Madridistorias

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Madridistorias

La ciudad a trazos fuera del siglo

Carlos ViĂąas-Valle

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© Bubok Publishing S.L., 2012 1ª edición ISBN:

Impreso en España / Printed in Spain Impreso por Bubok

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Dedicatoria

A Pepita Tudรณ, excelsa maja goyesca que duermes en el olvido de la Sacramental de San Isidro.

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Índice

1- Madrid la ciudad. 2- A Juan Suárez no lo pudo pintar Goya. 3- Madrid de Goya desde la Pradera de San Isidro. 4- La decapitación de Goya. 5- El camino de los 43 fusilados en la Montaña de Príncipe Pío. 6- El paraje del Baile de San Antonio de la Florida. 7- Pepita Tudó, la Maja Desnuda, en el cementerio de San Isidro. 8- Los seis entierros de Pedro Calderón de la Barca. 9- Baltasar Bachero, calesero heroico de Lavapiés. 10- El extravío de Lope de Vega. 11- La Fornarina y el ángel decapitado. 12- Manuel Malasaña y el 2 de mayo de 1808. 13- Calle Calvo Asensio, 4, donde vivía Ramón del Valle-Inclán. 14- El barrio de Lavapiés. 15- Ignacio Valentín Gamazo y Alcalá. 16- Luis Mariano de Larra. El Otro Larra. 17- Velintonia, 3, la Casa de la Poesía. 18- Metrópolis, edificio de la confusión. 19- Madrid a Álvaro Iglesias Sánchez. 20- La Gran Vía de los 13 cines. 21- Juventud divino tesoro. 22- El Calvario de Lavapiés. 23- Desventuras de la cabeza de Piedra de Pablo Iglesias. 24- Benito Pérez Galdós se despidió de sí mismo en El Retiro. 25- Antonio Vega Tallés. 26- Aquellos traperos de Pío Baroja y de Viente Blasco Ibáñez. 27- Las lavanderas del Manzanares. 28- El Abrazo de Juan Genovés. 29- El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella. 30- Automóviles por Madrid en 1902. 31- El balazo mortal de Buenaventura Durruti en la Avenida del Valle. 32- La Estatua de la Libertad de Madrid. 33- Fui sobre agua edificada. Mis muros de fuego son.

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34- Las Lavanderas del Río Manzanares. 35- Miguel de Cervantes, extraviado en el convento de las Trinitarias Descalzas. 36- Ganimedes y el Ave Fénix. 37- Daoiz y Velarde y el 2 de mayo. 38- Elena Fortún en el Parque del Oeste. 39- La Caridad se compadece de los Pobres. 40- Larra o Fígaro. 41- Luis Candelas, el ladrón de Lavapiés. 42- Los espejos cóncavos y convexos, el Esperpento y el Callejón del Gato. 43- Estatua ecuestre de Felipe IV en la Plaza de Oriente 44- El portal por el que García Lorca abandonó Madrid. 45- El último portal que cruzó Antonio Machado. 46- Juan Carlos Argüello Muelle . 47- Centenario de la muerte de Alejandro Sawa. 48- La noche en que Valle-Inclán perdió el brazo izquierdo. 49- Bernardo López García. 50- El Parnasillo del Café del Príncipe. 51- El niño de 10 años que vino a pie desde Ferrol a Madrid en 1860. 52- La Quinta del Sordo de Goya. 53- Enrique Urquijo Prieto.

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Capítulo 1 Madrid la ciudad

Madrid es ciudad de historia reciente, pero densa y cargada de acontecimientos; la mayoría de tinte trágico por las grandes y extensas bolsas de pobreza en los barrios periféricos, con miles de lavanderas consumiendo sus vidas de mala manera a la vera del Manzanares, aquel río que Francisco de Quevedo calificó de arroyo aprendiz. En esta recopilación de relatos cortos de Madrid, hablo de aspectos menos conocidos y de algunos olvidados o poco recordados, siempre emocionantes y que de justicia es tenerlos siempre presentes. La foto de una mañana temprano de domingo con niebla, muestra en primer término la calle Bailén en dirección al viaducto sobre la calle Segovia. A la izquierda, el pequeño terraplén entre árboles que sube hasta la calle del Factor, límite norte de la muralla árabe que circunvalaba el Magerit del siglo IX. Al frente, la casa más alta que coincide con el primitivo templo de la Almudena, derruido a mediados de siglo XIX. Al fondo, el viaducto que inauguró la comitiva fúnebre con Pedro Calderón de la 9


Barca y en tiempos, límite sureño del recinto musulmán. A la derecha, dependencias eclesiales de la catedral y más allá de las rejas, la casa palaciana construida sobre la muralla árabe al comienzo de la Cuesta de la Vega que desciende entre cerradas curvas al Parque de Atenas, antaño Campo de la Tela, lugar en el que se batían en duelo los caballeros del tiempo del Capitán Alatriste, a unos cientos de pasos del río Manzanares, del Puente de Segovia, de la Ermita de la Virgen del Puerto y de los jardines reales del Campo del Moro.

La realidad trágica de Madrid dio paso a la exacerbación de los orígenes de la ciudad con halos legendarios y misteriosos de los que se ocupó Juan López de Hoyos, capaz de aunar cursos de agua que corrían por el subsuelo de la ciudad con los reflejos que emitían los pedernales de las murallas con el sol vespertino. Fui sobre agua edificada. Mis muros de fuego son es el aserto de tintes legendaristas que proclamó en el siglo XVI. No fueron los únicos elementos, porque otros hubo de idéntica índole y origen incierto, que arraigaron en el pensamiento popular hasta llegar a incrustarse en los símbolos oficiales de la ciudad. No tuvo precedentes que en los escudos de Madrid no se constatasen hechos de armas o acontecimientos históricos, sino representaciones gráficas de oscuro significado. Apareció el pedernal en el aire sostenido por dos eslabones y a punto de entrar en un pozo de agua o salir de él; el oso pasante con siete estrellas a la espalda; el oso rampante encaramado al madroño, y el dragón, la culebra o el grifo del antiguo escudo oficial de Madrid, que aún puede verse en fachadas y monumentos de la ciudad.

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La ciudad de Magerit surgió allá en el siglo IX como asentamiento defensivo musulmán de una de las rutas de Toledo; se formó en el mejor sitio; en los altozanos de las calles Bailén y Segovia, cercados por muros de pedernal y caliza, con el río Manzanares como primera barrera. También hubiera valido la Montaña de Príncipe Pío y los terrenos de La Florida que llegan hasta el río. Hacia el siglo XI, Magerit había desaparecido, absorbido por el empuje del nuevo Madrid cristiano medieval, que surgió en torno a la plaza de la Paja. La nueva ciudad se encerró entre muros, cuyo trazado coincidía con las calles de los Mancebos, Cava Baja y Cava de San Miguel, un entorno en el que mandaba el gran señor Iván de Vargas, cuyo labriego Isidro llegó a santo y a patrón de Madrid en el siglo XVI en que Felipe II impulsa la ciudad convirtiéndola en capital de España. La ciudad crecía y el río iba empequeñeciendo a sus espaldas. El Manzanares ya no tenía el valor defensivo que le otorgaron los musulmanes. Ya se parecía más al arroyo aprendiz de río del verso de Francisco de Quevedo. El Manzanares por Madrid ni era navegable ni aportaba apenas pesca para la población. Su gran papel histórico le llegó como lavadero de ropa con miles de mujeres que consumían la salud de la mañana a la noche, friega que friega, tendiendo, recogiendo y entregando la tarea, hasta bien entrado el siglo XX. El elevado espíritu de Lope de Vega no podía tolerar un río tan nefando con las lavanderas: Mísero Manzanares, ¿no te basta todo el año sufrir tanta fregona, tanto lacayo y paje de valona, tanta ropa servil, tanta canasta? . Más radical se había mostrado Luis Vélez de Guevara (1578-1644): "El río de Manzanares, que se llama río porque se ríe de los que van

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a bañarse en él no teniendo agua; que solamente tiene regada la arena, y pasa el verano de noche". La última de las burlas es de hacia 1905 con Pío Baroja, que vio a un Manzanares como río trágico, siniestro, maloliente; río negro que lleva detritos de alcantarillas, fetos y gatos muertos". El único que vio con buenos ojos el Manzanares y sus riberas fue Francisco de Goya en sus cartones para tapices, expuestos en el Museo del Prado. En uno de ellos, en el Baile de San Antonio de la Florida, aparece el río y una bella casona en un altozano, que tiene que ser la Quinta del Sordo que habría de adquirir en su última estancia en Madrid.

Madrid creció con la instauración de la corte y la inmigración desde pueblos y comarcas de España. A la nueva ciudad vinieron militares, funcionarios, curas y artesanos; y pordioseros y pendencieros. La vida bullía entre la miseria de los barrios bajos aledaños al río y los flamantes abiertos entre la Plaza del Ángel, la calle Atocha y el Paseo del Prado, donde habrían asentarse algunos de los más brillantes literatos. El proceso de edificación debió de ser lento. Los grandes señores o ricoshombres y la gente influyente de la corte, fueron los primeros en hacerse con las mejores y más amplias parcelas, seguidos de los conventos de nueva fundación, cual el de las Trinitarias Descalzas, que conserva los muros, puertas y balcones de mediados del siglo XVII. El barrio debió de contar con casas notables, derribadas casi todas y rehechas desde mediados del siglo XIX durante el reinado de Isabel II.

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Ramón de Mesonero Romanos lo constató: Fue un reducido distrito casi renovado en su caserío de muy pocos años acá . La renovación echó abajo la casa en la que vivió y murió Cervantes, a los 69 años, un sábado 23 de abril de 1616. Días antes en aquella casa escribió su despedida dedicada al Conde Lemos: Puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, ésta te escribo. Ayer me dieron la extremaunción, y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan... Llegó el día sublime para el Madrid más mísero con el levantamiento de la mañana del 2 de mayo de 1808 contra el ejército de ocupación del Duque de Berg, que decretó una represión salvaje. Aquel día el pueblo puso de manifiesto cotas de dignidad extrema. Hoy día, aparecer una mañana cualquiera por la Plaza del 2 de Mayo, sentarse en el banco de piedra delante de las estatuas de Daoiz y Velarde y del portalón del Cuartel de Monteleón, es una experiencia altamente gratificante para recuperar el sentimiento patriótico, sino el recuerdo de aquellas jóvenes Manuel Malasaña y Benita Pastrana, vecinas del barrio, muertas en el lugar inundado de gente del pueblo, especialmente de mujeres, que reconocían los cadáveres , señaló Benito Pérez Galdós. Aquella jornada trajo los juicios sumarísimos y los fusilamientos en la Plaza de la Lealtad del Paseo del Prado y de los desmontes de Príncipe Pío y la Florida, pintados por Goya años después de los hechos. En el entorno, a unos pasos de los jardines de la Rosaleda del Parque del Oeste se halla el pequeño cementerio que acoge a los 43 fusilados. Es el último de los cementerios dieciochescos de Madrid, una reliquia del pasado, también muy cerca de la ermita de San Antonio de la Florida, un paraje aledaño al 13


Manzanares pleno de encanto y belleza, el mejor entorno para saborear lo mejor del río a su paso por Madrid, al tiempo que imaginar en el Puente de los Franceses cómo tuvieron que ser los duros combates los últimos meses de 1936 entre franquistas y brigadistas internacionales. Todo se entremezcla, y en algunos lugares, más.

Los invasores acabaron yéndose, y Fernando VII, el Deseado, llegó triunfal a Madrid. Venganzas, represalias, ejecuciones y exilios hicieron estragos, mientras las gentes más pobres huía de los pueblos hacia Madrid en busca de algo mejor. Madrid salió de la Guerra de la Independencia sin industria y sin perspectivas de trabajo. La miseria fue en aumento durante los reinados de Isabel II y de Amadeo I, al mismo ritmo que la desquiciante agitación promovida por partidos y contrapartidos políticos. Los gobiernos se sucedían unos a otros al ritmo de las estaciones. La corrupción y el caciquismo eran predominantes. La prensa arremetía contra todo. Las vestiduras se rasgaban entre unos y otros, pero siempre en vano. La miseria no cesaba y nadie sabía como atajarla. Amadeo, rey italiano de España elegido por las Cortes, fue el primero en presentar la dimisión ante el caos nacional. La primera república española no tuvo tiempo para nada, y los reinados de Alfonso XII y Alfonso XIII tampoco hicieron casi nada por los profundos desajustes sociales. La segunda república se debatió entre una inacabable ristra de leyes reformistas y abolicionistas, sin tiempo para llevarlas a la práctica y mucho menos para ver los resultados.

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Mosaico de los fusilamientos en el cementerio de la Florida (Foto propia)

Capítulo 2

A Juan Suárez no lo pudo pintar Goya

Juan Suárez fue el único de los que iban a ser arcabuceados la madrugada del 3 de mayo de 1808, que pudo salvarse echándose a correr por la Montaña de Príncipe Pío, hasta saltar la tapia de la finca real de La Florida y enseguida poder cruzar el Manzanares de la salvación. Una de las obras maestras de la pintura universal que mejor refleja los horrores de la represión humana, es el cuadro Los fusilamientos del 3 de mayo de 1808 en la Montaña del Príncipe Pío . Esa es la denominación oficial del Museo del Prado. El cuadro lo pintó Francisco de Goya en 1814, seis años después de las matanzas. El 24 de febrero, Goya dirigió una carta a la regencia de España, transmitiéndole su deseo de perpetuar por medio del pincel las más notables y heroicas acciones o escenas de nuestra gloriosa 15


insurrección contra el tirano de Europa. En la contestación del 9 de marzo se indicó que mientras Don Francisco de Goya esté empleado en este trabajo, se le satisfaga por Tesorería mayor, además de lo que por sus cuentas resulte invertido en lienzos, aparejos y colores, la cantidad de mil y quinientos reales de vellón mensuales por vía de compensación.

Las ejecuciones en grupos, por venganza y escarmiento, se practican siempre en parajes alejados de las poblaciones. Se ha escrito que Goya pintó el horror que presenció, pero es inverosímil que en aquellas horas de absoluta represión en las calles de Madrid nadie en sus cabales osaría ir detrás de los franceses para esconderse en cualquier rincón y presenciar las ejecuciones burlando el cerco de vigilancia que mantendrían. Los fusilamientos llevados al lienzo constituyen un alarde portentoso de recreación artística de la imaginación, alentado Goya por las muchas litografías que circulaban por Madrid con las escenas más crueles y humillantes de la represión, que acabaron convirtiéndose en testimonios gráficos que acrecentaban ira en unos, patriotismo en otros e inspiración literaria y pictórica entre los intelectuales.

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El 2 de mayo de 1808, los vecinos de Madrid se enfrentan a las tropas imperiales francesas al mando del mariscal Joachim Murat, Duque de Berg, que ante el cariz negativo que estaban tomando los acontecimientos decreta la ejecución de toda persona que portase una navaja, unas tijeras o cualquier objeto contundente. A la jovencísima Manuela Malasaña la mató en plena calle una patrulla francesa que le acababa de requisar unas tijeras en un bolsillo de la falda; las tijeras con las que trabajaba una costurera como ella que regresaba a su casa al anochecer. Pero no se trata ahora de adentrarse en razones y sinrazones políticas, ni en la inhibición de una mayoría de ciudadanos ni en la contundente reacción del pueblo llano, sino de reconstruir lo más fielmente posible cómo pudieron discurrir las últimas horas de los patriotas que iban a ser arcabuceados durante la noche del 3 mayo en el bosque de la Montaña de Príncipe Pío. Se sabe que los que iban a morir partieron del entonces llamado Cuartel de los Polacos, que tenía que ser el modo con que referirse al convento y huertas de San Bernardino, ubicado en el solar que ocupa la actual Plaza de España, espacio con trazas evidentes de vaciamiento. La plaza de Santa Ana también se formó echando abajo un convento. Aquel cuartel del que apenas se conoce nada debía de estar rodeado de callejas, una de ellas, la principal, es la que siempre se conoció por Cuesta de San Vicente, que se internaba en Madrid por la calle Leganitos, mucho antes de la existencia de la Gran Vía. Llegó la noche y los franceses se dispusieron a cumplir la orden de las ejecuciones, pero a donde llevar a los condenados. No conocían Madrid ni sitios apropiados

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para tal menester, y porque el tiempo apremiaba fácil es suponer que algún miserable complaciente con los franceses les indicó el lugar más apropiado. En 1808, los bosques de la Montaña del Príncipe Pío tenían que ser los más solitarios e inhóspitos de Madrid, y tan cercanos a la urbe que no se requerían carromatos de transporte, ardua operación de por sí en unas horas en que proliferaban por Madrid los ataques desde ventanas y tejados. La Montaña, que hoy corona el Templo de Debod, es un monte con desniveles muy pronunciados que pueden alcanzar los 200 metros. Su aspecto imponente ya lo había plasmado Goya desde la lejanía en sus cartones para tapices. Acostumbrados a la gran ciudad y disimulado el terreno entre árboles, calles, aparcamientos y casas, el madrileño no toma conciencia de su magnitud. El monte lindaba con el Real Sitio de la Florida que pertenecía a Carlos IV desde 1792, extensa finca con palacetes, fuentes, jardines, incluida la iglesia de San Antonio de Padua, que ocupaba los terrenos más llanos aledaños a la margen izquierda del río Manzanares. La iglesia es la que pintó Goya y en la que fue enterrado finalmente, sacado de su tumba del cementerio de San Isidro. Estaba cercada por un muro, recto en varios tramos y sinuoso en otros. Con anterioridad, el propietario fue un aristócrata; el Príncipe Pío de Saboya. La puerta principal era la de San Vicente, a unos pasos de la actual Estación del Norte, pero se sabe que el cercado disponía de varios portillos que permitían el paso de la finca con el terreno más abrupto y el mismo río. Una de esas portezuelas se hallaba a unos pasos del cuartel, seguramente en el espacio en el que hoy se alza el conjunto escultórico A los héroes del 2 de mayo ,

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realizado a comienzos de siglo XX por Aniceto Marinas. Franqueado el portillo venía la bajada que bordeaba lo más escarpado del monte, y que tiene que coincidir con la calle Irún que desemboca en el Paseo del Rey que viene de la Cuesta de San Vicente. El entorno empieza a tener un significado solemne, aunque para reconocerlo debidamente haya que hacer un notable esfuerzo de abstracción que oculte la degradación urbana de esos parajes. La secuencia de los hechos aquella noche tuvo que ajustarse mucho al mismo recorrido que hice un frío amanecer de febrero, y que muestro en la secuencia fotográfica que recoge los rincones más señalados, estrechamente relacionados con lo que acaeció aquella madrugada del 3 de mayo de 1808. Soldados, fusileros y víctimas tomaron el camino cuesta abajo por la calle Irún hasta desviarse a mano derecha por la calle de la Rosaleda, que avanza en ligera cuesta arriba hacia el pequeño cementerio de la Florida donde fueron enterrados y siguen estándolo.

No parece posible otro modo de internarse en el bosque. El instinto natural lo hace sentir. ¿Dónde fueron ejecutados? El lugar exacto es imposible determinarlo, por lo que no cabe decantarse por una u otra depresión o por éste o aquel ribazo, pero algo en el aire revela que ese espacio está presente a cada paso hasta el mismo cementerio y aún tras éste.

No son factibles otros parajes más arriba, ya cercanos el Paseo del Pintor Rosales, ni más abajo por donde se alinean las antiguas dependencias ferroviarias. Ribazos como el que muestra Goya en su cuadro surgen aquí y allá, 19


y también sinuosas veredas que resaltan entre el verde del monte por los que podría haber caminado, guiándose por faroles como el que aparece en el cuadro.

Cementerio de la Florida, donde están enterrados las víctimas del 3 de mayo (Foto propia)

Goya pintó un piquete formado por seis arcabuceros frente a un ribazo con un pequeño rellano para alinear a víctimas y verdugos. Los arcabuces eran armas pesadas e incómodas y requerían terrenos firmes para quien los usaba de pie y tenía que apuntar al corazón a la tenue luz de los faroles. El escenario elegido tenía que ser holgado, permitiendo mantener apartadas a las víctimas unos 50 metros y a distancia similar disponer de la zanja en la que ir arrojando los muertos. La operación de principio a fin pudo haber durado entre una o dos horas. Requería tiempo. Si eran 6 los que disparaban, 6 únicas balas tenían que dirigirse a otros tantos corazones, y si eran 44 las víctimas, fue preciso disparar y cargar unas 7 veces. El arcabuz requería unos dos minutos entre disparo y recarga. La escasa luz reclamaba la mayor puntería, y ésta sólo podía asegurarse con la corta distancia, como

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muestra el cuadro de Goya, otro dato tremendamente realista, lo que hace pensar en que el artista pudo ser asesorado. Pero por quién si no pudo haber testigos vivos. Como negar que es tentador pensar que fue el propio Juan Suárez por inverosímil que parezca. Aquel hombre se salvó y siguió viviendo en su casa de Madrid con su esposa, hijos y anciana madre. La salvación de Juan Suárez empezaría cuando se percata de que podía soltar las ligaduras de sus muñecas, pero lo arduo vino luego cuando el trajinero sólo pudo recurrir a echarse al suelo al tiempo que se daba la orden de abrir fuego. La bala que tenía destinada no impactó, por lo que Suárez no tuvo más que fingir que estaba muerto. ¿Se podía fallar el tiro del arcabuz? Sí. El cansancio de los brazos, teniendo que sostener repetidas veces uno de aquellos pesados arcabuces y la más que previsible falta de luz, lo hacen factible. Benito Pérez Galdós en Los Episodios Nacionales deja claro que los errores de los piquetes eran frecuentes y que el apresuramiento y la improvisación hacían que no se procediera a los tiros de gracia, dejando agonizantes durante horas y días enteros a las personas. Suárez no podía nunca echar a correr con el pelotón formado, pero sí una vez efectuada la descarga y el proceso de recarga, amén del tiempo empleado en la retirada de los muertos y la disposición de una nueva tanda de víctimas. Es entonces cuando Suárez de un brinco debió de soltarse y lanzarse monte abajo hasta saltar las tapias del Real Sitio. Lo persiguieron y llegaron a herirlo de un sablazo.

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Las dos ermitas de San Antonio de la Florida (Foto propia)

Las ejecuciones acaecieron hacia las 4 de la madrugada del 3 de mayo, pero no se procedió a la retirada de los 43 cadáveres, que hubieron de permanecer allí tirados, insepultos, a la intemperie, durante 8 días, hasta el 11 en que el párroco de la iglesia de San Antonio de la Florida, Julián López Navarro, obtiene licencia para que sea la Real Congregación de la Buena Dicha la que se encargue de trasladarlos a la iglesia con el fin de celebrar las primeras honras fúnebres de cuerpo presente, lo que se hace el día 12. Les hizo oficio y misa de cuerpo presente y todo lo demás correspondiente a un entierro solemne. (Libro de Entierros de la Real Florida).

Ese mismo día fueron llevados a enterrar a la fosa del único cementerio dieciochesco de los más de 100 que había repartidos por Madrid, destinado el de la Florida a la servidumbre del Palacio Real desde 1798 a 1852, y hasta 1874 para enterramientos de feligreses de la parroquia de San Antonio de Padua. 22


Desde poco antes 1839 se había hecho cargo del cementerio la Sociedad Filantrópica de Milicianos Nacionales Veteranos, a quienes la reina Isabel II les encomienda velar por la memoria de los cuarenta y tres fusilados. En 1868 el cementerio de 17 por 8 metros será cedido a la Congregación de la Buena Dicha y Víctimas del Dos de mayo, que deposita los restos óseos de los 43 en dos urnas metálicas colocadas en una cripta de la capilla del cementerio, levantada en 1960 junto a la primitiva. En el pasillo de entrada que empieza en la verja de la calle Francisco y Jacinto Alcántara figura una reproducción en cerámica del cuadro de Goya. Un pasillo entre árboles conduce a la puerta del recinto. En el otro extremo se alza la capilla, obra reciente.

De los 43 se han identificado la mitad, cuyos lugares de origen eran Madrid, Valdemoro, El Bierzo, Pedrosa del Rey, Vecilla, Santander, Daimiel, Segovia, y sus oficios, sacristán, fraile, mozo de tabaco, maestro cerrajero, maestro de coches, carpintero, guarnicionero, platero, cantero, escribano real, palafrenero, mayordomo de palacio, empleado del Resguardo de la Real Hacienda, botillero y soldado. Descansen en paz.

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Capítulo 3

Madrid de Goya desde la Pradera de San Isidro Madrid fue ciudad siempre escasa de paisaje. Los mejores se captaron desde los altos de la margen derecha del río Manzanares. Francisco de Goya plasmó por primera vez en la historia de Madrid el paisaje más completo y extenso que se podía divisar, y lo hizo desde el mejor sitio; desde el entorno de la Ermita del Santo San Isidro. En el óleo de La Pradera de San Isidro, un cartón para tapiz de 1788, el artista reflejó la celebración festiva del patrón de Madrid. La gente tras asistir a la misa en la capilla y beber en la fuente milagrosa de San Isidro, ayer como hoy, se dispersa por las inmediaciones para disponerse a comer con amigos y familiares. Es la hora del mediodía de un caluroso 15 de mayo. Hoy el paisaje de Madrid, desde esa misma perspectiva goyesca, ha desaparecido casi enteramente debido a las múltiples edificaciones que se alzaron a ambas orillas del Manzanares, que todo lo ocultan. Ocultan terraplenes,

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praderas, bosques y las propias orillas del río. Admirando con detenimiento el cuadro de Goya me propuse buscar la misma perspectiva que eligió el pintor para su obra, y creo haberla encontrado con precisión rigurosa en el mismo mirador en que se alza la escultura Mirador de Madrid de Enrique de Salamanca, que por lo demás es la única vista abierta que cabe localizar.

Hice dos fotos con mínimas variantes de encuadre, pero creo que coinciden con el cuadro, muy riguroso con la disposición espacial del Palacio Real y la cúpula de San Francisco el Grande.

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Goya por Mariano Benlliure. Paseo del Prado (Foto propia)

Capítulo 4

La decapitación de Goya

Francisco de Goya y Lucientes falleció en Burdeos, Francia, donde permaneció enterrado 71 años, hasta su traslado a Madrid hace 122, a la ciudad en la que discurrió buena parte de su vida y donde pintó sus obras maestras, y que hubo de abandonar forzado por las circunstancias políticas con la vuelta de Fernando VII.

A los denigrantes extravíos y entierros y desentierros de Miguel de Cervantes, Lope de Vega y Pedro Calderón de la Barca, las mismas trazas se dieron en el caso de Goya, pero mucho más siniestras por la desaparición y extravío de la cabeza, que pese a que poco se ha averiguado de tan truculenta historia que engrosa la lista de humillaciones que hubieron de padecer algunos grandes personajes de la cultura y el arte de España, de ello hay que hablar.

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Goya vivía en Burdeos. Allí falleció el 16 de abril de 1828, alrededor de las 2 de la madrugada. Fue enterrado al día siguiente, 17, en un panteón del cementerio de la Chartreuse en el que yacía su propietario desde hacía tres años, su consuegro el comerciante navarro Martín Miguel de Goicoechea. Murió muy probablemente de los trastornos derivados del contacto durante muchos años con pinturas hechas con alto contenido en plomo, al igual que Van Gogh, según expertos médicos que coinciden en señalar que Goya fue víctima del saturnismo o plumbosis, intoxicación por

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ingestión de plomo, que habría de afectarle a órganos vitales y también al cerebro, incluida la sordera.

Desde su enterramiento en 1828 transcurren 52 años hasta 1880 en que el cónsul de España en Burdeos, Joaquín Pereyra, en una de sus visitas al cementerio de La Chartreuse en el que yacía su esposa, se topa con la tumba de Goya en muy mal estado. Como desde el año 1878 tengo enterrado en el cementerio de la Chartreuse de esta ciudad el cadáver de mi señora, tengo la costumbre de visitarlo con mucha frecuencia.

En una de estas visitas, en el año 1880, hizo la casualidad que descubriese la tumba que encierra los restos del insigne pintor Don Francisco de Goya y Lucientes en un estado ruinoso, y de tal manera abandonada que no puede menos de impresionarme, sonrojándome al considerar que los restos de esta ilustre gloria se encontrasen sepultados en el mayor olvido y abandono en tierra extranjera, y sentenciados de que un día fuesen a confundirse en el osario común.

Traté de tomar informes sobre el particular a fin de dar cuentas a nuestro gobierno, y me propuse procurar hacer lo posible por mi parte para que estos restos fuesen trasladados a España a un panteón digno de tan insigne patricio .

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Goya por Juan Cristóbal. Parque San Isidro (Foto propia)

Hubieron de transcurrir 4 años hasta 1884 para que el gobierno español diese carácter oficial al estado de la tumba. Pereyra entonces emprende las gestiones pertinentes ante las autoridades francesas para que le autorizaran a abrirla. No se entiende muy bien el porqué de tanto empeño sabiendo que la apertura del féretro no le daba derecho al inmediato traslado a España.

¿Se debió a que había llegado a sus oídos la noticia de que Goya estaba sin cabeza y que había que comprobarlo antes de comunicárselo a España? No es inverosímil pensar que el cónsul Pereyra abriese la tumba en 1880, días después o semanas después de su visita al cementerio, y se topase en efecto con el macabro hallazgo del que pudo no informar a nadie tratándose de una acción ilegal. Oficialmente, no obtuvo permiso de apertura hasta pasados 8 años, es decir, hasta 1888, que es cuando redacta el detallado informe: Habiéndose llevado a cabo la exhumación y reconocimiento de los restos mortales del insigne pintor

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Don Francisco de Goya con las debidas formalidades, observamos que abierta la tumba nos encontramos en presencia de dos cajas, una de las cuales estaba forrada de zinc, y la otra de madera sencilla sin ninguna placa ni inscripción exterior, y ambas de igual longitud, por lo que procedieron a abrirse ambas.

En la que estaba forrada de zinc se encontraron los huesos completos de una persona, y en la otra estaban todos los huesos de un cuerpo humano, excepción hecha de la cabeza que faltaba por completo, lo que no dejó de sorprendernos grandemente a todos los allí presentes. Y precisamente todo induce a creer que los huesos encerrados en esta última caja son los de Goya por ser los huesos de las tibias mucho mayores que los contenidos en la caja de zinc y además por haberse encontrado en ella restos de un tejido de seda de color marrón, que deben ser los del gorro conque se presume fue enterrado Goya, así como por estando más próxima de la entrada del caveau debió ser la última que en él se colocó.

No habiéndose encontrado en la caja de madera traza alguna de que hubiere sido abierta ni la mandíbula inferior ni diente alguno, todo induce á creer que á Goya lo enterrarían decapitado, bien por un médico o por algún amador furibundo de notabilidades.

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Ermita San Antonio de la Florida, donde está enterrado Goya (Foto propia)

Pereyra concluye extrañamente con la referencia a un médico o un amador furibundo de notabilidades . ¿Qué hay que entender? No se puede negar que resulta intrigante que el informe hablara de dos suposiciones, una verosímil y la otra no. Es verosímil una sustracción de la tumba por un amador furibundo de notabilidades , pero resulta insólito que hubiese sido bien por un médico . ¿Lo supo desde el primer momento y se delató inconscientemente? El informe exacerbó las cábalas, ayer y hoy. Algunos han supuesto que pudo ser el mismo Goya quien diese consentimiento a su amigo el doctor Jules Lafargue para que nada más fallecer le cortase la cabeza y la analizase. Entonces estaba en boga la frenología instaurada por el alemán Franz Gall, que trataba de relacionar la observación del cerebro y el cráneo con la genialidad, la maldad o la locura, entre otras cosas.

La operación la suponen algunos en secreto en el asilo San Juan de Burdeos, lugar donde Goya se inspiró para 31


realizar su serie de dibujos conocida como Los locos de Burdeos. Es decir, que si Goya falleció a las 2 de la madrugada, la siniestra operación tuvo que haberse hecho en las horas que quedaban de la noche, ya que en el transcurso del día que comenzaba Goya iba a ser enterrado.

Las cosas no concuerdan realmente, porque es del todo impensable que la familia del pintor, sus amigos y vecinos más queridos, además de las autoridades eclesiásticas, pendientes en aquel momento del cadáver del pintor, no se hubiesen percatado de la decapitación. Otra teoría ahonda en que se hizo lo que se hizo porque Goya fue convencido amparándose en su deterioro mental a causa del saturnismo o plumbosis que padecía, es decir, la intoxicación por ingestión de plomo de las pinturas utilizadas durante muchos años, que habría de afectarle a órganos vitales y también al cerebro, incluida la sordera.

Goya frente a la ermita de San Antonio de la Florida (Foto propia) 32


La desaparición de la cabeza, como sugiere Pereyra, pudo deberse también a su sustracción de la tumba con el fin de vendérsela sencillamente a quien podía interesarle entonces: un médico frenólogo, y que mejor ocasión para el ladrón tratándose de un genio de la pintura del que todos en Burdeos sabían de sus agudos padecimientos mentales. Pero el enigma vuelve a surgir cuando el informe de Joaquín Pereyra constata que no había detectado manipulación alguna de tumba y féretro. No habiéndose encontrado en la caja de madera traza alguna de que hubiere sido abierta Pudo mentir y pudo no ver el trabajo impecable de alguien que además dispuso de todo el tiempo del mundo para tan macabra acción. Pereyra obtuvo por fin permiso para abrir la tumba, pero no bastó puesto que tuvo que esperar 3 años más para que en 1891 le concediesen la orden oficial del traslado de los restos de Goya a Madrid. Ante aquella dilación, la tumba abierta hubo de volver a ser cerrada a cal y canto, y así permaneció nada menos que 8 años, hasta 1899 en que se procede al traslado definitivo por tren, lo que se hace el 5 de junio por la noche. El día 6, el tren llega a Irún; Goya entraba de nuevo en suelo español, tras 71 años ausente en el cementerio bordelés. El día 7 el tren arriba a Madrid, y el féretro es llevado temporalmente a una cripta de la Colegiata de San Isidro, en la calle Toledo, donde permanece un año hasta 1900, a la espera de que el panteón que iba a acoger definitivamente a Goya se terminase, que no fue hasta el 11 de mayo de 1900. La nueva tumba se hallaba en la Sacramental de San Isidro, junto a la Ermita de San Isidro, en lo alto de la margen derecha del Manzanares, donde la Pradera de San Isidro que tan bien conoció Goya cuando vivía en La 33


Quinta del Sordo. La obra constaba en realidad de cuatro tumbas opuestas dos a dos en torno a un pedestal con medallones sobre el que se alzaba una columna de varios metros coronada por la alegoría de la Fama. Goya tuvo que compartir el mausoleo con Leandro Fernández de Moratín, su amigo, Meléndez Valdés y Donoso Cortés. La tumba de Goya mira hacia Madrid. Aun dentro de su elegante diseño, el mausoleo fue un desacierto y una desconsideración enorme, porque Goya se merecía una obra funeraria para él solo y en emplazamiento mejor, y no entre un marasmo de panteones y tumbas de aristócratas y grandes burgueses, pero aun así, contemplarla unos minutos en silencio es de una emoción impresionante que uno no se espera. La obra se había iniciado cuatro años antes, en 1896, a cargo del arquitecto Joaquín de la Concha y del gran escultor Ricardo Bellver, autor del Ángel Caído del Retiro, que realizaron un trabajo impecable.

En ese cementerio permaneció Goya 19 años, hasta 1919. Compartió cementerio entre 1900 y 1919 con Pepita Tudó, ubicada en un modesto nicho a unos cien metros de donde estaba quien la hizo eterna. Pepita Tudó fue la Maja Desnuda y la Maja Desnuda; también la amante y mujer del todopoderoso Manuel Godoy. 19 años juntos, pintor y modelo, hasta que en 1919 se determina su traslado a la ermita de San Antonio de la Florida, cuya bóveda había pintado magistralmente.

Allí, en el centro del templo, Goya reposa en su última tumba diseñada por el arquitecto Antonio Flórez, juntamente con su inseparable consuegro, que lo acompañaba desde los días de Burdeos. La ermita se halla

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a una veintena de pasos de su réplica, abierta para evitar daños a las pinturas. A otra veintena de pasos puede admirarse un monumento a Goya, en el que se al pintor sentado con la paleta entre las manos. Se parece a la de Velázquez ante el Museo del Prado. A otra veintena de pasos discurre el río Manzanares, que tan bien conocía Goya.

Detrás de ambos templos pasa un enjambre de raíles de la estación del Norte, por donde en su día vino Goya desde Irún. Más atrás, a otros cien metros, se levanta el espectacular macro monumento dedicado a Goya, realizado por el escultor Joaquín Vaquero Trucios, autor asimismo de las moles del descubrimiento de América en la calle Serrano. Y a sólo cinco pasos, el diminuto cementerio en que reposan los restos de los fusilados la madrugada del 3 de mayo de 1808 por tropas francesas de ocupación y que Goya plasmó en su obra maestra Los Fusilamientos del 3 de mayo.

Todo ese entorno formaba parte del Real Sitio de la Florida, cuyo último dueño fue el rey Carlos IV desde 1792, que tenía su prolongación en el camino real de la Senda del Rey que arranca desde la ermita-réplica de San Antonio. Un ámbito cultural de gran lujo que se disputaría cualquier capital del mundo y que no obstante causa decepción por deterioro, abandono, suciedad, ruido de coches, pintadas al por mayor y afeamientos por tendido eléctrico, señales de tráfico, jardines y setos, etc.

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Capítulo 5

El camino de los 43 fusilados de la Montaña de Príncipe Pío Secuencia fotográfica del itinerario casi seguro que siguieron franceses y condenados desde la partida del Cuartel de los Polacos, en la Plaza de España, hasta los parajes de las ejecuciones en la Montaña de Príncipe Pío. Fue aquella la triste madrugada del 3 de mayo de 1808, que dio origen años después al cuadro universal de Francisco de Goya. Calle Irún en descenso (foto superior) por donde debieron de acceder arcabuceros ejecutores y madrileños condenados a muerte desde su confinamiento en el cuartel que había en la Plaza de España, unos 200 metros más atrás. A la izquierda, los terraplenes más meridionales de la Montaña del Príncipe Pío, que tuvieron que bordear forzosamente. 36


La calle Irún de bajada confluye en la Senda del Rey, que tomaron a la derecha por alguna estrecha vereda que iría ganando altura suavemente. En lo más alto del monte se halla hoy el Templo de Debod.

Muro construido para trazar el Paseo del Rey a través del Parque de la Montaña de Príncipe Pío, que en 1808 sería mero camino cuesta arriba entre árboles.

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El Paseo del Rey se denomina así desde las inmediaciones calle de la Rosaleda. La escalinata, de altura pronunciada, conduce al Templo de Debod.

Los terraplenes entre pinos muestran claramente lo apropiado del entorno entonces para llevar a cabo las ejecuciones sumarísimas.

La emoción es intensa cuando se recorren estos bosques al amanecer con el sol entre los pinos, consciente el caminante observador de que se halla ante una página de la historia. Lo que es lejano en el tiempo se hace presente por momentos. 38


La perspectiva fotogrĂĄfica tiende a aplanar el entorno, pero cuando uno camina por estas calles y veredas se percata de lo abrupto que tenĂ­a que ser el monte hace dos siglos.

El lugar de las ejecuciones pudo estar en cualquiera de estos parajes, recĂłnditos y apartados de Madrid. Ni siquiera se hubieran podido oir las detonaciones de los arcabuces. 39


Entre las edificaciones que se distinguen en esta foto está el cementerio de la Florida, ya existente cuando la aciaga madrugada del 3 de mayo.

Verjas de los Jardines de la Rosaleda, un espacio explanado en su día que fue monte. Es este el entorno más elevado del itinerario que debieron seguir en mayo de 1808. Desde este punto al cementerio no habrá más de 150 metros.

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Al fondo a la izq. se divisa la cúpula de la ermita de San Antonio de la Florida, donde está enterrado Goya y a donde llevaron los cadáveres de los 43 fusilados para ser trasladados seguidamente al pequeño cementerio, oculto entre los árboles más a la derecha.

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Cartón para tapiz de Francisco de Goya. Museo del Prado

Capítulo 6 El paraje del Baile de San Antonio de la Florida Es realmente emocionante poder toparse en ciertos ámbitos de Madrid con los escenarios reales de algunos de los cuadros pintados por Francisco de Goya, fotografiarlos pensando en las perspectivas originales y ofrecerlos aquí y ahora. Ofrezco entonces varias tomas propias de los parajes más probables en los que pudo situarse el pintor, siempre con la referencia primordial e ineludible de la cúpula de la iglesia de San Francisco el Grande.

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A orillas del río Manzanares, todos los 13 de junio desde 1732, se celebraba una de las fiestas más populares y entrañables del Madrid goyesco. Goya plasmó aquel momento festivo en el Baile de San Antonio años después; en 1776, uno de sus muchos trabajos para la Real Fábrica de Tapices.

La escena del baile se localiza en la margen izquierda del río, la más concurrida en aquel tiempo, que hay que localizar con plena seguridad entre el puente modernista de la Reina Victoria, que dista de la Ermita de San Antonio de la Florida una centena de metros, y el entorno del Puente del Rey, a la altura de la Puerta de San Vicente, con un recorrido de unos 500 metros.

No hay otros emplazamientos posibles para ubicar con precisión la perspectiva elegida por Goya, es decir, la forma y disposición de los objetos que aparecen a la vista en su obra El Baile de San Antonio , en la que destaca al fondo la silueta de la cúpula de la iglesia de San Francisco el Grande, la solitaria casona de la Quinta del Sordo, que adquirió el pintor en los últimos años antes de partir para el exilio de Burdeos, y la amplia curva del Manzanares hacia la derecha, a punto de cruzar el Puente del Rey que unía el Palacio Real con la Casa de Campo.

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Otro paraje concreto de la margen izquierda desde la que Goya pudo situarse para captar la perspectiva profunda del rĂ­o y la cĂşpula de San Francisco.

Puente de la Reina Victoria; al fondo, a la izquierda, la Catedral de la Almudena, y a la derecha, desde la perspectiva de la foto, la iglesia de San Francisco el Grande.

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Curva a la derecha del Manzanares hacia el Puente del Rey, que todavĂ­a no puede distinguirse desde esta perspectiva.

La curva se vislumbra claramente en el cuadro de Goya. Al fondo, como siempre omnipresente, San Francisco el Grande.

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Lápida del nicho de Pepita Tudó (Foto propia)

Capítulo 7

Pepita Tudó, la Maja Desnuda y Vestida, en el cementerio de San Isidro

Excma. Sra. Dña. Josefa Tudó y Catalán, Condesa de Castillo-Fiel, Princesa Viuda de la Paz y de Bassano, Antigua Dama de la Reina de la Orden de María Luisa, Falleció el 7 de septiembre de 1869 a los 92 años. Así señala la identificación de aquel personaje el nicho de la Sacramental de San Isidro de Madrid, pero aquel personaje un día empezó siendo nada menos que la Maja Desnuda y Vestida que pintó Francisco de Goya por encargo personal de Manuel Godoy.

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El cementerio de la Sacramental de San Isidro, allá por el Paseo de la Ermita del Santo, construido en 1811, se halla muy deteriorado y casi echado a perder. Una verdadera lástima por la trascendencia política, artística y social de gran parte de los sepultados y las muestras escultóricas y arquitectónicas de los más destacados artistas de España hace unos cien años. La visita al Museo del Prado y la admiración por las dos Majas de Goya me llevaron a la sacramental, tras averiguar que en un nicho descansan, olvidados por todos, los restos de aquella bella joven que pintó Goya, que tuvo nombre, Pepita Tudó, que habría de convertirse en la esposa del todopoderoso primer ministro Manuel Godoy.

Pero como localizar el nicho sin referencia alguna, olvidado al cabo de tanto tiempo y sin que nadie le hubiese prestado atención. Que olvido incomprensible. Localicé el nicho, uno más entre muchos, al cabo de un par de horas. El recinto no es de grandes dimensiones. El momento era para quedarse impresionado viéndome de pronto ante aquel personaje femenino de leyenda, uno de los más admirados del mundo desde hace dos siglos. Una mañana temprano me lo propuse. Salí del Metro en la Glorieta de la Puerta de Toledo y, cuesta abajo por el Paseo de Pontones, acabé en el Puente de San Isidro sobre el Manzanares. Cuesta arriba unos cientos de metros por el Paseo de la Ermita del Santo, accedí al pasaje entre cipreses al cementerio. Los datos de localización que llevaba no me sirvieron, y hube de proceder visualmente. Lo logré. Se halla a unos cien metros de la primera sepultura de Goya, cuando lo trajeron de Burdeos, donde había sido enterrado.

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Permaneció en el de San Isidro 19 años, entre 1900 y 1919, trasladándolo de ahí a la ermita de San Antonio de la Florida. Que determinación más absurda. El nicho de Pepita es modesto e insignificante, y hace mucho que se merece un lugar distinto, destacado y a la vista de todos. Mucha más suerte tuvo Consuelo Bello La Fornarina, que dispone de panteón y escultura angelical realizada por el gran Mariano Benlliure. Tudó hubo de contentarse -y sigue contentándose- con un nicho modesto, idéntico a otros dos mil más. No se merece tampoco que, de cuando en cuando, alguien que se refiere a la solemnidad que preside el cementerio de San Isidro, mencione a una serie de personas allí enterradas, que ensalce rasgos de sus vidas, que admire la arquitectura de las tumbas, y nada en cambio del nicho de Pepita Tudó. Esto no es otra cosa que una bochornosa anomalía cultural a la que no se le ha dado solución.

Palacio Grimaldi de Godoy y Pepita Tudó (Foto propia)

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En el Museo del Prado, las Majas de Goya son los cuadros que suscitan mayor admiración de los visitantes dos siglos después de pintados. Curiosamente, su ubicación en la pared es el equivocado, pues la Desnuda debería haber sido colocada en el lado izquierdo por ser primera en el tiempo, y el orden de lectura y visión en el mundo occidental es siempre de izquierda a derecha. Mucho se ha escrito acerca de que la maja de Goya era en realidad la XIII Duquesa de Alba, María del Pilar Teresa Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo, y no es verosímil porque en 1800, cuando se pintó la Maja Desnuda, contaba 38 años que no parecen coincidir con el cuerpo femenino que había plasmado Goya en el lienzo. La duquesa era más alta, 17 años mayor que la primera de las dos majas, estaba bastante enferma y falleció muy pronto, en 1802 cuando ni Godoy ni Goya aún no habían concebido la Maja Vestida, que se supone que es obra de 1803. En 1945, Luis Martínez de Irujo, Duque de Alba, obtuvo permiso para realizar la autopsia a los restos de su antecesora, a fin de averiguar las causas de su muerte y desterrar que no había sido envenenada, como creyeron algunos. Los doctores encargados determinaron en su informe que la muerte de la duquesa fue a causa de una meningoencefalitis tuberculosa, un proceso degenerativo que le venía de diez años atrás. Se constató también la avanzada destrucción del riñón izquierdo y la existencia de una pleuresía serofibrinosa sufrida por la duquesa en 1792, y en el estudio anatómico apareció una marcada escoliosis hacia el lateral derecho que producía una marcada elevación del hombro del mismo lado.

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Galería de nichos donde se halla el de Pepita Tudó (Foto propia)

Las Majas fueron Pepita Tudó. Hay que admitirlo de pleno derecho. ¿Pero quién era aquella mujer? Se llamó Josefa Petra Francisca de Paula de Tudó y Catalán, Alemany y Luesia y había nacido en Cádiz el 19 de mayo de 1779. Su padre fue Antonio de Tudó y su madre, Catalina Catalán y Luesia. Su padre, capitán artillero en Cádiz, fue nombrado en noviembre de 1795 brigadier y segundo teniente de la compañía española de Guardias de Corps en Madrid. En agosto de 1797 llegó a intendente del Palacio del Buen Retiro de Madrid, y allí instaló su vivienda junto a su familia, pero falleció al poco tiempo, dejando viuda y tres hijas, una de ellas Pepita, con 18 años cuando la acababa de conocer Manuel Godoy, de la que no se separó en 31 años cabales. Leandro Fernández de Moratín, protegido de Godoy, hallándose en Aranjuez por abril de 1797, se encontró con él y con Pepita Tudó paseando por las inmediaciones del Tajo. Godoy, entusiasmado, le pidió la dedicación de unos versos laudatorios, a lo que el escritor se negó por temor a

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la reacción de los reyes, tan estrechamente unidos con su primer ministro, pero que no veían con agrado aquella relación con Pepita. Se habló incluso de celos. Los reyes eran conscientes de que no podían arriesgarse a incomodar a Godoy, pieza fundamental del reinado de Carlos IV. El plan trazado fue proponerle el matrimonio con una dama que ellos elegirían, que no implicaba que echase de su palacio a Pepita Tudó. Godoy aceptó por lealtad monárquica casase con María Teresa de Borbón y Vallabriga, condesa de Chinchón, hija del Infante Luis Antonio de Borbón, hermano de Carlos IV.

María Teresa, que contaba 17 años de edad y que acababa de llegar a Madrid desde un convento, informada personalmente por el monarca, su primo, de las intenciones matrimoniales, aceptó y la ceremonia se celebró en 1797. A los tres años, cuando se estaba pintando la Maja Desnuda, nació su única hija, Carlota, que se convirtió en duquesa de Sueca y que terminó por abandonar para siempre, dejándola en manos del padre, al que aborrecía por como la trataba y porque veía como cada día mostraba más interés por Pepita Tudó, no en vano, poco después de concluirse el segundo cuadro, el de la Maja Vestida, poco antes de 1805, nació el primer hijo de Godoy y Pepita, Manuel Godoy y Tudó, que habría de fallecer en 1871 en Madrid, dos años después de su madre. Seguido, en 1807, nació un segundo varón, Luis Godoy y Tudó, que falleció con 11 años en Pisa, Italia, ya exiliados todos. La consolidación de Pepita Tudó dio un paso decisivo cuando el rey, el 14 de julio de 1807, le concede los títulos de condesa de Castillo-Fiel y vizcondesa de Rocafuerte. 51


Gaspar Melchor de Jovellanos, en la comida que le ofreció Godoy en el palacio Grimaldi con motivo de haberlo nombrado ministro de Gracia y Justicia, había anotado en sus Diarios el escándalo que le supuso ver sentadas a la mesa a las dos mujeres, a la esposa y a la amante, una a cada lado del primer ministro: A su lado derecho la princesa; a su izquierdo, en el costado, la Pepita Tudó. Este espectáculo acaba en mi desconcierto. Mi alma no pudo sufrirlo. Ni comí, ni hablé, ni pude sosegar mi espíritu. Huí de allí.

Pepita en la Maja Desnuda tenía 21 años y 24 en la Maja Vestida. La primera se pintó entre 1799 y 1800, y la segunda, entre 1803 y 1805. Poco o casi nada se sabe de las circunstancias que rodearon el proceso de creación y la razón por la que se decidió pintar la réplica vestida. Forma parte del acuerdo al que pudieron llegar Goya, Godoy y la propia Pepita Tudó. La primera mención pública que se tiene de la Maja Desnuda es de 1800 y la hizo el grabador y académico Pedro González de Sepúlveda, que indicó que pertenecía a la colección de cuadros de Godoy. En 1808 son citadas ambas obras también en el inventario de Frédéric Quilliet, enviado de José Bonaparte, y seguían estándolo en 1813, aunque con la denominación de gitanas.

La Inquisición no tardó en intervenir ante lo que consideraban obras escandalosas, y no solo los cuadros fueron objeto de persecución, sino el propio Goya, que en marzo de 1815 fue interrogado para que contara quien era la modelo y de quien había sido el encargo. Se ignora que respondió Goya y como logró salir airoso del trance, pero seguramente contaría la verdad: que había sido encargo del propio Godoy y que la modelo no era nadie conocido 52


de arraigo social. Pepita Tudó era andaluza, Goya aragonés y Godoy extremeño, pero las majas se concibieron en el corazón de Madrid y en Madrid, en septiembre de 1869, había de fallecer a los 92 años, víctima del fuego en su casa de la calle Fuencarral, aquella venerable anciana de halo legendario, que llevaron a sepultar al nicho de la Sacramental de San Isidro. Tudó debió ser una mujer fascinante como modelo de pintores, amante, esposa y madre, cuya presencia parece claro que dejó honda marca en la vida profesional de Francisco de Goya, en la política de los reyes y en la más íntima y personal de Manuel Godoy, el Príncipe de la Paz, con quien se casó y tuvo dos hijos, y a quien acompañó al exilio de Roma y París, hasta abandonarlo para siempre con su vuelta a Madrid en 1834.

Manuel Godoy, que recibió del monarca el título de Príncipe de la Paz, fue un personaje que llegó a la cima del poder político con tan solo 25 años, habiendo tenido que pagar hasta el final de sus días e incluso hoydenigraciones, expolios y descréditos. Había nacido en 1767 en Badajoz en una familia hidalga, ciudad de la que partió hacia Madrid en 1784, reclamado por su hermano mayor, que era Guardia de Corps. Tenía 17 años cuando fue admitido, y tan solo 8 años después, en 1792, el joven Godoy de 25 años ya estaba en lo más alto del poder político. Disfrutó de un poder omnímodo, una riqueza fabulosa, que comprendía la colección de obras de arte más grande que poseyó nadie, cifrada en unos 1.100 cuadros, que acabaron expoliados desde 1808 en que parte para el exilio juntamente con los reyes.

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Sus días acabaron en París en medio de la miseria por las deudas contraídas de su familia. Falleció en 1851 a los 84 años sin la compañía de Pepita Tudó, ya de vuelta en Madrid. Pero los males iban a llegar muy pronto a España. La presencia en Madrid de las tropas de Murat pone en pie de guerra a la gente más humilde, que evidencia su patriotismo exacerbado. Antes del 2 de mayo de 1808, los reyes habían salido de España. Godoy y Pepita los siguen en 1808. Su mujer, la Condesa de Chinchón, parte en cambio sola hacia París. Godoy ya no tenía cargo oficial alguno, aunque no dejó nunca de estar cerca de ellos, a los que acompañó primero por varios lugares de Francia y finalmente desde 1812 en la larga estancia de Roma hasta el fallecimiento de ambos en 1819. En 1828 fallece en París la condesa de Chinchón, la mujer legítima de Godoy, que le permite que en tres meses pudiese casarse en Roma con Pepita. Era el 7 de enero de 1829. Ella tenía 49. Aquella situación llegaba tras 32 años de convivencia inseparable y la leyenda en todos los círculos de la corte de que estaban casados en secreto desde entonces en una ceremonia celebrada en El Pardo, Madrid. En 1832, Pepita acaba convenciendo a Godoy para dejar Roma y trasladarse a París, donde creía ella que podían quedar liberados del acoso del rey Fernando VII.

Dos años después, en 1834, Pepita abandona París y regresa a Madrid, al parecer, con el fin de emprender la tarea de rehabilitar la figura política de Godoy y recuperar el patrimonio confiscado por el rey, muerto aquel mismo año. Godoy alquiló un apartamento en París, donde se instaló con su hijo Manuel Luis y su numerosa familia. 54


Pepita Tudó, como administradora general de los bienes de su esposo, comenzó a adquirir varias propiedades y a solicitar créditos a la banca. Pero las deudas no tardaron en llegar. Godoy se vio obligado a empeñar cuadros y más tarde sus propiedades tanto en Francia como en Roma, pese a que la luz empezaba a llegar de España para él y sus bienes. El 30 de abril de 1844, con Isabel II en el trono, el ministerio de Hacienda acordó la devolución a Manuel Godoy de todos los bienes que estuvieran en poder del estado, así como la indemnización por los vendidos y enajenados, pero la medida no se pudo aplicar puesto que muchas obras habían desaparecido en sucesivos expolios. En cambio, a su hija Carlota, en 1829, se le había devuelto la propiedad de los bienes de su madre la Condesa de Chinchón y la mitad de los confiscados a su padre. Godoy tampoco quiso regresar jamás a España, pudiendo hacerlo desde que fue autorizado por el gobierno español el 31 de mayo de 1847.

En 1873 llegó la derrota definitiva de la familia con la nacionalización por el gobierno de Emilio Castelar de todos los bienes pertenecientes a Godoy. Hacía 4 años que había muerto Pepita Tudó y 2, el hijo que le quedaba. Murió y fue enterrado en París el 4 de octubre de 1851, a la edad de 84 años, en el cementerio de Père Lachaise.

