CENTENARIO NATAL DEL ABOGADO Y ESCRITOR SALVADOREÑO DR. JOSÉ MARÍA MÉNDEZ (1916-2006).
PRIMERA PARTE Vida y obra del Dr. José María Méndez. Carlos Cañas Dinarte efemeridesSV@gmail.com @efemeridesSV
José María Méndez Calderón nació en el barrio Santa Cruz, en la ciudad de Santa Ana, a las 02:00 horas del sábado 23 de septiembre de 1916, en el hogar compuesto por la dama sonsonateca María Luisa Calderón y el abogado usuluteco Dr. Antonio Rafael Méndez (propuesto por los partidos políticos encabezados por el Dr. Enrique Córdova e Ing. Arturo Araujo, fue electo diputado legislativo en 1931, pero ocupó su curul por poco tiempo, ya que pasó a ser magistrado de la Corte Suprema de Justicia en la Cámara de Tercera Instancia de San Salvador. Tras renunciar a ese cargo en 1939, debido a una grave enfermedad, se convirtió en registrador de la Propiedad Raíz e Hipoteca de la Sección Central, empleo que detentaba al momento de su fallecimiento, ocurrido en la ciudad de San Salvador, el jueves 12 de diciembre de 1946). Estudiante de secundaria en el colegio capitalino “García Flamenco”, el joven José María fue compañero de estudios de Hugo Lindo Olivares, lo cual estimuló en ambos la amistad duradera y sus respectivos talentos literarios, mediante el taller juvenil “El convólvulo” –nombre inspirado por un verso del poeta colombiano Porfirio Barba Jacob-, el cual llegó a publicar un semanario de fabricación artesanal. Varias décadas más tarde, uno de sus mutuos docentes, Salvador Cañas, hizo memoria de diversos episodios estudiantiles de Méndez y Lindo, en el artículo El humor punzante de José María Méndez, publicado por el diario capitalino Tribuna libre, el domingo 10 de marzo de 1957. En compañía de Hugo Lindo, Manuel Aguilar Chávez y otros más, gestaron el grupo “El Salvador”, dedicado a brindar conocimientos generales a los obreros capitalinos y a difundir escritos en la revista quincenal Cipactly (fundada en San Salvador, el 15 de agosto de 1931, por Carlos Molina Martínez), así como en la revista Actualidades (San Salvador, 1932, la cual estaba bajo la dirección de Manuel López Bertrand). Graduado de bachiller en Ciencias y Letras, se inscribió en la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales de la Universidad de El Salvador. Por haber sido uno de los dos mejores alumnos de la Facultad en 1936 (derivado de haber obtenido 10 en todas sus materias, compartió ese honor con José Salvador Guandique, quien se agenció la medalla de oro), fue galardonado por el Alma Mater nacional con el premio “Alfredo Torres Bustamante”, consistente diploma de honor y una cantidad de dinero, los que le fueron entregados en una ceremonia desarrollada en la noche del martes 15 de febrero de 1937. Pocos meses más tarde, fue electo fiscal de la Asociación General de Estudiantes Universitarios (AGEUS, 1937). En la noche del viernes 1 de abril de 1938, en el Teatro Nacional de San Salvador tuvo lugar la velada universitaria, organizada por los estudiantes de la Universidad Nacional de El Salvador. Como uno de los puntos del programa, tuvo lugar un acto de doctoramiento, en el que un hombre, vestido de militar y con una insignia nazi en uno de los brazos, defendía su tesis acerca de la democracia depurada. En el panel ficticio de evaluadores, Méndez ocupó el lugar del decano de la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales. En 1938, con Hugo Lindo y otros estudiantes de quinto año de Derecho de la Universidad Nacional le dieron vida al grupo intelectual “Renovación”, cuyo texto fundacional fue argumentado y presentado por Thony Vassiliu, mediante una publicación en Diario Latino, el 21 de marzo de 1938. A mediados de julio de 1938, esa agrupación literaria fue seguida por la constitución de la Sociedad de Estudios Jurídicos “Isidro Menéndez”, administrada por Hugo Lindo y Roberto Lara Velado. Mientras él permaneció integrado a la comisión de Derecho Procesal Penal de esa agrupación, Lindo, Roberto Leitzelar y José Antonio Rodríguez Porth pertenecieron a la de Filosofía y Ciencias Sociales. Detalles de la formación de
este grupo jurídico fueron ofrecidos por el diario capitalino Patria, en su edición del domingo 17 de ese mes y año. A mediados de octubre de 1938, cayó enfermo de cierta consideración, por lo que guardó cama durante varios días. El jueves 29 de junio de 1939, un jurado compuesto por los doctores David Rosales hijo, Hermógenes Alvarado hijo y Francisco A. Lima escogió su trabajo El cuerpo del delito como el mejor del Concurso de Monografías Científicas convocado en mayo del año anterior por la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales de la Universidad de El Salvador. Por esta razón, le fue conferido el premio “Isidro Menéndez” (1939), consistente en 500 colones, diploma de honor y la publicación de mil ejemplares del ensayo ganador (como separata de la revista La universidad, San Salvador, 1940, págs. 161-314), que fue saludado y elogiado en diversas partes de Hispanoamérica, al consignar que “cuerpo del delito es la realidad de consumación del delito”. Fue trabajador de la Corte Suprema de Justicia (julio de 1939), jefe de la Sección de Alcabalas de la Dirección General de Contribuciones Directas (San Salvador, 1939-1944) y empleado del Juzgado Tercero de lo Criminal (San Salvador). Gracias a este último empleo, obtuvo el material de investigación suficiente para redactar los diez capítulos de su tesis, titulada La confesión en materia penal, con la que obtuvo su grado doctoral a las 11:00 horas del sábado 22 de noviembre de 1941. Ese mismo día, la feliz ocasión fue saludada mediante una extensa nota publicada por las páginas sociales del capitalino Diario nuevo. Pocas semanas más tarde, la Universidad de El Salvador consideró a ese trabajo de graduación como el mejor de los entregados y defendidos en ese año. Al año siguiente, su tesis fue publicada por la revista La universidad (1942), entre las páginas 57 y 242. El cuerpo del delito y La confesión en materia penal alcanzaron renombre internacional, por lo que fueron comentados en la prensa de diversos países hispanoamericanos y citados en varias obras del ramo, entre las que se destaca El criminalista (Buenos Aires, La ley, 1943, tomo II, pág. 14), obra del jurista y político español Luis Jiménez de Asúa (Madrid, 1899-Buenos Aires, 1970), exiliado en Argentina y autor de dos obras fundamentales: Tratado de derecho penal (1943-1962, siete tomos) y Códigos penales iberoamericanos. Estudio de legislación comparada (1946). Casado con su novia Ester, con ella procreó a varios hijos e hijas, entre quienes se cuenta a María Luisa (de Quiñónez), María Ester, Antonio Rafael (dedicado a las artes plásticas, está casado con Ángela Llort), Carmen (casada con Mario Ceresole) y José María (abogado). Primer vocal de la junta directiva del Casino Juvenil Salvadoreño para 1944, el gobierno salvadoreño emitió el acuerdo ejecutivo no. 322 que lo nombró jefe máximo de la Dirección General de Contribuciones, en sustitución del Dr. Carlos Alberto Santos, quien se marchó hacia Estados Unidos. Esa designación oficial fue combatida en los periódicos, debido a que el joven abogado aún no alcanzaba los 30 años de edad requeridos para desempeñar un alto cargo gubernamental. Sin embargo, asumió el puesto desde la mañana del viernes 12 de mayo. Sus amigos y otras personas allegadas le ofrecieron una cena en el Hotel Astoria (San Salvador), el sábado 17 de junio de 1944, donde el discurso de ofrecimiento estuvo a cargo del abogado nacional Dr. Margarito González Guerrero. El Dr. Méndez abandonó ese puesto gubernamental en octubre de 1944, tras el golpe militar que llevó a la Presidencia de la República al coronel y jefe policial Osmín Aguirre y Salinas (San Miguel, 24.diciembre.1889-San Salvador, 12.julio.1977). El sábado 13 de enero de 1945, un niño entregó en la casa del Dr. Méndez una caja de cartón. Al abrirla a eso de las 10:00 horas del día siguiente, el abogado se percató de que el paquete contenía diversos libros socialistas, sin saber que debajo de los mismos había una bomba de baja potencia, que estalló cuando el profesional removía dichos volúmenes, pero sin causarle heridas de consideración ni a él ni a ningún miembro de su familia. Festivo e inquieto en su vida personal y profesional, en mayo de 1948 se hizo acreedor a trescientos pesos mexicanos ofrecidos por la marca de chocolates Milky Way y la radioemisora mexicana XEW, por enviar el mejor grupo de aseveraciones ingeniosas al concurso del Dr. I. Q. (siglas en inglés del coeficiente de inteligencia o C. I.), tal y como lo señaló la carta oficial de los patrocinadores, difundida por el diario sansalvadoreño La tribuna en su edición dominical del 23 de mayo de 1948. Fue defensor del derrocado mandatario Salvador Castaneda Castro (depuesto el 14 de diciembre de 1948 por el Consejo de Gobierno Revolucionario) y férreo opositor a la Ley de Probidad decretada luego de su destitución presidencial. En dos períodos (mayo-junio de 1949 y diciembre de 1949-febrero de 1950), estos puntos lo llevaron a sostener acres polémicas con el abogado Dr. Rodolfo Cordón Cea, con el exministro y
exdiputado de la España republicana Dr. Mariano Ruiz Funes (Murcia, 1889-ciudad de México, 1953) y con el periodista Quino Caso, la cuales fueron divulgadas por las páginas editoriales de los periódicos capitalinos Tribuna libre y El gran diario La nación. Para lograr la liberación de sus defendidos, no dudó hasta en escribirles una carta pública a las autoridades de la Iglesia Católica congregadas en San Salvador, cuyo texto fue difundido en El gran diario La nación, en la portada del jueves 24 de noviembre de 1949. Para contestar un cuestionario que le fue girado por el periodista salvadoreño Alirio “Negro” García Flamenco (quien fallecería en la capital salvadoreña, en la madrugada del martes 7 de julio de 1953, cuando se desempeñaba como director del radioperiódico Baluarte), el Dr. Méndez publicó un largo artículo crítico titulado Nuestro actual régimen jurídico constitucional, en la edición de El gran diario La nación correspondiente al domingo 6 de marzo de 1949, pág. 2 y siguientes. Debido a que esa edición se agotó y a que muchas personas demandaban el escrito del abogado, la dirección de ese medio impreso capitalino decidió reimprimirlo el viernes 11 de ese mes y año, págs. 6, 7 y 13. Una década más tarde, en marzo de 1959, su autor actualizó y divulgó ese texto en un folleto impreso en la capital salvadoreña. En la primera semana de junio de 1952, bajo el liderazgo y patrocinio directo del penalista y político español Dr. Luis Jiménez de Asúa, quien se encontraba de nuevo de visita en San Salvador (la primera la efectuó en 1946, cuando fue nombrado Profesor Extraordinario de Derecho Penal. Enfermo, salió hacia la capital argentina el martes 21 de mayo de ese año), en las oficinas del Decanato de la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales de la Universidad de El Salvador fue organizado el grupo salvadoreño de la Asociación Internacional de Derecho Penal, cuya junta directiva quedó compuesta por los doctores Enrique Córdova (presidente), Manuel Castro Ramírez h. (secretario), José María Méndez, Juan Benjamín Escobar, Arturo Zeledón Castrillo y J. Salvador Aguilar Sol. En compañía del Dr. Manuel Castro Ramírez h., desde octubre de 1952 representaron a la Asociación de Abogados de El Salvador en las sesiones de la Asamblea Legislativa y la Corte Suprema de Justicia en las que se discutió el anteproyecto de la Ley del Estado Peligroso, promovida por el gobierno de Osorio ante las amenazas golpistas y conspirativas desatadas en su contra. Mediante el decreto legislativo no. 876, del 27 de noviembre de 1952, el gobierno del coronel Óscar Osorio emitió la Ley de defensa del orden democrático y constitucional, que fue objetada por un sesudo estudio presentado a la opinión pública salvadoreña por los abogados Dres. Arturo Zeledón Castrillo, Manuel Castro Ramírez h. y José María Méndez desde las páginas de los diarios sansalvadoreños La Prensa Gráfica (martes 16 de diciembre de 1952, pág. 6) y La nación (jueves 18 y viernes 19 de diciembre de 1952). Pese a esa oposición, esa legislación entró en vigencia y fue un instrumento fundamental para la represión y expulsión de elementos comunistas y subversivos durante ese sexenio presidencial, pese a lo cual continuó siendo atacada y observada por diversos abogados nacionales, quienes presentaron nuevos escritos en contra de dicha ley, en abril de 1953. Jefe de la Sección Jurídica del Banco Hipotecario y secretario privado de la Presidencia de la República, se desempeñó como uno de los representantes salvadoreños en el III Congreso Panamericano de Derecho Penal y Defensa Social, desarrollado en la primera quincena de octubre de 1952 en la ciudad de Caracas (Venezuela) y en el que fue nombrado presidente de la Sección de Juicio Constituido. Tras retornar al país el miércoles 15 de ese mes y año, redactó el informe de sus labores para la Facultad de Derecho de la Universidad de El Salvador, que lo difundió a los medios de comunicación, gracias a lo cual fue publicado en las páginas finales del diario capitalino La nación, el lunes 27. Desde inicios de 1953 se hizo cargo de la conducción editorial del diario capitalino La nación –cuyas oficinas y talleres se ubicaban en el no. 35 de la octava calle oriente, en la capital salvadoreña-. Ese medio era el heredero directo de El gran diario La nación, surgido el 9 de noviembre de 1945, tras la fusión del capitalino El gran diario con el migueleño La nación, ambos pertenecientes a las empresas tipográficas de Rubén Membreño. Casado con la escritora María Baires, ese empresario periodístico falleció en San Salvador, a las 07:15 horas del jueves 15 de septiembre de 1966. Con la incorporación directriz de sus amigos y colegas José Antonio Rodríguez Porth y Julio Fausto Fernández, desde el viernes 24 de abril de 1953 transformaron a La nación en Patria nueva, un diario que cobró pronta notoriedad gracias a sus agudas y humorísticas críticas –en especial, las publicadas en la sección Fliteando, publicada bajo el seudónimo “Flit”, que publicó en La nación y Patria nueva desde el martes 24 de marzo de 1953 hasta el jueves 17 de junio de 1954-. El jefe de redacción de ese medio fue Manuel Andino, mientras que otras secciones, como las páginas sociales, fueron dirigidas por Hilda Orozco (quien firmaba sus
notas como “La marquesa de Escalante”) y Mabel Contreras (una de las hijas del escritor y diplomático Raúl Contreras), a la vez que Rosalío Hernández Colorado (escudado tras su alias “Juan de la Costa”) estaba encargado del área deportiva. El alias “Flit” lo retomó el Dr. Méndez de una marca comercial de insecticida -compuesta por el mortal pesticida incoloro diclorodifeniltricloroetano (DDT, cuyo uso es prohibido a escala mundial, en la actualidad), clordano, isobornil y piretrinas-, producida y distribuida desde Estados Unidos por la compañía química Esso. El Dr. Méndez escribió una serie de diez artículos en Patria nueva (El caso de Julio Fausto Fernández, aparecida del miércoles 10 al martes 16 de junio de 1953) para hacer un llamado público para defender la vida de uno de sus amigos, el abogado y ensayista salvadoreño Dr. Julio Fausto Fernández, quien en la noche del sábado 29 de enero de 1953 disertó en la Universidad de El Salvador acerca de su transformación ideológica del materialismo marxista a la doctrina cristiana, lo cual le mereció diversos niveles de ataque nacional e internacional. Esa serie de publicaciones fue reproducida casi al mismo tiempo de su impresión original en el diario Estrella de Panamá, editado en la capital panameña. En julio de 1953 efectuó una lectura privada de partes de su novela Un viaje a Chacotracia (después trocado por el de Un viaje a Cachinflina), destinada a evidenciar, con humor, las corrupciones y vicios de países tropicales como El Salvador. Esta obra nunca fue terminada y su descartado manuscrito dio pie para la elaboración del libro de cuentos Tres mujeres al cuadrado (San Salvador, Dirección General de Publicaciones del Ministerio de Educación, 1963, 225 págs.; reeditado en Nueva San Salvador, 1989 y 1998), galardonado con el segundo lugar compartido del VIII Certamen Nacional de Cultura de 1962, al que se presentó bajo el alias “Sigmeno”. La ceremonia de premiación tuvo lugar a las 18:00 horas del lunes 5 de noviembre de 1962, en el Teatro Nacional de Bellas Artes (San Salvador), presidida por el ministro de Educación, profesor Ernesto Revelo Borja. El sábado 10 de octubre de 1953, en la página editorial de Patria nueva apareció una supuesta entrevista que le hiciera el colaborador humorístico “Flit” y, para reforzar el engaño, hasta publicó una fotografía donde el Dr. Méndez aparece sentado y otra persona hace de entrevistador, pero con el rostro tapado por un sombrero ladeado. Dos días más tarde, el lunes 12, “Flit” le dirigió una carta al Dr. Méndez para presentarle su renuncia a seguir colaborando con Patria nueva, pero no le fue “aceptada”, por lo que su columna diaria reapareció el jueves 15. Desde el jueves 5 de noviembre de 1953, desde Patria nueva y bajo el nuevo alias “Tlif” dio vida editorial a la sección Diviértase Ud., la que dedicó a difundir escritos humorísticos propios, otros tomados de la literatura universal y algunos elementos de la tradición popular hispanoamericana. Desde fines de marzo hasta fines de junio de 1954, sostuvo fuertes enfrentamientos periodísticos con el diputado y poeta Dr. Manuel Alonso Rodríguez, el ensayista Rafael Antonio Tercero y el reverendo Ricardo Fuentes Castellanos, originados en el ambiente electoral desatado en torno a los proyectos del Partido Revolucionario de Unificación Democrática (PRUD). En la noche del jueves 22 de julio de 1954, ofreció un Breve comentario crítico a nuestra Constitución Política, que fue la penúltima conferencia de un ciclo organizado por la Asociación General de Estudiantes Universitarios (AGEUS), en el Paraninfo del Alma Mater salvadoreña. En esa oportunidad, las palabras de presentación del disertante estuvieron a cargo del bachiller José Romeo Flores. Entre julio y agosto de 1954, por designación de la municipalidad de la ciudad de San Salvador fungió como miembro de la comisión organizadora de los Juegos Florales capitalinos, encabezada por el escritor y diplomático salvadoreño Mario Hernández Aguirre y compuesta por María Loucel, Francisco Espinosa, Jorge Lardé y Larín, Alberto Rivas Bonilla, Julio Enrique Ávila, Luis Gallegos Valdés, Manuel Andino, Raúl Contreras, Baudilio Torres y otras personas más. Desde el sábado 18 de septiembre de 1954, los doctores Méndez y Rodríguez Porth dejaron sus cargos al frente de Patria nueva. Tras un período de inactividad que duró del sábado 15 al domingo 31 de octubre de ese año, la dirección de ese medio impreso pasó, desde el lunes 1 de noviembre, a manos del escritor y químico migueleño Dr. Julio Enrique Ávila, mientras que los esposos Rubén Membreño y Maria Baires de Membreño asumieron la edición y subdirección. En octubre de 1954, el Consejo Superior Universitario de la Universidad Autónoma de El Salvador lo comisionó para que, junto con el médico y escritor Dr. Alberto Rivas Bonilla y el educador Francisco Morán, analizaran e hicieran sugerencias al plan de estudios de la naciente carrera de Periodismo de ese claustro
nacional de educación superior. El 9 de febrero de 1955, dirigió una furibunda carta al director general de la Policía Nacional, para que emitiera orden de captura contra el joven empresario periodístico Jorge Pinto Meardi, mejor conocido como Jorge Pinto h. (quien fallecería en la capital mexicana, a las 23:40 horas del martes 21 de enero de 1992), tras acusarlo de raptar a su hija menor María Ester, en un hecho más de una racha de situaciones extravagantes desarrollada por ese adolescente heredero desde fines del año anterior. Tras el escándalo suscitado, el Dr. Méndez dio su anuencia para el matrimonio entre los dos adolescentes, el cual tuvo lugar en la noche del martes 13, en una ceremonia íntima efectuada en la casa de los padres del novio, situada en la zona capitalina de la Plaza de las Américas (más conocida por plaza Salvador del Mundo), residencia que después fue utilizada como sucesivas sedes del Patronato Pro-Patrimonio Cultural y del Centro Cultural “Ana Vilma de Choussy”, entidades desaparecidas a fines de 2005, con la entrega de su fondo pictórico al Museo de Arte de El Salvador (MARTE). Las fotos del acto matrimonial fueron publicadas, en página completa, por Tribuna libre, en su edición del viernes 18. Años más tarde, María Ester (llamada “Tierna” en sus círculos más íntimos y familiares) contrajo sucesivas nupcias con el artista español Benjamín Saúl y con el escultor greco-estadounidense Anargyros, enlaces terminados en sendos estados de viudez. A partir de las 20:00 horas del miércoles 23 de marzo de 1955, en la Casa de la Cultura de San Salvador ofreció la conferencia Hacia una Escuela de Periodismo, donde señaló la necesidad de que el país contara con una entidad académica para la formación profesional de los reporteros y redactores nacionales, pues hasta ese momento solo existía una institución semejante en la Facultad de Humanidades de la Universidad de San Carlos, en la ciudad de Guatemala. Como respuesta a esa charla y al generalizado clamor ciudadano, la Universidad de El Salvador abrió la matrícula correspondiente a partir de la primera semana de mayo de ese año. En compañía de los doctores Julio Fausto Fernández, Roberto Lara Velado y Manuel Castro Ramírez h., así como con la participación de decenas de civiles y militares, el 7 de julio de 1955 fundaron el Partido Republicano Independiente (PRI), cuya junta directiva provisional quedó formada por tres presidentes (doctores Humberto Escapini, Alfredo Ortiz Mancía y José Mario Paredes), cinco secretarios (bachiller Guillermo Osegueda Peralta, doctores Julio Fausto Fernández, Francisco Roberto Lima, Feliciano Avelar y Manuel Castro Ramírez h.), tres tesoreros (J. Alfredo Alvarenga, doctores Santiago Hernández y Roberto Lara Velado) y un síndico (doctor José María Méndez). El viernes 15 de julio se formó la junta directiva definitiva, la cual quedó compuesta, entre otros, por José Mario Paredes (presidente), José María Méndez (tercer vicepresidente), Ítalo López Vallecillos, Manuel Andino y Roberto Aguilar Meardi (vocales propietarios), Julio Fausto Fernández (secretario), Manuel Castro Ramírez h., Francisco Roberto Lima y muchas personas más, cuyo listado completo fue publicado el sábado 16 por el diario capitalino El independiente (fundado el 2 de abril de ese año por el joven Jorge Pinto Meardi y que dejó de publicarse en diciembre de 1958). A las 17:00 horas del jueves 21, los dirigentes de ese partido político en formación –cuyo local fue abierto en la segunda avenida norte, al lado de la Panadería Ideal- se presentaron con cientos de sus seguidores al Ministerio del Interior, en el Palacio Nacional de San Salvador, para presentar el plan ideológico del partido y solicitar la licencia para recoger las dos mil firmas requeridas por la Ley Electoral para ser inscrito en la contienda electoral por la Presidencia de la República. Aquejado por severas diferencias internas y atacado por los editoriales de El independiente, en la noche del viernes 26 de agosto de ese año el PRI anunció su decisión colectiva de abandonar su proceso de inscripción y retirarse de la justa electoral, a la vez que acusó al oficialista Partido Revolucionario de Unificación Democrática (PRUD) de monopolizar a la figura del teniente coronel José María Lemus, a quien ese bisoño partido pensaba apoyar en sus aspiraciones por la primera magistratura del gobierno nacional, en alianza con el Partido Fraternal Progresista (PFP). Poco tiempo después y a petición de la Corte Suprema de Justicia, el Dr. Méndez fue uno de los abogados nacionales que emitieron opiniones razonadas e individuales acerca de la nacionalidad salvadoreña del coronel Lemus, candidato a la Presidencia de la República por el Partido Revolucionario de Unificación Democrática (PRUD). Por iniciativa del ministro de Cultura, Dr. Reynaldo Galindo Pohl, a fines de mayo de 1956 esa entidad gubernamental dispuso crear una Biblioteca de Cultura Fundamental, con 20 títulos anuales y tirajes de 5000 ejemplares para cada uno de ellos. El proyecto contempló la creación de varias secciones, cuyos listados de autores le fueron confiados a varios intelectuales salvadoreños y residentes. Así, los autores fueron divididos en universales (a cargo del Dr. Julio Fausto Fernández y del crítico y filósofo español Dr. Juan Antonio Ayala),
