Anotaciones

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01.- El valor de los trucos. Como ya es sabido, al principio el hombre tuvo serias dificultades para sobrevivir. En la competencia feroz para consolidarse como especie, los seres humanos no tenían buenas perspectivas. A la hora de la verdad siempre había algún animal que corría más o que era más fuerte o que tenía más resistencia o que, simplemente, se camuflaba mejor. Y en esas andaban nuestros antepasados con tantos obstáculos y molestias. De este juego de equilibrios dan fe los mitos clásicos que cuentan cómo los dioses, compadeciéndose de los seres humanos cuando se dieron cuenta de su fragilidad y de su torpeza en la lucha por la vida, acabaron prestándole el fuego de la inteligencia. Explicaciones míticas o imaginativas aparte, con esta herramienta el hombre acabó resolviendo sus cuitas mediante trucos que es al fin y al cabo como funciona el aparato. En los libros de sicología hay un ejemplo ya famoso: si un día buscan al príncipe de Gales en un castillo que tiene 300 habitaciones, para encontrarlo hay dos procedimientos. Uno es recorrer todas y cada una de las estancias, una a una desde la primera a la última, hasta dar con él; el otro consiste en dirigirse directamente al sitio en el que, mediante cálculos de acuerdo con la hora y con sus costumbres, uno cree que puede estar. Mientras la primera fórmula es segura, cierta y exacta pero lenta, porque a lo mejor tardamos en dar con él, la otra es tentativa y, aunque la fortuna nos puede sonreír, a lo mejor nos obliga a dar vueltas sin ton ni son. Aquella se llama algorítmica y la segunda, heurística y es la que usamos habitualmente. Es decir, que resolvemos los problemas por procedimientos de tanteo. Uno de los trucos más eficaces por su simplicidad aunque sin duda muy arriesgado porque puede cegarnos en nuestro empeño en conocer el camino. Las ventajas y los riesgos han sido muchos. Y el caso es que desde entonces como especie no nos ha ido mal del todo: porque la verdad es que no sólo hemos sobrevivido razonablemente, con cierta holgura en el mercado de la competencia de la vida, sino que hasta hemos llegado a dominar a todos los demás seres vivos. La historia ha sido un poco eso de ¡vaya con el débil!. Y de este dominio son testigos todos los miembros de los diferentes reinos que han tenido la mala fortuna de encontrarse con el hombre, con el ser humano. El resultado de todo esto es una narración ya larga en la que cada vez se van perfeccionando los sistemas del tanteo y del truco, al ser ésta al fin y al cabo la manera como funciona la inteligencia. Cuando se va la luz en casa, nadie pone sobre la mesa la relación exhaustiva de causas que puedan haber motivado esta incomodidad sino que va directamente a averiguar los motivos más cercanos, aquellos que la experiencia ha manifestado como más probables. Porque todo esto, el tanteo y el truco, es posible porque tenemos memoria y cultura, lo que facilita tener presente tanto los remedios que en tiempos pasados resultaron eficaces como aquellos que mejor garantizan la resolución de los problemas. La inteligencia, frente a los demás sistemas de defensa del resto de los seres vivos, ha resultado al final el arma más práctica y eficaz de la creación. De ahí la autoestima de la raza humana que a la hora de hacer clasificaciones de los seres de la Tierra siempre se ha colocado el primero. Bien nos cuidamos como especie en ponernos a la cabeza de todas las escalas de los vivientes. Sin embargo esta capacidad de resolución ágil de problemas, que ha facilitado un orden mental y lógico mucho más simplificado y por eso más ágil y de resultados más eficaces, apenas nos ha servido dentro de casa. Bien es verdad que fuimos capaces de llegar a un pacto o contrato social para organizarnos como colectivo pero no hemos sido capaces de arreglar cosas tan primarias como la violencia gratuita. Los manuales de sicología dicen que los instintos son estúpidos en el sentido de que no conocen el sentido final, que son actuaciones de las que los sujetos ignoran para qué sirven. De la ferocidad y el salvajismo el hombre conoce, por la memoria y la cultura, su inutilidad e ineficacia por lo que su actitud es doblemente estúpida. Pero da igual. Hay momentos en los que el pesimismo se hace un poco más notorio viendo lo estúpido, por inútil y porque no tiene resultados prácticos, del sufrimiento humano. Bertolt Brecht lo decía así: "¿En qué trabaja usted?", le preguntaron al señor Keuner. "Me está costando una fatiga enorme, respondió, preparar mi próximo error". Publicado 7 de Mayo de 1999


02.- La tienda de consuelos. ¿Responden a los intereses de los ciudadanos las noticias que aparecen en la primera página de un periódico de un día cualquiera? ¿Son en realidad esas, aproximadamente doce o trece, noticias un reflejo de las preocupaciones de la gente? ¿El afán informativo del que coge un diario se sacia con ese croquis de lo que ha pasado? Trabajos de sociología se han ocupado con cierta periodicidad en conocer hasta qué punto lo que consideran los periodistas que es lo más importante, lo es en verdad para los lectores. Y no es fácil responder a esta cuestión. Decía Ortega y Gasset que a la prensa y a los medios de comunicación en general, no se recurre para enterarse de las noticias o conocer los acontecimientos ocurridos sino para comprobar que lo que ha pasado coincide con el ánimo o el pensamiento del que lee; que, como ocurre en los mítines donde sólo se predica a los convencidos, cada uno selecciona como objeto de lectura, o rehúye con cuidado, aquello que previamente se ajusta a su estado de ánimo o a su opinión. Y de esta manera el que está enfadado con el gobierno, por la razón que fuere, lee y relee sus errores para recrearse en ellos; de la misma forma que quien se siente parte del poder se dispone a oír la tertulia en la que casi siempre se dice que todo funciona bien. Y mientras el resentido se alegra de las desgracias ajenas, el optimista mira de reojo la clasificación de su equipo. En cuanto al pesimista es opinión común que su objeto de lectura más inmediato son las esquelas con la esperanza de no ver la suya. Pero más allá del tópico, o incluso de la broma, la verdad es que cada noticia produce una reacción diferente según sea el pensamiento y las motivaciones de cada uno, por lo que a fin de cuentas el mundo es más una proyección nuestra que un lugar en el que ocurren cosas. Esta circunstancia, que a algunos pudiera parecer negativa, es sin embargo una de las riquezas de mayor alcance en nuestro desarrollo personal y colectivo. Y aunque no puedan hacer carrera aquellos afortunados que están en posesión de lo que en verdad son las cosas de una vez y para siempre (dice Baltasar Gracián que "algunos ponen el objetivo más en una dirección rigurosa que en alcanzar el éxito"), a los más nos viene muy bien este fluir de estados de ánimo y de realidades porque las preguntas no contestadas de manera definitiva también cumplen una misión importante. La impresión que tienen sin embargo los que analizan todo este proceso es que en la mayoría de los casos lo que pasa es que, dada la complejidad del ser humano, casi todas las opiniones sobre las noticias (que desde el relator tampoco es siempre lo que pasa) suelen estar condicionadas por desviaciones más o menos interesadas aunque muchas veces sean inconscientes pero entendiendo este interés como el movimiento legítimo de que si no es posible encontrar la respuesta que, al menos, sirva de pararrayos o de terapia para soltar el estado de ánimo. Por eso a veces, por el contrario, noticias que tienen efectos en la gente, aunque éstos no se perciban inmediatamente, pasan desapercibidas porque no son un ni siquiera un estimulante de la imaginación o el entusiasmo o el enfado. Y al final también las noticias sirven para cuidar nuestra imagen. Algunos sufren al leerlas pero no lo dicen; otros se alegran pero aseguran que sufren; hay quienes se alegran o sufren y lo reconocen; y en privado mientras hay quien cierra los ojos y pasa las páginas, otros las leen y releen a fuer de persistentes. En Grecia hubo un abogado que puso una "tienda de consuelos" en la que presumía poder aliviar cualquier sufrimiento síquico con la fuerza de las palabras. Antifonte, que así se llamaba, llegó a escribir para un mismo proceso hasta cuatro discursos: uno a favor y otro contra la acusación, uno a favor y otro contra la defensa. Es lo que un clásico calificó como el mercado de las ideas. Lo que pasa es que probablemente hoy sepamos, mejor que antes, que las ideas son la forma que el hombre ha inventado para justificar sus sentimientos. Publicado el día 21 de mayo de 1999.