Los cuadros de las Majas son obras maestras de Goya, vistas desde cualquier perspectiva pictórica, pero la contemplación detenida en la sala del Museo de Prado donde están expuestas, no traslucen como era realmente aquella mujer: las facciones, la mirada y su belleza. Es preciso recurrir a la miniatura de 56 por 47 milímetros,

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que hizo Guillermo Ducker de Pepita Tudรณ para averiguarlo. Aquel maestro miniaturista casi desconocido, amigo personal de Goya, tuvo que pintar a Tudรณ en los ratos en que Goya descansaba o se preparaba para la faena diaria de la pintura de la Maja Desnuda.

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Capítulo 8

Los seis entierros de Calderón de la Barca y su extravío en 1936

El lamentable trasiego de los restos de Calderón de la Barca tiene que ver con costumbres, deseos y acuerdos del tiempo del Siglo de Oro. La grandeza de Pedro Calderón de la Barca, figura cumbre del teatro español, no se merece la indignidad del trasiego con sus restos mortales. Largo, larguísimo periplo de entierros y desentierros de tumba en tumba y de nicho en nicho, que ha impedido que Calderón pudiese descansar en paz en sus 255 años enterrado ni desde hace 75 en el 2011, es decir, desde 1936 en que Calderón engrosa la lista de personajes extraviados, juntamente con otros ilustres contemporáneos como Cervantes, Lope de Vega y Velázquez.

El indigno trasiego de los restos de Calderón de la Barca tiene que ver con costumbres, deseos y acuerdos del tiempo del Siglo de Oro, cuando la gente al fallecer podía 57


pasar a disposición de instituciones, cofradías y hermandades, que disponían de restos y tumbas a su antojo, cual estatuas o cuadros, sin desdeñar naturalmente la indiferencia de la monarquía y sus gobiernos y de los grandes personajes del arte y la cultura, que no hacían nada por llamar la atención.

Casa donde murió Calderón. Calle Mayor de Madrid (Foto propia)

Aquellos modos explican que a Calderón lo enterrasen y desenterrasen seis veces hasta ser extraviado en 1936. Extravío que alienta la tenue esperanza de que un día aparezca en algún rincón de su última iglesia-tumba, la de Nuestra Señora de los Dolores de la calle San Bernardo de Madrid. 58


Lo hace pensar el hallazgo hace unas décadas de los restos de Francisco de Quevedo, o lo cerca que se estuvo de demostrar que el personaje hallado en el subsuelo de la Plaza de Ramales era Diego Velázquez, y sobre todo el hecho de que no conste que Calderón fuera arrojado a un osario ni que lo aventasen los enloquecidos milicianos que asaltaron y destruyeron la iglesia de los Dolores en 1936. Pedro Calderón de la Barca Henao y Riaño nació en Madrid en 1600 y falleció en 1681 en una casa de la calle Mayor, entonces de las Platerías, manzana 175, una de las más angostas de la villa con poco más de tres metros de fachada y un solo balcón en cada piso.

Entre 1608 y 1613 estudió en el Colegio Imperial de los jesuitas, el más ilustre y concurrido de celebridades de Madrid, en la calle Toledo. En 1615, en que fallece su padre, Calderón se fue a Salamanca para graduarse de bachiller en derecho canónico y civil. Entre 1623 y 1625 entra al servicio del duque de Frías, con el que viajó por Flandes y el norte de Italia. En 1625 marchó como soldado al servicio del Condestable de Castilla.

En 1629 protagoniza un serio incidente al refugiarse en el convento de clausura de las Trinitarias Descalzas, calle Cantarranas, donde profesaba la hija de Lope de Vega.

En 1638 estuvo al servicio del Duque del Infantado durante el sitio de Fuenterrabía y en 1640, en la guerra de secesión de Cataluña. En 1650 ingresa en la Tercera Orden de San Francisco y en 1651 se ordena sacerdote.

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Iglesia de la calle Bravo Murillo, donde extraviaron a Calderón (Foto propia)

Varias de las iglesias más antiguas de Madrid se remontan a los siglos XIII y XIV y constituyeron un cinturón cristiano frente a los dominios musulmanes del núcleo primigenio, Magerit, cuyo eje coincidía con el trazado de la actual calle Bailén. A aquellas primitivas iglesias de origen medieval del cinturón cristiano hay que añadir las primigenias alzadas cuando Madrid se erigió en capital de España. Una de ellas fue la de San Salvador, en la calle Mayor, primera en la que fue enterrado Calderón de la Barca. Entonces no existían los cementerios colectivos de las afueras de las ciudades que instituyó Carlos III. Se enterraba dentro de las iglesias en criptas o bóvedas bajo los altares o en el suelo de las capillas, o fuera de ellas en diminutos espacios. Se enterraba en capillas parroquiales o en capillas particulares de gente influyente que podía disponer a su antojo de culto, capellanías y enterramientos.

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Viaducto de Bailén con el entierro de Calderón

Pedro Calderón de la Barca fue enterrado en 1681 en la iglesia de San Salvador, que desde 1805 absorbió las funciones parroquiales de San Nicolás de Bari. La primera estaba situada en la calle Mayor, entonces de Platerías, y la segunda a menos de cincuenta pasos en una calleja trasera. Inés de Riaño, abuela materna de Calderón, en su testamento de 1612 deja constancia de que para la capellanía de San José en la parroquia del Salvador de Madrid, por ella fundada, pase el puesto eclesiástico de capellán de sangre con sus rentas correspondientes y casa habitación, a su nieto Calderón en calidad de sacerdote que debía servirla.

Por casa habitación hay que entender la vivienda en la que moró Calderón toda su vida, una de las casas de fachada más angosta de Madrid, situada también en la calle Mayor, que se identifica por una lápida municipal junto al balcón del dramaturgo. Calderón murió en esa casa un domingo 25 de mayo de 1861, y fue enterrado dos días después por la Congregación San Pedro de Sacerdotes Naturales de Madrid, a la que pertenecía, que 61


siguió fielmente las indicaciones del testamento de Calderón: Ser llevado a la parroquial iglesia de San Salvador de esta villa. Será mi sepultura la bóveda de la capilla que con el antiguo nombre de San José está a los pies de la iglesia. Aquí habrá prevenida otra caja sin más adorno que cubierta de bayeta, en que sepultado mi cadáver Un relato anónimo de 1791 decía: La venerable Congregación de Sacerdotes naturales de Madrid, que en 1666 había nombrado su Capellán mayor á D. Pedro Calderón, por los respetos de su virtud, literatura y buen gobierno, y en reconocimiento del ánimo liberal con que la legó todos sus bienes, erigió á su bienhechor un sepulcro de mármol, con su retrato y una expresiva inscripción, en la Iglesia Parroquial de S. Salvador, en donde yace en bóveda propia . En ese templo de elevada torre permaneció Calderón por espacio de 159 años, hasta 1840 en que es sacado porque la iglesia iba a ser derruida por su mal estado, a lo que se procedió dos años después, en 1842. La parroquia hubo de ser trasladada entonces a la cercana de San Nicolás de Bari, que arregló enteramente en 1825 la Orden Tercera de los Servitas, que la mantuvo como parroquia hasta 1891 en que pierde de nuevo sus funciones, que habrían de trasladarse a la que fue iglesia del antiguo hospital de Antón Martín, en la plaza del mismo nombre, hoy como iglesia de San Salvador y San Nicolás, en la calle Atocha, frente a la iglesia de San Sebastián donde extraviaron a Lope de Vega.

El derribo de la iglesia de San Salvador motiva, pues, que Calderón sea trasladado al cementerio de la Sacramental de San Nicolás en 1840, donde permanece 29 años hasta 1869. Aquel primer gran cementerio de Madrid ocupaba el solar sobre el que se construyó la fábrica de cervezas El Águila, en la calle General Lacy, a unos pasos de la vieja estación de Delicias. Pero la estancia de Calderón en el cementerio fue corta; sólo 29 años. La razón estriba en 62


que un gobierno de la primera república española determina crear un panteón de hombres ilustres en la iglesia de San Francisco el Grande, ubicada al cabo de la calle Bailén, para lo cual las Cortes confeccionan una lista de grandes personajes que irían al panteón, a la vez que promueve una comisión para que busque a los ilustres elegidos en sus lugares de enterramiento de Madrid y de fuera de Madrid, que como era de esperar únicamente localizan a unos pocos, en tanto que la mayoría de los grandes del arte, la literatura y la política se dio por perdida. Entre los localizados con certeza estaba Calderón de la Barca, que es sacado de San Nicolás para ser depositado temporalmente en una capilla de la iglesia de San Francisco el Grande, entre 1869 y 1874, es decir, 5 años, a la espera de que se terminaran los mausoleos. Pero el proyecto no se realiza nunca y los personajes traídos han de ser devueltos a sus lugares de enterramiento. Era el año 1874, famoso porque la comitiva fúnebre que trasladaba a Calderón, vía calle Mayor, había coincidido con la inauguración del Viaducto de Bailén sobre la calle Segovia.

Calderón de la Barca era enterrado por cuarta vez segunda en el cementerio de San Nicolás-, donde permanece entre 1874 y 1880. Sólo 6 años en paz ante un nuevo traslado de sus restos, que reclamaba la Congregación de Presbíteros Naturales de Madrid o San Pedro de Presbíteros, institución a la que perteneció Calderón desde 1663, de la que fue capellán mayor tres años después y a la que dejó en herencia 36.215 reales. Aquella congregación desempeñó una loable labor benéfica con el sacerdocio. La fundó en 1619 el primer cronista de la Villa, Jerónimo de Quintana, que no podía ver el abandono y la miseria de los sacerdotes más pobres, desvalidos, e incluso presos y extranjeros, que en el siglo XVII deambulaban por Madrid sin cometidos canónicos 63


e incluso dedicados a la mendicidad o sin donde caerse muertos. La venerable congregación de sacerdotes seculares de Madrid, que se fundó en 1732, está situada en la calle de la Torrecilla del Leal , anotó un diccionario geográfico de 1832. Era aquel el entierro número 5 de Calderón. La congregación trasladó al ilustre escritor a la sede que habían inaugurado en 1732 en esa calle entre la calle Atocha y el barrio de Lavapiés, donde permanece 32 años entre 1880 y 1912. En este último año, Calderón es desenterrado de nuevo para ser trasladado provisionalmente unos meses a la capilla del antiguo Hospital de la Princesa, en espera de que se terminase de construir la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores, nueva sede de la congregación, que lindaba a la sazón con otro gran cementerio de Madrid, el del barrio de Arapiles y Magallanes.

Allí estuvo en un mausoleo y arqueta de mármol por espacio de 34 años hasta 1936 en que es extraviado en extrañas circunstancias aún no esclarecidas, como se desprende de lo que escribió Pedro Montoliú Camps en Madrid Villa y Corte: En 1936, para evitar ante un posible saqueo que se perdieran los restos del ilustre escritor, se guardaron tan bien, que cuando el templo fue incendiado, el cuerpo desapareció sin que pudiera ser encontrado acabada la guerra. Incendiado este templo el 20 de julio de 1936, los restos del poeta sacro y dramaturgo descansan en algún muro de esta iglesia, según aseguró entonces un religioso anciano poco antes de expirar. Realizadas catas e indagaciones en los muros que permanecieron indemnes al fuego, sus restos no fueron hallados nunca, hecho que perpetúa el enigma del destino de otros ilustres hijos de Madrid. Otra versión indica que el mausoleo de Calderón quedó destruido por el incendio provocado por los milicianos, pero para entonces ya estaba vacío, porque un antiguo congregante, testigo del traslado de los restos de Calderón

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en 1912, había desvelado el secreto de que los restos nunca se guardaron en la arqueta del mausoleo y sí en un nicho que se hizo en la pared, del que se dice que siguen tratando de localizar los congregantes a base de sondeos y calas en los muros.

El enigma sigue ahí, aunque lo más probable es que la bárbara actuación de las hordas milicianas, que tenían predilección por desenterrar a los muertos curas y monjas- para aventarlos cual granos de trigo, sea la causa principal del extravío de Calderón de la Barca.

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Lápida de azulejo en la casa de Bachero. Calle Salitre (Foto propia)

Capítulo 9

Baltasar Bachero, calesero heroico de Lavapiés

Baltasar Bachero se abalanzó sobre la desbocada bestia. Consiguió su propósito conteniéndola y dando tiempo para que los niños se pusieran a salvo, pero zarandeado el heroico salvador por la mula, cayó a tierra y el carro pasó por encima de su cabeza.

Calesas y caleseros hubo en Madrid desde mediados del siglo XIX a los años veinte del siguiente. Una calesa es un carruaje de cuatro y, más comúnmente, de dos ruedas, con la caja abierta por delante, dos o cuatro asientos y capota de vaqueta , precisa el diccionario de la RAE,

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aunque olvidándose del medio de tiro, los sufridos y pacientes caballos y mulas, tan asustadizos en aquel Madrid en el que empezaban a proliferar los vehículos de motor, mucho más rápidos y más ruidosos. Calesas de punto que recogían o traían gente las había en las estaciones de ferrocarriles, diligencias y autobuses. Uno de aquellos caleseros que prestaba sus servicios en la estación de Atocha murió aplastado por un carro de carga tirado por una mula desbocada en una empinada calle de Lavapiés, que a punto estuvo de arrollar a un grupo de niños que jugaban distraídos en un montón de arena. Aquel calesero heroico, que una traqueotomía le impedía casi articular palabra, se llamaba Baltasar Bachero Núñez, nacido en 1886 en Lavapiés, donde vivía en un cuartucho de mala muerte, angosto y sin ventanas, al fondo de una casa de la calle del Salitre, en cuya fachada, desde hace unos años, a la altura del primer piso, puede verse una lápida cerámica que recuerda el día de marzo de 1929 en que Baltasar sufrió el fatídico accidente que le costó la vida.

Iglesia de San Lorenzo de Lavapiés (Foto propia)

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El Imparcial de marzo de 1929 reflejó de este modo la noticia: Baltasar Bachero se abalanzó sobre la desbocada bestia. Consiguió su propósito conteniéndola y dando tiempo para que los niños se pusieran a salvo, pero zarandeado el heroico salvador por la mula, cayó a tierra y el carro pasó por encima de su cabeza. A los pocos días, ABC daba cuenta del fallecimiento del calesero: Durante la madrugada del martes falleció Baltasar Bachero, el abnegado hombre que hace pocos días recibió gravísimas heridas al detener a una mula desbocada. Años después, en 1966, ABC volvía a recordar aquellos hechos tras una supuesta entrevista con uno de los niños salvados: un adulto hecho y derecho de unos 27 ó 30 años. La información, además de no añadir nada nuevo, era incompleta y errónea por atribuir el gesto salvador no al calesero, sino al propio dueño del carro que viendo lo que pasaba había salido inmediatamente de la taberna en la que comía. El día de autos jugaba con otros cuatro niños de corta edad a la pídola en la plazuela que forma la calle del Salitre frente a la iglesia de San Lorenzo.

Aquel día como todos estaba parado frente al número 30 de la calle un carro que hacía el reparto de gaseosas y sifones. De pronto, al espantarse la mula, el carro empezó a deslizarse a gran velocidad. A los gritos de algunas personas salió de aquel establecimiento su dueño, que al ver el peligro de los chicos se lanzó a las bridas de la mula, con tan mala suerte que la rueda del carro le pasó sobre la cabeza. El único que intervino fue Baltasar Bachero, abalanzándose al animal con el fin de asirlo por la brida o las riendas, lográndolo sin duda, aunque infructuosamente al tropezar, caerse y ser arrollado por el 68


carro. Los hechos ocurrieron ante la iglesia de San Lorenzo. Algunos testimonios señalan que en la calle había más gente, pero que nadie actuó por falta de reflejos, indecisión o miedo. Aquí no se trata de juzgar ni censurar a nadie, sino de relatar como debieron desenvolverse los hechos y aplaudir sobre todo la acción de Baltasar Bachero. Tenía a la sazón 43 años. La prensa puso especial empeño en resaltar el heroísmo mostrado por el calesero, aunque con imprecisiones notorias, que sembraron las dudas de entonces a hoy, como presentar a Bachero como barrendero que en aquel instante se hallaba en plena faena de limpieza de la calle del Salitre, o como albañil, sin olvidar que ABC daba como salvador al propio carretero. Bachero es sabido que fue calesero en Atocha. Lo era ya 13 años antes, a los 30, cuando en 1916 atropelló gravemente a una niña. Así publicó el hecho el ABC de julio de aquel año:

En la calle de Calatrava fue atropellada por el coche de punto que guiaba Baltasar Bachero Núñez la niña de cuatro años María Tulis Solís, domiciliada en la calle de la Paloma. En la Casa de Socorro fue asistida la niña de la fractura de la pierna izquierda y otras lesiones de carácter grave.

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Lo acaecido con la camioneta, el carro y la mula desbocada en la calle del Salitre debió de ocurrir así. El 6 de marzo de 1929, hacia la 1 del mediodía, se encontraba Baltasar charlando a unos pasos de su casa con un vecino. Poco antes, una camioneta que descendía por la empinada calle del Salitre, tal vez desde la calle superior de Santa Isabel, se encontró en una bocacalle con una mujer que llevaba un niño en brazos, que cruzó sin detenerse, obligando al conductor a dar un brusco volantazo para evitar el atropello. Descontrolado el vehículo no pudo evitar dar un topetazo en la parte trasera de un carro de cervezas, gaseosas y sifones, detenido ante una taberna.

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Se dijo que el carro no tenía echado el freno ni que tampoco estaba atado a alguna argolla de pared. La mula, asustada por el impacto, se lanzó cuesta abajo, y a la altura del cruce con la de la Fe, justo frente a la iglesia de San Lorenzo, había unos montones de tierra en los que jugaban unos niños en número no precisado. Hay quien dijo que eran unos treinta. Hubo gente que gritó a los niños para que se apartaran, pero en vano. Bachero no podía gritar por su traqueotomía y sólo le cupo lanzarse a la brida del animal, que logró asir, pero en cambio no pudo evitar caerse y ser arrollado. Su cuerpo debió de ser lo que hizo que el carro se desviase y se detuviese contra la pared de una casa. Atrás quedaba tendido en los adoquines. Los niños habían salido ilesos. Bachero fue trasladado a una casa de socorro, donde se le diagnosticó fractura de la base del cráneo. Allí permaneció hasta el día 12, seis días, en que falleció. Fue llevado a su casa del Salitre, de donde partió el solemne entierro presidido por el alcalde. Por el Diario de Cuenca de marzo de 1929 se supo algo más: Los mozos de la estación y compañeros del finado sacaron en hombros la caja mortuoria, depositándola en un coche de primera. Antes de sacar el cadáver, un maestro, representando a todos los niños de Madrid, besó las manos del cadáver. El mismo día del accidente, un vecino de la calle abrió una suscripción para socorrer a la familia. El diario Informaciones , por iniciativa de su redactor-jefe, Francisco Serrano Anguita, que solía firmar Tartarín , inició otra, publicando diariamente lo recaudado. La acción del calesero muerto conmocionó a la opinión pública aquel año 1929. El ayuntamiento de Madrid determinó ponerle su nombre a la calle del Salitre, por 71


deseo expreso del general Miguel Primo de Rivera, según cita la Asociación de Vecinos LA CORRALA: Creo que nunca sería más justificado el cambio de nombre de una calle que éste, sustituyendo el de Salitre, al que no falta madrileñismo, pero que no obedecerá a ninguna gloriosa tradición, por el de Baltasar Bachero, para que vea el pueblo que también se consagran los nombres de sus modestos hijos, cuando alcanzan por sus nobles actos justa fama. Pero hace unos años, el ayuntamiento determinó suprimirlo oficialmente y volver a denominar a la calle como Calle del Salitre, lo que ha originado la airada protesta de los vecinos de Lavapiés. Lo que sigue es el comentario-homenaje de La Corrala, escrito por su coordinador Julio Gómez de Salazar y Alonso.

Baltasar Bachero Núñez (Madrid, 13 de febrero de 1886+Madrid, 12 de marzo de 1929), vivía en la calle del Salitre, 34, bajo nº 5, con su mujer, Filomena García Martínez (1890-1974) y cuatro hijos: Eugenia (1915-1995), Baltasar (1918-1937), Vicente (1920) y Antonia (19221995). Otros dos habían muerto niños. Casaron en 1919 en la iglesia parroquial de San Lorenzo. El matrimonio, sus padres y sus hijos nacieron todos en Madrid. El cuarto renta al mes diecisiete pesetas con sesenta céntimos. Es oscuro, lo que obliga a tener siempre la luz eléctrica encendida. En una habitación duerme el matrimonio. En otra, los cuatro hijos, en dos camas. Y un cuarto de estar-comedor, con una cómoda, mesa y sillas. En un rincón, una cocina, con una tinaja para el agua y una jofaina para lavarse y

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fregar los platos. No tienen agua corriente ni servicios higiénicos. En el patio hay un grifo con agua y un retrete para todos los vecinos, que limpian por turno. Son las condiciones habituales de las casas de corredor, que aún quedan en Madrid. Baltasar era calesero. Guiaba una calesa con seis asientos, arrastrada por un caballo. En la estación de Atocha recogía viajeros y los llevaba a hoteles, pensiones, casas particulares u otras estaciones. Cobraba 3,50 por cada dirección, con derecho a cien kilos de equipaje. Había sufrido una traqueotomía, hablaba con dificultad y no podía gritar, Sus colegas voceaban. ¡Calesa!, ¡Calesa!, llenaban pronto y salían. Él había de esperar a que subieran los viajeros. No tenía sueldo fijo. Se quedaba con el diez por ciento de lo recaudado y las propinas. Ganaba unas cinco pesetas cada día, Filomena ayudaba, asistiendo en casas y lavando ropa ajena.

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Lope de Vega. Plaza Encarnación (Foto propia)

Capítulo 10

El extravío de Lope de Vega Un documento en castellano del siglo XVII empezaba diciendo que en la iglesia parrochial de San Sebastián desta villa de Md fue enterrado Lope de Vega. Seguían otras indicaciones y poco más. Nada concreto se decía del paradero de los restos de Lope, arrojados seguramente al osario común por no pagar el depósito anual de 400 reales quien se había comprometido a hacerlo, el Duque de Sessa. En una vistosa lápida de azulejos en la fachada de la iglesia a la calle San Sebastián puede leerse el rimbombante aserto de que está enterrado Lope. Lo estuvo antes de que lo extraviaran para siempre, como otros templos con lo más granado de los pintores y literatos de aquel tiempo, inconmensurable tragedia de la cultura española que impide visitar las tumbas que hubieran significado un tesoro cultural sin parangón en ningún otro lugar del mundo. Y aunque desde la perspectiva de hoy no se puede pedir orden y concierto al caos que supusieron en tiempos de Lope y Cervantes los cementerios, los enterramientos, los privilegios por el pago de depósitos, o los estragos que ocasionaban las

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periódicas mondas que enviaban a quien fuese a los osarios comunes, aquellos extravíos resultan injustificables desde la perspectiva cultural. De lo que ocurrió con los restos de Miguel de Cervantes en la iglesia del convento de las Trinitarias Descalzas.

Unas insensatas obras debieron de dar con el autor del Quijote en alguna escombrera de las afueras de Madrid, entre ladrillos y piedras. En el caso de Lope de Vega tampoco hay que descartar el mismo destino entre escombros, aunque primordialmente la causa principal se debió al impago del depósito de la cripta por el Duque de Sessa, aristócrata para quien trabajó Lope hasta su muerte como secretario. Diego Velázquez también fue extraviado en la iglesia de San Juan de la Plaza de Ramales, de la que sólo se conserva algún tosco muro de los cimientos, en torno a los cuales hace pocos años se levantó un considerable revuelo creyéndose haber descubierto al gran pintor, pero en vano. Pedro Calderón de la Barca es otro gran desaparecido de la cripta de la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores, de la calle San Bernardo, cuyo extravío ciñen unos al saqueo del templo en 1936 y otros a que alguien en previsión del asalto escondió los restos, que nunca más se supo donde estaban. Francisco de Quevedo, en cambio, es el gran afortunado de su tiempo, en tanto que ya no figura como extraviado desde que en 1995 se comprueba que unos restos óseos descubiertos en una iglesia de Ciudad Real pertenecían al ilustre escritor.

Lope Félix de Vega Carpio (1562-1635) nació, vivió y murió en Madrid, salvo los diez años (hasta 1595) que fue desterrado por difamar a la mujer de un hombre influyente. Nació hacia la calle Milaneses, que confluye en la calle Mayor, a unos pasos de la Puerta de Guadalajara 75


de la muralla medieval de Madrid. Allí vivían sus padres, recién instalados procedentes de Valladolid, aunque eran montañeses. Consta que Lope de Vega estudió dos años latín y castellano en la escuela del poeta y músico Vicente Espinel en Madrid, a quien siempre citó con veneración, y entre 1574 y 1576 en el colegio Imperial de los jesuitas, en la calle Toledo, donde aprendió gramática, retórica, canto, baile y esgrima. Estudió también en la universidad de Alcalá. El tiempo de los estudios iba pasando y Lope, que veía como iba dejando rezagada la juventud, hubo de pensar en otros menesteres de los que poder vivir, y aunque pronto alcanzó prestigio y dinero con sus obras, optó por relacionarse con algunos de los aristócratas más influyentes, uno de los cuales fue determinante en su vida personal para lo bueno y lo malo, Luis Fernández de Córdoba y de Aragón, duque de Sessa, con el que permanece estrechamente unido en calidad de secretario desde1605 hasta 1635 en que fallece Lope.

Desde el Siglo de Oro, las calles de Madrid no cambiaron tanto como sus casas y palacios. El plano de Pedro Teixeira de 1656 lo pone de manifiesto. Desde mediados del siglo XIX, aquellas primeras construcciones fueron derruidas para alzar otras que en su mayoría han llegado 76


hasta hoy. Una de las reconstruidas enteramente fue la de Cervantes en el Barrio de las Letras. Hay excepciones, pero sólo en lo que atañe a elementos arquitectónicos concretos, como muros y ventanas del convento de las Trinitarias Descalzas, o la propia casa de Lope de Vega en el mismo barrio.

Lope vivió en varios lugares de Madrid, más o menos próximos entre sí, de los que no se tiene constancia, salvo vagas e imprecisas menciones, hasta 1610 en que se convierte en uno de los escasos literatos o pintores con vivienda en propiedad. La adquirió en la entonces calle de Francos, hoy incomprensiblemente denominada calle de Cervantes, cuando lo que procedía era haberla llamado como su vecino más ilustre. Lo mismo se hizo con la calle Cantarranas en la que vivió y murió Cervantes, denominándola absurdamente calle de Lope de Vega.

En aquella casa transcurrieron para Lope los mejores, más fructíferos y más tristes años de su vida. Gran parte de su producción literaria la escribió en esa casa, que adquiere mediante escritura en 1610 por 9.000 reales; 5.000 al contado y los 4.000 restantes en dos plazos de a cuatro meses. No era una mansión, pero tampoco era tan pequeña como otras muchas del entonces nuevo barrio, trazado sobre huertas, arroyos y terraplenes que 77


desembocaban en el Paseo del Prado. Madrid en 1561 acababa de convertirse en capital de España. La gente empezó a venir de todos los puntos de España y hubo que construir y construir casas y calles.

La de Lope constaba de dos pisos, uno bajo con gruesos zócalos de piedra genuinos y ventanales enrejados, que emociona verlos, y el superior con tres balcones con trazas de recientes, como posiblemente las cuatro buhardillas iguales que asoman por el tejado. La fachada es de un remozado ladrillo visto, que le da a la casa un tono de flagrante artificiosidad. La casa de Lope es museo público desde hace años. La piedra del dintel del portalón es también genuina, en la que Lope mandó grabar la inscripción que encabeza la expresión latina: D.O.M. o Deo optimo maximo (Para Dios el Mejor y más Grande), y que proseguía con Parva propia, magna. Magna aliena, parva (Que propio albergue es mucho, aún siendo poco y mucho albergue es poco, siendo ajeno). Tras el portalón se pasaba al zaguán y enseguida a la sala, al oratorio que presidía San Isidro y a otras estancias. Habitaciones y mobiliario debieron experimentar notables cambios al cabo del tiempo. También hay y hubo patio interior; un corral que Lope convirtió en huerto.

Todo lo que se sabe acerca de las horas postreras y de su entierro se debe a su más aventajado discípulo y amigo, Juan Pérez de Montalbán (1602-1638), escritor, sacerdote y madrileño, quien logra llamar la atención del cronista Ramón de Mesonero Romanos (1803-1820) acerca de lo que se hizo en la parroquia de San Sebastián: En su bóveda está enterrado el célebre frey Lope de Vega Carpio . La cripta de la parroquia de San Sebastián estaba mucho más cerca aquel viernes 24 de agosto de 1635, cuando hacia el mediodía notó el escritor los primeros síntomas de lo que se le avecinaba. Salió por la tarde a un acto cultural público, pero una repentina indisposición lo llevó a su casa y a tener que acostarse enseguida. Lope 78


tenía fiebre alta. Vinieron dos médicos, que dispusieron una purga y una sangría, que le aplicaron al día siguiente, sábado 25. Lope, que apenas puede llegar al domingo, otorga y firma el testamento en presencia de seis testigos. En el testamento que dicta Lope, precisaba: Lo primero encomiendo mi alma a Dios nuestro Señor, que la crió y hiço a su ymagen y semexança y la rredimió por su preciosa sangre, al qual suplico la perdone y lleve a su santa gloria; para lo qual pongo por mi yntercesora a la Sacratísima Virgen María conceuida sin pecado original, y a todos los santos y santas de la corte del cielo; y difunto mi cuerpo, sea restituido a la tierra de que fue formado. Difunto mi cuerpo sea bestido con las ynsignias de la dha rrelixión de San Juan, y sea depositado en la yglesia, lugar que hordenare el Exmmo. Señor Duque de Sesa, mi Señor, y páguese los derechos.

El día de mi muerte, si fuera ora, y si no otro siguiente, se diga por mi alma misa cantada de cuerpo presente, en la forma que se acostumbra con los demás relixiosos. Y en quanto al acompañamiento de mi entierro, onrras, novenario y demás osequias y misas de alma y rreçadas que por mi alma se an de decir, lo dexo al parecer de mis albaceas o de la persona que lixítimamente le tocare esta disposición.

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Aquella noche recibió el viático y la extremaunción. El lunes 27, sin poder casi articular palabra, expiró a las cinco y cuarto de la tarde. El certificado de defunción constataba. Frey Lope Félix de Vega Carpio, presbítero de la Sagrada Religión de San Juan, calle de Francos, casa propia, murió en veinte y ocho de agosto de 1635. Deja como albacea al Sr. Duque de Sessa y a su voluntad, su funeral y misas. El entierro fue el día 28, martes, a las once de la mañana. El funeral poco después. Otros actos funerarios duraron nueve días consecutivos.

El cortejo arrancó por la calle en ligera cuesta abajo hasta torcer en unos treinta pasos a la derecha para tomar la calle de San Agustín, desde la que se ve a menos de cien pasos las celosías y rejas del convento de clausura de las Trinitarias Descalzas, donde profesaba como monja su hija Sor Marcela de San Félix, que ve el féretro de su padre desde detrás de alguna ventana. Las monjas todavía no habían extraviado a Cervantes. El entierro proseguiría calle arriba por Cantarranas hasta salir a la del León, doblando a la izquierda por la misma casa en que había fallecido el autor del Quijote. Proseguirían luego hasta la calle Atocha o por la anterior de las Huertas para salir enseguida a la iglesia. 80


Jardín del Ángel. Antiguo cementerio donde extraviaron a Lope de Vega (Foto propia)

La Venerable Congregación de los Sacerdotes de Madrid se encargó de portar el féretro hasta el templo. Montalbán lo describió así: Las calles estaban tan pobladas de gente, que casi se embarazaba el paso al entierro, sin haber balcón ocioso, ventana desocupada, ni coche vacío. En medio, el Señor Duque de Sessa, y otros grandes señores, títulos y caballeros. Llegaron a la iglesia, recibioles la Capilla Real con música, díxose la Misa con mucha solemnidad, y por último responso. Viéndole quitar del túmulo para llevarle a la bóveda, clamó la gente con gemidos afectuosos. Depositose en el tercer nicho por orden del Señor Duque de Sessa, con permisión del doctor Baltasar Carrillo de Aguilera, cura propio de la parroquia de San Sebastián Lope de Vega fue enterrado en la iglesia de San Sebastián, la iglesia más importante de Madrid por la calidad y número de personajes que tuvieron relación con ella, ya sea por haber sido bautizados, confirmados, por casarse o por haber sido enterrados. De la iglesia escribió en unas de sus novelas Benito Pérez Galdós. Pero el templo también fue cúmulo de desgracias por el saqueo e incendio perpetrado por la barbarie popular en 1936 y por el bombardeo de un avión 81


franquista que la destruyó casi por completo, que motivó su reconstrucción entre acusadas alteraciones en fachadas, puertas de acceso y campanarios.

Lope de Vega fue enterrado en la cripta o bóveda bajo el altar mayor, en el segundo nicho correspondiente a la fila tercera, en concepto de depósito temporal hasta tanto los restos no fueran trasladados a sepulturas permanentes en otros lugares ajenos al templo. Varias de las capillas tenían cripta o bóveda. A los personajes los distribuían según derechos y categorías, con preferencia los que formaban parte de congregaciones y cofradías. En el caso de Lope fue el Duque de Sessa quien se comprometió al pago anual hasta tanto no construía la lujosa sepultura que al decir de amigos y discípulos de Lope, tenía previsto en Baena, panteón de los Córdobas, sus ilustres progenitores. Pero algo tuvo que acaecer para que el duque no cumpliera lo acordado y se limitara a abonar una sola vez los 400 reales anuales de depósito. Ni él, ni sus herederos, una vez fallecido, ni familiares del propio Lope, pagaron nunca nada, por lo que en esos casos se optaba entonces porque los restos fueran a parar a los osarios comunes, dentro o fuera del templo, donde se perdían para siempre. En aquellos menesteres entraban las desagradables y siniestras mondas a la vista de todo el mundo, que tanto censuraron literatos y periodistas porque fueran exhumados cadáveres parcialmente momificados. No sólo esqueletos. Tanta prontitud parecía que venía alentada por el número de enterramientos, que algún documento parroquial cifraba en 500 anuales. Era preciso hacer monda general cada cuatro o cinco años por falta material de espacio, echándose los huesos en pozos, zanjas y fosos .

El duque no pagó y Lope corría alto riesgo de ir al osario, en el que acabaría finalmente y que causa más que 82


probable de su extravío, acrecentado previsiblemente por rencores, censuras y envidias hacia quien, siendo sacerdote, llevó vida licenciosa. En mayo de 1614, Lope se había hecho sacerdote.

El impago fue determinante, no hay que dudarlo, y aún así la iglesia de San Sebastián era consciente de que se trataba del personaje más ilustre y conocido de Madrid, por lo que se mantuvieron a la espera de otras soluciones que no habrían de llegar antes de decidirse por el osario de perdición. El halo de Lope de Vega pesaba. Se vio en los cinco años de espera que siguieron a su muerte; en 1642 aún no habían decidido nada, acaso con la esperanza de que alguien pagara la deuda por el depósito. Amenazaban entonces con que se sacarán los huesos del susodicho y se pondrán en la bóveda con los demás que generalmente se echan en ella.

El plazo no se cumplió. Se esperó hasta 1660, y viendo que todo seguía igual es cuando Lope acabó arrojado definitivamente al osario común. Se ha pensado también que la causa real del extravío fueron las obras de reconstrucción entera de la cripta de Lope, realizada hacia finales del siglo XVIII por el arquitecto José de Churriguera, que llevó al gran escritor a alguna escombrera. Otros autores y estudiosos pensaron que Lope fue arrojado al osario hacia 1805. Así Mesonero Romanos. Pero no al osario del templo bajo el coro o en las mismas criptas, sino al que había en el pequeño cementerio exterior de la parroquia, que llegaba hasta la calle Huertas, hoy convertido en vivero de plantas y flores, denominado El Jardín del Ángel.

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Panteón de La Fornarina. Cementerio San Isidro (Foto propia) Capítulo 11

La Fornarina y el ángel decapitado El gran escultor Mariano Benlliure tiene obras majestuosas repartidas por la ciudad de Madrid, como la de Francisco de Goya y la del Teniente Jacinto Ruiz. Creía haberlas fotografiado todas, pero me faltaba el ángel de alas al viento que preside la tumba de La Fornarina en el cementerio de San Isidro. A nadie le agrada acudir a un lugar cercado por la tristeza y el dolor, pero hasta allí me fui una mañana de mayo. Pensé que sería fácil localizar la figura del ángel, pese a tener la referencia del Patio de la Concepción, pero porque panteones y tumbas casi se superponen entre sí, sin ningún orden, tardé casi una hora en dar con él, que distinguí a unos treinta pasos. Cualquiera puede

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percatarse del deterioro general en que se encuentra cementerio tan histórico. No tiene explicación cuando además está catalogado como bien de interés público.

Me impresionó toparme con la escultura, pero mucho mayor fue la sensación de verme ante la tumba de persona tan especial, cuyo nombre apenas legible figura en la losa: Consuelo Vello Cano La Fornarina , enterrada en julio de 1915, hace por tanto 97 años en el 2012. Fue ese un momento solemne y emotivo que no había previsto. Ahí empezó mi interés por la vida de aquella joven mujer que encandiló a varias generaciones, incluso a un rey como Alfonso XIII en una función memorable en el Teatro de la Comedia de la calle del Príncipe.

Ángel decapitado de la tumba de La Fornarina. Obra de Mariano Benlliure (Foto propia)

La tumba de piedra es grisácea como todas las demás, y se halla en la calle superior que circunda el cementerio. Basta con detenerse ante la galería nº 15 y contar 7 por la derecha. La tumba está viva; alguien la cuida a menudo, pues rodeada está de verdes espadañas, lo cual no deja de

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ser misterioso al cabo de casi un siglo. Mira hacia el Este; el sol del amanecer la ilumina enteramente. La Maja Desnuda y Vestida de Goya lo hace al Oeste desde un modesto nicho, también en el mismo cementerio. La Fornarina está orientada hacia Madrid; hacia la Ermita de San Isidro, hacia la Pradera de San Isidro que pintó Goya, hacia el río Manzanares que tan bien conoció de niña y hacia la cúpula de San Francisco el Grande. El ángel de Mariano Benlliure se distingue por sus alas desplegadas al viento, pero le falta la cabeza y el brazo derecho, seccionados por gente desalmada. Estropicios de esa índole abundan en el cementerio. Consuelo Bello Cano, natural de Madrid, nació en 1884 y falleció en 1915. Tenía 31 años. Una tragedia personal había tenido que sucederle. Era evidente. Leí aquel día en Internet todo cuanto se refería a ella. Vi cientos de fotos y postales en los buscadores de imágenes. Pude oír varias de sus cuplés más famosos: Clavelitos, El Polichinela Es asombroso comprobar lo que puede proporcionar un Google o un Youtube en segundos, solo con pulsar Consuelo Bello La Fornarina.

La que fue universalmente conocida como La Fornarina, reina del cuplé, se abrió camino en el duro mundo del espectáculo en Madrid habiendo dejado atrás el mísero trabajo de lavandera del río Manzanares, aquella tragedia social de miles de mujeres e hijos. Consuelo vivió intensamente 15 años cabales subida a los escenarios, admirada y deseada por miles de hombres. Tenía que haber aguantado hasta 1970 o 1975, porque la naturaleza lo permite, pero no fue así. Morir tan joven y de aquel modo siempre es una tragedia. No pretendo ofrecer su 86


biografía ni nada que se le parezca, tanto como se ha escrito sobre la gran cupletista madrileña, sino esbozar algunos rasgos personales relacionados con su grave enfermedad, su muerte en un sanatorio y los sentimientos que se agolpan a la vista de su sepultura.

Consuelo nació en Madrid en un piso bajo de la calle Marqués de Urquijo, 12, entonces, Cuesta de Areneros. Tuvo otra hermana, Petrita, que estuvo a su lado hasta el último minuto. Nada queda de aquellas casas humildes. Su padre, Laureano, era guardia civil, orensano, destinado en Madrid, y su madre, Benita, del cervantino Toboso. La miseria llevó a Benita al duro trabajo de lavandera del Manzanares en las inmediaciones del Puente de la Reina Victoria, una joya del modernismo. Consuelo, desde muy niña, acompañaba a su madre, hiciera calor o frío, y en su primera adolescencia ya tenía que ejercer también de lavandera. No fue hasta 1902 en que cambió su vida cuando empezó a trabajar de corista en el Teatro de la Zarzuela de Madrid, en la calle Campoamor. Hijos de lavanderas fueron, entre otros, Pablo Iglesias Posse, fundador del PSOE, y el escritor Arturo Barea.

Su última aparición en un escenario fue en el teatro Apolo de la calle Alcalá, derribado y sustituido por un edificio Art Decó que fue sede del Banco Vizcaya y que desde hace años cayó en manos de la administración municipal. Era el 20 de mayo de 1915. Consuelo no podía soportar más tiempo los dolores abdominales, y decidió ponerse en manos de los cirujanos, a la desesperada, acaso con una mínima esperanza, que ni siquiera ella veía. Consuelo vivía en un chalecito de la calle María de Molina entre la calle Serrano y la

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Castellana. Desde allí una calesa la llevó al sanatorio. Se dirigió calle arriba hasta doblar a la derecha la calle Príncipe de Vergara, y pasada la Plaza del Marqués de Salamanca, a unos pasos de la calle Padilla, el coche de detuvo. Entró. Acababa de llegar al sanatorio del Rosario, regentado desde siempre por las hermanas de la caridad de Santa Ana.

Ingresó el 14 de julio, y ese mismo día fue operada hacia las cuatro de la tarde. El diagnóstico pudo haber sido una salpingitis que afectaba desde hacía años a los órganos reproductores; una infección que se hubiera curado con la penicilina de Fleming que no llegó hasta 1928. Existen varias fotos de La Fornarina en su habitación, sonriente y acompañada por su hermana Petrita y su inseparable amiga Nati. Dos de esas fotos antológicas pueden verse aquí. La intervención debió de consistir en seccionar todo lo que pudiera estar enfermo. Salió bien de la anestesia, pero el 16 le surgió una fuerte infección posoperatoria, un riesgo elevado por entonces que hacía estragos.

Todo se desarrolló muy rápido. La muerte le sobrevino el 17 de julio. ABC publicó una crónica de su afamado redactor Carlos Fortuny, que describe las últimas horas de Fornarina, antes y después de su fallecimiento. La Fornarina fue internada en el Sanatorio del Rosario, y percatada de la gravedad de su situación, preparóse a bien morir, disponiendo en su testamento el reparto de sus bienes a sus familiares, su enterramiento en el cementerio más alegre de Madrid a su juicio, la Sacramental de San Isidro-, que al fallecer fuese lavada, perfumada,

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coloreados rostro y labios, y amortajada con el hábito de la Virgen de la Soledad. Enseguida solicitó la presencia de un sacerdote. Fui el primero, que la vio en el depósito del sanatorio, recién bajada de su amortajamiento. Estaba más bella que nunca con su hábito. Parecía dormir sonriendo dulcemente entre rosas y claveles, coloreada como para salir a escena. Serían las siete de la tarde. Enrique Ramírez de Gamboa El Cipri, le dedicó el cuplé La Sinventura, cual epitafio que debió ir escrito en la losa sepulcral. "Si bajas a la feria de San Isidro Acércate al recinto de los silencios Donde bajo amapolas y azules lirios Duerme La Fornarina su sueño eterno. Puede ser que su lindo Polichinela, Al que ella cantando dio movimiento, Vele fiel su descanso, cual centinela, Mientras penden sus hilos del firmamento "

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La Fornarina, recién ingresada en el Sanatorio del Rosario, de la calle Príncipe de Vergara, el mismo día en que habría de ser operada, inútilmente.

La Fornarina, antes de la operación, con su hermana Petrita y su íntima amiga Nati.

Inscripción en su lápida. Sacramental San Isidro (Foto propia)

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Capítulo 12 Manuela Malasaña, la heroína de 1808

Manuela Malasaña Oñoro nació en Madrid el 10 de marzo de 1791 y murió en Madrid el 2 de mayo de 1808 de un disparo en la cabeza con 17 años, convirtiéndose entonces en una mujer que alcanzó altas cotas en la leyenda y el mito, que pueden llegar a más en tanto que lo genuino y verdadero de algunas personas propicia la atención y admiración sin límites.

Madrid es ciudad que cuenta con rincones de honda significación histórica, altamente emotivos y gratificantes para el espíritu, como la recoleta plaza del 2 de Mayo que preside un arco de ladrillo ante el cual se alzan en un pedestal las estatuas de mármol de los capitanes Daoiz y Velarde. El levantamiento popular del 2 de mayo de 1808 en las calles de Madrid contra las tropas del mariscal Murat, Duque de Berg, sigue suscitando el reconocimiento de todos porque nadie se ve capaz de emular lo que acaeció en el cuartel de Monteleón en la hipotética situación de una España en peligro. Los heroísmos resultan cada vez más difíciles de explicar, y cuanto más los que demostraron mujeres como Clara del Rey y Benita Pastrana, y muy especialmente, Manuela Malasaña, que sigue acaparando todos los honores dos siglos después.

Hubo y hay estudios acogidos a los planteamientos más racionales y fríos, que concluyen con que los vecinos de Madrid reaccionaron con una virulencia extrema que tenía mucho de suicidio colectivo, que hubo de forzar a 91


todo un ejército francés altamente cualificado a utilizar la extrema barbarie represiva con gentes que atacaban con con navajas, cuchillos de cocina, piedras, tejas, macetas y perolas de agua hirviendo.

Manuela Malasaña Oñoro nació en Madrid y murió en Madrid, probablemente de un disparo francés en la calle o en algún punto del patio del cuartel después de las 6 de la tarde, cuando el asalto había concluido, la hora en que se procedió a la tarea del traslado de los muertos desde el sitio de la lucha, inundado de gente del pueblo, especialmente de mujeres, que reconocían los cadáveres , señaló Benito Pérez Galdós. A Manuela, que localizarían enseguida, la debieron de colocar en alguna carreta para dejarla en la parroquia de San Martín en la calle Desengaño, de donde partió hacia el pequeño cementerio del Hospital de la Buena Dicha en la calle de Silva, a unos cien metros, donde se alza hoy la bella iglesia modernista. Pero aquellos cementerios desaparecieron en la reordenación urbanística de Madrid y con ellos, los restos de Manuela. En un documento parroquial de 1815 se decía que "Manuela Malasaña, soltera, de edad de quince años, hija legítima de Juan Manuel Malasaña, difunto, y de María Oñoro, parroquiana de esta iglesia, calle de San Andrés, num. 18, murió el 2 de mayo de 1808 y se enterró de misericordia. Juan era chispero o herrero y tenía el domicilio en la calle San Andrés, número 18, cuarto piso, esquina a la Plaza del 2 de Mayo, que ocupaba con su esposa e hijos. Manuela tenía hermanos. La localización de la casa no ha variado, salvo el edificio que reemplazó al genuino de 1808.

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Pero hay que remontarse a los hechos históricos en que ubicar a Manuela Malasaña. El mariscal Murat, consciente del armamento acumulado en el parque de artillería de Monteleón, situado entre las calles de Fuencarral y San Bernardo, en previsión de un asalto popular o de militares españoles soliviantados, determina el domingo por la noche enviar un destacamento de 70 hombres al mando de un oficial para que pernocten en el cuartel, juntamente con una veintena nacional que envían los mandos militares españoles. El día de la tragedia comienza frente al palacio real y se extiende por varios puntos de Madrid. A Monteleón no tardaron mucho en llegar las noticias del levantamiento. Temprano se presentó en el cuartel el capitán Juan Velarde, que fue informado de la orden tajante del alto mando español de proteger el recinto a toda costa y no hacer entrega de las armas, pero los incidentes son cada vez más dramáticos y mucha gente 93


callejea apresurada hacia Monteleón con el propósito de conseguir armas. El capitán Luis Daoiz, que tampoco tardó en presentarse en el cuartel, lo primero que decidió fue encerrar en calabozos y cuadras a los 70 franceses, desarmados y vigilados por la tropa española, en previsión de que la gente que se agolpaba en la calle entendiese mal su presencia y determinase exterminarlos a todos a golpes y navajazos, pero no lo supieron en ningún momento de la jornada. Daoiz, contrario a la orden cursada, abre la puerta y entrega las armas al pueblo, unas 120 personas, y lo hace primero con los arcabuces de los franceses y sus guardianes.

La noticia de lo que estaba pasando en Monteleón no tardó en llegar al mando francés, que envió un batallón de infantería, que fue recibido a tiros desde los muros del recinto y desde los balcones y ventanas vecinales. La 94


locura de aquellos momentos era cada vez más evidente. Lo que se anunciaba era un suicidio colectivo estrictamente escenificado y con un guión trazado al pie de la letra.

Lo que iba a acaecer no tenía precedentes. Se inauguraba una forma de ser y luchar en España. Hacia el mediodía es cuando Daoiz, Velarde y Ruiz sacan a la calle tres cañones que apuntan a las tres calles que aún confluyen en la plaza, la de San José, San Pedro la Nueva y San Miguel, hoy con otras denominaciones. Los cañones abrieron fuego y ocasionaron serios estragos entre los franceses, en vista de lo cual acudieron unos 2.000 franceses más entre artilleros y arcabuceros, que desbarataron el cuartel por fuera y por dentro hasta su capitulación a las seis de la tarde. Las crónicas mencionan expresamente aquella hora exacta como término. Perecieron casi todos entre metralla, disparos y bayonetazos. Debió de haber bastantes heridos de gravedad; los que resultaron menos y los ilesos que no llegarían a un puñado los detuvieron y acabaron ejecutados en la Montaña de Príncipe Pío. Otros consiguieron huir y llegar a sus casas de los barrios más apartados. El teniente Ruiz logró salvarse de ese modo, aunque herido, falleciendo tiempo después en un lugar alejado de Madrid.

En la Sala de Heroínas de España del Museo del Ejército hoy en la ciudad de Toledo- hay expuesto un retrato de Manuela Malasaña, que representa la imagen idealizada que de la joven hizo el coronel de infantería José Luis Villar y Rodríguez de Castro. Es la figura de una joven esbelta y elegante, que parece pertenecer a las clases pudientes. Es una imagen irreal, pero el pintor 95


posiblemente determinó traducir su admiración por Manuela ensalzándola como mujer. El retrato tiene un encanto especial; acaso porque también sabemos nostros que se trata de una persona querida y respetada por encima del tiempo. Manuela era una joven humilde del pueblo con la fuerza de encandilar a historiadores, militares, políticos, escritores, poetas y pintores. Existe otro cuadro imaginado de 1887, firmado por el gran especialista en batallas y muertes heroicas, Eugenio Álvarez Dumont (1864-1927) en el que se ve a Juan Manuel Malasaña abalanzándose con una navaja sobre el francés a caballo que acababa de disparar a su hija, que yace en la calle. La escena es dramática, trágica, tremendamente dura y conmovedora, y por ello sigue siendo la más representativa, como demuestran las miniaturas modeladas de Jesús Gamarra, Antonio Zapatero y José Hidalgo, el cartel diseñado por Pedro Sánchez para los actos de conmemoración del bicentenario de 1808 en Algodonales, Cádiz, y la portada del libro Un día de cólera de Arturo Pérez Reverte. Pero cómo y dónde murió Manuela Malasaña. Se sabe al menos con certeza que en el actual recinto de la Plaza del 2 de Mayo. Se ha dicho muchas veces que Juan, el padre, fue uno de los defensores activos de Monteleón, disparando como algunos de sus vecinos desde los balcones de las casas, y que allí es donde halló la muerte su hija al recibir un disparo desde la calle, mientras lo ayudaba en la engorrosa tarea de la carga de los lentos arcabuces que les habrían entregado en el cuartel. Otros sostienen que Manuela lo dejó solo para irse a luchar al cuartel con otras mujeres y adolescentes y que al final

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Juan sería apresado por los franceses que subían piso por piso para prender a todos los que habían hecho fuego y sacar hasta dos docenas de infelices , como escribió Benito Pérez Galdós. Hay quien piensa que Manuela pereció estando en el exterior del cuartel mientras ayudaba con los cañones a los capitanes Daoiz y Velarde y al teniente Ruiz, lo que es también verosímil. Pérez Galdós habló de la actividad de las mujeres durante la defensa del cuartel y también de cómo acabaron: La heroica mujer calló de improviso, porque la otra maja que cerca de ella estaba, cayó tan violentamente herida por un casco de metralla, que de su despedazada cabeza saltaron salpicándonos repugnantes pedazos. La primera de ellas pudo ser tanto Manuela Malasaña como Benita Pastrana, vecina también de 17 años, que recibió un disparo en la cabeza, de resultas del cual falleció el 1 de julio. La segunda, obviamente se trata de Clara del Rey, que consta que fue alcanzada por metralla en la cabeza.

Otros finalmente sostienen que Manuela no combatió ni en la calle ni desde el balcón, porque ese día fue a trabajar a su taller de costura y que de regreso a casa por la noche fue víctima de un desgraciado cacheo de una patrulla francesa, que le descubrió unas tijeras en uno de los bolsillos de la falda, y en aquellas horas, las tijeras en Madrid representaban la pena de muerte inmediata a quien las portaba. Manuela si las llevaba era porque era costurera y venía de trabajar. La versión habría sido verosímil en otras circunstancias, pero no aquel lunes 2 de mayo en que

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nadie en sus cabales en Madrid osaría ir a trabajar como si tal cosa y volver tranquilamente a casa entonando una canción. En todo caso tampoco habría sido procedente la ejecución de la joven en la misma calle, como dio a entender Pérez Galdós: Repetidas veces vimos que detenían a personas pacíficas y las registraban, llevándoselas presas por si acertaban a guardar acaso algún arma, aunque fuera navaja para uso comunes.

Manuela Malasaña murió hace algo más de 200 años, y aunque no son tantos la sensación que se tiene hoy es que las personas como ella parece imposible que vuelvan a repetirse. Se han perdido tantas cosas y se han deteriorado tantos sentimientos colectivos que nada podría hacer que se reaccionara como se hizo en 1808.

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Capítulo 13

Calle Calvo Asensio, 4, donde vivió Ramón del Valle-Inclán Ramón del Valle-Inclán nació en un pueblecito marinero de la provincia de Pontevedra en 1862. En 1890 vino por primera vez a Madrid, quedándose solo dos años, puesto que en 1892 partió para la aventura de México. Regresó pronto a Pontevedra, y tres años después, en 1895, determinó venirse definitivamente a Madrid con una obra ya publicada debajo del brazo y siendo un perfecto desconocido. Buscó un sitio para instalarse y lo encontró en la calle Calvo Asensio, una calle que no llega a los 200 metros entre las de Meléndez Valdés y Rodríguez Sampedro, bastante apartada de su centro vital de la Puerta del Sol y la calle Alcalá. Un cuchitril de lo peor que daba a un patio interior, acaso sin luz natural. Caminara por donde caminara de casa o hasta casa, don Ramón no se libraba de hacer seis kilómetros diarios ida y vuelta, salvo cuando no tenía que guardar cama por tempranos quebrantos de la salud. A Alejandro Sawa la distancia se le reducía a la mitad. Tenía don Ramón 29 años y había venido a triunfar, aunque durante los cuatro años siguientes no debió de poner mucho empeño en conseguirlo, despreocupado como estaba por el sustento que le proporcionaba el sueldo de funcionario público en un ministerio. Lo primero en que hubo de esforzarse fue labrarse una presencia, una pose, un atuendo, unas maneras, que lo diferenciaran de los demás. No tardó en conseguirlo. Su

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admirado Sawa haría lo mismo. Los escritos que le dieron fama vinieron algún tiempo después, en 1907, cuando su vida dio un giro radical casándose con la ilustre dama Josefina Blanco, con la que tuvo cuatro hijos. Pero antes, en aquel 1899 finisecular, habría de toparse con la desgracia de perder el brazo izquierdo entero como consecuencia de una súbita infección por una fisura ósea de la muñeca, ocasionada por el bastonazo de su amigo Manuel Bueno en el transcurso de una violenta discusión en el Café de la Montaña, en la Puerta del Sol; discusión perfectamente evitable por su banalidad más que probada, que no lo era tanto para hombres ociosos en un tiempo presidido por el pesimismo político. Las semblanzas biográficas de Valle-Inclán no suelen prestar atención a las viviendas que ocupó el escritor en la capital, que en cualquier caso no parece que influyeran mucho en su labor narradora, pese al esfuerzo tremendo que tenía que suponerle sobrellevar tal cúmulo de penurias y privaciones, que los demás ignoraban, salvo Pío Baroja que pudo descubrir un día el estado de miseria en que encontró a Valle-Inclán en su cuchitril de Calvo Asensio. No hay lápida alguna que se lo indique al transeúnte, pero el relato de su amigo Pío Baroja es claro y preciso. Valle-Inclán vivía míseramente en esa pequeña calle. Siempre es emocionante pasar bajo un balcón o ventana y tener constancia del paso de alguien ilustre, cuando más de aquel enigmático gallego. Azorin, que también llegó a Madrid el mismo año que Valle Inclán, en 1895, hubo de instalarse en otro cuartucho muy parecido, situado en una casa de la calle Jacometrezo, que poco después de 1910 desapareció en

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parte para abrir la Gran Vía y alzar los magnos edificios que la flanquean. Contaba Azorín en sus memorias que su habitación tenía cama, mesita y silla, y un balcón que daba a un hondo y angosto patio . Mísera fue también su estancia teniendo que alimentarse a base de pan y agua, cual en una mazmorra medieval.

