamaba en medio del trabajo para hacerle algún escándalo de celos, ella lo seguía viendo semana a semana y aceptaba sus regalos y sus proposiciones. Para ella, había una sola explicación para esto: –No estamos hechos para estar solos. No hay vuelta que darle.
El 14 de febrero se me acercó Noel y me preguntó si quería quedarme trabajando overtime (horas extras) para Valentine's Day (El día de los enamorados). Era una fecha especial en la que la gente saldría a recrearse y jugar unos billetes y faltaría gente, tal vez era más importante que el Día del Presidente, o tan estimado como el Día de Acción de Gracias. Muchos habían avisado que no vendrían, algunos con parte de enfermo a última hora, para reservarse esa noche especial y salir con sus parejas. A esa altura, ya creía dos cosas: que todo era una prueba para la evaluación de los tres meses, y que toda ocasión para que entrara dinero era indispensable para mi economía emergente. Era una buena ocasión para probar lo que era el trabajo nocturno, lo que me llegaba de los testimonios de la night people como un ambiente relajado sin la presión que el sol ejerce en los ansiosos jugadores. El turno noche se abría como posibilidad de un cambio, por mínimo que fuera, en el paisaje saturado de luces y ruidos del escenario diario. Para el casino también era una noche especial. Se sorteaba una Harley y hubo espectáculos musicales. Durante el día me había tocado en la South Cage con Noemí a mi lado y del otro lado, Tamika y Ticia. Dos negras contra dos blancos. Noemí estaba tranquila conmigo al lado suyo, porque me podía llenar las bolas durante todo el día y yo no podía hacer nada, porque mal que mal era la única persona con la que podía hablar. Y solo hablaba acerca de tal olor de esta o tal sonido corporal de aquella, que su mamá le había enseñado a decir por favor, perdón y gracias, que estos eran monos sin modales. 311
Entrada la tardecita, como muchos días, las cosas comenzaron a ponerse medio calientes. Yo hablaba con Tamika, Noemí en medio de nosotros como interferencia. Ella entendía lo que yo le decía a Tamika, pero no lo que Tamika me decía a mí. Además de no entender demasiado inglés, estaba su oído; entonces, otra utilidad que me encontraba era de traductor e intérprete de las directivas de los supervisores, por si a ella se le escapaba algo. Y en la conversación truncada con Tamika, los palos iban y venían. En un momento, confesó que para esta noche de San Valentín escuchaba ofertas. Tenía algunas invitaciones, pero ninguna la conformaba. Me preguntó qué hacía yo. Le dije que nada, que no tenía novia, que tampoco tenía auto para invitar a salir a alguien. –Yo tengo auto, para salir con quien yo quiera –me dijo. –Ah, qué bien –le contesté, con Noemí de por medio. Noemí me exigió que le tradujera. Más o menos, le chamuyé algo para que se quedara tranquila. Muy silenciosa se reía de la posibilidad de que yo saliera con Tamika, se reía picarona y con un poco de vergüenza también por pensar que yo podría intimar con una persona de color. Salí al baño. Al volver Noemí me dijo que Tamika le había dicho que yo le gustaba, que la invitara a salir. –Decile que sí –me recomendó Noemí–. De todas formas, no te vas a casar con ella, es solamente para dig the sweet potatoe– dijo entre risas, usando esa frase que en inglés no significaba nada, pero en español significaba “enterrar la batata”. Tamika se impacientaba: –Necesito conseguirme un novio blanco –confesó–. Un hombre blanco y rico. Para esta altura, sabía que Tamika estaba regalada, a pesar de que yo no tenía ni para invitarla con un vaso de agua. Solamente debía decir “vamos” y terminaría en su habitación en algún barrio oscuro de Miami Dade. 312
–Le bailaría –hizo bambolear las tetas con un movimiento de hombros–. Me pondría unas plumas en los pezones y le bailaría –las bamboleó–. Me pondría unas estrellas en los pezones y le bailaría –las bamboleó–. Cuando baño a mi hijito en la bañera le hago así, –volvió a bambolearlas–, y a él le gusta meter la cabeza acá –puso sus manos entre las tetas–, y dice teet-ee, teet-ee y abre la boca. Pero, ¿quería yo acabar en la cama de Tamika esta noche? ¿O simplemente estaba empujado a hacerlo porque era una cena servida en bandeja? A pesar de que la cultura y el instinto me empujaban a decir que sí, mi corazón romántico sabía que en el fondo no podría disfrutarlo. Todavía en mi interior había una herida que estaba cerrando que ni las negras mujeres, ni el trabajo o la marihuana más verde lo conseguirían, sino el tiempo. No me dolía rechazar su propuesta, pero sí me dolería aceptarla. Justo en ese momento, apareció Noel y me propuso quedarme hasta las diez, cuatro horas extras que no vendrían mal, que el casino me necesitaba y yo necesitaba una coartada. En lugar de decir sí o decir no, simplemente, dejé que las cosas siguieran su curso cuando Tamika salió por la puerta de la South Cage hacia el Money Room, como diciendo “si no sos vos, otro será”. Muy bien, que sea cualquier otro menos yo.
La vida en el turno noche era mucho más apacible, menor feroz, hasta más compañera. Durante la noche no se percibía esa competencia descarnada que había entre los grupos de cajeros y attendants mismo dentro del grupo de los cajeros. Tal vez porque fuera nuevo y viera las cosas desde otra perspectiva, pero el ambiente de la night people me gustó de verdad. Entraban a las seis y media de la tarde y se iban a las dos y media de la mañana a más tardar. Ideal. Después de las doce, todo se relajaba y los recreos se prolongaban y nadie venía a reclamarte que te habías tomado más tiempo del que te correspondía. Excepto los sábados, que la 313
cosa se ponía intensa, según contaban, pero era lo mismo durante el día o la noche. Cuando comencé a ver que Tamika, Ticia y Noemí se retiraban al Money Room y venían sus reemplazos, Marie Cesaire y otra señora negra que nunca me aprendí su nombre (que tenía todo de oro, anillos de oro en cada dedo, collares de oro, aretes, pulseras, prendedores y dientes de oro), me sentí feliz. Por fin un cambio de panorama. No hacía mucho que había bajado al piso del casino, pero ya me estaba hartando la misma rutina diaria. La noche presentaba otra oportunidad de variar el paisaje de personajes diarios y no sentir un agotamiento de esta rutina vacía. José se me acercó a mi ventana, camino al Money Room, y se puso contento de verme en su turno. Le comenté brevemente de mi incipiente idea de cambiarme de turno, que cada vez cobraba más fuerza y claridad. Me felicitó y mencionó las bondades de trabajar de noche. La gente de la noche era más tranquila, ya fuera porque este era su segundo trabajo, o sea, que venían ya cansadas de trabajar durante el día, o como él, venían de estudiar, también cansados y con otras responsabilidades en mente. Acá no se jodía mucho. Además, en su mayoría, era gente grande. Nadie como el grupo de las troublemarker, que estaban en sus veinte y con ánimos de molestar. También me correspondería otro supervisor, ya no la temible Beverly, que comenzaba a mostrar sus colmillos, sino la jovial Ashley. Ashley, que cada vez que me veía me preguntaba “Patrick, ¿cuántos recreos te tomaste hoy?”, inquisidora, aunque tiernamente, y cuando le decía que tres, volvía a preguntarme “¿Estás seguro que solo tres?” Claro, le decía, un poco molesto porque desconfiara, aunque tal vez había salido más de tres veces de la jaula. Ashley buscaba acercarse a mí cuando aparecía a las seis de la tarde. Me hacía comentarios tontos y preguntas redundantes solo para verme titubear cuando quería contestar. Me decía: “Patrick, ¿me llevarías a conocer Argentina?” Sí, le decía. “¿Y querés tener bebés argentinos conmigo?” Sí... le decía, pero 314
dudando, porque ella salía con CSM Daemon y él sí que me tenía en la mira. Ashley, que, cuando aparecía en la Jaula, me decía “Good afternoon, Sunshine!” (“¡Buenas tardes, luz de sol!”), y yo le decía “You’d say spolight” (“Querrás decir luz del spot”), ya que casi nunca veía el sol. Ah, sí, la noche era mucho más amena para mí. Ya no tendría que aguantar ni a Mirlande, a Marlene, a Tamika, a Noemí, en fin a todos los que complicaban mi existencia con sus insignificancias. Tenía resuelto ir a hablar con Victoria Cannon un día de estos, tal vez el miércoles cuando pasara a buscar el cheque semanal para decirle si me podía cambiar de turno. Tal vez buscando efectividad, podría inventar una mentira para convencerla. Definitivamente iría la semana siguiente. Era mi intención. Nunca fui.
Bitácora del Capitán Pepo “Estoy muy solo y triste acá en este mundo abandonado”
Otro día más en la jaula. Hoy es sábado; el martes se cumplen los tres meses de estar trabajando para el Mardi Gras Gaming & Racetrack Center. Treinta y nueve van. Treinta y nueve días hasta la fecha (2/17/07) en los que estoy encerrado ocho horas y media diarias en esta Jaula. Mi misión: expedir dinero, realizar transacciones, canjear tickets por plata a mi cargo ($20.000). Mi objetivo como Ser Cajero: llegar al Balance Cero. El Balance Cero es algo que muy pocos han podido alcanzar. Si uno cree que venía en una racha de cero cero, 0.0, de lunes a jueves, el viernes al entregar la bolsa a la ventanilla falta un níquel. ¡Un níquel! Esto en el más destacado de los casos que se aproximaron al Balance Cero. Uno de estos casos es el de Noemí, que 315
al final de la semana, tiene que pagar veinte o quince centavos, o ese níquel (5) de shortage, mientras que yo rezo por que no sean más de veinte dólares.
El hecho de que yo me quiera acercar al Balance Cero es para no tener que pagar lo que termino debiendo al final de la semana. Cuando no estoy short (corto), es porque estoy over (excedido). Estar over está bien. No llegás al Balance Cero, no dormís con la conciencia tranquila, no tenés esa certeza de que cada billete y cada moneda están en las manos de quien corresponda, en las manos en que el Azar decidió poner esa plata. A mí no me quita el sueño. Me conformo con no tener que pagar el monto que di de más y que ahora Ellos tienen de menos. Diez dólares, veintidós con veintidós dólares (mis cifras de shortage de dos semanas) no son nada comprado con los ciento trece, noventa y siete, cuarenta y seis de shortage por parte de la night people, como muestra la planilla junto a la ventana del Money Room, que acusa nombre y deuda de cada uno por día y por semana, y al final del recuadro de doble entrada, como apelando a la conciencia de todos los cajeros, la cifra total de todos los shortages de los treinta y cuatro cajeros de ambos turnos, día y noche, por siete días: $1,027.81.
