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cinco minutos con... Compilación: Leidy Castaño Edición: Carolina Saldarriaga Ramírez Viviana Zuluaga Zuluaga Diseño: Julyan López Colaboradores: Carlos Iván Duque Felipe Muñoz Cinco minutos con… Campaña Leer va conmigo. Proyecto Al pie de la letra. Primera edición.2011 Una producción de la Corporación Cultural Casa Creativa con el apoyo del Ministerio de Cultura de Colombia: Plan Nacional de Lectura y Escritura-Leer es mi cuento, convocatoria 2011.

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Presentación Por consenso social, sugerencia escolar y en definitiva, porque es cierto, leer es bueno. Bueno como posibilidad de ocio y como puente de adquisición de conocimiento (si usted quiere entender más el mundo, el suyo y el de todos, dele una oportunidad a la lectura). Déjese invitar por la literatura, deténgase por cinco minutos y lea un relato que sin duda le parecerá agradable, le traerá algo nuevo o simplemente le hará dibujar una sonrisa. Es por la riqueza de la lectura que el proyecto Al pie de la letra, de la Corporación Cultural Casa Creativa, implementa estrategias para que el transeúnte desprevenido, la señora que hace fila, el colegial inquieto por los libros, el señor de los dulces que espera un cliente, el joven de los tintos que se detiene en una esquina mientras afuera llueve… tengan, al alcance de su mano, la posibilidad de leer, de sentirse tentados por acercarse a un texto y contagiarse de una historia que los sumerja, temporalmente, en un episodio fantástico de historias y palabras. Cinco minutos con…, es una selección de relatos breves –y un diálogo con los escritores– en donde principiantes y avezados, como usted, disfrutarán de una entretenida y divertida muestra de literatura que invita a explorar y adquirir una experiencia lectora cotidiana.

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CINCO MINUTOS CON: GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: EL DRAMA DEL DESENCANTADO 5 MARIO BENEDETTI: LA NOCHE DE LOS FEOS 6 JUAN JOSÉ ARREOLA: UNA MUJER AMAESTRADA 10 AUGUSTO MONTERROSO: EL ESPEJO QUE NO PODÍA DORMIR 13 FRANZ KAFKA: ANTE LA LEY 14 CAROLINA ALONSO: YO, LA OTRA 16 DANIEL DEFOE: EL FANTASMA PROVECHOSO 18 GUY DE MAUPASSANT: AMOR 20 JULES RENARD: UN MODELO DE AGRICULTOR 25 HANS CRISTIAN ANDERSEN: EL LIBRO MUDO 26 ADOLFO BIOY CASARES: LA SALVACIÓN 28 BIO-BIBLIOGRAFÍA 29

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T贸mese cinco minutos con estas historias, la suya se lo agradecer谩.

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EL DRAMA DEL DESENCANTADO … el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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La noche de los feos Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia. Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro. Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas. Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura. Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

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Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión1 la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente. La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó. La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculo mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo. Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo. “¿Qué está pensando?”, pregunté. Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma. “Un lugar común”, dijo. “Tal para cual”. 8


Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo. “Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?” “Sí”, dijo, todavía mirándome. “Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente2 estúpida.” “Sí.” Por primera vez no pudo sostener mi mirada. “Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.” “Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.” Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas. “Prométame no tomarme como un chiflado.” “La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total.

Enemistad. Enojo, mala voluntad contra algo o alguien.

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¿Me entiende?” “¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?” Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata. “Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.” Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico. No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse. Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron. En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso. Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

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Imperdonablemente.

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Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra. Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

MARIO BENEDETTI 11


UNA MUJER AMAESTRADA Hoy me detuve a contemplar éste curioso espectáculo: en una plaza de las afueras, un saltimbanqui polvoriento exhibía una mujer amaestrada. Aunque la función se daba a ras del suelo y en plena calle, el hombre concedía la mayor importancia al círculo de tiza previamente trazado, según él, con permiso de las autoridades. Una y otra vez hizo retroceder a los espectadores que rebasaban los límites de esa pista improvisada. La cadena que iba de su mano izquierda al cuello de la mujer, no pasaba de ser un símbolo, ya que el menor esfuerzo habría bastado para romperla. Mucho más impresionante resultaba el látigo de seda floja que el saltimbanqui sacudía por los aires, orgulloso, pero sin lograr un chasquido. Un pequeño monstruo de edad indefinida completaba el elenco. Golpeando su tamboril daba fondo musical a los actos de la mujer, que se reducían a caminar en posición erecta, a salvar algunos obstáculos de papel y a resolver cuestiones de aritmética elemental. Cada vez que una moneda rodaba por el suelo, había un breve paréntesis teatral a cargo del público. « ¡Besos!», ordenaba el saltimbanqui. «No. A ése no. Al caballero que arrojó la moneda.» La mujer no acertaba, y una media docena de individuos se dejaba besar, con los pelos de punta, entre risas y aplausos. Un guardia se acercó diciendo que aquello estaba prohibido. El domador le tendió un papel mugriento con sellos oficiales, y el policía se fue malhumorado, encogiéndose de hombros. A decir verdad, las gracias de la mujer no eran cosa del otro mundo. Pero acusaban una paciencia infinita, francamente anormal, por parte del hombre. Y el público sabe agradecer siempre tales esfuerzos. Paga por ver una pulga vestida; y no tanto por la belleza del traje, sino por el trabajo que ha costado ponérselo. Yo mismo he quedado largo rato viendo con admiración a un inválido que hacía con los pies lo que muy pocos podrían hacer con las manos.