Un panecillo por la mañana y otro al anochecer. Con 20 céntimos al día hacia yo mi comida. Que pruebe ahora cualquier principiante literario a hacer lo mismo. Duró aquel régimen veinte días consecutivos. Eran aquellas vidas bohemias sobrellevadas malamente, no exentas de presuntuosidad a los ojos de los demás y tan mal vistas por Pío Baroja, que porque nunca le faltó de nada desde que puso los pies en Madrid, no admitió los derroteros bohemios de Ramón del Valle-Inclán o de Alejandro Sawa. El bohemio decía- si se ve humilde, desdeñado, solo, llega a convertir en placer su desgracia. Si está enfermo o triste, llega a sentir una satisfacción absurda. Hay esos placeres paradójicos y malsanos en los fondos turbios de la personalidad humana . Pero aquí no se trata de descubrir nada que no sepa ya de bohemia ni del propio personaje Valle-Inclán, sino de reseñar que gracias a Pío Baroja puede determinarse que el gran escritor gallego vivió unos años en Calvo Asensio. Don Pio contaba como una noche, él, Valle-Inclán y tres personas más, se vieron en un palco del teatro en el que se representaba la zarzuela La Tempranita, y que no tardaron en armar gran alboroto entre las protestas airadas del público asistente, lo que motivó la presencia de la fuerza pública, que hizo lo propio en esos casos: 101


llevarse a comisaría a los cinco. Y he aquí el dato: el comisario, que les iba tomando declaración uno a uno, cuando llegó a Valle-Inclán, tras haberle preguntado nombre y profesión, le inquirió por el domicilio: Calvo Asensio, palacio , respondió don Ramón con guasa. En otro momento de las memorias, Baroja ofrecía datos mucho más concretos de la vivienda, que le causó honda impresión al verla. Se refería Baroja a que él y otros decidieron pasar por su casa con el fin de recogerlo, pues a ver un editor tenían que ir. Fuimos a la calle Calvo Asensio, donde vivía Valle Inclán. Don Ramón vivía en un cuartucho pequeño con una cama en el suelo y una caja como mesa de noche. Tenía en la pared tres o cuatro clavos, en donde estaba colgada toda su ropa. Era un hombre tan fantástico que a pesar de vivir en aquella miseria negra, nos habló seriamente de la servidumbre que tenía. Pero en ningún momento indicó el número, que resultó ser el 4, es decir, la segunda finca entrando en la calle por Rodríguez Sampedro, según pude averiguar por alguna fuente perdida de los muchos que han desvelado aspectos de Valle-Inclán. Lo asombroso es toparse con que también en el número 4 hay una lápida y una efigie en relieve que indican que en la casa nació en 1918 el que fue alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galván.

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Capítulo 14

El Barrio de Lavapiés

Ante esta casa confluyen las calles Jesús y María, a la izquierda, y Lavapìés a la derecha. El lugar es el más bello y representativo de viejo barrio madrileño, repleto de sabor y vestigios de lo que fue la vida en el pasado, cuando la pobreza y la miseria se había instalado por todas partes en derredor.

Lavapiés es uno de esos entornos de Madrid que hay que visitar alguna vez y perderse por sus calles de pronunciadas cuestas arriba y abajo. Calles y plazuelas en silencio, recoletas, con recio sabor a vecindad de antaño. Establecer límites físicos al barrio no pasa de ser una pretensión en vano. Las demarcaciones apenas desvelan nada, pero orientan al menos a quien no conoce y quiere disponer de una visión global del plano urbano. Lavapiés 103


en verdad no ofrece inconvenientes para enmarcarlo. Un punto de partida puede ser la Plaza de Cascorro, desde donde proseguir calle abajo por Embajadores hasta las Rondas de Toledo, Valencia y Atocha, que desembocan en la Glorieta del Emperador Carlos V. Desde ese entorno hay que cruzar el Museo Reina Sofía y subir por la calle Santa Isabel hasta la Plaza de Antón Martín. Las calles a mano izquierda llevan al corazón de Lavapiés. De Antón Martín se toma la calle de la Magdalena hasta la Plaza de Tirso Molina, la calle Duque de Alba y el punto de partida elegido en la Plaza de Cascorro.

El barrio de Lavapiés fue atracción primordial de saineteros y libretistas de zarzuelas de las últimas décadas del siglo XIX, que hicieron de él la cuna artificial del más puro casticismo madrileño, entresacado acaso de algunos motivos costumbristas que habrían vislumbrado. Nada pudo ser de aquel modo. El marchamo de Lavapiés obedeció al capricho de aquellos autores, eligiendo el barrio como hubieran podido elegir otro de Madrid. Lavapiés se convirtió de la noche a la mañana en un mundo de intrigas, aventuras, amoríos, chulapos, bandidos y situaciones más pintorescas. La retahíla de títulos pone en evidencia aquella moda Lavapiés: La emperatriz de Lavapiés, El Barberillo de Lavapiés, Lavapiés y Las Vistillas, La Cigarrera de Lavapiés, El 104


Conde Lavapiés, El Tenorio en Lavapiés, Las mozas de Lavapiés, El Hijo de Lavapiés, Escenas de Lavapiés, La Manola de Lavapiés, Del Olimpo a Lavapiés, La Gitanilla de Lavapiés, Los Asesinos de Lavapiés, El Organillero de Lavapiés, Las Mozas de Lavapiés, Las Chulas de Lavapiés, Un Hombre de Lavapiés en 1808 Tanta demostración de casticismo se estrelló con los escritos crudos y realistas de Pérez Galdós, Blasco Ibáñez, Pío Baroja y Arturo Barea, al constatar el predominio de miserias y penalidades de gran parte de la población de Madrid: cigarreras, lavanderas, traperos, pordioseros y colilleros; gente cargada de hijos criados en calles enlodadas y polvorientas, o en los arenales del río, y casas y chabolas sin agua ni luz. La miseria de Madrid desde la Guerra de la Independencia a los años sesenta del siglo XX no tenía límites. Algunas de las atrocidades de 1936 en Madrid fueron causa de la explosión incontrolada de situaciones inaguantables. Misericordia de Benito Pérez Galdós es una novela realista publicada en 1897, que refiere escenas y rincones urbanos de Madrid con tintes siniestros, seguramente muy exagerados por la novedad que suponía para un personaje como el autor toparse con la cruda miseria que ignoraba y de paso buscar el modo de impresionar a sus lectores. Galdós en aquella novela hablaba de calles, casas y gentes de Lavapiés, La Latina, Arganzuela

En el extracto que hemos encontrado no menciona el barrio, pero sí un entorno a unos 300 metros de la Plaza de Lavapiés: No lejos del punto en que Mesón de Paredes desemboca en la Ronda de Toledo, hallaron el parador de Santa Casilda, vasta colmena de viviendas baratas alineadas en corredores sobrepuestos. Éntrase a ella por un patio o corralón largo y estrecho, lleno de montones de basura, residuos, despojos y desperdicios de todo lo humano. El cuarto que habitaba Almudena era el último 105


del piso bajo, al ras del suelo, y no había que franquear un solo escalón para penetrar en él.

Componíase la vivienda de dos piezas separadas por una estera pendiente del techo: a un lado la cocina, a otro la sala, que también era alcoba o gabinete, con piso de tierra bien apisonado, paredes blancas, no tan sucias como otras del mismo caserón o humana madriguera.

Una silla era el único mueble, pues la cama consistía en un jergón y mantas pardas, arrimado todo a un ángulo. La cocinilla no estaba desprovista de pucheros, cacerolas, botellas, ni tampoco de víveres .

Lavapiés fue asentamiento de familias judías en Madrid hasta su desgraciada expulsión en 1492. En el siglo XVII discutían ya los nuevos pobladores del barrio acerca del origen del topónimo, que para unos, los más, derivaba de la costumbre de lavarse los pies los judíos en una fuente que había en la Plaza de Lavapiés, antes de asistir a los actos religiosos de la sinagoga sobre la que se construyó la iglesia de San Lorenzo, a la que se accede por la calle de la Fe. Los judíos conversos que se quedaron hubieron de convivir con la gente que empezó a llegar desde el siglo XVII de todos los pueblos y rincones de España, que venían a Madrid no a vivir aventuras de capa y espada, sino huyendo de las penalidades que muchos no abandonaron nunca.

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Las carencias sociales de Lavapiés, con ser intensas, no debieron llegar a los extremos de otras barriadas aledañas al Manzanares, descritas por Pío Baroja, como el barrio de las Cambroneras, del que no queda en Madrid el menor rastro. Lavapiés era un barrio modesto con gentes que se dedicaban a los oficios más variopintos, lo propio de una ciudad como Madrid que asimilaba gente sin cesar. Predominaba el sector servicios, como caleseros, mozos de estación, repartidores y tenderos y peluqueros. El más famoso de los peluqueros de la zarzuela se llamó Lamparilla y era el protagonista de "El Barberillo de Lavapiés". Desde las calles de Atocha, de Santa Isabel y de la Magdalena se accedía enseguida a tres de las más típicas de barrio: Buenavista, Zurita y Salitre, de pronunciadas cuestas. La incomunicación social era notable a comienzos de siglo XX, confundiendo medio Madrid miseria y carencias con delincuencia.

Lavapiés entraba en esa falsa categoría excluyente. Hoy han surgido otras razones para el aislamiento madrileño con nuevos y gigantescos barrios y el auge de las ciudades más próximas: Coslada, San Sebastián de los Reyes, Alcobendas, Getafe, Móstoles , que hace que sea frecuente toparse con gente que no acude casi nunca a la Gran Vía o a los tramos del nuevo Río Manzanares. Por otro lado, la vida urbana, porque es mucho más homogénea, ha hecho que las diferencias culturales entre barrios sean menores y que las distinciones culturales y costumbristas de antaño ya no cuenten. Lo castizo, sinónimo de lo genuino madrileño, no existe. Lo único castizo fue el levantamiento de los barrios pobres contra las tropas francesas del mariscal Murat, la mañana del lunes 2 de mayo de 1808. El casticismo de los orígenes hay que ir a buscarlo al Madrid medieval y cristiano del siglo XII, representado por San Isidro y su esposa Santa María de la Cabeza, cuyas vidas trazó el amo y señor de Madrid, Iván de

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Vargas. Aquellos que lo buscan no cejan en visitar los entornos más recónditos dentro de la tradición, casi pretendiendo reconstruir las andanzas madrileñas del joven Joaquinito de Fortunata y Jacinta .

Lavapiés sigue vivo y merece la pena. Ha renovado gran parte de su población con gente de procedencia multinacional que, cual aquellas plazuelas de pueblo, concurre todas las tardes a la Plaza de Lavapiés, el centro natural del barrio, próximo a la Glorieta de Embajadores. Todo el mundo habla con todos y todos se saludan. La gente charla de ventana a ventana y salen a la puerta de sus casas. Las hay de tres y cuatro pisos en estilo modernista y otras con atisbos de Art-Decó. Perduran algunas del siglo XVIII, según indican algunas inscripciones en los dinteles, como la de la calle San Carlos. Otras aparecen con los bajos decorados con murales pintados y grafitos, artísticos e imaginativos como son los de Gonzalo Borondo. Pueden verse tiendas antiguas de austeras puertas de madera, que gozan de protección municipal: de zapatos, de hilos y cordeles, de vinos, licores y aguardientes, y peluquerías de vistosos azulejos. Cuenta Lavapiés con 108


amplias plazas como la de la Fuente de los Cabestreros, abierta entre casas derribadas, que cruza la calle Mesón de Paredes, la principal del barrio que viene de la Plaza Tirso de Molina, o la plaza del Sombrerete, desde la que admirar las ruinas de las Escuelas Pías de San Fernando, edificio incendiado en 1936, al igual que las iglesias de San Lorenzo y de San Millán y Cayetano en la calle Embajadores. Merece la pena recorrer la calle arqueada y en cuesta del Calvario en la que nació el bandolero Luis Candelas, ajusticiado a garrote vil en la Cebada.

La calle de San Pedro Martir, donde vivió siempre el actor José Isbert y poco más de un año un joven Pablo Ruiz Picasso, cuya presencia recuerdan unos murales de la fachada. Están también las dos casas en que vivió el gran arquitecto Pedro de Ribera, una en Mesón de Paredes y la otra en la del Oso. La de Antonia Mercé La Argentina en la calle del Olmo, la gran fábrica de tabacos, el Centro Dramático Nacional Valle-Inclán, el magnífico Teatro Pavón en estilo Art-Decó, el Mercado de San Fernando en estilo herreriano, en la calle Embajadores, y las corralas de las calles Sombrerete y Mesón de Paredes. Por la calle Argumosa, la más anchurosa y viva del barrio, se sale al Museo Reina Sofía y a la estación de Atocha; por la de Miguel Servet a Embajadores; por la de Rodas a la Ribera de Curtidores... El Madrid más tradicional está entrelazado calle a calle.

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Monumento a Ignacio Valentín-Gamazo y Alcalá, en la Plaza de los Chisperos, en la calle Luchana (Foto propia) Capítulo 15

Ignacio Valentín-Gamazo y Alcalá (1959-1996) Todos estamos muy agradecidos a la figura, al ejemplo y al estímulo que significa la muerte de un madrileño que dio su vida por los demás", son palabras pronunciadas por el entonces alcalde de Madrid, José María Álvarez del Manzano, un día de enero de 1997, cuatro meses después del asesinato a tiros del joven abogado de 37 años, vecino del barrio de Chamberí, Ignacio Valentín-Gamazo y Alcalá, el día en que se inauguraba el monumento de quien dio la vida por ayudar a la joven cajera de una pequeña tienda de alimentación cuando era atracada a punta de pistola. El alcalde resaltaba lo de dar la vida por los demás, y nada más excelso puede pedírsele a una persona. 110


Es la más justa de las alabanzas que puede hacerse a Ignacio, que sin duda aplacaría algo el inmenso dolor, la tristeza y la tragedia que quedó entre sus familiares y amigos por muerte tan irracional y salvaje, infinitamente inútil como tantas que suceden. Ignacio había muerto asesinado el mediodía del sábado 7 de septiembre de 1996, mientras hacía su compra habitual en una pequeña tienda de alimentación, situada a unos cien metros de su monumento. Dos atracadores armados quieren el dinero de la caja. Lo consiguen tras amenazar seriamente a la joven dependienta. Ignacio, por ser una de esas personas que no toleran el abuso, la barbarie y el matonismo, intervino en auxilio de la cajera. Le dispararon dos tiros mortales. El monumento es sencillo, pero llamativo por su originalidad. A todo el mundo llama la atención. Los vecinos del barrio conocen por qué está ahí y qué representa. Muchos de los conductores en sus coches, los que van en taxi o en autobús, lo atisban durante unos instantes, pero ignoran de qué se trata y no tendrán ocasión de averiguarlo. Yo tampoco sabía nada hasta una mañana en que me topé con él, y sería imperdonable no suscitar ahora, 16 años después de su muerte, un sentido recuerdo que contribuya a su ejemplo perenne entre todos. Una mañana temprano salía del Metro de la Glorieta de Bilbao para dirigirme a la cercana calle Carranza con el fin de hacer unas fotos del portal de la vivienda incendiada en la que había perdido la vida un joven héroe llamado Álvaro Iglesias Sánchez; héroe capaz de haber penetrado en la casa que se quemaba y salvar a varios vecinos, hasta

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el fatídico momento en que la escalera de madera se derrumba por el fuego y se lleva a Álvaro y a una persona rescatada. De aquel joven inolvidable escribí la crónica más veraz en este mismo blog. Ignoraba, sí, la existencia del monolito dedicado a Ignacio hasta que lo vi a unos diez pasos del popular monumento a los Saineteros Madrileños.

Ignacio Ruiz Quintano, periodista de ABC, escribió el día 7 de aquel fatídico septiembre de 1996: Siempre me intrigó esa piedra municipal que en la calle de Luchana, entre los restos del botellón de la noche y el dudoso pisar la luz del día de los colegiales, descubro mañaneramente con los ojos de la primera vez: En honor del abogado madrileño Ignacio de Valentín Gamazo y Alcalá que murió heroicamente el 7 de septiembre de 1996 en acto noble y cívico en defensa del prójimo. De tres disparos, recibió dos: uno en la cabeza, el otro en el pecho. Serían las doce pasadas del mediodía y los bandidos todavía rapiñaron, a puñados, unas cien mil pesetas. El País del día 9 escribió la crónica de los hechos: El cliente asesinado se había enfrentado en otra ocasión a un atracador. Los restos mortales de Ignacio de Valentín Gamazo permanecieron durante toda la mañana en el Instituto Anatómico Forense. Por la tarde fueron trasladados al tanatorio de la M-30. Serán incinerados en el cementerio de la Almudena. La hermana del fallecido, abogada, comentó que no era la primera vez que Ignacio de Valentín se enfrentaba a un atracador. En una ocasión salió en defensa de una persona que estaba siendo atracada a punta de pistola, según relató en el tanatorio. Era una persona decidida y muy

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valiente, explicó. Un primo de la víctima aseguró:"Ignacio fue siempre muy pacífico, pero también alguien que no consentía que no se respetasen los derechos fundamentales", comentó. La esposa del fallecido, Julia, propietaria de una farmacia en Madrid, no podía pronunciar palabra cuando recibió el pésame de sus allegados, según manifestó un familiar. "En el piso de su hermana Ignacio estudió su carrera", explicó el portero. "Era una persona muy buena. Siempre le recuerdo subido en su moto y con un montón de libros", añadió. El 20 de enero de 1997, meses después del asesinato, acudió el alcalde de Madrid, José María Álvarez del Manzano, a la Plaza de los Chisperos para rendir homenaje público a Ignacio. El ayuntamiento acababa de aprobar la concesión a titulo póstumo de la Medalla al Mérito Social. Quedaba inaugurado el monumento a Ignacio. Las palabras del alcalde recalcaron: "El ayuntamiento de Madrid no había querido dejar pasar esta circunstancia sin llamar poderosamente la atención, y eso es lo que quiere simbolizar este acto que pretende que todos los madrileños recuerden el coraje cívico demostrado por Ignacio Valentín-Gamazo. Quiere significar además a sus familiares, amigos y sociedad en general que todos estamos muy agradecidos a la figura, al ejemplo y al estímulo que significa la muerte de un madrileño que dio su vida .

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Capítulo 16

Luis Mariano de Larra. El otro Larra

Reúne este laborioso escritor cuantas condiciones exigirse pueden a un autor dramático .

Hay gente que merece ser recordada, porque es de justicia cuando las losas del olvido y la indiferencia hacen estragos entre quienes contribuyeron al engrandecimiento de la literatura y la cultura españolas. Hablemos del ilustre apellido Larra. Hubo un Larra universal de las letras, que murió de un pistoletazo en la sien a los 27 años, en un piso de la calle Santa Clara de Madrid. Una lápida lo recuerda en la fachada. Pero existió el otro Larra , su primogénito, que tenía 7 años cuando la muerte paterna en 1837, que aunque escritor relegado al olvido desde 1901, el año de su fallecimiento, su nombre figuró siempre como ilustre libretista en todos los carteles de ayer a hoy de afamadas

zarzuelas y muy especialmente de la obra maestra del género, El Barberillo de Lavapiés , que

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protagonizaban el barbero Lamparilla y Paloma la costurera, estrenada con gran éxito popular en Madrid el 18 de Diciembre de 1874 con música del gran maestro Francisco Asenjo Barbieri, nacido y muerto en Madrid, quien puso música a otros cuatro libretos de Luis Mariano de Larra.

Luis Mariano de Larra y Wetoret (1830-1901) era hijo de Mariano José de Larra y Sánchez de Castro y de Josefina Wetoret Martínez, su esposa. No hubo nunca una mención en la prensa ni en los círculos teatrales en que no se antepusiese de quién era hijo, incluso el día de su boda destacándose que se había casado el hijo del célebre e inolvidable Fígaro. No parece que lo lamentase alguna vez, lo que evidencia que debió de profesar una gran y profunda admiración por el padre que apenas tuvo tiempo de conocer. En la dedicatoria de una obra a uno de sus hijos, lo puso de manifiesto: Tu padre, que como tu ilustre abuelo, el inolvidable Fígaro, no ha tenido pocas injurias que perdonar en su corta carrera de escritor público . Tampoco le hizo falta el nombre de su progenitor para abrirse camino desde muy joven como solicitado dramaturgo. Nació en Madrid el 17 de diciembre de 1830, al parecer en la calle Atocha, donde estaba la casa en la que vivía su madre, ya separada de Fígaro. El matrimonio

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había fracasado. En esa misma calle moriría en 1901, Luis Mariano. Fue bautizado en la iglesia de San Sebastián, también en la calle Atocha, unos diez días después. Estudió en colegios de Madrid y en 1856, a los 26 años, se casó con la actriz Cristina Ossorio Romero y tuvieron tres hijos: Mariano, María y Luis. Ejerció de periodista en un primer momento en la Gaceta de Madrid en 1847, y en 1856 llegó redactor jefe. Escribió crónicas y artículos de opinión en los principales diarios madrileños, pero aquel mundo lo dejó por la dedicación al teatro y a la novela. En 1851, tempranamente con 20 años, ya había puesto en escena Un embuste y una boda .

Mujer de Larra

Gonzalo Calvo Asensio, político, escritor y director de El Demócrata, escribió en 1875 acerca de Luis Mariano: Reúne este laborioso escritor cuantas condiciones exigirse pueden a un autor dramático. Inventiva, discreción, galanura, facilidad y abundante vena como pocos, entonación robusta, siempre que el asunto lo requiere, así como también gracia chispeante y naturalidad cómica. Domina todos los géneros, versifica con una espontaneidad y una fluidez admirables, y conoce los secretos de la escena. Dialoga con soltura, 116


mantiene el interés con multitud de recursos ingeniosos, si no todos del mejor gusto, siempre muy del agrado público, testimoniando sus grandes facultades para el teatro, y por excepción y rarísima vez deja de conquistar el aplauso.

Hija menor de Larra

En un artículo de prensa de 1882, Luis Mariano, en medio del lamento por la situación de los autores dramáticos, parecía haber balance de su carrera: He escrito noventa obras dramáticas en treinta años. He abordado todos los géneros en el teatro y he visto coronadas muchas de mis obras por éxitos de sesenta a cien representaciones consecutivas que aquí se tienen por fabulosas. Hay temperamentos y condiciones de las personas que parecen condenados a repetirse. Se ha dicho muchas veces que Fígaro, el Larra universal, se había suicidado por un

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amor imposible. Otros piensan que la razón fue el hartazgo de la sociedad política española, que en un arrebato de pernicioso romanticismo lo llevó a la muerte. Es casi inconcebible que no usase la razón para pensar unos instantes en los tres niños.

Aquella sensación de pesimismo y amargura vital la experimentó también la Generación del 98 durante las dos primeras décadas del siglo XX. Su hijo Luis Mariano no llegó a tanto, pero algo había en él que recordaba los sentimientos de su padre: el hartazgo creciente que vivía en la sociedad madrileña, que lo llevó a abandonar la ciudad buena parte del año para instalarse desde 1864 en una casa del pueblecito de Valdemoro. La pesadumbre de tener que recorrer las cuatro leguas que de Madrid me separan era lo que más le incomodaba cuando no tenía más remedio que acudir a la capital.

Baldomera Larra, hija mayor

Aquellas sensaciones pesimistas muy a lo Fígaro las dejó claras en una carta de 1870 a un amigo: Hastiado de la corte política y literaria de España hace mucho tiempo, decidí levantar mi casa y venir a sentar mis reales y a emplearlos en este rincón pacífico que no envidia por la paz y el silencio a los profundos desiertos del África. 118


Con todo el capital que en 17 años de trabajo incesante logré reunir, lo he empleado en la para mí deliciosa posesión que he construido y la única renta que me proporciona es la tranquilidad con que vivo, la libertad con que trabajo, la quietud egoísta en que vegeto y la salud y alegría de mis hijos." Hay que prestar la debida atención a lo de hastiado de la corte política y literaria de España hace mucho tiempo , porque es la clase de manifestación que puede ser determinante para que un espíritu atormentado, pesimista y acuciado por la crítica acabe con su propia vida. Atisbos debió haberlos, pero nada ocurrió porque Luis Mariano de Larra y Wetoret falleció a los los 71 de una angina de pecho en su casa de la calle Atocha, cerca de la iglesia de San Sebastián.

Lápida en la casa de Larra. Madrid (Foto propia)

La prensa, como no podía ser menos en un país como España que habla bien siempre de las personas el día de su muerte, dejó constancia de consternación y dolor por tan sensible pérdida. Madrid pierde con D. Luis Mariano

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de Larra uno de sus hijos más populares en la escena dramática durante la segunda mitad del pasado siglo XIX, a cuya generación de hombres ilustres tan mal está tratando en sus principios el siglo XX (El Liberal)

La pérdida es sensible para las letras españolas, que pierden a uno de sus cultivadores más inspirados y correctos . Fue un periodista distinguido y un novelista muy hondo, y, sobre todo, un perfecto caballero, de trato ameno y cariñoso. Bástenos hoy despedir a uno de los escritores más aplaudidos en el teatro y conocedores de la escena; a un autor infatigable que en fecundidad no habrá sido excedido por muchos en nuestro tiempo, y a un honrado y cumplido caballero (La Ilustración Española) Lamparilla, el mejor barbero de Madrid. Lamparilla, el mejor personaje creado por Luis Mariano de Larra. Lamparilla es el protagonista de la zarzuela El Barberillo de Lavapiés , estrenada en 1874 en el Teatro de la Zarzuela de Madrid.

Comprende tres actos, el primero se desarrolla en la romería de San Eugenio, en El Pardo, y los otros dos en Madrid. El tiempo es el de Carlos III. Al término de la escena primera, Lamparilla aparece por el fondo izquierda con una guitarra en la mano , anota Larra. Al comienzo de la segunda, Lamparilla cobra protagonismo. Todos quieren oírle contar quién es y cómo es. Lamparilla parece tenerlo todo y haberlo practicado todo. Todos lo admiran cual al bandido Luis Candelas, también personaje del barrio de Lavapiés.

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Yo fui paje de un obispo y criado de un bedel, y donado de un convento y ranchero de un cuartel. Yo fui sastre cuatro días, monaguillo medio mes, y ni el mismo diablo sabe lo que he sido y lo que sé. Ahora soy barbero, y soy comadrón, y soy sacamuelas, y soy sangrador. Peino, corto, rizo, y adobo la piel, y echo sanguijuelas que es lo que hay que ver. Lamparilla soy, Lamparilla fui.

Este es el barbero mejor de Madrid. Lamparilla fui, Lamparilla soy, y no hay nadie triste en donde yo estoy. Yo soy músico y coplero, y organista y sacristán, y en mi barrio no ha nacido otro yo para bailar. Yo hago pasos de comedia, sé francés y sé latín, y siempre ando tras las mozas, por supuesto... con buen fin. Pongo sinapismos, peino con primor, y tiño las canas de cualquier color. Bebo como cuatro, juego como seis, y afeito á cien hombres con la misma nuez.

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Capítulo 18

Metrópolis, edificio de la confusión Las dos adolescentes de la foto, alarde de sensibilidad y buen gusto artístico, representan una pequeña parte de la obra decorativa de Metrópolis, que antes fue de La Unión y el Fénix. Una de ellas vuelca con su brazo izquierdo el Cuerno de la Abundancia o Cornucopia, siempre repleto de frutas y flores. Una imagen de reminiscencia mitológica. Metrópolis es uno de los edificios más admirados de Madrid por su diseño y por las esculturas y relieves que lo adornan, pero también envuelto en errores e inexactitudes desde hace cien años, con escasos visos de que se resuelvan por la precariedad de datos documentales.

Un amplio pedazo de Madrid iba a dar un vuelco vertiginoso al paisaje urbano en las tres primeras décadas del siglo XX. Buena parte de los edificios que se construyeron, encuadrados en el Modernismo y en el Art122


Decó, concedieron notoria relevancia a la decoración artística de fachadas e interiores con la intervención de prestigiosos escultores y de otros que empezaban a serlo. Había un afán desmesurado por el lujo decorativo exterior, que había de encargarse a algunos de los artistas más relevantes, nacionales e internacionales.

Quedaron sus obras ensambladas con exquisita maestría, pero en no pocos casos no se le prestó la atención debida a sus nombres, por lo que hoy muchos de aquellos trabajos permanecen anónimos. Algunas cosas se han averiguado, pero otras no. Un ejemplo de errores e imprecisiones está, por ejemplo, en el grupo escultórico La Protección de la Infancia; también denominado La Caridad se compadece de los pobres, emblema de la antigua aseguradora neoyorquina, The Equitable, que hasta 1920 estuvo expuesto en el chaflán del Palacio de La Equitativa, entre las calles Alcalá y Sevilla, cuyo escultor sorprendentemente sigue considerándose A. Knipp, personaje que no figura en ninguna parte. La escultura en cuestión es obra del vienés Viktor Tilgner; la de Madrid es una réplica, exactamente igual a las que se exhiben en Viena y en un jardín de una universidad de Melbourne, Australia. El empeño de los grandes promotores, particulares y empresas, era construir brillantes edificios sobre los solares que iban dejando las pobretonas casas de dos a cinco pisos, que se remontaban a mediados del siglo XIX. En la calle Alcalá, frente al ministerio de Educación, sorprendentemente, sobrevive una. Una de aquellas casas era conocida como la Casa del Ataúd, que sobresalía como una proa entre las calles Alcalá y Caballero de Gracia, a

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unos pasos de la Gran Vía que aún no se había empezado a construir. La casa se echó abajo y en el solar se levantó el lujoso edificio inaugurado en 1911, el primero de la compañía de seguros contra incendios, La Unión y el Fénix, construido entre 1907 y 1910 por Luis Esteve Fernández-Caballero, el arquitecto que siguió fielmente el diseño que presentaron al concurso convocado en 1905 los franceses Jules Février (1842-1937) y Raymond Février. El edificio fue vendido en 1972 a otra aseguradora, Metrópolis, su actual propietaria, trasladándose La Unión y el Fénix a su nueva sede del Paseo de la Castellana que se concluyó en 1976: un edificio funcional de gran altura, que desde hace unos años pertenece a otra aseguradora, la Mutua Madrileña. Ha pasado un siglo desde la inauguración del edificio hoy de Metrópolis, y lo poco que se conoce de su arte decorativo es objeto de distorsiones miméticas, que se repiten una tras otra sin el menor atisbo de indagación. Yo intento desde aquí poner un poco de orden, y algunas cosas he descubierto. Metrópolis respetó los elementos ornamentales originales, a excepción del grupo escultórico de la cúpula, que conformaba la gran ave (que no es un águila) sobre cuya ala derecha aparecía sentado un joven con indumentaria clásica con el brazo derecho en alto. En su lugar, Metrópolis alzó una espléndida Victoria Alada del escultor Federico Coullaut-Valera, a cuyos pies se acerca un círculo dorado de llamas, reminiscencia del antiguo cometido de la entidad. El viejo emblema ya no se alza sobre Metrópolis, pero sí cinco réplicas exactas, repartidas en lo más alto de edificios de la Gran Vía y la Castellana, pertenecientes en

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su día a La Unión y el Fénix. No corona el edificio, pero siempre que se habla de él no deja de mencionarse, aunque erróneamente. Hay que recurrir a los comienzos fundacionales, cuando la compañía eligió un modesto diseño, en el que aparecía el Ave Fénix entre las llamas, como reclamo comercial que pretendía transmitir que de la tragedia de un incendio surgía el remedio en La Unión y el Fénix. Por razones que se desconocen, el nuevo emblema para la flamante sede de la calle Alcalá de Madrid no iba a ser el ave que renacía del fuego cada 500 años tras haberse inmolado, sino otro muy distinto, que diseñó el escultor francés Charles René de Saint-Marceaux (1845-1915); una innovadora composición formada por una gran ave que transportaba a un joven sentado en el ala, con el brazo en alto y los pies descalzos. El diseño convenció plenamente a la compañía y pasó a ser oficial. La obra incita al análisis y a la búsqueda de significados, pero siempre se acaba en que representa la fundición de dos viejos mitos, el del Ave Fénix y el de Ganimedes, lo que no tiene sentido por absurdo e inverosímil, es decir, por contrario y opuesto a la razón , como señala la RAE. No cabe concebir al Ave Fénix transportando al pastor griego Ganímedes como si se tratara del águila enviada por el dios Zeus, que lo envió al monte Ida Frigio donde el joven pacía su rebaño. Los mitos pueden tener distintas interpretaciones, según su incidencia en unas u otras culturas, pero no pueden desfigurarse o transformarse en su representación plástica, y con menos motivo, inventarse. El modelo creado por Saint-Marceaux es además de muy artístico y creativo, enormemente estético visto en una cúpula desde la calle, y eso es lo pretendía la compañía aseguradora. 125


La genuina Ave Fénix de Metropolis, que perdura desde 1911, la más artística y bella de Madrid, juntamente con la que corona el edificio de La Unión y el Fénix de la calle Virgen de los Peligros (atribuida a Josep María Camps i Arnau), es un magnífico relieve reproducido cuatro veces en lo alto de las dos fachadas y que constituye una muestra injustificable de indiferencia hacia la obra en sí y hacia su casi seguro autor, el catalán Pedro Estany, gran maestro de la arquería del monumento a Alfonso XII en El Retiro, donde en efecto figuran águilas por él diseñadas, muy parecidas al Fénix de Metrópolis. Metrópolis es un edificio en quilla, de dos fachadas que convergen en un chaflán redondo de tres pisos y cúpula en el que se distribuyen seis columnas clásicas pareadas, cuyos capiteles sostienen a su vez seis grupos escultóricos en piedra, que representan escenas alegóricas relacionadas supuestamente con las actividades comerciales de la compañía primigenia La Unión y el Fénix. La alegoría en escultura estaba en boga a comienzos de siglo XX; se abusó mucho de ella y los resultados en la práctica no se lograron en todos los casos. El diccionario de la RAE la define como la representación simbólica de ideas abstractas por medio de figuras, grupos de éstas o atributos.

No parece que tampoco se libren de incongruencias las alegorías elegidas en concreto para las cuatro esculturas centrales de Landowski, a las que se relaciona con el Comercio, la Agricultura, la Industria y la Minería, actividades y sectores que no coinciden ni con los motivos esculpidos ni con los propósitos comerciales de una empresa de seguros de comienzos de siglo XX, centrada 126


en los seguros de incendios, laborales y familiares. Hay quien con algo más de criterio cita tres: la Agricultura, la Prosperidad y el Socorro Mutuo.

No hay más que prestar atención a esas esculturas centrales para comprobar que representan a humildes gentes del campo, relacionadas con las labores de la siembra, la cosecha y la vendimia y la familia, a excepción de las dos de los extremos en que aparecen dos adolescentes, que tienen que ver con seguridad con la alegoría del Cuerno de la Abundancia que vierte flores y frutas, tal y como se constata en la página de Internet de aquel gran escultor que fue Paul Landowski. Pero en esas páginas se mencionan alegorías que tampoco coinciden plenamente con las obras de Metrópolis: Le Printemps, l Eté, l Automne, l Hiver, l Abondance et La Fortune.

René de Saint-Marceaux hizo el emblema superior del ave y el joven. Paul Landowski, los seis grupos centrales sobre las columnas pareadas. Mariano Benlliure, el grupo de la familia, de protección contra el fuego y de ayuda al mundo laboral al pie mismo de la cúpula. Pedro Estany debió de ocuparse de las cuatro Ave Fénix y de los demás elementos ornamentales: máscaras, cabezas de león, guirnaldas, etc. Quedan en el aire, en ambas fachadas de Alcalá y Caballero de Gracia, cuatro grupos sedentes constituidos por dos matronas sobre los ventanales, vestidas y desnudas, que hasta la fecha no se puede probar quien fue el escultor. Hay un artista al que todas las fuentes señalan su participación en la obra exterior de Metrópolis, que identifican como L. Lambert, pero con esa referencia no existe ningún escultor ni aquí ni en el extranjero.

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Otros señalan que ese personaje era L (Louis o Leon) Eugene Lambert, pero tampoco, tratándose únicamente de un ilustre pintor de animales. Cabría la posibilidad casi remota de que ese artista misterioso fuese en realidad Lambert Escaler i Milá, escultor modernista catalán, cuyas figuras femeninas de terracota fueron muy admiradas, pero nada consta que tuviera algo que ver con Metrópolis. Descripción de los seis grupos escultóricos centrales

El primero de los grupos, visto el edificio de frente y de izq. a der., lo forman dos mujeres. Una adolescente desnuda que mira hacia abajo. Parece que camina mientras sostiene con el antebrazo derecho el Cuerno de la Abundacia. A su espalda parecen distinguirse unas grandes alas plegadas, que ensamblan la figura esculpida en los muros sobresalientes de las fachadas. Detrás se distingue a otra mujer joven de larga melena, o manto, que se pega a su cuerpo y que deja ver muy juntas las cabezas.

Otras dos jóvenes exactamente iguales figuran en el lado opuesto de la fachada de Caballero de Gracia, aunque la joven adelantada mantiene aquí las piernas juntas y la de detrás, apoya su mano derecha sobre su hombro. La maqueta primigenia de Landowski confirma su autoría.

El segundo grupo está formado por cuatro personas: un hombre y tres mujeres. La situada más a la izquierda es una niña. A su lado, ligeramente adelantado, se ve a un joven desnudo que en su brazo derecho doblado parece sostener algo contra su pecho; acaso un saco. Tiene el brazo izquierdo caído, adosado al cuerpo. A su lado hay una mujer vestida que parece sostener un cesto repleto de

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algo con su mano izquierda, y detrás entre ambas cabezas, otra mujer, que sostiene en la cabeza un cesto, también con la mano izquierda.

En el tercer grupo se distingue a un hombre desnudo que se cubre la frente con su brazo, que se seca el sudor, o que se tapa del sol para otear el horizonte con la mano derecha. Con el brazo izquierdo doblado, sostiene un largo palo inclinado con la mano, acaso una azada. Detrás a su derecha aparece una mujer vestida que mira hacia un lado mientras deja caer su brazo derecho por el regazo. Otra mujer vestida con un cesto a la cabeza asoma por el otro lado. Parece sostener lo mismo y en la misma postura que la del segundo grupo. También figura en la maqueta original de Landowski.

En el cuarto grupo se ve a un hombre desnudo barbado que mira hacia el suelo. Tiene también las piernas abiertas. Con su mano izquierda sostiene el cesto que carga sobre la espalda, mientras deja caída junto al cuerpo su mano derecha. A su derecha y detrás una mujer vestida sostiene un fardo o cesto con su mano derecha, que lleva a la altura de la cintura. Detrás a su izquierda hay otra joven vestida que está comiendo un racimo de uvas con la mano izquierda mientras que con la derecha estruja contra su pecho otros racimos. Obra representada en la maqueta de Landowski. El quinto grupo está formado por un hombre desnudo de medio cuerpo; un anciano barbado al que se le abraza un niño pequeño al cuello, el cual lo sostiene en brazos su madre, que mira para el hombre, mientras él apoya su brazo derecho en el hombro de ella. No figura entre las maquetas de Landowski y cabe admitir como posible que 129


no fuera obra suya, pues parece de diferente estilo a las demás. En el grupo sexto aparecen de nuevo las dos adolescentes del lado opuesto del chaflán. Una es una joven desnuda idéntica a la del primer grupo, salvo las piernas, juntas, y que también vierte frutos y flores de una cornucopia de la abundancia. Detrás hay otra joven ataviada con un velo o manto se apoya ligeramente con su mano derecha en su hombro derecho. También forman parte de las maquetas originales, una de las cuales, incompleta o mutilada, no parece que hubiese sido llevada a la práctica en el edificio de Metrópolis.

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Capítulo 19

Madrid a Álvaro Iglesias Sánchez Hubo personas en la historia que fueron consideradas héroes, y no es preciso acabar recordando las acciones heroicas en los campos de batalla. Hubo gente valerosa que lo dio todo por los demás en otros tiempos. Novelas y películas lo constataron muchas veces. A los héroes que siguen existiendo es de justicia seguir honrándolos. Héroes anónimos, absolutamente desinteresados ante las recompensas, los hay, y no hace tanto en Madrid: un joven vecino de la calle Príncipe de Vergara de Madrid, estudiante, llamado Álvaro Iglesias Sánchez.

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En mi deambular por Madrid, una mañana hace ya algún tiempo me apeé en la estación de metro de Concha Espina, muy cerca del Parque de Berlín que me disponía a visitar. No había estado nunca en él. Entre árboles, setos y paseos encontré el oso de Berlín y el monumento a Beethoven, y en un extremo, los tres grandes bloques genuinos del muro berlinés, donados a Madrid y colocados cual esculturas abstractas en medio de un estanque con surtidor vertical. El parque fue inaugurado en 1967 por el entonces alcalde berlinés Willy Brandt. Pero lo que más me llamó la atención fue toparme con el busto en bronce de un joven sobre pedestal de piedra en el que figura una inscripción, Madrid a Álvaro Iglesias Sánchez , y la fecha de su inauguración en 1982. Lo habían puesto en una rampa enyerbada y con flores que desciende hasta otro estanque. Mucha gente que visita el parque sigue sin saber quien fue Álvaro. Yo tampoco sabía que Álvaro es el último gran héroe cívico de Madrid que salvó a varias personas del incendio de la casa en el 132


número 7 de la calle Carranza, casi tocando a la Glorieta de Bilbao, y que cuando se disponía a sacar a una cuarta, Álvaro encontró la muerte entre las llamas.

Álvaro Iglesias era un joven que con tan solo 20 años, impulsado por una de esas decisiones indefinibles del ser humano, entró en la casa incendiada antes de que llegasen los bomberos. Los gritos desde los balcones de los vecinos atrapados pudieron más que cualquier otra cosa. Pero Álvaro, incapaz en esas circunstancias de presentir siquiera la inminencia del peligro que lo cercaba, acabó 133


precipitándose en el fuego al desplomarse la vieja escalera de madera del edificio. Le faltaba un santiamén para salir a la calle con una señora que había rescatado. También pereció con él.

Los cadáveres aparecieron completamente carbonizados. Al joven Álvaro le concedió el ayuntamiento de Madrid que presidía Enrique Tierno Galván una distinción por el valor cívico que mostró, y desde entonces, desde 1982, una lápida con su nombre figura en la fachada de la casa siniestrada, de cuya existencia apenas nadie se percata.

Antes de decir o escribir nada acerca de hechos que hay que considerar especiales e insólitos por lo que tienen de sublimes, es recomendable recurrir al diccionario para ver cómo, en este tiempo profano y banal, hay que poner en claro términos y conceptos para referirse a quien pierde la vida ayudando a los demás. 134


El desuso hace que pierdan su razón de ser. Héroe es lo primero que se dice, pero el héroe quedó enclaustrado en viejos acontecimientos bélicos. Es preciso buscar y dar con esa retahíla de definiciones que se amoldan a la acción de Álvaro. Resurgen palabras grandilocuentes y altisonantes que uno quisiera para sí alguna vez en la vida. Véase sino Hazaña: acción o hecho, y especialmente hecho ilustre, señalado y heroico; Proeza: hazaña, valentía o acción valerosa; Valentía: acción material o inmaterial esforzada y vigorosa que parece exceder a las fuerzas naturales; intrepidez: arrojo, valor en los peligros; Valor: cualidad del ánimo, que mueve a acometer resueltamente grandes empresas y a arrostrar los peligros Todo puede resumirse en tener agallas, que es tanto como tener valentía, audacia, atrevimiento y resolución.

Hay jóvenes que mueren en terribles accidentes de tráfico, brutalmente asesinados por manos irracionales y víctimas de tremendas enfermedades y acciones autodestructivas. No hay nada nuevo en esa clase de luctuosos sucesos rutinarios en los medios de comunicación, acostumbrados 135


a la barbarie diaria en el mundo, pero sí hay mucho de nuevo cuando hay que referirse a una persona que con tan solo 20 años es capaz de morir por los demás. Le sucedió así a Álvaro Iglesias Sánchez, madrileño, estudiante universitario, que vivía con sus padres y sus cinco hermanos en una casa de la calle Príncipe de Vergara, cerca sin duda del Parque de Berlín, en el que debió de jugar de niño poco tiempo después de ser inaugurado. Había cumplido los veinte en marzo de 1982. Murió un mes después, el 6 de abril, hace ahora 28 años en 2010. Tendría hoy 48 años. No es éste el recuerdo de alguien con sólo nombre y apellidos; no es el lamento de una desgracia tremenda, ni el mero reconocimiento de un hecho heroico. Es la historia mínimamente documentada de quien es personaje de la vida pública de Madrid, que cuenta con un busto de bronce en el Parque de Berlín, realizado por el prestigioso Santiago de Santiago, además de una lápida en la fachada de la casa de la calle Carranza.

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Él era así. Era muy decidido . Estas dos frases son primordiales para comprender de una vez cómo era el héroe; la materia de que estaba hecho. Las pronunció entonces un testigo de excepción, el amigo que iba con Álvaro en la moto aquella noche fatídica del 6 de abril. Los dos circulaban en moto por Carranza cuando de pronto, llegando a la Glorieta de Bilbao, se para y no logran encenderla. Desisten. Se dirigían a sus casas. Probablemente vendrían de la facultad. Allí la dejaron en la acera y entraron en una cafetería, tal vez para avisar a alguien que pudiera acudir a recoger la moto. De pronto se oyen gritos. Salen a la calle y ven una casa en llamas con los vecinos aterrados en los balcones. Eran las 9 de la noche.

El fuego al parecer se había iniciado en el portal. Se habló de un brasero que prendió en los faldones de una mesa camilla. El humo subía por el hueco de la escalera. Nadie entraba ni nadie salía del inmueble. Álvaro no lo dudó y se introdujo en la casa. Logró rescatar a tres inquilinos. Volvió a entrar y en ese instante se derrumba la escalera, y con ella, Álvaro Iglesias y una señora que acababa de salvar. Murieron. Una segunda mujer pereció también, pero asfixiada por el humo y el terrible calor. Los bomberos entran al fin y hallan los cadáveres.

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El amigo de Álvaro desde la calle no podía imaginar siquiera que había perecido. La confusión era tan grande que pensó que Álvaro estaría en algún lugar próximo a la casa. Llamó a su familia y habló con uno de sus hermanos, que le confirma que no estaba. Pasan las horas y no hay señales de nada. En estos casos siempre se piensa que pudieron trasladarlo a algún hospital. Llaman, pero nada. Álvaro había sido llevado al Anatómico Forense. La casi imposible identificación se hizo recurriendo a pruebas dentarias. Vistas hoy las crónicas de la prensa del día siguiente al incendio, se constata la habitual información insustancial en este tipo de sucesos, aun por aparatosos y dramáticos que resulten. Pero estaba la hazaña de Álvaro, y más aún su muerte, que la prensa tenía que resaltar de algún modo, sin tener que recurrir a los tópicos. Y recurrieron sin percatarse de que

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la clave enigmática de la forma de ser de Álvaro la resumió magistralmente su amigo: Él era así .

Eso me recuerda no ha mucho a un niño de 9 años empeñado en lanzarse en bicicleta por la pronunciada cuesta de un parque. Una y mil veces se caía, incluso haciéndose erosiones en las rodillas, pero él volvía a intentarlo. Alguien le preguntó por qué ese empeño por la cuesta, a lo que respondió simplemente: Porque así es mi espíritu .

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Capítulo 20

La Gran Vía de los 13 cines Érase una vez una calle en Madrid de espléndidos edificios de todos los estilos y formas, denominada Gran Vía, que empezó a construirse una mañana de abril de 1910 con el propósito de aliviar el paso por la Puerta del Sol y de servir de enlace de la Cuesta de San Vicente y la calle Princesa con la de Alcalá. Se planificó como gran calle de tres tramos quebrados; los de los extremos en cuesta, que confluyen en el central llano entre la Red de San Luis y la Plaza del Callao. Dos se abrieron sobre la calle de San Miguel y sobre un pedazo de la de Jacometrezo, mientras que el tercer tramo se hizo directamente echando abajo casas y suprimiendo pequeñas huertas hasta alcanzar la actual Plaza de España.

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Hablar de la Gran Vía en este 2010 es referirse a la conmemoración del centenario del comienzo de las obras, que cierto desquiciamiento ha impedido ver lo cabal de la celebración: el real piquetazo de plata que propinó Alfonso XIII aquella mañana de abril de 1910 en la cochambrosa pared de la Casa del Cura.

Hoy, cuando está a punto de terminar el centenario, se sigue hablando de una Gran Vía acabada en su totalidad, y sin embargo, desde la perspectiva de 1910 no parece que se hiciese mucho más que echar abajo dos o tres casas y arrancar unos cientos de adoquines de la calle San Miguel.

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No se trata aquí de ir contra la celebración secular, ni siquiera de proponer otra más ecuánime en 2017 pudiendo hablar ya en firme del primer tramo terminado (calles y edificios) entre Alcalá y la Red de San Luis, sino destacar en qué radicó, en periodo tan largo de cien años, el esplendor de la Gran Vía y el enflaquecimiento que desde hace tiempo viene padeciendo.

Hablar de la Gran Vía implica forzosamente hablar del cine de estreno como alma septuagenaria que vino tras la guerra civil. Eso nadie lo discute. No se puede discutir que lo que vertebró la Gran Vía desde el edificio que corona Ganimedes y el Ave Fénix el antiguo SEPU- a los aledaños de la Plaza de España, donde el Cine Azul, fue el cine. El tramo en el que se ubicaron los 13 cines que trajeron alegría, ilusión, intriga y espectáculo a varias generaciones durante tantos años. No hubo cines nunca en la primera parte de la calle desde su arranque en Alcalá, lo cual no deja de asombrar. Los cines de la Gran 142


Vía son en su mayoría de los años veinte y treinta del siglo XX, lujosos y atrayentes para una oferta cinematográfica norteamericana avasalladora por calidad temática y técnica insuperables. Aquellos gigantescos cartelones en las fachadas, con escenas de las películas, influían poderosamente: los que debió de pintar casi todos el gran artista extremeño Alberto Pirrongelli, hoy maestro de trampantojos en fachadas ciegas de Madrid, cual el de la Plaza de los Carros.

Los madrileños iban al cine de estreno, sábados y domingos, con la sensación de entrar en salones palaciegos de luces de neón, grandes carteles y pasillos ricamente decorados, dispuestos a disfrutar de aventuras maravillosas por encima del tiempo y del espacio, que se vivían como reales. Se iba al cine a ver una película sin saber nada de ella, salvo quienes eran los protagonistas, que eran lo primordial. No se tenían en cuenta ni guionistas ni directores. Era en definitiva la ilusión de lo que iba a deparar el estreno. Aquella clase de sensaciones no se puede explicar hoy. Aquel mundo del espectáculo llevó a varias generaciones a cotas de evasión nunca imaginadas, que no se volvieron a repetir. Aquí radica el enigma y la fuerza subyugadora que ejercía el gran cine sobre el espectador que se acercaba a la Gran Vía.

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El cine de la Gran Vía arrancó espectacularmente en 1950 en el Palacio de la Música con el estreno de la película Lo que el viento se llevó , que inauguraba el cinemascope y el technicolor que encandiló a todos durante treinta años. El testimonio entrañable y humano del escritor Fernando Sánchez Dragó, es revelador de tan solemne estreno en calle tan cinéfila: Yo vi en el cine que acaba de cerrar Lo que el viento se llevó. Tenía catorce años, más o menos, y fui con mi madre para que me dejaran entrar, porque no era tolerada. En la fachada del Palacio de la Música, que ahora parece una dentadura mellada, queda el hueco de los inmensos carteles que anunciaban las películas. Hubo en la Gran Vía, cuando yo, adolescente, empezaba a caminar solo por ella, trece cines.. (Blog de Sánchez Dragó, en 23-7-2008)

También Moncho Alpuente recordaba hace poco como eran las escapadas a los cines: "Gran Vía del asombro, los primeros turistas miraban y se dejaban mirar por la población autóctona que se vestía de domingo para pisar sus aceras emblemáticas. Los niños del barrio, una vez escapábamos de las manos protectoras de nuestros 144


padres, corríamos a la Gran Vía para completar la educación que recibíamos en los colegios con lecciones de la vida real. Tardes de sábados o domingos haciendo cola ante las garitas de las taquillas. Los primeros pantalones largos y el cigarrillo en la boca para superar el escrutinio, más o menos celoso, de los porteros, imponentes con sus galas de almirante, que fruncían el ceño y exigían ver el carné de identidad que certificara que ya habíamos cumplido los 16 años reglamentarios para acceder a las películas calificadas por piadosos moralistas como 3R (mayores con reparos) o 4 (gravemente peligrosas)". (El País, 6-1-2010) José Luis Álvarez Fermosel El Caballero Español , ilustre periodista y escritor madrileño afincado en Argentina, recordaba la solemnidad de ir al cine en la Gran Vía: Dicen también que se han cerrado, o se van a cerrar algunos cines. Sería penoso. Los estrenos en los cines de la Gran Vía de las películas que nos llegaban de Hollywood con bastante retraso constituían un acontecimiento social. La gente se vestía como para una fiesta para la sesión de la noche. Muchas señoras lucían en invierno abrigos de visón. Todas se maquillaban, perfumaban y enjoyaban concienzudamente. Los caballeros iban de oscuro. En verano se usaban atuendos más livianos, pero la corbata era imprescindible para los señores. Los cines de la Gran Vía El Palacio de la Prensa arriba está la Asociación de la Prensa-, el Capitol, el Callao, el Coliseum Eran caros, ¡pero tan cómodos, tan bien puestos, tan elegantes !

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Pero llegó un tiempo en que el mundo del cine empezó a parpadear. Muchas cosas estaban cambiando desde los años de esplendor de los trece cines. Cambió el cine en sí, el modo de asimilar una película, cambió la ilusión que representaba asistir a un estreno y cambiaron la gente y las costumbres. Desde hace una veintena de años, el cine se viene deslizando por la pendiente que ha provocado que diez de sus trece cines hayan cerrado.

Ese declive es lo que motiva de un tiempo a esta parte indignación y rebelión de los sentimientos entre quienes mayoritariamente creemos que va en ello una parte considerable de lo mejor de nuestras vidas. Los cines desaparecen y la Gran Vía languidece, pese a que el estruendo creciente de los varios miles de coches que pasan por la Gran Vía en un sentido y otro, hagan creer que hay vida y movimiento cosmopolita, y que la intensa iluminación de calles y edificios reclame la atención del transeúnte. 146


Las luces no deslumbran. La realidad es que la gente no viene ya a la Gran Vía, sino que pasa por ella de una parte a otra, o sale de una estación de metro para irse hacia la calle Preciados. Se atisba de todos modos cierta esperanza de esplendor en estos años para la Gran Vía, ahora que las viejas salas de cine se han transformado en teatros musicales, aunque tampoco será lo mismo, tratándose de una clase de espectáculos más específicos y menos del gusto de la generalidad.

No sé si es momento de epitafios solemnes, pero ahí va el que encierran los versos románticos de William Woodsworth, que constituyeron una de las escenas centrales de la inolvidable película estrenada en el Rialto en 1963, Esplendor en la yerba: "Aunque ya nada pueda devolvernos la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos afligirnos, porque la belleza subsiste en el recuerdo. Los que eran y lo que son Cine Azul en Gran Vía, 76. Convertido en Friday s, un restaurante de comida norteamericana. Cine Coliseum en Gran Vía, 78. Convertido en teatro musical. Cine Lope Vega en Gran Vía, 57. Convertido en teatro musical. Cine Pompeya en Gran Vía, 70. Convertido en teatro de humor La Chocita del Loro Senator. Cine Gran Vía en Gran Vía, 66. Convertido en teatro musical Compac Gran Vía. 147


Cine Rialto en Gran Vía, 54. Convertido en teatro musical Rialto Movistar. Cine Capitol en Gran Vía, 41. Sigue como Cine Cinesa Capitol, 41. Cine Avenida en Gran Vía, 37. Convertido en tienda de ropa de la empresa H&M. Cine Palacio de la Música en Gran Vía, 35 Pendiente de convertirse en auditorio regentado por Caja Madrid. Cine Palacio de la Prensa en Gran Vía, 46. Sigue como cine. Cine Imperial en Gran Vía, 32. Adaptado a tienda de maquillajes Sephora. Cine Rex en Gran Vía, 43. Cerrado, pendiente de convertirse en sala de espectáculos.