03.- Cuyo Cuyo está agonizando, tan deteriorado en su salud que apenas quedan esperanzas de salvación. Como ocurre con la falda, esa indumentaria que antaño usaban las mujeres y en tiempos remotos los hombres, o como acontece con las antiguas maneras de galanteo, o las formas de nobleza que han acabado en cartónpiedra. El caso es que, sin remisión, cuyo tiene su final a la vuelta de la esquina, muy pronto sólo pervivirá en el recuerdo y, fuera del mundo de los mortales, su existencia quedará encerrada en las paredes del diccionario de antigüedades. Es un nuevo triunfo del que, la palabra que cada vez se hace más dominadora. Algunos, para tratar de recuperarlo, tímidamente pensaron que el uso correcto de cuyo podría ser el determinante para ser reportero de la palabra hablada hasta que se dieron cuenta de que la tarea más inútil que hay en esta vida es pedir o reclamar que todos los que hablan por los medios de comunicación lo hagan correctamente. La verdad es que cuyo es una palabra que ha tenido mala suerte en su vida. Descendiente de padres latinos, significó en sus comienzos algo tan apreciable y grandioso como amante y marido, (galán o amante de una mujer, dice el diccionario como uso ya perdido) dos de las más grandes hazañas que al ser humano le ha cabido ser y hacer en el proceso de evolución de la especie. Después sólo fue pronombre relativo ("que, cual, quien y cuyo" se cantaba antes en la escuela cuando el maestro decía aquello de "a ver, los pronombres relativos"). Más tarde los propios lingüistas lo rebajaron a lo que llaman un determinativo. Y, por último, la mayoría de los locutores, no se sabe si como causa o efecto de la desafección de la gente por esta palabra, lo están retirando de la vida activa, sustituyéndolo por que en frases como: ayer vi a Juan, que su padre tiene... cuando debiera ser: ayer vi a Juan, cuyo padre... Pero así son las cosas y así es la vida. Las palabras, esos productos culturales que nos permiten entender algo de lo que ocurre, tienen vida y muerte como las personas. Y a veces hasta enfermedades. En este caso algunos pueden aducir razones de peso para justificar la desaparición de esta palabra. Que si es muy complicada de usar cuando la cultura de hoy se mueve en parámetros menos precisos; que si suena un poco a aristocracia cuando hoy lo de sangre noble no es sino una rancia etiqueta. Las palabras no mueren o nacen porque sí. Siempre hay detrás una razón. Un ejemplo que se está generalizando es el añadir la palabra que a verbos como pienso o creo, formando lo de pienso de que, una manera de hablar producto de la inseguridad: quienes empezaron a usarlo lo hacían como mecanismo de defensa, como forma de detenerse en el lenguaje cuando no se sabe con certeza qué se va a decir después. A cuyo quizá estas dos circunstancias, precisión y aristocracia, le han quitado la vida. Así alguno pensará que la muerte de cuyo es el triunfo del partido democrático. Y de la soberanía popular. Ya hoy en día quien quiera leer las Novelas Ejemplares de Cervantes (La ilustre fregona, por ejemplo) y tenga el deseo de enterarse de todo el relato, tendrá que usar el diccionario para saber lo que quiere decir el autor cuando cuenta que un personaje "que vio atraillado a su nuevo cuyo, acudió luego a la cárcel a llevarle de comer". Pero en el futuro, no después de mucho tiempo, tendrá que hacer lo mismo el que empiece con El Quijote, por aquello de "En un lugar de La Mancha de cuyo nombre..." (Incluso es probable que algún lector de este artículo, con las mismas pretensiones de saber lo que significa cada palabra, haya tenido que buscar en el diccionario la entrada cuyo): Las palabras son un reflejo de la misma vida. Entre ellas compiten y disputan para hacerse con la mayor y más favorable posición. La cuestión está, viene a decir Tentetieso a Alicia en "A través del Espejo", en quién manda aquí si las palabras o el que las pronuncia. Claro que esto es así como la pregunta del millón. Publicado el 4 de junio de 1999


04.- El diablillo de Maxwell La termodinámica es una ciencia, o un saber, que estudia el comportamiento de la energía. Sus leyes, en especial la segunda, dicen, y todos tenemos experiencia de ello, que si hacemos que dos espacios contiguos (pongamos dos habitaciones), de diversa temperatura, se comuniquen entre sí, sabemos que, en un plazo más o menos corto de acuerdo al volumen y a otras circunstancias, se producirá un movimiento espontáneo de forma que al final ambos espacios acaban teniendo la misma temperatura. Y esas mismas leyes, y también podemos observarlo, aseguran que el proceso de vuelta atrás, es decir, que cada espacio vuelva a su temperatura original no es posible de manera espontánea, salvo que se dieran en todo el universo unas condiciones de equilibrio ideal. Es lo que pasa si se derrama el agua de un vaso: sabemos que espontáneamente esa acción es irreversible, que no es posible una vuelta del agua al vaso sin intervención de un agente externo, un mago, por ejemplo, que tuviera verdaderos poderes de hacer milagros y no sólo capacidad de simulación.. De la observación de este fenómeno familiar se deducen cuatro características o cualidades que le acompañan. La primera es que todo está siempre en movimiento, es decir, las diferentes corrientes de calor y frío andan compitiendo por los espacios en buscar de absorber como sea al contrario; es como si el calor empujara al frío, o el frío al calor, para ocupar su espacio; en segundo lugar se puede apreciar que no hay espacios vacíos, que en cuanto uno cede el sitio el otro se apodera de él; la tercera característica es que al final se acaban mezclando las dos fuerzas o las dos temperaturas, imponiéndose la más fuerte y poderosa; por último la irreversibilidad, o sea, que de manera espontánea la cosa no tiene vuelta atrás y que el líquido que se derramó ya no regresa al recipiente en el que estaba. (Habrá no obstante que advertir al lector que todo lo anterior, aunque le parezca otra cosa, es un resumen, más o menos feliz y acertado pero menos preciso y exacto, de lo que dicen los manuales de física y hasta los diccionarios de uso común. Una advertencia que no es ociosa porque, sin darse cuenta, pudiera haberle parecido que de lo que se estaba tratando en esta nota es sobre las leyes de la naturaleza, las que los científicos llaman leyes físicas o naturales, cuando, por el contrario, se hablaba de otra cosa, por ejemplo de la política o incluso de la vida misma). En esta tesitura un científico escocés del siglo pasado, James C. Maxwell, propuso una hipótesis de trabajo que consistía en imaginar que, después del proceso antes descrito de movilidad de las partículas para alcanzar una misma temperatura entre esos dos compartimentos, un demonio, puesto en medio de los dos de igual temperatura, (sin consumir energía), tuviera poder para manipular las moléculas, separando por ejemplo las más frías de las más calientes de forma que cada habitación, por efecto de esa acción, pudiera volver a tener la temperatura que tenía, antes de mezclarse con la contigua. Así de esta manera, como por arte de magia, las cosas podrían volver al punto de partida, el vaso podría volver a llenarse. Pero como esta posibilidad es únicamente una simulación, un intento de imaginar cómo podrían ser las cosas de otra manera y no un propósito de averiguar cómo son en realidad, nada se ve afectado por este diablillo o mago porque verdaderamente éste no existe. Y de esta forma el comportamiento del mundo y de la naturaleza sigue las reglas de estas cuatro condiciones. (Aunque el que es prudente sabe que sólo desde el reconocimiento de que la vida, y por tanto la política, -que ésta no es sino su hija-, se mueve con esos parámetros y que afortunadamente el demonio de Maxwell es sólo una hipótesis, es como se puede empezar a hacer el edificio de la utopía. Lo otro no son sino palabras hueras que, de acuerdo con las leyes de la termodinámica, se las lleva cualquier viento por débil que sea que sople al oído). Publicado el viernes día 18 de Junio de 1999


