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Compilaci贸n de cuentos de los ganadores del
2015
Dirección: Carolina Saldarriaga Ramírez Coordinación concurso de cuento: Viviana Zuluaga Productor Festival de Literatura de Pereira: Daniel Vergara Diseño y maquetación: Julián Salazar - Alejandra Grisales 3ª edición. Una producción de la Corporación Cultural Casa Creativa, con el apoyo del Ministerio de Cultura y el Instituto Municipal de Cultura y Fomento al Turismo de Pereira, 2015. ISBN: 978-958-57188-3-8. Editor: Corporación Cultural Casa Creativa, carrera 17 No. 18-119 Santa Mónica, Dosquebradas. Impresión: Códice Esta cartilla se publica con fines educativos para el fomento de la lectura de los habitantes de Pereira y respeta la reglamentación en materia de derechos de autor. Cartilla de distribución gratuita.
La cartilla Cuentos Cortos para Esperas Largas hace parte del proyecto Al Pie de la Letra, una estrategia de la Corporaci贸n Casa Creativa concertada con el Ministerio de Cultura y el Instituto Municipal de Cultura y Fomento al Turismo de Pereira.
PRESENTACIÓN
La Corporación Casa Creativa tiene el gusto de presentar en esta tercera edición del libro Cuentos cortos para esperas largas las obras de los ganadores del Concurso Cuento Corto que realizamos entre el mes de agosto y septiembre del año 2015 en el marco del segundo Festival de Literatura de Pereira. Fueron cerca de doscientos cuentos que enviaron participantes de todas las edades y regiones del país y que calificaron personas autorizadas para dicha labor: docentes de la Escuela de Español y Literatura de la Facultad de Educación de la Universidad Tecnológica de Pereira. Uno de los objetivos de Casa Creativa es fomentar el gusto por la literatura en todos los sectores poblacionales, y creemos que este trabajo aporta a dicho propósito. Los ganadores del Concurso son personas inquietas por las letras y, de seguro, este estímulo los impulsará a continuar por dicha senda. Invitamos a los lectores a disfrutar de los cuentos, a sumergirse por un momento en el mágico mundo de las palabras.
EPIFANÍA UN NUEVO COMIENZO CARTA DE UN SUICIDA LA ÚLTIMA PARÁBOLA PUNTO DE ENCUENTRO “LA PÁLIDA” ¡CIÉRRALE LOS OJOS! LA PUBERTAD DE MIS OÍDOS DECISIÓN PRESAGIO LA HERMANA AGATHÁ DISCÓBOLO VIDA DE MUERTOS FUTBOLISTA INSOLENTE IDEA DEL AMOR LUNA VIAJANTE FANTASMAGORÍA HELMUT DULCE JULIETA UNA MUJER QUE DIO A LUZ UN ESPEJO PRINCESA CARMESÍ CONFESIÓN LA LOCURA DEL SILENCIO GABRIELA PRADA LA CLOACA Y EL NENÚFAR LA CONFESIÓN DE LA SEÑORA AMELIA MAYUMI SABOREANDO LA VIDA
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EPIFANÍA
Laura Carolina Pineda Bonilla
Como era costumbre me encontraba frente a ella en la mesa mientras comíamos, aquella vez –más que nunca– intenté escuchar lo que me decía, pero al oírla balbucear haciendo honor a su monótona costumbre me vi obligado nuevamente a concentrarme en mis pensamientos, que sin ser dignos de alago al menos tomaban un aire un poco más interesantes que su estúpido monólogo, este lo único que causaba en mí era un sentimiento de inimaginable irritación. Como formaba parte de aquel ritual ella se dirigió al cuarto y gritó fuertemente para captar mi atención, estaba loca, ¡loca! Y yo no quería atender sus barbaridades. Estallé en cólera, golpeé la mesa con mi puño y a pesar de la fuerza con que lo hice mi mano no sintió la más leve presión. La seguí al dormitorio para continuar con lo que después se convertiría en una fuerte
pelea... Era mañana y apenas me daba por enterado gracias a la dulce joven que tocaba agitada la puerta de mi estudio con desesperado clamor. Sin dejar a un lado su inocente voz infantil pronunció repetidas veces mi nombre en un afán incomprensible y en cuanto abrí me recibió con un impactante grito: —¡Está muerta! ¡La hallé tirada en el cuarto!– decía. Sin poder articular palabra alguna agaché mi cabeza para ver la seca sangre sobre mi traje que se tornaba entre rojizo y marrón. Solo entonces me percaté del fétido olor que invadía la casa, mis manos temblaban y aunque me encontraba bastante confundido me abalancé rápidamente hacia la joven para abrazarla sin permitirle decir palabra alguna. Está bien pequeña, no escucharemos feos gritos nunca más, ya para de llorar.
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UN NUEVO COMIENZO
Javier Orlando Torres Páez
Sus músculos se tensionaban cuando el pecho bajaba hasta casi tocar el suelo; las flexiones eran parte de la rutina de ejercicios que realizaba cada mañana. Las manos sobre el baldosín con arabescos recibían la luz que ingresaba desde el oriente por las rejas que estaban en la parte alta de la pared. Pensó en si ese sería el día en el que le anunciarían la fecha para conocer al verdugo y, de una vez por todas, recibir la pena capital que el juez había sentenciado diez años atrás.
un enano insoportable”. El terapeuta los había juntado con varios reos para hablar de la convivencia y de la mejor manera que existía para solucionar los conflictos: el diálogo. Repitió un mantra y se quedó mirando fijamente el dibujo realizado en aquella sesión de terapia de grupo: en una hoja de papel periódico había plasmado su sueño y había invitado a sus compañeros a cumplirlo. Era un dibujo sencillo, con líneas de colores bien definidas y minimalistas. Trazó el contorno de un avión de combate, en él dos asientos. Dibujó a su compañero de celda como el piloto y a sí mismo como copiloto, puso en su traje un casco y una máscara para respirar a más de treinta mil pies, a la velocidad del sonido. Las nubes, un arcoíris, las montañas y las estrellas completaban el decorado.
Se detuvo un instante, se sentó en posición de loto buscando La Meca. Miró en la pared de roca desgastada el dibujo que hizo en la última sesión de terapia para el control de la ira. Recordó el altercado que había tenido con su compañero de celda y la manera en la que impulsivamente lo había golpeado porque “es
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Recordó que les había dicho a todos los presentes, al explicar su trabajo, que los quería invitar a un lugar en el que pudieran ser libres y felices, donde no debieran nada a la sociedad: un nuevo comienzo. Ese fue el título de su obra. También pensó que no mencionó algunos detalles de sus trazos: había pintado una cuerda que tenía entre sus manos, cubiertas con unos guantes, y los ojos de los dos aviadores, que se salían de las órbitas, los había dibujado con un par de anteojos oscuros…
la rutina de ejercicios que realiza cada mañana. Las manos sobre el baldosín con arabescos reciben la luz que ingresa desde el oriente por las rejas que están en la parte alta de la celda. Sus manos se iluminan, sangran las marcas que dejó la cuerda que estiró con todas sus fuerzas. Su compañero de celda ya no es más un enano insoportable. Piensa en si ese será el día en el que le anuncien la fecha para conocer al verdugo.
Sintió alivio al recordar que no había tenido que dar explicaciones sobre la presencia de la cuerda, que era para enrollar en el cuello del piloto y halar con todas, todas sus fuerzas hasta que sus ojos se salieran de las órbitas y el avión se cayera en picada. Sus músculos se tensionan cuando el pecho baja hasta casi tocar el suelo; las flexiones son parte de
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CARTA DE UN SUICIDA
Luis David Cañaveral Morales
Es hora, ahí está el revólver, están los cigarrillos, está el vino. Va a ser una muerte interesante, será un sueño bueno, eso es morir, un simple sueño; eso dice Shakespeare. Esa luz verde de la lámpara me consuela, creo que es lo único, durante mucho tiempo, que me ha dado tranquilidad, ni la mujer que está ahí en la cama me ha consolado, al principio el sexo me consolaba, los besos sin amor, las folladas sin amor me daban una alegría temporal, dormir entre las téticas de una mujer me daba calma. Ahora todo es distinto, los besos son distintos, el sexo es distinto, ya no me consuelan, ya nada lo hace. Márquez dijo que “el sexo es el consuelo para los que ya no tienen amor”, pero debió haber dicho que era un consuelo temporal, efímero, es un dicho tan ambiguo y tan irrelevante ahora para mí. Esta muerte, la muerte de mis luchas, el fusilamiento
de mis guerras internas; todo esto es el asesinato de mis demonios. Soy un hombre joven, muchos dirían que tengo mucho que escribir, mucho que aprender, muchos corazones que enamorar con las líneas que escribo, pero todos van a entender, este es mi deseo, es por lo que he vivido mucho tiempo, es mi sueño, un sueño de muerte, un sueño shakesperiano. Bebo vino, fumo un cigarrillo, la mujer sigue dormida, son las tres de la madrugada, me asomo por el balcón, es una noche perfecta para morir, esa luna me consuela, siempre lo ha hecho, siempre he estado enamorado de la luna, solo pido que cuando muera pueda reencarnar en un habitante de la luna, para allá van todos los suicidas, todos son seres enamorados de esa luna, que mueren y su nueva estadía está allá. Siempre he fingido ser fuerte, y parezco serlo, todos me
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tienen titulado como un ser sin sentimientos, sin la capacidad de querer, sin el don de amar; se equivocan, yo también he querido a mi manera, he disfrutado de pequeños detalles, he llorado la pérdida de un gran amor (en silencio, pero he llorado). He sido un bohemio toda la vida, un bohemio indiferente, pero en todo caso un bohemio. He sido un buen hombre, le he dado de comer a mendigos, he dado buenos consejos a personas estando yo llevado del putas (esos son los mejores consejos que se dan, los que se dan con el alma rota). Qué noche tan perfecta para morir, las estrellas, al igual que la luna, me consuelan. Enciendo otro cigarrillo, lo fumo con cuidado, lo disfruto, siento que lo amo, él siempre está ahí, siempre en mis labios hay uno de esos maravillosos seres que pierden la vida por los suicidas como yo. ¿A dónde irán esos seres al morir? (siempre me lo he preguntado), ojalá me los encuentre allá en la luna, de esa manera los saludaría y les agradecería por dar
sus vidas por mí, por estar conmigo en mis días de desconsuelo, por haber estado conmigo cuando murió mi abuelo, siempre están ahí en las noches de bares y amigos, nunca me han dejado solo en los momentos de inspiración literaria, ojalá me encuentre allá con ellos. Una mujer en mi cama, una biblioteca con buena literatura, una parte de ella está llena con los libros que he escrito, le he escrito a todo en esta puta vida, ya no tengo que escribir, ya no tengo inspiración, se me acabaron las palabras, ya no tengo más letras, se me fue la magia, he perdido las alas, y ahora intento volar entre un montón de páginas ya escritas, ya no me sale ni una sola línea, es cierto tengo mucho que escribir, pero no se puede escribir cuando ya no hay ganas de hacerlo. Toda la vida soñé con ser escritor, alguien que escribiera del putas, me la pasaba noches y días enteros arrancando pedazos de mi mente y plasmándolos en una hoja, ahora soy reconocido,
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he escrito varias novelas, cuentos, poemas, ya le escribí a todo, no tengo nada más que escribir, nada más que inventar, las mentiras de escritor se me acabaron, ya solo soy un escritor muerto, un escritor muere cuando se le acaban las letras. Meto el revolver a mi boca, está frío. La literatura ha sido el gran amor de mi vida, aunque ahora sea ella la que acabe con la misma. Saco el revólver y lo dejo recostado en mi labio inferior, recuerdo la primera vez que besé a una mujer, fue a mi vecina, yo tenía diez años, era una buena época entonces, ahora solo me quedan recuerdos de todo eso, en ese entonces era feliz, ahora tengo cuarenta y cuatro años y no hay rastro de mi felicidad. Por ahí leí que se escribía para llenar vacíos, se equivocan, he escrito y más vacíos he abierto, he escrito y más insatisfecho me he sentido, el leer y escribir solo me han servido para joderme la vida, pero no puedo hacer nada, son las dos cosas que más amo, es un amor que va a acabar con mi existencia.
La mujer continúa dormida, no se ha dado cuenta que estoy en el balcón, bebo más vino, fumo otro cigarrillo, todas las mujeres me han parecido bellas, ¿qué sería de la literatura sin las mujeres?, siempre me inspiraron hasta que ya no pude escribirles, meto el revólver a mi boca, a mi mente llega el recuerdo de la mujer que más quise, ella es bella y libre (así me han gustado las mujeres), ella es nebulosa, ella es soberbia, ella es de cabello corto, yo a ella le di mis alas, lo malo es que se fue volando sola, creo que eso es lo que más amé de ella (su independencia), estoy enamorado de ella, siempre quise morir enamorado. Es una noche perfecta para morir, la luna me espera, voy a vivir entre suicidas, es mi deseo, es lo qu... *La sangre corre*.
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LA ÚLTIMA PARÁBOLA
Luis Fernando Abello Rayo
¡Hijueputa! Exclamó el crucificado cuando el soldado romano le clavó la lanza en el costado derecho. El militar no supo responder ante el improperio pues sabía que la madre del martirizado era virgen.