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Capítulo 21

Juventud divino tesoro La mujer joven en toda su belleza y plenitud la plasmó admirablemente el escultor en estas tres obras escogidas, y tan alto nivel artístico solo puede ir acompañado en esta ocasión del poema Primavera en otoño del poeta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), y así crearse como por encanto, sensaciones nostálgicas envueltas en aires tardíos, puramente románticos.

El escultor sevillano Lorenzo Coullaut Valera (1877-1932) tiene la mayor parte de su obra en Madrid. Suyas son las tres esculturas de mujeres jóvenes elegidas entre otras muchas repartidas por la ciudad desde comienzos de siglo XX. Dos de ellas, la primera y la tercera, pueden admirarse en el Parque del Retiro en los monumentos escultóricos de Ramón de Campoamor y de los hermanos Serafín y Joaquín Álvarez Quintero; la segunda, en el 149


Paseo de Recoletos en el monumento a Juan Valera, su tío, en la representación imaginaria de aquella joven espléndida, llamada Pepita Jiménez en la novela.

Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro... y a veces lloro sin querer... Plural ha sido la celeste historia de mi corazón. Era una dulce niña, en este mundo de duelo y de aflicción. Miraba como el alba pura; sonreía como una flor. Yo era tímido como un niño. Ella, naturalmente, fue, para mi amor hecho de armiño, Herodías y Salomé... Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver!

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Cuando quiero llorar, no lloro... y a veces lloro sin querer... Y más consoladora y más halagadora y expresiva, la otra fue más sensitiva cual no pensé encontrar jamás. Pues a su continua ternura una pasión violenta unía. En un peplo de gasa pura una bacante se envolvía... En sus brazos tomó mi ensueño y lo arrulló como a un bebé... Y te mató, triste y pequeño, falto de luz, falto de fe... Juventud, divino tesoro, ¡te fuiste para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro... y a veces lloro sin querer... Otra juzgó que era mi boca el estuche de su pasión; y que me roería, loca, con sus dientes el corazón. Poniendo en un amor de exceso la mira de su voluntad, mientras eran abrazo y beso síntesis de la eternidad; y de nuestra carne ligera imaginar siempre un Edén, sin pensar que la Primavera y la carne acaban también... Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver!

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Cuando quiero llorar, no lloro... y a veces lloro sin querer. ¡Y las demás! En tantos climas, en tantas tierras siempre son, si no pretextos de mis rimas fantasmas de mi corazón. En vano busqué a la princesa que estaba triste de esperar. La vida es dura. Amarga y pesa. ¡Ya no hay princesa que cantar! Mas a pesar del tiempo terco, mi sed de amor no tiene fin; con el cabello gris, me acerco a los rosales del jardín... Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro... y a veces lloro sin querer... ¡Mas es mía el Alba de oro!

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Capítulo 22

El Calvario de Lavapiés El Barrio de Lavapiés fue de siempre objeto de temores infundados. La sociedad madrileña desde el tiempo de Fernando VII consideraba el barrio como tierra sin ley y con bandidos y salteadores en cada esquina. Sin embargo, fue el barrio por excelencia de muchas zarzuelas famosas. Aún hoy día sigue siendo bastante desconocido para la mayoría de los madrileños. Vale la pena acercarse hasta la Plaza de Tirso de Molina e internarse por alguna calleja que conduzca a la del Calvario para comprobar que el entorno apenas debió de cambiar desde el tiempo en que jugaba en la calle un personaje de leyenda como Luis Candelas Cajigal, el Bandido de Madrid. La calle en la que había nacido un 4 de febrero de 1804 mantiene en alto, a determinadas horas, el halo del misterio, de la leyenda y la historia.

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He sido pecador como hombre, pero nunca se mancharon mis manos con sangre de mis semejantes. Adiós patria mía. Se feliz . Fueron las últimas palabras que manifestó ante los madrileños que se habían congregado a las 11 de la mañana del 6 de noviembre de 1837 en la Plaza de la Cebada para presenciar su ejecución a garrote vil por 40 delitos de robo y ninguno de sangre, como admitió la misma justicia que lo condenó.

Su padre era ebanista, pero Luis nunca quiso saber nada del oficio, y desde muy temprana edad pasaba la mayor parte del día recorriendo calles y plazuelas de Lavapiés y participando en las pedreas , las batallas callejeras que consistían en el lanzamiento de piedras y cascotes entre pandillas de adolescentes de otros barrios. El primer encontronazo con la justicia lo tuvo porque una noche de 1823, con 19 años, lo detuvieron por deambular por las inmediaciones de la calle del Príncipe, donde hoy la plaza de Santa Ana. Acaso fue aquella la primera vez en su vida que abandonaba el estricto límite del barrio de Lavapiés, que por solo unos 300 metros lo había convertido en delincuente.

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Capítulo 23

Desventuras de la cabeza de piedra de Pablo Iglesias Posse Y tu cincel me esculpía en una piedra rosada, que lleva una aurora fría eternamente encantada.

(Antonio Machado a la muerte de Emiliano Barral)

Cabeza de Pablo Iglesias Posse, fundador del PSOE, réplica exacta realizada por el escultor José Noja Ortega de la genuina de Emiliano Barral en 1936 para el monumento del Ayuntamiento de Madrid en el Parque del Oeste al fundador del PSOE, que puede admirarse en la confluencia de las avenidas Pablo Iglesias y Reina Victoria de Madrid. (Foto propia) 155


En la Glorieta de Cuatro Caminos arranca cuesta abajo la Avenida de la Reina Victoria. A la altura del hospital de Santa Adela de la Cruz Roja, a mano izquierda, prosigue la Avenida de Pablo Iglesias, donde se halla el monumento al fundador del PSOE, Pablo Iglesias Posse, aquel niño que con tan solo 10 años vino a Madrid andando desde su Ferrol natal, acompañando a su madre Juana Posse y a su hermano menor. Pero no se hablará aquí del personaje y de lo mucho que representó para el socialismo y la historia de España, sino de su cabeza esculpida, a la que acompañó la desgracia hasta su recuperación asombrosa. No es ésa por tanto la cabeza original, sino la mejor réplica que se hizo, a cargo del escultor José Noja Ortega, artífice de las esculturas en bronce de Francisco Largo Caballero y Julián Besteiro en dos lugares distantes de Madrid. La genuina la custodia el Partido Socialista en su sede central de la calle Ferraz, recuperada en la Transición en 1979 tras permanecer enterrada desde 1940 en un lugar de los Jardines Cecilio Rodríguez de El Retiro, muy cerca de la calle Menéndez Pelayo, a la altura del Hospital del Niño Jesús.

El escultor fue Emiliano Barral, cantero cuando niño, socialista sepulvedano relevante, nacido en 1896 y tristemente muerto en el barrio de Usera en Madrid en noviembre de 1936 al abrirle la cabeza la metralla de una bomba de mortero lanzada por las tropas franquistas que se disponían a asaltar Madrid. Barral a la sazón acompañaba a un grupo de corresponsales extranjeros que querían acercarse a las primeras líneas de fuego. Tenía 40 años. El suceso tuvo honda repercusión política e intelectual. Antonio Machado escribió una emotiva poesía a la muerte de su amigo: 156


"Y tu cincel me esculpía en una piedra rosada, que lleva una aurora fría eternamente encantada. Y la agria melancolía de una soñada grandeza que es lo español (fantasía con que adobar la pereza) fue surgiendo de esa roca, que es mi espejo, lína a línea y plano a plano, y una boca de seed poca y, so el arco de mi cejo, dos ojos de un ver lejano, que yo quisiera tener como están en tu escultura cavados en piedra dura, en piedra, para no ver."

Cabeza de Pablo Iglesias, réplica exacta realizada por José Noja Ortega, que puede verse en la confluencia de las avenidas Reina Victoria y Pablo Iglesias. (Foto propia)

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Cabeza genuina de Pablo Iglesias, esculpida por Emiliano Barral en la dura roca numulítica pirenaica para el monumento de 1936 en el Parque del Oeste de Madrid, tal y como fue hallada tras permanecer enterrada desde 1940 hasta 1979 en un rincón de los Jardines Cecilio Rodríguez de El Retiro. Emiliano Barral fue de siempre militante socialista. En Madrid vivió desde 1917 hasta su muerte en 1936. Llegó desde su pueblo segoviano de Sepúlveda, destinado a Madrid cuando el servicio militar, donde habría de compartir amistad y oficio con el también escultor Juan Cristóbal González Quesada, famoso por su magna cabeza de Francisco de Goya, hoy expuesta en el Parque de San Isidro, en el Paseo de la Ermita del Santo. La amistad fue determinante para que Barral pudiese utilizar el taller de su amigo. La estima de Barral en el PSOE tenía que ser muy alta para que en 1925, cuando falleció Pablo Iglesias Posse en su casa de la calle Ferraz, pudiese acudir al lecho mortuorio para dibujar el rostro yacente, que esa misma noche acabó de modelar en barro para plasmarla

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finalmente en piedra caliza en 1929, y que hoy puede admirarse como elemento central del mausoleo del líder socialista en la Necrópolis Civil del Este en la Avenida Daroca, construido en 1930, cinco años después del fallecimiento, por el arquitecto y diputado socialista Francisco Azorín.

El escultor Emiliano Barral, siempre acompañado de su inseparable boquilla, posa junto a la cabeza por él realizada de Pablo Iglesias, que formó parte del monumento del Ayuntamiento de Madrid de 1936 al insigne fundador del PSOE.

Pero faltaba el gran monumento a Pablo Iglesias en el que iba a concursar Barral, juntamente con otros escultores, pintores y arquitectos , puesto que los tres gremios eran requeridos. En 1932, el Ayuntamiento de Madrid convoca el concurso público para erigir la obra en el Parque del Oeste. El jurado lo presidió el concejal Andrés Saborit y estaba compuesto por los arquitectos Luis Bellido y Teodoro Anasagasti, y los escultores Juan Cristóbal González Quesada y Mariano Benlliure. Los concursantes más votados, que formaron equipo, fueron Fernando 159


García Mercadal y Cruz Collado; Manuel Muñoz Monasterio y José Ortells; Luis Moya y Enrique Pérez Comendador, y Vicente Eced, Luis Martinez Feduchi y Juan Adsuara, además del equipo ganador del arquitecto Santiago Esteban de la Mora, el escultor Emiliano Barral y el pintor Luis Quintanilla.

El arquitecto Carlos Ripoll Gómez escribió no hace mucho un detallado estudio sobre aquella convocatoria de 1932. El proyecto ganador por cuatro votos a favor y dos en contra, fue el realizado por Santiago Esteban de la Mora, el pintor Luis Quintanilla y el escultor Emiliano Barral. Los tres artistas, muy unidos al ideario socialista, decidieron conjugar la coincidencia ideológica con el estudio de la sencilla vida del personaje. Intentaron realizar algo nuevo y distinto de lo que se venía haciendo en España en materia de obras conmemorativas, un espacio que sería capaz de integrar, en equilibrio; la masa, la forma, el color y la utilidad. Una de las alas porticadas, albergaba el busto de Pablo Iglesias, labrado en granito y centrado en el eje mayor de la composición, mientras que en uno de los extremos, aparecían un grupo de tres jóvenes que representaban el proletariado en marcha. Perpendicularmente al eje que marcaba la situación del busto de Pablo Iglesias, se encuentran dos ejes menores, que atan el primer plano horizontal con la arquitectura del porche, rematándose con dos altos relieves representando útiles de trabajo. Dentro de la parte porticada, estaban los frescos realizados por Quintanilla, seis grandes paños y dos pequeños, que relataban la vida y obra de Pablo Iglesias. Como señalaron los autores, la casi totalidad de la 653 160


arquitectura alzada es diáfana, pues elegimos dicho terreno por ofrecer un maravilloso punto de vista y queremos que el recuerdo urbano del conmemorado, sirva al mismo tiempo de sitio de descanso y de cobijo del sol y la lluvia, ante la extraordinaria belleza de este paisaje que abarca Madrid, El Pardo y las sierras de Gredos y Guadarrama .

Paseo de Camoens en el Parque del Oeste, en el que se ve en primer término la Fuente de la Fama y a su izquierda el monumento dedicado a Pablo Iglesias, y al fondo otro monumento desaparecido.

Hoy donde está esta fuente se halla la inmensa de Villanueva y al término del ancho paseo, el monumento a Miguel Hidalgo, y en el entorno de la ubicación del monumento a Iglesias, una columna dedicada a la Virgen María y la estatua ecuestre de Simón Bolívar.

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El domingo de mayo de 1936 de la inauguración del monumento a Pablo Iglesias en el Paseo de Camoens de Madrid. Los asistentes, puño en alto, cantan La Internacional.

La obra se inauguró el domingo 3 de mayo de 1936, con la presencia de Indalecio Prieto, como miembro de la Comisión Ejecutiva del Partido Socialista; Marcelino Domingo, como Ministro de Instrucción Pública en representación del presidente de la república, y Pedro Rico, como Alcalde de Madrid. En el parque aguantó hasta el final de la guerra, aunque con notables desperfectos de metralla y proyectiles, no en vano estaba en medio de la línea de fuego, que duró tres años. También aguantó a duras penas el monumento al Doctor Federico Rubio y Galí, a unos 400 metros del de Pablo Iglesias. Pero llegó el fin de la guerra, y en 1940, la obra en piedra de Iglesias fue dinamitada por considerarse hostil para el nuevo régimen. Desde 1931 en que se proclamó la II República, muchos monumentos fueron destruidos o apartados de las calles. Cada sistema político anulaba lo del otro. Solo la cabeza de 1.500 kilos resistió el impacto de la explosión por ser maciza. No acabaron ahí los destrozos. La cabeza fue trasladada al Parque de El Retiro con el fin de hacerla 162


pedazos con mazas y picos, juntamente con otras piedras y sillares, y así obtener toscos mampuestos de relleno para levantar el muro sobre el que colocar las rejas que cercaban El Retiro a la calle Menéndez Pelayo. Ocurrió aquello en el tramo que comprende los límites de los Jardines de Cecilio Rodríguez, seguramente a la altura del Hospital del Niño Jesús.

Un empleado municipal llamado José Pradal Gómez que trabajaba a la sazón en El Retiro logró que no la emprendieran a mazazos con la cabeza de piedra, que a buen seguro ignoraban de quien se trataba. Se cuenta que Pradal disuadió a los operarios que pretendían partir la escultura por tratarse de material inadecuado para el muro, lo que no puede ser cierto. La razón tuvo que ser otra. Acaso porque los mazos apenas podían desmenuzar un monolito de aquella envergadura y solidez. Lo más probable es que los operarios estuviesen compinchados con Pradal para dejar la cabeza a un lado y acometer mientras tanto otras tareas. Esa sería la única razón de por qué Pradal esa misma noche pudo acudir al Retiro y lograse ocultar la cabeza en una zanja de obras, en un entorno en que es previsible que hubiera más, ayudado seguramente por los mismos operarios. Allí la enterraron. Un solo hombre jamás habría podido realizar aquella labor con monolito tan voluminoso. La acción salió bien, aun en medio del alto riesgo que corrieron. Nadie echó en falta la piedra esculpida ni nadie notó nada extraño con la zanja, y así permaneció hasta 1979. Es asombroso. Hubo gente que antes, durante y después de la guerra civil arriesgó mucho ocultando a personas, pero no tiene precedentes que Pradal y los demás arriesgasen tanto por la cabeza de Pablo Iglesias. 163


Pradal hizo un plano detallado del escondite, y se lo envió por correo a su hermano Gabriel en el exilio francés, que lo mantuvo en secreto. Los hermanos fallecieron y el plano pasó a manos de la hija de Gabriel, que fue quien se lo hizo llegar al Psoe tras la consolidación de la democracia en España en 1979. La noticia de la Agencia EFE decía: Hoy ha sido desenterrado en el Retiro de Madrid un busto de Pablo Iglesias que había sido escondido por un militante socialista al ser destruido en 1940 el monumento al fundador del PSOE situado en el Parque del Oeste.

El acto se celebró a las 17 horas con presencia de la ejecutiva del PSOE, militantes y simpatizantes del partido en el recinto de los jardines de Cecilio Rodríguez. Se trata de la cabeza de Pablo iglesias. esculpida en piedra, de metro y medio de altura y un peso de 1.500 kilogramos, que formaba parte del grupo escultórico realizado por el arquitecto De la Mora, el escultor Emiliano Barral y el pintor Luis Quintanilla. La cabeza de Pablo iglesias fue escondida por José Pradal Gómez, que era delineante del Ayuntamiento de Madrid y había dejado planos del lugar del enterramiento.

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Cabeza yacente de Pablo Iglesias, realizada por Emiliano Barral en 1930 tras los apuntes que tomó en presencia del lecho mortuorio del fundador del PSOE, que plasmó en arcilla la misma noche del fallecimiento del líder socialista en diciembre de 1925 en su casa de la calle Ferraz.

Hoy esta escultura (réplica de la original) es figura central del mausoleo de P. Iglesias en la Necrópolis Civil del Este, en la Avenida Daroca de Madrid, construido en 1930 por el arquitecto y diputado socialista Francisco Azorín. La cabeza yacente es sencillamente impresionante. (Foto propia)

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Capítulo 24

Benito Pérez Galdós se despidió de sí mismo en El Retiro en 1919 El título no es frase surrealista ni absurda; está basada en la observación de alguien que estaba presente en 1919 cuando el gran novelista se acercó a su propia escultura, le pasó la mano por la cabeza, la cara y las manos, como acariciando su propio cuerpo de piedra fría y áspera, y terminó emocionándose profundamente. Era lo único que podía hacer estando ya ciego desde hacía dos años. Lo operaron de cataratas en 1911 del ojo izquierdo y en 1912 del ojo derecho, pero hacia 1913 estaba casi ciego. En 1920, un año después de la inauguración del monumento, falleció en su casa de la calle Hilarión Eslava, a unos pasos de la de la Princesa. Fue aquella del Retiro la última salida por Madrid del gran Galdós.

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Victorio Macho Victorio Macho, escultor vanguardista, nació en Palencia en 1887 y falleció en Toledo en 1966, donde residía desde 1952 cuando regresó de su exilio algún tiempo después de la guerra civil española. Desde los 15 años vivió en Madrid. Macho buscaba monumentos sólidos y de una sola pieza. Quería romper con la tradición escultórica de las grandes obras en varios trozos desmontables, enmarcadas por alegorías humanas. Lo que se proponía era la reducción de símbolos y aditamentos en los monumentos, como puso de manifiesto en la escultura de Galdós. Tenía 32 años. En El Retiro tiene dos obras más: la de Santiago Ramón y Cajal, en 1926, que no fue del agrado del premio Nóbel por haberlo plasmado como un patricio romano, y la de Jacinto Benavente en 1966, enfocada a la exaltación del teatro. En lo más alto de un edificio de la Gran Vía hay 167


una escultura suya, un etrusco que alza una casucha mientras mira hacia la calle y en el Paseo del Pintor Rosales estaba una de sus casas madrileñas, según indica una lápida en la fachada.

Una mañana temprano en El Retiro me voy andando desde la plazoleta de la fuente del Ángel Caído hacia el Paseo de Fernán Núñez; el Paseo de Coches. A mano izquierda está el monumento de Julio Romero de Torres; a la derecha, los de Federico Chueca, Tolosa Latour y Miguel Moya, y entre pinos robustos, la mole pétrea de Benito Pérez Galdós, que todas las mañanas desde 1919 iluminan los primeros rayos del sol. La ubicación hacia el Este es un acierto. Allí, sentado en un banco cercano, contemplaba a Galdós adormilado o dormido en su sillón con respaldo y reposabrazos que son leones, los dedos de las manos entrelazados y cubiertas las piernas con una manta para no enfriarse. Es la imagen más común del escritor en sus últimos años, con la que se quedaban todos 168


cuantos acudían a visitarlo a su casa. El escultor Macho, el primero. José Montero Iglesias, periodista y escritor de renombre que visitó a Galdós en 1917, anotó algún tiempo después aquella imagen: En una estancia grande y sobria estaba don Benito sentado en un butacón. Una manta le cubría las piernas. Su cabeza se mostraba destocada y su gesto era tranquilo, sereno. Casi había perdido la vista ya. La actitud de Galdós había sido hasta entonces sosegada, impasible, casi inmóvil, tal como podemos contemplarlo en el monumento hecho por Victorio Macho y que se encuentra en el parque madrileño del Retiro. El encuentro del Retiro se presta a ensimismamientos que emergen de una soledad y solemnidad lejanas que por momentos parecen cercanas y vivas. Emociona saber que la escultura la visitó el propio Galdós y que ante ella se despidió de él mismo, de Madrid, de sus calles, su río y sus parques. No era madrileño, pero vivió muchos años en la ciudad y la conoció intensamente al igual que otros ilustres foráneos, como Valle-Inclán, Azorín y Pío Baroja.

Galdós visitó en dos ocasiones la escultura. La solemne escena de acariciar la piedra era demasiado íntima y personal como para haber tenido lugar en el acto de la inauguración oficial. Los andamios y vallas en derredor 169


revelan que Galdós estuvo allí acaso dos meses antes. El escritor, que no iba abrigado para el mes de enero, aparece vestido con traje oscuro, bufanda blanca, sombrero, bastón en su mano derecha y gafas oscuras. Lo acompañaban tres hombres, dos a su derecha, y uno de pie a la izquierda, ligeramente retrasado. Uno era Victorio Macho; otro es de suponer que Federico Carlos Sáinz de Robles, que describió la escena: Ante la emoción de los asistentes, Don Benito hizo que le subieran al plinto y con mano morosa fue acariciando su figura en piedra, como si sus dedos tuvieran ojos para contemplarla . La otra foto, la oficial de la inauguración, era muy distinta. Un 19 de enero de 1919 a las 3 de la tarde se dieron cita muchas personas para homenajear al gran escritor. Estaban sus amigos, los promotores de la obra, la banda de música municipal y el ayuntamiento en pleno. Tenía a la sazón 76 años y no era tan mayor, pero estaba muy delicado por su enfermedad. Aquel mediodía había acudido Victorio Macho a recogerlo a su casa de Hilarión Eslava. Así lo determinó la comisión organizadora de la erección del monumento, que presidía Serafín Álvarez Quintero, personaje que acabó con recuerdo escultórico en El Retiro. Un landó lo esperaba en el portal. Era la última salida de Pérez Galdós por su entrañable Madrid. Comienza el acto y los discursos. Subido al peldaño izquierdo de la escultura se ve a Álvarez Quintero leyendo unas cuartillas. Ha llegado para nosotros, devotos y amigos del excelso patriarca de nuestra letras, don Benito Pérez Galdós, que emprendimos un día la empresa de darle realidad a esta estatua, el supremo instante, grato, de hacer su entrega al ayuntamiento de Madrid. Esculpida en piedra catalana por un escultor de Castilla, sencilla y 170


austera, tranquila, reposada, noble y representativa en su serenidad con la solemne actitud de sus manos cruzadas. Robustos pinos seculares sirven de inmediato dosel a su trono, ante el vasto fondo de árboles diversos con que lo ampara la naturaleza. Galdós permanecía sentado en un sillón, las piernas estiradas y cruzadas y los pies sobre una alfombrilla. Iba abrigado como correspondía la fría mañana de enero, llevaba bufanda blanca, sombrero y sus clásicas gafas oscuras. Todos los presentes lo miraban. El acto concluyó y Galdós regresó a casa, tremendamente afectado, lo que le supuso una fuerte recaída. Murió en enero de 1920 y fue enterrado en el cementerio de la Almudena.

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Capítulo 25

Antonio Vega Tallés (1957-2009) La Movida Madrileña aunó muchas y variadas ansias artísticas en un tiempo que se prestó a ello, pero ya hace una veintena de años que se extinguió, y apenas quedan vestigios del movimiento. Era la primera vez que Madrid encontraba una razón de ser. La logró y la acabó perdiendo.

Perdura un emocionado recuerdo, aunque lejano y disipándose en la gente de aquella generación hoy cincuentona, que a raíz del fallecimiento de Antonio Vega en el 2009 recuperó las ganas de expresar agradecimiento por motivos que es difícil explicar a quienes no vivieron "La Movida". He aquí una muestra recogida entre los cientos de condolencias en blogs y webs: Soy de esas personas que ha crecido con sus canciones. Tengo 172


cincuenta años y me gustó Antonio Vega desde el principio. Él y Nacha Pop son la música de fondo de mi juventud.

La Chica de Ayer la creó en 1980 el grupo Nacha Pop, cuya figura central era Antonio Vega Tallés (1957-2009), entrañable personaje que desde muy joven frecuentaba el Penta Bar, abierto en 1976 y ubicado entre las calles de la Palma y Corredera Alta de San Pablo, uno de los templos de La Movida, situado a unos cien metros de la recién denominada Plazuela de Antonio Vega, en la calle Fuencarral, que he visto muy descuidado, acaso en vías de echar el cierre y pasar a convertirse en otra cosa. Nada perdura y nada se valora, pero no cabe duda que es una muestra viva de la leyenda urbana de Madrid.

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La canción "La Chica de Ayer" tiene el don de que por ella no parece que pase el tiempo. No ha tanto que fue elegida por unanimidad la canción más representativa de la década que alentó el alcalde Enrique Tierno Galván, y que Nacho García Vega, cofundador y primo carnal de Antonio, definió como una explosión de espectáculos y sensaciones cuyas condiciones no se pueden dar hoy cuando todo tiene otro sentido. El sentido perdido parece que pretendía rescatarlo el propio Vega uno o dos años antes de morir, pero cómo: Tengo un compromiso férreo y la responsabilidad grande de cumplirlo . Antonio Vega Tallés falleció en el 2009 a los 51 años de grave enfermedad en el Hospital de Puerta de Hierro de Madrid. Una desgracia enorme. Pasan las personas y pasa él, pero perduran las obras, y su recuerdo, que aguza no el ingenio, sino los sentimientos sin respuestas fidedignas acerca del fenómeno social de algunos artistas de Madrid,

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que acaso tengan mucho que ver con el agradecimiento más personal. La La Chica de Ayer (1980) es una canción en estado puro de claras influencias californianas que no deja impasible a nadie ni siquiera hoy día al cabo de los años desde que empezó a escucharse por la radio. La canción sigue siendo atrayente desde la perspectiva del personaje femenino protagonista: la joven rubia que todos hemos imaginado alguna vez cómo eran sus rasgos y su forma de ser, cómo vestía, qué hacía o qué estudiaba cuando tenía 20 años.

Nadie la conocía. Vega debió de conocerla. Vega Tallés iba tras sus pasos hasta el Penta, donde escuchaba las canciones que consiguieron que la pudiera amar decía la canción-, o viéndola pasar por las calles del barrio: Me asomo a la ventana. Eres la Chica de Ayer .

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Muchas fueron las composiciones de Vega en estos años. Creo que "La Chica de Ayer" es una buena muestra con que identificar al autor, que descubrimos en trazos vitales hilvanados de entrevistas: Jamás fui individuo triste ni solitario. Me gusta estar solo, vivir solo y andar solo durante un tiempo. Busco la soledad bien entendida; lo que llamo la soledad sana, pero me gusta también estar rodeado de mis amigos. Tengo bastante sentido del humor. No concibo la vida sin él. Cualquier cosa puedo caricaturizarla.

Me gusta reírme y que se rían conmigo. Tengo un compromiso férreo y la responsabilidad grande de cumplirlo, que me satisface porque me confirma que soy afortunado en la vida cuando vives para relacionarte con los demás y contarles cosas con predisposición de ir al encuentro de lo nuevo. Cuando eres dueño de lo que cuentas de tu vida, porque es parte de tu historia, eso es la 176


verdad y lo real. Eso se manifiesta y la gente lo nota. Aquel que no es dueño de su propia historia se está delatando. Está utilizando el lenguaje expresivo para delatarse". Ese era el Antonio Vega que conocimos muy atrás, mucho antes de que la destructividad entrara en su vida y la convirtiese en puro tormento.

Vega fue de esas personas a las que se quiere y aprecia aun sin conocerlas. De complexión frágil, delgado, mejillas hundidas, mirada seria y profunda, irradiaba sensibilidad y nobleza. La clase de persona que uno deseaba tener como amigo. Pero la debilidad humana que a todos nos acompaña pudo con él, inducido y arrastrado hacia la pendiente del desmoronamiento. Antonio en el escenario 177


se derrumbada por momentos. Sus incondicionales lo veían de mal en peor, aun acostumbrándose también a la presencia del precipicio. Es el halo dramático de quien se movía en la cuerda floja. El símil se ha repetido varias veces para dibujar sus últimos años. De su persona y su mirada trascendía el mal físico y la tristeza, pero también concienzudos arrebatos de genialidad.

Nadie muere del todo aun en las peores circunstancias. La melancólica voz de Antonio Vega se apagaba y con ella una vida de experiencias en blanco y negro que han nutrido sus canciones. Su fragilidad hacía temer el derrumbe de su vida profesional, tiznándose de color negro-mal-presagio. Su público se atormentaba viéndolo tras su guitarra, el único elemento físico que le infundió fuerza a volúmenes ensordecedores, entre impecables rasgueos y punteos, armónicos o distorsionadas, que había aprendido en sus años de estudio de los maestros americanos y británicos que más admiraba.

Siempre le pedían que se exhibiera con La Chica de Ayer , y él accedía complaciente, consciente de que era un triunfo ser recordado fielmente por algo en concreto, y así sigue siendo. 178


Capítulo 26

Aquellos traperos de Baroja y Blasco Ibáñez

Deplorable escena la de la foto del Madrid de la miseria y el hambre a comienzos de siglo XX, que aunque triste es admitirlo, dio para sobrevivir a miles de familias. Hombres, mujeres y niños entregados ahí a la penosa e insana labor de selección entre la montaña de la basura que iban depositando día a día los traperos de Tetuán y La Ventilla en los descampados del extenso barrio. Aquello se conocía por La Busca, el eslabón más mísero. Todo se clasificaba en montones determinados: el papel, los trapos, las maderas, los cristales Los intelectuales como Vicente Blasco Ibáñez y Pío Baroja no pudieron eludir hablar del inframundo. Los que intentan huir en algún momento de la vacuidad urbana de Madrid, en pos del halo casi imposible de como era la vida en la ciudad hace más de cien años, buscan y rebuscan en las novelas de Benito Pérez Galdós, Pío Baroja o Vicente Blasco Ibáñez, acaso con la idea de poder topar el modo con que indagar en aquel Madrid desaparecido. Desde el tiempo de Fernando VII, la 179


miseria se mostraba envuelta en calamidades y privaciones entre extensas capas sociales madrileñas. La gente abandonaba aldeas y pueblos, y las privaciones no remitían. La gente se iba instalando en los arrabales de la ciudad, donde hubieron de construir casas y calles de la nada. Las industrias eran escasas y las que había se ceñían a pequeños talleres. La cultura era bajísima. Los más cualificados eran los de las imprentas; los tipógrafos como Pablo Iglesias. Abundaban los albañiles o ladrilleros, lo propio en una ciudad que no cesaba de crecer, seguidos de lavanderas y traperos. También había muchos pobres de solemnidad que pedían por casas, calles e iglesias: los menesterosos, pedigüeños y pordioseros. Madrid se dividía municipalmente en tres extensas zonas. Una, la central, radial desde la Puerta del Sol. Era la ciudad de la vida tertuliana de los cafés, de los magnicidios y de la apertura de la Gran Vía. Otra era la de los ensanches con la creación de barrios como Chamberí, Salamanca y Argüelles, en que tanto moraban intelectuales como funcionarios como costureras, y una tercera zona denominada el Extrarradio, la ciudad perdida más allá de la Glorieta de Cuatro Caminos y de las rondas de Atocha, Valencia y Toledo, cuya extensión triplicaba al resto y que los sucesivos ayuntamientos no sabían como controlar. Tierras había en todas direcciones y la gente no cesaba de llegar desde el empobrecido medio rural. Adentrarse en aquellos parajes era casi hacerlo en la ciudad recóndita nunca visitada por los madrileños del centro, espantados por temores imaginados acerca de unas gentes que preferían verlas alejadas. Los barrios de las Injurias, las Cambroneras, las Carolinas, las Ventas del Espíritu Santo, etc. eran mencionados con espanto y horror por literatos y periodistas, que dejaban traslucir sin miramientos la incomunicación insalvable entre los ámbitos sociales, que explotó trágicamente en la guerra civil de 1936. 180


Miseria, míseros y miserables fueron materias literarias recogidas por Vicente Blasco Ibáñez y Pío Baroja, dos intelectuales abotagados en un Madrid aburrido y fútil que en sus andanzas aventureras se toparon un día con los barrios del extrarradio, los suburbios de la villa y los yermos de los alrededores, con sus altozanos amarillos cubiertos de rastrojos y sus edificios diseminados , como había escrito Blasco Ibáñez. Era aquel un paisaje madrileño que aunque pudo ser bello y atractivo, acabó en el paisaje de la miserable horda suburbana descrita en dos de las novelas que más debieron de impresionar a aquella sociedad madrileña que vivía al margen del mundo ignorado por la generalidad de las gentes . Pío Baroja era el que más se aburría en las interminables tertulias de café, monopolizadas casi siempre por las excentricidades de Ramón María del Valle-Inclán. Baroja, que detestó siempre cualquier atisbo de bohemia calculada y artificial, como la de Alejandro Sawa, fue persona andariega y por ello, solitaria. En Madrid debió de recorrer todos sus rincones, incluso hasta lugares tan apartados como los altos de Carabanchel. Su mapa madrileño era el más completo y documentado. Cosas tan tremebundas llegó a encontrarse que cuando las contaba a otros escritores, pensaban que exageraba. Baroja no vaciló en irse por las márgenes del Manzanares y el entorno de la Sacramental de San Isidro, al otro lado 181


del río por el puente de los Pontones. Blasco Ibáñez, por el contrario, persona también inquieta, tiró por el otro lado de Madrid, por lo que en sus escapadas de su casa del Paseo de la Castellana, como él solía decir, acabó internándose en la encrucijada de Cuatro Caminos y en los barrios aledaños de Tetuán de las Victorias y La Ventilla, lo más extremo, donde descubrió lo que había denominado la miserable horda suburbana , la clase de expresión que puede parecer despectiva, pero que concuerda con lo que indica el diccionario de la Real Academia, que define miserable como la persona desdichada e infeliz, abatida y sin valor ni fuerza .

Vicente Blasco Ibáñez

El trapero era un personaje popular que vivía o que sobrevivía en la periferia. El trapero y su carro, que tiraban burros o mulas, se encargaba a diario de la labor de la recogida por Madrid de todos los materiales que fueran de utilidad para ser vendidos una vez clasificados. Las montañas de desechos que quedaban esparcidos en los descampados de sus barrios, les servían aún a otros para proseguir con la penosa labor de la busca , que consistía en escarbar y escarbar en la basura para recoger lo que hubiera de aprovechable, como latas, botellas o pedazos de muebles que llevar al fuego, expuestos por lo 182


demás a contagios seguros de la peor especie por manipulación directa e inhalaciones. Eso mismo sigue haciéndose en algunos países, y con menores hurgando en todo lo imaginable.

¿Eran pobres de solemnidad los traperos, según la expresión a la vieja usanza? El trapero no dejó nunca de ser un pobre que malvivía o que sobrevivía, pero por mal que le fueran las cosas, en su entorno pululaban estratos sociales más bajos, como los mendigos, limosneros y pordioseros de que hablaba Pérez Galdós, que eran legión. El trapero de La Horda de Blasco Ibáñez parecía no quejarse de la vida: Él tenía buenos parroquianos. Desde su juventud explotaba una de las mejores calles, toda ella de señorío que comía bien.

El trapero de Baroja, lo mismo: Con las sobras podía engordar como un fraile si le gustase comer. El señor Custodio sacaba para vivir con cierta holgura; tenía su negocio perfectamente estudiado. Aquella vida tosca y humilde, sustentada con los detritus del vivir refinado y vicioso; aquella existencia casi salvaje en el suburbio de una capital.

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Al vagabundaje le pareció a Baroja que se dedicaban los traperos, cual si fuesen a emprender en la aventura diaria de la bohemia, lo que no dejaba de ser un rasgo romántico alentado por la imaginación. Los trazos que identificaban al trapero madrileño de Baroja eran los de un personaje con nombre y apellidos, conocido en los ámbitos que frecuentaba en su trajinar diario por calles y plazas de Madrid. No era trapero cualquiera que se subiera a un carro. Sin el registro previo en el ayuntamiento no había traperos. Llegaron a autorizarse hasta 4.000 a la vez. También los carros tenían que estar debidamente identificados, y hasta hay que suponer que las zonas a las que acudían para acarrear con los desechos urbanos estaban determinadas de antemano.

Todo estaba calculado: desde los itinerarios a los materiales y a las cantidades que podían acarrear. Podía pensarse entonces que eran una suerte de funcionarios públicos. Baroja lo puso de manifiesto claramente: El trapero tenía sus itinerarios fijos y sus puntos de parada determinados . Blasco Ibáñez lo llevó más lejos concibiendo a los traperos como una horda prehistórica que huyese llevando a la espalda el hambre, y delante como guía el anhelo de vivir. Las basuras en general de una ciudad, de cualquier ciudad, se terminaban de formar al cabo del día. Así sucedía en las casas tras las cenas, en las pensiones y en los mercados de abastos. Todo se depositaba o se arrojaba directamente a la calle, o se guardaba toda una noche en cuartos oscuros a la espera de que pasasen los traperos. El trapero tenía que dormir como todo el mundo, pero lo imprescindible porque se levantaba siempre a media noche, primero para preparar los cestos, el carro y el burro o la mula, y segundo porque viviendo como vivían en las afueras de la ciudad; en los barrios del Manzanares

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y de Tetuán y La Ventilla, antes de que asomase la luz del día ya tenía que estar rondando las calles de Serrano y de la Puerta del Sol. Pío Baroja: Se levantaba el señor Custodio todavía de noche, enganchaba el borrico al carro y comenzaba a subir a Madrid.

Los carros de los traperos eran la herramienta primordial. El carro era viejo, compuesto con tiras de pleita, con su chapa y su número, y estaba cargado con dos o tres sacos, cubos y espuertas , escribió Baroja acerca del carro de su protagonista, el señor Eusebio. Sus ligeros carros en forma de cajón eran de un azul rabioso, con un óvalo encarnado en el que se consignaba el nombre del dueño , anotó Blasco Ibáñez. Tener carro y animal de tiro ya suponía una diferencia social con respecto a los que no tenían, forzados a ir en busca de las basuras con el saco al hombro o montados en el animal. Blasco Ibáñez: Los más pobres no tenían carro, y marchaban a lomos de un borriquillo, con las piernas ocultas en los serones destinados a la basura. Comenzaba el día y comenzaban también las rivalidades personales. Trotaban las bestias, pugnando por adelantarse unas a otras, como si husmeasen bajo la masa de tejados que cerraba el horizonte los residuos de todo un día de existencia civilizada, el sobrante de la gran ciudad que había de mantener a los miserables acampados en torno de ella (La Horda) A los animales también dedica Blasco Ibáñez una sorprendente descripción: El asno, fiel compañero del trapero, desfilaba en todas sus míseras variedades, tirando de los cajones, trotando bajo los varazos. Eran animales pequeños y sucios, de una malicia casi humana. Rara vez buscaban su comida en el campo; se alimentaban con los garbanzos sobrantes de los cocidos de Madrid; rumiaban en sus pesebres lo que el día anterior había pasado por las cocinas de la población, y este alimento de animal civilizado parecía avivar su inteligencia. 185


Casa antigua de trapero. Madrid (Foto propia)

Los traperos eran hombres en su mayoría, pero también hubo muchas mujeres. Blasco Ibáñez decía que las matronas de «la busca» pasaban erguidas sobre sus rucios, arreándolos con la vara, ondeando detrás de su espalda las puntas del rojo pañuelo, con la cara tiznada de churretes, los ojos pitañosos por el alcohol, y en las negras manos una doble fila de sortijas falsas y relucientes, como adornos africanos. Frecuente era ver a traperos y traperas con ayudantes: hijos, sobrinos, vecinos , que se encargaban de vigilar los carros en las calles o de subir a las casas a recoger lo que les diesen. La trapera de Blasco Ibáñez como estaba sola, tenía a su servicio un muchacho del barrio, hijo de una vecina que había muerto. Él cuidaba del burro, él guiaba el carro cuando al amanecer emprendían la marcha a Madrid, él subía a los pisos altos mientras su ama cuidaba en la calle del vehículo. La busca por la ciudad concluía a media mañana con el regreso de personas y carros a sus barrios alejados. Empezaba entonces otra tarea laboriosa, la selección de materiales que describe Baroja: Regresaban por la mañana temprano; descargaban en el raso que había delante de la puerta, y marido y mujer y el chico hacían las

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separaciones y clasificaciones. El trapero y su mujer tenían habilidad y rapidez para esto, pasmosa. Aquella tierra, formada por el aluvión diario de los vertederos; aquella tierra, cuyos únicos productos eras latas viejas de sardinas, conchas de ostras, peines rotos y cacharros desportillados; aquella tierra, árida y negra, constituida por detritus de la civilización, por trozos de cal y de mortero y escorias de fábricas, por todo lo arrojado del pueblo como inservible

Todo aquel material, incluso el orgánico, se descargaba en los lóbregos patios y cuadras. A un lado abríase un espacio semicircular que servía de cuadra. Las paredes eran de madera carcomida procedente de los derribos, con los intersticios rellenos de paja y trozos de periódicos; del techo pendían unas telarañas inmensas, monstruosas, ondeando como banderas ennegrecidas por el polvo, cubriendo las paredes como las muestras de una tienda de trapos. El almacén exhalaba un hedor de polvo, huesos en putrefacción y ropas corrompidas, junto con ese vaho indefinible de las casas viejas largamente cerradas. Un hedor de boñiga húmeda impregnaba el aire . (La Horda) Patios, cuadras y las casas propiamente dichas de los traperos fueron descritas por ambos novelistas. Baroja decía del lugar en que se asentaba la casa del señor Custodio: Entre el puente de Segovia y el de Toledo, no muy lejos del comienzo del paseo Imperial, se abre una hondonada negra con dos o tres chozas sórdidas y miserables. Es un hoyo cuadrangular, ennegrecido por el humo y el polvo del carbón, limitado por murallas de cascote y montones de escombros. Mucho más tremebundo, casi rozando lo inverosímil, fue Blasco Ibáñez con la clase de materiales de construcción: Todos los despojos de la villa habían sido empleados en la edificación. Sólo a trechos veíanse algunos ladrillos y cascotes de los derribos; lo demás estaba construido con los materiales más heterogéneos, viéndose empotrados en 187


la argamasa, a guisa de ladrillos, botes de conserva, latas de petróleo, cafeteras, orinales, hormas de zapatos, y junto con estos despojos, tibores rotos de porcelana, columnillas de alabastro, trozos de estatuas, todo al azar, según el desorden de la recogida diaria en Madrid. Varios cubos de cinc sin fondo, empotrados horizontalmente en el muro, servían de redondos tragaluces, semejantes a los de los camarotes de los barcos. Los techos eran de paja, de ramaje, de viejos encerados, formando una cubierta de gran espesor, que la lluvia más persistente no podía traspasar. Las rendijas estaban calafateadas con papeles y trapos. La techumbre de la cocina ostentaba como remate una tinaja rota, que servía de chimenea. El trapero hacía más cosas para incrementar ganancias. Solía criar cerdos, gallinas y conejos, que alimentaba con restos de las comidas que recogía por la ciudad en casas particulares pudientes, pensiones, mercados y fondas. Blasco Ibáñez: En el corral, delante de la casa, roncaban tres cerdos negros y enjutos, hociqueando la basura. Las gallinas picoteaban en medio tonel lleno de garbanzos deshechos, judías despanzurradas y huesos de aceituna, todo formando un plasma repugnante. Eran residuos de comida recogidos en las casas; los restos de los pucheros que nutrían a Madrid. Por las puertas entreabiertas veíanse hociqueando en montones de zapatos viejos y pilas de harapos los cerdos corraleros, que eran vendidos a los tratantes de las afueras después que engordaban con la inmundicia de la población. También no había día en que los traperos conseguían que los obsequiaran con alimentos cocinados o no, pero para su consumo personal. Blasco Ibáñez el caso de una trapera que al volver a casa, cerca de mediodía, su primera ocupación consistía en el arreglo de los comestibles. En un tonelillo depositaban las sobras de ciertas casas, cuyos amos eran limpios y se acordaban de los pobres, cuidando de guardar aparte los restos de la cocina. 188


El Abrazo, escultura de la Plaza Antón Martín de Madrid (Foto propia)

Cuadro El Abrazo de Juan Genovés, en el Museo Reina Sofía de Madrid

Capítulo 28

El Abrazo de Juan Genovés

El Abrazo del pintor y escultor valenciano Juan Genovés (1930) está considerada la obra más representativa de la Transición política y social española. El Abrazo ha servido muy especialmente para homenajear la Matanza de Atocha de abogados laboralistas en enero de 1977, uno de los hechos más graves y atroces de aquel periodo. Juan Genovés: Para mí, ese cuadro ya no me pertenece; su imagen pertenece ahora a todo el mundo. Lo que está 189


claro es que la pintura en cuestión se convierte en un símbolo para toda España.

Antón Martín es una plazuela de Madrid aledaña al barrio de Lavapiés que cruza la calle Atocha. En el lugar estuvo antaño la Fuente de la Fama. Hoy, el edificio más destacado es el Monumental Cinema. Otra casa notable es la de la vieja farmacia de El Globo, destruida casi enteramente por una bomba de aviación en 1936. En la plazuela concluye la calle Magdalena que viene de la Plaza de Tirso de Molina y empieza la de Santa Isabel, que desciende hasta el Museo Reina Sofía. También desemboca a unos pasos la del León donde vivió y murió Miguel de Cervantes. El entorno, desde cualquier esquina y rincón, es de una trascendencia madrileña de primer orden, porque hasta la plazuela fue el escenario en que se desencadenó el Motín de Esquilache. Desde junio del 2003 lo más relevante de Antón Martín es el magnífico grupo escultórico de 2,3 metros de altura por 3,5 de diámetro, alzado sobre pedestal de piedra que desde el suelo alcanza los 6 metros. La obra fue realizada por el mismo Juan Genovés, que adaptó su cuadro El Abrazo en memoria de las cinco personas asesinadas a tiros la noche del 24 de enero de 1977 mientras trabajaban en su despacho profesional. Tres eran abogados, otro estudiante de derecho y el quinto trabajaba como administrativo. Otros cuatro fueron heridos por los disparos. Acababa de empezar el segundo año de la Transición que se inició en noviembre de 1975.

Hasta el 24 de enero de 2007 no fue incorporada la placa conmemorativa que informa a los transeúntes más jóvenes acerca del monumento, su significación y los tristes hechos acaecidos a unos cincuenta pasos del lugar: en el tercer piso del número 55 de la calle Atocha, como indica a su vez una lápida en el portal. 190


La obra de Genovés era la más representativa para homenajear aquella salvaje matanza que pareció más de 1936 que de 1977. Pero la escultura no surgió como consecuencia de lo de Atocha, sino que procedía de una pintura acrílica sobre lienzo de 1,50 por 2 metros que el artista valenciano nacido en 1930 había denominado primeramente Amnistía y luego El Abrazo, concebida por él como símbolo de lo que habría de ser la reconciliación nacional que se esperaba de los españoles.

Otro abrazo histórico fue el de Vergara que puso fin a la primera guerra carlista en 1839 y que el escultor Miguel Blay Fábregas representó en bronce en el expresivo abrazo entre un soldado carlista y otro liberal, que puede admirarse en el monumento a Alfonso XII en El Retiro. En el cuadro de Genovés pueden contarse unas 16 personas, acaso dos o tres más que parecen vislumbrarse, hombres y mujeres, que corrían o que caminaban deprisa con los brazos abiertos al encuentro de los otros. A los que van solo se les ve enteramente de espaldas y a los que vienen, un brazo, una pierna o una cabeza apenas entrevista. No hay caras ni fondo ni suelo ni cielo. Todo es blanco como si todo lo demás fuera secundario. Lo importante era el reencuentro. 191


Juan Genovés: El cuadro lo hice durante la dictadura franquista. Por aquel entonces se reunía la Junta Democrática de España en la clandestinidad. Yo no formaba parte de ella, pero me pidieron si podía pintar un cartel pidiendo la libertad, la amnistía, de los presos políticos. Eran los últimos coletazos de la dictadura, recién muerto Franco y con el gobierno de Arias Navarro vigente. Celebramos una reunión en mi estudio y les dije que miraran los cuadros que ya estaban pintados, para ver si les servía alguno. Pensé en uno que mostraba unos puños tras unos barrotes, pero quizá era demasiado evidente. En aquel momento tenía en mi estudio una obra para una exposición en la Marlborough de Zurich, que luego se expondría en la Marlborough de Nueva York. Entonces alguien que asistía a la reunión se fijó en una obra mía que yo llamaba El Abrazo y comentó que podría convertirse en cartel dada la premura de tiempo que había. Así fue. A todos nos pareció una idea estupenda Genovés debió de pintar el cuadro tal vez en 1973, puesto que aquella plataforma política que cita había surgido en 1974, el mismo año de la reunión en el estudio del pintor, y sin embargo se da 1976 como fecha oficial de El Abrazo, y realmente en ese año se procedió por el mes de marzo a la unificación oficial de la Junta Democrática con la otra plataforma que también emergía entonces con los mismos fines, Convergencia Democrática, que habría de originar lo que se llamó Coordinación Democrática o Platajunta, cuyos objetivos establecidos eran la amnistía para los presos políticos, víctimas de los excesos del régimen franquista, la libertad de asociación política y la convocatoria de elecciones generales.

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El estandarte que iba a representarlos sería El Abrazo, distribuido con una primera tirada de 25.000 carteles impresos, que las fuerzas gubernativas destruyeron íntegramente apenas salieron de la imprenta por tratarse se dijo entonces- de material subversivo. Aquella persecución resultó funesta para la cabeza visible, el propio autor de la obra, Juan Genovés, que habría de convertirse en el primer artista en España detenido e incomunicado una semana por un cuadro de gente abrazándose.

Cuando fuimos a la imprenta para reproducir los primeros carteles del cuadro, nos detuvieron. Fue en plena época Arias Navarro. Hubo una denuncia y pasé por ello siete días en la Puerta del Sol. Estuve una semana detenido en el

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Ministerio de la Gobernación en unos calabozos horrorosos. Cualquier joven que no haya vivido en aquella época ni se imagina que uno pudiera ir a la cárcel por pintar unas personas abrazándose, pero así era. Entretanto, el cuadro original de 1,50 por 2 metros se vendió en Nueva York, que compró finalmente un coleccionista de Chicago. Con la destitución de Arias Navarro y la llegada aperturista y decididamente democrática del gobierno de Adolfo Suárez se hacen gestiones para conseguir que El Abrazo pudiera volver a España, dado su profundo significado político. Juan Genovés: Al coleccionista de Chicago que lo había adquirido se le cambió la obra por otra mía. El comprador se atuvo a razones y lo cambió. Se consideró que ese cuadro debía volver a España porque era un símbolo de nuestra historia. El cuadro vino, pero las fuerzas derechistas lo secuestraron y no aparecía. Lo escondieron por orden de gente de derechas. Había pasado la aduana, teníamos documentos de la propia aduana y de la entrega en el

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Museo Español de Arte Contemporáneo en Madrid, en la Ciudad Universitaria (actual Museo del Traje). Pero el cuadro no estaba. La noticia de su desaparición salió incluso en los periódicos. Algunos trabajadores del museo, miembros de Comisiones Obreras, se pusieron a buscarlo y lo encontraron al fin perdido entre un montón de cajas, en el último rincón. Estaba metido en una caja, que a su a vez estaba dentro de otra caja tirada en el suelo. Al final se expone oficialmente en dicho museo hasta que sus fondos se trasladan al Reina Sofía, donde el cuadro vuelve a desaparecer .

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La cita de Juan Genovés es larga, pero merece la pena proseguir con ella: "En fin, que durante mucho tiempo El Abrazo ha permanecido en los almacenes de los museos. Periodistas de todo el mundo venían a hacer reportajes sobre la transición española y me preguntaban por qué ya entrada la democracia ese cuadro tan emblemático seguía oculto. Y yo les contestaba entre risas que El Abrazo había nacido en la clandestinidad y que le gusta vivir así. Muchas delegaciones extranjeras de visita a nuestro país querían ver la obra que se había convertido en un símbolo internacional. Iban al Reina Sofía, sacábamos la obra del almacén, la colgábamos y luego de vuelta al depósito del Reina. El porqué de que la gente de CCOO determinó elegir El Abrazo de Genovés como obra representativa del homenaje permanente de Madrid a las víctimas de la Matanza de Atocha podría tener su explicación en el propio despacho en que fueron asesinadas las cinco personas a tiros. Juan Genovés: En el despacho de los abogados estaba colgado el cartel de Amnistía en la pared. Durante el asesinato se manchó de sangre, y a partir de este suceso se hizo una tirada mayor del cartel .

El cuadro adquirió desde aquel momento una nueva dimensión, que había de unir al triste recuerdo de aquellos abogados laboralistas, víctimas de la barbarie. El cuadro ya no era únicamente símbolo de la lucha por las 196


libertades políticas y sociales de los españoles. CCOO había elegido la obra de Genovés, y el artista su obra a la escultura, primera que realizaba personalmente en su trayectoria artística. Juan Genovés: Para mí, ese cuadro ya no me pertenece; su imagen pertenece ahora a todo el mundo. Lo que está claro es que la pintura en cuestión se convierte en un símbolo para toda España. Este símbolo es de las fuerzas políticas de la izquierda de este país. Siempre me gustó que su espíritu estuviera en la calle, por lo que de la pintura 'Amnistía' pasó a la escultura 'El Abrazo' en la plaza de Antón Martín. Primero boceto en cera la obra pictórica. Hago una parte abstracta y otra totalmente descriptiva. Repito varias veces su parte emblemática. Del boceto a escala en cera en Valencia llevo a cabo el boceto a tamaño real también en cera. Luego, finalmente, transporto la escultura a fundición y obtengo la obra en bronce. El Ayuntamiento de Madrid de Álvarez del Manzano dijo sí y hoy la escultura está en Antón Martín. En su emplazamiento influyó la posición mantenida por la oposición y la actitud de CC.OO. Nota: Las respuestas entrecomilladas de Juan Genovés forman parte de algunas de las entrevistas periodísticas más destacadas del artista en distintos medios de comunicación, aquí utilizadas como fuente de documentación genuina.

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Capítulo 29

El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella La frase del título no corresponde a un verso ni a una cita de un relato literario. Es la denominación extraña ciertamente- que eligió el escultor y pintor toledano Alberto Sánchez Pérez (1895-1962) para la alargada escultura de 12,5 metros (1937), que unos conceptuaron como tótem, como obelisco, como una masa de pan, como una gruesa cactácea desértica, o como la figura surrealista de una mujer. 198


El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella es denominación que se ha prestado a múltiples interpretaciones acordes con la imaginación y las tendencias políticas, pero si ya en vida del autor no se aclaró nada, mucho menos desde su muerte en 1962. El nombre tiene sentido cabal en sí mismo, pero no cuando nos hallamos ante la obra que se alza en la plaza del Reina Sofía, una vez que se disipa un poco la impresión que causa el primer golpe de vista unido a la leyenda del autor.

La escultura se concibió en Madrid en forma de maqueta de 184,5 centímetros y se convirtió en escultura vertical, y porque se extravió en extrañas circunstancias en la exposición internacional de 1937 en París no pudo regresar nunca a España, hasta 1970 en que el Museo Reina Sofía propietario de la maqueta original199


determinó construir una réplica que llevó a cabo el escultor valenciano Jorge Ballester, miembro cofundador del Equipo Realidad.