05.- ¡Que lo repita! Aunque los libros sobre los inventos y los inventores suelen dedicarse a los niños, es éste un asunto tan principal que interesa a todo el mundo. Dicen los antropólogos que una, otra más, de las cosas que nos distinguen y nos otorgan el primer puesto en el reino animal es precisamente la capacidad de inventar. Y de comunicar a los demás estos inventos. Inventar, como se sabe, es encontrar. Y hay muchas clases de inventos aunque ciñéndonos a su utilidad, pueden clasificarse en los que sirven a la comunidad en general y los que sólo tienen aplicación a casos particulares. Los inventos que tienen aplicación universal, son lógicamente más conocidos y mas festejados por la gente porque sus beneficios favorecen a casi todos. La bombilla eléctrica o El Quijote nos sirven a la comunidad porque permiten o andar por la calle de noche sin toparse con un fantasma o enunciar una sonrisa ante la confusión del hidalgo entre molinos o gigantes. El goce material de ver de noche o el espiritual de la lectura son la consecuencia del ingenio inventor de algún notable que dedicó su vida a enganchar cables o a unir palabras en una novela. Y sería un trabajo baldío tratar de distinguir la mayor o menor importancia de cada uno de estos inventos. Porque todos son absolutamente necesarios. ¿Sería posible la vida sin unos versos con los que dar saltos cuando nos miró alguien o una emoción cuando nos abandona el amor? ¿Hubiera sobrevivido el ser humano sin rueda, sin fuego o sin atascos?. Probablemente no, o al menos no hubiera progresado lo suficiente para poder dominar la tierra y destruirla con una explosión atómica. La cuestión de todas maneras está más en las cosas pequeñas que en las grandes. Lo normal es que haya muchas mañanas en las que, al levantarnos, no declaremos una guerra universal o no decidiremos hundir todas las bolsas del mundo. Nuestra práctica, por el contrario, es mucho más pedestre. Cuando se tiene que explicar al amante el retraso en llegar a la cita o al jefe de la oficina el motivo de la ausencia de un día, se están inventando historias que impiden un disgusto inútil. Lo mismo cuando no se sabe la lección el estudiante o se excusa uno de asistir a esa fiesta aburrida que organiza un conocido cursi. Y no es baldío este trabajo porque evita que las relaciones humanas se deterioren estúpidamente. El derroche de imaginación en estos casos es comparable al esfuerzo que hacen los que buscan la fórmula de llamar por teléfono sin que corra el contador o quienes con un radar evitan la multa de tráfico. La otra cara de estos acontecimientos, el riesgo de estos inventos de andar por casa está en no dar en el blanco, en complicar la situación en lugar de resolverla, en dar palos de ciego como la vida y la experiencia nos ha enseñando tantas veces. En no descubrir el verdadero intríngulis de las cosas. En no advertir la trastienda como le ocurrió a aquel actor que harto ya de repetir una y otra vez la escena a petición del público, cuando solicitó agradecido que le dejaran descansar, oyó la voz de un espectador que le gritaba: que lo repita hasta que lo aprenda. Entre quince y veinte mil palabras, dicen los sicólogos, describen características de la personalidad humana, entre quince y veinte mil palabras refieren y cuentan aspectos de la manera de ser de los hombres, de los seres humanos. Bien es verdad que muchas son sinónimas y repiten casi literalmente lo mismo que otras pero de todas formas son muchas palabras y muchos estados de ánimo los que puede tener cualquier persona. A esta circunstancia la podemos llamar variabilidad y también complejidad. Pero desde luego dificultad. Acertar con la palabra exacta, dar con la tecla para narrar lo que uno es o lo que son los otros son, es, por eso, una ciencia de alta tecnología y, además, de alto riesgo. Las épocas de negociaciones son muy reveladoras. Y lo mismo da que sean privadas como públicas, la diferencia está en la resonancia. Pero tienen la misma textura. Y si no, que se lo pregunten a quienes llevan años negociando con la suegra o con los vecinos o con el cónyuge. O consigo mismo, que ya es difícil muchas veces encontrar, entre esas quince o veinte mil palabras, la que nos hemos de adjudicar a nosotros mismos. Publicado sábado día 3 de Julio de 1999


06.- Los dos espacios. Nuestra vida se desarrolla en dos espacios, en dos rincones, uno privado y otro público. En el primero guardamos nuestras intimidades, secretos y hasta miserias. A veces también aquellas alegrías que no nos gusta compartir porque entonces se desvelaría el intríngulis de nuestra existencia. A los espacios privados los regamos para que en ellos crezca nuestra identidad y sobre todo nuestra autoestima. Ellos nos permiten asegurar lo que somos y lo que queremos, si es que en algún momento sabemos qué es aquello tras lo que de verdad andamos. El espacio o los espacios públicos son otra cosa. Aquí se nos pierde nuestra identidad y pasamos a ser actores de reparto de unas convenciones que se han firmado entre unos y otros a través del tiempo y de las manías de los más influyentes. En la calle, en la plaza o en la playa, incluso a veces también en la propia casa, el papel que representamos está ya escrito en las leyes, en la normas y en las costumbres. Sólo hacemos lo que tenemos que hacer, lo que dice el guión. Y como actores secundarios ni estamos en el cartel ni en los créditos reconocidos. En los espacios públicos somos interpretes que actuamos de paseantes, de extras o de comediógrafos según convenga a la ocasión y a la circunstancia; en los privados nos reconocemos a nosotros mismos tal como de verdad somos. Las señales que marcan la diferencia entre uno y otro espacio son la territorialidad y los límites. En los espacios privados el territorio tiene registro de la propiedad con nombre y apellidos, con claves personales que sólo conoce el dueño, y existen símbolos y signos, cuya interpretación únicamente puede hacer el que los ha diseñado y que sirven de llave de entrada y de garantía de privacidad. En los espacios públicos el territorio pertenece a quien lo ocupa accidentalmente y éste puede ser sustituido en cualquier momento por otro transeúnte sin que se produzca desgarro alguno ni se altere el equilibrio de poder entre los figurantes. Cada uno de nosotros, cada persona, percibe y sabe, o cree conocer, cuándo está en un terreno propio y cuándo se mueve como uno más en el que, al ser de todos, no es de nadie. La otra referencia entre un tipo de espacio y otro está en el límite, en la línea divisoria que hay entre en el espacio público y el espacio privado, que tiene la virtualidad de que cada uno la pone donde quiere, en el sitio en el que obtiene más beneficio. Lo normal, entendiendo esta palabra sólo como lo más frecuente y rutinario, es que todas las personas tengamos y nos desenvolvamos en los dos espacios, que manejemos las dos claves. Sin embargo hay gente que monta su vida como si todo fuera espacio público. Son aquellos cuyos pensamientos y acciones son siempre pura teatralidad, quienes han renunciado a lo privado, a lo íntimo, y están representando en cualquier momento el papel que el destino o el azar, o vaya usted a saber, le han adjudicado. Les falta toda espontaneidad y hasta en los niveles más personales de la vida están actuando, se comportan de acuerdo a como deben hacerlo sin el menor asomo de franqueza. Estos son lo que hacen teatro siempre, también con la familia, con los amigos, y hasta consigo mismos cuando se quedan solos en penumbra de una tarde de invierno. Otros, por el contrario, en el extremo opuesto, renuncian a los espacios públicos y deciden ampliar su privacidad hasta más allá de lo que estadísticamente es lo acostumbrado. Éstos viven dramáticamente su sinceridad y sólo siguen las reglas de su propia sintonía interior. De entrada se puede decir que cualquier uso del campo o del terreno de la vida vale para sobrevivir en ella. Que tal vez no importe demasiado si se es más teatral o más guionista de nuestras acciones. Pero, cuando menos, hay un peligro principal. Que de pronto, en nuestro interior, se nos desmorone todo el tinglado, el montaje o el embrollo en el que vivimos, bien porque se hunda el teatro bien porque nos cansemos de tanta identidad. Que el inconsciente no tiende a veces la trampa de hacernos creer que estamos en un terreno cuando de verdad nos encontramos en el otro. Publicado el día 16 de Julio de 1999


07.- Los free rider Tras pedir excusas al lector por el uso de términos de otro idioma, hay que decir que esta expresión inglesa se utiliza, en principio, para designar a aquellas personas que se aprovechan de los bienes colectivos, los que siempre sacan ventaja y rendimiento del trabajo de los demás. Más técnicamente free rider son quienes utilizan los servicios del Estado de Bienestar y nunca llegan a costearlos, los que se benefician de las prestaciones públicas pero no contribuyen a su sostenimiento. Free rider se ha traducido por parásito o por persona parásita. Victoria Camps lo traduce simplemente como gorrón. Podríamos llamarle gorrón social, o quizá mejor, sociogorrón, gente siempre dispuesta a participar en el banquete de los fondos públicos sin preocuparse de aportar al colectivo o al grupo alguna vianda o algún esfuerzo. Que nunca echan una mano. Como se sabe, se llama Estado de Bienestar a la forma de organización social, política y económica en la que prevalece la idea de que el Estado tiene la obligación de proporcionar a todos los ciudadanos, al menos, el conjunto de los que se llaman servicios básicos (educación sanidad, transporte...). Todo esto es algo que no se ha dado nunca en toda la historia de la Humanidad e, incluso en nuestros días, tampoco ocurre ni se exige en la mayoría de los países del mundo. El Estado de Bienestar, como un derecho y como una realidad práctica, sólo existe, y con algunas variantes, en los veinte o veinticinco Estados desarrollados. En los demás cada uno se las tiene que arreglar como pueda. Sin embargo no todo el mundo está de acuerdo con esta forma de organización social. No todo el mundo está de acuerdo con la existencia del Estado de Bienestar o, al menos, con su extensión y magnitud. Dicen algunos de sus detractores que el tenerlo todo resuelto (un ciudadano norteafricano decía no hace mucho pero si ustedes, sólo con nacer, ya tienen un sueldo) hace a los individuos desmotivados, no les estimula a crear riqueza, a trabajar, a esforzarse. Los hace free rider, los hace parásitos. Es un argumento sin duda poderoso. A nadie se le oculta que cuando las cosas son fáciles, el esfuerzo es menor. Los sicólogos dicen que una ley básica de la conducta es la ley del efecto que viene a decir que cuando se obtienen efectos positivos de una situación, ésta tiende a repetirse. Aplicándolo a las circunstancias que comentamos, ello significa que si una sociedad ofrece una vida en la que está resuelto lo fundamental, la contribución personal y social es mucho menor que cuando las cosas están difíciles. Lo que pasa es que la práctica lo desautoriza casi en su totalidad porque de otra forma serían precisamente los países manos desarrollados, los que tienen más dificultades para subsistir, lo que se esforzarían más y con más intensidad para crear riqueza cuando vemos que esto no es así. Pero esta discusión tan general y teórica no invalida la existencia real de free rider en las sociedades desarrolladas, en las sociedades en las que rige el Estado de Bienestar. A nadie se le oculta la existencia de personas insolidarias con la colectividad, individuos que carecen de lealtad con los demás ciudadanos porque sólo utilizan la situación social en beneficio propio, sin colaborar con los asuntos públicos. Los free rider, los sociogorrones, plantean un problema, al mismo tiempo, social, ético, político y filosófico de verdadera trascendencia en las sociedades modernas. Conviene no obstante precisar un aspecto importante de esta situación porque los teóricos distinguen dos tipos o clases de free rider. Porque algunos tienden a imaginar a los free rider como personas que se mueven en un ámbito de indolencia, de dejadez perpetua, rehuyendo cualquier tipo de responsabilidad y buscando siempre excusas para no trabajar, incluso viviendo en una especie de marginación. Y es verdad que esto existe. Pero hay un segundo grupo del que forman parte los que, aun creando riqueza, rehuyen echar una mano a la colectividad, precisamente aquellos cuya ayuda es más necesaria. Pero esto nos lleva a lo que el economista norteamericano John Galbraith ha definido como la revolución o la rebelión de los ricos. Publicado el día 30 de julio de 1999