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PUNTO DE ENCUENTRO “LA PÁLIDA” Daniel Stid Ortiz López
I Mis días son cortos y agotadores, siempre termino fastidiado. Tengo prisa, quiero llegar a casa para tomar una ducha de agua fría; el fin de semana preparé lasaña, aún queda una última porción, rotulada con el nombre del día de hoy desde hace ya varios días en la nevera, tengo fatiga. Ha terminado la semana, y como de costumbre, mañana dormiré hasta tarde, me levantaré a ver cine, me alimentaré solo de mogollas con queso para untar y mermelada de naranja… Sin darme cuenta cómo, estoy en casa, tengo mi mente al fondo de las fosas marianas, un lapsus de tiempo en ausencia total; como cuando observaba las viejas y grandes pinturas de la casa de mi abuela, siempre el mismo olor, intactas a la última vez, a veces con más polvo de lo habitual, otras veces con
una sutil telaraña abrazando el marco de madera; es la misma sensación que llevo en el recorrido a casa, la misma ruta de bus, los mismos mil ochocientos pesos, el mismo retorcijón para encajar en el puzzle humano al interior de la caja móvil. Quizá rutina, quizá los gases humeantes de la tarde, quizá estrés, quizá así siempre he sido yo, perdido y con la fascinante capacidad de alterar mi estado de conciencia. La lasaña sigue aún congelada, me siento mareado y débil, soy como un camaleón que se mimetiza con el color pálido y resplandeciente de las cortinas blancas, pierdo la conciencia…Me siento cansado, quiero dormir, pero una tormenta de arena revuela en mi estómago, siento escalofrío y ansiedad. Inhalo cuatro pesadillas, mantengo mis pulmones
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erguidos siete segundos, ocho más para quedarme sin aire; de nuevo, y empiezo a ver destellos de grandes galaxias, danzando titilantes alrededor de partículas de polvo suspendidas en el éter de mi habitación, me encandilo en su luz, ahora se precipitan mis párpados. II. Se hizo la luz con un solo chispazo fugaz rutilante, el de sus ojos, más bellos que la luz del día, si supiera el problema neuronal en el que me tiene hace más de tres meses, no elucubraría para mí más fantasías e ilusiones primitivas… Aun con el sueño en los párpados, la observo alejarse, camina con semblante tranquilo, con la mirada perdida, sus manos distraídas golpean sus anchas caderas, una vez por cada paso que acierta, dejando un rastro sonoro al compás de la marimba, ella ¡sí que sabía caminar! Mis sábados favoritos se consumaron con ella, disfrutaba de dos aficiones en solo una, la primera hacía
que la imaginación de la segunda se deslizara con ligereza. Las miradas eran unánimes e impresionadas, como si el tiempo se hubiese congelado en un flash fotográfico interminable; aumentaba mi sudoración, escurrían tibios lagos que descongelaban los glaciares de mis manos frías; fueron muchos los amaneceres húmedos, de suculentos muslos enredados, en los que creábamos navegables microcosmos con hazañas de picardía. Me había vuelto adicto a su luz, tenue e intermitente, humeante y olorosa, en sus sienes se dibujaba el fuego y el humo, cantaba en silencio al viento, al árbol, a la sombra y al crepúsculo. Ese personaje que había creado en mi imaginación, tenía forma, era real y me desvelaba en las noches. III. Recuerdo cuando la conocí, me sentaba cada domingo en un parque sombrío para verme con ella. Nuestro encuentro era un juego pueril:
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yo la buscaba en cada sujeto que pasaba frente a mí. Una vez la vi en el rostro de una anciana, otro día en los ojos de un perro, a veces iba vestida en dril conduciendo un auto, o era quien vociferaba el número y destino de la ruta de un bus; siempre llevaba un aspecto diferente, me generaba aflicción aquella personalidad incauta. No cruzamos palabra alguna, nuestro lenguaje era solo visual, un juego de rojas miradas. Un jueves en la mañana, como de costumbre, salí de casa disoluto en medio de cavilaciones, me percaté de que el número que formaban los retazos de cuadros blancos en el parabrisas del bus que venía, era el de la ruta de mi destino y… de repente quedo inmóvil y extasiado, alguien parecía sonreírme. Sin dar señal alguna, el vehículo se detuvo frente a mí, subí, solo podía observarla a ella, sonrió y me ofreció un lugar a su lado, su presencia fue mágica, una conversación, y a partir de ese momento ya era parte de
mi vida. Deseaba cohabitar en cada pequeño detalle que me generara felicidad, ella. IV. Análogas, en la manera como eran juzgadas, una por su apariencia, la otra por su olor inmoral. Cuando caía la noche, se paseaba por La Sexta, labios gruesos marrón chocolate, rojizos como el color de sus ojos, estos de textura hundida, rebotaban el eco de su voz, dulce, pausada y agresiva; de ropa ligera: colgada y mal puesta; su aspecto como el de una “cualquiera”. Yo que la conocí en la brevedad del tiempo, y bajo circunstancias inusuales, creé un concepto diferente de ella, hilarante, sensible, interesante y narcótico; por fortuna la conozco como realmente es; o quizá haya querido vivir así para mí, no me cabe duda de su versatilidad. Ella a veces sufría de amnesia, se le olvidaban las cosas, se le olvidaba que iba conmigo y se marchaba con otro. A quien llevara
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un cigarrillo entre dedos, concedía seguridad, aunque muchas veces solo disfrazaba la ansiedad agobiante, era evidente; no fue por su mirada perdida en las rodillas del cosmos, era por el movimiento particular de sus codos congelados. Así se fue, y yo, ebrio de voz por un segundo, seguido a esto imprescindiblemente la asumí, el colmo máximo de la sobriedad, es ver la irrealidad de la razón humana. ¡Jamás podría molestarme, cataliza mis sentidos, hace que me sienta como un sol ebrio de trementina!
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¡CIÉRRALE LOS OJOS! Diego Mauricio Barrera Quiroga La misma noche del entierro de Tarcisio, Tellie, su única hija, inició el novenario con un rosario emocionado en el que se despedía de quien la había consentido toda la vida. Beatriz Amaya hizo el ofrecimiento y las letanías. Los amigos del muerto hicieron las oraciones de fieles, mientras una vecina lo lloró, por su cuenta, diez minutos, y una media hora más, por cuenta de la familia del muerto. Como Tellie estaba triste y cansada no comió, sino que terminada la ceremonia se fue a su alcoba.
entregó confiada al sueño y vio a su padre muerto, acostado en la mesa de velación con la cabeza colgando y con cara de disgusto. Cargó con el silencio todo el día, para no preocupar a los familiares.
No podía dormir, algo empezó a intranquilizarla… Se levantó, fue hasta la sala y colocó debajo del altar un vaso con agua para mitigar la sed del difunto, en estos días de verano inclemente. Volvió a la cama, pero no pudo conciliar el sueño sino hasta que un coro destemplado de gallos le anunció que pronto amanecería. Entonces se
Esa noche, Tellie volvió a soñar que su padre era velado con la cabeza colgando y cara de enojo. Al otro día temprano, reunió a toda la familia y les contó sus sueños de las noches anteriores. Después de discutirlo toda la mañana, “El Papayo”, un vecino que quedó con la palidez de la muerte desde que tenía siete meses,
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La segunda noche, ella misma rezó las letanías y rogó en secreto a su padre que descansara en paz. Esta vez, fue más corto el rezo y más larga la visita de los vecinos que planearon la celebración y los tamales del cierre del novenario.
cuando su mamá lo llevó a un entierro y se ahieló, les dijo que el cadáver había podido quedar atravesado. Por horas trataron de recordar si lo habían enterrado mirando la cruz, o si la cruz había quedado en la cabeza, desde donde, su posición de muerto, no le permitía verla. Para resolver las dudas decidieron desenterrarlo y rectificar el posible error. La noche anterior había llovido y la tierra se había afirmado, el ataúd estaba roto en uno de sus extremos. Al destaparlo se dieron cuenta que lo habían enterrado al revés. A Fulvio, un nieto de Tarcisio de 17 años, le tocó cargar el cadáver mientras volteaban el ataúd. Todos lo vieron palidecer durante el tiempo que cargó el pesado cuerpo del abuelo. Cuando ya se iba a desvanecer, otros familiares lo ayudaron a devolver al abuelo a su sitio; esta vez mirando la cruz, que ahora quedaba del lado de sus pies. Eran como las diez de la mañana, el sol pegaba fuerte
y el calor, el sudor y el olor a cadáver hacían insoportable la situación. Tellie vomitó sin remedio apoyada en los brazos de la cruz. Cuando terminó, levantó los ojos siguiendo el eje de la cruz y vio el rostro de su padre orientado al punto de cruce de los maderos: sus ojos estaban abiertos y se alarmó. Pidió que se detuvieran por un momento: descendió hasta el agujero anhelante de la tierra y cerró los párpados de su padre. Tellie no volvió a soñar. Ayer, un mes después, llegaron noticias de Belén de los Andaquíes invitando al entierro de Vaca Negra, el hijo mayor de Tarcisio que estuvo parado detrás de Tellie, mientras ella vomitaba, apoyada en la cruz. En lo más íntimo de sus silencios, Tellie agradeció haber estado detrás de la cruz en el breve instante en que se dio cuenta que iban a enterrar a su padre con los ojos abiertos.
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LA PUBERTAD DE MIS OÍDOS Mario Alberto López López Hoy mientras me batía en duelo con un pelo que brotaba de mi oreja, armado tan solo con un espejo y un depilador, me pregunté el por qué a mis oídos llegó esta tardía pubertad, casi veinticinco años después de enfrentarme a la original que me transformó de niño a hombre. En la naturaleza todo pasa por una razón, tal vez los oídos necesitan más tiempo para madurar, para aprender a escuchar y por eso su pubertad sucede apenas llegando a los cuarenta. Todo comenzó con unos vellitos casi imperceptibles que se fueron transformando en largos y negros pelos que salieron de mis orejas buscando el sol y, que de manera obstinada he impedido que me invadan, por lo que me dedico casi a diario a podarlos.
Pero si la pubertad es sinónimo de cambio, de alcanzar la madurez, empiezo a entender porque algunos caballeros lucen con orgullo, frondosas cabelleras que retoñan de sus orejas. Tal vez sean símbolo de sabiduría, de distinción, de madurez, pues la verdad, saber escuchar es un valor bien apreciado que, vale la pena que aquel que lo posea haga alarde de él y ¿qué mejor manera de hacerlo, que exhibiendo unas orejas bellamente adornadas por unos bucles tipo rabino? Es por esto que después de divagar un poco, a lo mejor me decido a dejar de lado el depilador y el espejo, cambiándolos por unos rulos y un cepillo para darle styling a los pelos de mis orejas.
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DECISIÓN Mateo Quintero Segura Volví del Tránsito de Pereira alrededor de las 3:30. La casa estaba sola, solamente estaba mi perro. Y yo, claro. Almorcé unas lentejas y un jugo de guayaba dulce. Mierda. Luego me eché a dormir, estaba cansado, muerto. Necesitaba esa muerte momentánea para reponerme. Cuando me desperté empecé a meditar. No tenía sentido dormir, ni comer. La vida no tenía sentido. Teníamos necesidades, el cuerpo pedía comida y a veces licor. Pasábamos toda la vida luchando y luchando, trabajando en una mierda de empleo para conseguir dinero, lo gastábamos en comida para reponer energías y luego volver a trabajar y así constantemente hasta que por fin se nos acababa el sufrimiento, la opresión, la lucha. Por fin el mundo concedía algo de misericordia. No me preocupaba morir, me
preocupaba el cómo. Había muertes detestables, sin pasión, sin fuerza. La muerte solo cumplía con su deber en ciertas ocasiones. No, no, yo necesitaba una buena muerte. Si mi vida no era interesante, por lo menos el declive de ella sí. Bueno, tampoco lo que pensaba tenía algún sentido. No tenía sentido meditar por el sinsentido de la vida, ni del amor. Si se hacía, se llegaba al punto de la depresión. A veces nos debíamos hacer los maricas y solo vivir, sin cuestionarnos qué hacer, qué decir, qué sentido tiene lo que hago. Se vivía un poco más tranquilo. Pero, ¡mierda! La gente no dejaba de entristecerme, y más aún las situaciones que ellas provocaban. En ese momento estaba hablando con una mujer por el celular. Todo iba bien, ya saben. Hey, Charles, eres
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grande, me caes bien y eres inteligente, no te estoy cortejando pero quiero mantener esta amistad por mucho tiempo, te quiero mucho. Me estaba cortejando. No le prestaba atención, las mujeres eran un gran impedimento para hacer cualquier cosa, por todo jodían. Me encantaban, es cierto, pero no las soportaba todo el tiempo, les hablaba una o dos horas y ya quería volver a estar solo, yo era el único que no me molestaba, a veces. El caso es que luego de hablar cierto tiempo me ignoró, no volvió a responder, creo que me estaba gustando en cierto modo hablar con ella, pero así son ¿quién las comprende? Te hablan, te ignoran. Te aman, te odian. Te dan vida, luego te matan. Intentaba escapar de todo eso, permanecer abstracto, liberarme de ello, solo importarme a mí mismo. Pero eso es prácticamente imposible, el corazón siempre quiere querer, siempre quiere destruirse. Por ello, desde hace ocho meses estaba hablando con otra mujer: es encantadora. Ojos verdes,
piel blanca, cabello negro y brillante, es a lo que yo llamo mujer. No era como las putas de hoy en día, no se tomaba fotos en traje de baño con media teta por fuera. No, no. Ella era diferente, y eso me gustaba. Hasta ahí todo bien, pero, hay hombres que nacen con estrella, con encanto, tienen poder de conquistar, con el habla, con el físico, con el dinero: yo no tenía nada de eso. Así que obviamente ella, como las demás, no veía ni mierda en mí. Ah, trataba de asimilarlo todo, pero no era capaz, ¿cómo se escapa?, ¿cómo se es feliz? No llegaba a dicha conclusión por más que pensara en todo, no me hallaba. Empecé a revisar las redes sociales, las mujeres que allí se encontraban. La mayoría estaban deliciosas: solo seguía a las que estaban deliciosas. Pero bueno, me tocó nacer en el declive de la sociedad, las redes sociales solo impulsaban a cualquier idiota a escribir cualquier idiotez que se le
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pasaba por la mente. No había fuerza en ninguno de ellos, no tenía a dónde ir, iban por el mundo en busca de mujeres y dinero y cuando lo conseguían (si es que lo lograban) no encontraban razón en ello. No sé por qué se les hacía tan difícil entender que estábamos haciendo todo mal. Mierda, nací en el peor momento de la juventud. Los hombres se toman fotos haciendo cara de capos, la gente les cree. Las mujeres se toman fotos enseñando el culo y con una descripción de: “Dios guía mi camino”. Ah, mujer, entonces volvete cristiana y salí de tu putería. No creo que Dios te haya enseñado esto. Qué depresión, y luego me llegaba a la mente que mañana tenía que madrugar a las siete para saludar veinte tramitadores, para ofrecer mis servicios a toda la gente que circulaba, en busca de dinero para poder sobrevivir. Tenía que buscar algo que me aislara, no me puedo matar, no quiero, estoy con Dios, pero tengo que buscar un motivo que doblegue
todo este sinsentido de la vida. La gente da consejos: no aplican. Los jóvenes van a discotecas, follan y salen aún más vacíos. Los adultos se preocupan por convertirse en viejos: no entienden que no hay escapatoria. Los viejos tienen miedo a la muerte: no tienen fe. Bueno, los niños no han llegado a la corrupción del mundo, pero los padres no tienen amor por ellos, criando personas para que pasen por las fases antes mencionadas y luego morir. ¿Han visto la cara de desolación de las personas que van solas en un bus? Están pensando en todo lo que les digo. Cerré todo, mis redes sociales, mi mente, mi depresión. No tenía dinero para comprar una cerveza, así que solo acaricié a mi perro y empecé a leer, a leer y a leer. Los libros sirven para ignorar el exterior y eso hice durante horas hasta entrada la noche. Estaba estudiando para ser un profesor pero no me llenaba completamente, tenía que buscar algo para sacar al exterior mis pensamientos,
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para desahogarme, para combinar palabras, para crear, para hacer arte. Tenía que buscar la escapatoria, tal vez haya algo bueno en la vida aparte del amor que se me escapa, medité. Dios, tal vez me muera de hambre, pero tenía que jugar la última carta. Decidí ser escritor.