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Durante todo el día me dedico a mantener una línea constante de ciudado y atención a mis transacciones. A las seis de la tarde (según ellos, las seis de la noche), voy al Cuarto del Dinero, una sala blindada que me hace sentir que he descendido al subsuelo, bajo tierra. Al salir al piso del casino, que es la antesala de la realidad, y cruzar la puerta, pushing exit button, uno se encuentra con el Sol. Que quiero verte/ que quiero oirte/ y te voy a buscar. Y en el Cuarto del Dinero, luego de pasar por la antesala caminando a través de los clientes que juegan y juegan, escoltado por un negro de saco gris, el Seguridad, hasta la Trampa del Hombre. Pasa su identificación por el lector y la puerta da acceso. Lo tiene que hacer él porque yo no tengo acceso a esa puerta. Suena el mmrrrr y empuja la puerta, pasamos los dos. Yo todavía estoy bajo su responsabilidad en la Trampa del Hombre. Se cierra la puerta y quedamos atrapados. Ya entiendo por qué le llaman así: para abrir una puerta, todas las otras puertas tienen que estar cerradas. Acá hay tres puertas: por la que entramos, que da al piso del casino, una a la derecha, que es la entrada a la Jaula Sur, a la que sí tengo acceso. Y la tercer puerta, que da al pasillo de la Trampa del Hombre. Simplemente hay que apretar el botón que dice exit y la puerta se activa. Del otro lado, otro seguridad, sentado, cuya única función es abrir la puerta al Cuarto del Dinero o a la Trampa del Hombre. Y ese pasillo, todo blanco, continúa más allá de donde dobla y no podemos ver qué hay más allá. Marisa, que supo comenzar con nosotros como cajeros, pero que más tarde se pasó a trabajar al Cuarto del Dinero, porque no le gustaba lidiar con clientes, me comentó que más allá de donde doblaba el pasillo de la Trampa del Hombre, hay más pasillos que son un salvoconducto hacia el segundo piso, por el cual iban los cajeros que trabajaban en la cafetería. El Seguridad intercambia unas palabras con el otro Seguridad, quizá en creole, si se trata de mujeres o algo ilegal, y me deja pasar a la antesala del Cuarto del Dinero. Ahí, debo tocar un timbre y enseñar mi 317
identificación a la cámara, que están viendo por una pantalla detrás de la ventanilla donde están los que trabajan en el Cuarto del Dinero, la gente púrpura. Su púrpura es el mismo que el de nuestras camisas. Sólo que ellos usan mamelucos que se ponen arriba de la ropa y se sacan cuando se van a un recreo o almorzar. En cambio nosotros, por encima de nuestra camisa púrpura, usamos el chaleco de arlequín. Es precisamente en el Cuarto del Dinero donde se da lugar al momento más agitado del día, el momento del balance. Se empieza por lo chico. Una a una cuento las monedas sobre el mostrador. A veces pueden haber cuarenta y siete pennies, veinte niquels, cuarenta y nueve dimmes y treinta y cinco quarters, un total de ciento cincuenta y un monedas que suman quince dólares y catorce centavos, sumando dos roll of quarters y tres rolls of niquels (no sé por qué nos dan tantos rollos de monedas de cinco centavos, si los niquels son las monedas menos utilizadas en la transacción. Y todavía no entiendo por qué son más grandes las de un centavo que las de diez). Todo esto, hace un total de cuarenta y seis con sesenta y cuatro. Cuento los billetes de cien. Cuatro mil seiscientas cañas en billetes de cien. Ciento cincuenta en cincuenta (los fifty son de mala suerte, según apostadores). Cuatro mil veinte en veinte. Quinientos de diez. Mil ochocientos treinta y cinco de cinco. Y ciento cincuenta y un singles. Da siete mil seiscientos ochenta y cuatro con sesenta y cuatro. Tiene sentido. El momento de la verdad se acerca. Miro el reporte de mis transacciones diarias. Este es calculado automáticamente cuando se cierra la sesión en el programa oasis, luego de haber escaneado todos los tickets que suman la salida de dinero. El reporte lo imprime el supervisor en su computadora (que suele estar mal, aunque la tarea se la haya confiado a una computadora; entonces hay que corroborar si la primera transacción y la última del reporte coincide con el primer y último ticket pagado; y eso genera confusión, a veces pánico porque las cuentas no 318
cierran por mucha diferencia). Yo había pagado doce mil trescientos dos dólares con sesenta y un centavos. Hago la cuenta final: 7,684.64 + 12,302.61 –20,000 y me da que estoy corto doce dólares con setenta y cinco centavos. Me da bronca, pero por las dudas hago la cuenta al revés. ¿Dónde está el error? Si el número es redondo, por ejemplo, diez, veinticinco centavos o un dólar, cinco dólares, lo acepto. Pero el número me suena raro. Sin ningún supervisor a quien preguntar, veo el número del balance otra vez, veo los números de los billetes, no pienso contar las monedas de nuevo. Pero me acuerdo. Un ticket invalidado, como le dicen. No está en el sistema, por tanto, no aparece en el reporte, pero hay una hoja donde poner los datos del ticket y es el comprobante de pago del cajero a la hora de hacer el balance. Recuerdo el exacto momento en que vino un cliente con este ticket. El scanner no lo leyó. Suele pasar. Cuando ingresé manualmente los números, tampoco lo leyó. Se lo pagué de todas formas y lo anoté en la hoja de reporte sin demorar para que el cliente pudiera irse a seguir jugando. Entre tanto papelerío, se me había perdido. Las hojas de los cheques pagados, la del balance, el papelito cuando te vienen monedas de menos en los rolls. Justo hoy tuve que pedir el papelito de que me vinieron menos monedas en un roll de quarters. Me doy cuenta que perdí ese papelito. Y yo que me había tomado el trabajo de contar una a una todas las monedas de los rolls que abrí para pagar el cambio. Me faltaba una, un quarter. Así que ahora debería de faltarme doce dólares con cincuenta. Encuentro el tiquet invalidado. Doce dólares con cincuenta. No lo puedo creer. Hago las cuentas de nuevo en la calculadora, y el resultado arroja un gran óvalo: Cero. Pero por desgracia no he llegado al Balance Cero, puesto que en el casillero del número final, tengo que poner: –0.25, por haber perdido ese papelito.
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Cuando no se trataban de esos cientos de dólares adeudados por la night people, se tratan de un par de billetes o de un par de monedas. Muchas veces para quedarme con la conciencia tranquila, dibujaba los números rezando que la gente púrpura del Cuarto del Dinero no encuentren mi error cuando hagan el chequeo del balance de todos los cajeros. Pero no, ellos chequean siempre y siempre encuentran el error. Ellos son gente que ha trabajado durante 20 años o más en bancos. Entonces, ¿para que hacemos nosotros el balance si ellos volverán a hacerlo? Una forma de salvar esas monedas con las que siempre quedaba corto era la siguiente: calculaba cuánto me iba a faltar al final del día, que iba de diez a cincuenta centavos en los días regulares (lunes a viernes) y un tanto más los fines de semana. Entonces colocaba en el formulario de cuando te faltaban tus monedas correspondientes que a mí me faltaban más de las que me estaban faltando (porque de por sí no tendría que faltar nada en ningún lugar, según mi filosofía). U otro truco aprendido del relato de la experiencia de Raúl como caja en el Seminole Hard Rock. Decía que los primeros días siempre encontraba su balance over, siempre había más plata de la que se suponía que debía haber, diez dólares, cinco dólares, monedas. Resulta que “al calor del trabajo de cajero”, Raúl metía las propinas que le propinaban los clientes de vuelta en la caja registradora, cuando debían ir en una caja aparte, en la caja de las gratitudes. Me dio una idea. Calculando esas monedas que siempre me faltaban, sin querer queriendo colocaba las monedas que me dejaban de propina en la caja registradora. Entonces, todos los días estaba over, no le debía una sola moneda al casino. Y con respecto a las propinas, calculaba que de cincuenta centavos de propina, dividido por los treinta y cuatro cajeros entre los que se repartían las propinas de día y noche, lunes a domingo, a mí, o a cualquiera, le tocaría 0.0147 centavos de menos, lo que justificaba mi acción. Pero al llevar esta práctica durante unos días, me volví un observador más agudo de los números que 320
manejaba. Un día conté cuántas monedas ponía de más: cuarenta centavos de una propina miserable. Al final del día, en el Cuarto del Dinero, me encontré nuevamente con esos cuarenta centavos de más en el casillero del número final. Había hecho una labor excelente en el día, y si no hubiera buscado atajos, habría alcanzado el Balance Cero. Abandoné esta práctica por alejarme del número cero.
Por fin, como no lo esperaba, como cosa en la que no me creía capaz; sorprendido, anonadado, vi ese número redondo que se dibujaba en la pantalla de la calculadora, y después del ruido de una máquina registradora del año cincuenta, imprime la cifra sobre el papel frente a esa cuenta final de dos sumas y una resta: supe que había alcanzado el Balance Cero. Pero no se puede cantar victoria antes de tiempo, porque una batalla es solo una lucha. Y como luchas son muchas y victorias tan pocas, cuando coloqué el huevo en el casillero del número final, metí todos los papeles y los fajos de billetes en la bolsa y me fui a casa silencioso. La mayoría de los cajeros lo comentan con una sonrisa, los que no con un festejo mayor, un grito, un alarido. Es acostumbrado que frente a la ventana para entregar la bolsa se acumulen dos o tres cajeros y comenten acerca de cómo les fue en el balance. Pero ese día no quedaba nadie. Además, también había tenido mi momento de convulsión cuando faltaban como cuatrocientos dólares y no los podía encontrar por ningún lado. Al lado mío, Noemí que había estado conmigo todo el día, tenía el mismo problema. Estaba arriba casi doscientos dólares. Después ella se dio cuenta de que su reporte estaba mal, que estaba trabajando con el mío. Se lo pedí. Ese era el que me pertenecía. Al final cerré las cuentas y los todos números encajaron como en un puzzle. Me fui corriendo, hacía como cuarenta minutos que estaba encerrado en esa sala de tortura psicológica. Le dije a Gloria que el reporte de Noemí estaba mal, frente a su 321
pedido: “Andá a decirle a esa mona ignorante que no sabe manejar una computadora, que mi último ticket fue a las seis cero siete, y que se acuerde que estoy acá esperándola, son más de las siete.” Se lo dije a Gloria y me fui a mi casa contento, satisfecho. Pero el Balance Cero fue para mí como una droga exótica que una vez me dieron a probar, no la pude volver a encontrar por ningún lado. Como me lo dice la experiencia, y como se comenta en los pasillos del Casino, estos tipos sólo te dan a probar de lo más dulce, las horas extras, las dulces propinas, la conciencia del Balance Cero, para luego quitártelo.