castellanos (escogidos por el Dr. José María Méndez y Luis Gallegos Valdés), americanos (confiados a Serafín Quiteño y Ricardo Trigueros de León) y centroamericanos (encargados a Manuel Andino y los educadores Francisco Morán y Guillermo Campos). El 8 de junio de 1956 fueron aprobadas las listas de los autores universales y castellanos, pero quedaron pendientes las otras dos, entregadas algún tiempo después. En la tercera semana de octubre de ese año, los nuevos titulares del Ministerio de Cultura, Dr. Mauricio Guzmán y profesor Jorge Lardé y Larín, renovaron su compromiso institucional con ese proyecto, del que, sin embargo, no se volvió a tener más noticias. En la noche del viernes 19 de octubre de 1956, junto con el bachiller José Rivera, el sacerdote católico Mario Moro y el abogado e historiador Dr. Manuel Castro Ramírez p. intervinieron en una mesa redonda dedicada al tiranicidio desde los puntos de vista histórico, moral y religioso. El director de debates de ese evento, organizado por la Acción Cultural Universitaria Salvadoreña, fue el entonces bachiller Guillermo Manuel Ungo. Desde diciembre de 1956, junto con Mercedes Durand, Roque Dalton García, José Enrique Silva, Manuel Aguilar Chávez, Rafael Antonio Tercero, Matilde Elena López, Julio Fausto Fernández, Manuel Andino, Manuel Sevilla Oliva, José Jorge Laínez, Ricardo Bogrand, Jorge Vitelio Luna, Otto René Castillo, René Arteaga Rebollo, Ignacio “Nachín” Salinas, Rafael Álvarez Mónchez, Jorge Lardé y Larín, los caricaturistas Carlos González Mon (español) y Tuno Alvarenga (salvadoreño) y otros intelectuales más se convirtieron en colaboradores de la revista capitalina Semana, dirigida por el periodista José Luis Urrutia y cuya página literaria estaba bajo la responsabilidad de Ricardo Trigueros de León. En 1957, junto con los doctores Enrique Córdova (Usulután, 2.marzo.1881-San Salvador, 6.abril.1966) y Manuel Castro Ramírez p. integraron la comisión redactora de los nuevos proyectos de los Códigos Penal y de Instrucción Criminal y sus leyes conexas. El contrato correspondiente, por 5200 colones, lo firmó el Dr. Méndez con el oficial mayor de la Corte Suprema de Justicia, el 17 de julio de 1957. Tras casi dos años de labores, en los que contaron con la colaboración de los también doctores Manuel Arrieta Gallegos y Julio Fausto Fernández, esa comisión entregó sus productos finales a las autoridades judiciales del país a fines de junio de 1959, aunque un acuerdo del poder ejecutivo nacional declaró sin efecto el pago complementario al Dr. Méndez, pues el profesional interrumpió sus labores asignadas a partir de abril de 1958. En agosto de 1959, compartió espacio editorial con Gavidia, Ambrogi, Salarrué, Peralta Lagos, Gallegos Valdés, Rivas Bonilla, Aguilar Chávez, Rolando Velásquez, Hugo Lindo, Álvaro Menéndez Leal, Napoleón Rodríguez Ruiz, Mario Hernández Aguirre, Ricardo Martell Caminos y otros autores más, como parte de las 212 páginas de la Antología del cuento salvadoreño, publicación de Manuel Barba Salinas impresa, de forma póstuma, por el Departamento Editorial del Ministerio de Cultura. En las primeras horas del miércoles 26 de octubre de 1960, el régimen sexenal encabezado por el teniente coronel José María Lemus fue derrocado por una Junta de Gobierno Cívico-Militar, compuesta por algunos de sus más cercanos colaboradores y amigos, por lo que dicha acción quedó grabada en la memoria popular como “el madrugón de los compadres”. En su primer día de gestiones, ese nuevo régimen de facto emitió el acuerdo ejecutivo por el cual nombró al Dr. Méndez como su secretario general. A las 17:00 horas del miércoles 8 de febrero de 1961, estaba programada su intervención en el ciclo de conferencia organizado por el Círculo Militar (San Salvador), durante la cual desarrollaría el tema Responsabilidad de la Fuerza Armada en la preservación del movimiento insurreccional. Sin embargo, esa charla nunca llegó a darse, pues, tras un período de inestabilidad y de decisiones que fueron consideradas izquierdistas por los estamentos castrenses y algunos sectores civiles, la Junta de Gobierno fue depuesta por un Directorio Cívico-Militar, en la madrugada del miércoles 25 de enero de 1961. Eso condujo a la captura de casi todos los integrantes y colaboradores del derrocado régimen de facto, varios de los cuales, como el Dr. Méndez, fueron sometidos a torturas psicológicas en el cuartel “San Carlos” y en el de la Policía Nacional, donde se les hacían sonar armas de fuego cerca de la cabeza, como amenazas de su posible fusilamiento. Liberado por sus captores, volvió a sus actividades jurídicas, universitarias e intelectuales, aunque ello no impidió que algunos grupos radicales lo continuaran tildando de peligroso izquierdista y elemento desestabilizador de la democracia. Junto con el abogado Dr. Arturo Zeledón Castrillo y un estudiante universitario, tomaron parte en una discusión sobre la pena de muerte, la cual fue transmitida, en vivo, entre las 21:15 y las 21:45 horas del miércoles 31 de mayo de 1961, mediante el espacio radio-televisivo semanal Hacia la libertad por la cultura, sostenido por la Universidad de El Salvador en la radiodifusora YSU y en YSU-TV canal 4.
El lunes 10 de diciembre de 1962, durante una asamblea general de la Asociación General de Estudiantes Universitarios (AGEUS) fue electo candidato al cargo de fiscal de la Universidad de El Salvador, por lo que desde ese momento contaba con el apoyo estudiantil para las elecciones universitarias del año siguiente. A las 00:20 horas del miércoles 16 de enero de 1963, su hija María Luisa observaba hacia la calle, desde la segunda planta de la residencia familiar del intelectual, situada sobre la 23 calle oriente, al costado sur del templo católico de María Auxiliadora, mejor conocido como Don Rúa. Desde su punto de observación, la chica pudo ver a un individuo que se bajaba de un auto Volkswagen y arrojaba una bomba de mecha hacia la casa. Alarmada, su hija bajó las escaleras para dar la voz de alerta al grupo reunido en la sala, donde el Dr. Méndez jugaba dominó y póquer con sus colegas abogados Ricardo Falla Cáceres, Jorge Girón y Abraham Rodríguez, tras la salida de José Salvador Guandique, quien hacía pocos minutos había abandonado el recinto y era conducido en otro vehículo por Antonio Rafael, uno de los hijos del Dr. Méndez. La voz de alerta no pudo ser dada, pues la bomba de baja potencia hizo explosión en ese preciso momento frente a la casa. Aunque no causó daños personales, sí provocó el destrozo casi total de la parte trasera del Chevrolet placa 28151 del Dr. Méndez. Ese hecho violento provocó las inmediatas protestas de varias agrupaciones, como AGEUS y Acción Estudiantil Universitaria, manifiestas en las ediciones de Tribuna libre del viernes 18 y sábado 19. Pese a su posterior elección como fiscal universitario, el acoso policial en su contra no cesó en los meses siguientes, sino que llegó a materializarse en el decomiso arbitrario de su nuevo automotor, bajo el alegato del incumplimiento económico de ciertas infracciones de tránsito, aunque lo cierto es que la acción era una represalia a su compromiso por poner los servicios legales universitarios para ventilar las causas de los reos políticos detenidos desde meses y años atrás en las celdas de la Penitenciaría Central y otras cárceles del territorio nacional. A partir de las 20:00 horas del 11 de septiembre de 1963, en el antiguo paraninfo universitario (otrora sede del colegio religioso femenino “Sagrado Corazón”) ofreció una conferencia en contra de la pena de muerte. Dos meses y medio más tarde, a las 20:00 horas del martes 26 de noviembre de ese año, disertó acerca de La Declaración de los Derechos Humanos y la Constitución Política de El Salvador, como parte de las jornadas académicas tituladas Discusión Pública sobre Derechos Humanos, patrocinadas entre el 25 y el 29 de noviembre por la Asociación de Estudiantes de Derecho (AED). Junto con Álvaro Menén Desleal, Salarrué, Napoleón Rodríguez Ruiz, José Napoleón Rodríguez Ruiz, Manlio Argueta, Eugenio Martínez Orantes (Santa Ana, 1.noviembre.1932-cantón Lourdes, Colón, 24.abril.2005), Ricardo Lindo y otros, tomó parte en las lecturas nocturnas de la Primera Jornada del Cuento Salvadoreño, organizada por el Departamento de Extensión Cultural del Alma Mater nacional, en eventos desarrollados cada martes y jueves desde el 16 de junio al 16 de julio de 1964. Pocos meses más tarde, en septiembre de 1964, una colección de cuentos suyos obtuvo una mención honorífica en los anuales Juegos Florales de Quetzaltenango (Guatemala). Ese mismo año, con Leonel Carías Delgado fueron coautores de El constitucionalismo y la vida institucional centroamericana, volumen de 90 páginas en que la Editorial Universitaria reunió sus respectivas ponencias en el Seminario de Historia Contemporánea de Centro América, desarrollado en septiembre del año anterior en el campus de la Universidad de El Salvador. Ante la preocupación por los roces y divisiones existentes entre los hombres y mujeres del sector cultural salvadoreño, Ítalo López Vallecillos propuso tener una actividad social de acercamiento, la cual tuvo lugar en su casa capitalina, en febrero de 1966. Motivados por esa actividad, varios intelectuales decidieron redactar el manifiesto y los estatutos de una nueva entidad gremial, la cual surgió a la vida pública durante una reunión sostenida en la residencia del Dr. José María Méndez, el sábado 2 de abril de ese año, bajo el nombre de Asociación de Escritores y Artistas de El Salvador. Dentro de los trabajos futuros de esa agrupación, se buscaría trabajar por dotar de una estructura adecuada y debida organización de la Dirección General de Bellas Artes, Biblioteca Nacional, Museo Nacional, Dirección General de Publicaciones y otras entidades nacionales dedicadas al arte y la cultura; la publicación de una revista de arte y literatura y la supresión –“en la medida de lo posible”- del bayunquismo y mediocridad predominantes en las obras literarias, pictóricas, escultóricas y en los espectáculos públicos. Para ejercer la presidencia de la junta directiva provisional de esa asociación se escogió al Dr. Méndez, quien fue acompañado por Hugo Lindo (vicepresidente), Ítalo López Vallecillos (secretario), Pedro Geoffroy Rivas (síndico), Antonia Portillo de Galindo (tesorera), Claudia Lars, Matilde Elena López, Camilo Minero, Edmundo Barbero y Esteban Servellón
(vocales). En la mañana y noche del martes 15 de febrero de 1966, junto con el Dr. Napoleón Rodríguez Ruiz e Ítalo López Vallecillos tomaron parte, como oradores, en los actos conmemorativos del primer aniversario mortal del rector Dr. Romeo Fortín Magaña, desarrollados en el Cementerio General de San Salvador y en el auditórium de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de El Salvador. Fue precandidato (enero de 1966) y candidato a síndico de la alcaldía de la ciudad de San Salvador por el Partido Acción Renovadora (PAR, marzo de 1966), dentro de la planilla electoral municipal encabezada por el postulante a alcalde capitalino, el escritor y abogado Dr. Napoleón Rodríguez Ruiz, en la que también lo acompañaba la escritora Mercedes Durand como aspirante a regidora. A las 20:00 horas del viernes 13 de mayo de 1966, en el auditórium de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional, asumió la presidencia de la primera junta directiva propietaria de la Asociación de Exalumnos de la Universidad de El Salvador, formada por socios activos y honorarios. El domingo 14 de agosto de 1966, un grupo de amigos y familiares acudió al aeropuerto internacional de Ilopango a despedirlo en el viaje turístico de un mes que emprendía a Japón, en compañía del economista Lic. Rafael Menjívar y sus colegas abogados Mario Flores Macal y Rómulo Leandro Leal. Escribió el ensayo La defensa del orden democrático y constitucional, el cual figuró como comentario (págs. 213-219) a Secuestro y capucha en un país del mundo libre (revista La universidad, San Salvador, no.3, año 92, mayo-junio de 1967, págs. 101-211), cuando, con portada e ilustraciones de Camilo Minero, circuló como separata ese trabajo testimonial del obrero panificador Salvador Cayetano Carpio, capturado en septiembre de 1952 y quien dos décadas después sería conocido como el “comandante Marcial”, uno de los fundadores y máximos dirigentes de las Fuerzas Populares de Liberación “Farabundo Martí” (FPL), que desde octubre de 1980 pasaron a formar parte del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Artículos y textos literarios de su autoría fueron publicados en El Salvador (El Diario de Hoy, Diario Latino, revistas Cultura y Vida universitaria, etc.), México (revista El cuento) y Nicaragua (El nuevo diario). Incursionó también en el teatro, género para el que escribió los breves juguetes cómicos Este era un rey (comedieta en un solo acto, fue publicada bajo el alias “Flit” en Patria nueva, sección Diviértase Ud., martes 27 de abril de 1954 y en la revista Cultura, San Salvador, no. 5, julio-septiembre de 1955), El sargento y el borracho y La ronda del adulterio, representados por el Teatro Universitario en San Salvador, entre 1962 y 1969. En 1970, durante el III Festival Estudiantil de Teatro, la sección teatral del Bachillerato en Artes del Centro Nacional de Artes (CENAR, San Salvador) presentó Este era un rey. Diecisiete años después, el 26 de noviembre de 1987, bajo la dirección de Miguel Ángel Díaz, el Teatro Experimental Contemporáneo de la Escuela Nacional de Comercio (ENCO; San Salvador) presentó El sargento y el borracho, en el marco del Festival Estudiantil de Teatro Salvadoreño, desarrollado en el Teatro Municipal de Cámara de la ciudad de San Salvador. Narrador conocido dentro y fuera de las fronteras nacionales, en 1976 fue designado Maestre de la narrativa centroamericana por haber ganado, en tres ocasiones, el primer premio de cuento en los Juegos Florales de Quetzaltenango (Guatemala). Esos galardones los obtuvo en 1970, 1973 y 1976, con sus respectivos libros Tiempo irredimible (San Salvador, Dirección de Publicaciones del Ministerio de Educación, 1977, 80 págs.), Espejo del tiempo (San Salvador, ibídem, 1974, 68 págs.) y Tres consejos (San Salvador, UCA Editores, 1994, 132 págs.). Hasta la fecha, sus cuentos forman parte de diversos libros de texto y programas escolares de El Salvador y Centro América, al igual que de muestrarios y antologías de narrativa, publicados en los ámbitos nacional e internacional. Entre estas colecciones y compilaciones nacionales y extranjeras se encuentran Cuentos y narraciones de Hispanoamérica (Valencia, 1969), Antología del cuento centroamericano (preparada por el intelectual nicaragüense Sergio Ramírez Mercado, dos tomos, San José, Costa Rica, 1973), El libro de la imaginación (compilado por Edmundo Valadés, México, 1976), Narradores centroamericanos contemporáneos (Ecuador, 1983), La mano de la hormiga. Los cuentos más breves del mundo y de las literaturas hispánicas (obra preparada por Antonio Fernández Ferrer, Madrid, 1990), Antología del cuento hispanoamericano (editada por Fernando Burgos, México, 1991), Contemporary Short Stories from Central America (Cuentos cortos y contemporáneos de América Central, libro editado por el escritor panameño Enrique Jaramillo Levi y el catedrático estadounidense Leland H. Chambers, University of Texas at Austin Press, 1993), Antología 3 X 15 mundos. Cuentos salvadoreños 1962-1992 (San Salvador, UCA Editores, 1994,
con dos reimpresiones en 1996 y 2000, fue preparada por Rafael Francisco Góchez, Gloria Marina Fernández y Carlos Cañas-Dinarte), Dos veces bueno. Más cuentos breves latinoamericanos (recopilación de Raúl Brasca, Buenos Aires, Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, 1997, 125 págs.), Cuentos breves latinoamericanos (Buenos Aires, Aique-Coediciones Latinoamericanas, 1998, 159 págs., un sello editorial patrocinado por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, UNESCO) y Pequeñas resistencias 2. Antología del cuento centroamericano contemporáneo (Madrid, Páginas de espuma, 2003, con selección, presentación y notas del escritor y crítico panameño Enrique Jaramillo Levi). Otras obras suyas son Disparatario (San Salvador, Departamento Editorial del Ministerio de Cultura, 1957, 301 págs. El 17 de junio de 1956, algunos de los breves trabajos de este libro fueron publicados por el diario capitalino Tribuna libre. El libro fue reeditado por la Dirección de Publicaciones del Ministerio de Educación, 1977, 176 págs.), Fliteando (San Salvador, Universitaria, 1969, 151 págs. Este libro fue reeditado dos veces), Sueños y fabulaciones (Guatemala, Departamento de Actividades Literarias de la Dirección General de Cultura y Bellas Artes del Ministerio de Cultura, 1983, 58 págs.), Cuentos del alfabeto (San Salvador, editorial “Rubén H. Dimas”-Libros de Centro América, 1992, 57 págs. Cada texto fue elaborado con una sola letra del abecedario), Diccionario personal (San Salvador, editorial RHD, 1992, 148 págs.), Antología definitiva (San Salvador, UCA Editores, 1995, 626 págs.), Juegos peligrosos y otros cuentos (San Salvador, Grupo Editorial Norma, 1996), 80 a los 78. Cuentos de Chema Méndez (San Salvador, Editorial Universitaria, 1996, 326 págs.), La pena de muerte: un ensayo, tres cuentos y una adenda (San Salvador, 1997. El documento que le brinda su título a este libro fue publicado en el diario capitalino La nación, viernes 27 de febrero y lunes 2 de marzo de 1953), Las mormonas y otros cuentos (San Salvador, DPI-CONCULTURA, 1997, selección del autor, con presentación de Carlos Cañas-Dinarte) y los varios tomos de su Historia constitucional de El Salvador (San Salvador, UTEC, 1998-2000). Los achaques continuos y un grave derrame cerebral sufridos le impidieron darle continuidad al volumen de sus memorias –proyectado bajo el título Aunque parezca novela-, a la biografía de su padre -intitulada Perfil de un magistrado-, a una antología de poesía humorística -Flor de ingenio- y a la redacción final de varios cuentos sueltos. Fue catedrático, dos veces fiscal, vicerrector y rector de la Universidad de El Salvador (cargo provisional para el que fue designado el martes 3 de diciembre de 1968 y al que renunció en la tarde del lunes 26 de octubre de 1970), así como presidente y vicepresidente de la Comisión de Defensa de la Autonomía Universitaria, organismo de la Unión de Universidades de América Latina (UDUAL), la cual fue fundada el 22 de septiembre de 1949, en el campus guatemalteco de la Universidad de San Carlos (USAC) y que en la actualidad funciona dentro de las instalaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). El 25 de octubre de 1966, en su carácter de fiscal de la Universidad de El Salvador, suscribió en Harvard (Massachussets, Estados Unidos) la compra, por 150000 dólares, de los 13026 libros de antropología, arqueología e historia que pertenecieron al Dr. Edwin M. Shook, según lo dispuesto el primer día de septiembre de ese año en el acuerdo del Consejo Superior Universitario del Alma Mater salvadoreña. Despojada de muchos de sus más valiosos volúmenes durante intervenciones militares y desastres naturales –como resultado de los cuales muchos libros fueron revendidos en Estados Unidos-, los restos de esa colección se guardan, desde 1995, en el Instituto de Estudios Antropológicos, Arqueológicos e Históricos de la principal casa pública de estudios superiores de El Salvador. Magistrado de la Sala de lo Penal de la Corte Suprema de Justicia de El Salvador (1994-1997), fue miembro de número de la Academia Salvadoreña de la Lengua (a la que ingresó el 23 de julio de 1982, con el discurso titulado Posibles rectificaciones al diccionario de la lengua, que le fue respondido por Luis Gallegos Valdés), del Ateneo de El Salvador y de otras asociaciones académicas y profesionales de gran prestigio nacional e internacional. Debido a sus méritos intelectuales, el gobierno y pueblo salvadoreños le otorgaron el Premio Nacional de Cultura, rama de Artes, en noviembre de 1979. Designado como "abogado del año" por la Asociación de Abogados de El Salvador (1984), fue homenajeado en el Centro Español de San Salvador al cumplir cincuenta años de ejercicio profesional (22 de noviembre de 1991). Nombrado "jurisconsulto más brillante del siglo" por el Instituto de Estudios Jurídicos de El Salvador (IEJES, 1993), fue declarado “escritor distinguido de El Salvador”, por medio del decreto 694 de la Asamblea
Legislativa, fechado el 26 de agosto de 1999 y que fue publicado por el Diario oficial, no. 177, tomo 344, el 24 de septiembre de ese año. En 1997, la Universidad Tecnológica (UTEC) lo honró con un doctorado honoris causa. Tres años más tarde, el 5 de febrero de 2000, la Facultad de Ciencias Jurídicas de esta institución de educación superior fue bautizada con su nombre y luce su efigie en bronce al frente de su edificio principal. Internado en un centro hospitalario de la ciudad de San Salvador, debido a un profundo deterioro de su salud, permaneció bajo vigilancia médica durante varias semanas, antes de fallecer a consecuencia de un paro cardíaco, en la madrugada del viernes 14 de abril de 2006, fecha señalada en el calendario católico como Viernes Santo. Acompañado de unos 60 familiares y amigos, su cadáver fue sepultado a la mañana siguiente, en la Sección de Hombres Ilustres del Cementerio General capitalino. Dos meses después de su deceso, la Universidad Pedagógica de El Salvador (UPES) le rindió un sentido homenaje póstumo al Dr. Méndez, desarrollado en su campus central sobre la 25 avenida norte (San Salvador, antiguo local de Caribe Motors) y en el que tomaron parte el Dr. René Fortín Magaña como lector de su semblanza biográfica, Manlio Argueta como comentarista de su obra literaria y el Dr. José María Méndez h. como narrador de anécdotas personales. En septiembre de 1984 y con el fin de optar al grado de licenciada en Letras por la Facultad de Cultura General y Bellas Artes “Francisco Gavidia” (Universidad “Dr. José Matías Delgado”, Antiguo Cuscatlán), Carmen “Lovey” Argüello Valle defendió su tesis Cosmovisión de José María Méndez en Tiempo irredimible. Fuera de ese texto universitario tan focalizado, el trabajo que más ha profundizado en sus legados jurídico y literario es Literato y jurista. Perfil biográfico del Dr. José María Méndez, obra inédita del actor y dramaturgo Carlos Velis, con la cual obtuvo el Premio Único de Ensayo en los Juegos Florales de Panchimalco (San Salvador, diciembre de 2001). En homenaje a su vida y obra, una calle de su ciudad natal fue bautizada con su nombre, que alguna vez también sirvió para denominar a un liceo del Reparto San José III, en la ciudad de Soyapango.