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PRESAGIO Diego Germán Niño Robles El hombre tomó el callejón que nace detrás del restaurante de la mona. Al final de la segunda cuadra giró a la derecha y encontró a una anciana sentada en una mecedora. —Anita, ¿qué haces ahí sentada? —Le preguntó. La anciana no le respondió. Lo miró atentamente, como si no lo reconociera. —¿Sabes quién soy? Continuó en silencio, contemplándolo.
El hombre se recostó contra el marco de la puerta. Miró hacia el interior de la casa. Reconoció a Wilfran entre las sombras que invadían la sala. —¿Entonces? —Le gritó a Wilfran, quien levantó el brazo en respuesta al saludo. —Eres Juancho… Juancho Comelama. —Dijo la anciana y luego se balanceó suavemente. —¡No joda, creí que no me ibas a reconocer!
Ana llevaba casi un año en el que la memoria se perdía en las telarañas del pasado. Recordaba el día y la hora exacta en la que había nacido cada uno de sus hijos, pero no los reconocía cuando los veía. Igual le sucedía con las decenas de nietos que entraban y salían de la casa sin que ella supiera de quién eran hijos.
La anciana miró a la vecina que sacaba la mecedora al frente de la casa. —Anita, como estás de linda, de limpiecita. —Así de limpiecita como estoy yo, así está el bolsillo. —Dijo Ana metiendo la mano entre el bolsillo de la bata. —La vida está dura.
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—Ah pué… ¿cuándo no es pascua en diciembre?… La vida siempre ha estado dura. —Cómo estará de dura, que hasta se está secando la ciénaga. Callaron. —¿Cómo está la Ñaki? — Preguntó Juancho. —Viene mañana. —¿Y tu hijo Miguel? —Murió. Ana hizo el amago de llorar, pero siguió meciéndose. El muerto no había sido Miguel sino Oswaldo, el hermano de ella. La semana anterior creía que el muerto había sido Pichi, uno de sus nietos. Había formado tanto alboroto que la casa se transformó en un fandango de vecinos que llegaron con ollas y cirios para velar al hijo de Ñaki. Un golpe de viento enroscó la arena de la calle y se la llevó
hacia la plaza. Las nubes empezaron a engordarse y oscurecerse. La vecina se quedó dormida con el brazo izquierdo descolgado. Un perro la olfateó y luego le dio una lamida rápida a los dedos que casi tocaban el suelo. —Está helando. —Dijo Ana. —Métete temprano a la cama, que caerá un aguacero en un rato. —Ay mijo, tú no sabes lo duras que son las noches para mí. —No te preocupes viejita linda que esta será tu última noche: mañana te morirás de un paro respiratorio. —¡Virgen santísima! — Exclamó Ana. Después se persignó. Callaron. La vecina continuaba durmiendo. Desde el norte emergió la bruma que nacía en el mar. —Dios me la bendiga. —Dijo
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Juancho y le dio un beso en la frente a la anciana. Después levantó el brazo para despedirse de Wilfran quien seguía contemplándolos desde el mismo lugar. —¿Para dónde vas? —Le preguntó Ana. —Me voy de viaje. — Respondió Juancho, sonrió y se fue caminando hacia el norte. Al siguiente día Ñaki encontró a su mamá sentada en la mecedora bajo el vano de la puerta. —Mami, ¿qué haces ahí? La anciana la miró con atención, como si no la reconociera. —Soy Ñaki, tu hija. Ana relajó los músculos de la cara. Luego se meció suavemente. —¿Qué te pasa? Te siento nerviosa —Volvió a preguntar la hija. —Ayer en la tarde vino
Juancho Comelama a decirme que hoy muero de un paro respiratorio. La mujer observó a Wilfran que estaba sentado en el mismo lugar de la tarde anterior. —Es verdá. Wilfran.
—Confirmó
—¡Apenas vea a ese Juancho le voy a decir su poco de cosas! —Gritó Ñaki. —A ver mamá, ¿acaso Juancho es médico? Ese solo sabe de quitarle la lama a las canoas. No sabe de más ná. La anciana parecía no oírla. Contemplaba la casa del frente mientras se dejaba llevar por el movimiento de la mecedora. Ñaki fue derecho a la cocina, abrió la nevera que llevaba un mes descompuesta. —Oye Wilfran, hay que comprar hielo para que no se dañe la comida. —Si señora. —Dijo desde la puerta. Después se fue.
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—¿Qué quieres mamá? — Preguntó Ñaki con la voz enredada en las sombras de la historia de Juancho Comelama. —Quiero una arepita y una taza de café. En la tarde salieron al frente de la casa para refrescarse con la brisa que venía de la ciénaga. —Oye Wilfran, entra a mi mamá que está haciendo frío. —Dijo Ñaki a las tres de la tarde. Wilfran se levantó y tomó la parte de atrás de la mecedora. Luego preguntó: —¿Lista viejita? La anciana cruzó las piernas en el aire. El hombre jaló la mecedora hasta la mitad de la sala. Después la empujó hacia el cuarto. —Cógete que te voy a subir a la cama. —Le dijo Wilfran a Ana, quien se abrazó a su cuello y después se tensó. —¿Te
pasa
algo?
—Le
preguntó Wilfran inquieto. —Bájame. La dejó en la silla. La anciana lanzó un suspiro, relajó los músculos y se quedó quieta. Desde la puerta Ñaki observó la escena. Se miraron a los ojos con Wilfran. —Llama al médico que se murió mi mamá. Wilfran salió corriendo. Al rato llegó con el médico que auscultó a Ana en la mecedora. —Se te murió la vieja. — Dijo el doctor mirando a los ojos de Wilfran, quien lo observaba desde la otra esquina del cuarto. Wilfran se desplomó y lloró en silencio, con lágrimas gruesas que descendían por sus mejillas. Ñaki, que había llorado durante la espera, le preguntó al doctor: —¿De qué murió? —Murió
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de
un
paro
respiratorio. —¿Estás seguro? —Por supuesto. ¿Por qué lo preguntas? —Ayer vino Juancho Comelama a decirle a mi mamá que hoy se moriría de un paro respiratorio. —¿Juancho Comelama? —Sí. —¿Estás segura que fue Juancho Comelama? —Sí señor, fue Juancho. — Dijo Wilfran con un hilo de voz. —¡No puede ser! Juancho murió hace tres meses. — Dijo el doctor.
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LA HERMANA Miguel Andrés Hernández Franco La señora, luego de la visita donde el oftalmólogo, llega a su casa y con angustia le cuenta a su hermana: –En cuatro meses quedaré ciega. La hermana muy condescendiente le da moral. –No se preocupe hermanita: usted ya vio lo que iba a ver.
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AGATHÁ Christian Camilo Orozco Yepes El placer hecho milagro In illo tempore, sus padres le dieron el nombre de Agathós por ver en él lo excelente, lo honorable y lo bueno. Sin embargo, lo que él creía un vasto mundo en su niñez dejaba de serlo a medida que crecía. A razón de ello, visitaba el mito de Τειρεσίας, preguntándose una y otra vez por qué. Es así como la naturaleza golpeaba el cuerpo, había algo que dolía mucho más que una irrigación de bilis negra. Su clase noble le permitió educarse y la élite de las artes estaba al alcance de su riqueza: disciplinas, profesiones y oficios a su entera disposición, pero lo más importante era que todo esto estaba cultivado por hombres libres. Él no se sentía ni tan libre, ni tan hombre. Un día, dejó que su pensar se dislocara y lo llevase
a hablar de sí. Tres vías, tres caminos tenía, en esto pensaba. Todo relacionado y comprimido en elocuencia pura. Debía explicar su sentir, persuadir y convencer: trívium. En gramática, el prefijo con referencia: detrás de, al otro lado de o a través de; era aquello que lo atravesaba. Como todos bien saben, in illo tempore, nuestro mundo estaba organizado y determinado por códigos binarios: demonios, ángeles, mal y bien, casto e impuro, santo y hereje. Así también la mujer y el hombre. Ella, entre muchas otras cosas, fue, desde su punto de vista, un “macho fallido”, un humano imperfecto, uno que no alcanzó la completitud del hombre, el modelo de perfección. Ellas eran esencialmente inferiores: húmedas y frías; ellos, secos y calientes. La mujer representaba lo
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instintivo, lo irracional, lo animal, animales sexuales que servían al demonio por frágiles y débiles. Él estaba hecho a imagen y semejanza, tenía alma, ella no, a ella la cagaron las cigüeñas, ellos tenían la Razón, eran íntegros, temerosos de Dios y perseguían la perfección. Su cuerpo femenino perdía al hombre, lo desviaba de ese camino santo que le había sido asignado. Ellas, insaciables, tentación de hombres y a riesgo de la castidad, objeto de desconfianza y de persecución. Ahora bien, al no sentirse como hombre ni verse como mujer, entonces ¿qué era? Agathós sentía que era un ser en tránsito. Sabiéndolo, se animó a exponer ante su maestro, Quintiliano, todos aquellos pensamientos que cuestionaban su propia esencia. Su maestro insistió en que ambas naturalezas son incompatibles y aunque puedan venir de la misma fuente, los átomos que las componen bastan para
comprobar que ambos son tan distintos como las nubes del cielo. Quintiliano como buen ciudadano que era – muy ejemplar, por cierto– manifestó su preocupación ante el rey Solón, quien lo escuchó con benevolencia. Un placer cruzó su mirada. Cuando terminó de escuchar aquella historia, pidió a la guardia imperial que trajesen a Agathós ante su presencia. Al verlo, los ojos de Solón se llenaron de un deseo profundo y descarnado, tan inalcanzable e inaprensible que sentía que se escapaba de sí. Al terminar su gran discurso, le pidió que se acercara a él, pidió además que besara su anillo. El hilo de aire que se filtró, tocó la sensibilidad de sus tendones y se expandió en el infinito de su dermis. Lo tomó del mentón y, sintiendo el aroma a menta fresca masticada salir de su boca, le dijo: –Estoy dispuesto a cumplir tu deseo. Solón lo entregó a Aspacia,
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famosa hetaira que poseía una casa de citas junto a sus pórnais. A pesar de ello, Agathós, conservó intacta su castidad, pues recordó las enseñanzas de la bella Sherezade y de los cuantiosos parajes persas. Todos aquellos que desearon poseerlo apenas lograron obtener parte de su versado mundo. Al enterarse, Solón ordenó que lo azotaran y encerraran. Más tarde, lo hizo desnudar mientras uno de sus esbirros lo sujetaba y otro, frente a sus ojos, le cortaba los senos y le extraía parte de la vagina a una esclava. La imagen descarnada se mezclaba con los azotes y el contacto que Solón ejercía en todo el cuerpo de Agathós al introducir en él diversos objetos. Golpes y caricias, contactos y besos drenaban y producían la sangre de Agathós, pero no podía dejar de mirar y de sentir. –Era esto lo que deseabas ¿no? –Pregunta Solón–. De esto están hechas, es lo que son y quieren ser, es lo que
pueden vivir. Lo bañó en vino, lo embriagó. Baco lo consumía a través de las heridas, menguaba el dolor. Incluso sintió en su cuerpo la lluvia dorada de Solón. Trajeron bandejas como parte del gran banquete. El esbirro tomó hilo y aguja, otro sostuvo la mama mientras Solón tiraba de la piel e insertaba la aguja. Una a una entraban y salían las puntadas en la piel. El cuerpo se desangra bellamente a la par que sus senos eran colocados en el lugar de sus tetillas. Su naturaleza era tan propensa a cualquier milagro que la piel se mimetizo de inmediato y de sus pezones brotaron gotas de leche. Al ver el portento y el placer de la lactancia que producía en Agathá, tomó su pene erecto y lo cortó de un cuajo y cosió allí, labios y clítoris intentando simular la vagina que había extraído. El cuerpo también lo absorbió, lo adaptó. De su vagina cayeron trozos de piel y agua, entre sus piernas fluyó un río de sangre desmesurada. Los
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cabellos largos caían sobre su espalda y al ver que el portento seguía, Solón quiso más y la torturó, la revolcaron desnuda sobre pedazos de vidrio. Luego la encerraron en una caja de hierro llena de púas, con un fuego que calentaba desde sus pies hacía bullir la sangre hasta evaporarse y deshacer el cuerpo que habían embellecido y destrozado. Ella se fue hundiendo en su propia sangre. Cuando quisieron abrir la caja, la tierra se resquebrajó y devoró a aquella doncella de hierro con Agathá dentro, pues sólo allí sería libre, como siempre debió ser.
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DISCÓBOLO Elbert Coes Al hombre de la bufanda las manos le temblaban de pensar que alguien en la tienda comprendiera la razón por la que pagaría una Beretta 89. “Es una tienda de armas”, se dijo. “En una tienda de armas se compran armas”. Desde el pasillo de ballestas vio dos hombres frente a la caja registradora; se sentiría más cómodo si al pagar no hubiera nadie más que él y el armero. El discóbolo le habló desde el pasillo, con la voz apretada entre los dientes de bronce: “¿Matarás por un amor fugaz?”. El hombre de la bufanda oyó el crujido de su propio cuello al girar con el ánimo de reconocer la voz a su espalda. Incrédulo ante la visión de la escultura griega, se preguntó qué podía hacer esta en aquella tienda.
