Cratos y la chica

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Cratos y la chica El pedaleo constate de la bicicleta va dejando su huella en la arena. El rastro de las llantas desaparece poco a poco mientras las olas suben por la playa. Va a avanzando hacia Magdalena. Sergio contempla el amanecer por un lado y el mar por el otro. Respira profundamente ese aire húmedo de la costa y pisa con fuerza los pedales. Avanza lentamente mientras va marcando el rumbo de su destino. Va dejando atrás las playas de San Isidro y se adentra en un terreno algo virgen para el ejercicio físico. Se baja de la bicicleta y empieza a caminar al lado de las ruedas. Se detiene para observar las olas. Ese vaivén lo introduce en un mundo privado, como si el alma se quitara del cuerpo y viajara libremente por los campos salados del mar. De alguna manera el mar lo hipnotiza. Él no se resiste a su encanto. Para tratar de volver hacia la ciudad, Sergio tiene que llegar hasta el puente más cercano y subir al malecón. Camina lentamente pisando con cuidado las piedras que aparecen en el camino. El oleaje está bravo y cada vez le salpica más el agua sobre la ropa. Él apura el paso y cuando una gran roca se muestra firme para sus pies, una ola revienta tan fuerte en el litoral que lo asusta, él tropieza y la roca firme sede al impacto. Algunas personas que corrían esa mañana se detienen al escuchar su grito. La bicicleta completa la tragedia cuando cae sobre su tobillo dejando a Sergio incapaz de moverse solo.


*** Una chica corrió a auxiliarlo rápidamente. Le quitó de encima la bicicleta, forcejeó con la piedra y sacó la pierna doblada de Sergio. No había fractura, pero el tobillo se le dobló tan fuerte que había empezado a hincharse cuando ella lo puso en pie. Le prestó su hombro para que pudieran avanzar caminando. Ella cogió la bicicleta y con paso cansado ambos avanzaron hacia el puente más cercano a Magdalena. -

Gracias – atinó a decir Sergio –, si tú no aparecías, no sé cuánto tiempo me hubiese quedado allí.

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No te preocupes – respondió con acento extraño –. Esas rocas no son muy seguras algunas vez también me caí.

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¿Sí? – trató de crear un tema de conversación –. ¿Tú también te doblaste el tobillo?

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Peor que eso – se río mientras le respondía –. Yo me fracturé la tibia y caí al mar. Casi muero ahogada.

Sergio se puso a pensar si ese hubiera sido su caso. Tal vez hubiese podido morir si ella no aparecía. Un día tranquilo de ejercicio se hubiera convertido en un día mortal. Terminaron de subir al malecón y Sergio se mostró incómodo al haberle obligado a cargar la bicicleta hasta lo alto. Trató de incorporarse pero el tobillo lo mataba, no podía valerse por sí mismo. Vivo cerca, le dijo ella. Le propuso tomar un taxi, cuando llegaran le pondría algunos hielos para que el tobillo se desinflame. Luego


podría irse a un hospital. Ella no estaba libre como para acompañarlo tanto tiempo. Él accedió sin reproche. El taxi los llevó a una casa cerca del colegio salesiano. Dejaron la bicicleta en la entrada y cruzaron un gran jardín donde la casa del perro resaltaba por su gran tamaño. Ella lo dejó en la sala y le ofreció un vaso de gaseosa mientras le traía el hielo. El tobillo estaba más hinchado que una papa, había adquirido un color rojo y eso le producía más dolor. Cogió el hielo que le alcanzó la joven y lo frotó cuidadosamente para no ocasionarse mayor malestar. De pronto, mientras tomaba la gaseosa, se fijó en un gran cuadro en la pared que resaltaba de los demás objetos de la sala. Era la foto de una niña y de un Rottweiler que le doblaba en tamaño. Daba la impresión de que en cualquier momento el perro iba a comérsela. La niña de la foto sonreía y jugaba con el hocico del animal que parecía moverle la cola. Como si fueran amigos íntimos, cómplices. -

Esa foto la tomó mi padre – dijo ella desde el umbral de la cocina –. Él fue el fotógrafo de la familia. Siempre le gustaba retratarme.