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HOLIDAY PARK
La vida en el parque era de una dicha que hacía valer esos 250 dólares al mes que había que pagar por el alquiler del espacio, y otros 250 dólares en gastos por los servicios. Representaba menos de un cuarto de mis ingresos mensuales tener un lugar al que podía considerar propio, o mejor dicho, compartido, daba más o menos lo mismo, ya que a Esteban lo veía solamente por las noches, a la hora de comer y mirar un rato la televisión, o charlar acerca del día de trabajo o de algunas cuentas por pagar. Casi todos los servicios se pagaban mediante operaciones bancarias en la cuenta de Esteban. Yo simplemente le extendía el efectivo que me había molestado en ir a cobrar por negarme a pertenecer al sistema bancario. Así es que cada franco después del miércoles, día de paga, pedaleaba hasta el Suntrust Bank de Hollywood a hacer billetes verdes de un papel con unos números y una firma (la de Cliff Owen). De allí emitía mis gastos, principalmente el alquiler, comida y tabaco. Le entregaba la plata a Esteban y él se manejaba, ya que todas las cuentas estaban a su nombre. Por lo demás, no tenía que preocuparme de casi nada cuando estaba en el tráiler. Ahí tenía todo lo que necesitaba: música, instrumentos, sillón, fumito. Los días de franco eran la gloria. Me despertaba tan tarde como podía, con la cabeza destejiendo un sueño que se unía con un hilo a la almohada, y procuraba hacer valer el día de inactividad. Intentaba acomodar los francos con Noel para que no fueran consecutivos, porque si no le tomaba demasiado gustito al descanso y me costaba cada vez más pensar en volver al trabajo luego de haber domingueado a mitad de semana. Además, con los días separados, la semana se me hacía más corta, los días se desdibujaban más y más y el tiempo corría cada vez más veloz en aquellos momentos repetitivos. 323
Mientras estaba en el tráiler, pasaba la mayor parte del tiempo tocando la guitarra o el bajo acústico que me había comprado por internet con la plata de los sueldos que se acumulaban. Si Esteban estaba viendo la televisión, yo me sentaba en la alfombra, a un costado y tomaba la grabadora y los auriculares y me ponía a tocar bajito con el micrófono cerca de la caja grabando momentos musicales sin nombres, escuchándolos cerca de mi oreja como si estuvieran amplificados. A diferencia de cuando había llegado, ya no me interesaba más escribir canciones, pasarme horas de la 324
noche desentrañando letras, mordisqueando melodías inconclusas; ya no tenía ningún objetivo en ese aspecto. Ahora, tocando sentado en el suelo alfombrado de mi tráiler, solo me interesaba degustar alguna melodía, algún riff rabioso o algunos acordes dulzones para luego escupirlos sobre el grabador y dejarlos ir. En total recolecte cerca de quince horas de aquellos cuatro meses que no volví a escuchar en mucho tiempo (todavía, hasta esta fecha, no lo hice). O sino, me sentaba en la escalerita de la entrada del tráiler a tocar al aire libre y a ver los canadienses pasar por la puerta de mi casa en sus caminatas circulares, como me había aconsejado Don que hiciera. Así hacía él, se ponía en la puerta de su casa a realizar su arte, la escultura, y la gente que pasaba, paraba a ver lo que hacía y a felicitarlo por su creatividad. Cuando yo intenté hacerlo, comprobé que lo que Don decía podía ser valido para él, pero acá no le prestaban mucha atención a la juventud. Sobre todo aprovechaba mi franco para ponerme al día con la escritura. En este proyecto consideraba que mi punto de partida era estar retrazado en lo que tenía propuesto escribir. A media mañana, promediando el día, abría el cuaderno y recogía todos lo trocitos de papel que habían quedado en la mochila o en el plástico de la identificación, los disponía sobre la mesa, los adosaba con un clip a una hoja y comenzaba a desarrollar. El resto de los días me abocaba a la escritura sobre todo en la soledad de la noche; pero las partes más jugosas me las reservaba para cuando tuviera todo el tiempo del día para explayarme (aunque no me llevara tal cantidad de tiempo esa tarea). Muchos de los pedazos de papel que contenía en breves palabras la punta de un iceberg-anécdota, luego me sirvieron para completar la película entera (the big picture). Estaba afanado en registrar con eficacia los sucesos más literables de esta aun extraña y ajena realidad. Ponía en práctica el mismo proceso de recordar los sueños. Primero, aparece una sensación, un rostro difuso o una situación aun desdibujada. Luego florece una escena. Con suerte, todo el resto puede aparecer mezclado de invención diurna y literaria. 325
En cuanto a lo que respecta a los sueños, el proyecto de la noche americana, comenzado al inicio del viaje, había perdido fuerza se había ido diluyendo con el cansancio y el mal dormir. A comparación de la intensa actividad onírica registrada en noviembre y diciembre, el año nuevo y el traslado a la jaula trajeron naufragados unos pocos sueños, aunque de gran importancia. Si bien ya casi no aportaba a este proyecto, no podía considerarlo concluido. A veces me ponía a pensar en esto y en cierta forma me alegraba y me angustiaba alternadamente el solo hecho de considerar el fin a este modo de vida, que en muchos aspectos soportaba solo por su carácter de transitoriedad. Pero terminar con todos los asuntos de golpe podría traer aparejado varios conflictos, a saber, con el trabajo, con mamá, con el tráiler que poseía con Esteban. El trabajo me daba un ingreso interesante para poder volcarlo a las cosas que me gustaban, como los instrumentos, discos, libros y ropa, pero no me alcanzaba para guardarme una moneda para cuando volviera. Y la próxima vez que viniera a EEUU, antes de los seis meses, y necesitara trabajo nuevamente, debería asegurarme de que mi puesto de cajero siguiera libre. Estebán era un capítulo a resolver, ya que irme implicaba dejarle el tráiler, que era de los dos (aunque el título de propiedad todavía no había llegado de Tallahassee), y que él se hiciera cargo del 100% del alquiler y las cuentas, lo que representaba 500 dólares más, la mitad de su sueldo. Y si a él le salía el trabajo en los barcos y tenía que vender el tráiler, también había que ponerse de acuerdo sobre la repartición. En principio, la idea que yo me fuera no le iba a gustar. ¿Quién disfruta pagando más por lo mismo que tiene? Pero este asunto no iba a retenerme; si yo me volvía había que arreglar de alguna manera. Solo esperaba que la relación de mutuo entendimiento que se había entablado entre nosotros no se rompiera en ese preciso momento. Pero lo que verdaderamente me preocupaba era mamá. Otra historia. Ella no compartía mi visión sobre 326
la necesidad de volverme a Argentina. Su argumento sería, lo sabía, que debía quedarme, que tenía compromisos laborales, económicos, afectivos (estos dos últimos con ella; todavía le debía 1000 dólares del tráiler), y por todos los medios a su alcance trataría de convencerme de que no me fuera. Me tiraba el hecho de dejarla sola. Había estado viviendo cinco años sola, pero ahora que yo me iba, dejaría un vacío en su interior difícil de llenar. Pero eso no podía ser un factor decisivo, estaría siendo injusto conmigo mismo y tampoco sería feliz. Comenzaba a sentir que mi situación se tornaba un tanto asfixiante, me empezaban a pesar las cosas que me faltaban, extrañaba momentos, y más que nada, detestaba a lo que se había reducido esta experiencia. Todavía podía disfrutar de ciertas cosas, como ir pedaleando al trabajo escuchando un disco de Rachmaninov, algún cruce amistoso con Norma Jean o fumar acostado en la alfombra del tráiler.
Con Esteban había llegado a entablar una relación cordial de par a par, a pesar de que casi me doblaba la edad. No tanto por mi predisposición a tratar siempre con personas más adultas que yo, sino más por su deseo de volver a ser alguna vez el joven que fue y hace tiempo dejó de ser. Después de todo, teníamos afinidades musicales y acerca de esto, tela para cortar durante días en conversaciones sin dirección, y su viejo sueño de ser el David Gilmour del tercer mundo se proyectaba en la tela de la nada cuando me veía tocar la guitarra. Me caía resueltamente mejor cuando charlábamos de bandas que cuando intentaba transmitirme algún tipo de conocimiento de la vida que llega con la edad con un tono de soberbia que siempre aborrecí, poniéndose en su papel de padre o de haber vivido algo más que yo. Era cierto que había estado en una cantidad admirable de recitales en su adolescencia acá, desde The Who hasta Black Sabbath, aunque se había perdido de ver a Zeppelin con entrada en la mano por la muerte de Bonhnam. 327
Cada tanto, dejaba caer frases al respecto de mujeres: “Yo si tuviera tu edad, estaría todo el día garchando”, o “No hay cosa más sublime que hacerle el orto a una brasilera”, o si no “Las negras te van a hacer cualquier cosa menos chupártela”, que podían producirme una risotada pero no aportaba nada a mi causa. Generalmente esto sucedía cuando tenía una birra en la mano o nos pasábamos en fasito; así era mejor, porque no podía prestarle atención por mucho tiempo. ¿Qué más o mejor podía esperar de un cuarentón recién separado iniciando una nueva vida? Tenía sus momentos de melancolía de mirar soft-porn en el pay per view, pero si le preguntaba o si le daba por justificarse, decía: “Lo que más extraño es a mi perro. Era el que me recibía cuando llegaba a casa y el que siempre me acompañaba junto al sillón”. Aún él no podía creer cómo había pasado de estar en ese caserón de San Isidro, al caluroso departamento de dos ambientes de su hermana en Caballito, a estar en un tráiler en un parque en Hallandale. Él les echaba la culpa a sus padres; típica respuesta de psicólogo o de su paciente. Y a pesar de que yo siempre me resistí a aceptar esta concepción, no podía dejar de llamarme la atención el hecho de que cuando llamaba, día por medio, a Buenos Aires para hablar con ellos, tratara a su madre de “usted”. Al papá no; con él tenía charlas cortas e informales, generalmente antes de pasarle con ella. Entonces comenzaba una larga conversación llena de amabilidad y paciencia. Esteban le preguntaba si había salido a tomar el té o se había juntado con sus amigas, las chicas, a jugar dominó. Yo no podía asociar en mi mente que esa persona con la que hablaba era Perla, a quien mis hermanos y yo habíamos conocido hacía un año en Buenos Aires cuando se ofreció a acompañarnos a la embajada de EEUU. La pasamos a buscar, Nacho, Titi y yo, por Caballito en un taxi y fuimos hasta la avenida Sarmiento. Nacho ya la conocía de un viaje que había hecho con la visa de turista hacía un par de años, cuando mamá todavía vivía con Osvaldo. Más allá de las cosas obvias de la edad, no me pareció una 328
mujer extravagante o hinchapelotas por demás; solo lo usual. A mí me tiró del pelo, un tanto largo y me dijo: “Con esas patillas te parecés a Facundo Quiroga (¿o era Facundo Cabral?)” –Bueno, entonces la dejo, que descanse bien y que sueñe con los angelitos –cosas así me hacía escuchar Esteban. Una vez que colgó el teléfono, cambió de tono y me dijo: –Es casi inevitable que mis viejos se vengan para acá. –¿Ah, sí? –Y... estando yo y mi hermana viviendo acá, no creo que falte mucho. Además, estuvieron un mes en Mar del Plata y se volvieron. Un mal síntoma. Siempre se quedan hasta marzo, abril. Quiere decir que van a venir para acá. –¿Pero te lo dijeron? –pregunté ingenuo de su situación. –Toda la vida fue así –dijo, moviendo negativamente la cabeza–. Nosotros nos íbamos a Buenos Aires y al toque ellos se iban para Buenos Aires; veníamos a vivir acá y se venían para acá. Siempre fueron así. Tienen que tenerte cerca para hincharte las pelotas. Si no, te llaman todos los días. ¿Viste cómo me habla por teléfono? Le tengo que preguntar por esto y aquello, darle un poco de charla, porque si no se pone mal. Por ahora, la única visita que planeaba recibir Esteban era la de su ex mujer, su ex novia, digamos, porque nunca estuvieron casados después de trece años. Por trabajo de azafata, le tocaba volar a MIA y después de un día de demora, volvía a EZE. Ese día Esteban pidió que le cambien el franco en el trabajo y se tomó un colectivo de dos horas y media hasta el downtown de Miami. Volvió a la noche como renovado. –Nada mejor que un polvo con tu ex –podía sumar esa frase también a la lista. Otra vez que volvió a viajar para estos lados, ella se acercó a Hallandale a conocer dónde vivía. Justo yo tenía franco y aproveché para pasar la tarde en lo de mamá. Y cuando volví a la nochecita, ella ya se 329
estaba yendo. Nos presentamos brevemente y pude contemplarla unos segundos en silencio mientras Esteban iba a buscar su billetera para salir. Era más bien baja con una gran cabeza aumentada por una parva de rulos. Tenía ojos grandes que miraban en todas direcciones y una boca ancha como de pato. Cuando salieron, los dos tenían en el rostro una expresión fatalista de que todo estaba perdido.
