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CRÍTICA. Loros Negros

por Fabián Escalona Alejandro (el chato) Moreno es sin duda uno de los dramaturgos más importantes de la escena nacional: son varias las obras que ha escrito con una gran aceptación, tanto de la crítica como de los espectadores. Algunas de las más inolvidables han sido “La mujer gallina” (2003), “Norte” (que le valió el premio del círculo de críticos al mejor montaje teatral en 2008), y “La amante fascista”, obra que ganó el último Concurso de Dramaturgia Nacional, y que deslumbró con su sarcasmo y ácida mirada, como invitada especial, en la última versión de Santiago a Mil. Moreno venía pensando hace tiempo una idea, junto a otra de las figuras más destacables del teatro chileno actual: el impecable actor Cristián Carvajal (“Cristo” y “Rey Planta” entre otras y que además, presenta hoy por hoy “Canario” junto a María Elena Swett). La idea partía de una constatación básica, el que el cuerpo por dentro es negro, oscuro, “mientras la piel no se raja, no se abre”. A partir de allí Moreno escribió, corrigió y reescribió un texto profundamente poético, que llega a tener ribetes filosóficos, pero que no abandonando el tradicional humor negro y el sarcasmo que lo caracterizan. Al momento de pensar en la dirección, surgió el nombre de Manuela Infante, cuya indiscutible calidad y lucidez vienen a complementar el ya excelente equipo que trabaja en la puesta en escena de “Loros negros”. Así no resulta exagerado decir que tras esta obra están algunos de los nombres más destacables del teatro nacional de hoy. “Loros negros” pone a un extraño personaje en escena, un hombre cuyos erráticos movimientos y tímido hablar contrastan con la decisión que ha tomado, una severa decisión que justamente viene a comunicar, explicar y ejecutar en una especie de conferencia hasta la que han llegado un grupo de oyentes: nosotros, los espectadores, somos su auditorio. Justo antes del último paso de lo programado, es decir justamente antes de la ejecución de tal decisión, un repentino ataque (cardiaco, de pánico, o cualquier otro) viene a robarle a nuestro “expositor” todo el control de su cuerpo y por tanto de sus acciones: entre la intención y la ejecución, entre la razón y el movimiento, se interpone soberano el cuerpo, cual si tuviera voluntad propia. Aquello que el personaje quiere hacer se ve interrumpido por su propia corporalidad, como si un martillo de pronto se negara a golpear sobre la cabeza de un clavo. Es en ese momento cuando la escena se vuelve oscura, hay un apagón largo interrumpido sólo a ratos por destellos de luz: nos volvemos testigos de un largo recorrido poético por el interior (físico y sicológico) de nuestro protagonista.


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