Desde la calle Atocha o desde la Glorieta del Emperador Carlos V se accede a una gran plaza abierta tras el derribo de una manzana de casas, lo que explica que no tenga nombre y que se identifique por tramos que corresponden a los trazados de las calles adyacentes de Sánchez Bustillo, Santa Isabel y Doctor Drumen. Plaza irregular diseñada entre escalinatas y peldaños, presidida por dos horrendas torres-respiraderos de aparcamiento subterráneo, una a cada lado, dos gigantescos ascensores acristalados y la ausencia más que evidente de una fuente y algún grupo escultórico. La plaza la preside el Museo Reina Sofía, edificio grisáceo, severo y mastodóntico, que sigue pareciendo el gran hospital que siempre fue. A unos diez pasos de la puerta de entrada se alza la escultura de Alberto Sánchez, que vivió parte de su vida en Madrid y que murió en Moscú, donde está enterrado. Escultor, dibujante y pintor autodidacta, encuadrado en el cubismo y el surrealismo, se vio abocado a trabajar de panadero para poder sobrevivir. El levantamiento militar de Franco lo coge en Madrid. En 1938 ocurre lo más sorprendente de su vida: el encargo de las autoridades culturales republicanas de trasladarse a Moscú como instructor de dibujo de los niños españoles expatriados. Allá realiza su cometido, y no escatima tiempo en entregar los últimos años de su vida a volver a crear algunas de sus esculturas destruidas. La larga ausencia de España lo perjudicó enormemente, pero mucho más los olvidos y silencios por motivos políticos e ideológicos. Tantos artistas e intelectuales se vieron envueltos en esa maraña que hoy 200


las instituciones, fundaciones, periodistas e investigadores interesados en la recuperación del pasado, casi no dan abasto a desenterrar poetas, pintores, escultores e incluso arquitectos de magníficos edificios que parecía que no los había diseñado nadie.

Alberto Sánchez aprendió a leer y a escribir muy tarde, a los 15 años recién llegado a Madrid con su familia. El dato es asombroso. Le enseñó un amigo que trabajaba de dependiente de una farmacia. Fue panadero de oficio desde los 20. Su padre también lo era en un barrio de Toledo. Tantos años amasando parece claro que dejó huella en determinados rasgos de sus obras. Se hizo socialista y ejerció como tal, pero ante todo fue artista autodidacta sin antecedentes en la familia. Las aptitudes artísticas las descubrió con 20 años en su estancia militar en Ceuta. Cinco años después ya participaba en exposiciones surrealistas en Madrid con Dalí y otros. Quiso matricularse en una escuela de arte y se lo impidieron. Nadie ha dicho aún la causa. 201


Fundó en 1929 la Escuela de Vallecas con el pintor Benjamín Palencia con el propósito de defender quijotescamente el recurso a la tierra y al pueblo español en la nueva concepción del arte español con el deliberado propósito de poner en pie el nuevo arte nacional que compitiera en el de París , explicó el propio Alberto Sánchez. Era un asiduo visitante del Museo del Prado, y atípicamente lo fue más del Museo Arqueológico Nacional de la calle Serrano, en donde descubrió el arte ibérico que lo encandiló. El joven Sánchez dedicaba las tardes a las tertulias de un café de artistas al término de la calle Atocha, en los bajos del Hotel Nacional, donde habría de conocer a algunos de los intelectuales más brillantes, que influyeron en su trayectoria artística, humana y política.

La creatividad de Alberto Sánchez sorprendió a todos como perfecto representante de una estirpe de artistas irrepetibles, sólidos, contundentes y hechos de una pieza, en medio de las condiciones más adversas. En marzo de

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1929 participó en la exposición al aire libre del Jardín Botánico de Madrid, impresionando vivamente a quien fue el mayor admirador de su obra, el escultor vasco Jorge Oteiza: Su escultura crecía vegetalmente con un formalismo lírico y cosmográfico.

Francisco Umbral publicó en el 2003, en el suplemento literario El Cultural, una acertada visión de la personalidad del escultor toledano: Alberto Sánchez es un hombre que crea un mundo personal no inferior al de Picasso, utilizando siempre sillas, cereales, piedras, chirimbolos, todo lo que tiene a mano, porque Alberto tiende a mitificar. Hace un mito de una piedra y una alusión histórica de una estrella. Su mundo es la materia. Profundizando en la materia de las cosas llega a alumbrarlas en sus raíces y diríamos que de todo puede hacer un ídolo, sólo que no era hombre de idolatrías, sino que incluso del comunismo volvía a la realidad acérrima y abierta de las cosas.

El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella fue la obra plena que escogió el gobierno republicano como faro del pabellón de la Exposición Internacional de París de 1937, en la que también se mostraba por primera vez la obra maestra de Pablo Ruiz Picasso, El Guernica. Aquella expo había sido convocada para mostrar los mayores adelantos tecnológicos europeos, precisamente en unos años en que la tragedia ya fraguada iba a extenderse por todo el continente. En España hacía un año que ya había comenzado. Unas cuarenta mil personas, entre mayo y noviembre, visitaron el recinto. El Guernica, triunfante, continuó su periplo por varios países europeos antes de partir para Nueva York en 203


1939, mientras que al obelisco de Alberto Sánchez le sobrevino lo que nadie aún concibe: su misteriosa desaparición. Nunca se dijo que acabase en manos de alguien o de alguna institución. La desgracia se cebó con Alberto Sánchez al año siguiente, cuando las bombas destruyeron enteramente su estudio y toda su obra en el barrio de Lavapiés.

Sánchez dibujó, pintó y esculpió muchas figuras femeninas; también toros, cabezas de toros, pájaros, etc. Una escultura que representa dos toros entrelazados de él puede admirarse en el Museo de Arete al Aire Libre del Paseo de la Castellana, a un lado de la Ballena Varada de Eduardo Chillida. Habló en alguna ocasión de que su obra tenía como propósito levantar del suelo el arte nacional. Oteiza fue más certero que otros al concebir las alargadas esculturas de Alberto como manifestaciones vitales que crecían vegetalmente y que lo hacía con un formalismo lírico y cosmográfico; el formalismo que según la RAE es la tendencia a concebir las cosas como formas y no como esencias . 204


Capítulo 30

Automóviles por Madrid en 1902

La antigüedad de esta foto es realmente notoria, puesto que ni siquiera se había construido el edificio de Metrópolis ni abierto la Gran Vía. Se ve un tranvía que baja o sube por el centro de la calle Alcalá, y los peatones que cruzan por donde quieren. Ni había pasos ni había normas de ningún tipo. Carros y carretas circulan por el medio. Los automóviles ni siquiera habían aparecido aún.

Los primeros coches motorizados empezaron a verse por Madrid a partir de 1902, y se les llamó carruajes automóviles . Automóvil lo define así el diccionario de la RAE con términos y expresiones muy imaginativos, cual una máquina casi de otro mundo: Se dice principalmente de los vehículos que pueden ser guiados para marchar por una vía ordinaria sin necesidad de carriles y llevan un motor, generalmente de explosión, que los pone en movimiento .

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Llegar al principio de las cosas, de los hechos y de los cambios sociales, cuando la vida, los problemas y las gentes se desenvolvían en mundos ya lejanos desde la perspectiva actual, aun habiendo transcurrido poco más de un siglo, siempre inspira viva curiosidad y emoción.

La vida urbana de Madrid a la entrada del siglo XX se desenvolvía entre la miseria de las barriadas del entorno del Manzanares y la gran transformación urbana que ultimaban los arquitectos más brillantes, que levantaron edificios lujosos a un lado y a otro de la calle Alcalá y de la Gran Vía que se iba a abrir desde 1910 en adelante. Madrid se disponía a dejar atrás los aires de gran pueblo que arrastraba desde Fernando VII, y con ellos, tranvías y carruajes tirados por caballos, que durante varios años hubieron de batirse en las calles con los flamantes automóviles, que iban desterrándolos.

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En 1902 ya hay constancia de la presencia en Madrid de automóviles, a tenor de las normas que establecen los ayuntamientos de la ciudad, que no sabían como abordar las normas que había que aplicar a aquellos nuevos artefactos ruidosos y veloces. Las autoridades municipales dejaron constancia del aumento considerable del número de carruajes automóviles que circulan por las calles de esta Corte , lo que determinó una serie de normas que más que establecer orden y concierto en la ciudad, parecían destinadas a contener la llegada de máquinas diabólicas. Lo fueron, en verdad. Los primeros modelos había que comprarlos a París a precios desorbitados, que sus dueños enviaban en tren a Madrid o a Barcelona. Entonces ni hacían falta permisos, ni matrículas, ni siquiera tener un carné. Llegaban a los barracones de mercancías del tren y si tenían gasolina, pues se lanzaban a la calle. Los coches venían en tren y con ellos, las latas del combustible que iban a necesitar. Las gasolineras aún tardarían. Pero Madrid no tuvo fábricas de coches; las tuvo entonces Barcelona con los lujosos y elegantes Hispano Suizos. Pero quiénes podían comprarlos. Tomando como referencia los escritores de la Generación del 98, solo cabe decir que eran personajes de a pie y de tertulia en tertulia. Azorín, Valle-Inclán o Baroja no tuvieron nada que ver con aquellos flamantes automóviles. Las primeras definiciones municipales resultan hoy asombrosas por lo que exigían: El automóvil se hallará dispuesto de tal modo, que obedezca con toda seguridad y precisión a la dirección, pudiendo girar con facilidad en curva de pequeño radio. Deberá estar provisto de dos sistemas de frenos suficientemente enérgicos, cada uno de los cuales baste por sí solo para detener o atenuar

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automáticamente la acción del motor. Se pasó seguidamente a establecer normas concretas sobre el ruido de los motores, las estridentes bocinas y focos deslumbrantes, que entre unos y otros lo único que hacían era espantar a las caballerías, el medio primordial de tiro que había que proteger, sin desdeñar los problemas crecientes por las altas velocidades causantes de atropellos entre la gente, que cruzaba las calles plácidamente. Los límites impuestos fueron tremendamente exagerados: La velocidad máxima que podrán llevar los vehículos en el interior de la población y su término municipal, no excederá nunca de 8 kilómetros por hora, o sea, aproximadamente el trote ordinario de un caballo. Todo o casi todo se medía y se comparaba con el medio de transporte predominante, las caballerías, que preocupaban más que los peatones. No fueron pocas las veces en que los animales se desbocaban calles abajo, espantados por los motores y las explosiones por los tubos de escape. Siempre que los conductores observen que se produce espanto en las caballerías, ya sea por la vista del automóvil o por el ruido que producen, están en absoluto obligados a parar el carruaje, evitando en lo posible el ruido, y sólo podrán emprender la marcha después que hayan pasado las caballerías. Eso en 1902; cuatro años después seguía sin haber acuerdo sobre márgenes de velocidad: La marcha a velocidad de los automóviles, ya sean de particulares o destinados al servicio público de pasajeros, no excederá de 10 kilómetros por hora en los sitios llanos y de poca circulación; pero en las calles del interior y paseos, la marcha será reducida a 5 kilómetros.

Los destinados a transporte de mercancías, su marcha no podrá exceder de 4 kilómetros por hora. Los transeúntes en Madrid andaban por calles y plazas como si fueran las aceras. Cruzaban de una a otra por donde mejor les 208


viniera, incluso hasta el extremo de hacer corrillos en el espacio entre las líneas de tranvías. El ayuntamiento admitía ya que la causa de los atropellos se debía al modo cómo se conducía y a los excesos de velocidad: Que las repetidas desgracias ocurridas por la temeraria imprudencia de algunos conductores de automóviles, a los que no detienen ni el cumplimiento de repetidas órdenes de la autoridad, ni consideraciones de prudencia y humanidad que para ellos deberían ser el primero y más estrecho de los deberes.

Pero también se era consciente de la nula educación cívica del peatón, despreocupado sintiéndose capaz de controlar el tránsito de los tranvías y de los carruajes: simones, landós, calesas o meros carros de mulas o bueyes, que de todo se veía por la Puerta del Sol, la calle Alcalá y la Plaza de Cibeles.

El automóvil no debe circular por una población a velocidades excesivas, produciendo molestias y peligros al vecindario; pero éste, por su parte, no tiene tampoco derecho a disputar a los vehículos, la posesión y disfrute del centro de las calles y plazas, por el que podrá transitar de paso y con las precauciones debidas, cuando tenga que 209


atravesarlas, pero siendo intolerable que pretenda convertirlo en lugar predilecto de tertulias y recreos, cual si los ciudadanos que van en coche no hubieran de merecer de los que van a pie el propio respeto que a estos deben inexcusablemente guardar los primeros.

Y finalmente, el recordatorio de que los conductores de automóviles deberán marchar siempre por la izquierda de la línea que sigan. En Madrid, como en casi todas ciudades del mundo, se circulaba por la izquierda, hasta el 1 de octubre de 1924 en que se cambia el sentido de circulación a la derecha en toda la ciudad. DON ALBERTO AGUILERA Y YELASCO Alcalde Presidente del Excelentísimo Ayuntamiento de esta M. H. Villa. H A G O S A B E R:

Que en atención al aumento considerable que ha tenido el número de carruajes automóviles que circulan por las calles de esta Corte, y no existiendo hasta la fecha reglamentación que determine las condiciones que deban reunir en las velocidades de marcha por el interior de las poblaciones, esta Alcaldía Presidencia ha tenido á bien disponer, que hasta tanto exista un reglamento definitivo, y sin perjuicio de lo prevenido en el reglamento aprobado por Real orden de 20 de Septiembre de 1900, para el servicio de coches automóviles por las carreteras, se observen las siguientes disposiciones en evitación de los accidentes que se puedan causar, especialmente por la velocidad de las marchas. Primera. Todos los automóviles que circulen en esta Corte, necesitan tener un permiso de la Alcaldía Presidencia en el que conste el nombre, apellidos y

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domicilio del dueño; nombre y apellidos del mecánico conductor, modelo del carruaje, fuerza de sus máquinas y nombre del constructor.

Segunda. Estos permisos se solicitarán y concederán por la Inspección general de Carruajes, donde se formará su matrícula, previo abono de los derechos establecidos ó que se establezcan. Dichos permisos se llevarán en el carruaje de un modo visible. Tercera. La velocidad máxima que podrán llevar en el interior de la población y su término municipal, no excederá nunca de ocho kilómetros por hora, ó sea aproximadamente el trote ordinario de un caballo.

Cuarta. En las calles y paseos donde haya aglomeración de coches ó gran afluencia de personas, moderarán la marcha para que en ningún caso puedan causar accidente alguno. Quinta. Todo carruaje automóvil llevará en los costados y trasera el número de la licencia de circulación. Las dimensiones de éstas no podrán ser menores de 10 centímetros de alto. El dueño de un automóvil está obligado á dar parte en el Ayuntamiento de Madrid.

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Capítulo 31

El balazo mortal de Buenaventura Durruti en la Avenida del Valle

Aclaración de la foto: Trayecto de ida de los coches de Durruti por la Avenida del Valle. Justo en ese punto arranca la cuesta abajo de la avenida, que unos 300 pasos más adelante concluye en el espacio abierto de la calle Isaac Peral, un descampado en 1936. El conductor de Durruti es lo más probable que se detuviera más o menos a la altura de donde se ven los dos últimos coches blanco y negro, tras ver a unos cuantos combatientes que abandonaban la primera línea, a los que Durruti increpó por su actitud. De no haber sido así, tampoco los coches hubieran podido descender más, debido al alto riesgo que corrían de ser ametrallados desde el Clínico o sus inmediaciones. Lo que acaeció a Durruti en Madrid fue tratado por mucha gente desde todas las perspectivas imaginables. Han corrido ríos de tinta y nada en realidad se ha podido aclarar. Vale la pena seguirle los pasos a Pedro de Paz,

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escritor y novelista, autor en 2004 de El hombre que mató a Durruti , tratándose de la persona que más ha indagado estos años por poner orden en lo concerniente a las últimas horas de Buenaventura Durruti en noviembre de 1936. Paz escribe en su blog: En la madrugada del 18 al 19 de noviembre, en la línea del frente de la Ciudad Universitaria, los milicianos se preparan para asaltar el Hospital Clínico, en manos de las tropas moras. Tras varias escaramuzas consiguen acceder al inmueble pero durante su acción son rechazados por los destacamentos allí refugiados y se inicia un brutal combate en el interior del recinto. La lucha se lleva a cabo planta por planta, habitación por habitación, prácticamente cuerpo a cuerpo. Tras varias horas, los milicianos deciden replegarse y volver a sus posiciones iniciales. La moral de los libertarios pasa por uno de sus momentos más desalentadores. Muchos se plantean la posibilidad de abandonar su posición tras haber estado cuatro días combatiendo sin descanso, sin dormir, ateridos por el frío y prácticamente sin comer.

El Clínico, magno edificio que tuvo siete pisos, inaugurado poco años antes de los hechos, estaba situado entonces en medio de un descampado que hoy atraviesa la prolongación de la calle Isaac Peral. A unos pasos se hallaba el Asilo de Santa Cristina, desaparecido, del que solo se conserva la Virgen bajo un templete en medio de un parque aledaño al Museo de América, uno de los parajes menos conocido de Madrid, escenario de cientos de muertes en combate. El Hospital Clínico San Carlos fue reconstruido al finalizar la guerra y recientemente, remozado en buena parte de sus dependencias. Sus 213


vecinos más cercanos son los edificios del Colegio Mayor San Pablo y del Tribunal Constitucional. Nada en derredor revela vestigios del asalto, pero el entorno sigue impresionando por varias razones. Buenaventura Durruti (1896-1936), figura mítica del anarquismo español, leonés, murió como consecuencia de un balazo de subfusil con entrada por el pecho y salida por la espalda, que recibió hacia el mediodía del 19 de noviembre. Murió hacia las 4 de la madrugada del 20 en el Hotel Ritz, a donde lo trasladaron en vertiginosa carrera por Madrid, entonces hospital de sangre reservado a las unidades combatientes.

El destino hizo que solo tres horas más tarde fuese fusilado en la prisión de Alicante José Antonio Primo de Rivera. La muerte de Durruti es la más enigmática de toda la guerra. De dónde procedía la bala, desde qué distancia fue el disparo y quién pudo hacerlo, ha alimentado cábalas y divagaciones de correligionarios, admiradores y enemigos viscerales. Todo lo que rodeó su muerte sigue siendo un misterio, pero lo que ya nadie pone en cuestión es que el disparo fue efectuado a menos de medio metro, y no por una bala de revólver, sino de un arma más potente, probablemente uno de aquellos subfusiles naranjeros , que se supone que portaba Durruti cuando bajó de su coche para dirigirse a los soldados desertores, que debió de accionarse por un golpe brusco involuntario al no llevar echado el seguro, acaso por olvido de quien lo usaba en contadas ocasiones o tal vez por quien salía a la calle temiendo cualquier acción violenta. La suya habitual era un Colt 45. 214


No es propósito ahondar aquí en aquel capítulo histórico, ni en actitudes, razones y sinrazones esgrimidas por unos y otros, sino en llamar la atención del escenario en el que Durruti recibió el balazo. Siempre es emocionante verse ante los escenarios determinantes del pasado. La localización no parece difícil a la vista de los dos únicos testimonios directos que se conocen: el del conductor Julio Graves y el de Antonio Bonilla, ayudante de Durruti, claros y contundentes en cuanto a itinerario y mención de calles. El lugar de los hechos tiene que ceñirse casi con seguridad a los últimos 200 metros que median entre el cambio de rasante de la Avenida del Valle y el tramo cuesta abajo que hoy concluye en la actual calle Isaac Peral. Era aquel el paraje más próximo al Clínico, al tiempo que el último seguro en el que alguien en coche podía detenerse sin correr riesgo de ametrallamiento. Acercarse más era muerte segura por disparos de cualquier avezado tirador enemigo apostado en los pisos superiores del hospital. Ambos testimonios, que nadie puso en duda en ese aspecto, dan como punto de referencial primordial el paso de ambos coches por la Glorieta de Cuatro Caminos y la bajada por la renombrada Avenida de Pablo Iglesias, ya que siempre lo fue de la Reina Victoria. Era aquella la ruta más segura, que los conductores eligieron. Acceder por las calles principales más próximas, Cea Bermúdez y San Francisco de Sales, que desembocan en la Plaza de Cristo Rey, era imposible con el Clínico a unos 150 metros. La Avenida del Valle, prolongación de Pablo Iglesias, era la ruta obligada, que discurría entre nuevas construcciones y descampados, y algunos de los chalets y muros que empezaban a constituir la Colonia Metropolitano, que 215


desde diez o quince años antes había empezado a levantarse en un marco abierto al paisaje lejano de los montes de Guadarrama.

Hay que insistir de nuevo en que no es lugar este para analizar las circunstancias que rodearon el disparo. Déjese estar el enigma. Los hechos fueron así: Buenaventura Durruti esa mañana del día 19 se hallaba en su cuartel general de la calle Miguel Ángel. Dado el cariz que estaban tomando los acontecimientos en primera línea de combate en torno al Clínico, durante toda la noche y primeras horas del día, Durruti es informado personalmente de la mala noticia. Sin saber muy bien qué pretendía hacer o qué podría solucionar, Durruti con su sola presencia, ordena sacar el coche para dirigirse al frente de la lucha. Monta en su Packard, acompañado del conductor habitual, Julio Graves, y del sargento José Manzana, con brazo en cabestrillo, pero armado con su naranjero habitual, motivo por el que hacia él se dirigiesen siempre todas las sospechas de lo que pasó a su jefe. En el coche de escolta, un Hispano Suiza, iban tres personas: Antonio Bonilla, el conductor Lorente, y Miguel Doga. Este coche se situó delante en todo el recorrido, acaso porque el conductor conocía bien las calles madrileñas. Desde la calle Miguel Ángel subieron por una cualquiera hasta la anchurosa de Santa Engracia, que los dejó directamente en Cuatro Caminos. Los testimonios señalan que enfilaron la Avenida Pablo Iglesias y que a su término torcieron a la izquierda para incorporarse a la derecha a la Avenida del Valle.

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Ese trayecto pudieron hacerlo en unos 15 minutos. Nada ha cambiado hoy de ese itinerario si uno va en coche. La avenida discurre entre casas de época y recientes; casas bajas citaron los testimonios. Vieron al grupo de desertores y Durruti ordena parar, seguramente en las inmediaciones del cambio de rasante de la Avenida del Valle, al amparo de algún muro o desmonte. El coche de escolta, que iba delante, debió de hacerlo más adelante, hasta haberse percatado de la maniobra del que conducía Graves. Aquel encuentro de ningún modo podía estar previsto, pero resultó fatal.

Aclaración de la foto: Representa exactamente la continuación de la primera, una vez iniciada la cuesta abajo hacia la confluencia con la calle Isaac Peral. Los coches de Durruti y sus acompañantes no debieron avanzar más, deteniéndose muy probablemente a la altura del amplio hueco que dejan en la foto los vehículos aparcados. El elevado muro que se distingue circunda el Colegio Mayor Padre Poveda. En 1936 podía haber otro similar o alguno de los chalets de los años veinte que aún se conservan; acaso el último tras el que parapetarse Durruti para evitar riesgos.

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Lo sucedido parece confirmarse plenamente en los testimonios novelados por Pedro Paz en forma de interrogatorio ante la autoridad militar que investigó lo sucedido tiempo después. En primer lugar, el de Julio Graves, que contó: Llegamos a la plaza de Cuatro Caminos y giré por la Avenida de Pablo Iglesias a toda velocidad. Pasamos al lado de unas casitas bajas que hay al final de la avenida y luego giramos a la derecha. Llegando a una bocacalle vimos a un grupo de milicianos que parecía venir a nuestro encuentro. Durruti sospechó que aquellos muchachos tenían la intención de abandonar el frente y me ordenó detener el coche. Maldita la hora, mi comandante.

Estábamos en zona de fuego enemigo. Las tropas moras, que ocupaban el Hospital Clínico y dominaban el lugar, disparaban contra todo lo que se movía. No se oían más que tiros por todos lados. Por precaución, estacioné el auto en la esquina de uno de aquellos hotelitos de la zona. Durruti y Manzana bajaron del coche y se fueron hacia el grupo de milicianos para preguntarles dónde iban. Los soldados, sorprendidos en su falta, no supieron qué contestar. Durruti les reprendió severamente y les ordenó que volvieran a sus puestos. ¿En qué punto exacto del recorrido realizaron dicha parada? preguntó Fernández Durán.

No sabría decirle con exactitud, mi comandante respondió Graves . Como le he dicho, bajamos por la Avenida de Pablo Iglesias y luego giramos a la izquierda por una calle que hace curva y bordea los hotelitos. Avenida del Valle creo que se llama, pero no estoy muy seguro.

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¿Y usted descendió del vehículo? preguntó de nuevo Fernández Durán. No, señor. Yo estaba al volante y con el motor en marcha, a la espera de que volvieran para ponernos a salvo lo antes posible. Ya le he dicho que la zona estaba siendo batida por fuego enemigo.

¿Qué ocurrió después? Los soldados a los que reprendía Durruti agacharon las orejas y se dieron media vuelta, mi comandante. Durruti y el sargento Manzana se vinieron para el coche. Estábamos enfrente del Hospital Clínico y los rebeldes no dejaban de disparar. Varias balas silbaron cerca. Muy cerca, mi comandante. Parecía como si los moros se hubieran dado cuenta de que estábamos allí y, al ser un blanco fácil, hubieran decidido arremeter contra el coche. Pude oír a mi espalda cómo Durruti abría la puerta de atrás del coche y a continuación un disparo. Durruti cayó al suelo con el pecho cubierto de sangre. Yo salí del vehículo y, junto con Manzana, lo colocamos en el asiento de atrás. Di media vuelta al coche y me dirigí a toda velocidad hacia el hospital que hay en el hotel Ritz. Al llegar nos atendió el doctor Santamaría, el médico de la columna, y se llevó a Durruti rápidamente a los quirófanos que estaban en los sótanos del hotel.

Llegó luego el turno del interrogatorio de Antonio Bonilla, cuya aportación es confirmar que su coche hizo todo el recorrido delante y otros detalles de los hechos, también muy interesantes: Fernández Durán tomó asiento frente a aquel hombre. ¿Cuál es su nombre, camarada? preguntó Fernández Durán con cordialidad. 219


Me llamo Antonio Bonilla . Cuénteme lo ocurrido el pasado día 19 de noviembre preguntó Fernández Durán. Bonilla miró fijamente a Fernández Durán con una mezcla de escepticismo y temor dibujada en sus ojos. ¿Qué ocurrió ese día? Bonilla dudó. A pesar de su transigencia y afabilidad inicial, Fernández Durán le miraba con cierta severidad. Bonilla tragó saliva y comenzó a hablar. Bonilla titubeó por un instante y siguió hablando. "Me acompañé de dos hombres de mi grupo, los dos buenos compañeros. Uno era Lorente, que elegí por ser el que mejor conducía un coche entre nosotros, el otro era Miguel Doga, catalán, de oficio carpintero, hombre de pocas palabras y muy valeroso. Pusimos en marcha el coche que los compañeros de Madrid nos prestaron porque con el que vinimos de Barcelona era muy viejo y demasiado grande. Al llegar al cuartel general, Julio Graves que era el chofer de Durruti, terminaba de preparar el "Packard" para el sargento Manzana y Durruti que se disponían a salir con él. Al

Vernos vinieron hacia nosotros y les conté lo ocurrido. Entonces indiqué a Julio Graves que siguiera nuestro coche puesto que había algunas calles que estaban batidas por el fuego del enemigo y nosotros elegiríamos las que quedaran fuera de cualquier peligro. En el "Packard" iba Julio Graves conduciendo; Manzana y Durruti iban sentados atrás. José Manzana llevaba consigo, como de costumbre su "naranjero" colgándole del hombro en tanto que su mano derecha la llevaba herida y en cabestrillo. Durruti, a simple vista, parecía que no iba armado, pero no era así, porque el se colocaba en el correaje su "Colt 45" en una funda, que quedaba oculta 220


por el chaquetón de cuero. En el coche nuestro íbamos los tres: Lorente que lo conducía, Miguel Doga y yo. Cuando llegábamos a las proximidades de los chalets donde estaban apostadas nuestras fuerzas extremamos mas las precauciones. Cada vez que teníamos que virar en alguna de aquellas calles aguardábamos a que llegase el "Packard" de Durruti para que nos siguiera perfectamente. Cuando doblamos la última calle en la que unos cuarenta metros mas abajo estaba el primero de los chalets que ocupábamos, nos detuvimos unos veinte metros mas allá de la esquina.

Al mirar atrás vimos que el "Packard" se había detenido y que Durruti y Manzana se apeaban del auto para hablar con cinco muchachos que estaban parados en aquel punto. No puedo afirmarlo pero creo que aquellos jóvenes pertenecían a la Columna Del Rosal y hasta, posiblemente, aquella madrugada habían intervenido en el asalto al Hospital Clínico con los nuestros. El punto donde se encontraban no estaba batido por el fuego enemigo. Estuvimos parados tres o cuatro minutos aguardando, y cuando de nuevo volvimos a mirar hacia atrás con deseos de comprobar si el "Packard" nos seguía de nuevo, vimos que el "Packard" se había dado la vuelta y emprendía otra vez el camino de regreso rápidamente. Inmediatamente bajé del coche y fui hasta los jóvenes que seguían hablando en la misma esquina. Al preguntarles por qué se había vuelto el coche, me respondieron que había un herido .

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En esta foto se ve, donde el indicador de paso de peatones, el final de la actual Avenida del Valle y su confluencia con Isaac Peral. A la derecha aparece el gran muro azul del Colegio Mayor Padre Poveda. La foto, sacada con teleobjetivo, está hecha desde el Hospital Clínico. A tenor de lo que sucedió aquella mañana de 1936, desde la perspectiva de hoy la comitiva de Durriti habría tenido que parapetarse tras ese muro azul, o quedarían a la vista de los tiradores apostados en el Clínico. Por entonces es de suponer que toda esta parte estaría sin edificar, con lo cual los dos coches tuvieron que detenerse más atrás.

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Estatua de la Libertad de Madrid, en el patio interior del Panteón de Hombres Ilustres de la calle Julián Gayarre.

Capítulo 32

La Estatua de la Libertad de Madrid

La primera maqueta que el escultor francés Frederic Gustave Bartholdi (1834-1904) hizo de la Estatua de la Libertad de Nueva York fue en 1870. La réplica gigantesca se inauguró en 1886, diez años más tarde de la fecha prevista. Lo que importa decir aquí es que no puede considerarse la primera en el mundo que representaba a la diosa romana Libertas tocada con diadema de rayos solares. En Madrid, en el frontón del Congreso de los Diputados existía una Libertas con diadema de rayos, realizada años antes, en 1848, por el escultor aragonés Ponciano Ponzano (1813-1877), y otra coronando el Panteón Conjunto de Hombres Ilustres de la calle Julián Gayarre de Madrid, realizada en 1857 también por el mismo artista. 223


La escultura empleó desde la antigüedad a la mujer para la representación alegórica de los grandes valores humanos y sociales por excelencia. La libertad y la justicia se encarnaron a través del arte escultórico en bellos monumentos. Las libertades secuestradas de pueblos y estados significó el sacrificio de varias generaciones. Cuando esas libertades se alcanzaban algún día fue motivo primordial de excelsas manifestaciones artísticas conmemorativas, no sólo de la libertad, sino también de los libertadores y los héroes populares. Libertas fue la deificación romana de la libertad, que en el arte antiguo venía representada por el gorro frigio o pileus, el gorro de los esclavos libertos. Las diademas de rayos de siete a catorce puntas fue lo más llamativo de las nuevas Libertas, que venían representándose o con el gorro frigio o con diadema frontal, antesala de todas las coronas reales de ayer a hoy. Muchas han sido las interpretaciones que quiso dárseles a estas diademas radiales, lógicas y convincentes como manidas e inexactas. Las diademas de picos o puntas se relacionaban en el mundo antiguo con los dioses solares: el Helios griego y el Sol Invictus romano. En las ruinas de la Pompeya sepultada por el Vesubio apareció un fresco de un personaje con diadema de rayos, alusivo a Helios.

Durante el siglo XIX proliferaron las esculturas de Libertas, y entre ellas, la más destacada, la Estatua de la Libertad de Nueva York. Pero la grandiosidad de aquella obra que realizaron conjuntamente un escultor, un arquitecto y un ingeniero, y que hubo que transportar en barco despiezada, no significa que fuese la primigenia concepción escultórica moderna de una Libertas con diadema de rayos. Al margen de preferencias artísticas y afinidades patrias, incluso de la monumentalidad de la neoyorquina, que por esta circunstancia parece imponerse, tampoco parece que nadie tenga derecho a establecer cual de esas libertas es la más bella. 224


La realidad no la desmiente el tiempo. Otras Libertas se anticiparon unos cuantos años a la de Bartholdi, y se encuentran en dos lugares de Madrid, en la Carrera de San Jerónimo y en la calle Julián Gayarre. Las realizó el escultor aragonés Ponciano Ponzano. Una en relieve con diadema de rayos, que hay que considerar la más antigua del mundo moderno, en el friso del Congreso de los Diputados (1848), y otras dos, también en relieve, tocadas únicamente con diademas, amén de una cuarta llamada Libertad en el Panteón de Hombres Ilustres (1857), ya estatua propiamente dicha. Bartholdi tenía a la sazón 14 años cuando Ponciano Ponzano realizó el frontón del Congreso, y sólo 23 cuando la estatua de la Libertad del panteón madrileño.

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En el transcurso de una cena con gente influyente en 1865, le plantean a Bartholdi crear una estatua gigantesca de una Libertas para regalársela a los Estados Unidos en la conmemoración del centenario de la independencia, en 1876. Frederic Gustave Bartholdi concluyó la maqueta de su Libertas en 1870 ó 1871. Pero no era la suya la primera Libertas, puesto que tres años antes, en 1867, había realizado una egipcia que pretendía convertir en gigantesco faro a la entrada del recién inaugurado Canal de Suez.

El gigantismo escultórico del tiempo de los faraones fascinó a Bartholdi desde aquellos viajes de juventud a Egipto. También la exquisitez del arte escultórico renacentista italiano. Ponciano Ponzano también admiró profundamente el renacimiento en su estancia en Italia. Aquel proyecto para Suez no prosperó, pero Bartholdi tuvo su segunda gran oportunidad poco después con la obra destinada a la pequeña isla de Nueva York, de la que negó siempre que hubiese copiado de la egipcia, pese al parecido entre ambas. 226


En la era de las comunicaciones globales e instantáneas es fácil caer en copias e influencias, pero entonces el aislamiento de los países y en mayor medida el de los propios artistas, era una barrera casi insalvable que hacía mucho más meritorio, al tiempo que enigmático, ciertas concomitancias en el arte.

En ocasiones sólo cabe pensar que se llegó a determinados estadios por mero instinto artístico y humano, como el hecho de unos escultores, que ni siquiera debían conocerse entre sí, adornasen las cabezas de sus matronas con coronas de rayos solares. Hay que recordar de nuevo que Bartholdi contaba con 14 años cuando Ponciano Ponzano esculpió el frontón del Congreso y 23 cuando la Libertad del Mausoleo Conjunto del Panteón de Hombres Ilustres de Madrid.

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La Libertas de Bartholdi se concluyó en 1870. Dos años después lo hacía el escultor italiano Pio Fedi con su bella y esbelta matrona romana con diadema de rayos, que sostiene una cadena en su brazo derecho a medio alzar: La Libertad de la Poesía, que forma parte del mausoleo del poeta Giovan Battista Niccolini en la basílica de Santa Cruz de Florencia. Pero hay que retroceder un puñado de años en el tiempo para ver que en Madrid hubo alguien que se anticipó.

En 1848, diecinueve años antes, el escultor aragonés Ponciano Ponzano concluyó el frontón del Congreso de los Diputados. Entre las figuras esculpidas en relieve destacan varias matronas romanas, de las que hay que prestar atención a tres.

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La más relevante por tamaño, significado y ubicación central se llama España; matrona sedente que sostiene un cetro en la mano izquierda mientras señala con el dedo índice de la derecha un pergamino que sostiene la otra matrona de nombre Constitución, también de gran parecido con la neoyorquina.

Ambas no lleven sin embargo diadema solar, pero si la tercera matrona de nombre Justicia, que sostiene en su mano izquierda una corona de laurel y en la derecha una espada. Parece la personificación casi idéntica de la de Nueva York. Ponciano Ponzano se adelantó no sólo al escultor francés, sino también a sí mismo en nueve años con su Libertad de 1857, que corona el Mausoleo Conjunto del patio interior del a su vez Panteón de Hombres Ilustres, sito en la calle Julián Gayarre, bello edificio neomudéjar casi desconocido en Madrid. El llamado Mausoleo Conjunto, que guarda las cenizas de ilustres políticos españoles del siglo XIX, fue construido en 1857 para ser instalado en el cementerio de San Nicolás, aledaño entonces al Paseo de las Delicias, que una vez suprimido se trasladó el mausoleo en 1812 al patio del Panteón de Hombres Ilustres.

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Foto de Alberto López Marín Existe finalmente en Madrid otra notoria matrona, La Paz, con la peculiar aureola de rayos, en el friso de la Biblioteca Nacional de España, del Paseo de Recoletos, obra de Agustín Querol, realizada en 1892, posterior en una veintena de años a la de Bartholdi, que aquel gran artista catalán reproduciría perfeccionándola en 1905 en el grupo escultórico de La Gloria y los Pegasos en lo alto del ministerio de Agricultura de Madrid.

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Foto propia del mural de Alberto Corazón, 1989, en una fachada ciega de la Plaza Puerta Cerrada de Madrid.

Capítulo 33

Fui sobre agua edificada. Mis muros de fuego son Hay rincones en Madrid en los que el tiempo se ha detenido. Son como destellos que uno encuentra y que enseguida se disipan. Retroceder más es adentrarse en la nebulosa medieval. El Madrid de 1561 que convirtió Felipe II en capital de España tuvo su origen en el siglo IX como Magerit, un modesto enclave fortificado desde el que los musulmanes pretendían impedir el paso de las mesnadas cristianas hacia Toledo. Aquello duró apenas dos siglos. Nada de lo musulmán perduró. Tampoco de lo medieval cristiano, salvo escuetos datos históricos y una muralla que aún se deja ver en algunos sitios de la ciudad. 231


La historia de Madrid se formó entre la gente que ensalzó el pensamiento llamado castizo o genuino, volcado siempre y en todo momento en leyendas y creencias de origen incierto, que incluso acabaron plasmadas en los emblemas municipales. A los escudos de Madrid llegó lo insólito. No se constataron hechos de armas ni acontecimientos, sino representaciones gráficas de lo legendario. Este capítulo de la historia de Madrid es digno de mayor atención que la que se ha dado por oscuro y remoto. Lo es lo del pedernal sostenido en el aire por dos eslabones, a punto de entrar en un pozo de agua o salir de él. Lo es también el oso pasante con siete estrellas a la espalda y el oso rampante ante el madroño, y naturalmente, el dragón, culebra o grifo, que aún pueden verse en puertas y fachadas, y en uno de los escudos oficiales de Madrid.

Fui sobre agua edificada. Mis muros de fuego son , semeja la voz muda de una ciudad personalizada; el lema que desde 1989 figura en un gran mural de la Plaza de Puerta Cerrada, pintado por Alberto Corazón y promovido por Enrique Tierno Galván. Todas las ciudades y pueblos alimentan leyendas y mitos, que aunque basados en elementos de verdad, se forman y desarrollan cargados de fantasía e inverosimilitud. 232


Es sabido que Madrid tiene poca historia y que parte de ella es literaria. La literatura suple muchas veces lo que no hubo o se ignora, recurriendo a elementos tan dispares como el agua, el pedernal, el oso y el madroño, y el dragón o la culebra. Un aserto de esa índole - fui sobre agua puede que contenga vestigios populares, pero parece claro que obedece a la imaginación de alguien concreto y determinado, acaso Juan López de Hoyos en el siglo XVI, el único que habló de ello. El pedernal de las murallas, porque provocaba chispas al ser golpeado, debió ser motivo de asombro de la gente que acudía a comprobarlo. Mis muros de fuego son . El pedernal o silex ocupó un lugar determinante en la evolución del ser humano. El pedernal, flinstone o firestone, es piedra prehistórica con la que se construyeron armas y hachas, y con las que consiguió hacer fuego golpeándolo hasta sacar chispas incandescentes que prendían en la yesca. El tiempo transcurrió, y la edad de piedra dio paso a la de los metales. El pedernal seguía utilizándose para hacer fuego, pero armas y herramientas de pedernal perdieron su razón de ser, hasta el siglo XV en que la chispa arrancada al pedernal es aprovechada como detonante de la pólvora de las armas.

Abundante y de extracción fácil, duro y resistente y de rápida y fácil fractura, fue utilizado en muros de iglesias y casas, juntamente con calizas y areniscas. El Madrid de los Austrias dejó en magníficas muestras de empleo de pedernal decorativo entre ladrillo visto, como el convento de la Encarnación, la Casa de los Lujanes o la Casa de Cisneros. Pero no fueron estas construcciones el motivo 233


de la leyenda del pedernal en Madrid, sino sus murallas, de las que se decía que emitían reflejos dorados y rojizos al atardecer. Por qué el pedernal en Madrid, hay que preguntarse.

Por su abundancia, como constataron los estudios geológicos de William Bowles, científico irlandés que murió en Madrid en 1780: Los campos cercanos a Madrid por la parte oriental y meridional están llenos de capas o bancos de pedernal no interrumpidos. Me acuerdo de haberlas visto algunos años entre el hospital general y el Paseo de las Delicias. Parece que antiguamente el terreno fue de pedernal. El mito del agua y el pedernal emparejados no duró siempre. Otros emparejamientos famosos harían historia: el del oso y el madroño, por una parte, y ambos emparejados a su vez con el grifo o dragón. De unas y otras combinaciones se sabe poco, pero parecen más realistas la presencia en Madrid del agua y el pedernal que la proliferación de osos y los bosques de madroños.

El origen tiene que estar en gentes foráneas que pasaron por Madrid cuando las campañas contra los musulmanes y que debieron de impresionar a los lugareños. Hubo quien postuló el nombre Ursuria como el primitivo de Madrid, es decir, una tierra de osos. Absolutamente inverosímil.

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Capítulo 35

Las Lavanderas del Río Manzanares Yo sé lo que es ser el hijo de la lavandera. Sé lo que es que le recuerden a uno la caridad , escribió Arturo Barea en su trilogía La forja de un rebelde . La cita refleja sencillamente la triste historia de las lavanderas del Manzanares a su paso por la ciudad; varios miles de mujeres casi esclavizadas que nunca salieron de la miseria. Desde la antigüedad, las lavanderas desempeñaron una tarea ardua, penosa, rutinaria e insana en ciudades y pueblos, y no obstante acabaron legendarizadas entre historias fantásticas de la cultura popular. Las lavanderas se convirtieron en seres que vivían en fuentes y orillas de ríos, que con su belleza misteriosa atraían a los hombres, arrastrándolos a los abismos tenebrosos. Surgieron entonces las xanas, anjanas, lamiñak y otras variantes regionales y comarcales. Pero cuán distintas fueron las lavanderas que restregaban la ropa de los demás en arroyos, ríos y fuentes. 235


En Madrid, muchas mujeres, ancianas y niñas no tuvieron otro modo de vida mejor que lavar ropa de la mañana a la noche, hiciera frío o calor, cargando con los hijos que, si no tenían a quien dejárselos, habían de permanecer con ellas a la vera del río. Las consecuencias sociales de esas generaciones tuvieron fuerte repercusión en el desenlace político y social que llevó a la guerra civil de 1936. Escritores como Pío Baroja ya habían advertido de la carga explosiva que encerraba aquel mundo mísero, pero dirigentes y partidos no dejaron de mirar para otros lados. Las lavanderas en Madrid alcanzaron su desgraciado esplendor entre finales del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX, estimándose que pudo haber hasta 5.000 dedicadas a aquellos menesteres interminables, mal pagados e insanos en grado máximo.

Desde el reinado de Fernando VII, Madrid fue acrecentando rápidamente su población. La gente huía de los pueblos míseros hacia las grandes capitales, especialmente Madrid y Barcelona, en busca de algo mejor. Madrid salió de la Guerra de la Independencia sin 236


industria y sin perspectivas de trabajo. La miseria fue en aumento durante los reinados de Isabel II y de Amadeo I, al mismo ritmo que la desquiciante agitación promovida por partidos y contrapartidos políticos. Los gobiernos se sucedían unos a otros al ritmo de las estaciones. La corrupción y el caciquismo hacían estragos. La prensa arremetía contra todo. Las vestiduras se rasgaban entre unos y otros, pero siempre en vano. La miseria no cesaba y nadie sabía como atajarla. Amadeo, rey italiano de España elegido por las Cortes, fue el primero en presentar la dimisión ante el caos nacional. La primera república española no tuvo tiempo para nada, y los reinados de Alfonso XII y Alfonso XIII tampoco hicieron casi nada por los profundos desajustes sociales. La segunda república se debatió entre una inacabable ristra de leyes reformistas y abolicionistas, sin tiempo para llevarlas a la práctica y mucho menos para ver los resultados. Llegó la guerra de 1936, y el éxodo y la muerte de miles de personas.

La miseria volvió a instalarse. A Madrid volvía a venir la gente de los pueblos y de nuevo se formaron barriadas de miseria y pobreza. Pero ya no hubo lavanderas, cuya actividad se detuvo de golpe hacia 1926 cuando fue canalizado el Manzanares y el agua corriente se había implantado en las casas.

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En todas las ciudades, pueblos y aldeas españolas hubo muchas mujeres dedicadas a ese menester de lavar la ropa de la gente que podía pagarse el servicio. Barcelona tuvo también lavanderas por la misma época, pero allí los lavaderos eran urbanos y más discretos: en patios de conventos o en locales lúgubres de propiedad particular.

Tenían que desempeñar labores igualmente duras y mal pagadas, pero no hubo lavanderas masificadas de río como en Madrid. Se habla a menudo de los lavaderos del Manzanares, y Madrid no tuvo; sólo lavanderas de río porque el río se prestaba para ello con unos extensos arenales a ambas orillas, abundancia de isletas yerbosas en pleno cauce y poca profundidad de sus aguas. El Manzanares se podía cruzar saltando de isleta a isleta. Hoy día también entre los puentes de Segovia y Toledo, los lugares en donde se concentró mayor número de lavanderas. Las hubo, aunque menos, en torno al puente de la Reina Victoria, en las inmediaciones de la ermita de San Antonio de la Florida. Muchas más en las praderas del Puente del Rey, al cabo de la Cuesta de San Vicente, sobre todo desde que a finales del siglo XIX, la reina consorte María Victoria, esposa del Amadeo I, determinó construir un Asilo de Lavanderas con capacidad para cuidar de 300 niños menores de cinco años hijos de las mujeres que faenaban en el río. 238


Goya fue el primero en dejar constancia de escenas de lavanderas del Manzanares, aunque alegres y festivas. La conciencia social y los derechos sociales ni se tenían en cuenta ni tampoco despertaban la indignación de artistas y literatos. La pobreza estaba tan instalada que era normal convivir con ella o verla pasar al lado. Aquel sentir también lo había asumido como natural Goya y los que vinieron después. A nadie se le ocurría bajarse a la orilla del río, cruzar los tendales de ropa al sol y preguntarles a aquellos cientos de mujeres acerca de sus míseras vidas. Pío Baroja fue la excepción en parte como primer intelectual en percatarse de la miseria de Madrid y en describir los barrios más míseros a comienzos de siglo XX.

Pero Baroja se percató de la triste existencia de aquellas mujeres y niños; también de sus casas y de las barriadas donde se habían instalado. Denunció la situación, pero sin embargo fue incapaz de analizar las causas de tanta tragedia social, porque don Pío, como intelectual puro, se limitaba a observar desde lejos. Se fijó más sin embargo en la miseria de los traperos de Madrid, pero los traperos que recorrían las calles por la noche vivieron algo mejor que las lavanderas.

Observó el Manzanares desde los puentes y describió con exageración un río feo, trágico, siniestro, maloliente; río negro que lleva detritos de alcantarillas, fetos y gatos muertos y cayó como los demás en la visión pintoresca de las mujeres lavando entre ropa blanca tendida al sol: En los lavaderos del Manzanares brillaban al sol ropas puestas a secar con vívida blancura". blancura. (La Busca, 1904).

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Aquel inmaculado cuadro veía Baroja, pero ignoraba que la ropa más sucia que lavaban y restregaban provenía principalmente de enfermos contagiosos. De nada disponían para prevenir enfermedades por contacto; ni ellas ni los hijos que las ayudaban. Lejías y desinfectantes no existían, ni tampoco eran conscientes de lo que tocaban. Ignoraban asimismo lo que podía suponer para la salud permanecer de rodillas tantas horas, encorvados y agachados los cuerpos, y manos y brazos en permanente contacto del agua, frotando y frotando con piedras y maderas, y aplicando luego la ceniza de la colada, labor paralela inevitable que suponía trabajo y esfuerzo, que se hacía cociendo en barreños con la ceniza de la cocina. Aquella agua grisácea, casi negra, se vertía caliente cuantas veces fuese preciso sobre la ropa más sucia, tras lo cual venía el clareo a base de esparcir agua con las manos desde una tinaja y dejar secar en los tendederos verticales el tiempo necesario. Finalmente, había que recoger y doblar en cestos anchurosos y emprender la subida al centro de Madrid para repartir la ropa. Se podían sacar hasta cinco pesetas diarias. ¿Para cuanto podía dar? Esto era la visión más superficial de aquel infierno por la subsistencia en el Madrid de hace algo más de un siglo.

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Hija de lavandera fue Consuelo Bello, "LaFornarina", a comienzos del siglo XX, y lavandera varios años también fue aquella joven cupletista admirada y querida por el pueblo español. Hijo de lavandera fue Pablo Iglesias Posse, fundador del PSOE y UGT; al río acudía en ayuda de su madre, allá por 1862; la sufrida gallega Juana Posse, que vino a pie desde Ferrol a Madrid con sus dos hijos pequeños. Hijo de lavandera, criado a la orilla del río, fue el siniestro Felipe Sandoval, personaje de triste recuerdo que habría de ensañarse con cientos de torturas y ejecuciones en Madrid durante los tres años de la guerra civil de 1936.

También fue hijo de lavandera Arturo Barea, escritor nacido en 1897, que dejó notas e impresiones sumamente realistas de lo que fue aquella vida de penurias de la gente del río: Mi madre tiene las manos muy pequeñitas; y como todas las mañanas desde que sale el sol, ha estado lavando. Los dedos se le han quedado arrugaditos como la piel de las viejas, con las uñas muy brillantes. Casi toda la miseria de aquel Madrid venía del llamado Barrio de las Injurias, que tanto impresionó a Pío Baroja, extensa barriada deprimida, cuyos límites podría localizarse entre la Glorieta de Pirámides, la Puerta de Toledo y el propio río. De ese barrio escribió Baroja: A diario iban saliendo sus habitantes hacia Madrid.

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Algunos, traperos; otros, mendigos; otros, muertos de hambre; casi todos de facha repulsiva. Era una basura humana, envuelta en guiñapos, entumecida por el frío y la humedad, la que vomitaba aquel barrio infecto .

También en esa barriada vivía la mayoría de las lavanderas del Manzanares. Arturo Barea lo constata: Se llamaba el Barrio de las Injurias. Allí aprendí todo lo que sé, lo bueno y lo malo. A rezar a Dios y a maldecirle. A odiar y a querer. A ver la vida cruda y desnuda, tal como es. Y a sentir el ansia infinita de subir y ayudar a subir a todos el escalón de más arriba. Yo sé lo que es ser el hijo de la lavandera; sé lo que es que le recuerden a uno la caridad. -Mísero Manzanares, ¿no te basta todo el añor sufrir tanta fregona, tanto lacayo y paje de valona, tanta ropa servil, tanta canasta? Ahora en julio tus riberas gasta tanto pesado coche, tanta dona, que lo que peca abril, julio jabona, cáfila más altiva y menos casta.(Lope de Vega Carpio)

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Así comienza el relato La Forja , primero de la trilogía La Forja de un Rebelde de Arturo Barea, que habla de lavanderas y ropa tendida a la vera del Manzanares:

Los doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan. Me parecen hombres gordos sin cabeza, que se balancean colgados de las cuerdas del tendedero. Los chicos corremos entre las hileras de pantalones blancos y repartimos azotazos sobre los traseros hinchados. La señora Encarna corre detrás de nosotros con la pala de madera con que golpea la ropa sucia para que escurra la pringue. Nos refugiamos en el laberinto de calles que forman las cuatrocientas sábanas húmedas. A veces consigue alcanzar a alguno; los demás comenzamos a tirar pellas de barro a los pantalones. Les quedan manchas, como si se hubieran ensuciado en ellos, y pensamos en los azotes que le van a dar por cochino al dueño. Por la tarde, cuando los pantalones están secos, ayudamos a contarlos en montones de diez hasta completar los doscientos. Los chicos de las lavanderas nos reunimos con 243


la señora Encarna en el piso más alto de la casa del lavadero. Es una nave que tiene encima el tejado doblado en dos. La señora Encarna cabe en medio de pie y casi da con el moño en la viga central. Nosotros nos quedamos a los lados y damos con la cabeza en el techo. Al lado de la señora Encarna está el montón de pantalones, de sábanas, de calzoncillos y de camisas. Al final están las fundas de las almohadas. Cada prenda tiene un número, y la señora Encarna los va cantando y tirándolas al chico que tiene aquella docena a su cargo. Cada uno de nosotros tenemos a nuestro lado dos o tres montones, donde están los «veintes», los «treintas» o los «sesentas». Cada prenda la dejamos caer en su montón correspondiente. Después, en cada funda de almohada, como si fuera un saco, metemos un pantalón, dos sábanas, un par de calzoncillos y una camisa, que tienen todos el mismo número. Los jueves baja el carro grande, con cuatro caballos, que carga los doscientos talegos de ropa limpia y deja otros doscientos de ropa sucia.

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Capítulo 35

Miguel de Cervantes, extraviado en el convento de las Trinitarias Descalzas Miguel de Cervantes Saavedra murió en Madrid y fue enterrado en el convento de las Trinitarias Descalzas, en el llamado hoy Barrio de las Letras, pero al cabo de un tiempo, con motivo de unas insensatas obras, su tumba fue extraviada para siempre. Sus restos es casi seguro que acabaron en una escombrera entre cascotes y trozos podridos de madera. Miguel de Cervantes murió a los 69 años. Falleció en Madrid en la casa en que vivía desde hacía algún tiempo; en la entonces calle de Francos, hoy calle de Cervantes, esquina a la del León, en el Barrio de las Letras. El desenlace se produjo a media mañana del sábado 23 de abril de 1616. Días antes, el 18, había recibido los últimos sacramentos. 245


El 19 escribió su triste y emocionante despedida que encabeza el prólogo de su obra póstuma, Persiles y Segismundo , dedicada al conde de Lemos: Puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, ésta te escribo. Ayer me dieron la extremaunción, y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan... Fue enterrado el día 24, que era domingo. Al atardecer partió la comitiva fúnebre. Portaban el féretro sus hermanos en religión, puesto que Cervantes profesaba en la Orden Tercera de San Francisco, y con el hábito de la orden iba vestido. En julio de 1613, Cervantes ingresó como novicio en dicha orden, en la que hará los votos definitivos tres años después. También su mujer y sus hermanas eran de la orden.

Una crónica anónima de entonces anotó que "su cadáver fue amortajado con el sayal de San Francisco, y en su diestra se colocó una sencilla cruz de madera. Cuatro hermanos de la Orden Tercera lleváronlo a la iglesia de monjas trinitarias, donde al día siguiente recibió cristiana sepultura".

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El convento de clausura de las Trinitarias Descalzas se hallaba en la calle Cantarranas, hoy calle Lope de Vega. El convento había sido fundado en 1609 por Francisca Gaitán Romero, hija de Julián Romero, capitán de los ejércitos de Felipe II en Flandes, que se trajo a Madrid a varias monjas trinitarias del convento de Santa Úrsula de Toledo. Pero Cervantes no se debía a ellas, sino a la Orden de los Trinitarios que fundó el francés San Juan de Mata (1154-1213), orden dedicada expresamente a la redención de cristianos cautivos que, habiendo sido capturados por piratas, permanecían esclavos en pueblos y lugares de las costas norteafricanas.