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Titi En la visita que hizo Titi, busqué una oportunidad para mostrarle lo que era vivir en el lugar donde yo estaba viviendo, enseñarle mi teoría acerca de la sociedad norteamericana, sobre los peligros de pensar en quedarse de manera definitiva, remedio contra la vejez, según José el cubano, que consistía en no quedarse jamás en ningún lado, moverse continuamente, para escaparle al tedio asesino y elconfort ilusorio. Se me presentó una buena oportunidad un día que venía a quedarse a dormir al tráiler. Teníamos la guitarra y el bajo encima porque planeábamos tocar tranquilos en el parque donde no molestaban los vecinos. Para no caminar esas veinte cuadras que separaban el centro de la ciudad hasta mi humilde casa sobre ruedas, decidimos tomar el colectivo. Muy por el contrario como pensaba Titi, el servicio de transporte público era miserable. Sólo los borrachos, los locos, y los trabajadores más pobres –negros y latinos nuevamente– tomaban el bus, y se apilaban en el fondo, largando baranda a cerveza, hablando solos o simplemente ignorándose hasta bajarse. En todo lo que duró la espera –cuarenta minutos más o menos hasta que decidimos llamar a mamá e ir en auto–, nos topamos en la parada al lado de la estación de servicio, con un portorriqueño al que dejamos que hablara y se expresase por simple aburrimiento. Cuando llegamos, estaba hablando por teléfono y puteándose con la persona del otro lado de la comunicación. Lo primero que notamos fue su tonada, centroamericana, ¿pero cuál? Me senté en el banco junto a él y Titi se quedó parado fumando un cigarrillo. Aun estando al lado suyo, con mi atención concentrada en lo que decía, no lograba descifrar frases enteras, las palabras parecían no completarse cuando hablaba. Como centroamericano, reemplazaba alguna consonante por otra; lo único que entendía era que se estaba puteando. Si alguna señorita hubiera pasado 331
por esa parada y escuchado a ese señor, hubiera dicho que era un guarango. Pero yo los comprendía, ya comenzaba a tratar a algunos y a descifrar su cultura, sus costumbres, tan distintas. –Que te lo metas en el chocho, puta de mielda, conuda, cabrona –le decía, a la mujer –consíguete un bat y métetelo en la chocha. Te digo que perdí el pass. Es que perdí el pase de la guagua –se dirigió a mí viendo que lo estaba mirando– me tienes que venir a buscar. No te digo que estoy aguardando la guagua. Deja, ya, ya lo encontré. –Y cortó y como si tuviera ganas de seguir hablando, se dirigió a mí y lo incluyó en la ronda a Titi también que lo miraba con distancia. –Era mi jeva. Yo le decía… –y explicó su situación que más o menos habíamos entendido. Nos miró y preguntó: –¿Ustedes son músicos? Asentí. –¿Y tocan en algún lugar? Lo miré a Titi e inventamos una historia sobre lo que nosotros éramos, por qué estábamos en la ciudad. –¿Y le pagan por las actuaciones? –Y… –¿Y que tipo de música hacen? –Un poco de todo. –¿Cumbia, bachata, regueton…? –… –Yo conozco un club allá por donde vivo yo, por University. ¿Conoces Univesity? Por noche podrían llegar a ganar unos pesos. Pero ustedes son jóvenes. No sé que hacen viviendo en esta ciudad de viejos. Ustedes son jóvenes, se tienen que ir pa’ New York. Acá están perdiendo el tiempo. Acá no hay nada. En New York hay todo. Si se quedan en esta ciudad son unos pendejos. Mira, acá, con tres pesos te compras seis manzanas; en New York, te compras ocho. Es mentira que la vida es cara. ¿Cómo puede ser que con tres pesos acá te den seis manzanas y en New York ocho? Además, acá hay mucho racismo. Allá por donde vivo yo hay mucho racismo, acá en esta ciudad hay mucho racismo. No, este lugar no es pa’ 332
mí. Yo junto unos chavos y me vuelvo pa’ New York. Desde los ocho años que vivo en New York, cuando vine desde Puelto Rico. Sé hablar bien el inglés, porque viví toda mi vida acá. Mi hermano me dijo: “vente pa´ la Florida, te consigues una jeva pa’ montártela y te quedas tranquilito. Acá hay sol, hay playa, es un buen lugar para venir a morir”. ¿Venir a morir? Yo no estoy pensando en morirme todavía –hizo una pausa. Ya comenzaba a molestarme porque cada vez su relato se tornaba más explicito. Titi se incomodaba, iba y venía hasta la esquina a ver si venía el colectivo. Tenía miedo de que este tipo nos asaltase y nos llevase las guitarras. Pero lejos de eso, el hombre seguía hablando. Ahora me comentaba de sus hijos, que también eran músicos, uno tocaba el piano, el otro el violín, desde muy chicos. Ahora ya eran hombres adultos. Uno siguió tocando, el del violín. Tenía un nieto al que le había regalado un instrumento. Me hablaba rápido y cuando menos lo esperaba, me estaba hablando de jevas, de montar jevas, de chochas y pajaritos–. Yo voy a los clubs y si veo una vieja que me está mirando, le digo “vieja, si me queres chupar el pajarito, cicuenta dólares. Si quieres que te monte, otros cincuenta dólares”, y así vas juntando pesito a pesito. A esa altura, Titi ya no lo resistía más. Me pidió el teléfono y llamó a mamá. Ya estaba casi dormida. Sacó el auto y nos llevó. Antes de irnos, una vez que teníamos la salida asegurada de este lugar al que pareciamos estar condenados, quiso darme su teléfono, para que lo llamara para alguna actuación en un club que él conocía. Hice como si lo anotaba. Llegó el auto de mamá y nos preguntó: –¿Van para el west? Porque yo tengo que ir para University. Titi dijo que no y saltó al auto. En ese corto viaje hasta mi casa, Titi iba riéndose a salvo, contando un poco asustado la reciente experiencia. Mi plan había resultado.
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Una vez en casa y pasada esa secuencia, le dije a Titi que lo llevaría a tomar una cerveza a un bar que yo conocía. Era su última noche antes de volverse a Buenos Aires, y algo interesante había que hacer. A la falta de un auto que nos condujera a donde estaban las fiestas en piletas de hoteles con miles de mujeres en bolas y negros con cadenas de oro, nos conformamos con ir a los lugares a los que podíamos llegar caminando. A Guitar Center, del otro lado de la autopista, donde podíamos agarrar cualquier viola eléctrica, Fender, Gipson o la que sea y enchufarla y tocar hasta que no te dé la cara; o la Thrifty, cruzando la avenida, donde se hallaban los tesoros que la gente había abandonado en la puerta como donaciones. También, de este lado de la autopista, estaba Scarletts, una propuesta nudista siempre latente, a no más de doscientos metros. Y al lado del minimercado autoservicio de Apu, estaba el bar Crazy Larry, al que todos conocían como el local bar. Hasta que no fui con Titi, no había entrado antes. Me limitaba a pensar enfrente cuando iba a comprar coca o birras o sedas o puchos a lo de Apu, y ver las luces de neón, música de rock & roll filtrándose a través de los vidrios que no dejaban ver mucho más hacia adentro que unas mesas de pul y gente moviéndose. También sabía por Don que ese era el bar donde él iba a tomar una o unas cervezas después de trabajar. Titi aceptó la propuesta de ir, y un por segundo creyó que iba a poder estar disfrutando de una cerveza helada en un bar. Pero le faltaban unos meses para cumplir los dieciocho. Entramos y buscamos un lugar en la barra. No había mesas para sentarse. Las mesas estaban todas ocupadas con grupos de jóvenes en pleno festejo alcohólico. También había una rocola y unos dardos para echarse unos tiros. Después de eso, nada más. Se acercó el tipo detrás de la barra y nos prguntó qué íbamos a tomar. Le pedí una cerveza pero a Titi enseguida le avisaron que no iba a ser posible venderle alcohol. Trató de decir que ya estaba por cumplir dieciocho, pero era inútil. –¿Te puedo traer un vaso de agua? –le ofrecieron. 334
–No, gracias. A pesar de esta situación, que ya había previsto y asumido, me sentía muy cómodo en este bar. Excepto por las diferencias del idioma y otros pequeños detalles, este bar no se alejaba mucho de cualquier bar del conurbano bonaerense. Una rubia que estaba detrás de la barra me trajo la birra. –¿Él no esta tomando nada? –me pregunta por Titi. –No, no tiene sed. –Ah, yo te iba a traer un vaso de agua. ¿Cómo puede ser que no estés tomando nada?” Y antes de que pudiera volver a negarse, ya tenía un vaso frente suyo servido por la mano de la camarera. Al mirarla con un par de tragos de cerveza, recordé algo que Don me había contado, sobre la camarera de su bar local, rubia, de nombre Jenny. En una de esas interminables charlas en el porch de la casa de mamá, cuando ella ya se iba a dormir y yo todavía aguantaba a Don que no quería irse, escuchando sus historias de vida. Fumando pucho tras pucho, me habló sobre su bar, su local bar, sobre Jenny la camarera, y una secuencia que había tenido con ella, una pelea, fruto del enojo de una relación histérica. –Puedo cojérmela cuando quiera –había dicho. Claro, el problema era que él se consideraba un hombre fiel, fiel a su chikita, como le decía a su novia. Me la había pintado como la más perra, y él se había pintado como el cowboy que aparenta estar manejando una camioneta por el desierto con sus botas texanas de piel de víbora. Una vez que se acercó hasta mi esquina, la llamé y le pregunté: –¿Vos sos Jenny? –¡Sí¡ ¿Cómo sabes mi nombre? –Un amigo mío me contó de vos. Un llamado desde la otra punta hizo que se desplazara hasta allá a alcanzar otra cerveza a un grupo de borrachos con los que compartíamos la barra. Volvió. –Así que decís que me conocés por un amigo tuyo. ¿Y cómo se llama ese amigo tuyo? Quizá lo conozca. 335
–Se llama Don. –¿Don? Conozco a cuatro o cinco Don. El tipo que me había atendido al principio se despegaba del grupo de borrachos para ser parte de esta conversación. –Don –intenté explicar–, un amigo mío que vive justo cruzando la calle, donde vivo yo, en el parque de las casas rodantes. El tipo se dirige a mí y me pregunta. –¿Ese Don que está allá? Titi y yo miramos al grupo de borrachos del otro lado de la barra, y entre ellos cubierto por una persona que nos daba la espalda, estaba el mismo Don. Y él, que ya conocía mi nombre, gritó: –¡Hey, Don, acá está Patrick! –dijo con mucho entusiasmo, apartándose de mí y señalándome con un dedo. Titi estaba paralizado de la risa. Se acercó Don caminando muy tranquilo y me tendió su mano. –Hola, amigo, ¿tomando una cerveza? Hablamos dos palabras y volvió a irse. Quedé hablando con Titi un rato, bajándome la cerveza con tragos largos y pausados. Al rato, cuando ya mi vaso veía el fondo, Don vino por fin con nosotros. Nos explicó que estaba con un amigo, que había pasado por el bar a encontrarse con alguien que lo ayudaría en su nuevo negocio, pero que finalmente no apareció, y se quedó tomando una cerveza, y luego le invitaron otra, y luego otra, y otra. De eso hacía como cuatro horas. –Estoy con mi amigo Billy –y con un grito llamó a Billy, otro de los acodados en la barra. Se acercó y nos apretó muy fuerte las manos a los dos. –Soy un amigo de su madre –le explicó a Billy. Y comenzaron a hablarnos, acorralándonos contra la barra, yendo y viniendo, acercando sus cabezas y su aliento a cerveza cuando nos hablaban. Estupideces, nombres, edades, motivos, tiempos. –Yo en realidad, soy panameño. Nací en Panamá – dijo Billy en español–. Mi madre es de Panamá. Ella me trajo aquí cuando yo era chiquito–. E indicó con 336
la palma de la mano hacia abajo la altura que en ese entonces alcanzaba. Este Billy, Guillermo como le había puesto la madre, no parecía en lo más mínimo panameño. Era un tipo fornido, de mandíbulas anchas y ojos celestes. El pelo largo, suelto y enrulado me hacía recordar a Eddie Vedder. A propósito de su pelo dijo: –Nada aquí –señalando su barbilla–. Nada aquí – señalando entre las piernas–, nada aquí –el pecho–, todo aquí –la cabeza. –Este Billy es buena gente –me dijo Don una vez que Billy había vuelto a su lugar–. Si alguna vez volvés a este bar y lo ves a Billy, podés hablar con él. Buena gente, buena gente –repetía pensando en aquellos que no lo eran–. Hay un tipo, un tipo joven, se llama Pedro. Parece un buen tipo. Maneja un Porsch negro y siempre está con un par de tipos, tipos grandes. Viene a este bar. Creo que vende droga. No lo sé con exactitud... yo soy un tipo viejo, no sé nada sobre drogas. Don vio por fin mi vaso vacío. Me preguntó si iba a tomar otra cerveza, y le dije que no, porque a Titi no le vendían. Así que quizá compraríamos unas en lo de Apu para tomarlas en casa. –Bueno –me dijo–, espérenme que me despido y los llevo hasta casa. –¿Hasta casa? –me preguntó Titi–, si hay que cruzar la calle nada más. Veinte minutos más tarde estábamos poniéndonos los abrigos para irnos, mientras Don hablaba con este y aquel, colgaba cada vez más, Titi y yo listos para irnos, mirando la buena música de la rocola que se podía comprar con cincuenta centavos. Unos minutos después, ya estábamos subiéndonos a la camioneta. Al subir a ese vehiculo, sentí que estaba partiendo hacia las montañas a una aventura. Dimos una vuelta y estacionó en lo de Apu. Me quedé en la camioneta mientras Don compraba las cervezas. Al volver, me encajó el paquete: a falta de seis, doce botellitas de bud light para tomarse una a una hasta morir de tantas veces ir al baño. Cruzamos la calle y estacionamos en casa. 337