SEGUNDA PARTE BREVÍSIMA ANTOLOGÍA DE SU NARRATIVA.
TRES EN UNA -Tengo tres mujeres con casa puesta y no puedo ir a dormir donde ninguna de ellas porque las tres me pegan. Tres afirmaciones hacía el hombrecito que se acercaba a mi mesa, botella en mano: tenía tres mujeres, a las tres les había puesto casa y no podía ir a la de ninguna de ellas por miedo a una paliza. La afirmación inicial era inverosímil. El borrachín no tenía estampa de mujeriego. Calvo, de corta estatura, entrado en carnes y en años, la mirada cayendo en bobalicona, daba la impresión de un hombre sin ímpetus viriles, miembro de un hogar comandado por la esposa. La segunda aseveración presentaba también obstáculos de credibilidad. El traje descolorido y con lamparones de grasa, las gastadas suelas de los zapatos, revelaban al hombre de estrecha fortuna, incapaz de sufragar los gastos que ocasionan tres mujeres. La tercera aseveración sí que era creíble. La voz un tanto aflautada, el andar como en puntillas, el ademán lento e indeciso, revelaban de inmediato al hombre tímido, capaz de derretirse interiormente por temor a que su mujer, manu militari, le cobrara cuentas. -Tengo tres mujeres con casa puesta y no puedo ir a dormir donde ninguna de ellas porque las tres me pegan. Por fin, suspendió la cantinela y solicitó: -¿Puedo sentarme a la mesa con ustedes? -¿A quién tengo el gusto de conocer? -le pregunté, mientras se sentaba. Tal vez deba explicar por qué acepté, gozoso, la llegada del intruso. Dicen parientes, amigos y aun personas que me conocen nada más de vista, que soy ebrio consuetudinario. ¡Estúpidos! No lo soy. Cierto que bebo bastante y llevo varios años de observar fielmente esa costumbre, pero rechazo el calificativo. ¿Qué es un ebrio consuetudinario? Definamos el concepto. Antes separemos sus elementos constitutivos: ebrio y consuetudinario. ¿Qué es un ebrio? Para mí es aquel que está dominado por el vicio del alcohol. Yo no lo estoy. Bebo, pero el alcohol no me domina. Por el contrario: domino al alcohol a mi entera voluntad. Puedo decir que logro mantenerlo sumiso, a mis pies, como un esclavo. Lo llevo a mi estómago, a mi hígado, a mi corazón, a mi cerebro y él, dócil, recorre esas regiones sin causarme molestias ni trastornos. Calienta mi estómago, no me produce úlceras; aumenta mi actividad biliar, no me produce cálculos ni cirrosis; enternece mi corazón, no me vuelve agresivo; no nubla y, por el contrario, ilumina mi cerebro. No soy, pues, un ebrio. Sale sobrando, por consiguiente, examinar si soy consuetudinario. "-Su vida ha tomado el rumbo del alcohol"- dicen. ¡Estúpidos! ¿Cuál es el rumbo del alcohol? Lo cierto es que mi vida, sin el alcohol, no tendría rumbo. Yo no bebo, como esos creen, para embriagarme. Por otra parte, casi nunca me embriago. Y aunque me embriagara, no es eso lo que importa. Lo que cuenta es el uso maravilloso que hago del licor, el provecho espiritual que extraigo de la uva. Fui, como es bien sabido, célebre
viajero. Fui, soy todavía, incansable y fervoroso viajero. Los libros que podría escribir relatando mis aventuras. Si hojearan los periódicos de hace diez años se darían cuenta de que no miento. En ellos se habla de mi magnificencia, audacia y valentía; de la extraordinaria habilidad que tuve para sortear lances de peligro. Siempre salía ileso y triunfante. Me dirán: "Pasadas glorias. Al mermar tu fortuna dejaste de ser peregrino; todo el mundo te ve ahora sumido en el vicio, de cantina en cantina. Aun los ánimos de caminar te faltan, pues te metes en uno de esos antros y permaneces allí, barbado, maloliente, bebiendo, en ocasiones hasta tres días consecutivos". ¡Imbéciles! Ya no puedo, es cierto, como antes, pasar el fin de semana en Montecarlo y perder o ganar en una noche sumas fabulosas, increíbles. Ya no puedo, como lo hice, gastar millones persiguiendo un quilatoso diamante que lució Nefertiti o una pulsera de esmeraldas que perteneció a Cleopatra o un collar de perlas que fue de María Antonieta. Ya no puedo organizar -varias veces lo hice- un safari con panteras amaestradas que himplaban feroces y cuando se les disparaba, aunque no se les acertara, se dejaban caer y simulaban la muerte con tanto realismo, que cualquiera diría que alguna vez habían sido amaestradas por la Duse o la Bernhardt. No puedo, como cuando me casé con Dora la caprense, comprar en plena travesía un trasatlántico y desviarlo de su ruta hasta Capri, donde ella quiso que se celebrara la boda. ¡Las cosas que yo hice! ¿Leyeron acerca de la Legión Extranjera que organicé en Etiopía con mis propios legionarios? ¿Saben del Club de Cojos Olorosos de Alejandría, en cuyas patas de sándalo injertaba rosales? Ahora ya no puedo viajar en el sentido literal del vocablo, porque mis haberes están casi consumidos. Pero siempre viajo. Ahora mismo, frente a este buen señor, voy de vuelo. ¿Así que yo, metido en la cantina, nada más bebo? Eso es lo que piensan mis envidiosos, emponzoñados parientes que ya saben que sólo podrán heredar deudas. Eso era parte de mi plan. Así he castigado a esos necios superlativos. Lo cierto es que así como estoy ahora, sentado frente a un borracho desconocido que dice o parece decir cosas absurdas, me dirijo hacia territorios ignotos. Viajar no es solamente descubrir nuevos ámbitos, sino, principalmente, intimar con personas de razas y costumbres distintas. Lugares remotos ignorados por mí no existen. Conozco las calles de Estambul y las de El Cairo y las de Istipur (de seguro ni siquiera han oído ustedes hablar de Istipur), tanto o mejor que las de esta aburrida y mediocre ciudad en la que vivo ahora. He recorrido prolongados desiertos, atravesado vastas selvas, subido a los más altos montes, cruzado los siete mares, que en mi cuenta suman mucho más de siete. Diez veces por lo menos le di la vuelta al mundo, de polo a polo, de ecuador a ecuador, partiendo del Mediterráneo, partiendo del Cabo de Hornos; en avión, en velero, en andas, en bicicleta. Después de tantas vueltas y ya mareado seguí viajando. ¿Por qué, para qué? No para ver de nuevo las Pirámides, subir de nuevo a la cima del Monte Blanco o remontar otra vez el Amazonas. No. Para relacionarme con hombres y mujeres excepcionales, pues los viajes a lugares exóticos, para mí harto conocidos, carecen ya de interés. Los decorados de este mundo apestoso, siguen siendo los mismos. Poco cambian. Pero cuánta novedad, variedad y maravilla en el ser humano. Yo, superviajero ya, seguía cruzando caminos. ¿Para qué? Para descubrir a los raros. Esto fue lo que me mantuvo durante tantos años con el pie en la escalera de los barcos y aviones, con la mano metida constantemente en la bolsa de pecho, sacando y guardando el pasaporte. Recuerdo a Unsalinov, un ruso meditabundo que llegó a revelarme cómo, en una ocasión, naufragó y, obligado por las circunstancias, no tuvo empacho en comer... náufrago. Conocí a Hernando Rodríguez y Po, el moderno Casanova que terminó enamorado de un sacristán. A Elia Rumaniva, la insigne bailarina que vio truncada su carrera al dar un mal paso, de resultas del cual quedó embarazada del Conde Boucharotti. A Teddy Cutarra, el jockey de leyenda. Baste referir que, una vez, en Saratoga, mientras corría, se le rompió una pata al caballo que montaba, el insigne Amuleto. Teddy -oh coraje, oh mente prodigiosa- de un tirón titánico le arrancó la pata quebrada a Amuleto y la lanzó contra la meta. Amuleto -su pata- llegó primero, dijeron los jueces. Y el legendario equino que montaba Teddy ganó la carrera. ¿Han comprendido ustedes que el placer al viajar no estriba en descubrir paisajes maravillosos, sino en comunicarse con personas extraordinarias? ¿Comprenden cómo es que yo, encerrado en las cantinas, puedo seguir gozando del principal placer que los viajes proporcionan? No se crea que, subido en los corceles de la fantasía que dentro de mí hace brotar el dios o el demonio del vino, cruzo los mares y los cielos en delirio alcohólico. No. Es que éstas, las cantinas, son como puertos y aquí vienen muchos seres maravillosos a tomar barcos para viajes en los cuales buscan el calor de un alma compañera.
****** Aquí tenemos ahora a este buen señor. Ha dicho llamarse Marcelo Peraza. Viene acompañado de una botella de Tic-Tack. Mientras repite la enigmática frase que alude a sus tres mujeres, suspira y se coloca peligrosamente al borde del llanto. Pide permiso para sentarse a la mesa y tomar con nosotros unos tragos de su licor predilecto. Yo acepto. Tomamos una, dos, tres copas, a manera de prólogo, sin entrar en confidencias. Me ha escogido a mí -dice- porque tengo aire superior y distinguido y porque me ha estado observando y se ha dado cuenta de que estoy sobrio, no obstante cuatro libaciones. A través de su cháchara lo voy analizando. Me afirmó en mis ideas: es tímido y es pobre. No puede tener tres mujeres, no podría mantenerlas. Creo sí que una mujer marimacho lo está esperando para darle una tunda. -¿Así que tiene usted tres mujeres? -Tres. -Por lo visto es usted hombre afortunado en el amor. -Psch... -¿Y a las tres les ha puesto casa? -A las tres. -Deben costarle mucho dinero. -Psch... -¿Cómo es que caen? -Pues simplemente caen. -¿Los nombres? -Mercedes... Mercedes... No importa cómo se llamen. Las tres son unas fieras. Sigamos todos tomando hasta terminar estas tres botellitas de Tic-Tack. ¿Qué había dicho el hombrecillo; que siguiéramos todos tomando hasta terminar esas tres botellas? ¿Quiénes éramos todos si estábamos los dos solos sentados a la mesa de la cantina? ¿Cuáles tres botellas si la mesa tenía sólo una? Me estaba acercando a la solución del misterio que envolvía su turbia frase: "Tengo tres mujeres...etc". Me propuse obligarlo a que confesara. -Usted no tiene tres mujeres -afirmé, mirándolo fijamente-. Usted no es un Don Juan ni es un hombre rico con haberes suficientes para mantener tres mujeres. Dígame la verdad, la verdad... Buen rato me mira estupefacto, azorado. Parece que va a gritar, pero lo domina una avalancha de lágrimas y durante minutos se desahoga llorando ridículamente. Por fin confiesa: -Es cierto. Sólo tengo una mujer: Mercedes. Algunos cuando beben ven doble. Yo, al embriagarme, veo triple y siento triple. Por eso, recordando a la maldita Mercedes que cada vez que bebo me zurra, dije lo que dije. Pero lo cierto es que no invento nada: Mercedes pega por tres.