Volvió la mirada al frente. Aún quedaba un hombre registrando su compra. La Beretta 89 vibraba entre su mano temblorosa. “Matarás por un amor fugaz”, oyó otra vez, y giró la cabeza, despacio, anonadado por la claridad de las palabras producidas por la escultura. La ignoró, se volvió y dio dos pasos hacia delante. Vio que el hombre ante la registradora esperaba el cambio y que sus flechas fueran puestas en un carcaj. La voz del discóbolo dijo de nuevo: “La ira de tu amada agonizando será su venganza”. El hombre de la bufanda reaccionó dando pasos largos hasta llegar a la registradora. No pudo esconder su transpiración, el sudor brillante sobre las sienes, la mirada temerosa del infierno, el crujido de los huesos bajo su piel.
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“¿Por qué hay un discóbolo en una tienda de armas?”, preguntó al tendero. Este, con musitada sencillez, le respondió: “Es una tienda de armas para deportes. El lanzamiento de disco es un deporte”. Miró en dirección de los estantes y añadió: “Dicen que Apolo mató a su amante con un disco mientras practicaban. Es un deporte antiguo, místico”. Se volvió al hombre de la bufanda y le preguntó si se sentía bien. “Olvidó los cartuchos”, le dijo al notar la pistola en su mano. “Encontrará las balas al voltear por la estatua”. El hombre de la bufanda sonrió como una polea, luego alzó la mirada hacia el pasillo de ballestas. Regresó. Volvió a hallarse entre los estantes. “Ah, cobarde”, le dijo el discóbolo, cuando el hombre se había convencido de que todo estaba en su cabeza producto de la ansiedad. “Cobarde. Matarás por un amor fugaz”. El hombre de la bufanda
hizo un esfuerzo más por ignorarlo. Daría la vuelta, pensó, tomaría la caja de cartuchos, pagaría y se iría, y jamás volvería a ver esa tonta estatua. Una vez más el discóbolo le dijo: “Cobarde. Matar es acto de cobardes. Cobarde. Cobarde”. “¡Cállate!”, susurró el hombre de la bufanda, temeroso de hallarse insultando a una ilusión. Mientras buscaba las balas de la Beretta la escultura le decía: “El amor fugaz te matará. ¿Morirás por un amor fugaz? Cobarde morirás por un amor fugaz. Me oirás y la oirás. Un grito fugaz. Una vez y otra vez. Y otra vez. Un grito fugaz. Matarás por un amor fugaz. Cobarde. Morirás por un amor fugaz. Otra vez cobarde”. “¡Cállate!”, dijo el hombre en voz baja, a la vez que llenaba el cargador del arma. La torpeza en sus manos dejó caer varios cartuchos. Se agachó a
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recogerlos y oyó al discóbolo susurrarle: “¿Matarás por un amor fugaz?”. El hombre de la bufanda giró el rostro, espavorido del conocimiento que de él tuviera una escultura de bronce, que le sacaba las entrañas y se las ponía de cara, como si se tratase de un espejo que refleja no el físico sino la forma de los vicios. El discóbolo estaba parado junto a él, con el brazo estirado, el cuerpo en su máxima tensión presto a realizar su lanzamiento, la cara apenas representando la concentración del momento hecho eternidad. El hombre de la bufanda había alcanzado a poner cuatro balas en el cargador, suficientes para aniquilar de una vez por todas a la escultura. Le apuntó.
llegó, alarmado por el ruido, y vio el desorden y la pistola y los cartuchos en el suelo, abofeteó al hombre de la bufanda para sacarlo de su letargo. “¡Largo de aquí!”, le dijo. “¡Largo de aquí si no quiere que llame ya mismo a la policía!”. El hombre de la bufanda huyó de la tienda, a toda prisa, tropezando con todo a su paso, esforzándose por impedir que el discóbolo lo alcanzara.
Se descargó con rabia en su contra. El bronce quedó aplastado bajo los objetos de otro estante que recibió su impacto. Y cuando el tendero
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VIDA DE MUERTOS Laura Melissa Rotavista Los integrantes de la familia Cuesta seguían habitando la casa incluso después de muertos. En abril de 1950, Ramón Cuesta y Teresa de Cuesta, vivían en un barrio de clase media de la ciudad de Pereira, se daban el lujo de tener la casa más bonita del sector; un jardín adornado con una pequeña rodeada por margaritas y tulipanes, un camino que invitaba hacia la puerta principal daba entrada a un gran salón con una lámpara colgante y brillante en la mitad, el tocadiscos siempre deleitando oídos con un compás de música clásica, a la izquierda una enorme puerta, casi siempre cerrada, que daba acceso a la biblioteca con una rica colección de libros que Ramón Cuesta rara vez dejaba que alguien tocara uno de ellos. Unas escaleras que parecían interminables llevaban al segundo piso, allí se
encontraban las habitaciones, el cuarto principal destinado para los jefes de hogar, con cuarenta años de casados dormían juntos, excepto cuando Ramón, que era sonámbulo, se iba para la biblioteca a leer sus intocables libros hasta el amanecer, al lado izquierdo la habitación de Clarita y Pedrito, los hermanos menores de siete y cinco años respectivamente, disfrutaban hacer bromas, pintar al gato y desordenar toda la casa, pero sobre todo escuchar las historias de su abuela Nina, quien luego de quedarse viuda fue a vivir a casa de su hija Teresa, y que por cierto ya tenía más cara de muerta que de viva, dormía en el cuarto del fondo, al que los mismos habitantes del hogar temían entrar; ruidos extraños se escuchaban en la noche, nunca se pudo distinguir si eran ronquidos, voces del más allá o del más acá, mientras Pupy, un tierno
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nombre para un gato negro misterioso y al parecer mudo, seguía a la anciana a todas partes. Al lado derecho del cuarto principal, dormía la joven Emilia, bella, mimada y con piel de porcelana, era sobreprotegida por sus padres y casi nunca salía. Lo contrario hacía su hermano, el Don Juan de la cuadra, Nicolás era un joven que más que apuesto era “enredador”, se las ingeniaba para conquistar las jovencitas más lindas del vecindario. Doña Lola, que ayudaba en las tareas de este hogar y que era un poco despistada, estaba haciendo un delicioso almuerzo para un sábado de abril de 1950, de repente se percató de que se había acabado la sal, un mal agüero para ella, dejando encendida la estufa de gas y el delantal muy cerca de esta, salió a comprar la sal y a entretenerse hablando de todo un poquito con el tendero, cuando regresó espantada por el olor a quemado dejó caer la sal en el antejardín, y corrió
rápidamente a pedir ayuda, demasiado tarde, el fuego se había propagado por toda la casa, Ramón, Teresa, Emilia, Nicolás, Clarita, Pedrito, la abuela Nina y el gato no tuvieron escapatoria, doña Lola no lo podía creer, salió corriendo sin rumbo fijo y no se supo más de ella. Fue noticia nacional en todos los periódicos, algunas vecinas de lengua larga aseguraban haber visto salir las cenizas de la familia por la chimenea, otras dando su versión de los hechos afirmaban que uno de ellos había alcanzado a escapar, ninguno de los rumores era cierto, hasta el gato fue víctima, después de algún tiempo lo que sí era cierto es que cosas extrañas pasaban en lo que quedaba de la casa, y como los niños y los borrachos siempre dicen la verdad, estos aseguraban ver luces prendidas a media noche, escuchar risas y llantos, sombras que pasaban por las ventanas, fue así entonces que “la casa de los fantasmas” se convirtió en lugar concurrido por los curiosos, la familia
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Cuesta continuaba viviendo en el lugar a pesar de “haber pasado a mejor vida”. Sin embargo, a algunos les había costado trabajo aceptar que estaban muertos, cuando Nicolás creía que aún formaba parte del mundo de los vivos salía a conquistar mujeres bonitas, les susurraba al oído y no entendía por qué la mayoría terminaban desmayadas, decía para sus adentros: –¡Ja!, las dejé frías– y seguía su camino, Ramón que fue sonámbulo de toda la vida bajaba siempre a las 3:00 a. m. a tumbar los libros, lo que lograba espantar a los curiosos. Por un tiempo los niños del barrio en busca de aventura visitaban la casa de los fantasmas, esperando sentir emociones fuertes, luego personas de vecindarios aledaños, incluso habitantes de toda la ciudad de Pereira asistían al espectáculo, Teo Cortés afirma que una vez a sus diez años fue con sus amigos a visitar la casa. –Primero un gato negro nos hizo gritar con sus temerosos
maullidos, después se oía caer algunos libros, en el segundo piso las voces de dos niños cantando suavemente una canción infantil nos hizo correr despavoridos hacia la puerta donde una anciana nos hizo la despedida final, jamás volvimos a pasar por aquella casa. En pleno verano de 1995, Juan Alpes, periodista reconocido de la capital viajó hasta Pereira para entrevistar personalmente a los fantasmas, primero preguntó a los vecinos si era seguro entrar a la casa. –Sí es muy seguro… seguro que lo asusten. Respondió alguien. Al entrar a la casa Juan Alpes preguntó: –¿están? –¡Sí, estamos muertos de calor!, bueno y de otras cosas. –Respondió Teresa de Cuesta. –Es el calentamiento global. –Respondió Juan Alpes. –¿Cómo es su vida de fantasma? –Preguntó el periodista con voz temblorosa.
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Toda la familia se puso en frente, mirando fijamente a Juan Alpes, Ramón Cuesta tomó la palabra y le respondió: –Ya estamos cansados, si al principio fue divertido ahora después de cuatro décadas solo queremos descansar en paz, pero acá en nuestro hogar. –Entiendo sus motivos señor Cuesta, creo que mejor me retiro. Por alguna extraña razón, luego de esa entrevista de repente un día una cálida luz empezó a inundar cada rincón de aquella casa, la paz y la tranquilidad anhelada se sentía en el aire; ¡la familia Cuesta por fin había pasado a mejor vida!
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FUTBOLISTA Patricia Cristina Vega Pinilla Me llamo John Terrier. Siempre he recibido clases en la tarde; que natación, que patinaje, que una cosa, que la otra; este año a mi mamá se le ocurrió que debía venir al parque, este parque de asco que tanto detesto y estos balones sucios, desgastados, que me hacen doler el cuerpo; algunas veces están tan duros que golpean como un petardo y otras están tan blanditos que me hacen doler los músculos; no sé qué es peor. Esta tarde cuando me senté a descansar y a rehidratarme con Gatorade, pude ver a un compañero moviéndose lentamente hacia el montón de maletas y yo: –¡Marica! ¿Ese chino qué va a hacer? Y yo mírelo y mírelo por debajo del brazo levantado con la botella, para que no se diera cuenta. El sol me
pegaba en los ojos, pero yo, ahí, firme. Al fin el chino sacó de una maleta un paquete rojo de papas fritas y se fue para un lado, lo destapó y empezó a comérselo. –¡Chino ladrón! –Pensé. Y yo no iba a hacer nada ¡que se joda el dueño, para qué es pendejo! Y me quedé quieto, fresco, descansando. Y ahí fue cuando me acordé que mi mamá me dio unas Súper Ricas de pollo y me le fui al chino ¡y le di una patada durísima para que no fuera ladrón! Las papitas quedaron regadas por el piso. A mí no me importó, las recogí una por una, soplándolas para quitarles el polvo y las metí de nuevo al talego. Mientras tanto, miraba al chino con los ojos entrecerrados y él seguía tirado en el piso, haciéndose la víctima, chillando y ahí fue cuando llegó el entrenador a preguntar qué había pasado.
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Yo sencillamente maquinaba una cruel venganza contra el que me llegara a decir algo. Si era el chino el que me sapiaba por haberle dado el patadón, podría inventar algo así como que él era a veces poseído por espíritus de marranos que lo obligaban a hacer cosas tan extrañas, como eso de revolcarse en el piso y decir mentiras; que yo lo conocía, que lo había visto antes en esas situaciones, que mirara la Biblia, que eso sí pasaba, que la mamá era la señora que hacía el oficio en mi casa. Y si era el profesor el que me regañaba y no me creía, entonces ya vería. Me iba a quedar callado, haciéndome el arrepentido, pero después iba a coger los balones y a pincharlos todos, botaría los conos de entrenamiento por allá en alguna caneca de afuera del parque, empezaría a gritar como un loco para que la gente creyera que el profesor me torturaba y así todos los papás sacarían a sus hijos de la escuela ¡y que se jodiera!
Vamos a ver qué pasa, el tiempo no se mueve, el aire está tan caliente que podría derretir el asfalto. El entrenador se vuelve lentamente, puedo ver sus ojos de sapo mirarme confundidos luego de haberle dicho lo de los marranos; la boca se abre y le veo los dientes, la lengua; cae de rodillas, saca del bolsillo un librito azul y empieza a rezar, invoca el evangelio de Mateo 8, 2834. ¡Es patético! Ja, ja, ja. Y lo mejor de todo es que el chino se asusta tanto creyendo que sí está poseído, que se desmaya y yo también estoy a punto de perder el sentido, pero de la feroz risa que tengo. Decidido, voy a ser pastor de alguna religión de garaje; tengo un poder de convicción tal, que me abrirá la mente de los creen en pendejadas y lo mejor de todo, me abrirá sus bolsillos. Seré rico, asquerosamente rico.
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INSOLENTE IDEA DEL AMOR Johana Patricia Arias Te reconocí entre las miradas de la multitud en jolgorio, como si el destino me hubiese empujado hacia ese lugar, elegí el más cercano a tu presencia, he creído neciamente que realmente tu alma me gritaba que la encontrara y la mía la había escuchado, lo creí porque me encamine hacia ese lugar sin ninguna razón, y con una gran determinación; subí los escalones hacia donde se encontraban tus ojos marrones. Sentí tu mirada insistente y curiosa que me nublaba el pensamiento.
de gente que nos rodeaba. Frustrada y ofendida fingí ignorarte, hasta que reconocí tu intención de irte, entonces manipulé la voluntad de mis acompañantes, aprovechando el interés suscitado por tu enigmática presencia y así logré que llegaras a mi mesa. No podía perder la oportunidad de enredarme esa noche en tus fuertes extremidades, que ya había examinado sutilmente mientras bailábamos, entonces te ofrecí la copa que cerró el pacto tácito de volver a encontrarnos.