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¿Y el perro todavía vive? – preguntó Sergio un poco asustado –.

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Claro, pues – le dijo sonriendo nuevamente –. ¿De quién crees que es la casa que está afuera?

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Supongo que nunca te desconoció.


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No – respondió segura –. Siempre me hace caso. Incluso cuando no le digo que haga algo, intuye que quiero que lo haga.

Él se quedó intrigado, no sabía si el perro estaba dentro de su casa o tal vez tenían un patio trasero donde podía correr libremente. Le aterraban tanto los perros que prefería tener la idea de que estaban amarrados a sus casas o encerrados en la cochera. Empezó a sudar un poco mientras terminaba de frotar el hielo para bajar la hinchazón. -

¿Más gaseosa?– le ofreció la chica –. ¿O tal vez agua mineral?

Agua está bien. Ella no tardó en volver y con los nervios él se llevó toda el agua a la boca. Se acabó el vaso en un santiamén. Y tuvo la sensación de que le había ofrecido agua de la llave porque le sabía a metal. Ella desapareció otra vez de la sala y volvió con unas cuerdas largas. -

¿Para qué son las cuerdas? – preguntó incrédulo –. No me digas que es para amarrar al perro.

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No –respondió ella –. Son para que no escapes.

Él rió fuertemente pero vio que la expresión en el rostro de la chica no había cambiado. Hablaba en serio y un escalofrío le recorrió toda la espalda al verse atrapado en casa de una extraña. Trató de pararse pero el dolor del tobillo le destrozó los nervios. Al sentarse, el mundo le empezó a dar vueltas y cayó en la cuenta de que el agua tenía algún fármaco. Vio a la mujer acercarse con una sonrisa en los labios, vio que lo envolvía con las sogas y luego perdió el conocimiento.


*** Catalina cogió los billetera del joven y leyó en sus documentos: Sergio Rojas. Un nombre nada fuera de lo normal. Caminó tranquila hacía su escritorio, sacó un fólder y comparó los datos con el encargo que le habían hecho. Era él, todo iba a la perfección. Corrió hacia la casa de Cratos, su perro, y le quitó la correa. ¿Quién va a cuidar a Catalina? – le preguntó al perro con mucho cariño –. ¿Quién tiene la mejor ama del mundo? El perro solo movía la cola y corría en círculos, como si entendiera a la perfección lo que la chica le decía y comprendiera cada una de sus palabras. Catalina lo dejó corriendo por el patio, cerró la mampara de la sala e ingresó nuevamente a su cuarto para terminar de desvalijar al infortunado joven. Encontró tarjetas de crédito y tarjetas de presentación que echó a la basura. Guardó un billete de 50 soles que tenía y con una tijera destruyó la billetera. Cogió bencina y un fósforo y le prendió fuego a la papelera para que todo se queme y desaparezcan los rastros. Esta vez ella se quedó pegada a una foto encuadrada en su cuarto. En ella se vio a sí misma con un hombre y una mujer detrás, los tres vestidos elegantemente y sonrientes para la foto de graduación. Esa fue la última foto que tiene con sus padres antes de venirse a vivir a Lima. En Buenos Aires no la pasaba bien y trataba de buscar algunos trabajos de lo que mejor sabía hacer para volver a su tierra. Ya le faltaban pocos encargos y podría volver a vivir tranquila. Se secó los ojos y abrió el cajón de la mesa de noche. Sacó una pistola automática con silenciador y la cargó con una sola bala. No hacían falta más.