LAS MORMONAS Tengo tres mujeres con casa puesta y no puedo ir a dormir donde ninguna de ellas, porque las tres me pegan. Aunque parezca mentira, tengo tres mujeres que me aman agresivamente. Revelan su pasión por medio de arañazos, puñetes y garrotazos. Las tres son altas, atléticas, de pelo negro y ojos también negros. Son primas entre sí: Marta, Marcela y Mirtala. Habitaban una casa que les pertenecía en proindivisión, a donde fui a parar en mala hora, con el propósito de comprarla. Estaba situada frente al mar; era de dos pisos, amplia, pintada de blanco. Tras ella había un bosque de pinos y enfrente un jardín por el que se bajaba a la playa. Yo estaba entonces muy débil, convaleciente de una neumonía. -¿Está la casa en venta? Después de formular la pregunta, la tos, que no desaparecía, me provocó casi un desmayo. Las tres acudieron, solícitas, en mi ayuda. Mientras una me daba golpes en la espalda, otra me ofrecía una tableta y la tercera trajo una taza de té. Cuando me hube repuesto contestaron: -Efectivamente lo está -dijo una-. El precio, a primera vista, puede parecer excesivo. En verdad, no lo es. El terreno mide dos hectáreas. En fuentes, jardines y bosques hemos gastado mucho dinero. -Antes de darle el precio -intervino otra- (en aquel momento no podía diferenciarlas) quisiéramos mostrarle todo el inmueble. Eran las cinco de la tarde. El cielo oscuro amenazaba lluvia. Volví a toser. -No podría verlo ahora -respondí-. El tiempo tiene mal cariz. He estado muy enfermo. Les prometo volver en cuanto me haya restablecido. -Propongo -dijo la más efusiva, aunque levemente efusiva- que invitemos al Señor... -Sigmeno Marrero, para servir a ustedes. -Propongo -continuó- que invitemos al Señor Marrero a pasar una semana con nosotras. -No quisiera molestar -dije-. -Oh, no molestaría -intervino otra-. Imagínese que esta es una casa de huéspedes. Nos pagará una pensión módica. Usted necesita reposo y este es un lugar apropiado para una convalecencia. Podríamos, además, convenir en la venta, si usted, con conocimiento de causa, aceptara el precio. -Siendo así -contesté- acepto la invitación. ****** Cómo aquellas hermosas mujeres llegaron al infortunio de abrazar la religión mormona, es algo que aún no logro entender. El abuelo había sido pastor protestante, pero simplemente porque apacentaba ovejas y protestaba constantemente por las molestias que aquellas le causaban. Había sido hombre rústico, inculto, sin
religión concreta, nada más temeroso de Dios. Tuvo tres hijos, que llegaron a ser los padres de mis heroínas, todos burdos, de escasa inteligencia. Hércules, que empezó su carrera en el ring y la terminó en el Hospital Psiquiátrico. Pedro, que inició estudios de Medicina y después de dos reprobaciones se convirtió en barbero. Y Alcides, el más tonto de todos, que se dedicó a la carrera militar y nunca pasó de sargento. Ellas, sin embargo, eran mujeres cultas y conocían a fondo la mormonería. Siempre he tenido esa religión por algo diabólico; pero he de reconocer que las tres revelaban, a través de sus grandes ojos y las despejadas frentes, un control extraordinario de sus pasiones. A ratos parecían estatuas griegas, no sólo por sus duras redondeces, sino por la altivez de sus rostros fríamente serenos. Tres diosas -de la austeridad, la pureza y la inteligencia- me parecieron. Osé preguntarles un día cómo habían adquirido esa armonía interior, ese dominio de sí mismas. -Todo -me dijo Marcela- se lo debemos a nuestra religión: el mormonismo. De esa religión yo sólo conocía su aspecto protervo: que José Smith predicó y practicó la inmoral poligamia; que había sido ahorcado en Cartago, cerca de Nauvoo, la ciudad fundada por él en Illinois; y que Brigham Young, el segundo profeta del mormonismo, asesinaba a sus enemigos por medio de sicarios a su servicio, los avenging angels. Pero ellas me dieron versión distinta. -José Smith -me dijo Marta- fue un virtuoso varón que en mil ochocientos veinte, a los quince años, padecía las torturas de no saber qué religión abrazar. Entonces se le apareció Moroni, hijo de Mormón, último profeta de los antiguos americanos, y le reveló la existencia de El Libro de Oro, enterrado por Mormón en el monte Gumorah, nombre antiguo de una colina situada a dos millas de Manchester, en el camino que conduce de Palmyra a New York. -Puede leer usted -continuó Marcela- The Book of Mormon, traducción de El Libro de Oro, grabado por Mormón, el profeta, en láminas de ese precioso metal y cuyos misteriosos caracteres pudo descifrar José gracias al Urín y el Thummin, piedras preciosas que formaban los lentes de unos anteojos que se encontraron junto al libro. Puede leer también Early Days or Mormonism y A History of the Church of Jesus Christ of Later Days Saints. Allí comprobará que los descendientes de Jared, los jareditas, fueron los primeros pobladores del continente americano y que, dos siglos después, vino, desde Jerusalén, Lehi, que tuvo un hijo, Laman, padre de los lamamitas, y otro hijo, Hefi, padre de los hefitas. Entre los hefitas bajó Cristo a predicar su evangelio y los convirtió en cristianos. Estos a su vez convirtieron a muchos lamamitas; pero algunos -de quienes descendieron los actuales pieles rojas- no se dejaron convencer y vinieron las guerras. Yo, fervoroso católico, oía todo aquello conteniendo, a duras penas, las ganas de reírme. -No le estamos relatando una novela -intervino Mirtala-. Nuestro relato tiene corte novelesco tanto como lo tienen las versiones religiosas que existen. El Libro de Oro fue visto por personas cuyos testimonios se recibieron en forma auténtica. -A don Sigmeno -terció Marta- puede que no le interese nada la historia que relatamos. -Oh, no, no -protesté-. Pero ellas pusieron ese día punto final a la conversación. ******
¿Cómo era posible -me preguntaba tres días después- que el mormonismo, esa religión que tuvo que ser proscrita por contraria a la moral en el país donde nació, Estados Unidos, sirviera de sostén y andamiaje a aquellas tres mujeres de conducta ejemplar? En casa de ellas imperaba el orden y la pulcritud; todo estaba siempre limpio, colocado en su sitio. Las tres usaban vestidos largos y de alto escote que no lograban opacar la belleza de sus formas, pero que pregonaban su recato. Se complementaban maravillosamente. Mientras una hacía la comida, otra tocaba el piano y otra cortaba flores en el jardín y adornaba con ellas el vestíbulo, la sala, los corredores, toda la casa. Por las tardes una me servía té, otra volvía a tocar el piano y la tercera me acomodaba el cuerpo con cojines, en el butacón de cuero que me habían asignado. Durante las veladas nocturnas, una me servía chocolate, otra encendía el ventilador y otra me ponía las pantuflas. Durante la noche, entraban las tres a mi dormitorio antes de que me acostara, llamando previamente, claro está. Una arreglaba las cortinas del ventanal, otra las ropas de mi cama y otra la lámpara de mesa para que quedara a distancia adecuada de mis ojos e inclinada suficientemente. Tenía siempre, al estar junto a ellas, la impresión de que mis deseos brotaban por tríos en mi mente y la de que ellas conjuntamente los adivinaban y sabiamente los cumplían. Les iba cobrando admiración, pero en cuanto pensaba que eran mormonas, decaía mi entusiasmo. Para nosotros, los católicos, esa religión es repulsiva. Así se los dije. Indignadas, protestaron. Contra el mormonismo, la única religión verdadera -dijeron- se había lanzado multitud de calumnias, desde aquella que atribuye a José Smith haber plagiado, en El Libro de Oro, la Historia Manuscrita de Spaulding, hasta la de que el Profeta era hombre dominado por la concupiscencia y que estableció el matrimonio poligámico para disimular su depravación. -Lo cierto es -expresó Marta- que esa ley del múltiple matrimonio, pese a declaraciones de la Reorganized Church, hechas por el hijo de Smith y por Woodruff, es una ley natural y divina que no consta sólo en El Libro de Oro, sino que aparece escrita en todos los libros sagrados y fue observada fielmente en la antigüedad, antes de que el hombre, con la civilización, cayera en la vida artificiosa que ahora lleva. Si leemos la Biblia encontramos que Esaú, a la edad de cuarenta años, "tomó por mujeres a Judith, hija de Beerihetheo, y a Basamath, hija de Elón, del mismo lugar"; que Abraham estuvo casado con Raquel y con Lía, hermana de Raquel. David, al desposarse con Abigaíl del Carmelo, se desposó también con Achinoam, la jezrahelita. Mientras David reinó en Hebrón, durante siete años y seis meses, tuvo hijos con Achinoam, con Abigaíl, con Moachá, con Aggith, con Abital y con Egla. Y cuando estuvo en Jerusalén tuvo nueve hijos, sin contar los de las mujeres de segundo orden. -Yo sé muy bien -contradije- que los pueblos antiguos fueron polígamos. Cuando Príamo pide a Aquileo le entregue el cadáver de Héctor, relata que había tenido cincuenta hijos, diecinueve de un solo seno. Pero eso no significa que el matrimonio polígamo se ajuste a la ley divina. Lamach fue el primero, según la Biblia, que dio ejemplo de poligamia, tomando dos mujeres, Ada y Sella. Su conducta es contraria a la institución de Dios. Por ello Nicolao le llamó adúltero y Tertuliano, maldito. Esto lo acabo de leer en una traducción de la Biblia hecha por el Obispo de Astorga, Félix Torres Amat, traducción que tienen ustedes en la biblioteca. -Sin embargo, en esa misma traducción -arguyó Marta- aparece escrito en la nota correspondiente: "La poligamia, que después vemos en los Patriarcas, fue por una especial dispensación de Dios", con lo cual se reconoce que Dios autorizó la poligamia para sus hijos predilectos, los Patriarcas, autorización que se conforma a las distintas condiciones de la pareja humana. Es innegable que el hombre está mejor dotado que la mujer, tanto en el aspecto biológico como en el psíquico. La mayor capacidad del hombre le permite ser, a la vez, valiente guerrero, hábil político, padre cariñoso, exaltado amante. Las naturales deficiencias de la mujer le impiden desempeñar satisfactoriamente dos o más personajes. Si es artista, el cultivo del arte no le dejará horas vacías para otros menesteres. Si es bella, el celoso cuidado de su belleza le impedirá atender el hogar con la diligencia debida. Si es inteligente y cultiva las ciencias, forzosamente dejará de cultivar el huerto matrimonial. El hombre
reconoce y admite esta limitación en la mujer y por ello, cuando se enamora, lo hace enamorado de la cualidad sobresaliente en la mujer amada. Una sola esposa conduce, necesariamente, el matrimonio al fracaso. Porque el hombre es inconforme y al poco tiempo de casado, la mujer hacendosa -únicamente hacendosa- o bella -nada más bella- o sin otra prenda que el talento, resulta insulsa y produce hastío. Como el varón es polifacético, desea una mujer polifacética. Bella, amante, inteligente, culta, hacendosa. ¡Un imposible! Un imposible que se remedia en virtud del matrimonio plural, el cual permite realizar a plenitud el ideal de compañía. Es sueño del marido perpetuarse. Un matrimonio sin hijos por esterilidad de la mujer no perdura. La poligamia resuelve ese problema. Esto lo comprendieron los hebreos según nos enseña la Biblia. Sara le dice a Abraham: "Bien ves que Dios me ha hecho estéril, despósate con mi esclava"... Esta esclava es Agar, quien cuando huye de la casa de Abraham es detenida por un ángel que la hace volver, con lo cual queda demostrado que Dios aprobaba su matrimonio. Raquel, viendo que su vientre no daba fruto, le dice a Jacob: "Tengo a Bela, mi esclava; tómala por mujer de segundo orden". Los orientales han intentado, por medio de las geishas, crear la mujer poseedora de todos los secretos para agradar al hombre; pero no han llegado al éxito, como lo prueba el hecho de que mantienen la institución de los matrimonios plurales. Los argumentos esgrimidos en favor de la poligamia eran muy sólidos -hay que reconocerlo- pero no me convencían. Mi fe religiosa era muy honda. Pero me enamoré perdidamente de Mirtala, la más alta de todas -un centímetro más alta- y la más alegre de todas -un poquitín más alegre-. Me subyugaba su aplomo, su fortaleza espiritual, su serenidad, dotes que -estaba obligado a reconocer- también poseían sus primas. Tenía los ojos negros, la boca y las cejas artísticamente dibujadas, la nariz cortada a lo griego, sensuales los labios. Todas tenían negros los ojos, dibujadas artísticamente la boca y las cejas, las narices cortadas a lo griego, los labios sensuales. Eran como tres gotas de agua de idéntico tamaño. Resultaba casi imposible encontrar a una alejada de las otras. Siempre andaban juntas. Una tarde, en el jardín, tuve la fortuna de encontrar sola a Mirtala podando unos rosales. La conduje a un banco de cemento que semejaba un tronco de árbol. Nos sentamos. Le declaré mi amor acariciándole las manos. -¿Me amas tú?- le pregunté, al tiempo que la besaba en los labios. Primero se dejó besar. Después entró en el torbellino y me besó ardientemente. -Sí, te amo. Pero, ¿estás seguro de que es a mí a quien quieres? -Sí, Mirtala, a ti, a ti nada más. -Yo soy Marta -gritó. Se desprendió bruscamente de mis brazos y huyó, gradas arriba, hacia la casa. Durante la cena las tres sonreían picarescamente y no me tomé el trabajo de averiguar quién era Marta, quién Mirtala y quién Marcela. Pasé la noche en vela, cavilando. Después de un severo análisis de mis sentimientos llegué a la conclusión de que yo no estaba enamorado de Marta, de Marcela ni de Mirtala. Yo estaba enamorado de las tres, del equipo. Y me poseyó el demonio. Porque, echando por la borda mis convicciones religiosas, decidí tirarme de cabeza al torrente de la aventura. Un día después, al atardecer, las abordé en el salón de labores. Una hacía dibujos sobre las telas, otra iba cortando estas, la tercera las bordaba.
-He estado leyendo sobre la religión de ustedes y me he dado cuenta de que oficialmente proscribe la poligamia. Tal aparece en el Manifiesto de Woodruff y en la Declaración Oficial de José F. Smith, el hijo de José Smith. La ley poligámica no aparece en El Libro de Oro. Ella fue establecida en virtud de una profecía que fingió el primer profeta José Smith, después de que el Congreso de Illinois había concedido a Nauvoo una Constitución y le había permitido a él convertirse en soberano de los mormones como Jefe de La Región de Nauvoo. Su vanidad, su lujuria, lo indujeron a simular esa profecía. -Los que afirman que José Smith simuló que Nuestro Señor le había revelado la ley de poligamia -intervino Marta, me parece que fue Marta-, los disidentes, al negar esa profecía y calificar de farsante a José Smith, niegan el mormonismo todo. Nuestro profeta encontró El Libro de Oro en virtud de las revelaciones que le hizo Moroni. Así lo afirma el Profeta y así lo creemos todos los mormones. ¿Cómo es posible creer en la procedencia divina de ese libro, si se afirma que José Smith es farsante? -Tres de los once testigos que declararon haber visto el libro -argüí- revocaron después su testimonio. -Así es -siguió mi bella interlocutora-. Ellos fueron Cowdery, Whitmer y Harris, cuyos testimonios contradictorios carecen de valor en cualquier sentido, y dejan en pie los de los ocho testigos restantes que son contestes. Pero lo que yo quería decir es que los disidentes mormones son disidentes a medias y se colocan en una posición absurda. Si el profeta Smith es un falsario, ¿cómo creen en la existencia de El Libro de Oro, que él dice le entregó Moroni? -Además -colaboró Marcela, me parece que fue Marcela- en El Libro de Oro está decretada, aunque no de modo expreso, la ley de la poligamia. Así que ésta no nació única y exclusivamente en virtud de la profecía de Nauvoo. Enlazando e interpretando los textos sagrados se llega a la conclusión... -¿Así que ustedes creen de modo absoluto en la ley de la poligamia? -Sí -me contestaron-. -¿Y estarían dispuestas a practicarla casándose las tres con un solo hombre? -Sí -volvieron a contestar-. -¿Cumplirían con los preceptos del matrimonio múltiple que exige en las esposas deposición de orgullo y ahogo de los celos? -Cumpliríamos -respondieron-. -¿Actuarían siempre en conjunto, como las he visto actuar, y jamás pretenderían superioridad una sobre las otras? -Sí -respondieron anhelantes-. -¿Entonces -pregunté-, quieren concederme sus manos? Marta, Marcela y Mirtala, os pido por esposas. Las tres asintieron. Las tres lloraron. Besé a las tres. Me preguntaron si yo quería que actuara en el matrimonio un sacerdote de la orden de Melquisedec o uno de la orden de Aaron. Yo dije que me daba lo mismo, pero ellas me explicaron que era superior uno de Melquisedec -antiguo Rey de Salem del que no se conoció ni el principio de su vida ni el fin de sus días- porque sólo los de esta orden tenían el atributo de imponer las manos y comunicar el Espíritu Santo. Me acomodé a la opinión de ellas y fuimos casados un día domingo por un sacerdote de Melquisedec, que además era miembro
del Colegio de los Doce Apóstoles, del Colegio de la Setenta y del Colegio de los Ancianos. Privó en la ceremonia austeridad. No hubo baile ni vino. Recuerdo que leyó el sacerdote la epístola de San Pablo, alterando los términos del texto bíblico y repitiendo aquellos que parecen coincidir con la ley de la poligamia. Varias veces dijo, fiel al texto de la famosa epístola: -Las mujeres casadas están sujetas a su marido. Los maridos deben amar a sus mujeres como a sus propios cuerpos. Llegó la noche y empezaron los problemas. Después de la cena se retiraron a la sala y celebraron un largo conciliábulo. Al salir, sus rostros revelaban ira, rencor, bajas pasiones. Habían perdido la serenidad, la dulzura y la firmeza, virtudes con las cuales me conquistaron. -Tú tienes que decidir -me conminó Mirtala, supongo que fue Mirtala- con quien se inicia la luna de miel. -Yo entendí... -les contesté azorado-. Me soltaron un puñetazo y me llenaron de insultos. -¡Vulgar! ¡Puerco! ¡Degenerado! -gritaban-. Largo rato gasté en calmar sus ánimos y convencerlas de que no merecía esos improperios, pues yo, de buena fe, interpretando tal vez erróneamente las leyes mormónicas, había creído que el matrimonio era plural desde sus inicios y en todas sus faces. Cuando las hube calmado, volvieron a exigirme hiciera la selección. Medité largamente, sobreponiéndome al cansancio que me agobiaba. Eran las dos de la mañana. Mientras deliberaba, ellas procedían de muy rara manera. Entornaban los ojos, los guiñaban. Habían perdido el recato, la compostura. Llegaron, incluso, aparentando accesos nerviosos, a ensanchar el escote de sus vestidos y a subirse la falda arriba de la rodilla. Yo las contemplaba asombrado. -Escojo a Marcela -dije- y tomé a una de la mano. La aludida me lanzó el libro de las oraciones en la frente y exclamó: -¡Yo soy Mirtala! Marcela por su parte me defendió de Mirtala y acariciándome dijo que mi decisión estaba tomada. Protestaron las otras arguyendo que había habido error en la persona. Y se liaron en furiosa riña. De vez en cuando se desliaban para propinarme un zapatazo, darme araños o tironearme el pelo. Cuando se apaciguaron, les dije, ya furioso: -Yo no puedo decidir. Rífense. Son las cinco de la mañana. Aquello fue como tocar un avispero. Me molieron a golpes. Y allí terminó mi primera noche de luna de miel. Huyendo, me fui a la casa del pastor protestante que nos había casado. Vivía él en un villorrio situado a dos kilómetros de mi casa. He de advertir que antes del matrimonio compré la casa de mis cónyuges. El pastor
-mormón de pura cepa- estaba casado con dieciocho mujeres. Llegué a su casa al amanecer del día lunes. -Deseo hablar con su marido -solicité a una de las esposas que salió a recibirme-. -Es imposible -me contestó-. Está acostado. -Me urge pedirle consejo -expliqué- ¿A qué hora puedo verlo mañana? -A ninguna -me respondió-; los días de semana permanece en cama. Se levanta únicamente los domingos, para atender oficios religiosos. Y aquí me tienen ustedes. Tengo tres mujeres con casa puesta y no puedo ir a dormir donde ninguna de ellas porque las tres me pegan. Para colmo, hoy, día jueves, he sabido que mis tres esposas abjuraron de sus convicciones mormónicas y decidieron abrazar el catolicismo.
PUEBLO TRANQUILO Venía de París rumbo a Buenos Aires para asumir el cargo de Gerente de una empresa comercial. Me acompañaba el Ingeniero Mauricio Despignac, colega y amigo, quien trabajaría bajo mis órdenes. Llegamos a Miami y abordamos un avión cuyo destino era Panamá. Antes de aterrizar, nos sorprendió una furiosa tempestad que nos impidió aterrizar e hizo que el avión se desviara hacia tierras de Centro América. Después de dos horas de vuelo, aterrizamos en una República de esa región, país cuyo nombre se me escapa. No voy a describir la zozobra que vivimos, el miedo exagerado de unos, la estupidez de otros, el alboroto que se armó cuando la nave inició el descenso. Diré nada más que aterrizamos felizmente. No quiero referirles mi aventura aérea, sino la que podríamos llamar terrestre. Ya en el aeropuerto, supimos que reanudaríamos el viaje después de dos días. Durante ese tiempo, permaneceríamos en una casa de huéspedes porque la Capital contaba con pocos hoteles y estaban repletos. Era tiempo de feria. Un señor de apellido Rosales, nativo de aquella República, compañero de viaje desde New York, con quien hicimos amistad durante el vuelo, al darnos referencias sobre su país nos lo describió laborioso y ordenado. "Formamos -nos dijo- un pueblo tranquilo, de régimen democrático, aunque -agregó- de vez en cuando ocurre una asonada". Era mi primer arribo a tierras centroamericanas y no dominaba, como ahora, el idioma español. La palabra asonada me sonó a fenómeno brusco de la naturaleza, algo así como tifón o maremoto. ¡Si hubiera sabido lo que significaba...! Porque basados en las palabras de Rosales y atraídos por la limpidez del cielo; las figuras azules de los cerros que se levantaban jorobados, uno tras otro; el aire claro, tónico; la paz que imperaba en la Casa de Huéspedes de doña Clotilde, decidimos, Mauricio y yo, permanecer una semana en aquel lugar. Nuestras vacaciones fueron, en un principio, agradables, pero, al cuarto día, terminada la feria, cuando estábamos a punto de salir a visitar unas ruinas, notamos gran revuelo entre los huéspedes. Había estallado una rebelión. -Quédense dentro -nos indicó la dueña de la casa-. Pronto empezarán disparos de fusiles, ametralladoras y cañones. Salir a la calle es exponer la vida. Aquí, cuando hay revolución, no se salvan ni los de la Cruz Roja. Eran las nueve de la mañana. Habíamos esperado inútilmente durante una hora, fumando cigarrillo tras cigarrillo, el estruendo de las armas. Transcurrió otra hora. Nada. No escuchamos ni siquiera el disparo de un fusil. Tan sólo percibíamos el silencio de la ciudad, que estaba como muerta. -¿Qué pasa? -pregunté a doña Clotilde. Han transcurrido dos horas. No se oye nada. -Es raro, verdaderamente raro. -Quisiéramos salir. Nos parece ridículo permanecer encerrados tan sólo porque usted creyó que había surgido una revuelta. -No salgan -interfirió un huésped-. No se trata de creencias ni de rumores. El silencio es significativo. La situación es anormal. Si quieren comprobarlo, enciendan el radio. -¡Qué bruta soy! -exclamó doña Clotilde-. No se me había ocurrido. Mauricio se paseaba intranquilo y enfurecido. En un rincón, dos ancianas rezaban el Rosario. Siguiendo
el consejo encendí el radio. Corrí la aguja por la mitad del cuadrante y no pesqué ninguna estación. Me pareció que el aparato estaba descompuesto. Intentaba apagarlo cuando el que había intervenido antes me detuvo. -Busque en los setecientos kilociclos la Y.S.P., la Radio Nacional. Esa de seguro está transmitiendo. Efectivamente lo estaba. Y en ese momento decía el locutor: -¡Calma, pueblo soberano, calma! El país confrontó, ciertamente, un grave problema, pero todo ha sido resuelto por las vías legales. La paz y el orden imperan en el territorio nacional. No obstante, les recomendamos se mantengan dentro de sus hogares hasta nuevo aviso, para evitar desgracias. Mañana, es casi seguro, podrán reanudar sus labores ordinarias sin dificultades. Paso a relatarles lo ocurrido, advirtiéndoles que cualquier otra versión, distinta de la oficial, es falsa y que quien la propague se hará reo de delito de vilipendio a la patria. Ayer por la noche, el Fiscal General de la República presentó denuncia ante la Cámara de Diputados contra el Jefe del Ejecutivo, Mariscal Catarino Gómez y Gómez. La Cámara, en vista de documentación anexa, admitió la denuncia; ordenó el enjuiciamiento del Presidente; lo depuso, de acuerdo con el artículo setenta y tres de nuestro Código Máximo, y decretó su detención. Correspondía ejercer la primer magistratura del Estado al Vice-Presidente electo. Pero este también había sido denunciado y, en consecuencia, depuesto y detenido. Lo mismo ocurrió con el Primer Designado a la Presidencia y con el Segundo y con el Tercero. Los cinco funcionarios señalados quedaron, en virtud del enjuiciamiento, impedidos para ejercer el cargo para el que fueron electos. A las doce de la noche renunció en pleno el gabinete de gobierno. Pero bueno es decir que a esa hora el gabinete en pleno estaba también destituido y enjuiciado. La mayoría de los Ministros guardan prisión, en acatamiento a las normas constitucionales que nos rigen. No todos lograron ser capturados; algunos huyen, pero se les persigue. El que los encubra se hará reo de los delitos de rebelión y sedición. En próximo boletín daremos el nombre de los fugitivos. Como no había sustituto legal para llenar la vacante del Mariscal Gómez y Gómez, la Cámara de Diputados, protegida por destacamentos del cuartel Casamitona, nombró Presidente Constitucional al General José Rosendo Cachiporra, quien desempeñaba el cargo de Jefe de dicho Cuartel. Las fuerzas armadas del país, fieles a los principios democráticos, respaldan unánimemente esa resolución de la Cámara, de los representantes del pueblo. No hay posibilidad de levantamientos dentro del Ejército, menos aún de que facciones civiles realicen maniobras subversivas. Se han tomado medidas drásticas para consolidar al nuevo gobierno. Dentro de media hora transmitiremos un segundo boletín con importantes noticias. -Menos mal -comentó Mauricio- parece que los fusiles estarán quietos. Oíamos, sin embargo, el taconeo marcial de patrullas que recorrían las calles, el ruido estremecedor de tanques y el zumbido de aviones que volaban bajo, casi rozando los techos. Los huéspedes se habían congregado alrededor del aparato de radio. Algunos, muy pocos, tenían los ojos llorosos o estaban compungidos. La mayoría demostraba alborozo. -El pícaro de Gómez y Gómez -gritaban- encontró su merecido. Con Cachiporra, las cosas serán distintas. Un chiquillo lloraba, halando furioso el saco de su padre. -Tú me dijiste que habría balacera y muertos. ¡Mentiroso! El padre le pellizcó una nalga despiadadamente. Pasó la media hora señalada y no hubo boletín. Se oía nada más música marcial y la voz del locutor: -¡Calma, pueblo soberano, calma! ¡Fe en la democracia, fe en la Constitución, fe en las leyes!.