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Guiado por un ciego impulso de solidaridad, desatendí a la mujer y puse toda mi atención en el hombre. No cabe duda de que el tipo sufría. Mientras más difíciles eran las suertes, más trabajo le costaba disimular y reír. Cada vez que ella cometía una torpeza, el hombre temblaba angustiado. Yo comprendí que la mujer no le era del todo indiferente, y que se había encariñado con ella, tal vez en los años de su tedioso aprendizaje. Entre ambos existía una relación, íntima y degradante, que iba más allá del domador y la fiera. Quien profundice en ella, llegará indudablemente a una conclusión obscena. El público, inocente por naturaleza, no se da cuenta de nada y pierde los pormenores que saltan a la vista del observador destacado. Admira al autor de un prodigio, pero no le importan sus dolores de cabeza ni los detalles monstruosos que puede haber en su vida privada. Se atiene simplemente a los resultados, y cuando se le da gusto, no escatima su aplauso. Lo único que yo puedo decir con certeza es que el saltimbanqui, a juzgar por sus reacciones, se sentía orgulloso y culpable. Evidentemente, nadie podría negarle el mérito de haber amaestrado a la mujer; pero nadie tampoco podría atenuar la idea de su propia vileza. (En este punto de mi meditación, la mujer daba vueltas de carnero en una angosta alfombra de terciopelo desvaído.) El guardián del orden público se acercó nuevamente a hostilizar al saltimbanqui. Según él, estábamos entorpeciendo la circulación, el ritmo casi, de la vida normal. « ¿Una mujer amaestrada? Váyanse todos ustedes al circo.» El acusado respondió otra vez con argumentos de papel sucio, que el policía leyó de lejos con asco. (La mujer, entre tanto, recogía monedas en su gorra de lentejuelas. Algunos héroes se dejaban besar; otros se apartaban modestamente, entre dignos y avergonzados.)

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El representante de las autoridades se fue para siempre, mediante la suscripción popular de un soborno. El saltimbanqui, fingiendo la mayor felicidad, ordenó al enano del tamboril que tocara un ritmo tropical. La mujer, que estaba preparándose para un número matemático, sacudía como pandero el ábaco de colores. Empezó a bailar con descompuestos ademanes difícilmente procaces. Su director se sentía defraudado a más no poder, ya que en el fondo de su corazón cifraba todas sus esperanzas en la cárcel. Abatido y furioso, increpaba la lentitud de la bailarina con adjetivos sangrientos. El público empezó a contagiarse de su falso entusiasmo, y quien más, quien menos, todos batían palmas y meneaban el cuerpo. Para completar el efecto, y queriendo sacar de la situación el mejor partido posible, el hombre se puso a golpear a la mujer con su látigo de mentiras. Entonces me di cuenta del error que yo estaba cometiendo. Puse mis ojos en ella, sencillamente, como todos los demás. Dejé de mirarlo a él, cualquiera que fuese su tragedia. (En ese momento, las lágrimas surcaban su rostro enharinado.) Resuelto a desmentir ante todos mis ideas de compasión y de crítica, buscando en vano con los ojos la venia del saltimbanqui, y antes de que otro arrepentido me tomara la delantera, salté por encima de la línea de tiza al círculo de contorsiones y cabriolas. Azuzado por su padre, el enano del tamboril dio rienda suelta a su instrumento, en un crescendo de percusiones increíbles. Alentada por tan espontánea compañía, la mujer se superó a sí misma y obtuvo un éxito estruendoso. Yo acompasé mi ritmo con el suyo y no perdí pie ni pisada de aquel improvisado movimiento perpetuo, hasta que el niño dejó de tocar. Como actitud final, nada me pareció más adecuado que caer bruscamente de rodillas. JUAN JOSÉ ARREOLA 14


EL ESPEJO QUE NO PODÍA DORMIR Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía razón; pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las noches los guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico.

AUGUSTO MONTERROSO 15


ANTE LA LEY Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar. -Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora. La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice: -Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y solo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera. El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta. Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Éste acepta todo, en efecto, pero le dice: -Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.