Enseguida salió Esteban al escuchar música country a todo volumen y ver este personaje bajando de una camioneta con doce cervezas listas para tomar. Pasamos y Don insistió en poner el disco que estábamos escuchando en la camioneta. Un compilado de sus temas country favoritos que hablaban del amor de un hombre a una mujer, su pasión, su entrega, sus promesas, las comparaciones pobres y sin vuelo. Escuchar la música country con Don parecía un sacrificio necesario en lugar de ser un disfrute de una buena música. Cuando viajamos en su camioneta, con el dial sintonizando su radio de country preferida, un tema tras otro cantaba, sabiéndose la letra de cada uno de ellos, y me describía si eran más o menos antiguos o recientes. A mí me sonaban todos iguales. –Escuchá –decía y me indicaba con el dedo que además de escuchar, mire la radio para escuchar mejor. Quería hacerme escuchar, porque quería que le enseñara a tocar una canción en la guitarra para cantársela a su chikita el catorce de febrero. –Escuchala. Escucha la letra: And I´m gonna love you and as long as I love you I´ll do everything for you Y yo voy a amarte Y mientras te ame Haré lo que sea por tí Yo escuchaba los acordes, divisaba un sol, un re, un do, los acordes básicos de la guitarra. –Para nada sencilla –me dijo–. Intenté sacarla en la guitarra pero no pude. De todos modos, tengo un cancionero de country para la guitarra. Te lo voy a mostrar. Y habiendo recordado que yo había aceptado enseñársela una noche en la que bajaba botellita por botellita como si tuvieran agua, me dijo: –Esperame un segundo –y salió por la puerta, tomó la camioneta y se fue hasta el otro lado del parque, 338
donde quedaba su casa a buscar el libro de canciones. Mientras tanto, Esteban miraba la tele y despreciaba las bud light que había comprado Don; él se abocaba a las Miller Honey Lagger. Según él, la Budweiser era pis. Y tenía razón; pero para mí, la cerveza era cerveza y permitía seguir funcionando antes de que el día llegara a su fin y las tinieblas de la noche me devorasen vivo. Al volver, Don me hizo escuchar unas cinco veces más la misma canción, a tal punto de pasar por todos los estados emotivos frente a una música: gusto, indiferencia, acostumbramiento, molestia, irritación; finalmente, aceptación por cansancio. Cuando le dije que ya me la sabía, con un poco la ayuda del librito, se la toqué. Me pidió que la tocase de nuevo y esta vez se puso a cantar. –Vamos afuera –me dijo. Intentamos tocarla unas veces más. –Qué bien que tocás –dijo–, el ritmo, el rasguido. Yo no podría hacer eso –decía y se convencía de que no podría al mismo momento en que estaba decidido a aprenderla para cantársela a su chikita. E inaugurando otra cerveza, nos pusimos a hablar sobre la música country. Como amante de la música, quería saber más sobre este estilo, los alcances, la tradición, la cultura. No me bastaba con saber el tema de pecos bill o haber visto alguna película de cowboys. Además el country románico que me hacía escuchar distaba de lo que yo creía que era el country. Y charlando y charlando, me dijo: –Esperame un segundo –tomó la camioneta nuevamente y se fue hasta su casa del otro lado del parque a buscar su computadora donde tenía unas decenas de canciones que se había bajado. Al volver, seleccionó todo y mandó play. Me había explicado las historias que narraban las canciones, de mineros, de campesinos, acerca de tragedias, todo con el folklore de la música de su país. –Esta cuenta la historia de un grupo de marineros que navegaban en un gran barco en los lagos del norte, en un barco pesquero gigante, construido para que nunca se rompiera y soportase cualquier adversidad 339
pero que misteriosamente se hundió con toda la tripulación. El que canta la canción se pregunta qué habrá pasado, en el mismo momento en que sacaban los restos del barco del agua. Es una canción muy conocida. Tengo una docena de canciones así. –¿Podrías grabarme un cd con estas canciones? –le pedí. –Claro que sí, yo te voy a grabar un cd. Podrías aprenderte un set de canciones de country clásico con la guitarra de doce cuerdas. Yo conozco mucha gente que pagaría por escuchar esas canciones. No necesitas saberte toda la letra o cantar bien. Con los primeros acordes la gente ya va a conocer la canción y van a cantar todos juntos y lo que vos cantes no importa. Yo me emocionaba como un perro frente a un trozo de carne fresca al oír lo que me contaba. –Primero, podrías tocar en el bar. Ahí no hay problema. Hay bandas que vienen a hacer clásicos de rock & roll, y es una guitarra y el cantor, pero no es lo mismo. En cambio con la guitarra y un micrófono… ey, no vas a creer la cantidad de mujeres que vas a tener. –Le sonreí. Le produjo risa y me reí–. Claro que sí, amigo. Por ejemplo, escuchá esta canción. –Volvió al motivo romántico, cantándola un poco, pareciendo un lobo que aúlla a la luna–. Yo no tengo suficientes dedos en las manos y en los pies para contar las veces que me he acostado por cantarle a una mujer esta canción en el karaoke. Yendo por la I–95, a veinte minutos hacia el norte, bajando hacia la derecha hay un restaurant amarillo. Docientas metros hacia abajo, hay un bar karaoke que esta cerca de la playa. Yo voy siempre a ese bar. Tiene un micrófono inalámbrico, pero solo lo usa el dueño del bar. Una vez me lo prestó, yo voy seguido. Entonces les dije que me pongan esta canción –cantó la partecita que estaba sonando–, y fui caminando hasta la playa con el micrófono inalámbrico y le canté a una chica que estaba sentada junto al mar. ¡Sí, soy yo! Le decía, soy yo el que canta. De más esta decir que esa noche me acosté con ella. Nos quedamos un momento en silencio. El bajo contenido alcohólico de la Budweiser me obligaba a 340
tomar muy rápido una y otra, buscando la borrachera súbita que se pareciera al mambo del faso que no me quería fumar en presencia de Don. En un viaje al baño, le avisé que iría a buscar otra cerveza. –Bebés rápido –me dijo, y pensé que era hora de cambiar de marca. Agarré una que había comprado en la semana y que reposaba en la heladera en el sector donde siempre había cervezas. Cuando salí, me apoyé nuevamente sobre la camioneta y Don me dijo: –Vos hablás muy bien en inglés. –Me sentí halagado, por unos momentos lo pensé como un cumplido–. Todavía tenés el acento hispano, pero dentro de un tiempo lo vas a perder. Porque tus planes son quedarte a vivir acá, ¿no? ¿En EEUU (América)? Está muy bien, sabés. Porque este es mi país y yo espero que hablés en inglés. Es lo mismo si yo viviera en Japón, los japoneses esperarían que yo hable japonés. Yo suelo discutir esto con la gente en mi trabajo. Como sabés, yo soy ingeniero, construyo puentes, y cuando hablo con los trabajadores de la construcción, la mayoría de Jamaica, les digo: “Este país les da trabajo, comida, un hogar. Por lo menos deberían hablar en inglés”. No soy racista. No es una cuestión racial pedir que hablen la lengua del país en el que viven y que les da de comer. Somos de distintas razas. Yo creo que hay cinco, tal vez cuatro razas en todo el mundo. Son: los blancos, como vos y yo, porque vos sos blanco a pesar de que hables español y hayas nacido en Brasil –(¿!)–; están los blancos, los chinos o japoneses, digamos, asiáticos, los indios y los negros. Sí, cuatro razas –dijo, contando con los dedos de la mano y volvió a enumerar algo que parecía más a categorías de porno de internet–: blanco, asiático, indio y negro. Adentro, Titi hablaba con Esteban. Titi era de esas personas que no tenían problema en iniciar una conversación con cualquier persona (decente digamos, así dejamos de lado al portorriqueño de la parada de colectivo), y estaba muy entretenido entrevistando a mi compañero de cuarto. Afuera, Don me seguía hablando. 341
–Estoy haciendo una nueva escultura. Estoy realmente contento con el caballo que tallé. Ahora estoy haciendo una mujer, de medio cuerpo, desde acá –marcó con el filo de su palma el comienzo del torso–, hasta acá –cortó por encima de la cabeza. –Ah. Buscó en el bolsillo del pantalón su billetera y extrajo una foto doblada en cuatro pliegues. Era la imagen del torso de una mujer con lencería roja con encajes. Tenía dibujado en lápiz una cuadrilla para poder extraer las proporciones de la imagen a la madera. –Es mi chikita. –Ah. Todo el tiempo me hablaba de su chikita. No estaba nada mal su chikita. Don pedazo de hijo de puta. Comentando más tarde, también le había mostrado esa foto a Titi, a mamá y a cualquier otra persona que estuviera interesado en su nueva “obra de arte”. Algunos días más tarde pasé por su casa y me mostró el trabajo en progreso. Esa noche, mientras bajábamos botellita tras botellita me contó sobre ella. Era ecuatoriana. Había venido a vivir a los Estados Unidos, a Nueva York a los catorce años. Poco sabía qué hacían sus padres en su país natal. Ella no sabía o no le querían contar. Tampoco preguntaba mucho. La única información que tenía era a través de las fotos que ella le había mostrado de la época en que vivían en Ecuador. Al parecer, su padre era un político importante, un funcionario estatal o un ex diputado, porque en todas las fotos aparecía junto a gente distinguida, con presidentes, con tantos otros políticos. Y de un momento para el otro, su familia abandonó el país, dejando su vida ostentosa de alta sociedad ecuatoriana para empezar de cero en un barrio en Nueva York. Para él no había dudas que se trataba de un caso de corrupción que se había descubierto. Volví adentro al baño. Titi estaba en el sillón mirando la tele y Esteban ya se había ido a dormir. Yo comenzaba a tambalear. Don vio mis movimientos oscilantes y entendió que también era tarde para él, aunque ninguno de los cuatro tendría que ir a trabajar 342
al día siguiente. Así que haciendo una breve ceremonia, se despidió de nosotros y volvimos adentro. Una vez solos, hablamos con Titi de las novedades que habíamos presenciado esta noche, los momentos más divertidos antes de armar las camas y cerrar los ojos para dejar paso al nuevo día que tardaría en amanecer.
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RECTA FINAL
Desde que Beverly había bajado al piso del Casino, las cosas habían cambiado. Se habían movido algunas fichas y se habían retirado otras. Kathy había esperado con ansias por la licencia de Beverly porque solo entonces podían darle el pase al Money Room que había solicitado y tanto había esperado desde que el casino había abierto y desde que ella se había dado cuenta que el grupo de cashiers era un conventillo difícil de regentear. Las peleas por las ventanillas y por los días francos suscitadas en el seno del grupo –que no era otra cosa que la prolongación del viejo conflicto racial surgido en el cuarto piso–, terminaron de agotarla. Se quejaba de que su rol de supervisora era más de babysitter que otra cosa. Y su relación con la “poco profesional” Gloria, una relación de confrontación y de horas de sentarse frente al escritorio de Victoria Cannon, terminó de rematarla. Pero su pase no podía ser inmediato, porque estaban muy ajustados con los supervisores de los cashiers diurnos. Los supervisores no querían hacer horas extras porque ellos eran asalariados, cumpliendo un horario con un sueldo fijo, y trabajar horas de más era trabajar gratuitamente para ellos. El pase al Money Room para Kathy era una promesa de hacer un trabajo más tranquilo, como el que hacía en los buenos tiempos, según contaba ella, cuando trabajaba en el banco. Ella era una mujer grande (había oído chismoseando a Stephany y Norma Jean que usaba pañales para adulto), los pliegos de su cara y sus ojos azul profundo así lo confirmaban. Pero esto tardó en suceder. Beverly fue una de las últimas en recibir su licencia, a tal punto que se creía que ya no se la darían, por sus antecedentes de problemas con la ley. Y el día que Kathy obtuvo lo que había pedido, exclamó: “Por fin dejo este puesto del infierno”. 345
Noemí creía que habíamos perdido un supervisor de nuestro bando, porque Kathy siempre nos había defendido de los abusos de Gloria, o por lo menos, nos había escuchado, y nosotros a ella. Pero además de que se iba una ficha blanca, en su lugar, entraba una ficha negra. Nadie tenía especial simpatía por Beverly, así que la tarea para sus primeros días fue hacer las cosas correcta y amablemente y conocer los pormenores de tan particular grupo. Y pasados esos primero días, cuando encontró su base de respaldo (Norma Jean-Stephany-Shuhun-Carmen), se empezaron a oír las quejas de todos los que quedaban afuera de los beneficios que ella repartía. La acusaban de ser estricta, parcial, de tener preferencias, de ser injusta. Noemí me actualizaba los últimos sucesos y comentarios (muy a pesar de mí). Un día Beverly se ausentó a trabajar y Daemon nos comunicó, en una pequeña reunión matinal antes de entrar a la jaula, que había sufrido un infarto y estaba internada en el hospital, y que en este día, tratáramos de no depender tanto de la ayuda de los supervisores porque contábamos con uno menos. Durante el día se fue completando la historia con fragmentos de fuentes de todo tipo. Había sido un pico de stress provocado por el exceso de esfuerzo que hacía en sus dos trabajos (por la noche era supervisora en Walmart) para conseguir el dinero para comprarse una casa con su hija Linda (del Players Club). Pero si quería disfrutar de su futura casa, decían, debía tomarse las cosas con más tranquilidad o no llegaría a verla. También sucedió que Stephany había ido al hospital a verla para llevarle globos en su día libre. Shuhun, el muy hdp, aprovechó la oportunidad para meter su bocado: en realidad, quería levantársela. Posiblemente no fuera así, sino simplemente quería coquetear. El hecho es que el chiste viajó de jaula en jaula y llegó hasta los oídos de Stephany. Resulta que Stephany, muy ofendida, fue a hablar no con Victoria Cannon, sino con Brian mismo, quien, al enterarse, fue sin escalas hasta la jaula donde estaba Shuhun y le arrancó la identificación al grito de: “Estás despedido”. 346
Todo esto me relataba indignada Noemí por teléfono una noche en la que estaba tranquilo en mi casa disfrutando de los últimos momentos del franco. Pero unos días después, volví a ver a Shuhun vestido con la camisa violeta. Al parecer, Brian se había precipitado en su decisión, como cuando lo había hecho con Marie Cesaire, y para evitar problemas laborales, solo lo habían suspendido un par de días. Cuando tuve la oportunidad de hablar con el protagonista del hecho, me lo confirmó con sus propias palabras. “Shuhun mother fucking nigger!” (“¿No ves que sos un negro hijo de puta?”), le dije felicitándolo.