Soltó por fin el anunciado boletín en el que difundieron las nuevas noticias: -¡Ciudadanos: continuad ponderados y calmos!. La ley se ha afirmado más aún en el suelo patrio. Tengo el honor de anunciar que el nuevo Presidente Constitucional por designación de los representantes del pueblo, los miembros de la Cámara de Diputados, es el Coronel Godofredo Manganeta y Machorro, pundonoroso militar, experto político y ciudadano intachable. Él concluirá el período para el que fue electo el Mariscal Gómez y Gómez, conculcador de nuestras libertades. La anterior elección recaída en el inescrupuloso General Cachiporra ha sido declarada nula por vicio de coacción, pues la Cámara de Diputados ha reconocido, en gesto enaltecedor, que la presencia de soldados comandados por el Jefe del Cuartel Casamitona coartó su libertad. El Coronel Manganeta y Machorro, con sus aguerridas tropas, liberó de presión a los Diputados. La nueva elección se llevó a cabo bajo su vigilancia y salvaguardia. Y, en estos momentos, pueblo libre y soberano, el Coronel Manganeta y Machorro os dirigirá la palabra: "Conciudadanos -gritó el Coronel-. Por designación popular asumo en estos difíciles momentos la primera magistratura del Estado. Jamás pensé que mis escasos méritos pesaran tanto en la conciencia popular, que reflejan los diputados, como para otorgarme tan elevado cargo; pero podéis estar seguros de que pondré esos escasos méritos al servicio del pueblo y de que no es otro mi afán que el de servirle con denuedo y honradez. Si las circunstancias lo requieren, estaré presto al máximo sacrificio. Antes de rendirme a quienes intenten pisotear el orden jurídico constitucional, brindaré orgulloso mi vida poniendo los ojos a la hora solemne de la muerte en la bandera y escudo nacionales. He subido al poder respondiendo a las voces que clamaban un gobierno honesto, eficiente; a las voces de los que pedían se pusiera punto final a la serie de atropellos y depredaciones cometidos por la pandilla de parásitos y salteadores que capitaneaba Catarino Gómez y Gómez, quien -aclaro- ya no ostenta el título de Mariscal. He liberado a los honorables diputados de la presión a que les sometió el ambicioso Cachiporra, quien -vuelvo a aclarar- ya no ostenta el título de General. Los que violaron nuestras leyes e irrespetaron los derechos del pueblo, de los ciudadanos, serán pronta y severamente juzgados. En estos momentos se dicta una Ley de Emergencia por la que se establecen tribunales especiales que nombrará el Poder Ejecutivo. Yo ofrezco garantías, seguridad y justicia. Dadme vosotros vuestra colaboración. Juntos formaremos un nuevo pueblo. La paz está restablecida, pero para mantenerla se ha hecho necesario decretar el Estado de Sitio y la Ley Marcial; así se evitarán disturbios. El toque de queda regirá desde las nueve de la noche hasta las seis de la mañana. Seguid como hasta ahora sosegados y optimistas. Confiad en la Divina Providencia y en las nobles intenciones del Ejército y del gobierno que me honro en presidir". Se escucharon aplausos y el himno nacional. -Bendito sea Dios -dijo doña Clotilde- y que Él haga que esta paz que anuncian sea duradera. Mauricio, tan ponderado y discreto por naturaleza, se atrevió a decir: -A mí me bastaría que durara siquiera esta noche para que pudiéramos dormir tranquilos. Y alguien socarrón terció: -Yo ni en la paz de los sepulcros creo. Propuse apagáramos el radio y cenáramos. Aceptado lo de la cena. Sobre apagar el aparato hubo protesta general. Éste quedó encendido. A las nueve de la noche, cuando estábamos de sobremesa, escuchamos otro discurso del locutor: - ¡Conciudadanos!. Tengo para vosotros nuevas y trascendentales noticias: El Coronel Manganeta y Machorro se rindió a las fuerzas del Capitán Cornelio Cañénguez, quien disolvió la Cámara de Diputados. Este organismo popular, según lo evidencian las dos elecciones anteriores, se había convertido en instrumento, en bolita de ping-pong de las ambiciones bastardas de políticos inescrupulosos. El Capitán Cañénguez, después de
disolver la Cámara de Diputados, disolvió también la Corte Suprema de Justicia y se declaró, para bien de la República, Dictador Provisional por un período de cinco años. Pedimos al pueblo comprensión y cordura. Por fin, un hombre enérgico tratará con todas las fuerzas a su alcance de restañar las heridas que ha sufrido nuestro régimen republicano y democrático. Quedan prohibidas las tertulias patrióticas, las reuniones en las calles de dos o más personas. Según ley ya sancionada, cuyo proyecto elaboró el Tribunal de Honor de la Federación de Jurisconsultos, queda prohibida y penada la propagación de chismes antidemocráticos tendenciosos y de chascarrillos burlones que involucren a las supremas autoridades. Algunos dijeron: -¡Esto no puede ser! ¡Esto es el colmo! Otros dijeron: -¡Mano dura es la que necesitamos! Mauricio hizo ver que tenía náuseas y jaqueca y me convenció de que fuéramos a dormir. Los demás se quedaron en vigilia esperando más noticias. Al día siguiente, bajo las banderas de nuestros respectivos países, en carros blindados, protegidos por tropas de Cañénguez y a horas en que éste todavía gobernaba, abandonamos aquel tranquilo y democrático país.
CURIOSIDAD Hacía mucho tiempo, en la lejana infancia, cuando su padre usaba cuello de pajarita, su madre vestidos largos que le llegaban al ojo del pie y él rezaba todas las noches (con Dios me acuesto, con Dios me levanto, con la luz y la gracia del Espíritu Santo, ángel mío de mi guarda, semejanza del Señor que para mí fuiste creado, para amparo y guardador), comulgaba los días domingos y los de fiestas de guardar: el día del Carmen, el de la Inmaculada, el Jueves de Corpus, el día de la Ascensión y el de la Asunción (se preguntaba, ¿cuál será la diferencia?), ayunaba los viernes de Cuaresma y asistía a las procesiones de la Semana Santa. Hacía mucho tiempo, en la lejana infancia, cuando llegó a creer cuanto le contaban sus padres, la abuela, la tía Cil, la niña Cande, el cura, sobre Dios y sus criaturas: que Adán fue hecho de barro y Eva de una costilla de Adán; que la primera pareja fue expulsada del Paraíso por haber comido manzana, fruto de un árbol que no era manzano, sino árbol del bien y del mal; que Josué detuvo el Sol, que entonces giraba alrededor de la Tierra; que Moisés apartó las aguas del mar Rojo para abrir camino y librarse de los egipcios; que Jonás fue tragado por una ballena, viajó en su vientre y salió salvo de las fauces del mar y del cetáceo. Tenía entonces seis o siete años. Leía la Biblia sin entenderla, fascinado por las aventuras que relataba y con la convicción de que la simple lectura le otorgaba gracia, le santificaba. Durante los días santos, cuando los curas, desde el púlpito, evocaban la figura de Cristo, su comparecencia ante Anás, Caifás y Pilatos, la traición de Judas, el camino hacia el monte Calvario, la crucifixión, las siete palabras, etc., se bañaba en lágrimas como si estuviera presenciando en vivo la tragedia del Gólgota. Siguiendo las instrucciones que había recibido en "la doctrina" tenía cuidado, antes de confesarse, de repasar los diez mandamientos para hacer memoria de sus pecados y arrepentirse debidamente: no mentir, no matar, no fornicar (¿Qué quería decir fornicar? ¿Robar alcanfor?). Las prédicas de los sacerdotes le resultaban a veces incomprensibles. ¿Qué significaba luchar contra las tentaciones del mundo, del demonio y de la carne? ¿Por qué permitía Dios que el demonio anduviera suelto y lo ponía a uno, débil, ingenuo, sin armas, a luchar contra enemigo tan poderoso? ¿Cómo es que uno venía al mundo por designio de Dios y luego se veía forzado a luchar contra el mundo? ¿Y cómo librar batalla contra la carne si sus padres lo obligaban a comerla todos los días, almuerzo y cena, para que fuera alto, fuerte y sano? La firme torre de creencias y acatamientos empezó a desmoronarse con la lectura de ciertos libros profanos: La vida de Jesús de Renán, El diccionario filosófico de Voltaire, El Decamerón de Bocaccio, y concretamente el día que, al terminar la misa, su hermana mayor continuó de hinojos, rezando y, cuando más embebida estaba en el rezo, apareció, recién rasurado, oloroso a colonia, con más vaselina en el pelo que de costumbre, el padre Benito, quien no la tomó de las manos, como siempre, para decirle adiós después de bendecirla, sino que, poniéndolas entre las suyas, para acariciarlas una y otra vez, le fue diciendo entre frases amorosas que los votos y los hábitos no le habían suprimido su condición de hombre, que si ella seguía faltando a las citas de catequización él se moría y que esa tarde la esperaba a las cinco en el convento y que estarían solos, sin sacristán y sin ama de llaves. Otro golpe de hacha fue escuchar la conversación de su padre con la sirvienta. Que llegaría a su cuarto a las once, que lo esperara. Se lo voy a decir a la señora, don Roque. Pensalo bien; si llegás a decir algo te echo a la mierda sin pagarte y después yo mismo hago que la Policía te saque carnet de puta y te capture para controlarte. A la hora de la cena, don Roque, meloso, recomendó a su esposa que no se olvidara tomar las píldoras tranquilizantes y que aumentara la dosis para estar segura de gozar buen sueño. Él fue agarrando todo el hilo de la trama y se desveló hasta la hora señalada para ser testigo. Vio salir a su papá en pijama al corredor, acariciándose sobre la tela sus partes nobles. Lo vio entrar al cuarto de Petronila, la criada. Lo vio todo por el ojo de la cerradura. Otra vez, cuando ya había adquirido la manía de espiar por las cerraduras de todas las puertas y hasta la
habilidad de usar trépano para abrir hoyitos que no se notaban y ya había visto desnudas, bañándose, a todas sus hermanas, primas hermanas, huéspedes y a todas las criadas, se puso a escuchar, oculto tras el seto de claveles, una conversación de su madre con don Pedro, el farmacéutico. Empezaron diciendo que tomarían unas copas de Campari en la terraza que daba al jardín, para matar el tiempo, mientras llegaba el compadre Roque. Después de tres libaciones, don Pedro, disimulando propósitos, al hacer ademanes, rozaba levemente las piernas y pechos de su madre y ella protestaba de un modo raro, sin energía, con escasa indignación. No se propase, compadre, se lo voy a decir a mi marido; además, si lo llega a saber Rosaura, su consorte, que es una gran celosa, se va a armar la de San Quintín. Y la Chabe, ¿qué dirá esa mosquita muerta de la que todo el mundo sabe que es su segundo frente?. En otra ocasión vio cuando su padre le entregaba al Juez de Primera Instancia de la localidad, licenciado Mardoqueo Linares, apodado "el Gavilán", un fajo de billetes. El licenciado, después de contarlos y echárselos a la bolsa, dijo: "Voy a dictar resolución como usted quiere; pero entienda que esto no lo hago por soborno, sino porque sus intereses coinciden con el espíritu de la ley, vale decir con la justicia que estoy obligado a administrar. La entrega de dinero que me hace es un acto voluntario suyo, tómelo en cuenta, y lo acepto después de que usted ha reconocido mi integridad de funcionario. Además, ese dinero no me rendirá ningún provecho, pues lo invertiré en gastos de escritorio y ayuda compensatoria que daré a los empleados del juzgado que reciben bajos sueldos, como usted bien sabe". "¡Coma mierda!", le gritó, colérico, su padre. "Guárdese el dinero y vaya a suscribir la sentencia hoy mismo y me manda copia firmada". Entonces no sabía lo que significaba soborno, pero le pareció algo sucio, asqueroso, principalmente al observar la mirada del juez, del "Gavilán", encendida e instintiva como la de los animales en celo. ****** Ahora que los detectives le interrogan, en su despacho de gerente del Banco Nacional, sobre un cuantioso desfalco que ha cometido -y del que difícilmente podrán inculparlo, pues destruyó toda huella incriminatoria y dejó pistas que apuntaban directamente hacia el cajero, quien a la hora buena jamás podría dar explicaciones satisfactorias, porque aparecía su firma en los documentos reveladores de la apropiación indebida-, siente el deseo de decir la verdad, de confesar, de acatar el mundo de normas y preceptos que, un día, en la lejana infancia, le inculcaron los sacerdotes, sus parientes y sus profesores. El deseo es como las ganas de vomitar: incontenible. Pero se domina, enciende un Partagás, que en el anillo lleva grabado su nombre, y mientras lo fuma, saboreándolo, contesta sabiamente el interrogatorio a que le someten, hasta lograr que los detectives se retiren convencidos de su inocencia y sabiendo ya hacia dónde dirigirán sus indagaciones para identificar al culpable, cuyo nombre ya conocen.
ESPEJO DEL TIEMPO Era, posiblemente, el hombre más feliz de la Tierra. El Gobierno Local le había concedido dos acres de terreno en usufructo vitalicio y una pensión progresiva. Tenía ahorrados diez mil bonos privilegiados del First Vía Láctea Bank. La Liga Interespacial lo había condecorado. Era miembro propietario del Consejo de los Quinientos y amigo íntimo del Jefe de la Galaxia. Su casa estaba cubierta por una campana atmosférica de nítida transparencia, que impedía el paso de cuerpos y ruidos extraños; en las paredes de la fachada se había usado el pórfido y en las interiores piedra mármol tipo serpentino, traída de Marte; las escaleras, de aire congelado, eran invisibles a simple vista y sólo aparecían tenues, verdes, amarillas o azuladas, cuando él encendía las luces. Tres robots, incluyendo un astronauta, estaban a su servicio. Era dueño de un computador bibliográfico que él había contribuido a perfeccionar y que todavía no se construía en serie, una especie de teletipo con cinta magnetofónica y condensador de energía mental, que transmitía al cerebro el texto de sus registros (setecientos cincuenta mil volúmenes) por medio de ondas telepáticas. Poseía un Modigliani, escaso ejemplar de la era preatómica. Cuando inventó las pistas de succión continua, le permitieron conservar un ejemplar de cada una de las piedras preciosas que descubrió en los siete planetas principales durante sus atrevidos viajes de exploración. Su mujer, Elena, se mantenía ardiente y sumisa, como en los primeros días nupciales. Aunque tenía obligación legal de declarar sus inventos, guardaba, pese a los graves riesgos, tres en secreto: el espejo del tiempo, negro, cóncavo, imperfecto todavía porque reflejaba el pasado en imágenes fieles y sucesivas, pero aún no revelaba el futuro; el pulverizador protónico, capaz de desintegrar la materia por medio de la condensación de energía estelar en un cono de luz, y de reducir, en segundos, cualquier objeto sólido, inclusive un cuerpo humano, a pequeñas partículas de arena que se disolvían en el aire; y el detector de pensamientos -disimulado en un anillo de amatista- que usaba únicamente en la cátedra, para determinar el grado de percepción de sus alumnos, y en la ciudad, mientras la cruzaba en las naves electrónicas, para distraerse al conocer las ideas contradictorias de las multitudes. Jamás lo había utilizado deliberadamente contra persona determinada para conocer sus íntimos pensamientos. Estaban en la terraza. Era el cumpleaños de Elena. Él, para halagarla, había construido con sus proyectores iónicos, en el lado izquierdo de la caja de vidrio que entoldaba la terraza, una media luna que semejaba estar en el cielo y era exacto recuerdo de la real, destruida desde la Tierra en la tercera y última guerra atómica. El jardín daba luz suficiente al escenario, con un fulgor nacarado que era el aroma mismo de las rosas. Elena estaba recostada en un diván. Un vestido negro, con lentejuelas de azabache, acrecentaba su belleza. Sintió deseos de besarla. Cuando caminaba hacia ella, se vio reflejado en los vidrios altos que semejaban ventanales. Coronaban su cabeza los cuernos de la luna. No percibió el simbolismo, sino al advertir que Elena miraba también su imagen de cuernos amarillos y se sonreía imperceptiblemente, como si quisiera ocultar un sarcasmo ofensivo. Se detuvo. Volvió a verse de nuevo. Los paréntesis luminosos le salían de las sienes. Elena no lograba extinguir la mirada burlona. Pasó revista a la historia de su matrimonio. Recordó las frecuentes ausencias de ella, sus inmotivadas vacilaciones, sus injustos olvidos, aquellos gestos contradictorios que la revelaban acosada por recuerdos que desechaba de modo súbito y forzoso. Estaba siendo víctima de la pasión de los celos, pasión que los sociólogos habían dictaminado que ya se había extinguido en el género humano. Debería sobreponerse. Abandonar la idea de iniciar un diálogo sutil de preguntas capciosas. Elena podía entender el juego y denunciarlo. Más peligroso aún sería formular acusaciones directas. En el siglo veintidós, el encelamiento era considerado un proceso atávico, degenerativo, y constituía un indicio grave que permitía ordenar el internamiento del enfermo en las Clínicas de Aislamiento y, cuando el caso era grave, en los Recintos de Eliminación. Para no correr riesgos, decidió usar el detector de pensamientos. Sin que su mujer se diera cuenta, averiguaría la verdad. Dio una vuelta completa a la amatista del anillo y se acercó a Elena. Su
mente quedó al descubierto. "-Pobre diablo, ignora que le he puesto los cuernos" -pensaba-. La verdad le produjo escalofríos. Aparecieron los síntomas precisos de la celotipia: personalidad disminuida, evidencia de fracaso, ansias vengativas, deseos de conocer el incidente en su totalidad, con los menores detalles. Dio vuelta de nuevo a la amatista del anillo. Leer los pensamientos actuales de ella no era suficiente. Quería saber con quién, desde cuándo, dónde, por qué. Utilizaría el espejo del tiempo. Después cumpliría sus posteriores designios. Sobreponiéndose a la tartamudez que lo dominaba, propuso a Elena conociera sus últimos inventos. Cuando ella entró al Laboratorio, la sujetó de los brazos y la colocó violentamente frente al espejo del tiempo. Apareció Elena, después de diez imágenes sucesivas y algo confusas, totalmente desnuda en los brazos de su amante. Era el vecino, el mismo que reparaba los cinturones voladores y tenía facha de boxeador. Entonces, sin poderse contener, enloquecido, disparó el pulverizador protónico contra ella. Después, apuntó hacia las paredes, hacia el techo, en un intento de total destrucción, que ya no pudo consumar porque perdió el sentido. El diario de mayor circulación en la ciudad donde acaeció el suceso, lo relató en su real y exacta medida: "Pedro Benavides, de cincuenta años de edad, Doctor en Ciencias Físicas, profesor jubilado en la Universidad Central, se encerró en su casa de habitación el lunes recién pasado, echó llave por dentro y, en un acceso de furia, destruyó muebles, floreros, lámparas. Después, se escuchó un inquietante silencio que duró tres días. Al cabo de ese tiempo la policía, a pedimento de los vecinos, allanó el domicilio. Benavides se encontraba tirado sobre el piso del dormitorio, desnudo e inconsciente, empuñando un soplete con la mano derecha. Cuando volvió en sí, pronunciaba palabras incoherentes. En las diligencias instruidas por el Juez encargado del sumario, consta que el Profesor Benavides perdió la razón el lunes trece, día del encierro, al advertir que su mujer, de nombre Elena, se había fugado del hogar con Oliverio Ramos, obrero de veinte años de edad que trabajaba como aprendiz en un cercano taller de reparación de bicicletas".