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Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que este es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino. -¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable. -Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar? El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora: -Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla. FRANZ KAFKA 17


YO, LA OTRA Comenzó como un juego. Quise quedarme la satisfacción de imaginarme tal como me estaba creando para otros. A veces, en la noche, dando vueltas en la cama, pensaba como sería mi vida si fuera distinta. Me imaginaba atractiva, rica, mundana y fantaseaba con esas puertas que abren la belleza y el dinero y que permanecían cerradas para mi (una de quienes no se hace un corte de cabello extraño, a quien la ropa de los maniquíes no le queda como a los maniquíes, que vive de préstamos antes de la quincena y que ve telenovelas en vez de leer un libro o ir a ver una película de esas de los festivales). Esa fue la causa; quise imaginarme despierta y para otros, porque si convertía mis fantasías nocturnas en algo así como una historia, quizás, sólo quizás, se abriría para mí la puerta de la admiración y del deseo que en mi vida (la del trabajo, la ropa comprada en el supermercado la peluquería de barrio) se mantenía cerrada. Fue sencillo y creí que inofensivo. Entré a una sala de chat; un viernes después de las telenovelas. Quería hacerlo desde hacía rato, pero no me atrevía, supongo que el pudor alimentado en las misas de domingo y convivir con mi madre y mis dos hermanos me lo impedían. Sin embargo, ese viernes estaba sola; mi mama estaba de paseo a Sasaima y mis hermanos se habían ido a tomar cerveza con los amigos. Nunca prendía el computador de la casa, lo compre a plazos para mis hermanos y sus tareas, además yo pasaba los días frente a uno de esos en la oficina y no deseaba prolongar esa actividad en casa. Aunque cuando lo compre, prometí usarlo para ampliar mis horizontes a través de internet. Claro, mis hermanos se la pasaban pegados al aparato y yo prefería las telenovelas. Como fuera, ese viernes me conecte y entre a una sala de amigos. Antes de empezar yo no planee mentir; después imagine que sería divertido-sencillo e inofensivo-.Debía escribir un nombre y pensé que el mío, Ana Lucía, era tan simple, tan poco sugestivo que…bueno, era sólo un nombre; me inscribí como Luciana. Bien mirado, Luciana es una variación de mi nombre; aunque suena a otra vida, a la vida de alguien que tiene

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que contar sobre sí misma. Luciana soy yo invertida, como del otro lado del espejo, mi negativo, digamos que aunque a mí me parecía que era mi lado positivo. Con el nombre cobraron vida mis fantasías nocturnas, porque Luciana reina de la noche. Era osada, creativa, extrovertida, convence a los demás con su encanto- alimentado a través de viajes y fiestas, donde todo está permitido y ella se lo permite todo. Luciana es más fuerte que yo, y el mundo donde vivía le quedo pequeño. Ahora es mi mundo el que se reduce. Un día, en un almacén, me preguntaron mi nombre y dije Luciana Purcell, sin dudar. Mi cuerpo se irguió, su voz grave, aunque un poco afilada, contesto los demás datos con certeza; no los invente, fue ella quien habló. Desde entonces, sale con frecuencia. Cuando viene, veo a través de sus ojos. Luciana se va, pero el filtro de su mirada queda en mí. Todo lo que me rodeaba se volvió insignificante y vulgar. Hace cuatro meses renuncie al trabajo, Luciana encontró uno mejor. Gana mucho más y no le cuesta mucho esfuerzo. Alquile un apartamento, compre carro y computador, las decisiones fueron suyas; ella tiene gusto, clase y es persuasiva. No volví al barrio, aunque hablo con mi mama y le consigno para sus gastos; esto me evita interrogatorios. Tampoco hablo con mis amigas de antes; ella no las soporta. Ya no veo telenovelas, me basta mi historia. Cada día, Luciana está más tiempo aquí. Antes venia sobre todo a trabajar; yo recibía las llamadas y era ella quien se vestía y salía a las citas, regresaba tarde, un poco ebria, dejaba el dinero en la mesita de noche y se dormía. A Luciana se le abren las puertas de la admiración y del deseo, conectada en internet, contando sus experiencias nocturnas, haciendo nuevos contactos. Yo, Ana Lucia Sánchez, ya no doy vueltas en la cama pensando en cómo sería mi vida si fuera distinta, no me atrevo a imaginar otra. Fue sencillo, no inofensivo. No sé cuánto tiempo le tomara aniquilarme.