Tu mirada inició el cortejo, mientras yo trataba de esconder el interés que se encendía en mi interior. Pasaron horas, tal vez instantes, entre baile y risas busqué el contacto, tímida e insegura no modulé palabra, y percibiste un falso rechazo, te alejaste en busca de otras posibilidades, lanzando la red al otro lado del mar
El mar de gente se fue dispersando, nuestras miradas hablaban y yo escuchaba “quédate en mi vida”, sin embargo, ahora entiendo que he perdido un poco el sentido de la escucha, porque tú solo decías “quédate en mi cama”. Yo novelesca pensaba en tu cama, tu vida, tu casa, tus sueños… lo sé; de romántica pasé a ilusa, creo
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que es parte de la naturaleza femenina creer que todos los hombres nos quieren en su vida para siempre; maldita naturaleza ingenua. …Dejé que tuvieras contacto con mi piel, cuando era evidente que el licor te había desinhibido, contribuí a que te encontraras con mis labios y exploraras mi territorio, lo reconocieras y lo tomaras con pasión, pero el licor secó tus labios y cerró tus ojos. Nuestros cuerpos nunca ardieron, solo se trenzaron en un espacio que aún no recuerdo, pues al amanecer me despedí aún ebria, de tu mirada y tu boca seca. Solo quedaron en mi mente los residuos de frases inconclusas y el recuerdo de un romance efímero en una noche de invierno que destiñó con la lluvia hasta el color de tus ojos. Y ahora recuerdo tu rostro biselado por el tiempo, cierro mis ojos y empiezo a dibujarte con trozos de sensaciones que me quedaron de esa noche e
imagino lo que debió suceder: Empiezo lentamente por tus labios, tomando con suaves mordiscos la carnosidad que los envuelven, saboreando tu aliento y sintiendo tu respiración entrecortada… Siento tus manos sujetando mi cintura mientras yo introduzco las mías debajo de tu camisa y agarro tu espalda con mis dedos, casi arañando la piel, mientras subo a tu regazo y desabrocho tu pantalón. Quiero encontrar la firmeza de tu deseo hacia mi… suavemente desplomas tu cuerpo en la cama y yo sigo besando ahora tu cuello, tu pecho, tu abdomen, llegando al vigor de tu lanza, que se va irguiendo debajo de la tela que aprisiona, camino con mi boca hacia tu intimidad y tomo en mi mano la dureza viril de tu humanidad, acercando a mi boca el sabor a mar que brota poco a poco del interior hacia mis labios… ahora te siento dentro de mi boca y quiero succionar todo lo que llevas dentro… pero voy besando suavemente, lamiendo desde la punta hacia el tallo, sintiendo el
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fluir de tus palpitaciones, apreto tus muslos, escucho tus gemidos...Tomas mi cabello entre tus dedos y empujas mi cabeza hacia ti con fuerza, quieres estar muy dentro de mi boca, recoges todo mi cabello y llevas a tu ritmo la felación; suave, fuerte… mi lengua toca la punta del glande y siento tu sabor, ahora quieres besar otros labios… te levantas y sujetas mi cadera levantándome hacia tu pecho, pero yo quiero sentirte ya muy dentro, así que logro soltarme y rodeo con mis piernas tu dorso introduciendo tu falo en mi zona más húmeda… tomo tu rostro en mis manos acercando tu boca a la mía mientras aprietas mis caderas y tomas el ritmo de mi cuerpo… quiero derramar como tinta en papel mis sentimientos más básicos y profundos, quiero que toques las fibras de mis pensamientos y entiendas lo ambiguo de mis deseos. Eres sexo y oración en mis pulsaciones más elementales. Quiero que sientas mi devoción por un minuto de muerte que se queda en la mente, como
el trueno de una noche de invierno y su fulgor reflejado en tu mirada. Abro mis ojos y me ahogo en el suspiro de un beso que no pudo ser, me sumerjo en el agua tibia de la tarde que se lleva el humo del cigarro que consumió mi instinto de perderme en tus aromas, esas que disipó el viento en la noche del diálogo profundo de un poema que empezaba con la existencia de un gato mirando en la ventana, y terminó con la frivolidad de un tibio beso en los ásperos labios de un extraño.
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LUNA VIAJANTE Julián David Arango Guerrero Descubrir un poco sobre los límites de la justicia. En su rostro una brisa fría de tres de la madrugada. Una noche que al empezar detonó la tarea de migrar. Parece andar siempre con un singular ritmo (como desde su alma). Y las melodías en recuerdos. Aquellas que tanto le satisfacen, destellan funciones extraordinarias. Mira calle a calle; la mugre que tanto avivaba la “sociedad”. –Colectividad del engaño y lo deprimente mismo. Consorcio contra los más. Ausencia de la náusea tan necesaria. Levanta la mirada perfilada y curiosa por encima de los tejados que solo asoman como sombras. -Cuánta cabeza tranquila. Un
leve
punzón
en
su
espalda baja. Y su pantalón descolgado a su derecha. Después recuerda su petaca. Con gran deseo le brilla la mirada. Entra su mano derecha en el bolsillo harapiento y saca de golpe el tarro. Hace un movimiento preciso con la tapa sobre la boquilla. Se detiene de repente, mientras escucha la arena crujir bajo sus pies, y da una olida al recipiente (uno brillante de ocho onzas que luce grabados del campo y de la industria a cada lado). Viejo, como todo en él. Usado por los suyos (por muchos). Pero suyo. Vuelve a estar sobre su motor incansable. Hay palabras ritmudas en su mente. Va cantando. Lleva una chaqueta de paño café oscura de unas dos o tres tallas extra. Un pantalón negro camuflado con todos los bolsillos inflados de juguetes.
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–¡Qué gran despilfarro de la existencia! Cómo pueden hacer para evitar las delicias. El amar, el pensar profundamente. Cientos de títulos. ¡Los vicios! Los perros andrajosos y chandosos merodean por todas partes. Buscando ratas y zarigüeyas para la merienda. Se oyen un par de disparos a lo lejos. Música para sus nervios. Pero no hay gritos ni revuelo. De nuevo, saca su cantimplora con ron y bebe dos sorbos de un añejado por el caos. Y ahora la demencia simpática le relaja. A mitad de un largo callejón atisba a la esquina donde hay una taberna con un sutil ambiente velado que le hace recordar sus momentos de “libertad”. De farsa y locura adoptada. –Tenía que acabarse todo para que todos fueran lo que son, nada. Antes de la esquina unas siete miradas aleladas e introspectivas sobre el
pavimento. Todos mirando fijamente a lo profundo. Como si sus miradas pesaran más que sus vidas. –Manos estrechadas, huidas denigrantes, rostros cansados, muertes predichas… una mirada tibia. Todo es tan simple. ¿Por qué se complican y hacen del vivir una obligación? Si es más, ¿cómo describirlo…? Es música y poesía. Dura instantes y cuenta milenios. Podemos improvisar, siempre se improvisa en el arte. Porque es humano; que no sabe a dónde va, pero siempre va yendo. Llegó a la periferia del barrio. De repente un par de rostros que se alejan suavemente hacia un sendero al lado de su calle. Caminan algo sospechosos, con vigilancia discreta pero no tanto, y después se condensan con una lóbrega lejanía… –¿Por qué hacerlo? ¿Ser pobre y enemigo del que grita justicia? ¡Ah, claro! Acá no había de eso, por esto. Solo quedan manos, es lo que
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late y nos da y quita la vida. En la madrugada fría, vaporoso y húmedo el camino que sigue. El mundo hecho un gran escenario –uno constante–. Pero nada fuera de lo común. Siempre atento para escuchar posibles pasos que se precipiten o algunos de esos estallidos demoledores. Esos leves estallidos que dejan señas en los muros y los recuerdos. Le encantan. Le encanta sentir los pasos que suenan como en cabalgata desbocada. El miedo. –La vida es corta, más para quienes ven las leyes como jaulas inhumanas. Siempre habrá una utopía por alcanzar y una moralidad por denegar. Siempre una sonrisa intrusa. Decide ir por donde han ido aquellos designados. Lo recuerda, recuerda a cada uno. Faltan dos. –¿Y si se parten las ramas al pasar mis pies por ellas? ¡No! –Pensaba mientras corrían
gotas de sudor tibio por su rostro. Un cielo en sombra y estrellas como lucesitas bailarinas. Una nube con forma de garra. Piensa en un jaguar. De los que existían. Que cazaban por necesidad. Que no irrumpían en la santidad del caos. –Sangres caen, sangres corren. Cerberos del imperio con metales en vez de colas escamosas. Ellos quitan vidas o las crean desheredadas. Unas vidas menos y el equilibrio asoma. O ¿será solo el círculo vicioso de nuestra crueldad siempre “justificada”? Su pantalón desajustado.
ahora
Entra en un camino de tinieblas. Malezas molestas. Un cuerpo obstinado, que se quiere mover eficientemente. Solo un grito. Solo uno… Vuelve la presión hecha por el guardián, hijo de Supay. Se sienta…
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–Ya pasó. Ya cumplieron con el antagonismo. Me lo han heredado con su sorpresa. Como los cientos de kilómetros que ahora empiezan. …Recostado en un árbol, coge su linterna y la enciende, la engancha a su chaqueta y empieza a escribir. Describiendo gota a gota. Planificando rutas. Mirando la oscuridad y en ella las estrellas.
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FANTASMAGORÍA Emilio Alberto Restrepo Baena Durante muchos años evoqué las tibias vibraciones de ese tranvía que rodaba por Ayacucho, atravesaba el río y me llevaba hasta la América. En esa época yo visitaba a mi prometida de entonces. Yo no sabía que cuando nos despedíamos y abordaba de nuevo el vagón para regresar a mi barrio, ella se dedicaba a recibir a aquel sujeto bigotudo, de traje presuntuoso y sombrero bombín que llegaba en su propio auto. Con el tiempo se convertiría en su esposo, pero no le duró mucho la dicha, porque a los pocos meses yo me encargué de que hiciera la transición a viuda sin que apenas nadie me relacionara con los hechos. Todo pasó como un infortunado accidente. Era una simple cuestión de reparación que me debía la engañadora. Esa ha sido mi mayor ventaja: paso desapercibido, casi
nadie nota mi presencia y casi nadie me echa una segunda mirada. Todavía hoy, sigue siendo de la misma forma. Incluso se ha acentuado más con el paso del tiempo. Es apenas natural. Por eso me era tan fácil escabullirme tras de aquellos malandros que atracaban borrachos o campesinos en la Plaza de Cisneros o en Guayaquil y luego de despojarlos de sus sueldos o hasta de apuñalarlos, se montaban con toda la tranquilidad en el tranvía para llegar a sus casas como si nada perturbara sus conciencias. Por aquellos días, yo gastaba mi tiempo en hacer el recorrido y mirar la gente y la ciudad a través de sus ventanas y ver pasar todo tipo cosas y aburrirme de tener que quedarme callado viendo abusos, robos y maltratos sin poder hacer nada al respecto. Hasta que no me aguanté y con
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sigilo empecé a detectar a cada sujeto que hacía una cosa mala y entonces lo acechaba, muchas veces siguiéndolo hasta calles oscuras en las barriadas, haciéndole pagar por haber atracado a ese anciano, o a ese obrerito o a esa salonera que había infamado su cuerpo con alientos y sudores de borrachos para llevarles comida a su madre y hermanitos. Durante años, a falta de otra ocupación y totalmente convencido de la bondad de mis acciones, ejercí la justicia por mis propios medios, librando a la ciudad de muchas de esas alimañas que tanto mal le hacían a las gentes de bien, que estaban desprotegidas ante la iniquidad y el crimen. Casi nunca tuve problemas, jugaba con ventaja y al terminar la ruta llegaba a mi cuartico con la satisfacción del que hace las cosas bien hechas, con compromiso y criterio social. Nadie lo sabía, pero me había convertido en un héroe
anónimo que defendía al ciudadano del abuso y la agresión de los rufianes. Me había quedado con nadie, así que nadie me esperaba al llegar por las noches; estaba curado en asuntos de malos amores y soledades y en el tranvía tenía todo lo que necesitaba para pasar mi tiempo y detectar aquellos que le hacían mal al prójimo, haciéndoles pagar por ello. Tuve que parar, cuando me gané una cuchillada de un ladronzuelo de dedos ágiles más escurridizo que todos, que terminó clavándome su daga en todo el pecho. Fui a dar con mis carnitas al Hospital de San Vicente, literalmente vi el túnel, recorrí oscuros e insondables senderos, pero al volver a mis andanzas no descansé hasta que el maldito terminó bajo las ruedas de una volqueta, empujado por un par de brazos obstinados contra su espalda en una de las curvas bruscas que daba el tranvía al cambiar de ruta, retomando el sentido del Bosque de la Independencia hacia el centro.
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Luego de eso, el nuevo orden de vida arrasó con muchos aspectos de la ciudad, entre ellos el tranvía de Ayacucho, que se había vuelto parte mi existencia. Sin él, muchas cosas no tenían sentido, todo flotaba como en medio de una nube, la gente pasaba por mi lado sin apenas verme y me tocó conformarme con ser un sujeto pasivo contra una muchedumbre de pillos que crecía y crecía al vaivén loco de una ciudad que no hacía sino multiplicarse sin control, a un ritmo de vértigo que me hizo cruzar los brazos en una desazón de me hería de impotencia. Ahora escucho en todas partes que el tranvía vuelve, es una realidad que vuelve y no veo la hora de montar en él y divisar de nuevo esta mole de ciudad que tanto se ha transformado. Yo no he cambiado para nada, lo he extrañado demasiado, no veo la hora de que arranque nuevamente, me imagino que a más velocidad y con menos vibraciones, pero tranvía es tranvía. Tiene una magia que
no sé explicar. Ardo en deseos de volver a montarme en él, de apoderarme de un asiento y una ventanilla y dar vueltas y vueltas en un circuito que nunca es igual al otro ni rutinario. Me veo discreto, callado, haciéndome el desentendido, pero sin bajar la guardia, siempre alerta y vigilante. No veo la hora de estar pendiente y ver con disimulo a los malos que siempre están rondando a los buenos para tratar de dar el zarpazo, pretendiendo pasar impunes y sin un rasguño. Después de su golpe vendrá el mío, de eso pueden estar seguros y ya no tengo nada que perder. Extraño los buenos tiempos, los buenos momentos y sé que puedo recuperar las sensaciones de los mejores años y volver a sentir todo eso que sentía, ese regocijo, ese aturdimiento, esa pasión que me embargaba cuando hacía justicia con mis manos, incluso cuando todavía estaba vivo. Ahora con mayor razón.