Fue en mayo de 1580 cuando llegaron a Argel los padres Trinitarios fray Antonio de la Bella y fray Juan Gil. Fray Juan Gil llevaba encima 300 escudos, y con ese dinero pretendía que le entregasen a Cervantes, pero sus captores exigían 500 escudos. El fraile se vio obligado a recolectar entre los mercaderes cristianos la cantidad que faltaba. La llegada a tiempo de aquel fraile fue providencial, puesto 247


que Cervantes se hallaba ya atado con "dos cadenas y un grillo" a bordo de una galera de Azán Bajá, que se disponía a zarpar rumbo a Constantinopla. Todos los historiadores corroboran que de no llegar a tiempo el monje trinitario, jamás se habría sabido más de la existencia de Miguel de Cervantes y nunca habrían podido escribirse las aventuras y desventuras de don Quijote de la Mancha. Nada fue así, y Cervantes al fin fue liberado el 19 de septiembre de 1580. Emprendió el regreso a España, desembarcando en Denia el 24 de octubre, de donde pasó a Valencia, y a finales de ese mismo año llegaba a Madrid para reunirse con su familia.

En 1921 escribió Ramón Menéndez Pidal en un boletín de la Real Academia de la Historia: "Las sucesivas edificaciones modificaron la estructura arquitectónica y la planta del convento, por lo que es imposible determinar exactamente el lugar preciso en que fue enterrado Cervantes. Ni se ha encontrado lápida en que constase, ni 248


tampoco, a pesar de las investigaciones de los eruditos en ello interesados, se ha logrado hacer luz sobre tan importantísimo extremo.

¿Por qué extraviaron a Cervantes en el convento? La causa o causas se desconocen, pero todo apunta a unas obras de reconstrucción llevadas a cabo en 1639, que supusieron levantar una nueva iglesia con orientación distinta y un nuevo claustro. Las obras no habrían de concluir hasta 1698 y fueron costeados con el legado de 2.000 ducados que la nueva protectora de la institución había dejado en Portugal. Es decir, María de Villena y Melo, marquesa de la Laguna y dama de la Casa de Braganza. Durante las obras, las monjas se trasladaron a una casa que tenían en Madrid en la calle del Humilladero, que debió de ser la primera sede que ocuparon antes de construirse el convento de Cantarranas.

Hay quienes mantienen que Miguel de Cervantes fue enterrado en la cripta junto a las monjas y que en algún lugar entre ellas debe de estar, pero no parece verosímil siendo ese espacio destinado a las propias internas. Otros mantienen que el extravío se debió a que la tumba fue trasladada de sitio por las obras. Pero la realidad se impone: Cervantes fue arrojado, juntamente con los restos de otras personas -monjas o no- a cualquier escombrera a la que fueron a parar todos los materiales de las obras, sin desdeñar lo fundamental: que en aquellas fechas el entierro de Cervantes fue el de un hombre cualquiera. Cervantes a su muerte era casi un desconocido en la sociedad madrileña y mucho más entre las monjas de clausura del convento de las Trinitarias. 249


Monjas fuera del siglo, se decía. Cervantes empezó a ser conocido solamente diez años antes de su muerte con la primera edición de El Quijote. Es muy factible que ni siquiera fuese sepultado con nombre alguno, y en todo caso con la misma consideración que cualquier otro hombre o mujer. Hoy las guías turísticas y los estudios más o menos fundamentados siguen hablando de que en algún lugar del convento está enterrado, y la realidad es muy distinta, puesto que desde hace tres siglos no existe en lugar alguno de Madrid el menor resto del gran escritor. Sería en vano intentar buscarlo en el convento de las Trinitarias. Tampoco existen los restos de Lope de Vega, Calderón de la Barca, Diego Velázquez..., y solo casualmente de Francisco de Quevedo.

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Capítulo 36

Ganimedes y el Ave Fénix La foto de esa gran ave de alas desplegadas no corresponde propiamente a un águila, sino al ave mitológica conocida desde muy antiguo por el Fénix, que unos concibieron como águila, garza o pavo real. El joven del brazo en alto es Ganimedes, un pastor troyano que fue raptado por un águila por orden de Zeus, pero en el símbolo empresarial nada tiene que ver con el Ave Fénix, que se inmolaba cada 500 años para resucitar de las cenizas. Las empresas de seguros (también los bancos) de finales de siglo XIX y comienzos del XX recurrían preferentemente a la escultura alegórica y mitológica para identificarse ante clientes y competidores.

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Los diseñadores del emblema acordaron crear uno, llamativo y espectacular visto desde la calle. Todos los emblemas de La Unión y el Fénix coronaron y coronan todavía altos edificios. Lo que hicieron fue cruzar los dos mitos, el griego de Ganimedes con el Fénix de culturas más antiguas.

En 1864 se funda en Madrid El Fénix Español , una empresa de seguros contra incendios creada por los dos financieros más relevantes de la Francia del siglo XIX, los hermanos Emile e Isaac Pereire. Quince años después, en 1879, se funde con otra aseguradora española, La Unión , algo más antigua, que logró imponerse en la denominación definitiva, La Unión y el Fénix . Hasta 1911 en que edifican su sede más lujosa, hoy edificio Metrópolis, en la confluencia de las calles Alcalá y Caballero de Gracia, a las puertas de la Gran Vía, la 252


aseguradora exhibía modestamente el emblema del Ave Fénix en placas colocadas en las fachadas de sus sedes, a la altura de los transeúntes, y en el encabezamiento de los documentos que expedía.

El Fénix fue un ave mitológica de plumaje rojo y gran tamaño, fuertes garras y extensas alas, que de siempre atrajo la atención de pintores y escultores. En 1911 se produce la gran transformación de la empresa cuando emprende la edificación de la que iba a ser lujosa sede de la calle Alcalá de Madrid. Para tal edificio se requería un emblema esculpido de gran impacto visual a la vista de la gente en la calle. 253


En la cúpula negra y dorada del edificio se colocó un grupo escultórico de bronce de varios metros; una enorme ave de alas desplegadas que transportaba sentado en el ala derecha a un joven con el brazo en alto. La composición podría representar entonces a Ganimedes transportado no por el águila que envió Zeus, sino por una nueva concepción del Ave Fénix, con lo cual, en realidad, ambos mitos se entrecruzaban. Lo que resulta absolutamente irreal se hace entonces realidad por el designio del escultor, que siempre es personaje libre para plasmar lo que quiere del modo que quiere.

La idea del nuevo emblema debió de ser solo sugerida por los propietarios de la aseguradora. El encargo artístico le fue adjudicado al prestigioso escultor francés, Charles René de Saint-Marceaux (1845-1915), gran amante del arte florentino renacentista, cuya interpretación de los mitos resultó altamente estética para coronar un edificio, y todos los que le siguieron.

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Saint-Marceaux no fue nada creativo, ni tampoco descubrió nada, puesto que otros anteriormente habían tocado de un modo u otro lo mismo. Ahí están los artistas florentinos Antonio Tempesta (1555-1630) y Benvenuto Cellini (1500-1571), amén de un boceto de Miguel Ángel Buonarroti, que pudo ser grandioso de haberse llevado al mármol. En pintura, dejaron constancia del mito Rembrandt con un Ganimedes niño y Pedro Pablo Rubens en 1611 con un rapto realmente magnífico. Otras muestras más recientes corresponden a una litografía de 1892 de F. Kirchbach, que se hizo famosa por haberla adaptado a fines comerciales en 1906 la empresa Anheuser-Busch, ensalzando su bebida estrella, la cerveza Budweiser .

El original de René de Saint-Marceux se mantuvo en lo alto del edificio de Alcalá hasta 1972, en que es sustituido por un nuevo emblema escultórico en Madrid -La Victoria Alada de Federico Coullaut Valera-, desde el momento en el edificio es vendido a la también aseguradora Metrópolis, los actuales propietarios. El destino de aquel Ganimedes y Fénix genuino es trasladado, juntamente con la empresa, a la nueva sede de La Unión y el Fénix , el magnífico edificio, alto y negro, del Paseo de la Castellana, construido por Luis Gutiérrez Soto en 1971, hoy propiedad de la Mutua Madrileña, que culmina con la más reciente 255


de las réplicas de la obra de Saint-Marceux, en tanto que la genuina puede verse arrinconada entre jardines y árboles que rodean el edificio. Un grave error y una clara falta de sentido cultural.

De años atrás son las réplicas destinadas a coronar otros edificios que fueron propiedad de La Unión y el Fénix . Una en el número 62, a unos pasos del cruce con la calle San Bernardo, y otra en el 32, en lo alto del soberbio edificio de los antiguos Almacenes Madrid-París, hoy propiedad del Grupo Prisa. Otra réplica puede verse también en el comienzo del Paseo de la Castellana en la Plaza de Colón, coronando desde 1959 el Hotel Gran Meliá Fénix del arquitecto Fernando Cánovas del Castillo. Pero las nuevas incorporaciones escultóricas no se ciñeron únicamente al legendario rapto. En la que fue sede del Fénix Peninsular en la Plaza de la Independencia, junto a la Puerta de Alcalá; en el edificio que construyó el gran Secundino Zuazo Ugalde en 1933, puede verse de nuevo un magnífico Ave Fénix de alas extendidas con el sol detrás. Otro magnífico Fénix con alas hacia lo alto y a punto de alzar el vuelo, obra del escultor catalán José María Camps Arnau (1879-1968), se halla en la cima de la que fue Clínica de La Unión y el Fénix y hoy Hotel Petit Palace Alcalá Torre, edificio construido en 1931 por el 256


arquitecto Modesto López Otero en la calle Virgen de los Peligros. Dos Fénix esculpidos que surgen por primera vez en la década de los treinta del siglo XX, algo que nunca antes había hecho la aseguradora, que como ya se dijo, no pasaron de plasmarlo en placas y documentos.Más llamativos aún podrían resultar otros dos Fénix en relieve ubicados en las dos fachadas de Metrópolis, realizados probablemente por el escultor Pedro Estany, que desde mi punto de vista constituyen las muestras más logradas del ave fastuosa que renacía del fuego. Véase sino la foto que encabeza este relato.

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Capítulo 37

Plaza del Dos de Mayo con Daoiz y Velarde Las dos esculturas fueron realizadas en mármol por Antonio Solá en 1831. Faltan los sables, que han tenido que retirarse porque hay mucha gente joven que se los llevaría a sus casas sin importante nada el peso de la historia. El grupo escultórico deambuló por varios sitios de Madrid, como consecuencia de las corporaciones municipales y los intereses políticos por explotar los símbolos a su criterio particular. Desde un principio tenía que haberse elegido el sitio actual de la Plaza del Dos de Mayo.

De los dos capitanes escribió Benito Pérez Galdós en 1875: "Eran los dos oficiales oscuros y sin historia, que en un día, en una hora, haciéndose por inspiración de sus almas generosas, instrumento de la conciencia nacional, se anticiparon a la declaración de guerra por las juntas y descargaron los primeros golpes de la lucha que empezó 258


a abatir el más grande poder que se ha señoreado del mundo. Así sus ignorados nombres alcanzaron la inmortalidad".

La Plaza del Dos de Mayo de Madrid sigue ejerciendo profunda influencia dos siglos, porque no parece que haya ningún otro lugar, hecho o acontecimiento en Madrid que pueda compararse a las horas que se vivieron dentro y fuera del Cuartel de Monteleón la mañana del lunes del 2 de mayo de 1808, ni ningún otro entorno que haya creado en menos tiempo y espacio tan reducido tantas figuras heroicas, valientes y sacrificadas.

Darse una vuelta por la recoleta plaza del 2 de Mayo, sentarse un rato largo en el banco corrido frente a las estatuas de Daoiz y Velarde apoyados en un cañón ante la puerta del viejo cuartel, es una experiencia altamente gratificante para quienes buscan penetrar en la historia y sentir mínimamente el halo de aquellas personas que se sacrificaron del modo como lo hicieron, que nadie podría volver a repetir hoy día, perdidos y alterados tantos sentimientos colectivos. 259


No son estos asertos patrióticos a la vieja usanza, sino reflexiones que por realistas, las haga quien las haga son irrebatibles desde cualquier perspectiva, punto de vista o ideología. Que menos si lo único que se busca es mostrar un sentimiento mínimo de agradecimiento, admiración y respeto hacia quienes lo dieron todo, sabiendo que no tardarían mucho tiempo en ser aplastados por la inmensa superioridad de las tropas francesas.

Los acontecimientos llegaron con las primeras luces del día la mañana del lunes 2 de mayo de 1808 cuando un grupo de personas ve como los franceses se llevan a los dos infantes, los únicos miembros de la familia real que quedaban en Madrid. La gente trata de impedirlo y se produce el primer enfrentamiento al abrir fuego los franceses. La tragedia llegó a la Puerta del Sol con la carga salvaje de los mamelucos, las fuerzas egipcias mercenarias que se encargaban de la estrecha protección del mariscal Murat y que atacaron con los sables curvos a cuantas personas encuentran al paso. Goya plasmó en un cuadro el horror de lo que fue aquello. Pero aún faltaban los

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acontecimientos determinantes de la jornada en el Parque de Artillería de Monteleón, situado donde hoy la Plaza del 2 de Mayo hasta la calle Carranza. (Lo que sigue es la crónica veraz y ordenada de los hechos desarrollados en el Cuartel de Monteleón el lunes 2 de mayo de 1808)

La madrugada del 2 de mayo comenzó con los peores presagios, anunciados por la mañana temprano a las puertad del palacio real. La noche del domingo al lunes pernoctaron en el cuartel 16 artilleros españoles y 70 soldados franceses al mando de un capitán, enviados por el mariscal Murat en previsión de que el cuartel fuese tomado y con él, la munición, los fusiles y varios cañones. Aquellos hombres vieron la luz del día ajenos al drama que empezaba a fraguarse en las calles de Madrid.

A las ocho de la mañana llega al cuartel el teniente Rafael de Arango y Núñez del Castillo, cubano, sobreviviente de la jornada y último en abandonar el parque cuando eran las 6 de la tarde y todo había acabado. La paz se había instaurado a la fuerza. Arango se encontró al llegar con varios cientos de civiles que esperaban ante la puerta de cuartel con la pretensión de entrar a por las armas, pero el teniente no lo permite. España no estaba en guerra aún y no había razones para precipitar acontecimientos; sólo 261


presagios que iban exacerbándose. Faltaba muy poco, no obstante, para que las gentes de Madrid pasaran a la acción más contundente y radical en todos los rincones de la ciudad. La carga salvaje de los mamelucos en la Puerta del Sol fue lo que más enardeció las iras. Madrid iba a estallar la misma mañana del 2 de mayo. Una fuerza misteriosa se había puesto en marcha y ya no se podía retroceder pese al silencio de aristócratas, políticos y militares. La gente se encamina presta hacia el cuartel de Monteleón donde sabían que se custodiaban muchas armas.

Rafael de Arango, conciliador y fiel a sus mandos, lo que hace es convencer al oficial francés para que no intente actuar contra el pueblo en el caso de que logre entrar. Arango contaba en aquel momento con sólo 16 artilleros entre sargentos, cabos y soldados. Pronto también se presentó en el cuartel el hombre al mando; el hombre que encabezó el levantamiento: el capitán Luis Daoiz y Torres, a quien Arango le informa de la orden del alto mando, que le exigía no tomar decisiones ni a favor del pueblo ni contra los franceses. Se le prevenía para que se mantuviese sobre las armas en el cuartel y procurase contener al pueblo , decía la orden. Daoiz duda, no sabe qué hacer, pero opta por la desobediencia, y ordena: Las armas al pueblo , la clase de decisión que resulta siempre polémica y muy discutible, puesto que puede abrir la puerta de las atrocidades y tragedias incontroladas. Tampoco tardó en presentarse en el cuartel el segundo protagonista del día, el capitán de artillería Pedro Velarde, a quien acompañaba una fuerza de 35 hombres que había conseguido poco antes en el Regimiento de Voluntarios

del Estado de la calle San Bernardo, muy cerca de Monteleón. Entre aquella fuerza venían dos oficiales, uno el capitán Rafael Goicoechea y el otro, el que habría de convertirse en el tercer héroe del

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memorable 2 de mayo, el teniente Jacinto Ruiz, ceutí,

que acudió cuando no tenía que hacerlo estando de baja por enfermedad. Velarde habla entonces con Daoiz y determina que lo más conveniente es armar al pueblo. Velarde se ocupó de los 71 franceses que permanecían armados dentro del cuartel. Velarde consiguió convencer al capitán francés de que lo mejor que podía hacer en aquellos momentos era entregar las armas y consentir ser encerrado con su destacamento en el paraje más recóndito del cuartel. Era imprescindible que la gente de la calle no lo supiese en ningún momento, o la entrada en el cuartel hubiera sido dramática antes de tiempo.

En un informe militar de los hechos se decía que Velarde queriendo evitar que la presencia de las tropas francesas que estaban de guardia en el parque irritasen mayormente al pueblo y fuese causa de aumento del alboroto, convenció a su comandante a que se retirase . Con ellos se encerraron voluntariamente los 33 hombres que trajo Velarde al mando del capitán de infantería Rafael Goicoechea, fiel en todo momento a la orden de neutralidad impuesta desde el mando de Madrid. Lo cumplieron a rajatabla puesto que una vez iniciado el cañoneo francés sobre el cuartel, no intervinieron en ningún momento, lo que resulta insólito. Los demás mueren mientras ellos y los franceses arrestados salen ilesos.

Velarde, que no se opone al deseo del capitán Goicoechea, pasa entonces a organizar la defensa del cuartel, ya con la gente civil en el interior, unas 120 personas, cuyas primeras armas que reciben son las requisadas a los franceses, pero porque no había para todos, se apropian de cuchillos, bayonetas y otros objetos ofensivos. Muchos de ellos optaron por encaramarse a los altos del cuartel, mientras que otros lo hicieron a ventanas y balcones de las casas circundantes. Daoiz saca entonces a la calle tres cañones. Tenía que suponer que tarde o temprano 263


acabarían viniendo al cuartel de Monteleón un destacamento fuertemente armado por orden del mariscal Murat. Un cañón apuntaba hacia la hoy calle del 2 de Mayo, donde estaba y está la iglesia de las Maravillas; entonces calle de San Pedro la Nueva.

Otro hacia la izquierda, tomando como referencia el actual portalón del cuartel, es decir, hacia la calle hoy de Velarde que termina en la de Fuencarral, y el tercero hacia la derecha, en a la calle hoy de Daoiz, que concluye en la calle San Bernardo. El tiempo transcurrió lentamente; acaso una hora de tensa espera hasta que corre la voz de la llegada de tropas francesas, que porque no se esperaban nada, fueron sorprendidas con las primeras andanadas, que causaron bastantes bajas. Retroceden y permanecen a la espera. El primer ataque fue ganado por Daoiz y Velarde.

Murat envió entonces más gente al mando del general Lagrange; tropas de caballería e infantería reforzadas con cañones. Algunas fuentes decían que eran doce. En un momento, 2.000 franceses rodearon el cuartel. Los ataques fueron rechazados tres veces por la batería de la puerta y las descargas de fusilería de los soldados y de los paisanos situados en posiciones elevadas, dirigidos por Velarde. Pero llegó lo que tenía que llegar: el agotamiento de las municiones. Los franceses estaban preparados para el asalto final cuerpo a cuerpo. La matanza, que no fue otra cosa, empezó hacia las 12 del mediodía. La lucha fue encarnizada y los actos de heroísmo, valentía o valor, incontables. El capitán Daoiz, herido ya en una pierna por una bala, es atravesado de parte a parte por una bayoneta. Cae allí mismo, y agonizante lo trasladan algunos soldados a su casa de la calle Ternera, junto a la calle Preciados, donde murió hacia las tres de la tarde. Velarde había caído antes tras recibir un tiro mortal. Tenía 28 años. Tomó el mando el

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teniente Jacinto Ruiz, el tercer héroe de Monteleón, pero un proyectil le atravesó el pecho. Cuando hubo acabado todo, alguien se percató de que entre el montón de muertos alguien se movía. Era Ruiz, que ayudado por algunos paisanos logró eludir el cerco, e incluso abandonar Madrid, pero morirá varios meses después en tierras extremeñas sin haber logrado recuperarse de las graves heridas.

La peor parte en Monteleón se la llevaron los civiles, unos 120, muchos más que los militares. Entre muertos y heridos graves hubo niños de 10 años y hombres de 70, y naturalmente mujeres solteras y madres, entre las que descollaron bravamente, Clara del Rey, 47 años, que vivía a unos pasos del cuartel y que murió de un impacto de la metralla de un cañón; Benita Pastrana, 17 años, que fue herida gravemente de un disparo mientras suministraba munición a los defensores. Murió el 1 de julio. El destino y las circunstancias se cruzaron en su camino, dejándola al margen de los heroísmos. En su hora final se interpuso el nombre de otra joven de 17 años, Manuela Malasaña, que alcanzaría las más altas cotas de la leyenda en Madrid. De cómo acabó se dijeron muchas cosas: que murió en el cuartel de un balazo o en algún portal o balcón de las inmediaciones, mientras ayudaba a su padre que disparaba a los franceses. Otras opiniones se inclinan porque Malasaña fue confundida con la joven Benita Pastrana. Se pensó también que no tuvo nada que ver con los combates y que murió la noche mismo del 2 de mayo cuando venía hacia su casa de la calle San Andrés una vez acabado su trabajo en el taller de bordados y una patrulla francesa la ejecutó en plena calle habiéndole encontrado en un bolsillo unas tijeras; las tijeras o las navajas que desde hacía 24 horas el mariscal Murat había catalogado como armas prohibidas entre la población civil de Madrid y que se castigaban con la muerte.

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Bando del Mariscal Murat con motivo del alzamiento del pueblo de Madrid.

Soldados: el populacho de Madrid se ha sublevado, y ha llegado al asesinato. Sé que los buenos españoles han gemido de estos desórdenes; estoy muy lejos de mezclarlos con aquellos miserables que no desean más que el crimen y el pillaje. Pero la sangre francesa ha sido derramada; clama por la venganza: en su consecuencia mando lo siguiente: ARTÍCULO I. El general Grouchi convocará esta noche la comisión militar. ART. II. Todos los que han sido presos en el alboroto y con las armas en la mano, serán arcabuceados. ART. III. La Junta de Estado va a hacer desarmar los vecinos de Madrid. Todos los habitantes y estantes quiénes después de la ejecución de esta orden se hallaren armados o conserven armas sin una permisión especial, serán arcabuceados. ART. IV. Toda reunión de más de ocho personas será considerada como una junta sediciosa, y deshecha por la fusilería. ART. V. Todo lugar en donde sea asesinado un francés, será quemado. ART. VI. Los amos quedarán responsables de sus criados; los jefes de talleres, obradores y demás de sus oficiales, los padres y madres de sus hijos, y los Ministros de los Conventos de sus Religiosos. ART. VII. Los autores, vendedores y distribuidores de libelos impresos o manuscritos, provocando la sedición, serán considerados como unos agentes de la Inglaterra y arcabuceados. Dado en nuestro cuartel general de Madrid a 2 de Mayo de 1808.

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Capítulo 38

Elena Fortún en el Parque del Oeste de Madrid Elena Fortún fue una figura primordial de la literatura infantil en España, con una relevancia social que no alcanzó casi nadie. Nació en Madrid en 1886 en la calle Bailén, cerca del palacio real en el que prestaba servicio su padre.

Su nombre era Encarnación Aragoneses Urquijo, pero siempre utilizó seudónimo, que eligió del título de la novela Los mil años de Elena Fortún Magerit , publicada en 1922 y escrita por Eusebio de Gorbea Lemmi (18811948), un militar que se mantuvo fiel a la segunda república, con el que estaba casada desde 1908, cuando tenía 22 años, y con el que tuvo dos hijos, Bolín, que falleció enfermo en 1920 a los 11, y otro que acabó exiliado 267


en Nueva York tras la guerra civil. Lo que sigue es el particular recuerdo de aquella mujer, creadora del inolvidable personaje de la niña Celia Gálvez de Montalbán, que provocó en mí que una mañana me topase con el monumento a ella dedicado en lo más recóndito del Parque del Oeste. El Parque del Oeste es el entorno de Madrid que sufrió con mayor intensidad los bombardeos cruzados, allá a finales de 1936, entre los ejércitos franquistas y republicanos luchando por el asalto y la defensa de la ciudad. El parque sufrió serios destrozos y hubo que rehacerlo cual si se tratara de un edificio. Aún hoy perduran los vestigios de la lucha en tres búnkers que levantaron las vanguardias franquistas y en los múltiples impactos de proyectiles del monumento al doctor Federico Rubio y Galí.

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El parque cuenta con varios grupos escultóricos, dedicados a militares, legisladores e insignes independentistas sudamericanos. También a ilustres literatos españoles, como el del poeta Miguel Hernández y el que uno busca en esta ocasión, el de Los Niños Españoles a Elena Fortún , la autora de los personajes más queridos y entrañables de varias generaciones, Celia y Cuchifritín, su hermano pequeño. La mayoría de quienes leyeron aquellos cuentos ignoran la existencia del monumento y otros que pasan ante él no saben de quien se trata. El mejor modo de llegar es tomando un sendero en la confluencia de los paseos de Camoens y Ruperto Chapí, y adentrándonos en el bosque enseguida se ve en medio de un círculo de flores, Es un monolito cuadrangular vertical con tres figuras esculpidas en bajorrelieve, una mujer, una niña y un niño, sus dos personajes, que realizó el artista murciano José Planes en 1957 por encargo de dos de las mejores amigas de la escritora.

Hasta allí me fui una soleada mañana de marzo con el propósito de hacer unas cuantas fotos para el presente trabajo. La sorpresa fue comprobar que no estaba solo. Una mujer que debía de tener unos 85 años miraba fijamente la efigie central del monumento. Me vio acercarme, y sin yo esperarlo me dijo. ¿Sabe usted, 269


caballero, quien fue esta mujer? Una escritora de cuentos infantiles, le respondí, aunque hube de confesarle que no había leído nada de ella y que solo la conocía por la serie que emitió TVE en los noventas. La mujer me confesó: Yo en cambio me crié con los libros de Celia Gálvez de Montalbán, que así se llamaba ella. Los tenía todos. Mis padres me los iban comprando, y aún pude leerlos con veintitantos años. El primer recuerdo que guardo de mi niñez es acostarme leyendo un libro con las aventuras de Celia, que se podían convertir en las tuyas propias. Revivo ahora en este momento lo que hacía o deshacía Celia, y puedo imaginarme aún cómo eran las calles y la gente de muchas décadas atrás. Pero, qué más puedo decirle. Pues que me resulta muy triste recordar aquel tiempo . Calló, no dijo nada más y se despidió. Desapareció sendero abajo hacia el puentecito de maderos que cruza el arroyo principal del parque. Yo me volví por donde vine, mientras pensaba en que si aquella mujer podía tener 85 años en el 2011, en 1934, cuando salieron los libros de Elena Fortún en la editorial de Manuel Aguilar, era una niña de 8 años. Los números, cuando se echan cuentas con vidas humanas, impresionan a veces.

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Elena Fortún fue una figura primordial de la literatura infantil en España, con una relevancia social que no alcanzó casi nadie. En el mundo de las letras hay ocasiones en que los personajes ficticios acaban superando a sus autores como seres humanos, y tal vez en eso estriba el éxito de un autor, más allá de consideraciones derivadas de la venta de ejemplares, de las mesas redondas a las que lo invitan o del número de entrevistas que concede a los medios de prensa. Se dice que hacia 1965 ya casi nadie leía a Celia en tanto que otros autores, obras, estilos y personajes ocupaban el nuevo espacio de niños y jovencitos, pero eso no impide que uno no se haya topado alguna vez con personas ya mayores, nacidas en las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo XX, por cuyas manos pasaron los libros viejos de Celia. Yo nunca había leído nada de ella; ni siquiera la conocía; son muchos, pero muchos, los escritores y artistas en España que pasaron al olvido más absoluto desde los años veinte a hoy, los cuales en contadas ocasiones resurgen por cualquier motivo. En mi caso descubrí a Elena Fortún por su monumento, y desde ese mismo día me esforcé por indagar en su vida. Descubrí que fue una mujer avanzada a su tiempo; una de aquellas ilustres damas comprometidas entonces con el progreso social, personal y profesional de la mujer, que empezaba a decidirse a llegar a la educación universitaria. No era lo de ellas la revolución obrera ni el rescate de las masas de la miseria que venía de décadas atrás. Elena había vivido las etapas más difíciles y cambiantes de los últimos años de la monarquía alfonsina, de la segunda república y la guerra que siguió y los 12 definitivos de su vida en el régimen político que se instauró después,

que la arrastró al exilio en la Argentina y al regreso a España hasta su fallecimiento en 1952.

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En 1926, con 40 años, Encarnación se incorpora al Lyceum Club de Madrid que acababa de fundar la mujer más emprendedora de la educación femenina en España: María de Maeztu, hermana de Ramiro de Maeztu, asesinado por milicianos en Aravaca en 1936. Allí estaban Victoria Kent, Zenobia Camprubí (esposa de Juan Ramón Jiménez), María Lejárreta y otras muchas, decididas a sacar solas sus proyectos, apoyándose en la apertura social y cultural emprendida por la república de 1931.

Por aquel tiempo mantiene también estrecha relación con la Residencia de Señoritas de la calle Fortuny otra institución dirigida por Maeztu-, en donde en 1933 es requerida para que imparta una serie de clases sobre cómo redactar cuentos infantiles, que llevó por nombre Narradoras de cuento y que iban destinadas a las alumnas de segundo año de biblioeconomía. Pero Encarnación será ya desde mayo de 1928 Elena Fortún en la redacción de la revista Blanco & Negro , sección infantil Gente Menuda , que dirigía Torcuato Luca de Tena, a la que llegó recomendada por la escritora socialista María Lejárraga, colaboradora asidua de la revista, que desde un primer momento se percató del 272


talento de quien iba a convertirse en autora de las aventuras de Celia Gálvez de Montalbán.

El primer cuento lo publicó un mes después y se llamó Celia dice a su madre , al que siguió otro en enero de 1929, Celia sueña en la noche de Reyes . El éxito no se detuvo para Elena Fortún, y así hasta 1934 en que el editor Manuel Aguilar le propone publicar sus relatos, a los que la autora irá añadiendo más personajes infantiles, que van introduciéndose en la vida de miles de niños. Fortún seguirá publicando hasta 1936. Aparecen Celia lo que dice , Celia en el colegio , Celia novelista , Celia en el mundo , Celia y sus amigos , Cuchifritín el hermano de Celia , Cuchifritín y sus primos , Cuchifritín en casa de su abuelo , Cuchifritín y Paquito , Matonkikí y sus hermanas y Las travesuras de Matonkikí . La lista es impresionante y ningún relato se quedó sin su fuerte acogida social.

En julio de 1936 llega el levantamiento militar y la guerra civil. Elena Fortún muy pronto se verá sola sin su marido y su hijo, que tienen que huir a Francia y luego a Suiza, de donde era su nuera, una antigua alumna de la Residencia 273


de Señoritas. No se sabe realmente el motivo de por qué Elena no partió con ellos y se quedó en Madrid colaborando en la prensa con sus cuentos y participando en programas de ayuda a niños necesitados. Se da por hecho que en aquel negro periodo redactó su obra póstuma Celia en la Revolución , que no se conoció hasta 1987 tras entregar sus nuera el manuscrito a Alianza Editorial, que había adquirido todos los derechos sobre Aguilar y que aprovechó para reeditar todas sus obras. Cuando en 1948 regresó de Buenos Aires para quedarse en Madrid, Elena Fortún tuvo miedo y no se atrevió a traer con ella la que iba a ser última obra, que seguramente le habría acarreado un serio disgusto en algún tribunal político.

En abril de 1939 la guerra y la segunda república llegan a su fin, y Elena, como tantas otras personas fieles a aquel régimen, parte para Valencia para embarcar con destino a Séte, un pueblecito marinero francés cercano a Montpellier, desde donde se pone en camino hacia París para reunirse con su marido y su hijo. No lo sabía ella ni lo sabía él, pero no les habría ocurrido nada en el nuevo régimen de haber permanecido en Madrid, como se vio en 1948. La determinación de salir de España resultó una desgracia para ambos.

En octubre de 1939 embarca el matrimonio en La Rochelle con destino a América del Sur. Partieron en el legendario barco Massilia, de bandera francesa, que transportaba de riguroso incógnito y en el mayor de los secretos a 147 españoles republicanos, entre ellos, 60 periodistas, escritores e intelectuales. El destino en un primer momento era Santiago de Chile, pues carecían de 274


permiso para desembarcar en territorio argentino, pero la intervención providencial de Natalio Botana, dueño del diario Crítica , hizo que finalmente atracasen en Buenos Aires. Era el 5 de noviembre de 1939, que los argentinos agradecieron siempre por lo que aquella gente contribuyó al enriquecimiento cultural de la nación. Elena trabajó como bibliotecaria y conoció a José Luis Borges. Allá permaneció hasta 1948, año determinante en su vida. Elena decide regresar a España convencida de que nada podían achacarle por carecer de filiación política manifiesta por ningún partido. Tampoco su esposo. Y no se equivocó. Dejó en Buenos Aires a su marido, y ya en Madrid no sólo afianzó su residencia, sino también la de su marido Eusebio. Pero aparece la desgracia inesperada. Ese mismo año, Eusebio de Gorbea se suicidó, sin saberse exactamente cuál fue la causa. Elena se volvió a España aquel mismo 1948. Los estudiosos de su obra y trayectoria profesional empiezan a perderle el rastro y a no encajar destinos y fechas.

Residió un tiempo en Barcelona, pero se ignora por qué motivo. Volvió a Madrid y pasó inadvertida. Ni siquiera hay una lápida que lo recuerde en ninguna fachada madrileña. Pasó en definitiva unos meses hasta que en noviembre de 1949 parte rumbo a Nueva York para instalarse en casa de su hijo y su nuera suiza, pero Elena no consigue adaptarse a la gran ciudad americana, y en mayo 1950 se vuelve para Madrid, donde falleció el 8 de mayo de 1952, y aunque se haya dicho que por causa de una enfermedad, que la llevó a varios sanatorios, nada más se ha concretado. Tenía 66 años. 275


Capítulo 39

La Caridad se compadece de los Pobres La caridad se compadece o se apiada de los pobres no es título de ninguna conferencia de institución benéfica, religiosa o altruista, ni de ninguna homilía dominical. Es la denominación de un grupo escultórico alegórico, presente en Madrid, que fue emblema universal de la multinacional neoyorquina de seguros, The Equitable Life Assurance Company , fundada en Manhattan en 1859 y hoy integrada en AXA, que no tardó en abrir lujosas sedes en Viena, Madrid y Melbourne poco antes de la entrada del siglo XX.

El emblema representativo empresarial se basó en la figura de una matrona romana con ademán de proteger a un niño de unos 10 años y a una madre con su hijo recién nacido en el regazo, que acabó convirtiéndose en un grupo escultórico de unos 4 metros, realizado en bronce por el gran escultor austríaco Víktor Tilgner (1844-1896), cuya obra empezó a distribuirse al menos por tres de las principales sedes. El grupo escultórico se conoce en inglés por Charity being kind to the poor (La caridad se compadece de los pobres), y es obra original de 1893, tres antes del fallecimiento del escultor. La escultura se conoce en Madrid por La Protección de la Infancia , y desde hace tiempo puede admirarse en la Plaza del Campillo del Mundo Nuevo, ubicada en la parte más baja de El Rastro, ya lindando con la Ronda de Toledo. El emplazamiento elegido, en lugar tan apartado, es inapropiado. No es el único caso con estatuas de ayer y

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hoy repartidas en parajes que no son los más indicados de Madrid. En el pedestal figura un tal A. Knipp como autor, y lo cierto es que ese personaje no consta en ninguna parte como escultor y menos como artífice de la obra, cuya autoría, tanto en Viena como en Melbourne (sedes de las otras réplicas del grupo escultórico), hay acuerdo en que corresponde a Tilgner, por lo que es muy probable que el nombre tenga que ver con alguien del taller de fundición de Viena, de donde debieron de salir las varias réplicas de la obra.

La cuestión es que pocos en Madrid saben que ese grupo escultórico no es genuino de la ciudad. Yo tampoco lo sabía. Otras esculturas de edificios madrileños permanecen envueltas en errores o en el anonimato sin identificar. El grupo escultórico de La Caridad formó parte del chaflán del Palacio de la Equitativa (hoy sede de Banesto), entre las calles Sevilla y Alcalá, pero también de las lujosas sedes de la compañía aseguradora norteamericana en Viena y Melbourne, lo que sorprenderá a muchos comprobarlo aquí.

The Equitable Life Assurance Company se fundó en New York, en la isla de Manhattan, en 1859, creada por el financiero Henry Baldwin Hyde. La compañía de seguros adquirió pronto renombre y pujanza, no solo en los Estados Unidos, sino en Australia y Europa. En Viena fue muy significativa la sede de la aseguradora construida entre 1887 y 1891, pero no lo fue menos la alzada en Melbourne, Australia, entre 1893 y 1896. 277


El edificio de La Equitativa de Madrid se levantó entre 1882 y 1891 por el gran arquitecto José Grases Riera, artífice también del Palacio de Longoria (sede de la SGAE) y del monumento a Alfonso XII en El Retiro. En el chaflán, en una hornacina, figuró un tiempo el grupo escultórico, hasta que sus propietarios determinaron donarlo al Ayuntamiento de Madrid, que lo ubicó en la Plaza del Campillo del Mundo Nuevo.

Grupo escultórico La caridad se compadece de los pobres en la sede del Palais Equitable de Viena.

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Grupo escultĂłrico La caridad se compadece de los pobres cuando aĂşn figuraba en la fachada de la Colonial Mutual Life Assurance Company, edificio demolido en 1960, que hizo que la escultura fuese trasladada al campus de la Universidad de Melbourne.

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Grupo escultรณrico perteneciente a The Colonial Mutual Life Assurance, ubicado en la actualidad en el campus de la Universidad de Melbourne. Obra en bronce de 1893, fundida en Viena. (Foto publicada con permiso de su autor Chris & Steve)

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Foto de comienzos de siglo XX del Palacio de la Equitativa de Madrid, entre las calles Sevilla y Alcalá, todavía con el grupo escultórico en el chaflán. 281


La Caridad se apiada de los Pobres. Plaza Campillo del Mundo Nuevo de Madrid (Foto propia)

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El corazón del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer (Mariano José de Larra)

Capítulo 40

Larra o Fígaro El 13 de febrero de 1837 terminó la aventura de Larra por su Madrid entrañable. Qué gran pérdida intelectual para Madrid, porque no creo que hay duda en nada tan genuinamente madrileño como Larra; mucho más que figura nacional española. En su casa de la calle Santa Clara sonó un tremendo disparo a la caída de la tarde. Momentos antes, una elegante dama acababa de visitarlo. Se cuenta que su hija menor fue la primera en descubrirlo tendido en medio de un charco de sangre. No creo que se quitara la vida por una mujer. Otra tuvo que ser la tragedia que arrastraba Larra.

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A unos 300 metros a la izquierda del busto de Larra, magnífico desde cualquier perspectiva, donde hoy arranca el Viaducto, había un barranco por el que corría un arroyo que desembocaba en el Manzanares. Aquel barranco es la calle de Segovia, una de las primordiales de las comunicaciones de Madrid, en donde estaba la Casa de la Moneda. Ahí había nacido Larra. Lo bautizaron en la iglesia de San Ginés de la calle Arenal.

A espaldas del Larra esculpido, también como a unos 300 metros, se halla la última casa del escritor en la calle Santa Clara. Calle estrecha y corta situada detrás de la parroquia de Santiago, a donde lo llevaron a poco de morir, no sin las protestas de algunos sectores sociales por la forma como murió. La casa mantiene en lo alto una lápida artística en una esquina de la fachada. Impresiona, e impresiona más adentrarse unos pasos en el portal. Pero no es la edificación genuina como la dejó Larra. Es casi imposible hallar casas en Madrid más antiguas que 1845.

Tras la guerra de la Independencia y bajo el reinado de Isabel II, Madrid sufrió un vuelco absoluto. Larra estaba bien situado; en lugar céntrico y bien comunicado, como se diría hoy. Si calle abajo, en dos minutos se plantaba en 284


la Plaza de los Caños del Peral, y en otros tres o cuatro, en la Puerta del Sol. De Sol a su café preferido; el de los románticos que se reunían en la tertulia de El Parnasillo del Café del Príncipe en la Plaza de Santa Ana- no tardaría más de diez minutos. Mariano José de Larra se casó en 1829 con la que iba a ser madre de sus tres hijos: Josefa Wetoret. Al año siguiente en 1830, Larra conoce a otra mujer, esposa del abogado Manuel María de Cambronero, con quien hacía un año que acababa de casarse. Se llamaba María Dolores Armijo Carrero, andaluza, a quien Larra debió de amar profundamente hasta el extremo de pegarse un tiro porque ella no lo quería. Era el 13 de febrero de 1837. Él tenía casi 28 años.

Dolores Armijo

La relación de ambos en ningún momento debió de ser fácil. Nunca se sabrá cuánto la quiso o si realmente no fue para tanto y Larra se mató por otros motivos que 285


concurrieron negativamente un día de febrero. Sea como fuere, las cosas entre ellos debieron de llegar a un punto insostenible. En la mañana de aquel día, Dolores Armijo, envió a casa de Larra de la calle Santa Clara a un emisario en el que se supone que le dijo que Dolores iría a visitarlo al cabo de la tarde. Larra acaso albergó esperanzas de solución. Las horas hasta entonces debieron ser angustiosas. Al anochecer llegó Dolores Armijo acompañaba de una dama, que unos dicen que era su cuñada y otros, una buena amiga. Dolores le pidió la entrega de las cartas que le había ido enviando. Larra se las da. Se despiden definitivamente, pues ella tenía decidido acompañar a su marido a su destino de Filipinas. Llegó entonces el pistoletazo que lo mata en el acto. Algunos han imaginado que antes de abandonar el portal de la casa, las dos mujeres oyeron la detonación.

Larra fue llevado a la iglesia de Santiago a menos de 50 metros de su casa. Sus amigos hubieron de esforzarse para que lo admitieran aún siendo un suicida. También hubo muchos inconvenientes con el lugar de sepultura en el cementerio de Fuencarral. Larra fue enterrado la tarde del 15 de febrero. Ramón de Mesonero Romanos, su gran amigo, escribió: "Iba en un carro triunfal adornado de palmas y laureles alrededor de sus obras sobre el féretro. La gente siguió a pie con religioso silencio y compostura los restos mortales de aquél que, en un acto de insensato delirio, acababa de apagar la antorcha de una briilante existencia."

Un joven poeta desconocido por todos pidió leer un poema ante la tuma de Larra, que conmovió a todos los presentes. Era José Zorrilla, a quien la fama le llegó al día 286


siguiente. Pasaron los meses y Dolores Armijo emprendió su último viaje para Filipinas. El último porque el barco inglés en el que iba, naufragó. Murió ahogada. Poema "A La Memoria Desgraciada" de D. Mariano José de Larra de José Zorrilla "Ese vago clamor que rasga el viento es la voz funeral de una campana; vano remedo del postrer lamento

de un cadáver sombrío y macilento

que en sucio polvo dormirá mañana. Acabó su misión sobre la tierra, y dejó su existencia carcomida,

como una virgen al placer perdida cuelga el profano velo en el altar.

Miró en el tiempo el porvenir vacío, vacío ya de ensueños y de gloria,

y se entregó a ese sueño sin memoria,

¡que nos lleva a otro mundo a despertar! Era una flor que marchitó el estío,

era una fuente que agotó el verano: 287


ya no se siente su murmullo vano,

ya está quemado el tallo de la flor. Todavía su aroma se percibe,

y ese verde color de la llanura,

ese manto de yerba y de frescura hijos son del arroyo creador. Que el poeta, en su misión sobre la tierra que habita, es una planta maldita

con frutos de bendición.

Duerme en paz en la tumba solitaria donde no llegue a tu cegado oído

más que la triste y funeral plegaria que otro poeta cantará por ti.

Ésta será una ofrenda de cariño

más grata, sí, que la oración de un hombre, pura como la lágrima de un niño, ¡memoria del poeta que perdí!

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Si existe un remoto cielo de los poetas mansión,

y sólo le queda al suelo ese retrato de hielo,

fetidez y corrupción;

¡digno presente por cierto se deja a la amarga vida! ¡Abandonar un desierto y darle a la despedida

la fea prenda de un muerto! Poeta, si en el no ser

hay un recuerdo de ayer, una vida como aquí

detrás de ese firmamento

conságrame un pensamiento como el que tengo de ti."

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La vida de Madrid por Mariano José de Larra Muchas cosas me admiran en este mundo: esto prueba que mi alma debe pertenecer a la clase vulgar, al justo medio de las almas; sólo a las muy superiores, o a las muy estúpidas les es dado no admirarse de nada. Para aquéllas no hay cosa que valga algo; para éstas, no hay cosa que valga nada. Colocada la mía a igual distancia de las unas y de las otras, confieso que vivo todo de admiración, y estoy tanto más distante de ellas cuanto menos concibo que se pueda vivir sin admirar. Cuando en un día de esos, en que un insomnio prolongado, o un contratiempo de la víspera preparan al hombre a la meditación, me paro a considerar el destino del mundo; cuando me veo rodando dentro de él con mis semejantes por los espacios imaginarios, sin que sepa nadie para qué, ni adónde; cuando veo nacer a todos para morir, y morir sólo por haber nacido; cuando veo la verdad igualmente distante de todos los puntos del orbe donde se la anda buscando, y la felicidad siempre en casa del vecino a juicio de cada uno; cuando reflexiono que no se le ve el fin a este cuadro halagüeño, que según todas las probabilidades tampoco tuvo principio; cuando pregunto a todos y me responde cada cual quejándose de su suerte; cuando contemplo que la vida es un amasijo de contradicciones, de llanto, de enfermedades, de errores, de culpas y de arrepentimientos, me admiro de varias cosas. Primera, del gran poder del Ser Supremo, que haciendo marchar el mundo de un modo dado, ha podido hacer que todos tengan deseos diferentes y encontrados, que no suceda más que una sola cosa a la vez, y que todos queden descontentos. Segunda, de su gran sabiduría en hacer corta la vida. Y tercera, en fin, y de ésta me asombro más que de las otras 290


todavía, de ese apego que todos tienen, sin embargo, a esta vida tan mala. Esto último bastaría a confundir a un ateo, si un ateo, al serlo, no diese ya claras muestras de no tener su cerebro organizado para el convencimiento; porque sólo un Dios y un Dios Todopoderoso podía hacer amar una cosa como la vida.

Esto, considerada la vida en general, dondequiera que la tomemos por tipo; en las naciones civilizadas, en los países incultos, en todas partes, en fin. Porque en este punto, me inclino a creer que el hombre variará de necesidades, y se colocará en una escala más alta o más baja; pero en cuanto a su felicidad nada habrá adelantado. Toda la diferencia entre el hombre ilustrado y el salvaje estará en los términos de su conversación. Lord Wellington hablará de los whigs, el indio nómade hablará de las panteras; pero iguales penas le acarreará a aquél el concluir con los primeros, que a éste el dar caza a las segundas. La civilización le hará variar al hombre de ocupaciones y de palabras; de suerte, es imposible. Nació víctima, y su verdugo le persigue enseñándole el dogal, así debajo del dorado artesón, como debajo de la rústica techumbre de ramas. Pero si se considera luego la vida de Madrid, es preciso cerrar el entendimiento a toda reflexión para desearla. El joven que voy a tomar por tipo general, es un muchacho de regular entendimiento, pero que posee, sin embargo, más doblones que ideas, lo cual no parecerá inverosímil si se atiende al modo que tiene la sabia naturaleza de distribuir sus dones. En una palabra, es rico sin ser enteramente tonto.

Paseábame días pasados con él, no precisamente porque nos estreche una gran amistad, sino porque no hay más que dos modos de pasear, o solo o acompañado. La 291


conversación de los jóvenes más suele pecar de indiscreta que de reservada: así fue, que a pocas preguntas y respuestas nos hallamos a la altura de lo que se llama en el mundo franqueza, sinónimo casi siempre de imprudencia.

Preguntóme qué especie de vida hacía yo, y si estaba contento con ella. Por mi parte pronto hube despachado: a lo primero le contesté: «Soy periodista; paso la mayor parte del tiempo, como todo escritor público, en escribir lo que no pienso y en hacer creer a los demás lo que no creo. ¡Como sólo se puede escribir alabando! Esto es, que mi vida está reducida a querer decir lo que otros no quieren oír!». A lo segundo, de si estaba contento con esta vida, le contesté que estaba por lo menos tan resignado como lo está con irse a la gloria el que se muere.

¿Y usted? -le dije. ¿Cuál es su vida en Madrid? Yo me repuso- soy muchacho de muy regular fortuna; por consiguiente, no escribo. Es decir..., escribo... ; ayer escribí una esquela a Borrel para que me enviase cuanto antes un pantalón de patincour que me tiene hace meses por allá. Siempre escribe uno algo. Por lo demás, le contaré a usted.

«Yo no soy amigo de levantarme tarde; a veces hasta madrugo; días hay que a las diez ya estoy en pie. Tomo té, y alguna vez chocolate; es preciso vivir con el país. Si a esas horas ha parecido ya algún periódico, me lo entra mi criado, después de haberle hojeado él: tiendo la vista por encima; leo los partes, que se me figura siempre haberlos leído ya; todos me suenan a lo mismo; entra otro, lo cojo, y es la segunda edición del primero. Los periódicos son como los jóvenes de Madrid, no se diferencian sino en el 292


nombre. Cansado estoy ya de que me digan todas las mañanas en artículos muy graves todo lo felices que seríamos si fuésemos libres, y lo que es preciso hacer para serlo. Tanto valdría decirle a un ciego que no hay cosa como ver.

«Como a aquellas horas no tengo ganas de volverme a dormir, dejo los periódicos; me rodeo al cuello un echarpe, me introduzco en un surtú y a la calle. Doy una vuelta a la Carrera de San Jerónimo, a la calle de Carretas, del Príncipe, y de la Montera, encuentro en un palmo de terreno a todos mis amigos que hacen otro tanto, me paro con todos ellos, compro cigarros en un café, saludo a alguna asomada, y me vuelvo a casa a vestir. «¿Está malo el día? El capote de barragán: a casa de la marquesa hasta las dos; a casa de la condesa hasta las tres; a tal otra casa hasta las cuatro; en todas partes voy dejando la misma conversación; en donde entro oigo hablar mal de la casa de donde vengo, y de la otra adonde voy: ésta es toda la conversación de Madrid. «¿Está el día regular? A la calle de la Montera. A ver a La Gallarda o a Tomás. Dos horas, tres horas, según. Mina, los facciosos, la que pasa, el sufrimiento y las esperanzas.

«¿Está muy bueno el día? A caballo. De la Puerta de Atocha a la de Recoletos, de la de Recoletos a la de Atocha. Andado y desandado este camino muchas veces, una vuelta a pie. A comer a Genieys, o al Comercio: alguna vez en mi casa; las más, fuera de ella. «¿Acabé de comer? A Sólito. Allí dos horas, dos cigarros, y dos amigos. Se hace una segunda edición de la conversación de la calle de la Montera. ¡Oh! Y felizmente 293


esta semana no ha faltado materia. Un poco se ha ponderado, otro poco se ha... Pero en fin, en un país donde no se hace nada, sea lícito al menos hablar.

«¿Qué se da en el teatro? -dice uno. «Aquí: 1.º Sinfonía; 2.º Pieza del célebre Scribe; 3.º Sinfonía; 4.º Pieza nueva del fecundo Scribe; 5.º Sinfonía; 6.º Baile nacional; 7.º La comedia nueva en dos actos, traducida también del ingenioso Scribe; 8.º Sinfonía; 9.º... «Basta, basta; ¡santo Dios! «Pero, chico, ¿qué lees ahí? Si ése es el Diario de ayer. «Hombre, parece el de todos los días. «Sí, aquí es Guillermo hoy. «¿Guillermo? ¡Oh, si fuera ayer! ¿Y allá? Allá es el teatro de la Cruz. Cualquier cosa.

«A mí me toca el turno aquí. ¿Sabe usted lo que es tocar el turno? Sí, sí -respondo a mi compañero de paseo; a mí también me suele tocar el turno. -Pues bien, subo al palco un rato. Acabado el teatro, si no es noche de sociedad, al café otra vez a disputar un poco de tiempo al dueño. Luego a ninguna parte. Si es noche de sociedad, a vestirme; gran tualeta. A casa de E... Bonita sociedad; muy bonita. Ello sí, las mismas de la sociedad de la víspera, y del lunes, y de... y las mismas de las visitas de la mañana, del Prado, y del teatro, y... pero lo bueno, nunca se cansa uno de verlo. ¿Y qué hace usted en la sociedad? Nada; entro en la sala; paso al gabinete; vuelvo a la sala; entro al ecarté; vuelvo a entrar en la sala; vuelvo a salir al gabinete; vuelvo a entrar en el ecarté... ¿Y luego? Luego a casa, y ¡buenas noches!

Ésta es la vida que de sí me contó mi amigo. Después de leerla y de releerla, figurándome que no he ofendido a 294


nadie, y que a nadie retrato en ella, e inclinándome casi a creer que por ésta no tendré ningún desafío, aunque necios conozco yo para todo, trasladola a la consideración de los que tienen apego a la vida. El Observador, 12 de diciembre de 1834. © Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

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Relieve de Larra. Calle de las Huertas. Madrid (Foto propia)

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Portal de la casa de Larra en calle Santa Clara (Foto propia)

Lรกpida en la casa de Larra (Foto propia)

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Capítulo 41

Luis Candelas, el ladrón de Lavapiés Anoche una diligencia, ayer el palacio real, mañana quizá las joyas de alguna casa ducal. Y siempre roba que roba, y yo por él siempre igual, queriéndolo un día mucho y al día siguiente más. (Coplas de Rafael de León dedicadas a Luis Candelas) He sido pecador como hombre, pero nunca se mancharon mis manos con sangre de mis semejantes. Adiós patria mía. Se feliz. Son las últimas palabras que manifestó Luis Candelas Cajigal (1804-1837) a los madrileños que se habían congregado a las 11 de la mañana del 6 de noviembre de 1837 en la Plaza de la Cebada para presenciar su ejecución a garrote vil por 40 delitos de robo y ninguno de sangre, como admitió la misma justicia que lo condenó, lo que no dejaba de ser insólito en un tiempo en el que los bandidos que salieron de la barbarie de la Guerra de la Independencia no vacilaban en rajar a cualquiera de un navajazo o matarlo de un trabucazo. Luis Candelas, en aquellas horas postreras de su vida, fue el primero en percatarse de que su pacifismo a ultranza podía valerle para obtener el indulto que solicitó de la reina regente, 298


pero se equivocó resuelta la justicia a dar al pueblo español un escarmiento ejemplar y contundente. Es esta una página de Madrid que vale la pena conocer. El miedo, el desprecio o la repulsión que pudo concitar Luis Candelas entre la gente de Madrid, acabó trocándose en tintes de leyenda, simpatía y admiración, ya entrado el siglo XX cuando habían transcurrido algo más de setenta años de su ejecución en el garrote vil. La lejanía de los hechos acaba ensalzando en ocasiones a personajes que no lo merecen, aun desagraviadas andanzas y pendencias por los regímenes políticos más severos que les tocó vivir, cual el absolutismo implacable del reinado de Fernando VII, que impidió que la generación de Luis Candelas atisbase la menor esperanza de justicia y derechos democráticos. La terminología que se aplicaba entonces a los individuos que se apartaban de la ley, repetía lo de bandidos y bandoleros, términos importados al fin y al cabo, relacionados con el reclamo mediante bandos públicos, que en Estados Unidos encabezaba el popular Wanted. Candelas fue bandolero o bandido reclamado en cualquier pared de Madrid. No fue forajido, porque nada tuvo que ver con el destierro de su patria o casa. Tampoco un desalmado que no se detenía ante nada, pero sí malhechor en tanto que persona que cometía delitos por hábito, es decir, un delincuente profesional de refinada técnica. En el escrito de súplica a la reina confesó que la fatalidad lo había conducido a robar, cual si se tratara de una víctima propiciatoria arrastrada irremisiblemente, lo cual no encuentra justificación plausible ni entonces ni ahora,

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como revela el escritor francés Alejandro Dumas: La fatalidad es el nombre que se da a todas las pasiones, a todas las faltas, a todos los errores humanos, cuando llega la hora del castigo . El que expone es acaso el primero en su clase que no acude a V.M. con las manos ensangrentadas. El que expone no ha muerto, herido ni maltratado a nadie.