CAROLINA ALONSO 19


EL FANTASMA PROVECHOSO Un caballero rural tenía una vieja casa que era todo lo que quedaba de un antiguo monasterio o convento derruido, y resolvió demolerla aunque pensaba que era demasiado el gusto que esa tarea implicaría. Entonces pensó en una estratagema, que consistía en difundir el rumor de que la casa estaba encantada, e hizo esto con tal habilidad que empezó a ser creído por todos. Con ese objeto se confeccionó un largo traje blanco y con él puesto se propuso pasar velozmente por el patio interior de la casa justo en el momento en que hubiera citado a otras personas, para que estuvieran en la ventana y pudiesen verlo. Ellos difundirían después la noticia de que en la casa había un fantasma. Con este propósito, el amo y la esposa y toda la familia fueron llamados a la ventana donde, aunque estaba tan oscuro que no podía decirse con certeza qué era, sin embargo se podía distinguir claramente la blanca vestidura que cruzaba el patio y entraba por una puerta del viejo edificio. Tan pronto como estuvieron adentro, percibieron en la casa una llamarada que el caballero había planeado hacer con azufre y otros materiales, con el propósito de que dejara un tufo de sulfuro y no sólo el olor de la pólvora. Como lo esperaba, la estratagema dio resultado. Alguna gente fantasiosa, teniendo noticia de lo que pasaba y deseando ver la aparición, tuvo la ocasión de hacerlo y la vio en la forma en que usualmente se mostraba. Sus frecuentes caminatas se hicieron cosa corriente en una parte de la morada donde el espíritu tenía oportunidad de deslizarse por la puerta hacia otro patio y después hacia la parte habitada. Inmediatamente se empezó a decir que en la casa había dinero escondido, y el caballero esparció la noticia de que él comenzaría a excavar, seguro de que la gente se pondría muy ansiosa de que así se hiciera. En cambio, no hacía nada al respecto. Se seguía viendo la aparición ir y venir, caminar de un lado para otro, casi todas las noches, y siempre desvaneciéndose con una llamarada, como ya dije, lo cual era realmente extraordinario.

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Al fin, alguna gente de la villa vecina, viendo que el caballero daba a la larga o descuidaba el asunto, comenzó a preguntarse si el buen hombre les permitiría excavar, porque sin duda había allí dinero escondido. Pues, si él consentía en que ellos lo cogieran si lo encontraban, excavarían y lo encontrarían aunque tuvieran que excavar toda la casa y tirarla abajo. El caballero replicó que no era justo que excavaran y tiraran la casa abajo, y que por eso obtuvieran todo lo que encontraran. ¡Eso era muy duro de tragar! Pero que él autorizaba esto: que ellos acarrearían todos los escombros y los materiales que excavaran y aparecían los ladrillos y las maderas en el terreno vecino a la casa, y que a él le correspondería la mitad de lo que encontraran. Ellos consintieron y comenzaron a trabajar. El espíritu o aparición que rondaba al principio pareció abandonar el lugar, y lo primero que demolieron fue los caños de las chimeneas, lo que significó un gran trabajo. Pero el caballero, deseoso de alentarlos, escondió secretamente veintisiete piezas de oro antiguo en un agujero de la chimenea que no tenía entrada más que por un lado, y que después tapió. Cuando llegaron hasta el dinero, los ilusos se engañaron totalmente y se maravillaron sin querer razonar. Por casualidad el caballero estaba cerca, pero no exactamente en el lugar, cuando se produjo el hallazgo, cuando lo llamaron. Muy generosamente les dio todo, pero con la condición que no esperaran lo mismo de lo que después encontraran. En una palabra, este mordisco en su ambición hizo trabajar a los campesinos como burros y meterse más en el engaño. Pero lo que más los alentó fue que en realidad encontraron varias cosas de valor al excavar en la casa, las que tal vez habían estado escon-

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didas desde el tiempo en que se había construido el edificio, por ser una casa religiosa. Algún otro dinero fue encontrado también, de modo que la continua expectación y esperanza de encontrar más de tal manera animó a los campesinos, que muy pronto tiraron la casa abajo. Sí, puede decirse que la demolieron hasta sus mismas raíces, porque excavaron los cimientos, que era lo que deseaba el caballero, y que hubiérale llevado mucho dinero hacer. No dejaron en la casa ni la cueva para un ratón. Pero, de acuerdo con el trato, llevaron los materiales y apilaron la madera y los ladrillos en un terreno adyacente como el caballero lo había ordenado, y de manera muy pulcra. Estaban tan persuadidos -a raíz de la aparición que caminaba por la casa- de que había dinero escondido ahí, que nada podía detener la ansiedad de los campesinos por trabajar, como si las almas de las monjas y frailes, o quien quiera que fuera que hubiera escondido algún tesoro en el lugar, suponiendo que estuviera escondido, no pudiera descansar, según se dice de otros casos, o pudiera haber algún modo de encontrarlo después de tantos años, casi doscientos.