UN MISTERIO PARA DON HONORIO A Silvia Castellanos de López Vallecillos "Respetado y querido Don Honorio: Las palabras con las cuales encabezo esta carta no son rituales ni están impuestas por los convencionalismos. Nacen del corazón, expresan sentimientos auténticos. Usted, sin embargo, no va a creerme. Al final de esta carta, me habrá condenado con el juicio de sinvergüenza o algo peor. Antes de terminar de leerla habrá, de seguro, formulado ese parecer. Pero yo rechazo cualquier imputación, cualquier sospecha. Afirmo enfáticamente que soy hombre honrado y le estoy diciendo verdad. Cuando tuve el gusto de conocer a su Excelencia, el recién pasado catorce de julio, en la Embajada de Francia, me atrajo su gallarda figura, su mirada imperiosa, tal vez altanera, que a muchos desconcierta. Admiré sus juicios originales, certeros (es ridículo decir que son subrepticiamente subversivos), y esa nobleza de espíritu que le ha otorgado extendida fama. Sufrí una especie de fascinación y, por eso, cuando fuimos presentados, me vio aturdido, con aire de tonto. Esa misma noche tuvo usted la gentileza de invitarme a su casa. Al día siguiente, hice la visita. Quedé deslumbrado. Al entrar se lo dije: "Usted y su casa coinciden. Es la casa más inteligente y afectuosa que he visto". Ahora que la he conocido mejor, creo que el secreto está en la multitud de jardines que la entrecruzan y que separan e integran sus diversas secciones. Claro que la caprichosa distribución, tanto de los patios como de las habitaciones, obedece a un orden preconcebido. Pero esto no lo advierte cualquiera. Yo tuve especial sensibilidad para percibirlo porque, como deberá recordar, por confesión que le hice, soy un poeta, un legítimo poeta, aun cuando jamás haya escrito versos. Su casa es, era, sencillamente maravillosa. Alcobas sabiamente decoradas para convocar el sueño. Salas de altas ventanas con techos sostenidos por vigas de sándalo, limitadas por paredes transparentes que circundan jardineras cultivadas de rosales, propias para oír composiciones de Chopin. Grandes salones adornados con tapices antiguos, panoplias y armaduras, adecuados para oír música de Wagner. Rincones amueblados al estilo japonés con biombos, sedas y muebles de bambú, donde se guardan colecciones de mariposas disecadas. Bibliotecas especializadas que se suceden entre bosquecillos que atraviesan artificiales riachuelos. Al expresarle mi entusiasmo, después de un breve recorrido, le dije que daría varios años de mi vida por vivir unos pocos días en aquel lugar, los necesarios para poder apreciar la colección de magníficos cuadros, jarrones, porcelanas y joyas, leer en cada una de las salas de lectura, admirar todas las plantas, flores y pájaros allí reunidos. Entonces, vino lo inesperado. Me dijo Usted que tenía la casa a la orden y que, al decirme tales palabras, formulaba una invitación precisa. Refirió que, por coincidencia, saldría de vacaciones acompañado de su esposa e hijos. "Puede -me dijo- vivir aquí durante tres meses, el tiempo que durará mi viaje". Lo fantástico se realizó. Partió usted para Suiza y yo me convertí en el habitante de aquellos aposentos que sacian la voluptuosidad más refinada. Me dejó advertido que no había criados, que todo funcionaba automáticamente, y puso en mis manos el plano del edificio y los pliegos de instrucciones que permiten poner en funcionamiento los dispositivos electrónicos. Pocos días después de su partida, podía orientarme en el espléndido recinto y conocía el uso adecuado de todos los botones, desde los que abren las puertas hasta los que hacen subir de las bodegas botellas de vino provenientes de cosechas que se suponen extinguidas. Y aquí viene ahora lo duro de referir. Los primeros quince días transcurrieron normales, si cabe dentro de la normalidad que un hombre fascinado viva en una región mágica, colmando sus deseos con el simple esfuerzo de apretar botones. Pero un día...fue el primero de agosto, ocurrió algo extraordinario. Cuando pasé a la sala de lectura francesa, con la intención de hojear una edición príncipe de Madame Bovary, encontré la sala
desmantelada. No había anaqueles ni libros ni mesas ni sillones. A las paredes mismas les habían sido arrancados los tapices, los mármoles. Mostraban el esqueleto de sus ladrillos. Yo me dije: "¡Santo Dios, he sido víctima, digo, don Honorio ha sido víctima de los ladrones!". Angustiado, me sentí culpable y pensé en la responsabilidad que, ante sus ojos, podría caberme. Dos días después, desapareció la sala de lectura española. Luego, la sala de cine, el gimnasio, siempre a intervalos de dos días y con el mismo sistema de dejar desnudas y averiadas las paredes. No podían ser ladrones. A mi juicio, no podían ser ladrones porque yo vigilaba y no les veía entrar ni salir. Durante la noche, ejercía especial vigilancia. Me colocaba frente a la puerta de uno de los salones. Allí permanecía cual centinela. No escuchaba ruido alguno. Al amanecer, abría la puerta y comprobaba que todo se había evaporado. Llegué a creer que Usted mismo había dispuesto así las cosas, mediante complicados artefactos, para jugarme una broma. Pero averigüé que esa hipótesis era falsa cuando descubrí a los malhechores, que poseían, entre otras dotes maravillosas, increíbles, la de volverse, a discreción, invisibles. Desde el primer momento adiviné que eran seres interplanetarios, marcianos de seguro. Estaba en una ventana vigilando el jardín de las fuentes de mármoles de colores, cuando vi descender sobre el césped el platillo volador. Tenía forma de hongo, era de color amarillo verdoso, un bellísimo color, por cierto, que jamás he visto antes ni siquiera en las mejores pinturas abstractas. Salieron del vehículo espacial tres individuos como de vidrio o humo, transparentes, con patas, alas y pico. Parecían pájaros erguidos; estaban provistos de unos aparatos que podrían llamarse aspiradores. Apuntaron con ellos a las fuentes; las fuentes se empequeñecieron y yo las vi pasar, empequeñecidas, a través de las mangas de los aspiradores, hasta el platillo volador. No hice nada. Pero, ¿qué podía hacer? Estaba entontecido por el asombro y atemorizado por los juicios adversos que usted formularía contra mí cuando le relatara la verdad inconcebible. La inconcebible verdad que ahora le voy a revelar totalmente. Sépalo de una vez: en su mansión no ha quedado un cuadro, un tapiz, una alfombra, un jarrón, un solo mueble. Su casa ha sido saqueada por los marcianos. Yo insisto en que son marcianos. Anoche, al verlos llegar, intenté capturarlos. Entré en el platillo mientras ellos estaban dentro de la casa, perpetrando sus fechorías, y destruí lo que calculé era el tablero de control de mandos. Rompí unos aparatos, corté unos cables. Hice todos los estragos que consideré convenientes. Entonces corrí a su Mercedes Benz. Pensaba llegar a la Jefatura de Policía, presentar denuncia, regresar con un contingente de oficiales armados. Creía que los invasores no podían huir, ya que les había inmovilizado su vehículo; pero, cuando estaba dentro del Mercedes y me aprestaba a encender el motor, salieron de la casa. Con unas largas espadillas, que de fijo eran armas, porque despedían rayos, apuntaron hacia el automóvil y éste se fue desintegrando, desapareciendo, por los guardafangos, el motor, la capota, etc. Me quedaron sólo las llaves en las manos. Uno de ellos, burlón, me apuntó con una de las agujas y mis vestidos se hicieron humo. Quedé desnudo y con la lengua hecha un lazo dentro de la boca. Luego, con otro de sus instrumentos, apuntaron hacia el platillo y pude ver cómo todo lo que yo había destruido recobraba su estructura. Entonces lo abordaron y se volvieron invisibles junto con el platillo volador, que subió, supongo, a través de las nubes en vuelo vertical. ¿Qué creerá usted de mí, querido don Honorio? ¿Que he sido yo quien ha robado sus tesoros? Adivino su respuesta: la historia de los marcianos es inventada. Presiento sus ojos iracundos. Jamás podré enfrentar su mirada. Por eso he decidido irme lejos, lejos, donde jamás pueda encontrarme. Con esta carta y el paquete adjunto le envío las llaves de su Mercedes, lo único que resta de cuanto poseía usted en muebles. Le ruego encarecidamente ordene sean analizadas en un laboratorio de alta calidad científica. Estoy seguro que encontrarán huellas de ácidos, rayos, qué sé yo, desconocidos en nuestro planeta. Esto le revelará que fueron extraterrestres los malhechores y que yo soy hombre honrado, que no soy ladrón ni sinvergüenza. Apenado hasta el fondo del corazón, lo saluda su fiel amigo. Gervasio".
AMOR ANIQUILANTE Amanda Arriaza amaba a Antolín Antúnez, ansiosa, apasionadamente. Antolín, actuando antagónicamente, abominaba a Amanda. Anteriormente, arrodillándose, adulándola, adquirió anticipo, alcanzó, acceso amoroso, arrancándole aspiraciones abstenerse amoríos antes adquirir ayuntamiento autorizado Alcalde. Ahíto, aburrido al alcanzar antojo, asfixiábale ahora. Advirtiole: -¡Amo a Alicia! ¿Atiendes? ¡A Alicia! Aun así, Amanda arremetía acosándole adoquier avisorábale: aquí, acá, acullá. Al advertirse asediado, acorralado, acordó arremeterla, arrumbarla, atacarla, abiertamente, arponearla. Además aflorábanle al alma ansias asesinas. Atropellándola, agraviándola, aprestose a ahuyentarla: -¡Aléjate, adoquín! ¡Apártate, armatoste! ¡Arre, asna, acarrea abono, almuerza alfalfa! ¡Al aquelarre, agorera! ¡Aruspicina, al averno! Acertaron afilada armas. Amanda, abrumada a apelativos afrentosos, acribillada a alusiones antipáticas, aceptó arrancarse aquel amor atenazante. Al abjurar, aullaba: -Agudo aguijón abracadábrico, atracción abominable, aún acuchíllame, aún aherrójame. Al acatar acaso adverso -acción asaz ardua-, Amanda alterose, anunció anormalidad. Aunaba atropellándolas, aseveraciones arrevesadas. Aislose anacoréticamente. Alimentábase a adarmes, alejaba atenciones, afectos. Acumuló acciones abstrusas; abstuvo adornarse; achicaba, abandonó afeites, alhajas. Al advertir afección, allegadas alarmáronse. Años atrás, activa, ardorosa, acometía aventuras, afianzaba alianzas, acuñaba amistades. Ahora, adelgazaba, asténica, apática, alicaída, arrugada, acascarada, aparentaba ancianidad anticipada. Al acercarse aniquilamiento absoluto, amigas afligidas atolondráronse. Aconsejaban algunas agua azucarada, algotras amargo angostura, ácido acético, aspirina. Acumulaban afirmaciones antitéticas: "acuéstenla al aire", "abríguenla", "aplíquenle antibióticos", "adminístrenle ampolla aceite alcanforado", "adormézcanla", "avívenla", "apelen al abogado", "acudan al aliviador anatómico", "avisen al Abad", "acorran al Arzobispo". Armose alboroto. Abdula Abullarade, árabe algo alocado, alópata arrepentido, aunque avezado a aliviar achaques ajenos, atrevióse a apuntar. -Absceso alójase arteria aorta, angina ad-portas. Abriéndola, aplicando aparatos actuales, alcanzaremos albricias. -Absurdo, absurdo-, alcanzó a argüir Abraham Abellis, arrancando apresuradamente al Alminar a adorar al Altísimo. Anticuado arbolario amonestaba: -¡Aprisa! Apónganle apósitos azafrán. Afirmo, aseguro, acométele ataque apoplético. Además aplíquenle antipirina, abaja, agitación, ahuyenta aloquecimientos. garase al alba?-, averiguaba abuelita, ambulando atormentada, atravesándose antojadizamente.
Allegadas acudían a aquietarla: -Acomódese anciana, acorte averiguaciones, apártese. Agénciese asiento, ahueque ala. Acallada ayudará acertadamente a achacosa. -Al atardecer advirtiéronle alucinaciones. Afiebrada, atizbaba alimañas alrededor. Al anochecer alienose abiertamente. Alojáronla al asilo. Allí arrullaba almohada apretándola alocadamente aclamando: -Antolín, Antunito, acércate, abrázame, apretújame, apechúgame, apacíguame. Al advertirla así acordaron avisar a Antúnez. Acaso antiguo amante ayudaría alienada adviniendo apesarado. ¿Antolín arrepintióse? ¿Alma acongojada apenose actos abyectos? ¡Ah... abscóndito arcano! Averiguaron apenas abril año anterior, Antolín atravesaba Atlántico, afincábase América, abría almacén abarrotes. Al abordar avión alteró apelativos, anonimándose. Algunos astutos alcanzativos, aseveraron Antolín, afeminado, amariconado, adjuntose, acompañose, agraciado aserrador argentino.
POBREZA Se alimentaban diariamente con pan, sal y agua. Comían carne una vez por año. Cada vez que la mujer paría.
TIEMPO IRREDIMIBLE Él dormía recostado hacia el lado izquierdo, casi boca abajo. Ella iniciaba la diaria faena -barrer, trapear, lavar ropa, hervir el café- levantándose a las seis y sacudiéndole enérgicamente hasta despertarlo. De otra manera, quedaría tirado en la cama, toda la mañana, vencido por la modorra alcohólica. Suena el timbre del reloj despertador. Comprueba la hora en la carátula fosforescente porque está muy oscuro. Enciende la luz, se pone la bata raída, la única que tiene, y se dirige a la cama de Julio. Le toma por el brazo, le da media vuelta hasta ponerlo cara al techo y empieza a zarandearle. El expediente no da resultado. Viéndole insensible a las sacudidas, cae en la tentación, que a menudo la perturba, de no despertarlo. Que se cumpla la amenaza de don Aurelio (¡otra falta y al carajo!). Ya no le importa que el futuro se ponga más negro. Que venga la miseria total, la muerte por hambre. Ella tendrá valor para hacerle frente. Las continuas penurias han venido a ser una especie de entrenamiento. Mientras esas ideas le dan vuelta en la cabeza, enciende la pequeña cocina de gas, se acerca a la ventana, aparta las cortinas para que penetre la claridad del alba. Casi no entra luz. Grandes nubarrones y una lluvia levísima hacen gris el aire, empañan los cristales. El cielo fosco le abate el ánimo y la empuja a meditaciones inútiles. Lo de él es irremediable. Vanos fueron los consejos, las súplicas. Dinero botado el que se gastó en las clínicas, en los psiquiatras. Tiempo perdido el de los Alcohólicos Anónimos que trataron de convencerlo. Sólo un milagro, como decía su madre, podría salvarlo. Pero los milagros no existen. Dios, quien podría ser el autor de los milagros, tampoco existe. Lo sabe perfectamente después de haber quemado su fe en rosarios, velas, misas, comuniones, que para nada sirvieron. Primero bebía únicamente en las fiestas, aduciendo como argumento la obligación de cumplir formulismos sociales. Sin amistades no se prospera y en este país es imposible abrirse camino, ganar aliados y conservarlos, si no se sabe beber. El alcohol es una llave, una institución, una costumbre sagrada. Prueba de lo último es que está, como Dios, en todas partes: bautizos, cumpleaños, bodas, velorios. Después organizó las reuniones sabatinas en su casa. Ya no hablaba del alcohol como rito social, sino de sus virtudes propias. Al exponerlas, hilvanaba dislate tras dislate. De cierto, es un tónico. Aumenta la fuerza cerebral y la potencia viril. Es higiénico, porque limpia el alma de la herrumbre que va dejando la vida cotidiana. Además, es terapéutico, porque no me van a negar que es saludable desahogarse y echar puteadas a diestra y siniestra, pues todo lo que nos rodea, desde cualquier lado que se le mire, es pura mierda. Si en vez de recurrir a la bebida nos tragáramos nuestra indignación, nuestra cobardía, terminaríamos haciéndonos maricones, drogadictos o, tal vez, suicidándonos. En ocasiones sacaba a relucir argumentos bíblicos. Jehová desata el Diluvio y salva a Noé por haber sido éste el primer hombre que descubrió la bebida que resulta como producto de la fermentación de la uva. Jesús dijo que su sangre era vino y por eso los curas lo beben en las misas. Los domingos amanecía con dolor de cabeza, el ánimo por el suelo. Pero juraba que no era efecto de los tragos, sino del cansancio natural consecuente al maldito trabajo rutinario. Sólo alrededor de varias botellas se puede realizar el esfuerzo necesario para llegar al hallazgo de verdades verdaderas. El cansancio se cura solamente con tragos. Una espina saca otra espina. Así aparecieron las borracheras de los domingos, después las de los lunes y, por último, las de todos los días de la semana que le convirtieron -como está ahora- en un viejo arrugado y tembloroso. "-Le dejaré dormir unos minutos más" -decide-. Tal vez así despierta despejado. Aunque esa es una ilusión, porque tiene ya la cabeza hueca como la de un idiota. A través de la ventana, ve venir un hombre en bicicleta, envuelto en capa gris de hule. Es el que reparte los diarios. Se detiene, apoya el vehículo en la cuneta, baja y tira un ejemplar debajo de la puerta. Ella no lo recoge. ¿Para qué? Traerá las noticias de siempre. Secuestradores dinamitan un avión y mueren todos los
pasajeros. Disuelven a balazos manifestaciones estudiantiles. Otro conflicto en el Medio Oriente a punto de desatar la Tercera Guerra Mundial. Lo mejor sería que se rompieran todos, que se pusieran a tirar bombas atómicas y se acabara esta porquería de mundo en que vivimos. Hay en el dormitorio olor a lodo, a cosa podrida. Hace otro intento por despertarlo. Le sacude de nuevo con furia, hundiéndole las uñas en los brazos. Él permanece tirado en la cama, como si nada. Regresa a la ventana. No puede abrirla; el pasador enmohecido se ha atascado. Continúa la llovizna, tiene que frotar los vidrios para volverlos transparentes y lograr ver lo que ocurre en la calle. Pasa sobre la acera de enfrente una mujer con mantilla, vestida de negro, que de seguro va a misa. Ella nunca fue a misa los días de semana, pero antes iba los domingos, algunas veces en compañía de Julio. No puede precisar el pasado. Su vida está cortada en dos épocas y es tal la sordidez de la segunda, que le resulta difícil reconstruir la primera. En cuanto las imágenes del recuerdo se vuelven claras, se interpone el rostro actual de él, abotagado, repulsivo, y las imágenes se deforman o se pierden en un telón oscuro. Ahora ve un hombre insensible a la lluvia, vestido de pantalón gris y saco negro, anteojos oscuros, sombrero de ala caída sobre la frente, que está parado en la esquina. Todos los días, puntualmente, a las siete de la mañana, releva a otro hombre de idéntica indumentaria que, además, se le parece físicamente. Ella sabe la historia. Son policías vestidos de civiles, "orejas" como les apodan. Vigilan a un estudiante que ha pronunciado discursos y escrito artículos contra el gobierno. El perseguido tiene dieciocho años, ojos pestañudos y soñadores. Cuando lo capturen le romperán los dedos con alambre. Antes de matarlo, le deformarán el rostro a culatazos. Nunca se sabrá nada, porque ahora tiran los cadáveres encostalados a los ríos o a los precipicios. Ve, cuando sale a la puerta de la casa de enfrente, en chinelas, vestida con el escandaloso kimono rojo de pavos reales bordados, a la prostituta que una tarde le sugirió abandonara a su marido y se dedicara, como ella, a darse gusto y ganar abundante dinero. "-Buena plata haría", comentó mientras la acariciaba, "porque es joven y está bien hecha: largas las piernas, duros los senos, el vientre hundido como si no fuera casada. Además, tiene un aire de inocencia que pagan a precio de oro". Ella pensó confesarle al Cura que la idea momentáneamente le había seducido. Pero no lo hizo porque entonces ya no iba a la iglesia. ¿Cuándo fue la última vez que oyó misa? No puede precisarlo. Le ocurre lo de siempre: la confusión que no le permite determinar fechas ni hilar sucesos. Y ahora este fenómeno nuevo de confundir sueños y verdades. Quizá nunca tuvo padres; quizá Julio nunca fue su novio ni hubo noche de bodas ni luna de miel y ha vivido siempre en este cuarto sucio, hediondo, con el borracho impotente que está tirado en la cama. Tal vez tenga más de cincuenta años y no sea cierto que acaba de cumplir treinticuatro. El infortunio, como el sol de los desiertos, quema los sesos, provoca espejismos. Ya no sabe si son hechos ciertos, sueños o imaginaciones, las estampas que se le vienen a la mente. Un sábado fueron al cine. La noche estaba fresca y tuvieron que ponerse sweaters. La película era de Clark Gable, la Marilyn Monroe y otro artista famoso cuyo nombre se le escapa. El argumento se le ha olvidado. La única escena que recuerda con claridad es la de un caballo enfurecido al que trata de domar Gable. Después fueron a cenar a un restaurante chino o a una cafetería y fueron a bailar a una discoteca, algo así como El hipopótamo alegre o El cocodrilo viudo. Lo que sí recuerda con precisión, pese a las hendiduras que de seguro los años perdidos o la demencia le han empezado a dañar el cerebro, es que todos los domingos por la tarde iban al Campo de Marte. Daban tres o cuatro vueltas por el sendero de piedrín rojo, tostado, que tronaba como galleta. A la hora del crepúsculo, en un lugar solitario, escondido, se recostaban sobre la grama, veían embelesados la mutación de colores, la desaparición lenta de los círculos amarillos que se formaban bajo los árboles. Conmovidos por el flujo de ternura que bajaba del cielo, se acariciaban las manos, se besaban y en ocasiones se ayuntaban, olvidados de todo, salidos del mundo, metidos nada más el uno dentro del otro. La desdicha hace también que el tiempo camine lentamente. Antes, cuando él era grato y afable, los relojes tenían velocidades normales y los calendarios no engañaban. Las horas eran de sesenta minutos; los días
de veinticuatro horas; las semanas, de siete días, terminaban siempre en sábados y en domingos. Todo ha cambiado. Las horas tienen miles de minutos; los días cientos de horas, las semanas son una sucesión de lunes monótonos y despaciosos. Vuelve la mirada hacia la cama. Inútil será despertarlo, hacer que se levante, vaya a la ducha, se vista, tome el café negro, la pastilla de tiamina. Se presentará al trabajo tembleque, con el rostro hinchado, los ojos enrojecidos, el aliento ofensivo. Y perderá el empleo de todas maneras, aun cuando asista, porque la última vez dijo el repulsivo don Aurelio que la amenaza valía si llegaba ebrio o con señales de haber bebido. Ahora ya no sabe de cierto si le repugna don Aurelio. Cuando le tocó las nalgas haciéndose el desentendido, sintió ganas de darle una bofetada. La cólera fue mayor cuando el viejo grasoso, metiéndole un dedo entre los pechos, le dijo que si se iba con él tendría casa, comida, buena ropa y dinero para sus lujos. Le contestó que fuera a buscar a la puta que lo había parido. Pero tal vez ya estaba dispuesta a seguirle. Ahora se arrepiente de no haber aceptado la propuesta. La lluvia continúa cayendo, menuda, obstinada, anunciando temporal. Regresa a la cama y le mira de nuevo. Allí está la ruina de hombre, con la boca y los ojos entreabiertos, el torso desnudo. Le grita: "Borracho, ya van a ser las siete". No le contesta. Acosada por la sospecha le pone las palmas de las manos sobre la boca. Advierte que no respira; le toca la frente; coloca su mano sobre el lado izquierdo del pecho, le busca el pulso. Al fin se convence. Julio está muerto. Esos signos, el cuerpo rígido y la piel terrosa, lo revelan categóricamente. Cae de rodillas para decir una oración; se lleva las manos apuñadas a los párpados en espera del llanto. Pero no puede rezar. Tampoco puede llorar como quisiera. No le salen lágrimas. Lo cierto es que no siente pena alguna; por el contrario, un frescor interno la va llenando levemente de contento. Se levanta, hace la señal de la cruz, cubre el cadáver con una sábana. Va otra vez hacia la ventana. Ya no llueve. La calle ha recobrado el bullicio de todos los días. Se dirige al tocador caminando a pasos medidos, rítmicamente, como cuando tenía quince años y bajaba la escalera con un libro sobre la cabeza. No sólo siente un goce sutil de liberación, sino que tiene sensaciones de que su cuerpo ha recobrado energía, juventud. Deben de haber desaparecido arrugas de su rostro; su cabello tendrá de nuevo fulgor juvenil; su antigua belleza habrá empezado a retoñar. Al llegar frente al espejo se desviste. Ya totalmente desnuda, recoge su pelo sobre la nuca, palpa sus senos, acaricia sus caderas y sonríe satisfecha.