08.- Pobres y ricos Cuando el economista norteamericano John Galbraith empezó a hablar de la revolución o la rebelión de los ricos (expresión que han asumido y generalizado quienes se ocupan de pensar en estos temas), se refería a uno de los más graves problemas con que se enfrentan las sociedades modernas y desarrolladas que es la financiación del Estado de Bienestar, y dentro de ello, la existencia de un movimiento social, económico, y desde luego político, que propugna, cuando menos, reducir su volumen y alcance. Y el argumento es que, tal como están planteadas las cosas, cada vez se le exige más al Estado y éste lógicamente se encuentra también con cada vez más graves dificultades económicas para costear tantos servicios públicos que no se sabe cómo financiar. No hay sino fijarse, dicen algunos, en cómo se ha ido extendiendo la costumbre de reclamar del Estado la ayuda para cualquier contingencia en la que el ciudadano, individual o colectivamente, se encuentra en necesidad. Agravada además la situación con la política comunitaria de subvenciones generalizadas. ¿Quién ha de costear todo esto?. El sistema funciona de manera que cada ciudadano se beneficia de esta situación en proporción inversa a su capacidad adquisitiva. El que menos tiene es el que más necesita y es el que más aprovecha el Estado de Bienestar. Por eso se le llama Estado Social. A su vez la contribución a la financiación se hace en proporción directa a las posibilidades económicas de cada uno. En este contexto es fácil pensar que los ricos estén en desacuerdo con el sistema. Dicho de una manera simple y sencilla, el asunto está en que los ricos (sobre todo las grandes corporaciones que anteponen sus intereses a cualquier beneficio social o la economía sumergida de alto alcance) se han cansado de sufragar el Estado de Bienestar y se rebelan contra las políticas que estimulan la redistribución económica y los beneficios sociales de los que ellos apenas se benefician. Y las regiones ricas tratan de contener esta avalancha en un pulso en principio político pero en el fondo económico y con muy graves consecuencias sociales. El pacto implícito de que si los pobres son algo menos pobres consumirán los productos de los más ricos y los harán más ricos todavía (que para los bienpensantes ha sido el pacto social) ha cubierto ya su objetivo con la extensión del poder adquisitivo de las clases medias. Esta posición de los ricos se justifica con el argumento de que una sociedad subvencionada pierde fuerza creativa y competitividad, que la caja única y la redistribución territorial lo que hace es, con la excusa de la solidaridad, impedir que las regiones pobres empiecen a salvarse por sí mismas. Y a nadie se le oculta que detrás del Estado de Bienestar hay muchos problemas y muchas actitudes nada ejemplares pero una cosa es corregir errores y otra tirar por la calle de en medio, olvidando que no todos parten en la carrera por la existencia con los mismos recursos, que los que quedan fuera del sistema son los que no pueden consumir y en el mercado de la vida no tienen nada que ofrecer. La discusión está sobre la mesa pero como la vida sigue, muchas de las decisiones que toman los gobiernos de la Unión Europea sobre temas económicos y sociales son respuestas o posicionamientos respecto a este asunto: aumento o disminución de los niveles máximos y mínimos del IRPF, cuantía de las pensiones, cobertura del desempleo, etc. Y esto tiene mucho que ver con el viejo debate derecha-izquierda: aunque en el plano económico el Estado no tiene otra opción que hacer la cuenta de la vieja de ingresos y gastos, aun queda margen suficiente para decantarse en aumentar, mantener como está o disminuir el peso del Estado Social porque la sensatez económica no esta reñida con la función social, la gestión razonable de los fondos públicos permite suficiente holgura para que se puedan hacer diversas políticas sociales. Sin demonizar a nadie, cabe sin duda una política de derechas y una política de izquierdas. Publicado el día 13 de Agosto de 1999


09.- Los antiguos colmados Menudo asunto se nos viene planteando con eso de que los domingos abran o no su comercio las llamadas grandes superficies. Porque este propósito no es algo baladí o una mera discusión empresarial. Esto es algo de lo que los antropólogos tendrán que empezar a ocuparse por las consecuencias que acarreará. El último paso significativo lo ha dado una cadena comercial alemana que ha decidido sencillamente tirar por la calle de en medio y sublevarse con todas las de la ley. En estas circunstancias el pronóstico no resulta difícil porque parece que este comienzo hará imparable el cambio. Dejando a un lado aspectos como el religioso (el descanso bíblico), el sindical (los derechos de los trabajadores) o el comercial (la competencia de los más fuertes) que los expertos tendrán que discutir, en el fondo decisiones de este tipo lo que ponen en juego es un diseño de vida muy diferente del que ahora sufrimos o disfrutamos según se mire. En el caso de que los domingos acaben transformándose en un día normal de trabajo, habrá cambiado toda la parafernalia de las vacaciones, las fiestas, los fines de semana, la luminosidad de los sábados y hasta la demografía. Como todo el mundo sabe, la especie humana tiene dos vectores o puntos de referencia para acompasar los ritmos y los turnos de su vida. Uno es de origen natural, centrado sobre todo en el capricho del dueño y señor de nuestros cielos que es el Sol. Su largo y monótono caminar nos señala los años, los días, las horas y las estaciones y a ellos no hemos tenido que acomodar. El otro referente lo hemos hecho los propios humanos con nuestros deseos, nuestros caprichos y nuestras necesidades y, aunque es muy diferente según las zonas y las culturas, lo más significativo es que todo este montaje es común, es decir, que lo comparte toda la comunidad: el domingo lo es para todos al mismo tiempo, lo hacemos juntos. Intentos de romper los turnos de la naturaleza ha habido en la historia algunos muy famosos y hasta simpáticos. Es el caso, por ejemplo, de los antiguos egipcios. Mucha gente conoce los nombres de las tres pirámides más famosas de Egipto. Pues bien, según cuenta Heródoto, Kéops y su hermano Kefrén era malísimos y sin embargo Micerinos, hijo de Kéops, una persona encantadora. Un día éste recibió de un adivino el mensaje de que sólo le quedaban seis años de vida y, enfadado porque no entendía que si él era bueno, tenía que vivir menos que su padre y su tío, mandó construir tantas luminarias que la noche por el resplandor de la luz se hiciera día. De esta forma quiso burlar el pronóstico con la intención de tener doce años en lugar de seis, al hacerse las noches días. Pero donde se ha manifestado con más rigor nuestra capacidad como especie de organizar las cosas, ha sido en los ritmos de origen social. Todos sabemos cuándo hay que divertirse y cómo, cuándo hay que trabajar y en qué momento hay que mirar para adelante o hacia atrás. Además, salvo algunos trabajos a los que hemos aplicado una cadencia característica, la colectividad en general hace juntos todas estas cosas, sin que nos vaya mal del todo. El resultado sin embargo de lo que se trata de hacer, romperá toda esta estructura. Si todos los días van a acabar siendo iguales, laborales para una séptima parte de la gente, acabará cada uno teniendo su propio Carnaval, su propia Feria y su propio Domingo. Así habrá quien tenga que celebrar el fin de año los primeros días de enero si en las fechas acostumbradas está trabajando con normalidad. Cada uno tendrá su propio calendario y, puestas así las cosas, veremos si cada uno tendrá una manera propia de contar los años que tiene. Pero así son las cosas y así han sido siempre. Las condiciones económicas y del mercado impondrán el estilo de vida. Y no hay que extrañarse. Al fin y al cabo es lo que viene aconteciendo desde el Neolítico cuando la especie humana descubrió la agricultura y la ganadería, y las nuevas formas de producción acabaron con eso de andar de un sitio para otro buscando el pienso y la carne. Publicado el día 27 de agosto de 1999