DANIEL DEFOE 22


AMOR Páginas del “Diario de un cazador” ...En la crónica de sucesos de un periódico acabo de leer un drama pasional. Uno que la ha matado y se ha matado después; es decir, uno que amaba. ¿Qué importan él y ella? Sólo su amor me importa; y no porque me enternezca, ni porque me asombre, ni porque me conmueva ni me haga soñar, sino porque evoca en mí un recuerdo de la mocedad , recuerdo extraño de una cacería en que se me apareció el Amor como se aparecían a los primeros cristianos cruces misteriosas en la serenidad de los cielos. Nací con todos los instintos y las emociones del hombre primitivo, muy poco atenuados por las sensaciones y los razonamientos de la civilización. Amo la caza con pasión, y la bestia ensangrentada, con sangre en su plumaje, ensangrentándome las manos, me hace desfallecer de gusto. Aquel año, al final del otoño, se presentó impetuosamente el frío, y mi primo Karl de Ranyule me invitó a cazar con él a la alborada; había patos magníficos en los pantanos de su posesión. Mi primo, un buen mozo de cuarenta años, encarnado, con mucha vida en el cuerpo y muchos poles en la cara, semibruto y semicivilizado, de alegre carácter, dotado de ese esprit gaulois que tan agradablemente vela las deficiencias del ingenio, vivía en una especie de cortijo con aires de castillo señorial, escondido en un amplio valle. Coronaban las colinas de la derecha y de la izquierda hermosos bosques señoriales, con árboles antiquísimos y poblados de caza excelente. Algunas veces se abatían allí águilas soberbias, y esos pájaros errantes, que raramente se aventuran en países demasiados

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poblados para su azorada independencia, encontraban en aquella selva secular asilo seguro, como si reconocieran en ella alguna rama que en otros tiempos los acogiera durante sus excursiones sin rumbo. El valle estaba cubierto de exuberantes pastos regados abundantemente, que señalaban, con la gradación en el calor, el camino del pantano allá a lo lejos, casi en el fondo de la finca. Mi primo lo cuidaba con esmero digno del mejor de los parques, y con razón, pues era aquel pantano la mejor región de caza que he conocido. Entre aquellos innumerables islotillos verdes que le daban vida había arroyuelos estrechos por los que se deslizaban las barcas. Mudas sobre el agua muerta, frotando los juncos, ahuyentaban a los peces y a los pájaros que desaparecían, estos entre las espigas, aquellos entre las raíces de las altas hierbas. Soy admirador apasionado del agua: el mar demasiado grande, demasiado vivo, de imposible posesión; los ríos que pasan, que huyen, que se van, y, sobre todo, los pantanos en que bulle la vida indescifrable de los animales acuáticos. Un pantano es un mundo sobre la tierra, un mundo aparte, con vida propia, con pobladores permanentes y con habitantes de un día; con sus ruidos, con sus voces, y, singularmente, con un característico misterio; nada que tanto conturbe, que tanto inquiete, que tanto asuste algunas veces. ¿Por qué ese miedo singular que se siente en esas llanuras cubiertas de agua? ¿Será por el rumor vago de las aguas, por los fuegos fatuos , por el silencio profundo que lo envuelve en las noches de calma, por la bruma caprichosa que viste con sudario de muerte a los juncos, por el hervor casi imperceptible de aquel mundo tan dulce, tan

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fugaz; pero más aterrador a veces que el estruendo de los cañones de los hombres y de las tempestades del cielo? ¿Qué tendrán en común los pantanos de los países del ensueño y esas regiones espantables que ocultan un secreto inescrutable y peligroso? Un misterio profundo, grave, flota sobre aquellas brumas: ¡el misterio mismo de la creación! ¿No fue en el agua sin movimiento y fangosa, en la humedad triste de la tierra, mojada bajo los colores del sol, donde vibró y surgió a la luz el primer germen de vida? Llegué por la noche a casa de mi primo. Hacía un frío que helaba las piedras. Durante la comida en la vasta sala, donde los muebles y las paredes y el techo estaban cubiertos de pájaros disecados, y donde hasta mi primo, con aquella chaqueta de piel de foca, parecía un animal exótico de los países helados, el buen Karl me dijo lo que había preparado para aquella misma noche. Debíamos ponernos en marcha a las tres de la madrugada, con objeto de llegar a las cuatro y media al punto designado para la cacería. Allí nos habían construido una cabaña para abrigarnos de ese viento terrible de la mañana que rasga las carnes como una sierra, la corta como una espada, la hiere como una aguja envenenada, la retuerce como tenazas y la quema como el fuego. Mi primo se frotaba las manos. -Nunca he visto una helada como esta -me decía. Y a las seis de la tarde teníamos 12 grados bajo cero. Apenas terminada la comida, me eché en la cama y me quedé dormido, mirando las