JUEGOS PELIGROSOS A Sergio Ramírez Ya en aquella época nos sentíamos distintos a los demás, aun cuando nunca llegamos a considerarnos anormales. Entonces no tenía interés -menos puedo tenerlo ahora- en buscar explicación a nuestra conducta. Pudo haber influido el calor quemante que se atenuaba un poco en los últimos meses del año, la ciudad jibosa, los ocho puentes que la cruzaban, la cercanía del mar, los ventarrones que volaban tejados y casas enteras, con las familias que vivían dentro. Esto último nunca lo vimos, pero lo aseguraban, santiguándose, las abuelitas cuando, casi en susurros, recordaban sucesos memorables. Inútilmente esperamos que uno de esos ventarrones se llevara la casa de don Joaquín, el prestamista dueño del Montepío, una casa exageradamente grande, de dos pisos, con jardín a la calle, verja de hierro que nunca pudimos traspasar porque había perros bravos y un guardián bigotudo y con escopeta. Saboreábamos en sueños el deseo de ver a don Joaquín levantado en el aire, pidiendo auxilio a través de una de las ventanas, los perros dando vueltas como papelotes y el guardián disparándose en la cabeza al no poder manejar el arma. Tal vez influyó el suelo de la región, contradictorio, extendido en amplias llanuras y alzado en pedregosos volcanes; los bosques circundantes poblados por monos, tepescuintles y venados; los ríos que se despeñaban atropelladamente desde las montañas y así, díscolos, entraban en la ciudad. Vivíamos en un mesón de catorce piezas, paredes de bahareque sin repellos, con grandes agujeros por los que se podía curiosear impunemente; un gran patio polvoso con una pila en medio, tres cuartos para excusados y sólo uno para baño. No puedo olvidar las borracheras de mi padre que se sucedían idénticas los sábados por la noche. Como llegaba trastabillando, abriendo la puerta a patadas, mi madre le gritaba: "Maldito, hijo de puta". Él cogía un leño y diciéndole: "Te voy a callar a vergazos", le daba duro por todo el cuerpo hasta que ella caía al suelo, conteniendo los suspiros, como moribunda. "Si vuelves a gritar, si vuelves a llorar, te rompo la cabeza hasta que te salten los sesos". Nosotros nos metíamos debajo de la cama, atemorizados; pero Juan y yo, los mayores, conteniendo, además, las ganas de entrar en pelea contra nuestro padre para defender a mamá. Pero nunca nos atrevimos. Era mucho el miedo que le teníamos. Guardo recuerdo fiel de los nombres y fisonomías de los compañeros de escuela de cursos superiores, que nos abrieron el gusto para el tabaco y el aguardiente, nos enseñaron a capear las clases yendo a nadar a las pozas de los ríos cercanos, a realizar pequeños hurtos en las tiendas, a tocarles el sexo a las mujeres que caminaban distraídas por las calles, a desvirgar por la fuerza a las cipotas del mesón. También aparecen claras, en el recuerdo, las figuras de los señorones del pueblo que, después de cometer tropelías -raptar una muchacha, impedir la salida del tren o la del tranvía, disparar durante las procesiones, matar un hombre-, cruzaban las calles montados en caballos gigantes, sacando chispas del empedrado, huyendo de la justicia que no les daba nunca alcance ni averiguaba quiénes eran, aun cuando todos, incluso nosotros, los menores de edad, sabíamos sus nombres. Nuestros juegos, movidos al principio, como es común, por el resorte de la emulación, progresivamente sobrepasaron esa etapa y se volvieron desahogos de instintos agresivos. En el fútbol valía patada, trompón y codazo. En el trompo quebrado, después de tirar según el orden en que habíamos ido gritando prima, gunda, tercia, cuarta, etc., el que primero acertaba al trompo metido dentro de un círculo dibujado en el suelo adquiría el derecho de destruirlo. Hacíamos guerras con hondillas cargadas con municiones; jugábamos a mosqueteros con espadas de madera reforzada con varillas de paraguas. Los niños de otros barrios nos cobraron recelo y nos fueron dejando solos. Entonces organizamos formalmente la pandilla. Ya no volvimos a jugar. De allí en adelante, nuestra distracción era buscar la muerte, cucarla, burlarla. A los doce o trece años realizábamos faenas que, como simples propuestas, habrían puesto los pelos de punta a los que se las daban de hombres valientes en el pueblo. Hazañas nuestras de menor cuantía
eran dormir en el cementerio, sacar calaveras de las tumbas, saltar hondas barrancas que medían hasta dos metros de anchura. Las de mayor calibre eran: tirarnos sobre el lomo del tren cuando pasaba bajo el puente, bañarnos en el río Grande durante las tormentas y salirnos cuando la repunta, con su caudal de piedras y troncos, estaba casi encima de nosotros. El que salía por último era el triunfador. Gonzalo era el mayor, el más ingenioso, el más arrojado. Aunque todos aguzábamos la imaginación para proponer una temeridad que sobrepasara la anterior, jamás lográbamos superarle. Por eso nos capitaneaba. Era moreno, ágil, de ojos vivaces y crueles, invencible en las peleas, imperioso en el ademán y la palabra. Llevaba siempre en la mano un latiguillo de cuero trenzado. Una vez cuando cruzábamos el puente Papaloate, que cubre el río en la parte de la cascada, propuso camináramos sobre el petril angosto, a lo sumo tres cuartas de las nuestras y nos balanceáramos como equilibristas. Él iba adelante. Imitándole dimos saltos y simulamos caernos, remedando a los payasos que habíamos visto en los circos sobre la cuerda floja. Otra vez, a instancias suyas, nos lanzamos de cabeza desde el puente de la Luz Eléctrica a la acequia estrecha y vertiginosa que corría abajo. Un leve error nos hubiera hecho caer en los muros que la contenían o en el lado seco y pedregoso del río. Luego estuvo el problema de salir. No era fácil. Impulsados a cien kilómetros por hora, según nuestros cálculos, teníamos que asirnos a unos garfios de hierro que estaban colocados adrede en las paredes de la acequia o aprovechar algunos salientes de piedra. De otro modo, chocaríamos contra la compuerta de hierro, porque la corriente endemoniada volvía imposible nadar contra ella. Me interesa referir un especial suceso. Jugábamos a ladrón librado. Rifamos con los dedos de las manos a los policías y a los ladrones. Yo quedé entre los últimos. En este juego, los policías persiguen a los ladrones y los llevan, ya capturados, a la cárcel: un árbol, una roca. Los prisioneros permanecían en el lugar señalado hasta que un compañero lograba acercarse y les libraba tocándoles el hombro. Cuando todos estaban capturados, terminaba una ronda y se iniciaba otra. El mundo daba vueltas como en la realidad. Los policías se convertían en ladrones, estos en policías. Después llegué a comprender que la vida toda es un absurdo que da vueltas empujado por un torbellino maligno. Gonzalo propuso una nueva modalidad. "Aquel a quien se aprehenda primero", dijo, "debe ser fusilado". Explicó que para llevar a cabo la ejecución se pondría al prisionero de espaldas a un paredón, firmemente atado a un poste, y que el grupo de policías a su orden deberían lanzarle un puñado de piedras de las más grandes que les cupieran en las manos. "Debe tirarse a pegar" -añadió- "y el que se raje es marica". Yo poseía piernas veloces; pero tropecé contra algo, me caí, no pude evitar que me apresaran. Atado de las manos por los pulgares, como hacen los policías cuando capturan presuntos delincuentes, comparecí ante Gonzalo. Este ordenó que fuera fusilado. Me preguntó si quería que me vendaran los ojos. Yo dije que no. Cerrado el diálogo me condujeron a una pared de adobe, parte de las ruinas de una iglesia que de seguro había derrumbado un terremoto. Fui amarrado a un poste que hundieron en el suelo. Cuatro de mis compañeros, que en ese momento eran policías, se armaron con piedras de regular tamaño. Gonzalo los dividió en dos grupos y se colocó al lado para dar las órdenes. Insistió en que tiraran a pegar. Gritó: "preparen, apunten". A todo esto, yo estuve tieso, altivo, esperando las pedradas. Y el que se rajó fue Gonzalo. "Basta, tiren las piedras, podríamos herirlo y quizás matarlo". Como todos respetábamos su voz de mando le obedecieron y no quedé como marica, sino como cachimbón. Siempre estuve frente a ellos, arrogante, desafiándoles, mirándoles sin pestañear. Los recuerdos han brotado nítidos esta noche aquí, en la celda. Mi carácter rebelde se ha acrecentado; no quise confesarme ni probé bocado de la cena que, me dicen, es obsequio del Director del Penal. Tampoco he formulado oraciones como me recomendó el cura, al que, por fin, le permití me confesara. - Padre -le dije- he pecado mucho. Eso fue todo.
Mis últimos actos, haciendo mis mayores esfuerzos, van dirigidos a procurarme fuerzas para tener, mañana en la madrugada, a la hora de la ejecución, el mismo valor, la misma entereza que tuve cuando niño.
PESADILLA Una sábana de viento lo envuelve y luego lo arrastra sobre un desierto de cal cortado a pique. Ve venir el abismo, lucha por liberarse de la envoltura que lo inmoviliza, pero no puede evitar la caída; desciende succionado por bruscos remolinos y cae adonde no hay aire ni nada. Tal vez en el limbo o en el vacío. Está rodeado de sombra y silencio. La boca, la nariz, los ojos, se le han cerrado. Quiere gritar. No puede. Súbitamente, una mano surge de las tinieblas, lo aprisiona y lo lanza al asfalto de una ciudad. Dando traspiés atraviesa un callejón abierto entre casas carcomidas a punto de desmoronarse. Le persiguen tacones secos, agresivos. A los lados hay bares de vitrinas lechosas, una clínica para perros, un circo, una iglesia. Los tacones continúan persiguiéndolo. Corre hacia una herrería que cierra la calle. Al correr su estatura disminuye, su piel se endurece. Cuando llega al taller es un trozo de metal en forma de corazón, que el herrero toma con sus anchas manos y coloca sobre el yunque para convertirlo en lámina. Empieza a martillar. Los martillazos ni le duelen ni le alteran. Es heroico e irreductible. El herrero, enfurecido, crece, se ensancha, eleva el martillo hasta el techo y lo deja caer con todas sus fuerzas. El golpe puede ser la muerte, pero en vez de que todo termine, se convierte en multitud de partículas y sale por la ventana desarticulado, disperso, aunque todavía con vida. Afuera, en el campo, el viento matinal, después de borrar todas las estrellas, baja, se calma, se torna lento y lo mece como si fuera niño metido en una cuna. De pronto, renace su ímpetu, sopla con fuerza y se dirige hacia un solitario molino que levanta su cruz en la llanura. Le arrastra, haciéndole volar, vertiginosamente, sobre las copas de los árboles. Pero pierde fuerza de nuevo, poco a poco se vuelve despacioso, mientras él adquiere de nuevo la virtud de la coherencia y recobra su estructura, su conciencia plena, la capacidad de buscar, por sí mismo, direcciones. Escoge un lugar para descender. Mientras vuela, calma su hambre y su sed masticando el aire como si fuera pan y bebiendo el aroma del campo que tiene sabor a vino. Empieza a sentirse feliz. Pero, de pronto, los árboles se levantan con todo y raíces y le persiguen. Mueve piernas y brazos para huir. Intenta volar alto, pero no lo consigue. No logra subir ni una pulgada. Los árboles extienden ya sus brazos, sus ramas agresivas. Entonces vuelve a surgir el molino y tres gallos, parados sobre el aire, cantan sucesivamente y así disuelven el hechizo. El mal sueño parece haber terminado. ****** Al despertar, está acostado en la vieja cama dentro del cuarto de su casa. A través del vidrio de la ventana ve que donde había un patio de limoneros y jazmines hay ahora un cementerio. Van cayendo las cruces, agrietándose bruscamente la tierra. De las tumbas abiertas salen unos lobos con hocicos cubiertos de espuma, se acercan, le llenan la cara de saliva. No puede defenderse. Está como vendado. Hace un máximo esfuerzo; rompe las ataduras, recupera los movimientos, pero está rígido y vuelve a surcar el aire convertido en flecha, atraviesa paredes, muros, y, después de recorrer más de un kilómetro, cae en un campo mojado de neblina. Inmediatamente después de la caída, se ve obligado a correr y correr porque vuelan sobre él murciélagos y moscardones que lo cagan. Se ve obligado a entrar a un túnel que resulta ser una alcantarilla piso de mierda techo de telaraña. Cuando logra salir le continúan persiguiendo los mismos animalejos. Pierde de nuevo su estructura humana y cae al suelo convertido en gusano. Mientras se arrastra, llueven sobre él excrementos que lo cubren y lo ahogan. Entonces muere. Percibe claramente la agonía, la cesación de sus funciones vitales. ****** Resucita en su cama. Esta vez vuelve a creer que, de verdad, todo ha terminado; pero se presenta un enano, monta sobre su estómago, le pone una capucha de hule sobre la cabeza, se la amarra por el cuello y aprieta y aprieta y sabe que, ahora sí, va a morir. Recuerda entonces que en el cuarto de al lado duerme su madre y le grita: "¡Madre! ¡Madre!" y ella no le oye, no se levanta. Vuelve a gritar: "¡Madre! ¡Madre!" y, por fin, ella aparece, alta, vestida de negro, sin brazos. El enano, al verla, se desvanece. Su madre le besa la frente y él logra respirar y cree salir, por fin, definitivamente, de la pesadilla.
****** Tiene la sensación de haber vuelto a la vigilia. Cree firmemente que está en su casa, que a la vera de su cama, al lado izquierdo, está su madre; que a la derecha está la ventana que da al jardín de calistemos y araucarias; que al fondo está la habitación de su hermana; que cerca de la ventana está la puerta custodiada por macetas de geranios y begonias. Pero el sueño maligno ha continuado. ****** Al encender la luz la pesadilla termina, por fin. Advierte la verdad. Está en el cuarto de un hotel al que llegó después de la persecución. Momentáneamente, olvidó las últimas treinta y dos horas, durante las cuales no ha logrado dormir sino los últimos treinta minutos, que fueron los de la pesadilla. Olvidó la manifestación, los fusiles, los disparos, la huida. El haber llegado donde su cuñado que no quiso darle asilo, el haberse refugiado en un cine, después bajo un puente, después en el burdel de la niña Herminia que le pidió perdón, pero que, por amor de Dios, se fuera, porque ya se sabía que era el cabecilla y por radio se describían sus facciones, su indumentaria, y se había publicado su foto en un diario de la tarde. Olvidó que había estado donde Pablo, que es como un hermano, y que Pablo también se negó a esconderlo y le regaló un traje negro usado, un sombrero, unos anteojos oscuros. Reconstruye el trecho último de su vida. Cae en la cuenta de que se metió a ese hotel cuando casi se derrumbaba, vencido por el sueño, con intenciones de dormir un rato, recuperar fuerzas, reanudar la huida. ****** Chirrían abajo, en la calle, llantas de automóviles, suenan y resuenan pasos bruscos, veloces, se oye el trac trac de fusiles que se cargan. El dueño del hotel sube los escalones gritando: "por aquí, por aquí, tengan cuidado, suban, tiene un arma". Empiezan a sonar disparos, la puerta está a punto de caer. Él, antes de empuñar la metralleta, se mete el pañuelo en la boca para no llamar a la madre a la hora de la muerte, como en la pesadilla.