10.- Pedir perdón De un tiempo acá se ha hecho costumbre la exigencia de que las instituciones pidan perdón públicamente por los posibles o reales deméritos y errores que sus responsables de épocas pasadas hayan podido cometer. Los casos del gobierno de España por las tropelías con los indios de América, la Iglesia Católica con ocasión del proceso a Galileo, o el gobierno alemán por los crímenes de la época nazi. pueden ser algunos de los ejemplos más conocidos. En unos casos son determinados colectivos, descendientes a veces de los afectados, los que lo demandan y en otros es la propia institución la que se siente obligada a ello en la búsqueda de lo que podríamos llamar su limpieza histórica. No está claro sin embargo que esta actitud, al margen de la buena voluntad que pueda manifestar, tenga necesariamente sentido y coherencia. En primer lugar habría que preguntarse dónde está el límite histórico, si es que lo hay, para plantear esta demanda. En la época clásica, cuando Grecia primero y Roma después representaban la cultura dominante en el mundo civilizado, era opinión común que determinados seres humanos nacían por naturaleza esclavos y así lo confirmaban las autoridades científicas, religiosas y filosóficas de la época, y, como consecuencia, esta convicción inspiraba las leyes, las costumbres y los comportamientos de toda la gente. ¿Tendría sentido, por ejemplo, que ahora el gobierno griego tuviera que pedir perdón por esta, evidente para nosotros, aberración humana?. Todo esto por una parte pero por otra también sería razonable cuestionarse hasta qué punto las instituciones no eran sino el resultado de las creencias generalizadas de su tiempo. En este sentido el caso de Galileo es enormemente pedagógico. No se puede ocultar por supuesto la responsabilidad de la Iglesia Católica en esa condena por diversas razones pero el asunto es mucho más complejo. Resulta que la especie humana siempre estuvo convencida de vivir en el centro del Universo, que la Tierra era el cuerpo celeste en torno al que giraban y se movían todos los cielos, cuando de pronto llega alguien, Galileo como representante más conocido, y empieza a decir que esa creencia no tiene sentido, que nosotros habitamos en una navecilla de las más quebradizas y de las menos importantes del Universo. La Humanidad, la especie humana, ha tardado siglos en reponerse del síndrome de grave inseguridad que le produjo conocer que no es el ombligo del Mundo y que cualquier choque con un meteorito o un cometa o simplemente el agotamiento del Sol puede acabar con todos nosotros: es como si de pronto alguien nos intenta convencer de que no pintamos nada ni en la familia ni con los amigos ni en el trabajo. Una autoestima de sentido negativo nos podría llevar al suicidio. Una tercera circunstancia invita también a dudar del sentido de esa petición pública de perdón. Y es que de acuerdo con la doctrina clásica de todos los códigos morales, el propósito de enmienda es una actitud imprescindible para que tenga eficacia el perdón. Se trata de ocuparse, de poner mecanismos para evitar que se repitan esos errores. Y aquí puede estar, sin buscarlo, la trampa que falsea esta actitud porque puede ocurrir que la conciencia institucional tranquila después de haber lavado la historia acabe siendo una cortina de humo, ideología en sentido estricto, que impida darse cuenta de que se está haciendo lo mismo. El caso de los grandes potencias que han pedido perdón por los crímenes cometidos antes de la descolonización pero que ahora de forma más sutil están imponiendo un imperialismo económico, menos ruidoso pero mucho más trágico, puede servir de ejemplo. Baltasar Gracián en su Oráculo Manual aconseja el arte de dejar estar las cosas porque, a su juicio, muchas veces los males empeoran con los remedios. El buen médico, dice, debe saber tanto para recetar como para no recetar, pues a veces el arte consiste en no aplicar remedios. Publicado el día 17 de septiembre de 1998


11.- Injerencia humanitaria Como en su día ya avisó mucha gente, el marxismo entre otros, no es lo mismo tener un derecho que poder ejercerlo. A nadie se le oculta que no puede equipararse una cosa a la otra, que la teoría no sirve para nada si luego la práctica nos impide gozar de lo que se dice que es nuestro. Si, por ejemplo, tenemos derecho a la comida o a la dignidad pero luego alguien se encarga de que no nos llegue el alimento o de tomar decisiones que lleven al deshonor o a la humillación, resulta inútil la teoría y estamos como al principio, es decir, sin nada. La libertad es el ejemplo más ilustrativo que, además, ha servido de referencia reivindicativa para las ideologías progresistas y democráticas de todos los tiempos, que han planteado incansablemente que para qué sirve proclamar que todo el mundo es libre si luego las estructuras sociales o económicas o legales imposibilitan al ciudadano o a la persona ejercer esa teórica libertad. Es lo que confirma el pensamiento popular cuando asegura que una cosa es la teoría y otra la práctica. Pero, aun siendo esto así con carácter general, cabe sin embargo proponer una matización a este convencimiento. Precisamente la conquista de los derechos humanos ha sido y es un proceso en el que la teoría ha sido siempre una condición previa al ejercicio de un derecho. Un ejemplo un poco al azar explica mejor esta observación. La opinión común, por ejemplo, de que cada uno debe de quedarse en la posición, en la clase social que le ha asignado su cuna, justificada además en doctrinas filosóficas y religiosas, ha sido un grave inconveniente para legitimar una sociedad más justa y más igualitaria. Como ocurría con el concepto de esclavo: mientras se creyera que quien por designio del destino nacía esclavo así debía de seguir, la sociedad estamental estaba asegurada. Sólo el convencimiento previo de que es inadmisible desde todos los puntos de vista teóricos (filosófico, religioso, moral, intelectual...) una sociedad estamental rígida y fuerte así como la convicción previa de que la igualdad social es un bien exigido moralmente es el requisito previo para poder iniciar el camino para una concepción liberadora de la vida y del hombre. . El reconocimiento doctrinal y teórico de un derecho humano es una conquista muy importante aunque después del dicho al hecho haya un trecho, a veces tan largo que parece imposible que el ser humano sea alguna capaz de recorrerlo. Dice el sociólogo francés Pierre Bordieu, hablando de la influencia de la teoría sobre la acción humana, que uno de los sistemas para pensar la acción razonable es el capital simbólico, es decir, el conocimiento y el reconocimiento. Así la propuesta que ha hecho la ONU de que se reconozca el nuevo derecho que ha venido a llamarse de injerencia humanitaria, mediante el cual la comunidad internacional puede intervenir en un país cuando se esté produciendo una masacre colectiva o la limpieza étnica de algún sector de población, ese "derecho sin fronteras" con el que se rompe la vieja idea de la soberanía nacional es de momento un camino, de momento sólo teórico, que sin embargo ya colabora en la emancipación del ser humano. Bien es verdad que aun hay, al menos, dos borrones principales que echar sobre este reconocimiento. El primero es que esta injerencia humanitaria sólo legitima la intervención cuando se ha producido una masacre étnica mientras olvida el exterminio cotidiano de sociedades enteras perseguidas por la muerte casi rutinaria que provocan actitudes dictatoriales. Y, por supuesto, es también una tentación más que en principio puede utilizarse como una excusa imperialista. Pero, a pesar de estas dos limitaciones, reconocer intelectual o teóricamente esta posibilidad, este derecho común, es el primer paso para su ejercicio. El asentamiento doctrinal de la nueva perspectiva garantizará el éxito de un nuevo avance en el respeto a la dignidad personal y colectiva. Mucho de verdad tienen aquellas viejas teorías que aseguran que el conocimiento (y, podemos añadir, el reconocimiento) de que algo es bueno es un camino fértil y seguro de llevarlo luego a la práctica.