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llamas que regocijaban la chimenea. A las tres en punto me despertaron. Me abrigué con una piel de carnero, y después de tomar cada uno dos tazas de café hirviendo y dos copas de coñac abrasador, nos pusimos en camino acompañados por un guarda y por nuestros perros “Plongeon” y “Pierrot”. Al dar los primeros pasos me sentía helado hasta los huesos. Era una de esas noches en que la tierra parece muerta de frío. El aire glacial hace tanto daño que parece palpable; no lo agita soplo alguno; diríase que está inmóvil; muerde, traspasa, mata los árboles, los insectos, los pajarillos que caen muertos sobre el suelo duro y se endurecen en seguida para el fúnebre abrazo del frío. La luna, en el último cuarto, pálida, parecía también desmayada en el espacio; tan débil que no le quedaban ya fuerzas para marcharse y se estaba allí arriba inmóvil, paralizada también por el rigor del cielo inclemente. Repartía sobre el mundo luz apagadiza y triste, esa luz amarillenta y mortecina que nos arroja todos los meses al final de su resurrección. Karl y yo íbamos uno al lado del otro, con la espalda encorvada, las manos en los bolsillos y la escopeta debajo del brazo. Nuestro calzado, envuelto en lana a fin de que pudiéramos caminar sin resbalar por la escurridiza tierra helada, no hacía ruido: yo iba contemplando el humo blancuzco que producía el aliento de nuestros perros. Pronto estuvimos a la orilla del pantano y nos internamos por una de las avenidas de juncos que la rodean. Nuestros codos, al rozar con las largas hojas del junco, iban dejando en pos de nosotros

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un ruidillo misterioso que contribuyó a que me sintiese poseído, como nunca, por la singular y poderosa emoción que hace siempre nacer en mí la proximidad de un pantano. Aquel en el cual nos encontrábamos estaba muerto, muerto de frío. De pronto, al revolver una de las calles de juncos, apareció a mi vista la choza de hielo que habían levantado para ponernos al abrigo de la intemperie. Entré en ella, y como todavía faltaba más de una hora para que se despertaran las aves errantes que íbamos a perseguir, me envolví en mi manta y traté de entrar un poco en calor. Entonces, echado boca arriba, me puse a mirar a la luna, que, vista a través de las paredes vagamente transparentes de aquella vivienda polar, aparecía ante mis ojos con cuatro cuernos. Pero el frío del helado pantano, el frío de aquellas paredes, el frío que caía del firmamento, se metió hasta mis huesos de una manera tan terrible que me puse a toser. Mi primo Karl, alarmado por aquella tos, me dijo lleno de inquietud: -Aunque no matemos mucho hoy, no quiero que te resfríes; vamos a encender lumbre. Y dio orden al guardia para que cortara algunos juncos. Hicieron un montón de ellos en medio de la choza, que tenía un agujero en el techo para dejar salir el humo; y cuando la llama rojiza empezó a juguetear por las cristalinas paredes, empezaron a fundirse suavemente y muy poco a poco, como si aquellas piedras de hielo echaran a sudar. Karl, que se había quedado fuera, me gritó: -Ven a ver esto. Salí y me quedé absorto de asombro. La choza, en forma de cono, parecía un monstruoso diamante rosa, colocado de pronto sobre el agua helada del pantano. Y dentro se

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veían dos sombras fantásticas: las de nuestros perros que se estaban calentando. Un graznido extraño, graznido errante, perdido, se oyó allá en lo alto, por encima de nuestras cabezas. El reflejo de nuestra hoguera despertaba a las aves salvajes. No hay nada que me conmueva tanto como ese primer grito de vida que no se ve y que corre por el aire sombrío, rápido, lejano, antes de que se aparezca en el horizonte la primera claridad de los días de invierno. Me parece, a esa hora glacial del alba, que ese grito fugitivo, escondido entre las plumas de un pajarraco, es un suspiro del alma del mundo. -Apaguen la hoguera -decía Karl-, que ya amanece. Y, en efecto, comenzaba a clarear, y las bandadas de patos formaban amplias manchas de color, pronto borradas en el firmamento. Brilló un fogonazo en la oscuridad; Karl acababa de disparar su escopeta; los perros salieron a la carrera. Entonces, de minuto en minuto, unas veces él, otras yo, nos echábamos la escopeta a la cara en cuanto por encima de los juncos aparecía la sombra de una tribu voladora. Y “Pierrot” y “Plongeon”, sin aliento, gozosos, entusiasmados, nos traían, uno tras otro, patos ensangrentados que, moribundos, nos miraban melancólicamente. Había amanecido un día claro y azul; el sol iba levantándose allá, en el fondo del valle. Ya nos disponíamos a marcharnos cuando dos aves, con el cuello estirado y las alas tendidas, se deslizaron bruscamente por encima de nuestras cabezas. Tiré. Una de ellas cayó a mis pies. Era una cerceta de pechuga plateada. Entonces se oyó un grito en el aire, grito de pájaro que fue un quejido corto, repetido, desgarrador; y el animalito que había salvado la vida empezó a revolotear por encima de nuestras cabezas mirando a su

