EL AMOR QUE BAJA ES MÁS FUERTE QUE EL AMOR QUE SUBE Por Daniela Murialdo.
uando era niña y me preguntaban qué era mi papá, yo contestaba -con el mismo alarde con el que Jesucristo respondía, antes de tener conciencia divina- que era carpintero. Sucede que yo veía cómo sacaba sus herramientas de un taller precario en un rincón de la casa, para erigir libreros y reparar sillas. Y se me perdían las horas que pasaba en alguna redacción o dando clases en la Facultad de Periodismo de una universidad mexicana. En esas idealizaciones que uno forma desde siempre, la imagen de mi papá como un carpintero constituía casi una metáfora. Él construía y arreglaba. Y además suponía un símbolo para él mismo. Años antes había escapado de Pinochet y llegado a lo que fue un largo exilio en el país de Benito Juárez. Debía armar familia, crear nueva vida. Y así vinimos mi hermana y yo. Es archiconocido el estereotipo de la devoción de una madre por su crío hombre y de un padre por una hija mujer. Aun así, mi papá no se dejó tentar y optó por ser padre antes que un devoto de sus hijas. Mi papá desobedeció también las consignas naturales de su
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