Publicado el día 1 de Octubre de 1999


12.- Las víctimas Que los poderes públicos tienen la competencia de velar porque el comportamiento de la gente se atenga a unos principios generales de convivencia es algo que nadie, o casi nadie, discute. A quienes representan la autoridad general se les consiente y se les exige que sean eficaces en la persecución de los vicios sociales y éstos tratan de hacerlo en cumplimiento de sus obligaciones. Bien es verdad que a veces se pasan en su afán moralizador y se introducen en terrenos privados de la conciencia personal pero todos aceptamos su competencia en las reglas del juego social. Y aunque el ejercicio de esta función plantea algunos contrastes debido a que los códigos morales públicos son diferentes según las culturas y según ha sido el desarrollo de la historia, su esquema de funcionamiento es siempre el mismo. Un ejemplo enormemente clarificador de esta circunstancia es el caso singular de la administración de la justicia, que siempre ha sido ejercida de manera firme y decidida, sin concesión alguna, por el poder, ya sea éste social, político o religioso. Porque en ningún código se ha permitido a las víctimas hacer su propia justicia, que se tomen la justicia por su mano. Todas las culturas, las de los pueblos llamados primitivos y la de los considerados civilizados, siempre han entendido que la venganza es un mal moral y cuando las víctimas se han tomado alguna iniciativa, bien personalmente bien mediante toda suerte de justicieros, se han convertido automáticamente, a juicio de todos, en culpables. En este principio se basa el funcionamiento de la justicia en todas las épocas de la historia. Habrán sido unos u otros los procedimientos sancionadores pero la reparación del daño recibido siempre ha sido competencia exclusiva del poder. La antigua norma legal, por ejemplo, la ley del ojo por ojo y diente por diente, sólo era legítima cuando la ejercían los responsables públicos. Luego se humanizaron los castigos y ya no hizo falta que hubiera proporcionalidad material entre el daño causado a la víctima y el que había que infligir al dañador pero nunca cambió el brazo decisor y ejecutor que siempre fue el jefe, el monarca, el emperador o, en palabras más actuales, los poderes públicos. Es además este pensamiento una convicción común dominante que ha regido con la mayor firmeza la organización social. Y no trata de defender lo contrario sino de hacer dos puntualizaciones. Una es la permanente vinculación con el poder que tiene la administración de la justicia, la reparación del daño cometido. Y resulta cuando menos sorprendente esta fijación cultural que siempre ha sido implacable en el acoso y el hostigamiento de la venganza. La lectura, por ejemplo, del código de Hammurabí (en el siglo XVIII a. C.) resulta en este sentido abrumadora y extremadamente dura. La otra es el asunto de las víctimas, con todos los elementos subjetivos y personales que implica esta situación, a las que se les exige el doble esfuerzo de sufrir el quebranto y de permitir que sea alguien ajeno quien en su nombre busque la compensación. La vigencia pública, por ejemplo, de las víctimas de ETA, sometidas a tantos vaivenes ideológicos, políticos y sociales, exige más de una reparación solidaria. Este planteamiento universal sin duda racionaliza y legitima la justicia pero margina el sentimiento de las víctimas y acaso confunde perdón y renuncia. Y es un ejercicio permanente de opción entre el dolor y la razón. Siempre que el perjuicio sea real, a las víctimas se le ha dado un trato cuando menos escasamente indulgente. Por eso el que esto sea y tenga que ser así no exime que de vez en cuando alguien se acuerde de los sentimientos de quienes, sin buscarlo, tienen difícil la salida. En el permanente enfrentamiento entre la vida afectiva y la razón siempre se ha optado por ésta última, olvidando que también la afectividad es racional. Tal vez por todo esto a la reivindicación le han salido tantos defensores. Y es por lo que Borges se vio obligado a decir aquello de que no hay otra venganza que el olvido. Publicado el día 15 de octubre de 1999


13.- El pronóstico del Faraón Al decir de las leyendas y mitos antiguos, la escritura fue inventada por el dios egipcio Theuth. Cuenta el filósofo griego Platón que este dios fue el primero que descubrió el número y el cálculo y la geometría y hasta el juego de damas y el de dados. Pero sobre todo las letras, la escritura. Y es el caso que cuando Theuth se lo contó al faraón con el propósito de que éste se lo enseñara a todo su reino, argumentando que haría a los egipcios más sabios y más memoriosos pues se ha inventado, le decía, como un fármaco de la memoria y la sabiduría, el mandatario egipcio mostró su desacuerdo con este artilugio porque, según dijo, al contrario de la opinión del dios la escritura lo que producirá es olvido en las almas de quienes la aprendan al descuidar la memoria ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo a través de los caracteres ajenos a ellas, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos. Es decir, que, a diferencia de lo que pretendía el dios al inventar la escritura, al faraón le pareció que el escribir los pensamientos, los deseos y los conocimientos iba a ser perjudicial para el hombre, le iba a fomentar el olvido y los recuerdos iban a quedar reflejados en algo exterior a él. Y no andaba errado del todo el faraón. Porque la verdad es que a pesar de la buena intención del dios al proporcionarnos un mecanismo capaz de salvar nuestras deficiencias y nuestras lagunas de memoria y recordación, la escritura ha servido a fin de cuentas como un cuadro en el que se intenta pintar nuestro mundo interior. Por eso Platón trata de dejar claro que la riqueza interior de un hombre, los valores profundos que dominan nuestra vida, malamente se pueden reflejar en un dibujo material de letras y signos. Y ésta es a fin de cuentas la experiencia de cada día cuando nos vemos incapaces de explicar con palabras habladas, y menos aun con letras escritas, algunas de las vivencias que acongojan o alegran nuestra propia vida personal o colectiva. Fantasía o realidad aparte, hace unos 5.000 años más o menos los grandes imperios del momento, los primeros de nuestra civilización, tuvieron necesidad de reflejar en algún sitio la contabilidad de los productos que se almacenaban en las dependencias públicas y así empezó la escritura. Luego los dibujos o las letras fueron perfeccionándose hasta llegar a representar palabras y conceptos abstractos. Poesía y prosa. La escritura de esta manera se convirtió, de acuerdo con los deseos del dios egipcio, en enemiga del viento y del sonido al fijar para siempre lo que ha sido alguna vez. Y hoy, después de estos miles de años, todavía sigue siendo el valor de prueba más relevante que ha creado nuestra civilización. Por eso si hoy nos visitara Theuth para ver qué ha pasado, se iría contento al ver que gracias a su generosidad, con la escritura, la especie humana ha podido sobrevivir evolutivamente. Es tanta la información que hemos ido acumulando a lo largo del tiempo que nuestra mente no hubiera podido mantenerla dentro de sí sólo desde la memoria y el recuerdo. Al fin y al cabo es el consejo de Cervantes, que algo sabía del asunto, cuando en la aventura del mono adivino asegura a través de don Quijote que el que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho. Pero si no se cumplió el pronóstico pesimista del faraón, no por eso puede quedar en el olvido su mensaje si lo interpretamos como una advertencia. Porque si hemos crecido en información, también lo hemos hecho en vida afectiva, en sentimientos y en pensamientos, es decir, en versos que sólo sirven para ser cantados. Y en eso tenía razón el egipcio. La escritura no tiene sentido en sí misma si no es como representación acordada de sonidos y palabras a las que les hemos dado una significación. Sólo es la envoltura plástica de las palabras. Lo que, como un código de honor minucioso, exige un cuidado y una atención exquisitas para que su eficacia como instrumento sea completa. (Valga este cuento como un homenaje a la ortografía de la lengua española que acaba de publicarse y que por la forma como ha sido redactada tiene vocación universal). Publicado el día 29 de octubre de 1999