Y una tarde, me tocó enfrentar la cara airada del ropero Brian, frente a una tontería por la que según sus palabras textuales: –Te podemos despedir por esto que hiciste. Fue más la impresión de tenerlo a Brian frente a frente que la amenaza desmesurada de su parte que, aunque supiera que no fuera real, todavía surtía efecto. Un descuido de mi parte. Los del Money Room habían encontrado el tiquet que yo había pagado manualmente ese día que el scanner no lo había leído. Cuando Brian me mostró el ticket, entendí mi error: decía Gulfstream Casino, y yo lo había pagado. –Te podemos despedir por esto, ¿sabías? –seguía deciendo y sostenía el ticket con la suma de $12.5 frente a mis narices–. Nosotros estamos perdiendo dinero con esto. No podemos permitirlo. Y vos vas a pagarlo.
Contrariamente a lo que había pedido expresamente por escrito en el libro de petitorios, me habían dado los dos francos juntos. A esta altura, tener dos francos juntos representaba no una complicación, sino una amenaza para mí. Dos días de descanso era demasiado engolosinamiento de ocio, a tal punto que ya lo 347
consideraba perjudicial para el último objetivo que me había trazado, que era trabajar tanto como fuera posible estas últimas tres semanas que me quedaban hasta que llegara la fecha que tenía indicada en el pasaje de vuelta. Así es, esto era un ida y vuelta. Siempre lo había sido, aunque en el medio había considerado la posibilidad de aplazar la vuelta algún tiempo, algunos meses, tal vez hasta el fin de la temporada que ya no le quedaba mucho. Pero ahora que se acercaba la fecha y aunque aun era algo distante (tres semanas ahora me parecían una eternidad), la idea de la vuelta ya fijada en mi cabeza no la podía sacar con nada, ni con la ilusión de ganar más dinero o de obtener más cosas materiales. Lo único que me desvelaba era cómo iba a decírselo a mamá. Ella, en su cabeza, se había quedado con la idea de que me quedaría algunos meses más, tal vez todo el año, quizá hacer una nueva vida allí. Le rompería el corazón. Su sueño era que sus tres hijos tuvieran un futuro en el país que le había abierto las puertas. No podía decir que yo no lo había intentado; como todo, merece su oportunidad. Pero por más seducción del lujo y del dinero, lejos estaba de poder considerar ese sueño como mío. Ahora tenía que recordarle que luego de reflexionar, seguía en pie el plan de volver en la fecha fijada. El primer día franco fue fabuloso. Desperté solo en el tráiler –Esteban trabajaba– bien entrada la mañana, y dediqué el día a escuchar discos de Paganini, El Reloj y Bach y a tocar mucho la guitarra. No me molesté en salir del parque nomás a comprar puchos en la tienda de Apu y dar una vuelta por el Thrifty sin comprar nada. Por la noche, llamé a mamá y quedé en pasar a cenar al día siguiente, así aprovechaba a descansar bien. El segundo día fue igual de bello hasta que por la tarde fui a verla y sin pensarlo o planearlo, le dije que no iba a cambiar el pasaje de vuelta. Inconcientemente se lo dije, a través de una indirecta. Hablábamos de dinero y le dije que estaba ahorrando estos últimos cheques. Su respuesta directa fue:
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–¿Por qué, te vas a volver? ¿No vas a cambiar el pasaje? –No –le dije dolorosamente y tragué un gran bolo de saliva. Pero una vez afuera fue como sacarme un muerto de encima. Un segundo después la sensación de alivio desapareció y me di cuenta que al muerto lo había sacado pero cagando porque ahora me dolería el culo. Comenzamos a discutir encarnecidamente, y todo el bienestar de los días de descanso se esfumaron con un bufido, y tal vez no habían sido sino una preparación para este momento. No estaba preparado para la reacción de mamá, que en lugar de decir que volvía, parecía que le decía que tenía un novio negro que me había iniciado en la heroína. Para colmo, esta escena transcurrió en su auto, dos cuadras antes de llegar al parque. Cuando llegamos al tráiler, seguimos discutiendo con el auto en marcha, y luego de un rato, mamá apagó el motor y continuamos discutiendo. Cuando me harté, me bajé del auto. Con el cuerpo inclinado sobre la ventanilla metí el último bocado antes de irme, pero que en realidad fue un leño para avivar la casi extinta llama de la discusión. Ella se bajó del auto y discutimos frente a frente. Pero en un punto tuvimos que declarar tablas; ya nos habíamos sincerado la piel a gritos y sacado las armas más filosas para tirarnos. En ese punto, cerré la puerta de su auto, ella ya sentada nuevamente al volante, y finalizamos la discusión. Nos besamos. Entré a casa y me fumé un fasito que había dejado armado para cuando volviera. Cuando terminé de fumar, sonó el teléfono. Era ella de nuevo. Llamaba para preguntarme si había guardado la bicicleta en el baño del condominio, en el momento en que recordaba que había quedado apoyada contra el alambrado de la pileta de su casa. –¿La entrás? –le pedí. –Yo sé cuáles son mis obligaciones –dijo y colgó. Esa noche me desvelé pensando y fumando hasta las tres de la mañana, y a las cinco y media, recién clareando, mamá volvía a estar con el auto en la puerta 349
de mi casa para pasarme a buscar e ir al aeropuerto a buscar a Nacho que llegaba de Buenos Aires para quedarse unas semanas. En el trayecto hasta el aeropuerto seguimos discutiendo un poco más, y le pedí perdón. Luego, durante un tramo de la autopista, fuimos en silencio. Para cortarlo, cuando fue excesivo, prendí el estéreo y comenzó a sonar un disco de Serú Girán mío que no sé cómo había llegado ahí. De todas formas, me pareció una buena señal. En el aeropuerto nos demoramos casi una hora por la confusión que había suscitado la remodelación y ampliación que habían puesto en marcha. Ahora el sector de vuelos provenientes de Latinoamérica estaba confinado al último pabellón. Y la puerta de arribos había sido mudada al segundo piso en lugar del primero. Esto originó el desencuentro, ya que nosotros esperábamos ver aparecer a Nacho donde siempre esperábamos los arribos. Nacho, al no vernos, comenzó a deambular por los kilométricos pasillos que se parecían y se multiplicaban como espejos enfrentados, de una punta a la otra. Cuando por fin lo encontramos, fuimos a la casa de mamá a desayunar. Había algarabía por la llegada. Yo no me podía sacar los anteojos de sol. Mamá nos puso un tazón de café con leche a cada uno y un plato con donas del paseo de bienvenida por el Dunkin Donnuts que mamá le había hecho a Nacho como también a mí y a Titi. –Te traigo –le había dicho– porque nunca más vas a volver acá, porque es demasiado “americano” para nosotros. Pero es algo que tenés que conocer. Ese era el chiste que nos hacía, pero la verdad es que con mi llegada, la de Titi y ahora la de Nacho, ya eran tres veces las que venía. Después de probar algunos bocados y darle unos sorbos al café, me di cuenta que me costaba moverme y necesitaba unas horas más de descanso. Me pareció buena idea llamar a Noel y decirle que iba a ir a las doce; él sabría entender. Pero cuando tenía el teléfono en la mano, me di cuenta que era sábado y que Noel iba de lunes a viernes. Cambié de parecer. 350
Eran las diez menos diez cuando me disponía a agarrar la bicicleta (que había quedado en el mismo lugar en el que la había dejado anoche). Mamá se ofreció a llevarme así no llegaba más tarde. En siete minutos me dejó en la South Entrance. Cuando llegué, todos estaban muy relajados, más que yo. Me asignaron Satelite, donde estuve haciendo unos dibujos entre pocos pagos. Cuando di por concluido los dibujos, fui a almorzar. Y cuando terminé y volví a la jaula, le dije a Ashley que me sentía mal y me mandó a casa. El domingo avisé que no iba. Me reporté enfermo. Lo entendieron. De hecho, tienen una palabra para designar casos como ese: homesick. Enfermo en casa; el remedio: quedarse en la cama. Disfruté del día como un bebé en su bañera. Pero a veces me saltaba el pensamiento que el día siguiente sería lunes y tendría que estar de vuelta en el trabajo. No le tenía confianza al lunes. Pero esta idea se contrarrestaba con el asado que comimos en familia, el colectivo que llegó rápido para volver a casa y el rato tan apreciado de escuchar música, fumar y escribir. El lunes sucedió algo que no estaba dentro de mis planes. Ese día, me tocó ir a Satelite con Shuhun y Stephany. La mañana había pasado como un parpadeo y aguardábamos minuto a minuto la hora de ir a almorzar. Yo ya había gastado mi recreo de diez minutos y ahora Shuhun anunciaba que salía a comer. –¿Tenés un cigarrillo? –le dije en voz baja para que Stephany no oyera, y le anuncié que saldría un momento. –Seguime –dijo Shuhun una vez afuera de la jaula, caminando por el piso lentamente, saludando a sus conocidos camino al break room. Un cigarrillo corto y volvería a la jaula. Pero al llegar al casillero, Shuhun se dio cuenta que se había dejado los Newport en el auto. –Vamos –me indicó mientras salíamos al estacionamiento del casino. No hicimos diez pasos cuando nos llamaron desde la puerta. Eran Beverly y Daemon. Problemas. Nos hacían señas con las manos para que volviéramos. 351
Nos paramos en seco y comenzamos a retroceder lentamente. –¿Quién es el que está en break? –Shuhun –dije yo. –Sabés que no podés abandonar la jaula, no pueden haber dos cajeros en recreo y dejar a una cajera sola en la jaula –reprochó Beverly con cierta ira que creía desmesurada. Al probar su inocencia, dejaron ir a Shuhun a su recreo y me retuvieron un rato más. Daemon hablaba desapasionado, casi sonriente detrás de sus anteojos de topo. Pero Beverly parecía sobredimensionar la situación y ponía un énfasis particular cuando se dirigía a mí. Por dentro, cuando me hablaban, me asaltaba un interrogante: ¿Cómo me habían descubierto tan rápido, casi instantáneamente? ¿Y por qué me vinieron a reprender una supervisora y un manager? Volví a mi jaula en silencio, y apenas entré, Stephany explicó muy nerviosa y hablando rápido lo que había sucedido. De la nada, Beverly había aparecido un segundo después de que nos habíamos ido y había preguntado por qué ella estaba sola. –Le tuve que decir que te habías ido a fumar. Permanecí callado por el resto del día. Cuando Stephany se fue a comer, Marlene, que suplantaba a Shuhun en jackpot, me contó lo que verdaderamente había sucedido. –Apenas te fuiste, Stephany llamó a Beverly por la radio. Todos la oímos. En el Money Room, todos enterados, se congraciaron conmigo, en particular Noemí, que lo tomó como algo personal e incluso racial. Su indignación no tenía límites. –Ya va a venir la evaluación. Ya se va a cumplir los tres meses –se consolaba hablando como si se tratara del diluvio universal que acabaría con los injustos y pecadores–, y van a sacar a todas estas manzanas podridas del cajón.