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compañera, que yo tenía muerta entre mis manos. Karl, rodilla en tierra, con la escopeta en la cara, la mirada fija, esperaba a que estuviese a tiro. -¿Has matado a la hembra? -dijo-. El macho no escapará. Y, en efecto, no se escapaba. Sin dejar de revolotear por encima de nosotros, lloraba desconsoladamente. No recuerdo gemido alguno de dolor que me haya desgarrado el alma tanto como el reproche lamentable de aquel pobre animal, que se perdía en el espacio. De cuando en cuando huía bajo la amenaza de la escopeta, y parecía dispuesto a continuar su camino por el espacio. Pero no pudiendo decidirse a ello, pronto volvía en busca de su hembra. -Déjala en el suelo -me dijo Karl-. Verás cómo se acerca. Y así fue. Se acercaba, inconsciente del peligro que corría, loco de amor por la que yo había matado. Karl tiró: aquello fue como si hubiera cortado el hilo que tenía suspendida al ave. Vi una cosa negra que caía; oí el ruido que produce al chocar con los juncos, y “Pierrot” me la trajo en la boca. Metí al pato, frío ya, en un mismo zurrón ... y aquel mismo día salí para París.

GUY DE MAPASSANT


EL LIBRO MUDO Junto a la carretera que cruzaba el bosque se levantaba una granja solitaria; la carretera pasaba precisamente a su través. Brillaba el sol, todas las ventanas estaban abiertas; en el interior reinaba gran movimiento, pero en la era, entre el follaje de un saúco florido, había un féretro abierto, con un cadáver que debía recibir sepultura aquella misma mañana. Nadie velaba a su lado, nadie lloraba por el difunto, cuyo rostro aparecía cubierto por un paño blanco. Bajo la cabeza tenía un libro muy grande y grueso; las hojas eran de grandes pliegos de papel secante, y en cada una había, ocultas y olvidadas, flores marchitas, todo un herbario, reunido en diferentes lugares. Debía ser enterrado con él, pues así lo había dispuesto su dueño. Cada flor resumía un capítulo de su vida. ¿Quién es el muerto? -preguntamos, y nos respondieron: -Aquel viejo estudiante de Uppsala. Parece que en otros tiempos fue hombre muy despierto, que estudió las lenguas antiguas, cantó e incluso compuso poesías, según decían. Pero algo le ocurrió, y se entregó a la bebida. Decayó su salud, y finalmente vino al campo, donde alguien pagaba su pensión. Era dulce como un niño mientras no lo dominaban ideas lúgubres, pero entonces se volvía salvaje y echaba a correr por el bosque como una bestia acosada. En cambio, cuando habían conseguido volverlo a casa y lo persuadían de que hojease su libro de plantas secas, era capaz de pasarse el día entero mirándolas, y a veces las lágrimas le rodaban por las mejillas; sabe Dios en qué pensaría entonces. Pero había rogado que depositaran el libro en el féretro, y allí estaba ahora. Dentro de poco rato clavarían la tapa, y descansaría apaciblemente en la tumba. Quitaron el paño mortuorio: la paz se reflejaba en el rostro del difunto, sobre el que daba un rayo de sol; una golondrina penetró como una flecha en el follaje y dio media vuelta, chillando, encima de la cabeza del muerto.

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¡Qué maravilloso es -todos hemos experimentado esta impresión- sacar a la luz viejas cartas de nuestra juventud y releerlas! Toda una vida asoma entonces, con sus esperanzas y cuidados. ¡Cuántas veces creemos que una persona con la que estuvimos unidos de corazón, está muerta hace tiempo, y, sin embargo, vive aún, sólo que hemos dejado de pensar en ella, aunque un día pensamos que seguiremos siempre a su lado, compartiendo las penas y las alegrías! La hoja de roble marchita de aquel libro recuerda al compañero, al condiscípulo, al amigo para toda la vida; se prendió aquella hoja a la gorra de estudiante aquel día que, en el verde bosque, cerraron el pacto de alianza perenne. ¿Dónde está ahora? La hoja se conserva, la amistad se ha desvanecido. Hay aquí una planta exótica de invernadero, demasiado delicada para los jardines nórdicos... Se diría que las hojas huelen aún. Se la dio la señorita del jardín de aquella casa noble. Y aquí está el nenúfar que él mismo cogió y regó con amargas lágrimas, la rosa de las aguas dulces. Y ahí una ortiga; ¿qué dicen sus hojas? ¿Qué estaría pensando él cuando la arrancó para guardarla? Ver aquí el muguete de la soledad selvática, y la madreselva arrancada de la maceta de la taberna, y el desnudo y afilado tallo de hierba. El florido saúco inclina sus umbelas tiernas y fragantes sobre la cabeza del muerto; la golondrina vuelve a pasar volando y lanzando su trino... Y luego vienen los hombres provistos de clavos y martillo; colocan la tapa encima del difunto, de manera que la cabeza repose sobre el libro... conservado... deshecho.