*** Sergio empezó a despertar cuando oyó la mampara de la sala cerrarse y que los pasos resonaban hacia un cuarto que estaba al otro extremo. Se vio amarrado y entró en desesperación. No sintió su billetera y su celular estaba destrozado en el suelo. Las sogas apenas lo contenían y empezó a forcejear silenciosamente con los nudos que aprisionaban sus manos para poder escapar de esa maldita loca. Sintió que algo se quemaba en uno de los cuartos, el olor a plástico se expandía por toda la casa y su desesperación aumentaba. Uno de los filos de la silla era de metal, al rasparlo se cortó un poco la muñeca. Aprovechó esa esquina para tratar de cortar las sogas. Cada vez se desesperaba más, no sabía que podía pasar cuando terminara de cortarlas. No sabía a dónde correr o por donde salir de la casa. El patio era grande y si no caminaba rápido podía terminar delatándose por algún ladrido del perro que no podía ver y que esperaba se encontrase amarrado. Escuchó los sollozos de la chica en su cuarto y pensó que ciertamente se había topado con una loca. Terminó de cortar las sogas y oyó que un cajón se cerraba fuertemente. Cogió fuerzas desde las entrañas para contener el dolor del tobillo y se arrastró silenciosamente hacia la mampara para salir al jardín. En el umbral se dio cuenta de que el tobillo ya no le dolía tanto y que podía intentar caminar rápidamente sin apoyarlo en el piso. Cuando se puso de pie y dio sus primeros pasos escuchó un ladrido muy cerca.


*** Catalina se asustó cuando Cratos ladró fuertemente y corrió hacia el jardín para ver lo que sucedía. Su víctima estaba en pie, paralizado, y el perro lo miraba desde una esquina, casi detrás de él. Sabía que no se atrevería a correr pues su mascota lo alcanzaría rápidamente y dejaría más inválido de lo que estaba. Pensó tener la situación bien controlada, todo para que el plan saliera como debía salir. Si el chico terminaba con unas mordidas ya no era relevante. Pero Sergio corrió y Catalina sabía que un perro enfadado podía también desconocerla y atacarla. Cerró la mampara de la sala y solo atinó a observar como su mejor amigo, su cómplice, cogía a Sergio del muslo y lo obligaba a caer. El chico gritaba y Cratos le mordía la cara y los brazos, despedazaba las manos de su víctima para poder acabar con sus gritos y con su vida. Catalina no soportó la escena. Ella también tenía un límite ¡Cratos, basta! – gritó un poco asustada –. ¡Es suficiente! El perro se alejó un poco del muchacho gruñendo y rodeándolo. Catalina se acercó un poco aterrada y apartó con un pie a Cratos que dejó de gruñir y se fue lentamente hacia la parte de atrás. Ella lo vio y terminó sintiendo pena por él. Su cuerpo temblaba y las manchas de sangre no dejaban ver claramente cuáles eran sus verdaderas heridas. Lo pateó suavemente para descubrirle el rostro y se alivió al ver que el perro no lo había desfigurado. Nunca quiso quedarse con una imagen traumática en su memoria. Se sacó la casaca tapó la cara de Sergio que aún tiritaba por el susto. Cogió el arma y le apuntó al cuello, tampoco ella le quería


desfigurarlo. Ni siquiera ella escuchó el disparo, solo vio que la bala impactó en el cuerpo y Sergio dejó estremecerse. Caminó lentamente hacia el cuarto, se desvistió y se metió a la ducha para deshacerse de esa muerte. Era la primera vez que sentía pena por un hombre al que tenía que matar. Nunca le había costado tanto dispararle a alguien. Se quedó mirando la rejilla del desagüe. El agua corría y se llevaba todo. Quedaría limpia, luego empezaría todo de nuevo. Cerró la llave del agua, cogió una toalla y se paró frente al espejo. Mientras se secaba el espejo escupió en el lavatorio. Sonrió. Hoy todo esto irá a parar nuevamente al mar, pensó. Esteban Dédalus


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