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El martes amanecí enfermo. Tenía un poco de fiebre, escalofríos en todo el cuerpo y un cansancio de muerte. Volví a llamar al trabajo reportándome enfermo. A diferencia del cuento de Pedro y el lobo, en este caso, la verdad fue tomada en cuenta así como la mentira, y yo pude desfallecer tranquilo. Me sentía tan mal que ni tenía ganas de fumar. A la tarde me llamó mamá y al enterarse de que estaba afiebrado, me pasó a buscar. Me quedé a dormir en su casa y al día siguiente tampoco pude levantarme para trabajar. Esta vez no me negué a tomar un té vic con pastillas que mamá había comprado en la farmacia/supermercado. Al minuto de tomarlo, ya me sentía mejor y pude levantarme y fumar algunos puchos y disfrutar de una película acostado. A las dos horas, el efecto de la droga se disipó y volví a padecer. Sin contar el lunes, tres días y medio había faltado al trabajo, sumado a los dos días de franco del jueves y viernes. El día siguiente, jueves, sería una semana que no me veían por ahí. Ya me importaba muy poco. Esa noche, planeé mis últimos movimientos antes de presentar mi renuncia. Mi pasaje de vuelta era para dentro de diez días. En estos diez días había perdido lo que no había ganado trabajando, un movimiento un tanto estúpido aunque casi inevitable. Lo cierto es que no quería más. Como poder, podía hasta donde me daba el querer, y eso era un trecho corto. Tenía una semana entera para trabajar. Esa última semana en el trabajo me dediqué a agachar la cabeza y a cumplir con el horario, evitar pedir salir antes para juntar el último puchito, estar predispuesto a hacer horas extras para gozar de la plata dulce. Con la única que me limitaba a hablar era con Noemí, con quien me tocó casi todos los días en la South Cage. Todos los demás no me hacían gracia. Ni Marlene, ni Norma Jean, a quien casualmente no volví a cruzar. Con suerte en el Money Room me cruzaba a José que estaba entrando cuando yo salía y una tenía una conversación amena o una descarga de palabras con lo que había ocurrido la semana anterior con Beverly, esa “negra culiá”. A ningún otro le había revelado mis planes para la vuelta. 353
Lo único que me faltaba cerrar era cómo iba a renunciar y quedar en buenos términos. Ideaba junto a Noemí una historia de alguna repentina muerte de un familiar ya muerto en Argentina que me obligara a ausentarme del trabajo. O podía pedir licencia sin goce de sueldo y retomar cuando volviese. Aunque sabía que la licencia no era para casos tan prolongados. Luego de unos meses me despedirían y ahí sí sería difícil recuperar mi puesto. Lo mejor era renunciar con una mentira piadosa y evitar que me declarasen incompetente para el trabajo. Tenía la idea de que si me habían contratado tan fácilmente una vez, la segunda no sería tan complicada. Y si no me aceptaban ahí, me iría al Gulfstream con mi licencia de juego, donde pagaban dos dólares más la hora a los cajeros. Una tarde, cuando entregaba la bolsa de dinero en la ventanilla del Money Room, miré la planilla donde figuraban las diferencias en los balances entre lo pagado y lo registrado de toda la semana, nomás por mirar. Primero, fijarme si alguien había conquistado el Balance Cero y a quién no le cerraban los números por mucho. Entre estos últimos encontré mi nombre, junto con otros que adeudaban arriba de los cien dólares. Junto a mi nombre, estaba la cifra de 103,27. Miré el detalle. El sábado registraba una diferencia de 97 dólares en el pago de mis tickets. No recordaba que eso hubiera pasado. Pero estaba en la cartelera. Me paralicé y me enfurecí. Pagar 100 dólares por un error era demasiado. La recomendación de mis compañeros fue que protestase, lo que se hace cuando no se entiende o no gusta algo. Mi supervisor podía pedir al Money Room que revisaran los tickets del día señalado (conservaban todos los tickets pagados desde que el casino había abierto) y si encontraban que había sido un error suyo, lo enmendarían. De lo contrario, debía pagar. Un día se me olvidó, otro día lo pasé por alto y otro decidí ignorar ese número, si total iba a renunciar en dos días. No podían deducirlo de mi cheque porque yo debía saldar la diferencia en efectivo en la ventanilla del Money Room. Así que me relajé. 354
Ese último miércoles no me permití que me temblase el pulso y me dirigí temprano en la mañana con ropa informal hacia la oficina de Victoria Cannon. Teóricamente, hoy tenía franco y era día de pago, con lo que mi presencia en su puerta no llamaba la atención. La última vez que había pasado, habían hecho comentarios acerca del largo de mi pelo y de mis uñas nuevamente. Pero ahora no tendrían ese gusto. Toqué dos veces a su puerta y enseguida se escuchó el “Come in” que me dio pie para entrar. Adentro, otro aire, otro aroma, fresco, a peppermint candy, el sonido del agua de la fuente, los cuadros con los hexagramas del I Ching, todo el poder de la new-age en objetos decorativos. –Sí, Patrick, ¿cómo estás hoy? Me invitó a tomar asiento con un gesto de manos y quedamos frente a frente. No estaba sola; a su lado estaba Brahim, la supervisora de los attendants, con quien ella había estado charlando antes de mi interrupción. –Bien, gracias. ¿Y usted? –Bien. Decime, ¿qué puedo hacer por vos hoy? Me dio el pie que estaba esperando para comentar mi situación, explicar el motivo de mi visita y mi resolución, en un speech precisamente estudiado con cautela. –Bueno, no sé si usted sabrá que en las últimas semanas no he estado bien de salud. He pasado varios días enfermo en casa, lo que me hizo faltar al trabajo en repetidas ocasiones. –Sí, estoy al tanto de tus ausencias por enfermedad. –Así es –dije, retomando el hilo–. He estado mal del estómago, mal de la garganta, los ojos, estuve resfriado, con vómitos. Pero con todo eso, no puedo decir que estoy enfermo. Soy una persona sana. Hay un estado de perfecta armonía del cuerpo, llamado homeostasis, ¿sabe? –Sí, estoy familiarizado con esa palabra –dijo, entrando un poco en el tema. –Entonces sabrá que cuando ese estado de equilibrium se rompe, el cuerpo sufre y padece el estado de transistasis. 355
–Sí, por supuesto –afirmó con un poco de empatía en su voz. –Uno de los nombres para esto es stress. Y he decidido hacer un viaje a mi país, Argentina, para iniciar un tratamiento naturista, con hierbas medicinales que ayuden a recuperar mi estado de plena salud. Por eso le informo que vengo a renunciar y a buscar mi último cheque. –Vaya, lo lamentamos verdaderamente. Pero siempre antes que todo está la salud y la felicidad. Esperamos que te mejores. Rezaremos por ti y para cuando vuelvas, tu puesto de trabajo te estará esperando. –Se paró, yo también, y se acercó a mí dándome un fuerte abrazo–. Que dios te bendiga.
Luego de renunciar me sentí mejor. Era algo que había esperado que suceda desde hacía tiempo y recién ahora podía darme el lujo de disfrutar de ello. Tenía tres días hasta que mi avión partiera, y ya había resuelto como se pudo, las últimas ataduras que evitaban que mi partida fuera efectiva (Miguel Abuelo: “todo lo que ata es asesino”). Ya había entregado el uniforme del casino y tenía el último cheque (como regla se requería primero entregar el uniforme y luego retirar el último cheque, para evitar descuidos, pero conmigo habían hecho una excepción porque renuncié el día que cobraba), y me había despedido de Noemí, sin especificar a todas las personas con las que había compartido momentos, creando con esta “desaparición” una serie de mitos sobre mi paradero. Con Esteban había arreglado lo siguiente con respecto al tráiler: por lo pronto, él se hacía cargo de los gastos solo. En caso de que consiguiera trabajo en los barcos y tuviera que dejar el tráiler, se encargaría de venderlo con uno o dos meses de anticipación. Si no llegaba a venderlo al momento en que tuviera que partir, nos haríamos cargo de hasta dos meses de alquiler que se cubrirían con la venta. De no suceder así, haríamos abandono del tráiler y volvería a quedar 356
en manos de Mr. Holiday, a quien se lo compramos. El escenario más favorable: que subalquiláramos y repartirnos las ganancias. Esteban me aclaró también que estaba pensando en traer un room-mate para dividir las cuentas, si estaba todo bien con eso para mí; aunque tenía poca fe en que así lo hiciera. Y mamá estaba más tranquila porque cuando vio que mi decisión era inamovible, cedió con sus insistencias y se dedicó a disfrutar el tiempo que le quedaba junto a sus dos hijos. Buena parte de esos tres últimos días me dediqué a dormir hasta tarde en la mañana y a hacer siestas después de comer. Ya había sacado todas mis cosas del tráiler y las había llevado a lo de mamá. Ahora me tocaba resolver cómo haría para poner tantos libros, revistas, cds, lps, casets, ropa y demases en dos valijas y una mochila. El día 11 de marzo salía mi avión y estábamos a 8 cuando le avisé a Esteban que me iba. Me exigió que le pagara una parte del alquiler, por los días que había estado en este mes. Le repliqué que el mes había recién empezado. No contaba con que me lo iba a cobrar. Le terminé dando un proporcional de 100 dólares, un mero pago por mostrar esa cara suya que hasta el momento había permanecido oculta. Tenía los billetes contados. A duras penas puede juntar algo de las últimas semanas trabajadas, cuando comencé a vislumbrar una vuelta y a empezar a pensar que para los próximos meses necesitaría algún sostén para vivir. Después de liquidar lo último, me quedaron 1600 dólares. Iba a darle 1000 a mamá para saldar la deuda que tenía del tráiler, pero me recomendó que me los guardase que allá me iba a servir y que cuando volviera en seis meses se lo devolvería.