SENTENCIA DEFINITIVA Nunca me puse a pensar seriamente en lo que significaba la muerte hasta que leí en los diarios que el fiscal pediría se me aplicara la pena capital. Ni cuando la hoja encontró la resistencia de la piel y los huesos, ni cuando mi mano recibió el manantial de sangre que le nació en el pecho, ni cuando se doblegó con la voz perdida y los ojos casi cerrados. Lo vi morir, claro está, pero como quise matarlo, como tuve que matarlo por imperiosa necesidad, en aquel momento no sentí compasión ni tuve después remordimiento. Lo que cobró relieve en mi conciencia después de la pelea fue que yo estaba vivo y no que él yacía, para mi suerte, finado en la acera. La lectura de la petición del fiscal abrió en mi cabeza un surco de preocupaciones, aunque me pareció absurdo que los tribunales la aceptaran y ordenaran se me fusilara por haber matado en las circunstancias en que yo maté: en legítima defensa. A pesar de la escasa cultura que poseía, pensé que tal absurdo no llegaría a consumarse. Benavides, alias Tarzán, era de pelo abundoso que casi le cubría la nuca, ojos vivos, ligeros, músculos vigorosos. Vivíamos en el mismo barrio, frecuentábamos la misma cantina y estábamos enamorados de la misma muchacha: Carmelina. Eso fue el origen de todo. Él se consideraba superior porque era alto, fornido, levantaba pesas y en sus frecuentes riñas salía siempre victorioso. Llegó a creer que todos los del barrio le debían obediencia y cometió el error de incluirme entre sus vasallos. Ignoraba que yo, desde hacía dos años, me entrenaba en el Gimnasio Magaña y era experto boxeador. Una noche, cuando salía Tarzán de la cantina, yo pasaba por la acera, enfrente de la puerta principal. Me agarró de la camisa y me empujó hacia el interior. Quería tener público. "¿Es cierto que te gusta la Carmelina?". No le contesté. "Te lo pregunto porque vas a tener que apartarte de ella. Es mi novia". Seguí guardando silencio. Entonces levantó su mano libre hecha puño y me gritó, casi escupiéndome, "si la volvés a ver te rompo la cara". Me liberé de la presión y le asesté un puñetazo que lo hizo caer al suelo, desconcertado. Nunca creyó que yo podría hacerle eso, ni que pelearía con él, ni que le vencería pese a su estatura y fortaleza, y menos que le dejaría tirado en el suelo, casi sin sentido, en verdad noqueado. Yo creí que el incidente estaba terminado, que Tarzán después de haber recibido la lección, me dejaría en paz. Jamás pensé que la derrota le haría caer en trastorno. A las cuatro de la madrugada del día siguiente, cuando caminaba por un callejón rumbo a mi casa, la oscuridad perdió su monotonía. Relampaguearon sus ojos y su puñal. Desenfundé el mío. Debimos haber formado una estampa magnífica cuando nos arrollamos la camisa en el brazo izquierdo, para usarlo a manera de escudo, y esgrimimos los aceros. Felinamente nos inclinábamos, nos agazapábamos, avanzábamos o retrocedíamos, buscábamos herirnos o esquivar las estocadas. Él atacaba con mayor denuedo, pero con menos inteligencia, porque lo dominaba la furia y estaba cierto de matarme. Quise aprovechar la situación y me acerque atrevidamente para jugar una carta decisiva. Al verme al alcance de su hoja creyó que no podía errar y se fue sobre mí, seguro de hacerme un tajo en la garganta. Me agaché, afirmé mi mano y le busqué el corazón. ¿Cómo aparecieron testigos que desfiguraron los hechos y declararon cosa distinta de lo sucedido? No logro explicármelo todavía. Una mujer y su marido -los Pérez- dijeron que Tarzán estaba tirado sobre la acera, vencido por el sueño, y que vieron cuando me acerqué y le hundí mi cuchillo en el pecho. Otros testigos del grupo de los sojuzgados por Tarzán dijeron que, después de la bronca que armamos en la cantina, yo juré matarlo, fuera como fuera. No pude pagar defensor y el juez me nombró uno de oficio. Este, después de cobrarme mil colones
-todos mis ahorros-, me aseguró que no me condenarían porque la prueba relativa a la premeditación y a la alevosía estaba viciada, y porque mi versión de legítima defensa era incontrovertible por su coincidencia con la prueba material. Entendí que con la jerigonza hacía buenos augurios. Pero, pese a ellos, el jurado dictó veredicto adverso y el juez me condenó a sufrir la pena de muerte por fusilación. He de decir que el defensor actuó defectuosamente. No expuso verdaderos argumentos y evidenció no haber estudiado la causa. Decidí removerlo e interpuse recurso de apelación contra la sentencia de primera instancia, recurso en el que intervino un Procurador de Pobres, de quien después supe que era abogado venal y borracho. Todos los recursos se perdieron. Los tribunales superiores afirmaron, como el juez, que yo había cometido asesinato, que había actuado con premeditación y alevosía. Pedí conmutación de pena. De nada sirvió. Un día de junio me llevaron al juzgado para notificarme que tres días después, a las cuatro de la mañana, sería fusilado en el interior de la penitenciaría. Me tengo por hombre valeroso, pero, al recibir la noticia oficial de mi muerte, el estómago se me encogió y mi cuerpo entero fue sacudido por un escalofrío. Quise vomitar. Un guardia me tomó del brazo para reprimirme. -Tené valor, así como lo tuviste para matar al otro. Entonces tuve valor, es cierto. Varias veces su hoja estuvo a dos pulgadas de mi estómago, a dos pulgadas de mi corazón, a dos pulgadas de mi garganta, y no sentí temor. Pero ahora me domina el miedo, estoy temblando, sudor frío brota de mi frente, de las palmas de mis manos. Siento náuseas. No logro verme como efectivamente soy, sino como voy a quedar después del fusilamiento: con el cuerpo agujereado y con el cráneo deshecho por el tiro de gracia. Respiro y no alcanzo a terminar la inhalación al pensar que dentro de poco no podrán funcionar mis pulmones. Miro las cosas que me rodean y tengo que cerrar los ojos al pensar que pronto las cuencas empezarán a vaciarse. Oigo latir mi corazón y al pensar que pronto dejará de hacerlo, tengo la impresión de que lentamente van cesando las palpitaciones. Levanto las manos y las dejo caer en cuanto pienso que pronto no podré moverlas. Han pasado ya dos días después de la notificación de la sentencia. Son las once de la mañana. Faltan menos de veinticuatro horas para que yo muera. Faltan exactamente diecisiete horas, menos, porque mientras he hecho el cómputo trágico han transcurrido cinco minutos. Estoy caminando velozmente hacia la tumba. Cada minuto doy un paso hacia ella. Mañana, a esta hora, ya estaré enterrado. Ya no podré ver no oír ni hablar. Mis ojos estarán cubiertos de tierra, mis oídos estarán llenos de tierra, habrá tierra sobre mi boca, mi cuerpo empezará a descomponerse. Las vísceras estarán hechas una masa lívida e informe. Despediré hedor, gusanos caminarán sobre mi piel. Son las tres de la tarde. No pude almorzar porque tenía pegado al paladar un acre sabor a muerte y estaba seguro de que al comer vomitaría. Hasta este momento la idea que me ha dominado es la de mi muerte física. Es como si llevara dentro de mí un espejo que reflejara mi cadáver. Ahora pienso en mi otra muerte, en la muerte psíquica. Cuando la sangre ya no corra por mis venas truncas, ¿seguiré pensando? ¿Podré ver al oficial que me disparará en la sien, al médico que pondrá sobre mi pecho el estetoscopio, a los guardias que me colocarán en el ataúd, a los sepultureros que me cubrirán de tierra a paletadas? Después de todo eso, ¿seguiré teniendo conciencia de mí mismo? ¿O no despertaré jamás y todo esto que tengo por alma habrá terminado totalmente mañana, con el estampido de los fusiles? La angustia que me abate se acrecienta por los conocimientos que he adquirido en los tres largos años que ha durado el juicio. Ahora tengo una noción más exacta de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto. Comprendo que el Estado tiene facultad de castigar; pero he llegado a la conclusión de que la pena de muerte es una medida punitiva cruel e ineficaz. El Estado no tiene derecho a matar, a convertirse a sí mismo en criminal. Además, yo soy víctima de los testigos falsos, del fiscal vanidoso, de los periodistas que comercian con el escándalo, de la sociedad burda todavía, salvaje y primitiva, sin sentimientos cristianos. No quiero morir. Es injusto, inútil y absurdo que yo muera.
Son las ocho de la noche. Hace treinta y tres horas -desde que me notificaron la sentencia- que no duermo. Tampoco he comido nada; pero en estos momentos bebo una taza de café por si me viene el sueño, para ahuyentarlo. Quiero permanecer consciente durante los últimos minutos de mi vida. Además, algo puede pasar. Algo tiene que pasar. No soy una res que conducen al matadero. Soy un hombre, criatura de Dios. Grito, queriendo convencerme yo mismo: ¡Dios existe! ¡Dios existe! Pienso que él, todopoderoso, moverá su mano para que esta injusticia no se consume. Pero, ¿cuál esperanza queda? Ninguna. Todos los recursos legales han sido agotados. La sentencia que contra mí se dictó es ahora una sentencia definitiva, pasada en autoridad de cosa juzgada. El río judicial sigue su curso, arrastrándome inexorable hacia la muerte. Ni Dios mismo puede detenerlo. ¿No es ésta una blasfemia? ¿Me está permitido blasfemar en esta hora solemne? No; debo tener fe. Sólo en las novelas macabras estas pesadillas llegan al final. Algo tiene que pasar. Se me anuncia el sueño en la pesadez de los párpados. Pero no debo dormir. Debo permanecer en pie, como vigía. Algo tiene que pasar. Mi celda es la última de varias que se encuentran paralelas y divididas por un pasillo. El pasillo está a oscuras. Pero ahora se ha encendido la luz. Oigo ruido de llaves y de pasos. Viene gente hacia mí. Es el Director de la Penitenciaría y el Juez y varios periodistas y varios guardias. ¿Qué habrá sucedido? Abren mi celda. El Director y el Juez me abrazan. Los fotógrafos hacen estallar el magnesio. Los testigos que declararon en contra mía -me dicen- han rectificado sus declaraciones. Se celebrará un nuevo juicio y lo más probable es que salga absuelto. Me desmayo. Hubo un nuevo jurado. Esta vez mi defensor fue un abogado fogoso, inteligente y de gran elocuencia. Yo intervine diciendo algunas palabras. Concurrieron viejos amigos y olvidados parientes para alentarme. Llegó también Carmelina. El tribunal popular dictó veredicto absolutorio. Salí de la cárcel convertido en un hombre totalmente distinto del que entró en ella. Los estudios que realicé mientras estuve preso y que continué al estar en libertad, me tornaron culto y me infundieron un claro sentido del deber. Las torturas sufridas me volvieron sereno y estoico; la salida de la cárcel, en forma que podría calificar de milagrosa, me inclinó hacia el bien y me hizo vivir de ahí en adelante de rodillas ante Dios. Llegué a amar la vida entrañablemente y a admirarla en sus mínimos acontecimientos: la salida del sol, el florecer de una planta, la caída de la lluvia. Puedo decir que viví desde aquel momento en constante deslumbramiento y perenne oración. Antes del juicio vivía en el sentido biológico de la palabra. Ahora tenía vida espiritual. Quise ser hombre útil, adquirir posición respetable dentro de la sociedad. Al terminar los estudios de secundaria ingresé en la Universidad Nacional y obtuve título de abogado. Abrí bufete y alcancé éxito como defensor en causas penales, más que por la profundidad de mis conocimientos por el entusiasmo fanático con que actuaba. Después de la pesadilla vinieron las compensaciones. Me hice de modesta fortuna y pude contraer matrimonio con Carmelina, de quien siempre estuve enamorado. Fuimos felices. Tuvimos dos hijas. Compramos una casa en las afueras de la ciudad y logramos vivir en ambiente digno y protector. De "aquello" han pasado ya ocho años. Cuando llego a casa y salen a recibirme Carmelina y las niñas, me parece que fue otro y no yo el protagonista de la tragedia que no logro olvidar del todo. La fecha en que llegaron a librarme en los últimos minutos está grabada en mi memoria como lo está la huella en la piel de la bestia herrada. Fue un catorce de junio. Y, por extraño fenómeno psicológico, al llegar el aniversario me siento enfermo. Vivo de nuevo la tortura, me vuelve el sudor helado, el olor a sangre coagulada, el olor a cadáver, las náuseas. En esos días respiro con dificultad y siento que mi corazón camina remisamente y temo vaya a detenerse. Hoy, por ejemplo, a los ocho años exactos, he pasado muy mal. Permanecí todo el día sentado en una butaca, como paralítico. Para no tener malos sueños, como los tengo de costumbre en estas fechas, antes de acostarme he hundido mi rostro febril en las cabelleras rubias y frescas de mis hijas y me he dormido aprisionando entre mis manos las de Carmelina.
Oigo, en el sueño, truenos. Me levanto sobresaltado. Al despertar me doy cuenta de que estoy en la cama de mi celda, de que dormí pocos minutos. ¿Cómo, en tan poco tiempo, pude soñar tanto? Por fin caigo en la cuenta de la realidad. Son ellos. Los guardias. Están parados frente a mí, envueltos en capas de lluvia. Me dicen: -Vamos, levántate, te llegó la hora. Faltan quince minutos para las cuatro.
AZUL A Julio Fausto Fernández Hay recuerdos que se graban con cincel y cuando brotan lo hacen con tal luminosidad, que logran desvanecer o borrar las imágenes reales. Saltan a la cabeza de manera inesperada, a veces en circunstancias inoportunas. Como éste del jardín de la casa solariega que brilla con la luz que despiden los rosales circundantes, enmarcados entre pinos y araucarias. Acababa de llover. La niebla parecía surgir de la tierra esponjada. Eran las cinco de la tarde. Giraba lento el círculo del crepúsculo. Todo era azul. La comba límpida del cielo, el perfil lejano de los cerros, la vegetación, la sombra de los árboles, la honda que tenía en la mano, el pajarillo con apariencia de mariposa que se había parado en el engramado como si hubiese recibido orden de morir; la línea que partía de sus ojos certeros y atravesaba por el medio la cabeza de la avecilla. Azul también la voz de su madre que, sin hacer el menor ruido, apareció caminando en el aire, sobre la hierba, se acercó, puso una mano sobre su espalda y le habló en tono melancólico: "Hay obligación de respetar el azul del día y el de la noche; la vida es un perenne e inagotable fulgor azulíneo que baja del cielo por escalas secretas y corre por las venas de las piedras, la piel de las flores, los ojos de los ríos, la sangre de los animales, el cuerpo físico y el astral de los hombres. Debe respetarse el plan preconcebido del Creador. Matar es impulso perverso que va contra Dios y el orden natural. Al romperlo se altera el ritmo cósmico; al suprimir el milagro de un pájaro ocurre un desconcierto vital, las columnas del Universo se estremecen". Reconstruye el suceso como si lo estuviese viviendo de nuevo, paso a paso. La tarde declinaba, desaparecían del suelo moribundas monedas de luz. Se había retirado ya la madre, pero él seguía oyendo sus frases celestes y encantadas, como si el viento, al chocar con rocas invisibles, regresara para volver a decirlas en una especie de oración interminable. Impulsado por la voz maternal, aflojó la honda, la colocó en el suelo, respetó la vida del pajarillo. Luego de tomar esa decisión y alzar los ojos para admirar el brillo de las primeras estrellas, sintió el alma como tarro lleno de miel o como redoma que guardara el perfume total de las flores del bosque. Cuando vive de nuevo el episodio, todo se le va de la memoria. Ahora, por ejemplo, ha olvidado los acontecimientos de los últimos seis meses. No recuerda la llegada del telegrama que lo llamó a filas; la congoja de los familiares, el desmayo de su pequeña hermana al leerlo, la estampa de su madre, llorosa, implorando piedad al Corazón de Jesús, gritando después colérica: "No debes ir, no queremos que te maten ni que mates. La guerra es un acto cruel y estúpido". Tampoco recuerda que sacó a relucir su hombría, los deberes ciudadanos y que terminó revelando la vergüenza de ser cobarde, su miedo a la muerte. Vencido por los argumentos de la madre, hizo el juramento de no alistarse. Después vino el duelo con los tribunales para evitar la conscripción, la derrota, su debilidad, su perjurio al aceptar el fallo que le declaraba apto para el servicio, porque fue mayor el miedo a la cárcel que el de participar en la guerra, la frialdad del adiós: "No te podremos recibir con las manos manchadas de sangre"; el tiempo ominoso del entrenamiento, los instructores repulsivos, los odiosos ejercicios para aprender el uso de las armas de fuego y la carga con la bayoneta, los castigos degradantes, un intento de fuga. Cuando llega el recuerdo azul, todo se le olvida. Sólo ve la casa donde nació, el jardín iluminado por los botones azules de los rosales, la figura clara y también azul de la madre hablando del orden primordial, de la armonía arquitectónica del universo, de las circunferencias diversas y concéntricas. Terminaba siempre fabulizando: "Los árboles usados como horcas se marchitan, en ellos jamás vuelven a posarse los pájaros; cada vez que ocurre un crimen se cae una estrella del firmamento; a los cazadores y a los asesinos se les agrieta el alma y cuando mueren se les pudre juntamente con el cuerpo. En cambio, a los hombres limpios del pecado de matar, el espíritu se les separa de la envoltura corpórea y se remonta a regiones de gozo". No recuerda las aldeas bombardeadas, el acto de hacer pilas de cadáveres, rociarlos con gasolina y encender hogueras que despedían humo hediondo que se pegaba a la piel durante meses y no se iba con agua ni con jabón, ni restregándose el cuerpo con piedra pómez; las veces que disparó el fusil, la ametralladora o lanzó
las granadas, eso sí, cerrando siempre los ojos, porque nunca ha visto, nunca ha querido ver cuando los combatientes enemigos, los padres ancianos de ellos, sus esposas jóvenes, sus pequeños hijos, a veces de brazos, caen heridos o muertos. Antes de disparar, después de disparar, cierra y ha cerrado siempre los ojos, para no ver cadáveres con los cráneos rotos o contemplar heridos que gritan, queriendo detener la salida de los intestinos; y entonces hay que tirar de nuevo, por piedad, para rematarlos. Cuando atacaba con el lanzallamas, no presenciaba cuando surgían, de sus cuevas abiertas entre las rocas, los combatientes enemigos, convertidos en bolas de fuego. Incluso lloró y juró desertar cuando sus compañeros abrieron con yataganes las panzas de mujeres preñadas, sacaron los fetos para quemarlos y les dispararon a ellos el último tiro en la sien, el de gracia, hasta que el fuego había carbonizado sus engendros. Esos seres que viven a miles de kilómetros de su país, repulsivos por la piel morena y los ojos rasgados, medio salvajes porque viven casi desnudos en chozas de paredes de piedra o de adobe, techos de paja o de lámina, merecen piedad, son humanos. No encuentra justificación para matarlos. Nunca ha aceptado ni podrá aceptar razón suficiente para una guerra y menos validar ésta que puede terminar dentro de poco, mañana, hoy, en cualquier momento, porque el mundo entero sabe que es una especie de entrenamiento a corto plazo, un laboratorio levantado para comprobar la eficacia de nuevos inventos, principalmente el napalm y los gases tóxicos. Es cierto que corta alambres, asalta trincheras, lanza granadas contra las pocas casas que permanecen en pie después de los bombardeos. Pero la verdad es que actúa como hipnotizado por la voz autoritaria del Coronel y los gritos contagiosos de sus compañeros. Él, en realidad, está fuera del marco execrable de la guerra y se sale de ella incluso cuando está en medio de las batallas. Como sucede ahora. Por vivir de nuevo el episodio azul, no recuerda lo que acaba de pasar, la corta escaramuza que ya finalizó. No se da cuenta, no ve al hombre que empuña un fusil descargado, al único sobreviviente del bando contrario, que camina hacia él como autómata y que no viene dispuesto a matar, sino dispuesto a morir. Pues sabe que de nada le servirá halar el gatillo del arma sin munición y que la vida se le está yendo por las heridas que han teñido de rojo la guerrera de su uniforme. Baila, como empujado por impulsos fatales, una especie de danza macabra en cámara lenta, a sabiendas de que cada paso tambaleante puede ser el último, acatando la muerte que puede salir del fusil con el cual él le está apuntando. El soldado que se acerca está a veinte metros; al verlo a tan corta distancia, le apunta con precisión al medio de las cejas. Ahora que está más cerca puede dispararle metiéndole la punta del fusil en la boca abierta y jadeante. Pero, de nuevo, el recuerdo que todo lo borra, el retorno al suceso azul de la infancia, la voz persuasiva de la madre, el pajarillo que estuvo a punto de morir. Por la aparición del recuerdo, cierra los ojos y no ve cuando el soldado herido, en su último movimiento, se desploma sobre él y le parte el pecho con la bayoneta.