Poco se conoce en verdad de sus creencias e ideologías, pero hay indicios al margen del bandidaje que vislumbran atisbos de una persona sensible, inteligente y liberal, que hubiera podido descollar en la política o en la milicia, o que de haber tenido 25 ó 30 años cuando el levantamiento de la ciudad de Madrid en 1808 contra el francés, habría acudido decidido a la defensa del Cuartel de Monteleón que comandaban los capitanes Daoiz y Velarde y el teniente Ruiz, ingeniárselas también para salir con vida del asalto a cañonazos y huir por las calles de Madrid hasta acabar como tantos frente a un piquete de arcabuceros en la Montaña de Príncipe Pío. Pero Candelas a la sazón era un niño de 4 años.

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Luis Candelas, joven, apuesto y culto no fue el clásico salteador de caminos que se echó al monte a cada golpe que daba, o que tuviese que ver con los bandidos de las serranías andaluzas, escaldados y barbarizados por la guerra de guerrillas contra el invasor, sin nada que llevarse a la boca, cargados de hijos y sin oficio ni beneficio. Lo suyo fueron los robos meticulosos de un hombre astuto y avispado por naturaleza, que salía airosamente de lances y pendencias, incluidas seis fugas carcelarias entre sobornos y ardides.

Empeño puso siempre en que el estilo y la marca que dejaba en sus fechorías quedaran al margen del maltrato, la brutalidad y el ensañamiento con sus víctimas, Candelas era un ladrón atípico que operaba en Madrid o en los caminos periféricos de la ciudad, que no procedía de familia pobre y desarraigada y que fue capaz de compaginar la delincuencia con el puesto que se había ganado por méritos propios al frente de la sección del Resguardo de Tabacos en Madrid, encargada de perseguir 301


la venta y el alijo de tabaco y las sedas de contrabando, y que incluso alternase en círculos galantes de Madrid haciéndose pasar por un tal Luis Álvarez de Cobos, rico hacendista del Perú.

Tuvo una buena familia artesana; su padre era un próspero carpintero y ebanista. Fue dos años al colegio San Isidro, hasta su expulsión por devolver una bofetada a un jesuita. Leyó y se instruyó en mucha mayor medida que la media nacional, e incluso acabó de funcionario del estado. Luis Candelas Cajigal nació el 4 de febrero de 1804 en la casa de sus padres de la calle del Calvario, en la parte más alta del barrio Lavapiés, cerca de la Plaza de Tirso de Molina. Era el tercer hijo del carpintero Esteban Candelas, que falleció en 1823 cuando Luis tenía 19 años. Nunca quiso saber nada del oficio de su padre y desde muy temprana edad pasaba la mayor parte del día recorriendo calles y plazuelas del sinuoso barrio de Lavapiés. Siendo un mozalbete ya se había forjado fama con las pedreas , las batallas callejeras que consistían en el lanzamiento de piedras y cascotes sobre los jovenzuelos de otros barrios. El primer encontronazo con la justicia lo tuvo una noche de 1823, con 19 años, cuando lo detuvieron por deambular por la plaza de Santa Ana. En 1825, con 21 años, ingresó en la prisión de El Saladero, una antigua factoría construida en 1768 en la plaza de Santa Bárbara, al final de la calle Hortaleza, dedicada a la matanza de cerdos, saladero y provisión de tocino, que fue adaptada a prisión, que fama tenía en Madrid por las fugas de algunos de los internos más notorios, lo que no quita que fuese un antro pernicioso en donde habían de convivir peligrosos criminales con meros adolescentes. De 302


entonces es la única ficha policial de Candelas. Filiación nº 427. Nombre y apellidos del sujeto: Luis Candelas Cagigal. Apodos o remoquetes que usa: Se ignora. Naturaleza: Madrid Edad: Veintiún años. Estado: Casado. Profesión u Oficio: Cesante en el ramo de contribuciones Clasificación: Ladrón ( Espadista y Tomador del dos en el proceso). Estatura: Regular. Pelo: Negro (sin redecilla). Nariz: Regular. Boca: Grande y prominente de mandíbula. Dientes iguales y blancos. Otras señas particulares: No usa ni bigote ni patilla. Constitución: Quebrado, aunque de complexión recia y bien formado en todas sus partes. Por espadista se entendía el delincuente que para penetrar en una casa con el objeto de robar utiliza una ganzúa y por "tomador del dos", el ladrón que roba valiéndose de los dedos.

En 1835 es cuando realmente Candelas se afianza en la comisión de robos, atracos y asaltos contundentes y a gran escala, apropiándose de suculentos botines. Acaso pueda decirse que se veía en condiciones de ir a mayores, pero arriesgando más, y tanto riesgo fue su perdición. Contaba para ello con una banda de individuos duchos en el oficio. La célebre cuadrilla de Luis Candelas, el famoso jefe de malhechores , se decía en una columna gaceteril. El más 303


destacado de ellos fue Francisco Villena, apodado El Sastre, que aunque un día se enfrentó con Candelas a navajazos y fue herido con un profundo corte en la cara, llegaron a ser amigos íntimos para siempre. También le fueron fieles, Mariano Balseiro, un ebanista madrileño, Leandro Postigo y los hermanos Antonio y Ramón Cusó. Los dos primeros acabaron como Candelas en el garrote vil. Los golpes los tramaban en la taberna del Cuclillo de la calle Imperial, regentada por el fiel Cuclillo, cojo y tuerto, que había estado preso en París.

Candelas no era de los que erraban en robos y asaltos, pero se equivocó seriamente en dos ocasiones, que bastaron para mandarlo al patíbulo. Garrafal fue asaltar en Torrelodones, a las afueras de Madrid, la diligencia del embajador de Francia, a quien le sustrajo además documentos comprometedores, y absolutamente inesperable, asaltar el piso de Vicenta Mormin, la rica modista de la reina regente. El año decisivo de su caída llegó en 1837, que también fue de juicio sumarísimo y condena a muerte y ejecución. Aquellos meses, que discurrieron muy rápido, tuvieron un comienzo sonado con el asalto a un piso de la calle del Carmen en la que vivía no una persona influyente de los negocios, la aristocracia o la política, sino quien por su oficio fue 304


detonante inesperado de la persecución implacable de Luis Candelas y su banda. Se trataba de Vicenta Mormin, rica modista preferida de la reina regente María Cristina Borbón-Dos Sicilias.

Eran las cinco de la tarde del 12 de febrero de 1837. Todo indicaba que la banda sabía lo que podían obtener en aquel piso por mediación de algún antiguo sirviente. En la casa estaban Vicenta, una joven, el criado y la mujer de éste. Llaman y abre el criado. Un individuo bien trajeado se presenta y le comunica que es portador de una carta proveniente de Francia. El criado se lo comunica a la modista, que no vacila puesto que efectivamente estaba esperando noticias de su hija en Francia. Abren la puerta y entran cuatro hombres bien vestidos que arramplan con lo que ven. A las sacas van dinero, joyas, relojes y objetos de plata y oro. La estancia duró casi hora y media, marchándose por la calle de la Salud, probablemente en dirección a la casa que Luis Candelas había comprado con el dinero de la herencia de su madre en la calle Tudescos, una de las calles que partió por la mitad el trazado de la Gran Vía en 1910.

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1837 sería aún más determinante en su vida. A mediados de verano parte de Madrid en dirección a Gijón, acompañado de su joven amante Clara. Pensaban embarcar para Inglaterra. Es este un capítulo de la vida de Candelas que no está muy claro. El viaje lo suspenden y determinan regresar a Madrid. Tampoco está claro cómo fue posible que fuese detenido en la Calle Real del pueblo de Alcazarén, cerca de Olmedo (Valladolid), tras haber sido visto horas antes en el puesto de aduanas del Puente Mediana en el camino real de Valladolid a Toledo. Era el 18 de julio. Lo trasladan primero a Valdestillas y luego a la capital Valladolid, tras lo cual sale para Madrid, donde ingresa en la Cárcel de Corte, la más importante de la ciudad, hoy ministerio de Asuntos Exteriores en la Plaza de la Provincia. Se instruye el sumario durante aquel verano para acabar acusándolo de 40 delitos contra la propiedad ajena: asaltos en calles, casas y posadas y a diligencias y trajineros. El juicio se celebra el 2 de noviembre de 1837 y dura solamente 24 horas. El día 3 le comunican la pena de muerte. La ejecución iba a ser el garrote vil; lo de vil por ser el grado que se aplicaba a los delitos peores y más condenables. Candelas, con una sangre fría pasmosa, escuchó la sentencia sin apenas inmutarse, pero conforme pasaban las horas, ya entrado en capilla, su impasibilidad empezó a tambalearse ante la tremenda perspectiva del garrote. Luis Candelas, viendo que no tenía escapatoria y que no podía escaparse como tantas veces hizo o que ya no le 306


valían las estratagemas de soborno de carceleros y jueces, optó por pedir el indulto a la regente.

Albergó esperanzas de perdón real, que evidenciaba la debilidad y la falta de aplomo que no debió de conocer con anterioridad en su vida.

Señora, Luis Candelas, condenado por robo a la pena capital, a V.M. desde la capilla acude reverentemente. Señora, no intentará contristar a V.M. con la historia de sus errores ni la descripción de su angustioso estado. Próximo a morir solo imploro la clemencia de V.M. a nombre de su augusta hija, a quien ha prestado servicios y por quien sacrificaría gustoso una vida que la inflexibilidad de la ley cree debida a la vindicta pública y a la expiación de sus errores. El que expone es acaso el primero en su clase que no acude a V.M. con las manos ensangrentadas. Su fatalidad le condujo a robar, pero no ha muerto, herido ni maltratado a nadie. ¿Y es posible señora que haya de sufrir la misma pena que los que perpetran esos crímenes? He combatido por la causa de vuestra hija. ¿Y no le merecerá una mirada de consuelo?"

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Capítulo 42

Los espejos cóncavos y convexos, el Esperpento y el Callejón del Gato MAX ESTRELLA: El esperpentismo lo ha inventado Goya. Los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato. Hay calles y rincones de Madrid de honda trascendencia por los hechos acaecidos, o por los personajes que vivían. Una de esas calles de visita ineludible es la de Álvarez Gato. Calle corta que mide unos 150 metros y que no es más ancha de 3 metros. Es una calle de peatones, sin aceras, flanqueada por restaurantes y tabernas, uno de ellos, Villa-Rosa, el bar de copas más antiguo de Madrid, de fachada ricamente decorada con azulejos. Valle-Inclán debió de conocer bien ese callejón, en tanto que atajo para acceder de la Puerta del Sol por la calle de la Cruz al Teatro Español y al Ateneo, dos de los entornos que el gran escritor visitaba con asiduidad. 308


La foto superior está hecha desde la calle Núñez de Arce, a unos pasos de la Plaza de Santa Ana. El Callejón del Gato es una calle del centro de la ciudad que no difiere en nada de otras de las inmediaciones, todas ideales para recorrerlas con tranquilidad y espíritu observador, puesto que en cualquier esquina hay placas indicativas del pasado. El Callejón es escenario especial por ser el escenario en el que Ramón del Valle-Inclán descubrió el Esperpento viendo una y otra vez cómo los transeúntes se reían y se burlaban unos de otros, deformados sus cuerpos en los espejos cóncavos y convexos, que una tienda de comienzos de siglo XX exhibía en el exterior como reclamo. En aquel tiempo los espejos estuvieron muy de moda, pudiéndose ver en ferias y circos, concitando siempre la atención de grandes y chicos. Era inevitable reírse ante ellos. Eran escenas alegres, pero al mismo tiempo, grotescas de la imagen humana, y por ahí, aquellas imágenes se transformaron en el Esperpento, que Valle-Inclán elevó a categoría literaria nacional. Tenía el Esperpento, y el personaje para tal hallazgo lo plasmó magistralmente en Luces de Bohemia , la obra que de principio a fin refleja las desventuras de Max Estrella por Madrid, casi tan reales 309


como excéntricas y deformantes, que algunos estudiosos suponen que estaba inspirado en el personaje ciego, loco y desesperado en que se había convertido en sus últimos años de vida el escritor bohemio Alejandro Sawa, autor de Iluminaciones en la sombra , a quien durante unos años admiraron más como persona que como escritor todos los componentes de la Generación del 98 , especialmente Pío Baroja y el mismo Valle-Inclán. Pero, con todos los ríos de tinta que han corrido, sigue siendo difícil comprender que hay que entender por esperpento, por lo que a menudo utilizamos mal el término. En el exterior de la Taberna Las Bravas, que se remonta a los años treinta del siglo pasado, siguen existiendo los espejos, pero son recientes y nada tienen que ver con los genuinos, que permitían verse de cuerpo entero. Los genuinos se asegura por sus propietarios que fueron restaurados y hoy son mostrados a sus clientes en el interior, aunque ubicados en posición horizontal.

¿Qué ruta consagramos?, repetía Max Estrella a su amigo Don Latino de Hispalis. La ruta era el deambular postrero de casi 24 horas de Max, poeta ciego en la miseria, que arrastraba su mala salud por calles y tabernas de Madrid 310


entre tumbos, quebrantos y derrotes hasta fenecer en el mismo portal de su casa. Luces de Bohemia de ValleInclán se publicó en 1924.

La escena principal discurre en el Callejón del Gato, cuya denominación oficial es calle de Álvarez Gato, que une las de Espoz y Mina, de la Cruz y Núñez de Arce. Juan Álvarez Gato fue un poeta madrileño del siglo XV, cristiano converso, que llegó a mayordomo de la reina Isabel la Católica. Nadie, salvo Valle-Inclán, reparó en el Callejón y en los espejos deformantes.

En el Callejón del Gato estuvieron los espejos genuinos hasta hace unos 50 años, de cuya existencia ya daba cuenta en su día Ramón Gómez de la Serna: "En el callejón del Gato hubo hasta hace poco, calzados en la pared y del tamaño del transeúnte de estatura regular, dos espejos, uno cóncavo y otro convexo que deformaban en don Quijote y Sancho a todo el que se miraba en ellos". La misma reacción causaron los espejos en el prestigioso lingüista y académico Alonso Zamora Vicente: Todos los madrileños que ya no somos muy jóvenes hemos ido a mirarnos alguna vez a los espejos de la Calle del Gato, alboroto infantil permanente, atracción de paseos ciegos y sin rumbo por la ciudad .Pero existían las pequeñas diferencias en torno a los espejos y a la tienda o establecimiento que los exhibía en la calle. Cómo eran los espejos lo confirma Ramón Gómez de la Serna: "Del tamaño del transeúnte de estatura regular". Los pareceres parecen desdibujarse en el recuerdo de tres intelectuales amigos respecto a su ubicación: Pedro Salinas, Guillermo de Torre y Alonso Zamora Vicente. Así recordaba el propio Alonso Zamora,

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en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, las diferencias perceptivas de los tres: Sobre la condición de la tienda que utilizaba tal reclamo (los espejos), para Salinas y para mí era una ferretería y para Guillermo de Torre, una carbonería, y sobre el número de los espejos, dos en Salinas y Torre, más en mi memoria, sirven para demostrar que los espejos vivían en un trasfondo nostálgico, y que, al citarlos, nos encontrábamos con algo nuestro, cordial y olvidado a fuerza de sabido y familiar .

Los espejos se dividen en planos y esféricos, y entre estos están los convexos y cóncavos. Son los cóncavos los que generan las imágenes más dispares: menores, mayores, iguales, reales o invertidas, por lo que siempre han concitado mucho más la curiosidad de la gente, riéndose y mofándose unos de otros. Los cóncavos atrajeron la atención de Valle-Inclán, que le valieron para concebir el Esperpento con el que fustigó agriamente la vida social, política y cultural española de las dos primeras décadas del siglo XX. Lo esperpéntico era lo que reflejaban los espejos, cuyos asertos universales, tantas veces repetidos, son la clave de un nuevo género literario: 312


"Los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato. Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada. España es una deformación grotesca de la civilización europea. Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas. La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta. Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas. Deformemos la expresión en el mismo espejo que nos deforma las caras y toda la vida miserable de España. Se perdió el halo de antaño; aquella inocencia y alegría de la gente que iba a verse en los espejos. Acaso era aquello lo que molestaba a un Valle-Inclán irascible e intolerante con la gente que no era como él y en un Madrid que él veía decadente y decrépito. Fue así o no fue, pero todavía la huella de antaño de los que recrearon un Madrid entrañable, mísero y trágico a la vez, perdura, y a ella hay que aferrarse. Al Callejón del Gato se puede llegar desde varios sitios, pero parece de rigor hacerlo desde la Puerta del Sol, tomando la calle Espoz y Mina hasta la plazoleta que preside el magnífico trampantojo de Ángel Aragonés que ocupa la fachada ciega de una casa, otrora famoso teatro de comedias de la Cruz al que solía asistir de incógnito Felipe IV. La huella valleinclanesca es recordada a la entrada del callejón. A mano derecha se halla la taberna de La Tía Cebolla y enfrente, Piedra de Luna, una tienda de decoración. Le sigue la taberna Las Bravas, que muestra 313


dos espejos, cóncavo y convexo, enmarcados en rojo, entre los cuatro cierres metálicos del local, pintados con un pulpo gigante. Todo un desacierto pudiéndose haber buscado un motivo valleinclanesco. En la otra acera, otro bar, el Anonimato, y a continuación de Las Bravas, la Taberna Pompeyana, de llamativa decoración interior. Unos pasos adelante pueden admirarse los artísticos decorados de Villa Rosa, bien conocidos por Valle-Inclán, situados al cabo de la calleja y frente a La Fragua de Vulcano, otra taberna que dobla por Núñez de Arce, la calle que desemboca en la Plaza de Santa Ana. Poco más hay que mencionar hoy del Callejón del Gato. Baste con ser conscientes de su significado en Madrid.

Mural trampantojo de Ángel Aragonés a la entrada del Callejón del Gato por la calle de la Cruz (Foto propia)

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Captítulo 43

Estatua ecuestre de Felipe IV en la Plaza de Oriente En los jardines de la Plaza de Oriente de Madrid, entre el palacio real y el teatro real, se halla la estatua ecuestre del rey Felipe IV de Augsburgo, realizada en 1640 por el escultor florentino Pietro Tacca. Se alzan monarca y caballo en un elevado pedestal rodeado de esculturas, relieves y estanques. Un monumento de los más admirados de Madrid, por belleza y elegancia, que inauguró Isabel II en 1843, y que cuenta con lo que otros no tienen, la relevancia de las personas que intervinieron en su ejecución. La gestación de la obra se remonta a 1631, cuando Felipe IV concibe la idea de construir un magno y lujoso palacio en Madrid que deslumbrase al mundo, a la altura de la grandeza que gozaba la monarquía española en el mundo. Los terrenos elegidos estaban en la parte oriental de la ciudad; en lo que se convirtió El Buen Retiro, extensa finca que empezaba en el Paseo del Prado. 315


De aquel entorno palaciego inconcluso perduran el Salón de Reinos, hasta hace poco Museo del Ejército, y el Casón del Buen Retiro, perteneciente al Museo del Prado. Un palacio de aquella magnitud había que decorarlo con los mayores alardes artísticos de la época. El gran pintor Velázquez el preferido del rey- aportó cuatro pinturas ecuestres: las de Felipe III y su esposa Margarita de Austria, las de Felipe IV y su esposa Isabel de Borbón, y la del hijo de ambos, el príncipe Baltasar Carlos, un niño de corta edad. El más logrado fue el de Felipe IV, que puede admirarse, al igual que los demás, en el Museo del Prado. Pero el rey, además de cuadros quería verse en una escultura a caballo y poderla exhibir a la entrada del palacio. Quería una escultura ecuestre como la de su padre Felipe III en la Plaza Mayor de Madrid, que terminó de realizar el escultor florentino Pietro Tacca, a quien se le encomendó también la nueva obra.

Pietro Tacca

En 1634, Diego Velázquez había concluido el cuadro ecuestre de Felipe IV. El rey, entusiasmado, recurre al italiano Tacca para que la haga. Tacca acepta y solicita desde su residencia de Florencia que le sea enviado un boceto de cómo ha de ser el encargo. Felipe habla entonces con Velázquez, que se muestra de acuerdo para 316


enviarle a Tacca un cuadro casi idéntico al proyectado para el Salón de Reinos. Nunca se ha podido averiguar que obra fue la que envió realmente Velázquez: si el cuadro ecuestre ya conocido, rehecho con algunos cambios, o uno en el que se había basado para el definitivo, exhibido hoy en el Museo del Prado. Es de suponer que la decisión tuvieron que tomarla ambos, rey y pintor. Es de destacar que en un museo de Florencia figura una supuesta réplica de aquel cuadro enviado a Tacca; supuesta porque no se ha podido demostrar si es la obra genuina de Velázquez o el diseño particular de alguno de sus discípulos, o incluso si corresponde al modelo que siguió el escultor florentino para la figura ecuestre.

Velázquez había enviado, eso está claro, al rey a caballo, pero el caballo, como tantos pintados, se sostenía sobre las patas traseras. Velázquez daba por hecho que Pietro Tacca podía ingeniárselas para realizar la escultura de grandes dimensiones y peso, en posición de corveta, es decir, con las patas delanteras del animal en el aire, apoyándose tan sólo en las dos patas traseras y acaso en la cola si fuera preciso, a modo de tercera pata. El animal tenía resaltar espectacularmente la posición de salto; la posición de corveta que la RAE define como el movimiento que se enseña al caballo, haciéndolo andar con los brazos en el aire". Velázquez, aunque es de suponer que tenía que ser consciente de que hasta entonces no se había hecho ninguna en esa posición, su empeño y entusiasmo lo hizo seguir adelante. La escultura se hizo, según lo previsto, y en la Plaza de Oriente puede admirarse. El rey a caballo con la bengala de mando en la mano derecha, mira hacia el centro de 317


Madrid. Ante él tiene el teatro real; detrás, el palacio real de la dinastía Borbón, inmensamente más suntuoso que el de los Austrias en el mismo solar. Es la primera hora de la mañana, la mejor para haberlo fotografiado como lo he hecho, de cara a oriente. No parece verosímil que pintor y escultor lo acordasen previamente, porque se sabe que Tacca, aunque enseguida se puso manos a la obra, no tardó en encontrarse con los problemas relativos al equilibrio de la escultura, que le llevaron a recurrir a los sabios consejos del personaje que entonces sabía más de movimientos pendulares, centros de gravedad y equilibrio de cuerpos suspendidos. Se dijo desde un primer momento que aquel personaje era Galileo Galilei. Pero surgieron también muy pronto otros problemas de acabado cuando Tacca envía al rey Felipe una muestra de la obra en barro o yeso para su aprobación, antes de pasar a volcado en bronce fundido. El resultado es satisfactorio para caballo y jinete, y para indumentaria y posturas, pero no en cambio para lo más delicado: la expresión del rostro del rey. Felipe muestra un claro rechazo, alegando que se le parece poco. Era lo único que le importaba. La razón podía estar en que Tacca no había acertado a plasmar la expresión más fiel del rey, lo que no es probable en un artista de su calado profesional, o en que el boceto enviado por Velázquez no reflejaba con detalle como era en verdad la cabeza del rey, acaso porque el boceto, al ser total del cuerpo, no precisaba los rasgos de la cara, lo cual es muy verosímil. La obra escultórica vuelve al taller de Florencia y permanece detenida hasta hallar una solución. 318


Velázquez, preocupado por el malestar de Felipe y comprendiendo que ya no era cuestión de mandar más retratos, determina que lo mejor es enviar a Tacca una cabeza modelada, que el rey apruebe. Velázquez no puede acometer esa tarea, obviamente, pero lo soluciona recurriendo a un afamado artista sevillano, que él conocía bien: Juan Martínez Montañés (1568-1649), a la sazón de 67 años, que acepta el desafío y se presenta en Madrid en 1635, uno después de iniciar los trabajos Tacca en la estatua ecuestre. Diego Velázquez pintó a Juan Martínez Montañés en actitud de estar modelando la cabeza del rey. No se sabe si el escultor miraba hacia el propio monarca en persona, posando, o si por el contrario posaba para el propio Velázquez. Velázquez debió mostrarse tranquilo entonces, consciente de que Montañés haría una obra a gusto del rey Felipe. Montañés tardó seis meses en modelar la cabeza del rey, es decir, que debió de concluirla a mediados de 1635. Velázquez, tal vez por agradecimiento o por un afán de estimularlo en la tarea, lo pinta modelando la cabeza en barro. El cuadro de Montañés modelando la cabeza real lo concluyó Velázquez antes de que acabase 1635, obra pictórica que se puede admirar en el Museo del Prado. Todo salió según lo previsto. El rey, satisfecho con el trabajo realizado por Martínez Montañés, envía la cabeza a Florencia.

La estatua ecuestre, iniciada en 1634, no la concluyó Pietro Tacca hasta 1640, el mismo año en que fallece. El hecho es asombroso. Pero en esos seis años de trabajo, Tacca no puede olvidar el segundo gran problema; el que

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de verdad le parecería insoluble: como sostener obra tan pesada sobre las dos patas, aun recurriendo disimuladamente a la cola del animal.

Tacca se va a ver Galileo Galilei, que vivía confinado en su casa de Florencia desde 1633 a 1638, condenado por un tribunal eclesiástico por la divulgación de osadas teorías físicas. Pese al confinamiento impuesto, Tacca hizo la consulta. Tampoco debió de ser impedimento la salud de Galileo, que había perdido la visión de un ojo en 1637, que lo llevó a la ceguera total de ambos en 1638. (Fallecerá en 1642, en el año en que se instala en el Retiro de Madrid la estatua ecuestre de Felipe). Galileo aconsejó al escultor lo obvio: hacer macizo medio cuerpo del caballo manteniendo la otra mitad hueca y con el menor grosor posible del bronce. Pero no parece que fuese suficiente. Observando con detenimiento la estatua ecuestre de la Plaza de Oriente el centro de gravedad no se consiguió por la arriesgada posición del animal en el aire. Un mero cálculo aproximado a simple vista revela que de pie a pie habrá unos setenta centímetros y que de ambos a la cola, unos cuarenta centímetros. Un triángulo insuficiente porque el apoyo en la punta de la cola tiene que ser mínimo. El atornillamiento o soldadura a la peana base 320


bajo los cascos del caballo tuvo que ser recurso inevitable. La estatua ecuestre expuesta en Madrid es la misma. Lo que ha cambiado es el monumento que lo rodea, en cuya construcción trabajaron afamados artistas del siglo XIX, como los escultores de cámara de la reina Isabel: Francisco Elías Vallejo (1782-1850) y José Tomás (1795-1848), amén de maestros de obras, que concluyeron su trabajo en 1843. A ambos lados del pedestal figuran sendos bajorrelieves de José Tomás. Uno de ellos representa al monarca imponiendo a Velázquez el hábito de la orden de Santiago y el otro, una alegoría de la protección del rey a las artes y letras. En los extremos de pedestales en equis resaltan cuatro leones de bronce, obra de Francisco Elías Vallejo. En los dos frentes figuran sendos hombres recostados, uno de ellos con dos niños, en actitud de verter agua de una vasija a dos pilones-concha, que a su vez desaguan en los dos estanques circulares que cercan el monumento. El que encara el teatro real se denominada Jarama y es obra de José Tomás. El otro con los niños se llama Manzanares y es obra de Elías Vallejo.

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Capítulo 44

El portal por el que Federico García Lorca abandonó Madrid para siempre ¡Dónde está García Lorca! ¿Alguien lo ha visto en alguna parte de Madrid? Es lo que se preguntarían algunos de sus amigos y admiradores conforme pasaban las horas del día 14 de julio de 1936 y el poeta no aparecía por ninguna parte. García Lorca ya no estaba en Madrid. El poeta acababa de llegar aquella mañana a Granada, a la Granada que iba a ser su tumba la noche del 18 al 19 de agosto Federico García Lorca abandonó Madrid para siempre el 13 de julio de 1936, casi 24 horas después del gravísimo asesinato de José Calvo Sotelo, que a todos hizo presagiar lo peor No voy a descubrir nada nuevo sobre el poeta que no sepa, pero sí suscitar el interés de quienes anhelan 322


conocer de cerca los lugares y entornos de la historia reciente; el halo nostálgico que tiene que quedar en el aire de los grandes personajes, y que mejor ocasión que el portal de la calle Alcalá, último que cruzó el poeta en Madrid. García Lorca, vista la situación que se presentía, debió de ser aconsejado para que abandonase Madrid, y él, indeciso en aquellas circunstancias de incertidumbre absoluta no tuvo mejor idea que volverse a su Granada natal. Hace tiempo tiempo que se sabe que aquella decisión fue completamente errónea. A Miguel Hernández le ocurrió lo mismo. La noche del 13 de julio, Lorca se había subido al tren de Granada, que partía de Atocha. Nada tampoco pudo vislumbrarse siquiera de sus últimos movimientos en Madrid, ni por conversaciones con amigos. A nadie había dicho nada. Se fue de riguroso incógnito y precipitadamente.

Federico García Lorca tenía 38 años, que los había cumplido días antes. 37 días después iba a morir asesinado en Granada, la fatídica noche del 18 al 19 de agosto de 1936. Es el misterio de los números, que 323


parecen guardar una extraña cadencia que se repite. Lorca vivía a la sazón en la casa del número 96 de la calle Alcalá. Una lápida lo señala en la fachada junto al portal.

No hacía mucho que se había instalado en el único edificio aislado entre las calles Alcalá, Narváez y Felipe II, uno de los más bellos de Madrid, construido tres años antes de llegar a él Federico. Hoy resalta pintado absolutamente de verde. Ahí vivió casi tres años entre 1933 y 1936. Allí compuso su poema Llanto por Ignacio Sánchez Mejía, el gran torero y amigo muerto en el ruedo. Era 1935, año en que también tendría muy elaborada su obra La Casa de Bernarda Alba, que concluyó en los primeros meses de 1936. Lorca, en aquel periodo republicano, había empezado a obtener éxitos clamorosos con los estrenos teatrales, cual el de Yerma en 1934 en el Teatro Español de la plaza de Santa Ana. El escritor había empezado a ganar dinero y hasta se podía permitir algunos lujos. La casa de la calle Alcalá, con tres fachadas de color verde, un magnífico chaflán que corona un torreón, resalta sobre las demás que la rodean. García Lorca residía en el séptimo piso con vistas a la calle Narváez. El sol de la mañana ilumina los balcones. El portal, visto desde la calle, nada revela, pero muy distinta es la sensación desde el interior. El ambiente empieza a ser solemne si uno recuerda e imagina cosas. Todo tiene que mantenerse intacto porque no parece que nada haya cambiado en ese portal. A veces qué poco afecta el paso del tiempo sobre los objetos. La sensación es la misma que en el portal de la última casa de Antonio Machado en la calle General Arrando. Entro y subo dos o tres peldaños; miro hacia el exterior. Comprendo entonces

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que el halo del pasado crea por momentos un instante misterioso. Aquella partida sin retorno es lo que impresiona. La mañana del día 13 de julio, Madrid tenía que ser un hervidero de noticias, rumores y temores. Lo de Calvo Sotelo era de una gravedad terrible. García Lorca escucharía la radio a hora temprana con la noticia. Debió de apresurarse a preparar su equipaje. Se llevaría sus libros, o tal vez unos cuantos tan solo, pensando en que ya vendría alguna vez a recogerlos. No fue así. Cuando apresuradamente se tienen que abandonar las cosas queridas; las cosas a las que te has acostumbrado, se siente un enorme pesar. El ser humano genera en ese momento sensaciones pesimistas y negativas. Se rompe de repente la vida ya organizada en una ciudad como Madrid, que de pronto había que dejar.

A Federico debió de sucederle de ese modo. Pero la realidad de lo que iba a pasar estaba en el ánimo de todos. El camino de la destrucción era inexorable, y con ella, de las vidas y anhelos de millones de personas. Se acababa el

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afán por hacer poesías, de escribir para teatro, de dar conferencias, de pensar en asistir a las tertulias de café... García Lorca se iba, seguramente con tantas personas, sin saber por qué la vida en España había llegado a una situación insoportable. Las horas, conforme pasaban, auguraban los más negros presagios. García Lorca debió verlo así y había que irse. Debió de emplear parte del día 13 de julio en resolver asuntos, ya que se sabe que un amigo íntimo lo había acompañado; la misma persona que al cabo del día lo despidió en la estación de Atocha, donde el poeta cogería el expreso que llegaba a Granada a media mañana del día siguiente.

Última casa en Madrid de Lorca

No hay fotografías de las últimas horas del poeta en Madrid, lo que confirma que a nadie nada dijo. Se iba casi de incógnito; sin hacer ruido. El asombro debió de ser grande el día 14 al ir enterándose unos y otros de que García Lorca había dejado la ciudad. ¡Donde está García Lorca¡. ¿Alguien lo ha visto? El poeta estaba en Granada, en la Granada que iba a ser su tumba un 18 de agosto Sus denunciantes y asesinos tuvieron que tener noticia enseguida de la presencia del poeta. El siniestro plan se había puesto en marcha. 326


Capítulo 45

El último portal que cruzó Antonio Machado antes de abandonar Madrid en noviembre de 1936 La foto que busqué expresamente para hablar de Antonio Machado la encontré en el mismo portal en el que habitó el poeta, el último que cruzó antes de abandonar Madrid para siempre. Larga y penosa peregrinación forzosa que lo llevó al exilio francés y a su muerte, enfermo, en 1940. Hay cosas que se sabe que no han cambiado, y este portal de hondo significado no ha cambiado al cabo de los años.

El portal corresponde a la casa de viviendas de la calle General Arrando, a unos pasos nada más de la de Santa Engracia, la amplia calle que recorre de parte a parte el barrio de Chamberí. En esa casa vivió Machado con su 327


madre y con su hermano José, la esposa y las tres hijas las sobrinas del poeta-, entre 1920 y noviembre de 1936. Pero hasta 1932, Machado no residió de forma permanente en ese piso, estando como estaba de profesor de francés en una escuela de Segovia.

El portal tiene trazas de no haber cambiado nada. Los desgastados peldaños de mármol dan cuenta del mucho uso de la casa desde su construcción a comienzos del siglo XX. Es un portal de tres hojas; dos, con seis cristales cada una, siempre cerradas. La central es de cristales más grandes. Uno cruza esa puerta con la sensación de que va a aparecer el poeta en cualquier momento. Machado salía todas las mañanas en dirección a algún periódico, de los varios en que colaboraba, con el fin de entregar lo escrito la noche anterior. Por las tardes, el poeta solía acudir al Café Comercial o al Varela, y de cuando en cuando al que había frente al convento de las Salesas, donde le hicieron la conocida foto del poeta mirando hacia la cámara, sombrero puesto y apoyado en el bastón. En 1932 se instala definitivamente en Madrid. En octubre se incorpora como profesor de francés al instituto Calderón de la Barca. Desarrolla una intensa actividad en colaboraciones de prensa. Machado debía de estar disfrutando de la segunda mejor etapa de su vida. La 328


primera, la más feliz, la vivió en Soria cuando se casó con la joven Leonor Izquierdo, muerta prematuramente de una enfermedad. Machado, además, estaba rodeado en Madrid del ambiente perfecto que había creado la segunda república. Pero llegó el fatídico noviembre de 1936 en que acuden a visitarlo los poetas León Felipe y Rafael Alberti para comunicarle que tenía que abandonar Madrid lo antes posible ante el riesgo de caída de la ciudad en manos de los ejércitos de Franco, apostados en Carabanchel y la margen derecha del Manzanares. En un primer momento el poeta se niega rotundamente a abandonar Madrid. Hubo que hacerle una segunda visita para ponerle mucho más negro lo que se avecinaba. Machado se aviene a razones y obedece. El primer gran traslado de intelectuales corre a cargo del V Regimiento de Milicias Populares, que tenía su sede en el colegio incautado a los salesianos de la calle Francos Rodríguez. Iban médicos, catedráticos y escritores como Machado.

Aquellos hombres y mujeres fueron llevados a la sede del regimiento, donde se les explicó que iban a ser evacuados y trasladados a Valencia. Ese era el cometido de los comisarios culturales, uno de ellos fue Miguel Hernández. En aquel acto tomó la palabra Antonio Machado: "Yo no me hubiera marchado; estoy viejo y enfermo. Pero quería luchar al lado vuestro. Quería terminar una vida que he llevado dignamente, muriendo con dignidad." Era el 24 de noviembre. Parten por carretera en camiones. El 26 ya están en Valencia y son hospedados en un hotel convertido en Casa de la Cultura. Pero a los pocos días, la familia Machado abandona la estancia y se muda a una casa en las afueras de Valencia, en el pueblo de Rocafort, donde permanece 15 meses, tras los cuales vendrá Barcelona, Gerona y el exilio francés. 329


En agosto de 1937 Machado es entrevistado por un periódico. Le preguntan por su hermano mayor, al que la guerra cogió en Burgos, y responde: "Es para mí una tremenda desgracia este estar separado de Manuel. Él es un gran poeta. Él, además, es mi hermano..." Su otro hermano José describió aquella partida de Madrid: "En noviembre, el peligro inminente que se cierne sobre la capital invicta alcanza las más terribles proporciones. Entonces, amigos muy queridos y admirados por él -los dos poetas, León Felipe y Rafael Alberti- llaman a su puerta para tratar de convencerle cariñosamente de que debe de alejarse de Madrid. En un principio se niega terminantemente a dejar su querida ciudad; pero lo que le decide a partir es el imperativo moral de poner a salvo a su anciana madre, a sus hermanos y a las niñas que hay en la casa, sus sobrinas, a las que quiere como un padre."

En 1945, Rafael Alberti recordaba el día en que se presentó en casa del poeta: "Una mañana bombardeada de otoño, el poeta León Felipe y yo, nos presentamos en su casa. Salió Antonio Machado, grande y lento, y tras él, como la sombra fina de una rama, salió su madre. Machado nos escuchó concentrado y triste. Se resistía a marchar. Hubo que hacerle una segunda visita. Y ésta con apremio..." Empezaba el calvario, el segundo en la vida de Machado, tallada de hondas satisfacciones personales, artísticas y políticas, pero también de desgracias y negros presagios, y una salud que se venía abajo a marchas forzadas.

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El poeta murió enfermo; más enfermo que triste. Que lejos quedaba Leonor Izquierdo; lejos en el tiempo y lejos en el espacio; en la tierra de Soria como decía el poeta. Aquel fue el primer calvario, el que se llevó la vida de la joven Leonor. Cinco años en la tierra de Soria, hoy para mí sagrada allí me casé; allí perdí a mi esposa, a quien adoraba , orientaron mis ojos y mi corazón hacia lo esencial castellano (Antonio Machado).

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Capítulo 46

Juan Carlos Argüello "Muelle" (1966-1995) Muelle, el más relevante de los flecheros murales, confesó un día la razón de por qué había decidido dejar de pintar sus firmas: "Ahora como no siento que soy espontáneo, lo dejé y ya no pinto en la calle." Uno de los personajes más populares y a la vez enigmáticos de la cultura callejera y de barrio de Madrid, inmersa en aquel periodo que se conoció por La Movida, fue Muelle, alias tras el que escondía un personaje bastante especial, Juan Carlos Argüello Garzo, músico baterista y grafitero insuperable e irrepetible, tristemente fallecido de una gravísima enfermedad, que merece aquí el emotivo y particular recuerdo que se merece. Muelle, murió injustamente muy joven, a los 29 años. Quienes lo trataron a conciencia coinciden en que era una gran persona, con un carácter y una forma de ser fuera de lo común. Alguien que hacía amigos nada más conocer a 332


alguien. Triste fue el día que la prensa de julio de 1995 anunció el triste desenlace: "El entierro de Muelle tendrá lugar hoy, a las ocho y media de la mañana, en el cementerio Sur de Madrid".

No es para menos, pero puede decirse sin temor a la exageración que el que tenga un Muelle fotografiado de aquellos años, que lo cuide porque ya no queda en Madrid ninguna de las firmas genuinas, salvo la de la pared de la calle Montera, que acabará desapareciendo bajo una capa de pintura blanca. Es auténtica; tiene todas las trazas de serlo, con el valor añadido de tratarse de una de las últimas por él realizadas, habiendo pasado a el dibujo engrosado y a dos o tres colores.

Está en lugar difícil; en alto, por lo que es evidente que en su día, alguna noche, Muelle hubo de encaramarse hasta esa altura con una escala de mano. Toda una osadía cuando a escasos metros hay unas dependencias de la policía municipal. Alguien ya lo ha sugerido, y sería lo más acertado. Esa firma autógrafa debería protegerse de la intemperie con una armazón de cristal, porque no debería perderse el último testimonio gráfico de La Movida. Pero Muelle nunca fue personaje querido de las autoridades 333


municipales, y con razón. Nadie niega las razones que se esgrimieron para perseguirlo, a él y a otros como él: Glub, Bleck, Remebe, que todo lo embadurnaban.

Pero Muelle fue más cosas e hizo más cosas. Si casi invisible fue la paciente actividad de Muelle plasmando su firma en los lugares más insólitos, más lo fue su faceta como instrumentista de batería y profundo amante del jazz, que mostró a la vista de sus amigos en locales de ensayo tan conocidos en Madrid como Carabox. El diccionario de la RAE ha incorporado la palabra grafito para los dibujos en paredes, que define como letrero o dibujo circunstanciales, generalmente agresivos y de protesta, trazados sobre una pared u otra superficie resistente. Toda una exhibición imaginativa y de destreza en el manejo de pinturas pulverizadas, a base de caligrafías de gran tamaño que exaltaban alguna palabra o concepto, o dibujos basados en personajes y técnicas del comic, realizados por un afán incontenible de embadurnar muros y paredes y de llamar la atención de otras personas que se dedican a lo mismo. Pero el fenómeno de los grafitos se desbordó, y con razón es azote de ciudades y pesadilla de servicios municipales. Juan Carlos Argüello Garzo (1965-1995) era la persona que estaba detrás de Muelle. Lo sucedido con su final fue dramático y tremendamente desconcertante. Pero los artistas también mueren. Habrá quien piense que tampoco fue mucho su arte callejero. Es cierto. Tampoco él pretendía demostrar sus dotes de pintor. Muelle plasmó en múltiples sitios de Madrid y de fuera de Madrid una firma artístico-automatizada, que contenía esa palabra que adornaba con una consonante erre en un círculo a modo de tilde desmesurada y excéntrica, y una rúbrica en 334


espiral acababa en flecha de gruesos trazos, a modo de muelle estirado o estirándose de izquierda a derecha.

Queda fuera de la duda que el modelo en que se inspiró Muelle fueron los característicos trazos gruesos que impuso Forges en sus viñetas publicadas en la prensa. Muelle pintaba de noche en los muros. Sólo plasmó el nombre y no se conocen dibujos. La firma no fue siempre la misma. Fue evolucionando y haciéndose más compleja con la combinación de distintos colores y buscando efectos con bordes gruesos y perspectiva de tres dimensiones.

Francisco Umbral en aquel fatídico 1995 había escrito en un artículo de prensa: Las pintadas de Muelle son bellas, lacónicas, urgentes y sin destinatario. Pero el destinatario existía; era la sociedad de su ciudad. Alguien había escrito que Muelle ansiaba un reconocimiento social. Se escribió también que Muelle priorizó la inquietud de forjar una identidad individual. No. Lo suyo parece que fue crear una identidad anónima a los ojos de la sociedad, que día a día y en los lugares más insospechados había de encontrarse con la palabra muelle terminada en flecha. No había alardes. Todo era un obsesivo empeño del joven Argüello porque se viera su escritura y su mínimo dibujo. Enjuiciar esta clase de actitudes, desde una perspectiva psicológica, es difícil. Quedaría en manos de los expertos, que no se sabe si se han pronunciado sobre esa clase de manifestaciones sociales. En el caso de Argüello se redujo a plasmar el diseño automatizado del mote que le venía de sus años de colegio por algún artilugio que intentó acoplar a su bicicleta. Muelle en una tapia, en un contenedor, en una esquina, en una trasera de la ciudad. 335


La pintada era ya gigantesca, grabado amarillo al rojo, perfilado en negro y plata, centelleante y metálico. Muelle, anticultural y antimercado, nunca quiso nada (ya famoso) por sus obras. Barroquismo y colorido crecientes, neoyorquizantes. Deja seguidores. Su pintada es ya la rúbrica del Madrid postmoderno. En la que probablemente fue la última entrevista de Muelle, le preguntaron por lo obvio en estos casos: Qué intentaba expresar. Muelle respondió:"Es una pregunta horrorosa. No lo sé. Esta es la forma de expresión. No tengo mensaje; sólo una bandera que es el logotipo, pero no vendo nada. Sólo quiero llamar la atención sin intención. Prefiero la calle. Ahora como no siento que sea espontáneo, lo dejé hace un año y medio. Ya no pinto en la calle. Ahora soy otra cosa." El País, 1995: Juan Carlos Argüello abrió un espacio para muchos otros que llegaron después con la intención de dar a la calle un componente plástico impensable hasta él. Asimismo, combinó su actividad plástica con su participación como batería, su otra gran pasión, en mutltitud de grupos musicales. Hace dos años había renunciado a seguir 336


pintando su nombre por las paredes al considerar que su mensaje estaba ya agotado . El entierro de Muelle tendrá lugar hoy, a las ocho y media de la mañana, en el cementerio Sur de Madrid.

GLUB, otra de las figuras destacadas de La Movida grafitera y flechera en Madrid, cuenta cómo fue su relación con Muelle: "Muelle era el que impulsó todo un movimiento autóctono en Madrid. Era realmente la estrella. El que impulsó todo un movimiento autóctono en Madrid. También fue curiosa la forma de conocerlo y la sucesiva relación, en la que había un cierto toque mágico. Un día lo vi firmando un cartel en el Metro, pero esa vez se me escapó, puesto que yo estaba dentro del vagón y él en el andén. Fue pura casualidad que un día, gracias a mi trabajo, encontrara en el boletín del registro de marcas su dirección. Me decidí a mandarle una carta con una firma mía, y a los días recibí otra carta con su firma.

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Pero aún no le conocía en persona, hasta que un día fui al Rastro y vi a alguien vendiendo cintas de ordenador en un puesto. Vi que por algún lugar ponía Muelle. Le pregunté y efectivamente era él. El destino volvía a hacer de las suyas. Basta que desees algo fuertemente para que se cumpla. Bajamos a la estación del Metro de Latina, y en un cartel nos hicimos unas firmas con spray. Recuerdo muy bien aquel momento de estar firmando con una leyenda. El consejo que me dio para apurar el bote que teníamos, que estaba en sus últimas bocanadas, fue ponerlo en posición vertical para que así saliese toda la pintura. Hoy, cuando pinto con botes gastados, me acuerdo de aquella situación en la que exprimíamos un bote el Muelle y yo. Más tarde, en numerosas ocasiones, fui a su casa, y también al estudio donde ensayaba tocando la batería. Era una gran persona, muy sociable y superespecial. Muy original en todo lo que hacía. El mensaje último que nos dejó de por qué dejaba el mundo del graffiti, antes de saber lo de su enfermedad, no llegó a estar claro. Parece ser que veía agotado el mensaje y que por eso decidió dejarlo. Esto, en alguna ocasión, me ha hecho reflexionar con la posibilidad de dejarlo yo también. BLECK la Rata, destacado grafitero madrileño fue amigo profundo de Muelle. Muelle era algo aparte, siempre alegre, siempre riendo, siempre atento para ayudarte, siempre encantado de hacer cualquier cosa por ti. Muelle se convirtió en un buen amigo, y creo que no puedo ser objetivo al respecto. También hay que decir que éramos los más mayores de todos los que pintaban por aquella época. Así que esto nos daba la calidad de 'papás' de todos los demás, que aparte de respetarnos, envidiaban en cierta

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manera nuestra amistad. Pero Muelle era algo aparte, siempre alegre, siempre riendo, siempre atento para ayudarte, siempre encantado de hacer cualquier cosa por ti. Supongo que en eso estriba lo que nos hacía diferentes, aunque la imagen que reflejábamos era de disconformes, de rebeldes, de fuera del sistema. En verdad estábamos por encima de ello.

Apuntábamos a objetivos mayores. Queríamos ser más de lo que imaginábamos, y nos pusimos en camino. Muelle era diferente. Siempre supo que la muerte le rondaba y siempre fue consciente de que no tenía tiempo que perder y que no hay más que el presente para ser feliz. Que el mañana no está asegurado para nadie. Esa era su mejor virtud. Siempre podías contar con él. Siempre te daba lo máximo de sí mismo, sin esperar recompensas. Sabía que lo que más le importaba era dar. Sabía que tenía el tiempo limitado y se resistía a caer en la pesadumbre, siempre para adelante, o como solía decir: "Sin prisa, pero sin pausa".

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REMEBE, otro de los personajes destacados entre los flecheros de Madrid, comentó acerca de él: Lo conocía de toda la vida, ya que era un tipo que llamaba la atención. Las primeras veces que lo ví era punk total con collares de perro, imperdibles. Luego fue cambiando según fueron cambiando los tiempos. Era un tipo original ante todo, con sus zapatos buggies morados, calcetines rosas. Sus colores predominantes eran el morado, el rosa y el negro, y así quedó demostrado en sus pintadas. Un gran tío sin duda. Había tardes que no daba abasto a recibir a gente en su casa. Siempre contando chistes, siempre sonriente, siempre dispuesto a hablar con todo el mundo. Un gran tipo original. Era que abría el camino. ¿Pintó con flechas?, pues todo el mundo después pintó con flechas. Aparte de su gran calidad y del artista que fue, como era personalmente le dio mucha popularidad.

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Capítulo 47 Centenario de la muerte de Alejandro Sawa Jamás hombre más nacido para el placer, fue al dolor más derecho. Jamás ninguno ha caído con facha de vencedor tan deshecho. (Manuel Machado acerca de Alejandro Sawa).

En el 2009 se ha cumplido el centenario de la muerte de Alejandro Sawa, el mayor de los bohemios de Madrid a comienzos del siglo XX y el personaje en calles y cafés más admirado, que irradiaba un algo indefinible en todos aquellos que lo trataban. Eso lo admitió el propio Pío Baroja, que lo trató. Alejandro Sawa murió en Madrid el 3 de marzo de 1909 a los 47 años, ciego, loco y en la absoluta miseria. Sawa fue el autor de Iluminaciones en la sombra , la obra póstuma que se editó gracias a la 341


insistencia de Ramón del Valle-Inclán y a las colaboraciones expresas de Rubén Darío y de Manuel Machado, que redactó un epitafio para el malogrado personaje. Es destacar que sesde mediados del 2008 está publicada su primera biografía, escrita por la profesora granadina Amelia Correa Ramón, que lleva por título "Alejandro Sawa, luces de bohemia".

Sawa fue un romántico tardío por su modo de pensar y de vivir, que casi sin haber hecho nada llegó a convertirse en el personaje que más impresionó a los intelectuales en Madrid. La leyenda que lo acompañó siempre intenta ahora identificarlo con el Max Estrella protagonista de Luces de Bohemia . Algunos estudiosos se muestran convencidos de que Ramón del Valle-Inclán se había limitado a calcar la vida mísera y desgraciada de los últimos años de Sawa, a quien había tratado a fondo. Otros no están de acuerdo, y si acaso admiten ciertos elementos que podrían tener que ver con la figura de Sawa. Alejandro Sawa nació en Sevilla en 1862, pero vivió en Málaga, donde ingresa muy joven en un seminario que no tarda en abandonar para convertirse en furibundo anticlerical. En 1880, con tan sólo 18 años, se viene a Madrid, donde alterna la vida bohemia más extrema y dura con colaboraciones en varios periódicos. En Madrid permanece diez años, hasta 1890 en que parte hacia París. Vive como puede de algunas traducciones y entabla amistad con el mito de la poesía bohemia francesa, Paul Verlaine. En Paris pasa Sawa siete años. Regresa a Madrid en 1896, recitándole a todo el que le sale al paso los poemas en francés de su admirado Verlaine, anécdota que citaron tanto Azorín como Pío Baroja. 342


Aquel modo de vida de extrema bohemia, aquellos poemas, el tono solemne y dramático que les infundía, calaron hondamente en la Generación del 98 . Tampoco pasaron inadvertidas sus barbas y melenas, ni sus atuendos ni sombreros, o la inseparable pipa, sin olvidar el perro negro que no se separaba de él, siempre hambriento, del que se decía que lo había enseñado Sawa a que cada vez que entrase en un café o casa de comidas, fuese derecho a las cocinas. Sawa encajaba a la perfección en la negra visión que de la bohemia de comienzos de siglo XX mostró Pío Baroja, que no perdía ocasión para denigrar a los bohemios: El bohemio, si se ve humilde, desdeñado, solo, llega a convertir en placer su desgracia. Si está enfermo o triste, llega a sentir una satisfacción absurda. Alejandro Sawa vivió como lo que siempre fue, un intelectual pobre con constantes trastornos visuales, que acabarían dejándolo ciego. Para mayor desgracia murió loco. La causa, desde el punto de vista médico, se ignora. Quienes lo conocieron en sus últimos momentos, resaltaron únicamente la siniestra conjunción de locura y 343


ceguera en el personaje. Sawa murió un 3 de marzo de 1909 envuelto en la miseria más extrema. Falleció en su casa de la calle del Conde Duque, a sólo unos pasos del gran cuartel, hoy centro cultural de Madrid. Una lápida de Círculo de Bellas Artes le recuerda al transeúnte el domicilio de Sawa. Pero no era ni es personaje conocido, y sin embargo su mayor admirador y amigo fue ValleInclán. Valle-Inclán fue de los pocos que asistieron al entierro de Sawa. A él se le debe el empeño de que la obra que dejaba fuese editada, pues Sawa nunca tuvo éxito con los editores. Valle-Inclán envió una carta envuelta en tintes dramáticos al entonces prestigioso y admirado poeta modernista Rubén Darío, pidiéndole que promoviese algo a favor de Sawa. Rubén Darío, que conocía a Sawa desde sus años de París, lo había definido como un hombre brillante, ilusorio y desorbitado . La carta decía así: Vengo a verle a usted después de haber estado en casa de nuestro pobre Alejandro Sawa. He llorado delante del muerto, por él, por mí y por todos los pobres poetas. Yo no puedo hacer nada; usted tampoco, pero sí si nos juntamos. Sawa deja un libro inédito. Lo mejor que ha escrito. Un diario de esperanzas y tribulaciones. El fracaso de todos sus intentos para publicarlo y una carta donde le retiraban una colaboración de sesenta pesetas que tenía en El Liberal, le volvieron loco en los últimos días. Quería matarse. Tuvo el final de un rey de tragedia: loco, ciego y furioso. 344


La obra en cuestión era Iluminaciones en la sombra , que se publicó por fin en 1910, al año de morir Sawa, obra que había escrito nueve años antes, en 1901. El relato era una especie de diario de hechos, pensamientos y acontecimientos que iba viendo o que sentía. El prólogo lo puso el propio Rubén Darío, que definía a Sawa con exquisita precisión: Tenía todo París metido en el cerebro y en la sangre. Aún había bohemia a la antigua... No podía ocultar la nostalgia del ambiente parisiense y se sentía extranjero en su propio país, desarraigado en la tierra de sus raíces. Y tras el prólogo del poeta nicaragüense venía el epitafio del también poeta Manuel Machado, que incidía con maestría en la triste figura de Sawa: Jamás hombre más nacido para el placer, fue al dolor más derecho. Jamás ninguno ha caído con facha de vencedor tan deshecho. Sawa no alcanzó renombre como escritor, pero escribía bien. En el comienzo de Iluminaciones en la sombra daba cuenta exacta de su propio pensamiento: Como todos los desastres de mi existencia me parecen originados por una falta de orientación y por un colapso constante de la voluntad, quiero rectificar ambas desgracias para tener mi puesto al sol como los demás hombres... Tengo edad de hombre, y al mirarme por dentro sin otra intención de análisis que la que pueda dar de sí la simple inspección ocular, me hallo, si no deforme, deformado; tal como una vaga larva humana. Y yo quiero que en lo sucesivo mi vida arda y se consuma en una acción moral, en una acción intelectual y en una

acción física incesantes: ser bueno, ser inteligente y ser fuerte. ¿Vivir? Todos viven. ¿Vivir animado y

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erguido por una conciencia que sólo en el bien halle su punto de origen y su estación de llegada? A esa magnificencia osadamente aspiro. Que Dios me ayude. Pero la parte más literaria y filosófica daba paso a la extravagancia y al desvarío personal que puso de manifiesto con respecto al gran novelista vasco Pío Baroja: ¿Por qué Pío Baroja se ha quitado su zamarra y se ha vestido con la triste camisa de fuerza de los pobres escritores de ahora? Es porque es un invertebrado intelectual. Es porque carece de consistencia. Es porque no tiene fuerza en los riñones para resistir pesos. Es porque nunca la escultura ha soñado en hacer cariátides con los tuberculosos. Pero la parte más literaria y filosófica daba paso a la extravagancia y al desvarío personal que puso de manifiesto con respecto al gran novelista vasco Pío Baroja: ¿Por qué Pío Baroja se ha quitado su zamarra y se ha vestido con la triste camisa de fuerza de los pobres escritores de ahora? Es porque es un invertebrado intelectual. Es porque carece de consistencia. Es porque no tiene fuerza en los riñones para resistir pesos. Es porque nunca la escultura ha soñado en hacer cariátides con los tuberculosos. Baroja, al igual que Valle-Inclán, utilizó la figura enferma de Sawa para una de las escenas de su novela El árbol de la ciencia , publicada en 1912. Años antes de que Sawa fuese retratado supuestamente en el Max Estrella de Luces de Bohemia , ya aparecía en la novela de Baroja como aquel enfermo que llamó Rafael Villasús y del que escribió en boca del protagonista de la novela: Había en 346


la habitación un hombre demacrado, famélico, sentado en un camastro, que cantaba y recitaba versos. El personaje de la novela pregunta entonces qué le ocurría a aquel hombre, y la mujer que lo cuidaba le indica: Está ciego, y ahora parece que se ha vuelto loco. Villasús muere poco después, y son los propios vecinos que le cuentan de nuevo que el poeta loco había pasado tres días y tres noches vociferando, desafiando a sus enemigos literarios, riendo a carcajadas. El hecho de que el propio Baroja lo viese postrado en la cama, debió impresionarle. Así lo contaba en sus memorias: Un día Sawa me llamó para que fuera a verlo. Estaba en la cama medio ciego. Tenía el mismo espíritu y la misma preocupación por las cosas literarias de siempre. Me dijo que Valle-Inclán y Gómez Carrillo eran imitadores suyos...¡Pobre Alejandro Sawa!. Era en el fondo un hombre cándido, un tipo del Mediterráneo, elocuente y fastuoso, nacido para perorar en un país de sol. El retrato novelesco de Baroja coincide con la figura real del Alejandro Sawa en sus días postreros, tal y como constató en 1909, el año de su muerte, Prudencio Iglesias Hermida, gran amigo y admirador de Sawa, asistente también a su entierro: El día 18 de febrero del año actual, Alejandro Sawa amaneció completamente loco. El día anterior el enfermo presintió la catástrofe. Y este presentimiento, aunque tiene mucho de emocionante, no es extraordinario, si se piensa en las cualidades de vidente de este genial perturbado. Alejandro Sawa siempre tuvo un plano de su espíritu vuelto completamente hacia la Locura. En los momentos 347


de exaltación -y Alejandro Sawa se exaltaba por todo-, aquel hombre tomaba el aspecto imponente de un loco. Al cabo de un siglo, Sawa sigue siendo el gran ignorado de la literatura y el periodismo españoles. Un personaje literario, quizá el más literario de todos, en cada uno de sus gestos y pasos, a quien le cupo el extraordinario mérito de haber impresionado a una generación de intelectuales escépticos, desarraigados y desencantados de todo y de todos. No creo que hubiese existido otro del que pueda decirse lo mismo.