14.- Los tres pies del gato Hacer discursos públicos y privados sobre la verdad, la justicia o la belleza de las cosas es sin duda un ejercicio aconsejable para la salud tanto física como mental de la gente. Proclamar a los cuatro vientos cómo de atractivos, fascinantes y sugestivos se nos presentan las encantos de la vida tiene un valor terapéutico de alto alcance porque nos cura de lo ramplón, de lo vulgar y de lo chabacano. El problema está, como es obvio, en la trágica diferencia de cómo son las cosas y de cómo nos gustaría que fuesen. Pero, como dicen los sicólogos, siempre hay que mirar el lado amable de las circunstancias con las que nos podemos topar. Desde hace mucho tiempo, sin embargo, en la literatura es tradición cantar las excelencias de una antigua, o antiquísima, edad de oro, en la que, como dice don Quijote, todo era paz, todo amistad y todo concordia, contraponiéndola a los tiempos actuales como testigos del deterioro de nuestras condiciones vitales y de nuestra manera de hacer las cosas. Por eso esta literatura nostálgica es desde luego profundamente pesimista sobre el presente y mucho más aun sobre el futuro. Y habría que iniciar y consolidar un movimiento de recuperación de los valores de hoy y, sobre todo, apoyarse en los proyectos que son la única forma de arrancar el futuro. Viene a cuento esta reflexión sobre un hecho que los que siguen de cerca la política internacional conocen bien. El caso es que en Venezuela se ha producido un singular tipo de revolución, encabezada por un militar que en el año 1992 acabó en la cárcel por intentar un golpe de Estado. Hace unos meses unas elecciones generales en ese país han votado un parlamento que está haciendo una nueva constitución en cuya redacción están interviniendo personas que por primera vez han llegado a la vida pública, con el bagaje tanto de la inocencia propia de una buena voluntad como de los deseos de arreglar los asuntos generales de una vez por todas. Y así algunos proponen que este texto incluya lo que de verdad quieren y desean los ciudadanos. Y aquí está la cuestión: que un artículo recoja el derecho de los venezolanos a ser felices. Como es sabido, las constituciones son, entre otras cosas, algo así como las reglas de juego que regulan el marco de relaciones entre la gente que vive en ese Estado. Y ocupan sus artículos en organizar la vida en común de los ciudadanos a los que se refieren sin hacer ninguna referencia a sus estados de ánimo. Por eso es este un caso singular dentro de la literatura política que merece ser considerado y analizado con cierto detenimiento. Porque si la felicidad es lo que de verdad importa a la gente por encima de todo, puede pensarse que este debería ser el objetivo primero de todas las decisiones públicas y todo lo demás no son sino zarandajas, palabras vacías de sentido. Las proclamas políticas, los discursos electorales, las normas jurídicas deberían contener en ese caso la oferta y la decisión de los responsables de la cosa pública de hacer felices a los ciudadanos y ocupar todo su tiempo en tratar de conseguir este objetivo. Es decir, ofrecer la utopía. A nadie se le oculta la dificultad técnica que supone este reconocimiento público por las características que entraña el mismo concepto de felicidad, tan sugestivo como subjetivo y tan ilusionante como personal. Pero parece que esto no ha arredrado a los constituyentes venezolanos. Jugando a la ironía, podemos imaginar cómo pueden redactar los recursos ante el Estado aquellos ciudadanos que, una vez reconocido este derecho, no acaben de alcanzarlo. Pero no debe sorprendernos esta propuesta. Al fin y al cabo todas las constituciones, también la nuestra, están llenas de utopías, cuya realización práctica sabemos que es inalcanzable. La única diferencia en esta nueva propuesta es la fórmula, que a fin de cuentas resume en una todas las aspiraciones de cada uno de los miembros de la especie humana. El lenguaje fresco y esperanzador tiene la gran ventaja de ofrecer unos horizontes amplios y generosos con los humanos. No obstante el problema de la utopía es convertirse en quimera. Soñar despiertos que todo va a ser Jauja es una de las causas más frecuentes de la frustración. Meterse en berenjenales de este tipo, además de inocencia, significa no tener el sentido de la realidad. Es como proponer la discusión de si lo que hay buscar es el tercer o el quinto pie al gato. Aceptado el frescor de esta propuesta, podemos recordar aquello que dijo A. Huxley: quizá empezará una nueva era en la que los intelectuales y las clases cultas soñarán con el modo de evitar la utopía y volver a una sociedad no utópica, que sea menos perfecta, pero más libre. Publicado el día 12 de Noviembre de 1999


15.- Sobre el sistema educativo En la isla del Caribe, que los nativos llamaban Kiskeya y nosotros La Española, (hoy Haití y la República Dominicana) cuando llegó Colón, los niños tenían encomendada una tarea social que rendía beneficios a toda la comunidad. Durante el día ocupaban su tiempo, distribuidos por entre la vegetación, en hacer el ruido suficiente para disuadir a las aves en su intento de venir a picotear las cosechas. Es decir, hacían el papel de espantapájaros. En otras culturas, por el contrario, se les entretiene, por decirlo de alguna manera, colaborando en tareas de la vida cotidiana, y en bastantes de ellas, tal vez la mayoría, haciendo el trabajo propio de una persona adulta. No son demasiadas las sociedades en las que es opinión común que los niños deben atender por encima de todo a su perfeccionamiento intelectual mediante la escuela. Como se sabe, sólo desde la implantación del Estado de Bienestar, hace unos pocos años y únicamente en los países desarrollados, la educación se ha considerado un derecho de todos, llegando a ser también un deber. Esta nueva concepción de la educación, su universalización, es la que ha dado lugar al instrumento necesario que la haga posible, que articule su viabilidad. Y esto es el sistema educativo, un aparato organizativo de una enorme complejidad por los intereses de todo tipo que implica. Intereses ideológicos, económicos, políticos, sociales tras los que de alguna manera está implicada toda la sociedad. En unos casos como usuarios y en otros como agentes productores. Cuando se habla de este asunto, es imprescindible por tanto, para tener un cierto rigor, empezar distinguiendo lo que es la educación propiamente dicha del soporte que la sustenta y de alguna manera la hace posible, que es el sistema educativo. Educación y sistema educativo. Complementarios pero diferentes. Una distinción a la que no siempre se alude pero que es obligatorio tener delante para empezar a referirse a estas cosas. Una de las cargas que soporta la educación es sin embargo el olvido permanente de la cara interna de este instrumento cuando es el que posibilita la realización de los objetivos sociales y políticos de nuestras sociedades. Parece como si acordarse de lo pedestre supusiera minusvalorar los resultados humanos de un gran ideal cuando todas las casas, y hasta los conventos y los palacios, tienen cocina. Por otra parte a la educación le sobra lenguaje edulcorante y artificioso que muchas veces acaba siendo un conjunto informe de palabras vacías sin más significado que brindis al viento. Y que puede encubrir, acaso sin pretenderlo, falta de solidez humana y antropológica. A la educación hay que acercarse sin duda desde arriba pero también, y quizá con más frecuencia, desde abajo. La educación es uno de los procedimientos de transmisión de valores pero debajo, y por citar únicamente algunos factores, hay libros de texto y editoriales, comedores escolares, cuestiones sindicales, transportes y construcciones, grandes intereses económicos que mueven cientos de miles de millones de pesetas, horarios de clase y hasta una determinada escenografía de la clase que sugiere un modelo de distribución de poder. La presencia de todo esto, que es a fin de cuentas lo que constituye el sistema educativo, está exigiendo una lectura y un discurso nuevo. Faltan también por ejemplo, estudios (algunos hay hechos) en los que se pueda apreciar con la precisión posible la incidencia que tiene en el diseño de vida personal tanto la escuela como la influencia ambiental y, sobre todo, ese conjunto ideológico que los técnicos llaman el currículo oculto, es decir, el conjunto de normas implícitas más o menos confesables que justifican, con más frecuencia de lo que parece, las decisiones que cada uno de nosotros tomamos. Es forzoso llegar a la educación desde el sistema educativo para aclarar el lenguaje patente y latente de las convicciones humanas. Porque es conveniente tener presente que, aunque ambos vectores son inseparables y no se puede citar uno de ellos olvidándose del otro, a veces plantean cuestiones que los hacen aparecer como incompatibles. Pero trabajar por el sistema educativo es una forma necesaria de hacerlo por la educación. Tener siempre presente esto evitaría sin duda muchas de las disputas que se libran en torno a la educación y que con más frecuencia de lo deseable son una excusa que encubren otras cosas. Desde una supuesta defensa de valores, la educación se convierte así de manera recurrente en campo de batalla de intereses, legítimos sin duda en muchos casos, políticos, ideológicos, sociales y, desde luego, económicos. (Sirva la excusa de estas reflexiones como un detalle de aprecio y reconocimiento a un amigo y compañero que desde el sistema educativo, desde lo pedestre de cada día, ha trabajado sabiendo el verso que dice que la virtud más eminente es hacer sencillamente lo que se tiene que hacer, y que se acaba de jubilar: Manuel Torronteras Lora). Publicado el día 26 de Noviembre de 1999