Fuimos al tráiler el último día a buscar las últimas cosas con Nacho. Ahí estaba Esteban, que nos hizo pasar. Él sabía que yo tenía el último fasito y que venía a fumarlo, así que fue cordial. Nos invitó unas cervezas mientras nos sentábamos afuera. 357
–¿Le dijiste al negro que lo iba a llamar? –me preguntó, refiriéndose a Shuhun. Sí, le había dicho, pero conociéndolo, ni siquiera le iba a atender el teléfono. –Sí, claro, me dijo que lo llames cuando quieras – fue mi pequeña venganza. En el equipo de música puse el único cd que había. Era mío, pero Esteban me había pedido que se lo dejara. Di una última vuelta y miré lo que me podía llevar. Casi nada. Afuera Nacho y Esteban conversaban sentados en la mesa al aire libre. –Viste como son las cosas acá, nada que ver con Buenos Aires. Yo allá laburaba seis horas, ganaba dos lucas y media, tenía un caserón en San Isidro, mi mujer también laburaba, y con todo y eso no me alcanzaba, vivía ajustadísimo. Nunca me alcanzaba. Acá es distinto, otra cosa, hermano. Laburás unos meses, te ahorrás una buena guita y te largás a hacer algo. Mirá, con el tiempo que estamos acá lo que tenemos entre él y yo –se refería a mí, que participaba a lo lejos de la conversación sin involucrarme del todo– un tráiler, una tele grande, una laptop con internet, una moto, un equipo de música. No nos falta nada. Tampoco nos costó mucho. La tele nos la regalaron, la compu la prestó tu vieja, el equipo de música salió 27 dólares. Te das cuenta que no vale la pena sacrificarse por los bienes materiales, que no es un fin en la vida tener una casa, dos autos, tres hijos, etc. –El sueño americano –acotó Nacho. –Sí, el sueño americano es una mentira que le venden a los latinos, a los inmigrantes que quieren hacerse la América para que vengan a laburar en trabajos que los yanquis no quieren. Y con una casa, un auto medio choto y una mina para garcharse todas las noches ya sos feliz. Sos Gardel. Y en realidad te conformás con las sobras que tiran acá. Los americanos parten de la casa y del auto como base, y de ahí van a hacerse una vida. Pero nosotros estamos tan acostumbrados a la chiquitada argentina que una vez que obtenés todo esto, ya estás hecho. Y es que allá estás toda la vida 358
laburado y privándote de gustos y gastos para que te sobre un manguito y comprarte un auto o cambiarlo por uno más nuevo, cuando acá los autos te los tiran por la cabeza y se cambian todos los años o cada dos años. Yo antes de venirme para acá junte todo lo que tenía y lo rematé. Con eso me pagué el pasaje y tuve para tirar hasta que conseguí en laburo de valet parking. ¿Vos te pensás que estuve meses y meses ahorrando para el pasaje? No. Dos meses antes de venirme puse el auto en venta, y casi lo regalé. El día que tenía que salir para el aeropuerto, vino un tipo a verme por un equipo de música que había publicado en internet. En su momento, lo había pagado 1200 pesos. Al tipo le dije, dame lo que tenés y te lo llevás. Me dio 400 y acepté. ¿De qué me iba a servir, si ya me venía? Nacho escuchaba la caravana de boludeces que salían de la boca de Esteban y se reía, lo estimulaba a imaginarse una cantidad de cosas, de un universo de posibilidades aun abstractas, ayudado por los efectos de la marihuana. Yo en cambio, lo escuchaba con recelo y desconfianza. Esteban contaba brevemente la versión triunfalista de su historia reciente, impulsada a su vez por el oído de Nacho y su respuesta afirmativa. Pero pensaba yo que él aun no había vivido aunque sea unos pocos meses acá. Siempre había venido de visita por unas pocas semanas y no tenía un cuadro acabado del estilo de vida que ahora yo abandonaba. Pero bueno, él tendría que hacer su propia experiencia y comprobarlo con el correr de los años. Está de más recalcar que siempre te van a faltar esas pequeñas cosas fundamentales que se acentúan con la ausencia. Y que a donde quiera que vayas, siempre vas a ser un extranjero, aun acá donde la mayoría de la población es de otro lado. Pero lo más difícil es enfrentar el vacío que inunda todos los huecos desocupados de tu vida. Todo lo demás son distracciones. Después de mucho, entendí por qué acá la cena es a las seis de la tarde. De no ser así, ¿cómo llenarían tantas horas de vacío entre el horario de la salida del trabajo y la hora de dormir? Para muchos, la vida es el trabajo. Lamentablemente (ironía), no fue así para mí. Mi vida 359
no pudo ser la de un cajero, vivir en un casino, como lo hizo Osvaldo o Joan. Mi problema es que primero conocí la libertad y luego el encadenamiento, y a partir de eso, me cuesta un esfuerzo enorme creerme que la cadena es lo mejor que la libertad. Una vez conversé esto con Don. Me preguntaba cómo se podría vivir sin dinero. Parecía interesado en este tema, porque pensaba abandonar su trabajo y vivir creando, inventando. Le dije que no tenía la fórmula para eso, pero sí sabía cómo vivir con muy poco dinero. Le conté que antes de venir para acá, no tenía trabajo y vivía con mi papá, pero no ocasionaba más gastos que la comida y cosas circunstanciales, me la pasaba en los bosques, durmiendo en casas de amigos y haciendo música la mayor parte del día. “Pero alguien pagaba por vos”, me retrucaba. “Alguien trabajaba por vos”. El tema no se agotaba allí. Ahora tenía la oportunidad de volver a la vida que había abandonado. Y con los billetes que llevaba conmigo, sería suficiente para mantener durante algún tiempo la vida de ocio creativo. Por lo menos, por seis meses. Después, volver. Esos eran los requisitos para conservar la tarjeta verde, el permiso de residencia. Como obligación, te exigían que no pases más de seis meses afuera de EEUU, además de cinco años de residencia para iniciar los trámites de la ciudadanía. Ese era el objetivo de la residencia, que era un status legal transitorio. Mamá llevaba ya tres años y medio. Yo apenas cuatro meses. Cuando pensaba en el futuro, veía una gran nube gris en el que no se distinguían sino siluetas. No podía concebir que tendría que pasar cinco años viviendo acá, si para mí cuatro meses habían sido más que suficientes para un solo trago. Pero no pensaba mucho en eso. Solo apreciaba el presente. Y llegado el caso, debería optar por continuar, o desertar, como estaba habituado a hacer con todo lo que significaba una molestia para mí. Nacho asentía las palabras de Esteban, y yo, que ya las conocía y hasta me había cansado de oírlas y también de él –y un poco embroncado por lo de los 100 dólares–, las negaba. Me excusé y salí a caminar por 360
el parque a modo de despedida. Ahora había menos gente, muchos canadienses habían volado nuevamente a la tierra del hielo a vivir otro año. No encontré a ninguna de las personas conocidas para despedir: ni Oscar, ni Don, ni Marita, ni Diego. Tampoco me crucé a Fermín o a la secretaria del parque. Era un día normal para todo el mundo; todos estaban en alguna otra parte, donde debían estar. Volví al tráiler y le hice señas a Nacho para que volvamos. Saludamos a Esteban y me dijo: –Bueno, con vos ya arreglé –haciendo referencia a todos los asuntos pendientes que habían quedado sin conclusión y que en la proximidad de los meses darían su vuelta de tuerca inesperada. Volvimos caminando esas diez cuadras largas charlando, más que nada explicándole a Nacho algunas cosas que no le habían quedado claras sobre lo que había estado hablando con Esteban, sobre de la vida en este país, que comenzaba a entusiasmarlo. Yo le hablaba lo justo y necesario. Ya tenía mi recelo sobre la American way of life a esta altura del viaje, cuando ya me estaba volviendo. No era para mí. Tampoco iba a predicarle sobre lo que debía hacer. Mi conclusión en este momento sobre todo este asunto de viajar, trabajar, ahorrar era que solo podía servir para solventar un tipo de vida más relajado para cuando volviese a Argentina, con un cambio favorable en la moneda que en ese entonces rondaba el 3 a 1.
Una vez de vuelta en lo de mamá, me tocó hacer la tarea más difícil de todas para cuando uno se vuelve de un largo viaje: armar las valijas. En todo este tiempo en que había tenido dinero en el bolsillo después de mucho tiempo de no tenerlo, había estado adquiriendo toda clase de cosas que siempre me interesó tener, en su mayoría adquiridas en el Thrifty, como libros, cds, discos de vinilo, instrumentos musicales, algo de ropa, algunas que otras piezas escultóricas, cuadros y otras piezas decorativas. Muchas de estas cosas ocupaban 361
lugar y las que no, eran pesadas. Debía colocarlas en dos valijas y que no pesaran más de 25 kilos cada una. El resto del día se lo dediqué a esto. Al lado del condominio de mamá, cruzando un gran estacionamiento, se encontraba el Bank of America, que contaba con una balanza para pesarse a la entrada del banco. Mi tarea era cruzar todo el estacionamiento tirando de la valija y lograr que el peso diera 25 kilos. Muchas cosas quedaron afuera, y las dejé para que Nacho me las trajera o mamá, para cuando volviese en algún viaje. Pude completar, luego de algunas horas, esta dolorosa tarea de seleccionar. Finalmente volvía con dos valijas llenas, una mochila de mano llena de libros, mi guitarra acústica al hombro y la máquina de escribir con la que había venido en la mano. En mi estadía me había comprando otra máquina de escribir que tenía una linda tipografía, pero tuve que dejarla, sobre todo porque estaba medio desarmada desde que una vez se me trabó e intenté arreglarla sin éxito. La guitarra de doce cuerdas se la había llevado Titi y a Nacho le tocaba llevarse el bajo acústico. La que quedaba era la guitarra criolla que me había regalado el colombiano, la que volvería algunos meses más tarde cuando mamá hiciera su viaje a la Argentina. Al parecer, había cabido todo. Volvía con una docena de discos de vinilo, más de treinta cds de todo tipo, cerca de veinte libros en inglés y castellano, y varios kilos de ropa que me durarían varios años.
En el aerpuerto, haciendo el check in, me encontré con que había cometido un error con respecto a la capacidad de peso que podía llevar. Según la norma, solo eran 20 los kilos por valija para despachar; al parecer, cuando había buscado esta información en la página de la aerolínea, la pasé por alto o la negué inconcientemente. Tuve que pagar una multa de 25 dólares por valija, que dolieron pero aun así valía la pena por todo lo que me estaba llevando de vuelta.
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Los últimos minutos en el sector de partidas fueron largos. Con mamá había pasado los últimos cuatro meses conviviendo de una manera que no lo había hecho en los últimos cinco años de nuestras vidas. Y ahora esto llegaba a su fin. La notaba triste por mi partida, a la vez que ella remarcaba que estaba contenta por todo lo que había obtenido en tan poco tiempo. –Hijo, ahora te vas y me dejás un vacío en el corazón –me dijo. Lo entendía, pero no podía llegar a sentirlo. Yo la estaba dejando, pero tenía toda mi nueva vida por delante. En estos cuatro meses, mi vida había cambiado significativamente, no tanto por el dinero que había ganado o por las cosas que había comprado, sino porque había demostrado una vez más que podía cambiar mi vida de una manera rotunda. Cuando había partido de Buenos Aires, estaba desocupado, sin trabajo ni estudios ni ocupación o hobbie, en una situación sentimental un tanto lamentable, quebrado económica y anímicamente, sin planes para el futuro, ni siquiera para la semana siguiente. La vez anterior que había vuelto a la casa de mi papá, la que siempre había sido mi casa, había sido una vuelta derrotada, con la cabeza baja, con miradas reprobatorias clavadas en la nuca. Ahora era distinto. Se notaba que todos mis familiares y amigos me estaban esperando, hacía rato que había prometido volver y ahora lo hacía de la mejor manera, contento, triunfal. Lo había conseguido. ¿Qué había conseguido? No sé, pero lo tenía, lo sentía en los pulmones cuando respiraba y lo sentía en el cuerpo cuando cerraba los ojos. Había cambiado. Ese era el resultado de mi viaje, de cualquier viaje. Por el otro lado, estaba mamá, un asunto que dejaba pendiente para dentro de seis meses, cuando me tocara volver. La abracé fuerte y saludé a Nacho, que lo vería en un par de días allá. Me subí al avión muy tranquilo, como diciendo a cada uno quien me mirara “Sí, estoy volviendo a casa”. No pude dormir mucho por la exitación del momento 363
y me pasé la noche leyendo. Cabeceé un par de veces y cuando me di cuenta ya era de madrugada. Amanecía en el avión y pude ver el paisaje pampeano desde la altura. Cuando anunciaron que estábamos cerca de aterrizar en Ezeiza, presté mayor atención al paisaje. Quería ver si podía distinguir a Barrio 1 desde las alturas. Pero se complicaba, porque todo parecía más o menos lo mismo, las avenidas, las rutas y los bosques. El avión hizo el primer intento de dar con la pista. Bajó la panza hasta casi tocar la punta de los pinos pero tuvo que volver a subir porque había mucha niebla. Nuevamente subimos y unos minutos después, volvimos a apuntar para el descenso. Otra vez volvió a elevarse y a probar suerte nuevamente. Algunas voces inquietas comenzaban a oirse entre los asientos del avión. Cuando volvió a encarar por tercera vez el aterrizaje, ahora sí que creí ver Barrio 1, distinguí la ruta 205 y la Riccieri, el campito, el mástil de la plaza, un poco de bosque y luego la pista. Cuando el avión por fin aterrizó, todos aplaudieron. Se había acabado esta obra de teatro. Hl,Fl - C.A.B.A., 2006-2016
continuará...
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Impreso en El VacĂo Mental desde el otoĂąo del 2016
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