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Ese ha sido mi destino desde siempre: vivir para regocijarme de la venganza justiciera que me alimentaba y morir en mi ley nadando en esas pantanosas aguas de la revancha. En este instante ya no veo la hora de tener una nueva oportunidad en el tranvĂa de Ayacucho, ahora que mis carnes se han vuelto inmunes a los cuchillos, a los golpes, a las balas, al olvido‌
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HELMUT Marco Giraldo Barreto Tal vez lo único que se hacía notar en ese sitio oscuro era su cabello, de ese color rubio intenso que hace que el brillo del sol parezca una nota de opacidad infinita. Ahí lo veía, con su boca en la entrepierna de un desconocido. Me acerco, lo tomo del pelo y lo obligo a hacerme lo mismo, frente a la mirada de unos cuántos desconocidos más. Y así, sin más, accede, y pone su boca en esa nueva entrepierna. Y ambos lo disfrutamos, pero no deja de sentirse en el aire un sentimiento extraño, no sé si de soledad, de culpa, o de placer culposo. Y lo veo en mi entrepierna, y veo ese dorado en su cabeza, lo tomo fuerte con mis manos, echo su cabeza atrás, lo obligo a besarme y, como si entendiera la orden implícita, se vuelve esclavo voluntario. Muerdo sus labios, su cuello, su pecho, su nuca tatuada. Beso sus brazos, unos brazos anónimos que quién sabe
a cuántos habrá abrazado, tomado, amado, pero que hoy estaban allí, a merced de que cualquiera los tomara para ofrecer un poco de falso cariño con verdadero morbo. Y los ojos extraños siguen observando y ahora parece que se han aparecido unos cuantos más, llenos de ese placer voyerista que ahora inunda el espacio. “¡Pero si eres un bebé!”, dice. Un poco de luz entra al espacio. “No lo creas”. Y la conversación se interrumpe, de nuevo, por un beso, unos cuantos mordiscos en el labio y unas caricias no santas. Se levanta de la silla, se pone frente a mí y me empuja a la pared. “No deberías estar aquí”, me repite, mirándome con ojos de un azul infinito.
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“¿Y tú sí?”. Sonríe. “Me llamo Helmut. No es un nombre de aquí. Es un nombre alemán porque mi papá es alemán, pero no yo”. Y no entiendo si quiere conversar, si quiere impresionar o si quiere aburrir a los espectadores. Luego de un silencio corto y un suspiro, me dice que se pregunta cómo serían las cosas si todo fuera diferente, si no fuera gay, como si eso le llenara de tristeza, como si llevara una cruz de un peso infinito, como si fuera Tántalo. Su tono y su mirada son lo suficientemente tranquilos como para comunicar que ya no quiere estar allí, que quiere hablar, que ya no quiere que a su boca entre otra verga, sino que quiere que de ella salgan palabras. Y quiere recibir besos llenos de cariño, no más de esos besos falsos que se dan porque las hormonas los impulsan. Y me mira como queriéndome decir que sea su salvavidas, que lo saque de allí, que le preste mis oídos para escuchar. Que ya no quiere más esa
oscuridad peligrosa para el alma, que quiere salir de allí y descansar la cabeza y el corazón. Y con esa mirada, se dibuja una sonrisa cómplice en su cara infantil marcada por algunos años, y espera a que de mi boca salga esa respuesta que le dé esperanza, que le devuelva la fe en la franqueza de las personas, que le pueda ofrecer un rato que le dé más placer que un orgasmo, que le dé descanso, que le quite ese nudo en la garganta. “Lo siento, pero no estoy de humor para hablar”, le respondo. Y le respondo con una superioridad estúpida, como si yo no tuviera necesidad de escuchar o de hablar. “Entiendo”. El poco brillo que se veía en sus ojos en esa luz tenue se esfuma. Agacha la cabeza. Se le nota la tristeza infinita. Y así, sin más, vuelve a la silla en donde estaba, mira a otro desconocido, y abre su boca en otra entrepierna.
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DULCE JULIETA Sarah Hincapié Úsuga Sois realmente valientes. Vuestra familia juró eterna enemistad a la mía hace ya quinientos años y ni el más grande odio os detuvo. Nuestras diferencias no os detuvieron, tampoco. Ni siquiera las más realizables amenazas fueron suficientes para deteneros. Solo la muerte pudo impedir lo que el odio no pudo. Y por eso, mi dama, os entrego mi más profundo respeto. Ahora, mi querida Julieta, existe un nombre para el infinito y vuestros suspiros lo saben. Y ciertamente, cuando afirmamos que los placeres violentos terminan en la violencia, no exagerábamos. Y aun, cuando estuvimos de acuerdo en decir que tenían su triunfo en la muerte, tuvimos toda la razón. Sin embargo, es de cobardes acabar con la propia vida por haber perdido a aquel que decíamos amar. Así mismo, es de cobardes no haber
enfrentado a aquellos que actuaban como una barrera que impedía que vuestro sentir conociera la llamada y apreciada libertad. Mi señora, es bien sabido en todas estas tierras que has inspirado las más grandiosas y recordadas historias de amor. Aquel que entregó todo por vos os convirtió en un ideal que miles de millones de personas han querido alcanzar por cientos de años. Algunos días me permito enamorarme del amor y de nuestro terrible incidente; otros, me siento como el más grande engaño y como una burla hacia los sentimientos de quien alguna vez ha amado. He de aceptaros que vuestro atrevimiento únicamente ha servido para enseñar lecciones incorrectas a generaciones de enamorados. Reforzasteis la ridícula idea de que el “amor a primera
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vista” existe. Entregasteis el más erróneo mensaje al no quedaros y luchar, y al no enfrentaros así mismo a las consecuencias de ese gran amor que afirmabais sentir. Quiero recordaros que el intelecto es nada sin un corazón que lo respalde, pero un corazón sin intelecto es menos que nada. No juzgo a aquellos que quieren ser como nosotros, porque nunca fui de nadie más que vuestro. Pero he de deciros, noble y casta dama, que sería absurdo no concluir que se están engañando a sí mismos considerando que imitando nuestra historia podrán algún día sentir eso que nosotros de manera insolente llamamos amor. Y digo “insolente” porque el amor verdadero no sufre, ni calla, ni se oculta; el amor verdadero se lucha, de difunde y se deleita. Si mis ojos por vos sangran y mi aliento se ha convertido en negro humo, la única razón que puedo daros sería todo el sufrimiento innecesario que pasamos. Y aun así,
siento más que un poco de ira por no haber tenido el juicio de intervenir y haber desafiado a vuestra familia. Tal vez tomasteis la decisión apropiada, pero de no haber sido por mi propia cobardía, habríamos tenido nuestro propio feliz desenlace. Si vuestro sentir en este momento es mezquindad, dejadme deciros que daría mi vida una y otra vez por la vuestra hasta encontrar un fin que nos satisficiera a ambos, pero que pensaría con mi cabeza en otros resultados más que con mi destrozado corazón. Si de superficial han de tratarme por no aprobar vuestros fatales pensamientos, aguantaré los gritos de quienes deseen hacerse escuchar. En su lugar, si por buscar no perderos a causa de este gran amor que os hizo víctima, me golpearan y me juzgaran, entonces que así sea. Tuyo en la vida y en la muerte, Romero Montesco.
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UNA MUJER QUE DIO A LUZ UN ESPEJO
Jhon Manuel Ocampo Hernández
Leticia caminaba en medio de la penumbra con pasos zigzagueantes y una cálida sonrisa que delataba el fuego desbordado en su interior. Sus pechos se imponían como picos desafiantes, una lágrima no muy cristalina que rodaba por su mejilla transportaba la suciedad de miles de noches en el mismo club de la Plaza Sodoma, la que algunos llaman Parque de la Libertad. La niebla espesa de la atmósfera se introducía en los vastos pensamientos. Presentía que algo extraño estaba por llegar, sus pasos advertían un caminar trémulo y una infeliz coordinación de todos los miembros de su cuerpo. El fuerte viento que azotaba las casas de la Querendona en horas de la madrugada, hacía crujir los débiles techos y sacudía los cabellos de la mujer como si quisiera arrancárselos de raíz, quizá, para que jamás volvieran a ondear victoriosos en la lúgubre oscuridad
forjada con extractos de amor lujurioso vendido en las cloacas de la inmundicia humana. Leticia vivía en una casa pequeña acompañada de un desgraciado gato que había perdido un ojo en una pelea. La miserable mansión solo tenía una ventana con vidrios fijos a través de la cual se percibía el resplandor sombrío de las lámparas en la noche. Los cristales estaban tan viejos que era imposible definir lo que afuera se movía. La casa era su mundo. Su vida se sumía en las tinieblas, no conocía la luz del día, dormía en la claridad y salía como el chacal en la noche para devorar el corazón de seres perturbados. Parada enfrente de la puerta, abrió su bolso, unos cuantos billetes de varias denominaciones resplandecían ante su vista.
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Metió la mano más a fondo y logró incrustar en sus dedos el metal precioso que giraría los apretujados goznes. Con desafinados pasos inició la marcha por el lúgubre recinto en busca de su gato, pero Tomás ya no estaba. Sintió pánico, buscó el animal desesperadamente por todos los rincones, lo llamó por su nombre pero el eco de la voz se perdió entre la densa niebla que se introducía por una grieta en el suelo de su habitación. Leticia nunca había visto semejante fisura. Tal vez, Tomás presintió que algo malo le iba a ocurrir. El mal nacido había salido como alma que lleva el diablo, corrió y corrió infinidad de kilómetros, hasta que sintió que su corazón no daba más, paró y con voz estruendosa dijo: “acá ya estoy libre de toda culpa”. Mientras una extraña fuerza arrastraba el gato hacia el lugar de donde había salido, Leticia se desnudaba con la misma placidez que de costumbre. Luego posó su cuerpo en la cama, cerró
los ojos e intentó dormir, pero una sensación de terror, de miseria y suciedad abrigaba sus pensamientos, no dormía sola, sintió la necesidad de expulsar todos sus demonios. Comenzó a sentir un dolor profundo en el vientre, sus entrañas parecían desgarrarse como si quisieran expulsar un cúmulo de años agitados, turbulentos y agónicos, llenos de desesperanza y melancolía. Al mismo tiempo, Tomás iba dejando sus uñas ancladas por todas partes, su piel se desprendía a pedazos por entre las filudas rocas y los árboles que antes cruzó con gran horror. Su único ojo bueno supuraba un anémico y fétido líquido surgido de los abismos. La grieta comenzó a expandirse y Leticia daba fuertes gritos como si estuviera pariendo algo. De repente la puerta se abrió violentamente y la casa temblaba frente al horror que estaba presenciando; lo poco que quedaba del demonio negro hizo aparición, su asqueroso aspecto rompió todos los vidrios. Ahora las fuerzas del
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bien y la oscuridad luchaban entre sí, aquello era un campo de batalla infernal. El gato atravesó la sala, subió las escaleras hallándose de inmediato en la habitación de Leti. Ella no lo reconoció, él tampoco, ambos sufrían una transformación, una metamorfosis incurable. Mientras la grieta succionaba al demonio, Leti sentía una paz interior, un alivio, se había quitado un gran peso de encima, ya se sentía sola en la cama, nadie la perturbaba, nadie la tocaba, la acariciaba, ya nadie la besaría mal. Eran las seis de la mañana y los rayos del sol comenzaron a penetrar suavemente por las ventanas. Leti despertó de aquella pesadilla, eso pensó. La grieta en el piso había desaparecido y un gran espejo descansaba sobre su pecho. Leticia sentía un gran afecto por el espejo, como si fuera parte de ella. Se paró enfrente del resplandeciente objeto, “pudo reconocerse a
sí misma”. Con gran asombro Leticia contempló en su rostro la mujer en que se había convertido; sus lágrimas brotaron y lavaron cada centímetro de su cuerpo. Sintió que su alma se purificaba y ahora se reflejaba con una claridad intensa. “ya no era la misma” los fantasmas de su pasado desaparecieron y una grata sonrisa en el espejo se dibujaba. Ese mismo día Leticia decidió ir al club, su consciencia le profesaba un nuevo destino. Esperó la hora en que comenzaban a llegar las chicas, sus antiguas compañeras de trabajo. Decidió colgar el espejo a un lado de la entrada. Aunque eran las ocho de la noche, la calle se ruborizó de un color azul celeste. Este no era un espejo cualquiera, poseía alma y un poder divino que succionaba la oscuridad de toda la Plaza Sodoma, donde se regocijaban las pasiones más perversas del ser humano. Las
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mujeres
que
se
encaminaban a la puerta del club, eran atraídas misteriosamente por el celestial objeto, permanecían un rato frente a él, rompían en llanto y luego salían corriendo del lugar. La plaza estaba casi desolada, Leticia observaba con una leve sonrisa. De repente escuchó un alarido, un gemido infernal, el dueño del club salió despavorido, luego vio una estruendosa sombra que se batía contra las paredes y arrancaba por manojos todos sus cabellos. La luna se agitaba y Leticia temblaba. El mismísimo demonio era ahora absorbido y enviado a las profundidades del espejo, de donde nunca más saldría.