HANS CHRISTIAN ANDERSEN 31


LA SALVACIÓN

Esta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. “¿Cómo un ser tan ínfimo” -sin duda estaba pensando el tirano- “es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?” Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría. “Por humildes que sean” -dijo indicando al pájaro- “hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros”

ADOLFO BIOY CASARES 32


UN MODELO DE AGRICULTOR

El combate parecía terminado, cuando una última bala -una bala perdida- vino a dar en la pierna derecha de Fabricio. Éste hubo de regresar a su país con una pata de palo. Al principio mostraba cierto orgullo. Entraba en la iglesia de la aldea golpeando tan fuertemente las baldosas, que se le podría haber tomado por un sacristán de catedral. Después, ya calmada la curiosidad, durante mucho tiempo se lamentó, avergonzado, y creyó que ya nada bueno podía esperar. Buscó con obstinación, a menudo como un alucinado, la manera de ser útil. Y ahora helo allí, en el sendero del humilde bienestar. Sin llegar a despreciar su pierna de carne, siente alguna debilidad por la de madera. Trabaja por un jornal. Se le asigna una fracción de terreno, y ya puede uno marcharse y dejarlo solo. Lleva el bolsillo derecho lleno de alubias rojas o blancas, a elección. Además, el bolsillo está roto; no demasiado, pero tampoco apenas. Con normal apostura, Fabricio recorre el terreno a todo lo largo y ancho. Su pata de palo, a cada paso, abre un hoyo. Él sacude su bolsillo roto. Caen unas alubias. Él las recubre con ayuda del pie izquierdo y sigue adelante. Y en tanto se gana honestamente la vida, el antiguo guerrero, con las manos a la espalda y la cabeza erguida, parece que se paseara para recobrar la salud.

JULES RENARD 33


BIO-BIBLIOGRAFíA ADOLFO BIOY CASARES (1914 -1999). Escritor argentino. Colaboró con otros reconocidos autores de su país. Algunos títulos de su obra son: La invención de Morel, Diario de la guerra del cerdo y Una muñeca rusa. AUGUSTO MONTERROSO (1921-2003). Escritor hondureño. Es reconocido por sus cuentos breves. Entre sus obras se destacan: La oveja negra y demás fábulas, la palabra mágica y Letra e: fragmentos de un diario. CAROLINA DEL PILAR ALONSO CALDAS (1972). Escritora colombiana. Ha publicado los libros: Navegaciones y Naufragios, Relatos y Un mundo a tu medida. DANIEL DEFOE (1661-1731). Escritor inglés. Entre su obra narrativa están los títulos : El camino más corto con los disidentes, y Atlantis mayor. FRANZ KAFKA (1883-1924). Escritor praguense. Su obra recoge títulos mundialmente conocidos como: La metamorfosis, El castillo, Carta al padre, Un artista del hambre y Un médico rural. GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ (1927). Escritor colombiano. Cuentista, periodista, novelista y ensayista. Premio nobel de literatura con la obra Cien años de soledad. GUY DE MAUPASSANT (1850-1893). Escritor francés. Reconocido por sus cuentos: Bola de Sebo, La belleza inútil y La mano izquierda. HANS CHRISTIAN ANDERSEN (1805-1875). Escritor danés. Famosos escritor de cuentos para niños. Dentro de su obra se destacan: El traje nuevo del emperador, La sirenita y El patito feo. JUAN JOSÉ ARREOLA (1918-2001). Escritor mexicano influenciado por Kafka y Jorge Luis Borges. Ensayista, novelista y cuentista. Algunos de los títulos de sus obras son: La feria, Palindroma y Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos. JUAN RULFO (1917-1986). Escritor mexicano. Entre su obra literaria se destacan los títulos: Luvina, El llano en llamas y Pedro Páramo. JULES RENARD (1864-1910). Escritor francés. Algunos de los títulos de su obra son: Historias naturales, El mujeriego y Crimen de pueblo. MARIO BENEDETTI (1920-2009). Escritor uruguayo. Reconocido por su extensa obra poética y su resonancia entre jóvenes lectores. Títulos más resonantes de su obra: Táctica y estrategia, Canciones del más acá y Esta mañana y otros cuentos.

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