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Capítulo 48

La noche en que Valle-Inclán perdió el brazo izquierdo Mira Bueno. No te preocupes, que aún me queda el otro brazo, que es el de escribir . El primer manco de las Letras españolas no fue Miguel de Cervantes, que no perdió ningún brazo en la batalla de Lepanto. Le había quedado anquilosado por un trabucazo. El gran manco fue Ramón del Valle-Inclán el verano de 1899 cuando contaba 33 años, recién llegado a Madrid desde Pontevedra y casi un escritor desconocido. Contaba años después Pío Baroja en sus memorias que ValleInclán se vio en otra pelea que a punto estuvo de costarle el otro brazo. Aquella desgracia que nunca se sabrá si fue la mayor de su vida- sucedió un atardecer de julio en el ilustre café tertuliano situado en la planta baja del entonces Hotel París, el edificio que coronaba hasta hace poco el anuncio del Tío Pepe, hoy transformado en sede principal de una empresa multinacional de la informática. 349


Pío Baroja, en su recorrido literario por los cafés más concurridos a comienzos de siglo XX, dejó escrito: Había una tertulia de escritores jóvenes en el Café de Madrid al comienzo de la calle Alcalá, saliendo de la Puerta del Sol a mano derecha. Estaba en el mismo número 2 y se llamó "Café de la Montaña". Entre las fotos antiguas que circulan por Internet, se ofrece una supuesta de aquel café; supuesta porque realmente no parece que corresponda con la realidad, sino con la entrada de una pastelería contigua al café tertuliano de Valle-Inclán. No hay fotos tampoco del interior. Entre finales de siglo XIX y comienzos del XX, los intelectuales de la Generación del 98 frecuentaban con asiduidad los cafés y salones de Madrid que habían popularizado ellos mismos con su presencia. Entonces no había nada mejor que encerrarse en los cafés, pero más que para pasar el rato, para dejarse ver ante los demás. Las rencillas y enemistades por diferencias políticas y sociales, muchas veces exacerbadas por el mero afán de protagonismo, eran razones más que suficientes para que se dejasen ver en aquellos locales, o por el contrario, que nunca osasen entrar. Podía ser un descrédito, una claudicación o algo intolerable. Conforme crecían las enemistades entre los personajes, crecían las tertulias, y para ello había que ir en busca de cafés. Hubo en Madrid café para todos los gustos, y nadie se equivocaba. Aquel tiempo de comienzos de siglo XX estaba presidido por el pesimismo social y por una miseria en extensos barrios de Madrid, que rozaba cualquier límite. Los ánimos estuvieron siempre muy encendidos, y la intolerancia y la falta de respeto a los demás causaban estragos con consecuencias a veces nefastas. La envidia y el rencor fueron comidilla diaria. La ociosidad forzosa en muchos casos y el no saber cómo pasar las largas noches por 350


Madrid hacía que se discutiese agriamente por cualquier necedad. Aquellas reuniones empezaban al atardecer y se prolongaban hasta el amanecer. Pío Baroja, por ejemplo, detestaba cafés y tertulias, prefería irse a recorrer los sitios más apartados de la ciudad. Valle-Inclán no salía nunca de los adoquines. Largas reuniones de café que a menudo no acababan bien. Pío Baroja lo decía en sus memorias: Entre la juventud literaria del tiempo no vi más que malas intenciones: envidia, acusaciones de plagio... Todo lo que pudiera denigrar al compañero . Valle-Inclán, como los demás, frecuentaba las tertulias. Baroja, que lo conoció bien, lo consideró siempre un hombre violento e irascible, de quien dijo que como se sentía dictador en su tertulia, tenía a veces riñas desagradables. Valle-Inclán se hallaba entonces en el apogeo de la altivez y de la impertinencia.

José Martínez Ruiz -Azorín-, figura primordial de la Generación del 98, sentía lo mismo por Valle-Inclán, aunque a la vez no vacilaba confesar la profunda fascinación que ejercía sobre él. Nuestras normas de vida eran distintas y nuestras estéticas se oponían. Fascinado por él lo he estado siempre.

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Manuel Bueno Bengoechea (1873-1936). El hombre que propinó el bastonazo a Ramón del Valle Inclán

Una noche de julio llegó al Café de la Montaña o Café Madrid, Ramón del Valle-Inclán. Venía caminando como siempre desde su buhardilla de la calle Calvo Asensio, en el barrio de Argüelles; cuartucho mísero que mucho sorprendió a Baroja el día que lo visitó: Don Ramón vivía en un cuartucho pequeño con una cama en el suelo y una caja como mesa de noche. Tenía en la pared tres o cuatro clavos, en donde colgaba todas sus ropas. Cuando Valle-Inclán se incorporó a la tertulia, los allí presentes ya llevaban algún tiempo discutiendo sobre un asunto banal y ocioso. Entre otros, estaban conocidos personajes de la cultura de finales de siglo XIX. El pintor Francisco Sancha, Gregorio Martínez Sierra, destacado promotor del modernismo español, el editor Ruiz Castillo y, naturalmente, el joven escritor y periodista de 25 años Manuel Bueno Bengoechea, uno de los más brillantes y destacados de la intelectualidad española de la Generación del 98, asesinado en agosto de 1936, ya en plena guerra civil, por grupos de milicianos exaltados que no le perdonaron algunos de sus escritos más radicales contra la izquierda.

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Aquella noche no se pudo evitar que la conversación acabase en una fuerte discusión que degeneró en agresión física. Valle-Inclán y Manuel Bueno se insultaron y se atacaron mutuamente. Iba a forjarse un poco más la aureola de leyenda que acompañó siempre al escritor gallego, de la que él mismo fue también víctima. Las crónicas de la prensa de entonces reflejaron así la pelea: Ramón Valle-Inclán, un polémico sin remedio, pidió un café con leche y una botella de agua y se sentó a la mesa donde se estaba dando conversación compuesta por el editor Ruiz Castillo, Jacinto Benavente, el cronista Manuel Bueno y el pintor Paco Sancha».

Se discutía sobre un tema de actualidad, uno de tantos: el duelo entre un joven aristócrata andaluz, López del Castillo, y el caricaturista portugués Leal da Cámara, que noches atrás habían tenido sus diferencias en el Paseo de la Castellana sobre el valor personal de lusos e hispanos. El tema del honor hace que Valle-Inclán se excite durante la conversación y que su voz destaque, como casi siempre, por encima de las de los demás. Pero Manuel Bueno también alza la suya: -¡Señores, todo lo que ustedes están diciendo carece de validez! ¡Leal da Cámara es menor de edad y no podrá batirse! Valle-Inclán, dolido, reprende: No zea uzted majadero, que uzted no zabe una palabra de ezo.- Manuel Bueno se levanta, da un paso atrás, toma su bastón con barra de hierro, y amenaza con él a ValleInclán, que empuña una botella mientras le llama "¡Majadero! ¡Majadero!" Don Ramón agarró la botella por el cuello y hace ademán de darle con ella a Manuel Bueno, que se ve obligado a defenderse, pero con tan mala fortuna que descargó un bastonazo en la muñeca del escritor, que no debió de ser fuerte. Se dijo con insistencia que el mal le había venido a Valle-Inclán por la mala curación de urgencia practicada en el centro de socorro donde lo atendieron, la cual hizo que al día siguiente la herida se gangrenase, por lo que se determinó amputarle el brazo sin vacilación. 353


Esa fue y sigue siendo la creencia general y que al parecer es errónea desde el punto de vista médico. No fue la causa de la amputación el gemelo de la camisa incrustado, sino una pequeña fractura ósea. Con el brazo amputado de Cervantes se cometió un error histórico y con el de ValleInclán también. En la sección de El Mundo, Diario con guantes , de 1998, Francisco Umbral dio a conocer el parte médico oficial: Me remite José Ignacio Calvo Palomero nada menos que el certificado de la amputación del brazo izquierdo a Valle-Inclán. Parece que el Secretario General del Colegio de Médicos ha calificado el documento de «excepcional». También se lo enviarán a Cela, que imagino lo pasará a su Fundación. Dice así: «Don Manuel Barragán y Bonet, Doctor en Medicina y Cirugía, domiciliado en la Corredera Baja, 37, certifica que en la Casa de Salud «Santa Teresa», Paseo de la Castellana nº 7 antiguo, amputó el brazo izquierdo por su tercio inferior a Don Ramón del Valle-Inclán, el día 12 del corriente a consecuencia de una fractura con (ilegible) con herida de los huesos del antebrazo. Y para que pueda procederse a la inhumación expido la presente en Madrid a 14 de Agosto de 1899, M. Barragán». 354


Juan Antonio Hormigón, Secretario General de la Asociación de Directores de Escena, destacado biógrafo de Valle-Inclán, señalaba en una entrevista: Está luego lo del episodio de la pérdida de su brazo al incrustársele el gemelo de su camisa en una disputa con Manuel Bueno, que ha generado tanta literatura. Yo soy licenciado en medicina y he entendido muy bien el diagnóstico del doctor Manuel Barragán. Ha sido una fractura conminuta en los huesos del antebrazo, un estallido óseo, y, de aquélla, como no había tratamiento, hubo que amputar. La pregunta que yo me hago es: ¿Manuel Bueno llevaba un bastón normal o llevaba un bastón estoque? Porque el bastón estoque, al llevar el ánima de acero, pesa mucho más. Además de ser un arma que estaba prohibida. Y esto puede explicar mejor lo ocurrido, que al parar el golpe con el brazo izquierdo se llegase a astillar el cúbito y el radio. Pero bueno, esto es algo que yo digo aquí, en la intimidad, porque es algo que ni tan siquiera me he formulado. Valle-Inclán, tras recibir el bastonazo, fue llevado a la Casa de Socorro, donde le practicaron los primeros cuidados, probablemente a la que aún existe en la calle Navas de Tolosa, cercana a la Puerta del Sol. Le vendaron la herida y le indicaron que permaneciera en reposo en su casa. Esa noche el dolor no le dejaría dormir. A la mañana siguiente había comprobado que el brazo se había hinchado considerablemente. Es entonces cuando lo llevan a la Casa de Salud de la Castellana. Allí le destapan 355


la herida y comprueban que la infección era extensa y que empezaban a aparecer signos de gangrena. Interviene entonces el director de la institución, el doctor Barragán, que determina tajante que había que amputar el brazo izquierdo.

La leyenda en torno a Valle-Inclán no se detuvo en momentos tan trágicos para su vida. Por de pronto corrió la noticia inverosímil de que, ya en la mesa de operaciones, se había negado a que le suministrasen cloroformo con el fin de conservar la conciencia en todo momento. No proferí un grito, ni el más leve quejido... Recuerdo que, para ver yo bien la amputación, hubo necesidad de pelarme el lado izquierdo de la barba . He aquí una muestra clara de su portentosa ironía y sentido del humor. Valle siempre se reía de casi todo. Se publicó también que durante la intervención había pedido un puro habano y que con él hacía volutas de humo que ascendían al techo del quirófano, mientras así disimulaba el terrible dolor que padecía. 356


Verídico debió de ser la amarga queja del escritor tras la operación: -¡Uf, cómo me duele el brazo - Jacinto Benavente, allí presente, le respondió: ¡Cá, Ramón! Ése ya no te dolerá nunca más . Por lo demás, no consta que Valle-Inclán en ningún momento de su vida lamentase su manquedad, ni que aquella desgracia influyese en su forma de ser y en sus obras. Acaso la excepción más dramática fuese aquella vez en que manifestó: Sólo he echado de menos el brazo perdido cuando murió mi pobre hija. Se moría, y yo no podía abrazarla como hubiera deseado . Valle-Inclán perdió el brazo a las puertas del siglo XX. Una vez repuesto de la operación es verídico que acudió al café y que mantuvo un conciliador encuentro con Manuel Bueno Bengoechea, asesinado ante un paredón por milicianos de Barcelona en 1936 al comienzo de la guerra civil. En aquel encuentro le dijo Valle-Inclán: Mira, Bueno, lo pasado, pasado está. Aún me queda la mano derecha para estrechar la tuya. Y no te preocupes, que aún me queda el otro brazo, que es el de escribir .ValleInclán apenas había escrito nada al comenzar el siglo. Pío Baroja, que estaba en París cuando lo del brazo, había regresado un par de meses después. En sus memorias se limitó a señalar: Al llegar a Madrid, en el otoño de 1899, volvía a reunirme con la gente literaria. Los tipos de las reuniones eran los mismos. Allí estaba Valle-Inclán, a quien ahora le faltaba el brazo. El temperamento indomable de Valle-Inclán lo volvería a llevar al enfrentamiento verbal y físico, poco tiempo después de lo del Café de la Montaña. Ocurrió en otra de aquellas tertulias nocturnas por algo insignificante, pero 357


sacado de quicio. Es un hecho poco conocido que reveló Pío Baroja, que la noche en cuestión hubo de acompañar a Valle-Inclán a una botica de la calle de Caballero de Gracia. Recuerdo una vez que alguien propuso una expedición a Andalucía. De estas expediciones se proyectaban muchas y no se realizaba casi ninguna. Valle-Inclán dijo que había que hacer el viaje en invierno, y José Ignacio Alberti, granadino, observó que en muchos sitios de Andalucía era muy frío el invierno.

Valle-Inclán le contestó desdeñosamente, y Alberti le dijo que no fuera ridículo. Valle le insultó; Alberti le contestó. Valle le tiró una botella a la cabeza. Alberti le tiró una copa. Se armó un escándalo furioso y Valle-Inclán apareció con la mano llena de sangre. Se había hecho una herida. 'A ver si queda manco del otro brazo', dijo uno de la tertulia".

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Capítulo 49

Bernardo López García (1840-1870) Oigo, patria, tu aflicción, y escucho el triste concierto que forman, tocando a muerto, la campana y el cañón. Aflicción viene de afligir, que el diccionario de la RAE define con cuatro acepciones: Causar molestia o sufrimiento físico.Causar tristeza o angustia moral. Preocupar, inquietar. Sentir sufrimiento físico o pesadumbre moral. Aflicción en el poema es la palabra clave y determinante que capta el personaje anónimo a raíz de los sucesos luctuosos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. En ese sentimiento tuvo que basarse el poeta jienense Bernardo López García (1840-1870) para componer los versos 58 años después, un furibundo antimonárquico

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isabelino y un consumado revolucionario social que participó con solo 21 años en el primer gran levantamiento de campesinos andaluces contra el caciquismo y el hambre: Los Sucesos de Loja (1861), que le valieron el arrinconamiento de los más serviles del régimen. Nació en Jaén el 11 de noviembre de 1840 y falleció enfermo de tisis galopante en Madrid el 15 de noviembre de 1870, a la temprana edad de 30 años, cuatro días después de cumplirlos. Permaneció 29 años en el cementerio de Fuencarral, ya desaparecido y urbanizado su solar, hasta su traslado definitivo a su Jaén natal en 1899.

Bernardo López había empezado a hacer versos desde los 15 años. Un día se presentó en Madrid en busca de un futuro, como tantos, y lo halló durante un tiempo como redactor del periódico El Eco del País, que no hacía apenas nada que lo había fundado Eduardo Gasset Artime, tío del ilustre filósofo José Ortega y Gasset. En 1866, con 26 años, cambió la vida de Bernardo.

El largo poema patriótico que elaboró transcurridos 58 años de los dramáticos hechos de Madrid, lo publicó al fin con un éxito clamoroso en todos los ámbitos, aunque no exento de críticas desde algunos sectores. Juan A. de Biedma, que fue amigo fiel del poeta, escribió:

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El periodismo que como la milicia o el claustro en otros tiempos, llama hoy a si, al mayor número de nuestros jóvenes poetas; es literatura febril y militante, que nace y muere entre el calor de las pasiones, también hizo tributario al talento del autor, y El Eco del País, ilustrado periódico dirigido por el bien reputado escritor D. Eduardo Gasset y Artime, recogió en sus columnas durante un año sus arrebatadas inspiraciones . Todo lo que había escrito antes y lo que escribiría después, nadie lo tomó en cuenta, y hubo de contentarse con ser poeta de un solo poema y muy especialmente de cuatro versos, recitados miles de veces en todas las escuelas y colegios españoles, buena parte de los siglos XIX y XX, y en toda suerte de actos patrióticos. Pero aquella apoteosis cayó en el olvido y en el desconocimiento absoluto desde hace muchos años.

Ya no se ensalzan los heroísmos ni a los héroes, y la inmensa mayoría no sabe nada de su existencia. Bien vale la pena ahora dedicar unas líneas, pero no para ensalzar su obra, recuperarla o valorarla, sino para recordar en unos trazos a su autor, que vivió, murió y permaneció enterrado en Madrid. En Madrid no cuenta con ninguna escultura; sólo una lápida artística en bronce en la fachada de su casa, realizada a petición de la colonia jienense en 1925 por el escultor jienense Jacinto Higueras Fuentes, discípulo de Mariano Benlliure, también muerto en Madrid, quien años atrás, en 1904, expuso un busto del poeta en Jaén, 361


que inauguró Alfonso XIII. Bernardo López vivía en la calle del Portillo, una calle corta de barrio, en cuesta, a la que se accede por abajo desde la Travesía del Conde Duque o desde arriba por la Plazuela de las Comendadoras. Desde ella se divisa un pedazo del Edificio España. La casa del poeta estaba en el número 9, donde figura a la altura del primer balcón la lápida en bronce. Desde 1925, la calle lleva su nombre y apellidos, y conserva la bella placa de azulejos con su nombre y los escudos hermanados de Madrid y Jaén. David Pallol, en su blog dedicado al Art-Decó en Madrid, cita a María del Socorro Salvador Prieto, autora del libro "La escultura monumental en Madrid. Calles, plazas y jardines públicos, 1875-1936". Editorial Alpuerto, 1990, en referencia a la lápida de bronce dedicada al poeta en la casa en que vivió y murió: "Fue encargada al escultor por una comisión de jiennenses, residentes en Madrid, con el fin de recordar el lugar donde el poeta vivió y murió. Se trata de una placa de bronce en la que se representa, en bajorrelieve, la lucha del 2 de mayo; a la derecha, en primer plano, el busto del escritor. A la izquierda, en segundo plano, una joven madre sentada en el suelo, amamantando a su hijo y, junto a ella, de pie, un chispero. Sobre sus cabezas corre la inscripción: "Y suenan patrias canciones/cantando santos deberes" Y debajo del relieve:

"En esta casa murió el cantor del 2 de mayo Bernardo López García, Jaén MDCCCXXXVIII" Jacinto Higueras desarrolla en esta placa una amplia escena compositiva en la que pretende acentuar la profundidad por medio de la

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distribución de las figuras en tres planos diferentes y creando un juego de diagonales. La escena tiene un fuerte carácter narrativo y pictórico, pero dentro de un sencillo marco."

Oda al Dos de Mayo (1866) Oigo, patria, tu aflicción, y escucho el triste concierto que forman, tocando a muerto, la campana y el cañón. Sobre tu invicto pendón miro flotantes crespones, y oigo alzarse a otras regiones en estrofas funerarias, de la iglesia a las plegarias, y del Arte las canciones.

Lloras porque te insultaron los que su amor te ofrecieron... ¡A ti, a quien siempre temieron porque tu gloria admiraron: a ti, por quien se inclinaron los mundos de zona a zona; a ti, soberbia matrona, que libre de extraño yugo, no has tenido más verdugo que el peso de tu corona! Doquiera la mente mía sus alas rápidas lleva, allí un sepulcro se eleva cantando tu valentía;

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desde la cumbre bravía que el sol indio tornasola hasta el África, que inmola sus hijos en torpe guerra, ¡no hay un puñado de tierra sin una tumba española!

Tembló el orbe a tus legiones, y de la espantada esfera sujetaron la carrera las garras de tus leones; nadie humilló tus pendones ni te arrancó la victoria, pues de tu gigante gloria no cabe el rayo fecundo ni en los ámbitos del mundo ni en los libros de la Historia. Siempre en lucha desigual canta su invista arrogancia Sagunto, Cádiz, Numancia, Zaragoza y San Marcial; en tu seno virginal no arraigan extraños fueros, porque indómitos y fieros saben hacer tus vasallos frenos para sus caballos con los cetros extranjeros...

Y hubo en la tierra un hombre que osó profanar tu manto... ¡Espacio falta a mi canto para maldecir su nombre...!

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Sin que el recuerdo me asombre, con ansia abriré la historia; presta luz a mi memoria, y el mundo y la patria a coro oirán el himno sonoro de tus recuerdos de gloria. Aquel genio de ambición que, en su delirio profundo, cantando guerra hizo al mundo sepulcro de su nación, hirió al íbero león, ansiando a España regir, y no llegó a percibir, ebrio de orgullo y poder que no puede esclavo ser pueblo que sabe morir. ¡Guerra!, clamo ante el altar el sacerdote con ira; ¡guerra!, repitió la lira con indómito cantar; ¡guerra! gritó el despertar el pueblo que al mundo aterra; y cuando en hispana tierra pasos extraños se oyeron., hasta las tumbas se abrieron gritando: ¡Venganza y guerra! La Virgen con patrio ardor ansiosa salta del lecho; el niño bebe en el pecho odio a muerte al invasor; la madre mata su amor,

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y cuando calmada está, grita al hijo que se va: "¡Pues que la patria lo quiere, lánzate al combate y muere; tu madre te vengará...!" Y suenan patrias canciones cantando santos deberes, y van roncas las mujeres empujando los cañones; al pie de libre pendones el grito de patria zumba. Y el rudo cañón retumba, y el vil invasor se aterra, y al suelo le falta tierra para cubrir tanta tumba...

Mártires de la lealtad, que del honor al arrullo fuisteis de la patria orgullo y honra de la Humanidad.

En la tumba descansad, que el valiente pueblo íbero jura con rostro altanero que, hasta que España sucumba no pisará vuestra tumba la planta del extranjero.

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Capítulo 50

El Parnasillo del Café del Príncipe

El romanticismo en España se fraguó en Madrid en un antro de mala muerte, denigrado por todos, en torno a 1828 o 1829, del que no queda el menor rastro, salvo el entorno en el que estuvo. Eso precisamente es de lo que se va a hablar aquí. En ese lugar acordaron darse cita diaria los más relevantes espíritus románticos, temerosos a todas horas de la represión del régimen de Fernando VII. Ese espíritu tan propio de este país, que solía relacionar la creación artística y literaria con la conspiración y la traición nacional, lo que hizo que Francisco de Goya hubiese de partir para el exilio de Burdeos.

Ramón de Mesonero Romanos, el gran cronista de Madrid, escribió acerca del Café del Príncipe, que frecuentó en su juventud allá entre 1930 y 1935 cuando sus años de esplendor romántico, que de todos los cafés existentes en Madrid por los años 1830 y 31, el más destartalado, sombrío y solitario era, sin duda alguna, el situado en la planta baja de la casita contigua al teatro del Príncipe. Pues bien, a pesar de todas estas condiciones negativas, y tal vez a causa de ellas mismas, este miserable 367


tugurio, sombrío y desierto, llamó la atención y obtuvo la preferencia de los jóvenes poetas, literatos, artistas y aficionados.

Deambular por las calles de Madrid es toparse con rincones históricos y de leyenda. La corta existencia en el tiempo de la ciudad moderna que fundó Felipe II hizo que la ciudad se desarrollase intensamente y que atravesase por periodos truculentos, dramáticos y siniestros que dieron al traste con instituciones, movimientos sociales y personajes relevantes. La historia de Madrid es una inconmensurable desgracia social. Hay mucho que rememorar en esta ciudad, sin necesidad de recurrir a la imaginación y a los relatos de cronistas y literatos. Basta con las orientaciones y sugerencias que destapan estudios y escritos recientes, magníficamente documentados, consultables en los muchos blogs y páginas webs que hay de Madrid, para que podamos acudir a esos entornos. No es preciso situarse en la Plaza Mayor o en la Puerta del Sol para acceder al pálpito del viejo Madrid. No tienen por qué acabar en esos lugares quienes están de paso en la ciudad. Basta, por ejemplo, con situarse en una plazuela como la de Canalejas, la antigua de las Cuatro Calles, e internarse por la calle del Príncipe, con la seguridad de acceder a un entorno ilustre. La calle del Príncipe es estrecha, incómoda para el peatón y con intenso tráfico matinal. No llega a los mil metros entre su inicio en Canalejas y su final en Huertas. Contra lo que muchos creen, no se llega a su término en la anchurosa Plaza de Santa Ana, entre el Teatro Español y el Hotel Reina Victoria-Almacenes Simeón, que fue plaza

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abierta por vaciamiento forzoso del solar que ocupaba el Monasterio de Santa Ana. Otras plazas surgidas así son las de Oriente y Jacinto Benavente. No. La calle del Príncipe de toda la vida proseguía unos cien metros más desde Santa Ana hasta Huertas. Concluye entre la casa en que vivía Santiago Ramón y Cajal cuando le comunicaron el Premio Nobel en 1906 y el Palacio de Saldaña, la casa de José Canalejas que abandonó para siempre una mañana de invierno de 1912, tras recibir dos disparos en la Puerta del Sol.

Algunas guías turísticas de Internet caen en el error de considerar que la taberna o pub frente al Palacio de Saldaña, que se llama El Parnasillo, es el local de la tertulia El Parnasillo del Café del Príncipe. Ya hubiesen querido aquellos románticos como Larra y Espronceda un local de la categoría y atractivo de esa taberna irlandesa. Los nombres históricos no siempre coinciden con su trayectoria real y, a veces, son meras denominaciones que pueden despistar a algunos. En este sentido también hay que alertar acerca del actual Café del Príncipe de comienzo de la calle, es decir, en Plaza de Canalejas, tratándose del reacondicionamiento de un establecimiento anterior, que según algunos se trataba de una lujosa joyería. Nada tiene que ver con el histórico de los románticos de mediados del siglo XIX.

El Parnasillo del Café del Príncipe no existe como tampoco el local donde se ubicaba ni la modesta casa de dos pisos aledaña al Teatro Español. Las últimas obras del teatro ampliaron la fachada por su derecha, es decir, hasta doblar por la calle lateral de Manuel Fernández y González, antes calle de la Visitación, tal y como se ve en la foto propia que acompaño. La reestructuración se llevó 369


por delante las dos casas, de dos y cuatro pisos, según puede observarse en la postal del gran fotógrafo Alfonso, la única que indica con claridad la situación real del teatro y de la casa que ocupó el Café del Príncipe, que siempre se dijo que estaba adosado al teatro. Lo está en efecto la casita baja.

A la vista de la foto actual del teatro, si contamos las puertas por la izquierda, las que constituyen la tercera y cuarta corresponden exactamente a la ubicación y anchura que tenía que tener el Café del Príncipe de Espronceda y Larra.

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Capítulo 51

El niño de 10 años que vino a pie desde Ferrol a Madrid en 1860 Lo que sigue es la historia sencilla, humilde y trágica, trazada entre la miseria y la esperanza, de una madre y sus dos hijos que se ven obligados a emigrar desde Ferrol a Madrid. Largo viaje de unos 700 kilómetros a pie durante tres semanas en compañía de una cuadrilla de arrieros y carros cargados. Corría el verano de 1860. Fue aquella la aventura interminable de mucha gente que ansiaba encontrar en Madrid el modo de salir de la miseria y penuria que dejaban atrás en pueblos y aldeas recónditas, que unos alcanzaron con mucho esfuerzo y otros, los más, solo consiguieron sobrevivir entre calamidades. Madrid hay que tenerlo siempre presentese hizo con gentes provincianas desde mucho antes del levantamiento popular de 1808, como puso de manifiesto la relación oficial de muertos, heridos y represaliados por las tropas de ocupación francesas, de los cuales solo una exigua minoría era oriunda de Madrid. A Madrid se venía como a la tierra de promisión, muchos alentados por parientes y amigos instalados hacía tiempo, que si no regresaron era porque les había ido bien. Pero la realidad fue muy distinta. Mientras unos hallaron prosperidad en el comercio y en ciertos oficios, otros hubieron de contentarse con ser traperos, colilleros, ladrilleros, o sirvientas y lavanderas en el Manzanares, malviviendo en condiciones infrahumanas en los barrios

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periféricos de Tetuán de las Victorias, las Cambroneras y las Injurias, tétricamente descritos por Pérez Galdós, Blasco Ibáñez y Pío Baroja, ninguno de los tres madrileño. La miseria y la desgracia ferrolana de aquella familia se prolongó toda una vida en Madrid. No salieron de ella la madre recién viuda, santiaguesa y sirvienta en Ferrol, de nombre Juana Posse, y sus dos hijos de 10 y 4 años, Paulino y Manuel. Su historia hubiera concitado por sí misma el interés de un recién llegado Benito Pérez Galdós, pero no la escribió. En Ferrol, Juana se había casado en 1849 con un orensano de nombre Pedro, que trabajaba de peón en el ayuntamiento de la ciudad. Al poco tuvieron una hija, Elisa, que murió prematuramente. No había casa en que un niño no muriera al poco de nacer. Luego nació Paulino en octubre de 1850 y en 1856 su hermano Manuel. Las cosas no iban a ir bien, porque a los nueve años, en 1859, la enfermedad y la muerte se llevó al marido. Los muchos gastos en medicinas y médicos dejaron sin nada a la viuda. Juana poco podía hacer en Ferrol, y con la pequeña ayuda de la beneficencia municipal que obtuvo se aventuró a emigrar con sus hijos a Madrid, pensando en que su tío carnal, que llevaba algunos años de criado en casa de gente rica, algo dispondría para ellos tres. Pero Juana arriesgó mucho en aquella aventura sin siquiera haber tenido ninguna noticia de su tío en mucho tiempo. Sólo sabía que trabajaba para un influyente aristócrata, Pedro Osorio de Moscoso y Moreno (1904-1986), que vivía en el lujoso Palacio de Altamira de la calle Flor Alta, junto a la de San Bernardo y a unos pasos de una Gran Vía que aún quedaba tiempo para que empezara a construirse. El dinero de que disponía Juana Posse no fue suficiente para pagar la diligencia de Madrid. Los trenes no existían. Tuvo que recurrir a los arrieros, que solían admitir

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acompañantes con condiciones, que podían ceñirse a abonar cierta cantidad de dinero, que en algunos casos podía rebajarse si había acuerdo en ocuparse de guisar por el camino o en lavar la ropa en cualquier arroyo. Juana solo consiguió al menos que el pequeño Manuel pudiese ir en los carros. Ella y su hijo Paulino irían andando todo el viaje. Durmieron en el suelo sobre sacos, en caminos, a la vera de ríos, en pocilgas, ermitas abandonadas y en patios y cobertizo de ventas. No había para más atenciones. La caravana de arrieros entró en Madrid por el camino real del Pardo a la Cuesta de San Vicente, es decir, por el Paseo de la Florida, al cabo del cual los viajeros que llegaban en diligencia subían la cuesta hasta enfilar la calle Leganitos y la Puerta del Sol, en cuyo entorno estaban los apeaderos y las principales fondas. Los arrieros por el contrario, porque no estaban autorizados a cruzar esas calles, habían de proseguir por el Paseo de la Virgen de Puerto hasta doblar la calle Segovia o proseguir algo más de un kilómetro para acceder por San Francisco a la Plaza de los Carros, a unos pasos de la Plaza de la Cebada, desde donde accedían a las fondas y pensiones de la calle Segovia y de la Cava Baja. Esa parte de Madrid sigue siendo lo más genuino que cabe encontrar. Juana y sus hijos también se hospedaron en una posada, a la espera del día siguiente para ir en busca del palacio de Altamira, donde trabajaba su tío. Preguntaron calle a calle, entre vueltas y revueltas cruzaron la Puerta del Sol y probablemente por la de Arenal abajo acabarían en la Plaza de las Descalzas, desde donde acceder a la de Santo Domingo, donde comenzaba la calle San Bernardo, y a unos doscientos pasos, el elegante zaguán del palacio. 373


El ansiado encuentro no pudo ser. Juana sufrió el mayor de los disgustos en aquellas horas primeras de Madrid. En el palacio le dijeron que su tío había fallecido hacía algún tiempo. Los tres se alejaron, deambulando por calles tortuosas. Juana lloraría angustiada; sus hijos poco podían comprender lo que aquello significaba. Regresaron a la posada, que debieron abandonar al día siguiente por falta de dinero. Juana recapacitó y volvió al palacio para implorar el favor del aristócrata. La escuchó y le propuso que internara a sus hijos en el Hospicio de San Fernando de la calle Fuencarral, mientras ella buscaba trabajo. Juana aceptó y los niños entraron aquel mismo 1860. La decisión tuvo que ser muy dolorosa, algo por lo demás que se hacía a menudo entonces. Abrumada por el ambiente de Madrid, aquella mujer hubo de empezar por dedicarse a la mendicidad callejera, que no era cometido fácil con tanto pordiosero y limosnero como había entonces. Lo más que podía recoger era alguna moneda y algún mendrugo de pan. Juana Posse no podía vivir así por lo que se decidió a servir en casas piadosas en las que le dieran, además de unas monedas, las sobras de la comida, que se llevaba para su cuchitril en el corazón del barrio de Lavapiés. Juana alquiló un cuartito mezquino y oscuro, de un par de piezas, en la Travesía de Cabestreros, por el que pagaría de seis a siete pesetas cada mes. Pero servir en las casas solía implicar tener que lavar y lavar ropa de vestir, de cama y de enfermos. En Madrid, al contrario que Barcelona, no contaba con lavaderos urbanos, por lo que las cinco mil mujeres que llegaron a contabilizarse a comienzos de siglo XX, dedicadas todo el día y todo el año a lavar, tenían que hacerlo en el río Manzanares. La tarea 374


era insana de por sí al entrar en contacto aquellas pobre mujeres muchas adolescentes- con ropas procedentes de enfermos contagiosos, sin desdeñar los enfrentamientos por conseguir un puesto en el agua o por hacerse con la ropa de la clientela. Y los hijos tenían que permanecer con sus madres todo el día. No pocos acabaron en la delincuencia o en actitudes violentas en extremo ya de adultos. Otros en cambio se esforzaron para sacar a sus madres del río. Fue el caso de Paulino algún tiempo después. Mientras tanto, sus hijos hacían su vida en el hospicio en condiciones de trato y asistencia muy duras, insoportables para muchos que crecieron con taras físicas y psicológicas. Era la dureza común de la época. Las hermanas, los maestros, los celadores, en general, no eran ni buenos ni malos, quizá más lo primero que lo segundo; trataban a todos lo mismo, acaso con un poco de conmiseración para los niños más atribulados. No días, ni semanas, meses enteros vivió Paulino sin noción clara de la realidad. Inconscientemente hacía lo que le mandaban o lo que veía hacer, no comiendo apenas, por lo que cayó en un estado de debilidad tal que cuando entraba en la capilla el calor y el olor de la cera le producían mareos angustiosos. Dos veces estuvo en la enfermería del asilo, y una, por equivocación, en el hospital, donde, también equivocando la dolencia, le aplicaron sanguijuelas sobre la boca del estómago. Del hospicio salió con la enfermedad gástrica que le duró toda la vida. La vida en el hospicio de la calle Fuencarral, de impresionante fachada churrigueresca, recientemente restaurada, no era ociosa. Todos habrían de aprender a 375


leer y escribir y luego escoger un oficio. En diciembre de 1861 nuestro héroe terminó con aprovechamiento los estudios de primeras letras, demostrándolo en los exámenes solemnes de fin de año . Fue al año siguiente cuando hubo de elegir entre ser carpintero, sastre, zapatero, pintor o tipógrafo, oficio que llamó la atención del joven Paulino con 11 años, en el que fue ganando destreza a lo largo de 1862, año determinante para Paulino en el hospicio. Los domingos y fiestas de guardar los niños que tuviesen familiares podían salir y regresar al día siguiente temprano. Por Nochebuena y Navidad también se iban a sus casas. Paulino y su hermano esperaban ansiosos ese día para poder ver a su madre. Pero porque se había acumulado el trabajo en la imprenta del hospicio, el regente determina suspenderle el permiso a Paulino, el más trabajador y hábil de los operarios. Despejado, muy reflexivo, observador y capaz de gran potencia de atención, aprendió pronto la caja, que encierra letras, signos y guarismos, y después el mecanismo de la composición y distribución de los moldes, y como era laborioso en extremo, en poco tiempo realizó grandes progresos, que hubieran sido mucho mayores de haber tenido un maestro bueno y capaz de estimular, ayudar y orientar al aplicado. El maestro, o sea, el regente de la imprenta, era operario concienzudo y de extraordinaria pericia, pero duro de entrañas y malhumorado. Jamás salía de su boca palabra de aliento, de elogio o simplemente de aprobación, más sí, y casi siempre, la regañuza bronca y excesiva . Paulino no soporta aquella injusticia y decide huir con su hermano, callejeando hasta casa. La distancia era y es considerable. Julián Zugazagoiti, fusilado por el régimen 376


franquista en 1940, escribió acerca de aquella fuga: Tenía una móvil legítimo y noble: el hacer compañía a su madre. Nadie en su sano juicio y con espíritu justo nunca hubiera dicho nada, más que lo imprescindible en una situación como aquélla, que no tenía que haber tomado el niño. Los tres pasan la Nochebuena y la Navidad juntos, y al día siguiente Paulino retorna al hospicio. El regente lo estaba esperando para proferirle toda suerte de insultos, y no bastándole también le pegó. Se pegaba y se azotaba en hospicios, asilos, cárceles, en las escuelas y en las propias familias, y no pocos arrastraron toda una vida las consecuencias de aquellos golpes. Pero para el espíritu de Paulino peor eran las injusticias, los abusos y la explotación de las personas; de los niños como él en aquel entonces. Paulino esta vez tomaría una decisión en firme y determinante: fugarse del hospicio para no regresar jamás. Guardó sus pocas pertenencias y en un descuido de los porteros salió corriendo para su casa. Trabajó aquel día Paulino como todos los días; concluida la jornada, recogió en el dormitorio las historias y los objetos de su propiedad, espió al regente, y cuando le vio salir y hubo transcurrido un rato, escapó a la calle y no paró hasta dar en casa de la buena madre, donde aún estaba el pobre Manuelín, que, concluida la Pascua, volvió de nuevo al Hospicio, estando en él un año más. Es decir, Manuel permaneció solo en el hospicio durante todo el año 1863. Aquello debió de ser muy duro para el niño. Juana tenía que esforzarse más ahora con su hijo 377


Paulino. Había de compartir las tareas de lavandera en el Manzanares con la asistencia a varias casas a hacer lo que le mandaran. Paulino, ahora vecino de Lavapiés, se afanaba por encontrar un empleo en alguna imprenta de Madrid, pero nadie le ofrecía nada, hasta que por fin lo halla en enero de 1863 en la calle de la Manzana, cerca del Palacio de Altamira, donde se iba a componer y estampar un periódico llamado el Diario Universal. Le pagaron dos reales al día. Pero por marzo Paulino ya había perdido su trabajo al fracasar la edición. Encontró otro puesto en una imprenta de la calle del Limón, donde se trabajaba en una edición del Quijote, pero también duró poco. Llegó 1865 y nuevo cambio de imprenta, de la que fue despedido por negarse a realizar tareas que no le correspondían, como regar las plantas del jardín del jefe a base de extraer pesados cubos de agua de un pozo. Las injusticias y los abusos laborales no los toleró nunca desde su estancia en el hospicio. El rosario de idas y venidas por las imprentas fue interminable. Todo eran puestos precarios entre sobresaltos y pronunciamientos políticos de los gobiernos de turno, siempre a merced de arbitrariedades y caprichos de los patronos. La tragedia, hija de la miseria perenne de gran parte de los inmigrantes de Madrid, volvía a echarse encima de la familia. En 1866 fallece de tuberculosis a los 10 años su hermano Manuel, que quería ser zapatero. Todavía vivían en la Travesía de Cabestreros. El golpe fue muy duro para Paulino. Lo fue mucho más en 1887 en que fallece a los 60 años su madre Juana, pero ya por entonces vivían en la calle de la Comadre, también en el barrio de Lavapiés. 378


Paulino se quedaba solo en el mundo. Nunca se casó, pero convivió hasta el final de sus días con una viuda valenciana, cuyo hijo adoptó como si fuera propio. Y ahora, con letra minúscula, desvelo la identidad de aquel niño que se hizo adulto antes que otros. Paulino no era su nombre, aunque su madre así lo creyó siempre. Por una partida de bautismo solicitada a Ferrol para demostrar que porque era hijo de viuda podía librarse del servicio militar, se supo que su nombre real era Pablo. Pablo Iglesias Posse, ilustre socialista marxista, fundador del PSOE el 2 de mayo de 1879 en la trastienda de una taberna del centro de Madrid, Casa Labra, aún existente, muy cerca de la Puerta del Sol, a la que asistieron 16 tipógrafos, 4 médicos, un doctor, dos joyeros, un marmolista y un zapatero, y fundador también de la UGT en 1888. Las citas entrecomilladas son de su principal biógrafo, Juan José Morato, nacido en 1864 en Madrid en la Ribera de Curtidores, notable tipógrafo, periodista y socialista, y amigo personal de Pablo Iglesias, que murió en 1925 en su casa de la calle Ferraz, donde hoy está la sede nacional del PSOE. En ambas fotos, Pablo Iglesias, muy joven todavía, en sus mejores años.

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Capítulo 52

La Quinta del Sordo de Francisco de Goya Detalle del cartón para tapiz "El Baile en San Antonio de la Florida" de Francisco de Goya, realizado en 1776, en el que se ve una solitaria casa en la margen derecha del río Manzanares. ¿Era en realidad esa casa la Quinta del Sordo que adquirió Goya años después? La Quinta del Sordo fue la última casa de Francisco de Goya en Madrid; la única de su propiedad. Su ubicación: la margen derecha del Manzanares. Casa famosa no por morar en ella el genial pintor, sino por las Pinturas Negras 380


que decoraban las paredes interiores de los dos pisos. Nada queda de aquella casa; sólo modestas viviendas al final de la calle Saavedra Fajardo. Una placa municipal recuerda que en ese sitio estuvo la casa de Goya. Visitar el lugar y el entorno, al que se accede en unos minutos una vez cruzado el Puente de Segovia, resulta emocionante pese a que no haya nada en el entorno que concite la atención. Se ve enseguida, eso si, que en aquel tiempo el panorama que contemplaba el pintor era amplio e incluso bello. Puede decirse que la casa tenía una ubicación inmejorable, y eso es seguro que Goya lo supo ver desde el primer momento.

La Quinta del Sordo se denominada de ese modo bien porque su propietario era alguien sordo o porque el nuevo dueño, Goya, también era sordo. En esto tampoco se ponen de acuerdo expertos y estudiosos, aunque son más los que se inclinan por la primera interpretación. La Quinta del Sordo debió de ser más que una casa para Goya. En ella, Goya creó un mundo enigmático que coincidió con la primera parte del final de su vida, entre 381


1820 y 1824. La segunda concluyó definitivamente en 1828, exiliado en Burdeos, empujado hasta allí por los derroteros siniestros del retorno de Fernando VII. La casa estaba orientada al Este. Le daba plenamente el sol hasta mediodía, pero más espectacular tenía que ser el paisaje de Madrid con los rayos de la puesta de sol, que iluminaban la cúpula de San Francisco y el palacio real, que Goya pintó desde esa perspectiva al otro lado del Manzanares. La casa se la dejó Goya a su nieto, que la vendió a un rico burgués francés, que intentó traficar con las Pinturas Negras, antes de que pasasen por fin a la salvación del Museo del Prado. La casa perduró hasta 1932 en que es derruida enteramente. Pedro de Répide (1882-1948), cronista de Madrid, escribió en 1908 un inspirado relato de cómo encontró la casa que había sido de Goya: La casa es un antiguo palacete abandonado. Sólo de verla se siente que allí han pasado muchas cosas y que por los ámbitos de sus salones fríos y solitarios pasan a veces algunas almas de otro tiempo. En el jardín, más bello desde que ninguna mano viviente acude a su cuidado, se siente también un misterioso espíritu que pasa. No cabe duda de que allí ha vivido alguien que era muy alguien. Cierto que allí vivió Francisco de Goya y Lucientes. Luego no se percibía otro rumor que el del río. El Manzanares, que allá abajo pasaba murmurando una salmodia. Como si rezara por la vieja y noble casa que se había muerto.

En Madrid, una ciudad en constante cambio y transformación, en la que tanto cuesta distinguir o 382


desenmascarar la huella del pasado y la perduración de la historia, hay lugares y entornos en los que uno es consciente de hallarse ante escenarios sublimes relacionados con hechos acaecidos o con personajes de peso en la historia y las artes. Ir al encuentro del halo de la Quinta del Sordo, la casa de los últimos años de Goya en Madrid antes de partir hacia el exilio en Burdeos, es una experiencia gratificante aunque nada exista ya. Es una lástima que se pierda lo histórico y lo que fue relevante. De la vivienda de Goya sólo queda una casa de piso bajo, primero y segundo, localizada en el número 32 de la calle Saavedra Fajardo, cuya ubicación coincide con precisión con el espacio de la que habitó Goya, a tenor de lo que indica una placa municipal. La calle actual es corta; acaso no más de 300 metros desde el Paseo de Extremadura a mano izquierda, una vez cruzado el río Manzanares por el Puente de Segovia. Antaño era el modo de acceder a la estación de ferrocarril de Madrid a Almorox, en Toledo, desaparecida también. Goya vivió en varios lugares de Madrid, próximos entre sí como corresponde a una ciudad que no era grande, y próximos también al palacio real y a la institución que hubo de visitar a menudo desde 1782, la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Pero un hombre como Goya no parece que pudiese desatar su imaginación pictórica dentro de la ciudad. Necesitaba el entorno natural y paisajístico que debió de proporcionarle el Manzanares, y las gentes sencillas de Madrid que acudían anualmente a la fiesta de San Isidro. Goya iría caminando y de riguroso incógnito a esos lugares. La Quinta del Sordo estaba en ese camino, en lugar ligeramente elevado sobre el río. Es muy posible que el pintor ya por entonces, recién llegado a 383


Madrid en 1774, cuando empezó a trabajar en los cartones para tapices, descubriese la casa que llamó su atención. Nada se afirma aquí, pero personalmente me muestro casi convencido de que la casa que figura en el cartón para tapiz el Baile a orillas del Manzanares , 1776, pintado con seguridad desde la margen izquierda del río, próximo quizá al Puente de Segovia, era la Quinta del Sordo. Esa casa solitaria en alto desde la que se veía Madrid. ¿Era acaso la única casa del entorno o había más y sólo quiso destacar ésa en concreto? Se ignora la razón de por qué Goya dejó su vivienda en el centro de Madrid, próxima a la calle Mayor y a la Plaza de Ramales, para irse al campo, a las afueras, a un paraje que más que por tranquilidad e aislamiento destacaba por su magnífica situación desde la que disfrutar del único paisaje de Madrid que puede contemplarse desde la margen derecha del Manzanares. La casa la compró Francisco de Goya en 1820 cuando contaba 72 años, uno después de superar una grave enfermedad, y desde ella divisaba el río y sus puentes, el monte de los fusilamientos de 1808, perteneciente entonces al Príncipe Pío de Saboya, y la extensa terraza en la que se asientan el palacio real y la iglesia de San Francisco el Grande. Acaso las razones artísticas del traslado acabaron debiéndose a un temor que iba en aumento. El miedo de Goya a represalias políticas o personales tras la vuelta del rey. La ciudad no podría ser lugar seguro, oscura, angosta y sin salidas. Goya realmente debió de temer por su vida en aquel periodo, y eso pudo llevarlo a las afueras, donde pasaría inadvertido. Entonces, lo que entendemos hoy por afueras sería mucho más apartado. 384


Capítulo 53

Enrique Urquijo Prieto (1960-1999). Un ser profundamente melancólico El décimo aniversario de la muerte de Enrique Urquijo Prieto se cumplió en el 2009. Alma del grupo musical Los Secretos, Urquijo nació y murió en Madrid. Murió muy joven, circunstancia que siempre impresiona vivamente. Cantante, compositor e instrumentista que, a poco que se indague en biografías y entrevistas, se extrae que fue una persona con un carisma especial que debió de acompañarlo siempre. 385


Personaje entrañable que se definió a sí mismo: Yo no sé tocar bien ningún instrumento. Mi función es hacer las letras, los temas, y guiarme por lo que Los Secretos saben de música, que yo no sé. La muerte de Urquijo destapó la nota más dramática entre admiradores y seguidores. La música pop en España de los años sesenta a hoy también tenía sus muertos. Muertes jóvenes en la flor de la vida. Hasta entonces parecía que sólo morían cantantes y guitarristas idolatrados en Estados Unidos y el Reino Unido, como Jimi Hendrix, Jim Morrison o Janis Joplin. También aquí cierto día emperazon a morir , valga la expresión. Lo que parecía un mundo feliz, juvenil e intrascendente se empañó con zarpazos de la tragedia, que hizo que muchos jóvenes comprendiesen de golpe lo que significaba sufrir por otras personas que no fueran sus familiares. La juventud veía en los artistas musicales extranjeros el despertar de una nueva forma de sentir la vida. La juventud española de los años sesenta del siglo pasado habría de contentarse con ver de lejos aquel mundo de discos, revistas y conciertos, hasta que empezaron a emerger gente en España, como Los Pekenikes, Los Relámpagos, Los Brincos, Los Bravos...

Los Estudiantes -primer grupo de la historia en Españahabían perdido a dos de sus componentes en Madrid, pero el resto de España ni siquiera se enteró. La primera consternación nacional entre los jóvenes llegó con el organista de Los Bravos, que víctima de una fuerte depresión familiar acabó suicidándose en 1968. Se llamaba Manolo Fernández, cuya muerte fue muy sentida. En 1990 corría la misma suerte el guitarra solista Tony 386


Martínez en un accidente de moto a las afueras de Madrid, en la carretera de Colmenar Viejo. En 1973 se produjo otro accidente mortal que segó la vida de Nino Bravo. Su duelo aún no ha concluido. En 1976 perdía la vida en un accidente de coche la cantante Cecilia. Ni siquiera conducía ella y ni siquiera tuvo tiempo de darse cuenta. En 1990 le tocó a Bruno Lomas, otro destacado rokero. En el 2003 a Fernando Arbéx, alma de Los Brincos y Barrabás, víctima de una larga enfermedad.

Y ya hoy, el 17 de noviembre de 1999 murió Enrique Urquijo Prieto. No era personaje de mi generación, pero supe sentir a tiempo lo qué significó para muchos jóvenes de La Movida madrileña.

Fue un miércoles, alrededor de las nueve de la noche del 17 de noviembre en un portal de la calle Espíritu Santo, en el centro de Madrid, muy cerca de la Plaza de Juan Pujol. Alguien que entraba o que salía se topó en el suelo boca arriba con el cuerpo inconsciente de un joven. Algo muy dañino le había ocasionado la muerte en aquel portal. Se ignoran los detalles. Aquella persona llamó a los servicios médicos de urgencia y estos a la policía, que comprobaron 387


enseguida que ya no había nada que hacer para salvar la vida a aquel joven.

El hombre todavía sin identificar estaba muerto. El cadáver fue trasladado al instituto anatómico forense, y allí pronto pudo averiguarse su identidad. Era Enrique Urquijo Prieto de 39 años, músico y compositor de Los Secretos. El entierro vino dos días después.

Varios periódicos titularon: "Este viernes en el cementerio de la Almudena, en una ceremonia llena de lágrimas y de silencio, se le daba el último adiós a Enrique Urquijo". "Retrato de un perdedor que lo tuvo todo" fue un buen artículo de Jesús Ordovás, un veterano crítico musical: A Enrique nos lo podíamos encontrar cualquier noche deambulando por las calles de Madrid. Parco en palabras, de semblante taciturno y con una profunda melancolía dibujada en su rostro, desaparecía sin que supiéramos cuándo ni dónde lo volveríamos a ver. A Antonio Vega, otro ilustre muerto de la canción en España, le preguntaron un día: ¿Qué sientes cuando falta alguien como Enrique Urquijo?

La realidad es dura y cruel, pero también es esperanzadora. Yo quería mucho a Enrique Urquijo. Grande fue el dolor al conocer la noticia de su muerte. Su recuerdo permanecerá más allá del tiempo dentro de mí. Adiós Tristeza es el título de su biografía. Así se llamaba una de sus primigenias canciones. Enrique Urquijo dijo acerca de ella: Es una canción bastante antigua. La hice una tarde, tranquilamente. Es una de las que me salieron de golpe, tranquila como una balada. Luego para el disco la hicimos como un rocanrol Sus canciones, buena parte 388


de las canciones que hizo realidad con su grupo, son profundamente personales, tristes y muy realistas. Con sus discos me tocó hacer largos viajes por carretera. No los ponía yo, sino quien me acompañaba, y así fue como poco a poco lo fui descubriendo. El estilo no me llamaba la atención, pero sí sus composiciones más intimistas en las que el grupo apenas se hacía notar. Tampoco me preocupé de si cantaba bien o mal o de si pretendía hacer alardes que lo hiciesen destacar como la estrella.

No parece que nunca persiguiese eso Enrique Urquijo. Empecé entonces a descubrir a la persona que había en él antes que al músico. Los viajes eran largos, el disco se acababa y volvía a empezar de nuevo. Una de esas canciones reducida casi al recitado había el lamento por algo malo que se avecinaba. El nombre María se repetía. Una canción realmente triste.

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Algo en aquella persona, en Urquijo, lo hacía sufrir. Parecía que se estaba despidiendo de situaciones y personas. Alguien que avisaba de que algo iba a suceder, y así pasó. Urquijo Prieto apareció muerto en un portal de una casa del centro de Madrid. La tragedia humana no tiene límites... Descanse en paz por siempre.

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