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PRINCESA CARMESÍ Andrés Felipe Montes Montes Un golpe en la cabeza eso recordó, la princesa enamorada de un gran corazón, su mirada estaba perdida en una habitación llena de insectos y textos de dolor, sus manos atadas a un rincón, su rostro sangraba con gran ardor, su mente intentaba recordar lo que pasó, risas y risas se escuchaban en el fondo como si de una fiesta se tratara, la voz tan conocida ella recordaba, parecía que su amor fuera a salvarla, su cuerpo estaba lastimado tanto que no podía moverse mucho, su voz tan rota sollozaba y entre sus dientes a su amor llamaba, solo se preguntaba un porqué si era una princesa en un mundo de pastel, la sangre baja por su rostro hasta hacerse lágrimas carmesí en sus ojos, con sus labios sedientos aun pedía ayuda a aquella risa de quien amaba, su mente se preguntaba la razón de este horror de su cuerpo
lastimado, de su sufrimiento sin control, en aquel cuarto ajeno a la decoración. Se escuchan los pasos venir lentamente, bajando escaleras como algo urgente, atrás de la puerta se escucha la risa, de aquel ser amado que la princesa necesita, se abre ante sus ojos su amor de la vida su rostro de ángel, ella no lo olvidaría, su felicidad se forma en pocos segundos, al fin terminaría su horrible vivencia, pero de aquel rostro tan bello salen risas quebradas, que en el cuarto se transforman en voces tenebrosas, oh pobre chica con lágrimas rojas, ha encontrado a un ángel con sus alas rotas, su mente pronto empieza a recordar el momento en el cual su amor pudo cambiar, siempre tan pendiente por la princesa y su bien porque en un momento podría ser tan cruel, quizá de una broma podría tratarse solo estaba siendo parte
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de su rodaje, pero entre su mente algo recordó, los celos enfermizos del príncipe, su amor. Su ego siempre estuvo presente pendiente de todos sus movimientos, demostraba su amor de manera exagerada pero ella nunca esto se imaginó, ahora está atada en una casa abandonada en manos de un príncipe sin corazón, quien trata de fingir amor cuando realmente ese sentimiento no es parte de su programación. Se acerca aquel príncipe a su princesa en el suelo y de sus labios mordidos solo salen balbuceos, querido amor de mi vida repite el verdugo insensato, déjame darte una mordida y terminar este trato, deseo ser tú para siempre para que nunca me olvides, dejarme solo sería para mi terrible; la chica agonizante va perdiendo su mirada, sus ojos que eran como luceros ahora son simplemente nada, sufrió de golpes y miles de cosas, pues su amor era un alma rota, y su corazón empezaba a fallar de tanto amor que podía sentir, el odio la empezó a llenar.
Allí encerrada en el cuarto frío sus manos sangran, sus piernas rotas por golpes de su amor, todas las noches de besos la llenaba, lloraba a su lado por verla sufrir pero su mirada de repente cambiaba y de nuevo volvía el verdugo a reír, parecían dos personas en un solo cuerpo luchando por amar y hacer daño al mundo entero, la princesa pronto dejó de hablar, no tenía sentido seguir pidiendo ayuda, sus ojos se nublaron, parecían secos y su corazón destrozado ahora era un agujero negro; deseaba el mal tanto como él, quizá su alma en ese hoyo se fue, oh pobre chica de lágrimas carmesí, ha perdido todo sentido de vivir, su mente solo desea el dolor de quien con descaro su mundo destruyó, así pronto sus manos desató rasgando la piel contra el grosor de su soga, sus piernas rotas por el pasillo arrastró lleno de vidrios y botellas de alcohol, allí en lo profundo de un cuarto azul, se encontraba el ángel, el verdugo de este amargo sufrir, con pocas fuerzas en su cuerpo lastimado bebió un
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poco de licor usado, su mente nublada de toda realidad, deseaba el dolor de aquel ser detestable, con la botella en mano a su lado posó, mirando el rostro dormido de su agresor, por todo su cuerpo sentía adrenalina, allí ante sus ojos postrados él era ahora su víctima, la voz de su alma le pedía detenerse, pero era tan diminuta que no alcanzaba a entenderle, sus ojos nublados veían el rostro del verdugo perderse, tras golpes y golpes, se mancharon las paredes, el dolor de su alma no se desvanecía pero aun así ella muy bien se sentía, al detenerse aquel verdugo sonreía como si por fin en paz descansaría, sus ojos pronto se llenaron de lágrimas, lágrimas rojas recubriendo su cara, sus manos manchadas de venganza y dolor, su piel maltratada pidiendo perdón, ahora correría por todas partes, encontrar la salida no es de cobardes, pero su mente nublada quedó, sus fuerzas gastadas en venganza terminaron, con un trago de licor miró hacia el techo azul de aquel manchado de la
sangre de su victimario, se despedía de todo con mucha tristeza, el amor de su vida y a quien más odiaría, y así junto aquella cama durmió para siempre justo como su verdugo quería.
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CONFESIÓN Luis David Cañaveral Morales Este es el breve relato de quien era ella. A ella la odio, por qué negarlo, a ella la amo, y duele aceptarlo. Ella no está, ella murió, no me mates, suelta el revólver, no dispares, beso en la frente, bang. Tengo el recuerdo de ella en el piso tirada, tan serena, tan libre, tan inalcanzable, siempre fue inalcanzable para mí, yo la amé como nunca amé en la vida, yo la odio, la desprecio, el rencor que le tengo es inmenso, está muerta y la sigo odiando. Yo le dije que haría lo que fuera por ella, que no habría mujer que lograra reemplazarla, se hizo matar, se hizo volar los sesos la muy masoquista. Ella fue parte de mi vida, y con su muerte se llevó un pedazo de la misma, la maté porque la amo, la maté porque la odio, la maté porque no conocí tanto a alguien como la conocí a ella, la quise tanto que sobrepasé la barrera y terminé detestándola como
nunca detesté a alguien, acabé despreciándola con toda mi carne, le hacía el amor y la odiaba aún más. Ella me decía que me amaba, yo nunca le creí, siempre he sido un desconfiado, ella se veía feliz y yo desconfiaba de su felicidad, y trataba de alguna manera quitarle esa puta felicidad de encima, nunca pude confiar en ella, ¿cómo confiar en alguien que por más daño que yo le hacía seguía ahí?, fue difícil para mí alcanzar a comprenderla, no la entendí, conocí todo de ella y nunca pude saber por qué me amaba tanto, yo la amo y no me gusta amar a alguien, no me gusta que mi cabeza sea incendiada por alguien, no me gusta perder la razón por alguien, no me gusta pensar tanto en alguien, detesto que alguien me ame tanto como me amaba ella, ella era mía, y yo era de ella, y lo que más odio es ser de alguien.
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Yo fui el que la vio primero, el que dio el primer paso, fui el imbécil que la enamoró, nunca debió haberse enamorado de mí, nunca debió haber dejado entrar a este demonio en su paraíso, le quité las alas y no me bastó con eso, sino que también le quité la vida, le quité la sonrisa, le di felicidad y se la arrebaté, nada más me dio placer como eso, el verla sufrir me complacía, yo siempre esperé el momento en que ella me dejara y no lo hizo, por eso la maté, no entiendo cómo podía seguir conmigo después de todo el daño que le hice, era una estúpida, una estúpida que yo amo y odio. Ella ahora está muerta, se fue y me dejó un vacío en el alma, en los ojos, en la boca, en los oídos, en la nariz, en las manos, me dejó un vacío tamaño ella. De cierta manera fui feliz con ella, estar a su lado me daba paz; y eso es algo que nunca acepté hasta que la maté, y es una de las razones por las que lo hice, no me gusta que mi felicidad dependa de alguien, así no debe ser, no en mi caso, yo me doy mi propia
felicidad, que cada quien se dé su propia felicidad, que cada uno busque su propia paz. Era hermosa, encantadora, inteligente, abstracta, soberbia, era mi todo y yo asesiné a mi todo. Tenía miedo de perderla, pero tenía aún más miedo de perderla y que alguien la encontrara, por eso tomé precauciones, yo la iba a perder, pero ni yo, ni nadie la encontraría jamás. Los dos hacíamos lo que se supone que debía hacer una pareja normal, hablábamos de amor y de los dos casi siempre, íbamos al cine, salíamos a comer juntos, andábamos tomados de las manos por los parques, tanto ella como yo nos presentamos a nuestros padres, hacíamos el amor de una manera aberrante, ella me decía cuando yo era un hijo de puta (lo era todo tiempo), yo le decía que se fuera a la mierda, después todo se solucionaba. Al final me cansé de todo, y todo me empezó a fastidiar, hasta que el fastidio se convirtió en odio, odio todo de ella, odio sus ojos, odio
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sus labios, odio cuando me decía te amo, odio su cuerpo, odio haberla conocido, odio su cabello, odio estar enamorado de un muerto, odio que ya no esté, odio que ya no me hable, odio, la odio a ella, odio amarla. Odio estar encerrado en esta puta habitación con las manos atadas.
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LA LOCURA DEL SILENCIO Lina María Gómez Hoyos No quiero subir las escaleras y ver su cadáver, su cadáver que como mis mismos sueños son el disturbio de mis pensamientos, el genocidio de mi constitución. Las lágrimas que caen mudas en mi rostro pálido, borrarán las manchas de su sangre, su sangre que es el rastro de la descomposición de su mirada, porque me miraba con esos ojos de positivo infante, vistazos ajenos a la vida que resucitaban con una buena dosis de poesía y morían una y cien veces cuando intentaban volar; volarán.
conciencia con ellas, tomare el jabón líquido, lo frotaré en mi rostro, me borraré sus huellas.
Hubiese esperado que él fuese ceniza, siempre quería separarse de sus raíces y ahora la misma tierra que lo asesinó lo agarra tan fuerte que llegara al centro de ella y se disipara con la ilusión de su existencia.
Siempre éramos el mismo fondo en una imagen distinta, hacíamos del viento nuestro naufragio y del mar nuestro descenso, pintábamos de colores el atardecer y lentamente vivíamos, desayunábamos silencio mientras nos mostrábamos la transparencia de nuestro sufrimiento, nos rebelábamos contra nuestros ancestros pero los amábamos, bebíamos café amargo, teorías dulces, alimentábamos nuestra crueldad con vísceras de pez y escribimos poesía suicida que no mataba a nadie; éramos tan ideales, tan idolatrados por el mundo de las cosas, tan observados en el mundo de propagandistas, tan vomitados por el resto.
Lloraré cubetas enteras y mañana me limpiaré la
No deseo, no quiero, no puedo subir las escaleras
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y ver cómo el infierno de nuestro pasado lo absorbe, se lo traga. Desde que llegué a este paraíso mental me siento incompleta, obsoleta, sin él, sin la parte cruel de mi destino, las palabras no me alcanzan para describir lo que se siente, porque ya experimenté la locura y la asesiné en el piso de arriba.
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GABRIELA PRADA Paula Andrea Arcila Jaramillo Gabriela Prada, directora de la obra “Las mariposas en la cueva secreta” se para de su cama, abandona su guitarra y sus apuntes por un momento y se dirige a prepararse un chocolate. Pasado mañana será la gran muestra, su primera presentación como directora de la banda nacional y con una obra que ella misma compuso: la de las mariposas. Para ser la mejor o al menos una directora musical respetable debe ensayar todo el día o al menos quince horas diarias. El chocolate casi se rebosa, ella piensa e intenta escapar un momento de las fauces de la música que todo el día la han tenido imbuida en pensamientos armónicos, tonalidades mayores y menores y en composiciones imaginarias que algún día tomaran materia. Se queda mirando un punto fijo, foco de luz en la pared en blanco que deja su rostro
estático por un largo tiempo incontable; y trata de nuevo escapar de la música, pero al sorber el chocolate siente cuatrillos de semicorcheas burbujas que desprenden melodías que ella debe descifrar, el tic tac del reloj encima de la mesa marca un pulso exacto y su respiración hace un contrapunteo. “¡No más!”, se dice. Y mientras se enfría el chocolate comienza a abrirse y arrancarse mechones de cabello seco, escapando a sí misma consigo misma. Siente que debe regresar a sus labores y que todas las distracciones que voluntariamente estaba tomando son pruebas de resistencia.
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LA CLOACA Y EL NENÚFAR Verónica Franco Ortegón Tras un largo día de labores como aseador de las cloacas y alcantarillas de un barrio élite, como lo hacía a diario, buscaría afanosamente tomar una refrescante ducha helada, para luego refugiarse en una intensa meditación. Se ubicaba en un cuartito al fondo de su apartamento, destinado como servicio sanitario, a su vez convertido en el guardadero de objetos de recuerdo y esos otros que algún día esperaban penosamente ser reparados. Singular espacio el elegido por Joel para meditar. Era el único rincón en el que podía hallar oscuridad total y aislamiento del bullicio de la avenida contigua y del alto volumen que usaba su esposa para ver la tv. Esa noche se instaló de manera tranquila y animosa. A su lado un dispositivo que le avisaría el límite de sus sesenta minutos de plácido
descanso interno. Cerró la puerta y se anticipó un poco al calor constante que produciría el encierro en ese lugar debido a la precariedad de la ventilación que consistía en una pequeña rejilla que daba a un conducto común con los baños de sus vecinos, diseñado para airear medianamente la fetidez acumulada como fruto de urgencias y evacuaciones. Tal dispositivo al parecer no cumplía su objetivo, ya que en ciertas ocasiones la concentración de aromas persistía encapsulada entre las paredes y navegaba como un hálito de un piso a otro. No obstante su espíritu, buscaba la paz y el regocijo que sabía encontrar a través de la técnica milenaria y simple de la respiración. Dio inicio a su práctica, inflando y desinflando su pecho, rítmica y repetitivamente, profundo, muy profundo, hasta
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experimentar una oleada de bienestar que lo saturaba en mieles insospechadas. En medio de ello, recordó, cosa que era normal al buscar algo de serenidad, aquellas cloacas que a diario limpiaba y que se asemejaban a su pensamiento confuso y por ratos conflictivo, ese que deseaba limpiar mediante el autoconocimiento y la conciencia para transformarse algún día, para ser un hombre nuevo. Ese detritus de la razón bullía en su mente, pesada carga que se aferraba a su pecho enjuto y lo aplastaba contra el fango que escurría sus sienes angustiadas. Viendo perder su concentración, retomó la respiración. Sentado en la tasa del inodoro, con la espalda recta, percibió un cierto perfume a cloro que le hacía sentirse en total limpieza, olor que no habría de distorsionar su estado meditativo, por el contrario le ayudaría a dejar el parloteo que llevaba por dentro. Respiró,
y
respiró
armónicamente, tantas veces como le fue posible hasta ver fluir el aire por un instante, como también ver andar a esa mujer que era su delirio e inspiración. Ella vendía goma de mascar en una esquina por las tardes, cerca de donde él llegaba en su rotación de limpieza barrial. Conversaban mientras él consumía de su mercancía de surtidos sabores, y así tener un pretexto para verla, conocer un poco de su mirar pardo. A ella, solo a ella, no le disgustaba la clase de ocupación marginal que tenía. Tristemente había sido abandonada en un tiradero de basuras por su propia madre. Fue criada por recicladores, entre perros casi hoscos pero afectuosos, gallinazos y suciedad por doquier. Conocía muy bien cómo eran los olores fuertes y los dolores abismales. Los años le habían enseñado a encontrar en la basura un arte y de aquellos almizcles crear poemas de fortaleza. Brenda, Brenda. Su imagen surgía como sombra pura en su pensamiento,
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relampagueante, invadiéndole
las venas con torrente caudaloso y afanado. Era distracción y arrullo en ese instante. Respiró nuevamente. Juzgarse no tenía lugar. Era normal el nubarrón que venía presenciando, además de inevitable. Se propuso relajarse un poco más; igual debía estarlo. Había invitado esa tarde a Brenda a bailar al día siguiente y ella había aceptado con una sonrisa en sus ojos. “Ojos, ensortijados de sonrisas”, pensaba. Habían transcurrido al menos veinte minutos en los que deambuló por otros lugares, desviándose de su meditación. El tiempo corría rapaz y hambriento. “Respira Joel, ¡respira!”. Se proponía a sí mismo. “Vive el ahora, igual mañana irás a bailar con Brenda. Sabrás lo que es ceñirse cautelosamente a su cuerpo, oler su pelo blondo, sorber la cerveza mirando de soslayo sus labios, quizá te brinde su boca y un trozo de chicle sabor a menta y a cielo”. “¡Respira!
Mira
allí
ese
lago calmado, la blancura, ommm”… pero allí surgía ella bajo las luces de la disco, con la cara iluminada de colores centelleantes. Su blusa meciéndose con la cadencia de una envolvente canción. Una gota de sudor recorriendo su escote. “Oh maravilla maestra, mujer de astros caída de Venus, hasta la sombra te adorna, porque tu esencia se asoma. Sigue así sonriendo, que tu mirada se expande y me toca adentro”. “¡Respira! ¡Respira! ¡Aquí y ahora!”, insistía Joel. En una inhalación desmesurada respiró el aroma de su ser sintiendo la gravedad del silencio en lo profundo de su pecho, el toque del alma neutra: “Soy aire que viene, retorna y desaparece, silencio, mucho silencio, un punto de eclosión, sublimación, desparpajo. Siento irme y navegar sobre cúmulos y nimbos movedizos. ¿Es acaso esto el nirvana? Me siento latir en una avalancha de caricias, sabor de boca universal, cosquilleo y tamboreo. ¡Cielos! ¡No veo! Soy de arena, no me palpo,
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soy de cal, ceniza, éxtasis, luciérnaga alcalina, montaña y soledad: es todo luz entre la penumbra, la magia, el infinito…allá voy”. ¡Joel! ¡Joel! Gritaba su esposa, alarmada, golpeando la puerta. Una hora había bastado para que muriera… Allí sentado había respirado lento y sin percatarse del escape de gas que su vecino del segundo piso había causado para suicidarse, material que se había colado por aquella rejilla aparentemente inútil. Joel no se iluminaba, no hallaba el canto del nenúfar. Deliraba en medio del camino a lo desconocido, solo vio y sintió de nuevo la esperanza de una aventura en sus latidos, palpó la luz iridiscente y se fundió en un baile de alegría con la misma muerte.
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LA CONFESIÓN DE LA SEÑORA AMELIA Andrés Muñoz Betancur
“Con una pócima emética como la que daban sus madres a los que eran obligados a tomar veneno en la época de la Conquista luego de que el verdugo partía para salvar sus miserables vidas. Con esa pócima quería que vomitara el alma, que no quedara rastro de ella en él, así no habría quién la desgarrara, ni siquiera yo, ni los recuerdos, ni nada, no habría sufrimiento. Ayer, fue el día que no elegí, el día me eligió a mí para dejar de engañarlo, para decirle que no era el amor de mi vida y que sin él sí podía vivir, fue el día, la hora indicada para destruir el terreno construido, para hacerle entender que ya podía dejar de pensar en los hijos que nunca tendríamos, fue ese momento en el que tuve el valor de decirle que con o sin él no habría ningún cambio. Ayer, tuve el tiempo
necesario para ver en él lo que todo este tiempo quise ver, su corazón abierto a mí y por primera vez lo vi listo para recibirme en sus brazos. Conocí de él solo lo que quiso mostrarme, la sonrisa que en la sociedad hacía que todos pensaran que en la intimidad era mío y yo era suya. Doy gracias a Dios por cada golpe que impactó en mí, me hizo más fuerte, me hicieron feliz, gracias a la vida también por su rechazo, por su ira, por su desprecio, por sus rencores, porque sus temores los destruía en mi cuerpo, porque todo, todo, absolutamente todo hizo que mi vida tuviera sentido. Aquí, frente a todos ustedes que me observan inquisidores y que me juzgan con cada gesto, quiero decirles que se equivocan, que no hay culpables y que no pierdan su tiempo buscándolos. Que
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entendía cada uno de sus actos, que sentía su amor y que mi amor por él fue tan fuerte que quería que no tuviera alma para poder matarlo y que no tuviera sufrimiento alguno, y que algún día estuviera conmigo para siempre en la eternidad; así que, espérame mi amor allá en la eternidad, que ya pronto estaré contigo”. Declaración bajo gravedad de juramento de Amelia Betancur Robledo un día después de asesinar a su esposo en el Juzgado 27 de la ciudad de Medellín, 14 de febrero de 2014.
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MAYUMI Sandra Inés Gómez Galindo I
II
El señor Kiyoshi atiende un puesto callejero de comida en Samut Sakhon, una provincia de Tailandia. Así se ha ganado la vida siempre, al menos desde que renunció a trabajar en el cultivo de arroz de su familia cuando apenas había salido de su adolescencia. De eso ya han pasado cinco décadas. El señor Kiyoshi no es tan paciente como para sembrar y esperar la cosecha. Le gusta un intercambio rápido, como los de su trabajo. Sirve comida y recibe dinero. Lo único que extraña de su infancia, aun después de tantos años, es a Kio, su perro; su compinche de juegos, su cómplice de evasiones, su compañero de vigilias y tristezas. Pero tuvo que dejarlo. Fue incapaz de despedirse. Nunca volvió a verlo.
El negocio marcha bien. En este lugar, donde es frecuente que las viviendas carezcan de cocina, comer en uno de estos restaurantes al aire libre es una costumbre diaria muy extendida. Con lo que gana sirviendo platos tiene de sobra para sostener su modesta habitación, alimentarse y darse un gustico sexual dos veces por mes. En realidad, no es que disfrute este otro intercambio rápido; más bien compensa, apenas, el placer que durante toda su vida adulta le produjo sorprender a jovencitas provincianas en medio de su labor agrícola y desgraciarlas. Su apariencia de hombre anciano casi no difiere de la de joven: estatura pequeña, encorvado por la flacura, ojos saltones –por el efecto de unas gafas de aumento–; incluso su sombrero de paja más que un accesorio, forma
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parte de su apariencia. Ni siquiera su manera de vestir ha cambiado en cinco décadas. Camiseta de algodón, pantalón de dril al tobillo y sandalias. El problema es que, con los años, empezó a hacérsele cada vez más difícil someter a sus víctimas. Ahora hasta el clima tropical, caluroso y húmedo lo amilana, sobre todo en abril cuando se le hacen insoportables los 35 grados que alcanza la temperatura. Con su cuerpo ensopado apenas si logra terminar la jornada. Así que sus encuentros carnales quedaron reducidos a un ejercicio de voyerismo morboso hacia las jovencitas que encuentra de camino a su casa.
III Una noche, que parecía infinita, y cuando se disponía a levantar su puesto, llegó un hombre a comer. Cuando sacó el dinero para pagarle, de su bolsillo cayó un volante. En ese momento no reparó en él, pero cuando estaba
limpiando, leyó: “Esclavas sexuales, domesticadas para usted”. Al comienzo se sorprendió porque la imagen, por demás desenfocada, que acompañaba el texto, no era la de una mujer, sino que parecía más bien una especie de simia. El asunto llamó su atención, porque la idea de reemplazar una mujer por cualquier otro animal era algo que nunca se había imaginado, hasta ahora. Con más curiosidad que cualquier otra cosa, el señor Kiyoshi decidió acudir a la dirección que indicaba el volante. Una vez en el lugar, se sintió muy incómodo aunque no sabía bien porqué. Aun así, pagó el servicio y un hombre de mediana edad y de apariencia bonachona, y que intentaba ser simpático, cosa que le molestó más, le indicó el cubículo que le correspondía. Luego lo dejó solo, no sin antes decirle con evidente picardía: —Se llama Mayumi, trátela con amor.
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Cuando el señor Kiyoshi corrió la cortina, se encontró con una joven orangutana encadenada a un catre, depilada en sus zonas bajas, la boca pintada, y a juzgar por su docilidad, bajo el efecto de algún sedante. Cerró los ojos. Primero pensó en todas las mujeres que ultrajó en su vida y en lo mucho que disfrutó de sus caras asustadas y de la resistencia que le opusieron en vano. Luego pensó en las mujeres que buscaba en los prostíbulos; a las que, si pagaba la tarifa, podía insultar, golpear un poco y hasta pedirles que fingieran estar siendo abusadas.
Siguió llorando mientras el encargado lo sacaba. Mientras caminaba hacia su casa. Siguió llorando. Como un niño, como un hombre, como un viejo; de impotencia, de vergüenza. De tristeza. Era demasiado, tuvo que detenerse y sentarse en la acera, entre unas bolsas de basura. No podía continuar. Solo él sabía que en la mirada de Mayumi encontró los ojos de Kio.
Solo fueron unos segundos. Pero le alcanzaron para repasar toda su vida. Por primera vez se sintió asqueado. Sintió náuseas. Abrió bien los ojos y, esta vez, se encontró con los ojos de Mayumi. Vomitó y después rompió en llanto. Se dejó caer al piso, se cubrió el rostro con las manos y lloró. Lloró la media hora que había pagado.
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SABOREANDO LA VIDA Miguel Ángel Mendoza Gómez En una ciudad con la cercanía y el ambiente de un pueblo, se encontraba Juan, quien estaba muy feliz de poder acompañar a María (su madre) a realizar las compras. El niño estaba tan entusiasmado que había colmado la paciencia de su madre de tanto preguntarle cuánto faltaba para salir. A las ocho de la noche, cuando María terminó la última costura del pantalón de un cliente muy quisquilloso, le dijo a su hijo que ya iban a salir, se aplicó perfume y le tomó de la mano. Caminaron un par de cuadras hasta llegar a un supermercado. Allí, María empezó a poner en el carrito los granos, verduras, parva, huevos, y demás alimentos, mientras Juan, muy aburrido la seguía por todo el supermercado. Hasta que llegaron a la sección de dulces, donde empezó a tomar masmelos, galletas, chocolatinas y bananas de maracuyá, y lo
guardó todo en sus bolsillos. Cuando estaba pagando el mercado el niño puso algunos de los dulces en la banda transportadora sin que su madre se diera cuenta, la muchacha de la caja alcanzó a registrar un paquete de chocolatinas. —No podemos llevar eso. —Le grita María al darse cuenta. —¿Por qué?, si los dulces son más ricos que esos asquerosos vegetales. —Contesta Juan con enojo. Su madre muy enojada le da una bofetada, Juan se queda mirándole, sus ojos gritan: “¿por qué?”, su madre rompe el silencio y le dice: —No sabes nada de la vida. —Mientras niega con la cabeza. El niño aparta la mirada de su madre y sale corriendo del
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supermercado, ella no presta mucha atención a esto y sigue poniendo los panes en la banda transportadora. Juan corre con furia y se detiene tres cuadras después en una pequeña fuente de soda, de donde ve salir a dos hombres, él se sorprende al verlos tambalear tomados por los hombros y cuando pasan a su lado uno de los señores le dice al otro: —Hermano, te quiero mucho. —Mientras le da un sutil golpecito en la espalda. El muchacho sigue andando hasta que se da cuenta de que no sabe cómo regresar. Llega a una esquina, donde escucha la algarabía de varios hombres que juegan sapo al lado de un billar. Juan piensa que es buena idea preguntar a alguno de los hombres cómo puede llegar al supermercado. En el momento en que se dirigía hacia ellos un hombre sin un solo cabello hizo que la rana se tragara la argolla sin siquiera masticarla, todos se pararon de sus asientos y
se escuchó a alguien decir: “que calvo marica más de buenas”. Al ver que no le prestarían atención entró al billar donde solo vio una mesa en una esquina, donde se encontraban un señor de avanzada edad, y una joven en minifalda, el señor ofrecía a la joven una copa de aguardiente, mientras con la otra mano acariciaba sus piernas. Ambos se percataron de la presencia del niño, la joven se paró de su asiento con una expresión de alivio y se dirigió hacia él. — ¿Qué haces aquí? —Le pregunto la jovencita con una dulce voz. Este no es un lugar para niños. —Nada, ya me iba. Responde Juan, quien sale corriendo de allí. El muchacho sigue andando, con la preocupación de estar perdido y queriendo encontrar a su madre, hasta que llega a un parquecito, donde se encuentra el busto de un líder político de la década de los cuarenta, allí se sienta en una banca a
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descansar. Al cabo de cinco minutos llegaron un par de jóvenes, los cuales empiezan a envolver unas finas hojas verdes en un pequeño papel blanco, después lo encienden y empiezan a fumar, Juan solo los observa atentamente, parecía estar fascinado al ver la alegría de las personas que a su lado estaban y que se reían de cualquier cosa, reflexionaban acerca de la vida y en ocasiones guardaban silencio y miraban al infinito. Juan solo intervino cuando uno de los jóvenes le dijo al otro que deseaba un dulce, entonces sacó de sus bolsillos unas bananas de maracuyá con que se había quedado por error y tímidamente le preguntó a uno de los jóvenes que si quería, mientras extendía la mano. Los jóvenes muy emocionados tomaron de a una banana, y uno de ellos miró al pequeño y le dijo:
Los jóvenes se alejaron y dejaron a Juan muy pensativo, quien se quedó sentado en la banca reflexionando. Al cabo de una hora se acerca una mujer, es su madre, la cual llora mientras le dice: —No me hagas esto. ¿Por qué te fuiste así? —Pregunta la madre, mientras se toma la cabeza con las manos. —Estaba aprendiendo de la vida, ella no es como tú crees, los adultos juegan en las calles y se quieren los unos a los otros; las mujeres comparten tiempo con sus esposos; y los jóvenes ríen y encuentran la felicidad en las cosas pequeñas —Responde Juan. Su madre le da un fuerte abrazo y regala un suspiro al viento.
—La felicidad la puedes encontrar en cosas tan pequeñas como este caramelo.
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HAZ EL TUYO
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