16.- ¿Oposiciones para ser político? Las oposiciones para ganar una plaza en la nómina de la política profesional son las elecciones. Hasta el momento no se ha descubierto otro procedimiento que sustituya al voto universal, libre y secreto de los ciudadanos. Sabido es que en la Grecia clásica el partido aristocrático proponía que, de la misma forma que para cualquier profesión había siempre que buscar a los mejores, para zapatero el que mejor hacía los zapatos o para guerrero el que mejor defendía la plaza sitiada, así debía hacerse en el terreno de la vida pública, que gobernasen los que estaban mejor capacitados y tenían mejores cualidades para la gestión de los asuntos públicos. El problema vino cuando no hubo manera de determinar quiénes eran los mejores. Por eso se impuso el criterio del partido democrático que entendía que los dioses habían dotado suficientemente a todos los ciudadanos para el arte de gobernar ya que esta tarea era diferente a la de cualquier otra profesión. Aunque lo había hecho de mala gana y presionado por Prometeo, a quien luego castigó con una severidad de dioses, era un regalo que Zeus había concedido a la especie humana. Desde entonces, salvo los que se eligieron a ellos mismos con un mensaje de salvación política de la humanidad, que desde luego han la mayoría de los gobernantes de la historia, en los sistemas realmente democráticos sigue vigente el criterio del partido democrático griego, es decir, es opinión común que cualquiera puede y tiene el derecho de figurar en alguna lista electoral a la espera de la opinión y la decisión de los votantes. Incluso la propuesta de introducir algún criterio cualitativo puede ser tachada de clasista. Este temor sin embargo no debe ser obstáculo para poner sobre la mesa la necesidad de avanzar en la teoría política de un perfil de político profesional, sobre todo en estos tiempos en los que este término perfil ha adquirido categoría de científico y de instrumento seguro para la eficacia de una profesión. ¿Deberían reunir algunos requisitos previos aquellos ciudadanos que desean dedicarse a tiempo completo a la gestión de los asuntos públicos?. Sin caer en los errores del partido aristocrático, ¿tendrían que pasar, antes de ofrecerse a los ciudadanos, por una especie de examen previo en el que sería condición inexcusable sacar, al menos, el aprobado?. Sería en este caso como una especie de selectividad que, una vez superada, les acreditara como capaces de ser incluidos en alguna lista electoral, una forma de requisito formal indispensable. Luego serían los partidos políticos los que les admitieran o no en sus candidaturas. Pero en este juego nadie podría presentarse a una elecciones sin ese certificado. ¿Y en qué podría consistir este examen? ¿qué se podría exigir a los aspirantes?. Naturalmente que no se trataría de conocimientos ni sería una prueba cultural. Para gestionar con eficacia los asuntos públicos no es necesario conocer la lista de los reyes godos ni las condiciones ambientales que dieron origen al Neolítico. Tampoco las últimas opiniones de Dahrendorf. Algunas de estas cosas, propias de la ciencia política, podrían servir para obtener mejor nota y clasificarse para dirigente político porque no cabe duda de que la alta especialización a que ha llegado la vida pública exige tener muchos conocimientos. Para intervenir en un debate sobre el IRPF, por ejemplo, hace falta saber mucha economía. Aquí de lo que trata, lo que se propone es otra cosa. El examen previo sería simplemente de urbanidad, es decir, de educación, lo que se ha llamado siempre de modales. De sentido común. No se trata de evitar el debate político ni la crítica dura al adversario. Tampoco de hacer blanda la discusión de los diferentes puntos de vista. La honradez política y el compromiso con los ciudadanos exige argumentar con firmeza y litigar con solidez y consistencia las diversas alternativas propuestas. Renunciar a la disputa vigorosa sería prostituir la vida pública. Pero este pensamiento no está reñido con el estilo elegante, correcto y educado. En esta hipótesis habrían de fijarse previamente los requisitos a superar antes de ejercer la vida pública, tales como cortesía, consideración y civilidad. Y desde luego socarronería, sutileza e ironía. Pero nunca mala educación. Y como los políticos de menor responsabilidad tienden naturalmente a imitar a los más notables, éstos tendrían un mayor nivel de exigencia. Un grupo de expertos seleccionaría los textos de autores clásicos en los que se podrían aprender estas virtudes. Asegura el humorista Gila en una viñeta de estos días que el juez Garzón está preparando el procesamiento de Caín, bajo la acusación de haber matado a su hermano Abel. ¿No es acaso un buen ejemplo de ejercicio de la crítica política? Publicado el día 10 de diciembre de 1999


17.- El fordismo y las Navidades Normalmente se utiliza el término fordismo para referirse a las teorías sobre la organización industrial que, en el primer tercio del siglo, propuso y practicó en su fábrica de coches Henry Ford. El fordismo consiste fundamentalmente en dos ideas básicas: la primera, darse cuenta de que la estandarización y la producción en cadena suponen un sistema más ágil y dinámico en el terreno industrial y en el mercantil. La segunda, consecuencia en parte de la anterior, es que un procedimiento así permite tal abaratamiento de la mercancía que la hace asequible a un número considerable de ciudadanos. Así, por ejemplo, el Ford-T pasó de 850 dólares en 1912 a 265 en 1922. Como decía el propio Ford, no es el mercado próspero el que hace buenos salarios sino los buenos salarios los que hacen el mercado próspero. Para muchos analistas, el fordismo que, como casi todas las ideas que han movido el mundo en sus diferentes dimensiones, no tiene por qué ser elogiado ni condenado en su totalidad, supuso el comienzo de la que después se ha llamado sociedad de consumo porque, junto a las medidas citadas, añadió otras dos que consolidaron el nuevo horizonte: la participación del personal en los beneficios aumentando la productividad y su implicación en la empresa, y, sobre todo, los créditos a largo plazo, lo que al tiempo que servía de incentivo y acicate al ciudadano le ataba de por vida como comprador. El fordismo fue en su época una auténtica revolución y contribuyó, con otras muchas ideas y propuestas, a diseñar el modelo de gestión ciudadana en el que hoy estamos inmersos por todas partes. Desde la aparición del fordismo y sus teorías hermanas, las sociedades desarrolladas viven, vivimos, se comportan y disfrutan con otras cosas, de otra manera. El fordismo, y los fordismos, han modificado las condiciones sociales, políticas y económicas de las sociedades modernas. Han alterado desde las reglas de juego sindicales hasta las expectativas y ambiciones humanas, pasando por la organización doméstica de la vida cotidiana, las relaciones familiares y, por supuesto, el modo de mercado. Y también las costumbres y modas de que nos servíamos para expresar nuestras vivencias. Pero sobre todo los ritos. Y, ya se sabe, lo que son los ritos y la importancia que tienen en nuestra vida. Formas convencionales de actuación común establecidos colectivamente que, al tiempo que nos orientan, nos obligar a hacer las cosas de una determinada manera. Los ritos nos indican lo que tenemos que hacer cuando queremos saludar a un conocido, cuando asistimos a una boda, acompañamos a un difunto o decidimos cortejar a alguien. Y son, por supuesto, los modos de celebrar las fiestas, celebraciones y ceremonias que salpican nuestra vida. Los ritos, aunque a veces puedan complicarnos un poco la vida, presentan un saldo general de suma eficacia. Pero los ritos adquieren una especial enjundia e importancia cuando lo son de totalidad, es decir, cuando llenan toda o parte de nuestra vida y ocupan todos los ámbitos de la existencia personal y social de quienes los siguen. Un ejemplo principal y significativo de esto son las Navidades, todo ese complejo de festividades, de diferente origen y significación, que estos días tenemos delante. Las Navidades son un rito de totalidad, un rito que agota, además con exclusividad (a nadie se lo ocurre cantar villancicos en verano), todas las dimensiones del tiempo histórico en el que se celebra. Las Navidades, que en otros tiempos fueron otra cosa y que al compás de las últimas décadas han transformado su ropaje, hoy se han convertido, precisamente al contrario de lo podrían y tal vez deberían ser, en el rito colectivo más insultante que la cultura occidental, sabia y poderosa y científica y civilizada y desarrollada, ha sido capaz de inventar en toda su historia. El derroche, el despilfarro, la dilapidación y el alarde de que hace exhibición y jactancia una pequeña parte del mundo, que consume casi todas las riquezas del planeta, frente a ese ochenta por ciento de desheredados que están muriendo de hambre y de sed y de sida y de infecciones y de miseria y de tristeza y de terremotos cada día y cada noche, y que desde su desesperación empujan en nuestras puertas. Porque la cuestión no es el gasto ni el detalle ni el obsequio sino la ostentación y la fanfarronería colectiva con las que nuestra sociedad está haciendo las cosas. Pero lo malo es que como ocurre con los pecados colectivos, nadie es responsable de nada. El rito se impone, se vive y se disfruta. Y hasta se justifica, lo que es su mayor perversión. Y ya está. Publicado el día 24 de diciembre de 1999


18.- Entre doce y catorce mil millones Hablando de la vida, lo normal es que veamos e interpretemos las cosas del mundo y de la naturaleza desde nuestra experiencia personal o a lo más de grupo. El comportamiento del mundo físico es un claro ejemplo. Acostumbramos a valorar los terremotos, las riadas o las lluvias excesivas, es decir las catástrofes naturales, desde una posición puramente humana. Lo mismo ocurre con las temperaturas cuando aseguramos que hace un calor o un frío como no lo ha hecho nunca y casi ni recuerdan los más viejos del lugar. Por eso en nuestras cuentas sólo incluimos los datos que nos trae nuestra memoria o, a lo más, la de aquellos que están cerca de nosotros. Y es lógica esta circunstancia porque estamos absorbidos por las tareas de cada día y apenas tenemos tiempo ni ganas de mirar más allá de lo que tenemos delante. A fin de cuentas lo que nos importa e interesa es nuestra propia vida, nuestra vivencia cercana. Pero la naturaleza y el mundo funcionan de otra manera, con otros ritmos muy diferentes de los de los humanos. Los dos mil años de la cultura occidental apenas son una gota de agua frente a los millones, o miles de millones, de años en la evolución de este universo. Nuestras cuentas, los balances que hace nuestra especie, son una fruslería y una menudencia si los comparamos con las magnitudes del cosmos que casualmente es el escenario en el que vivimos. Con este ejercicio seremos más ponderados a la hora de opinar sobre el comportamiento de la naturaleza, más precavidos para darnos cuenta de los estafadores de pronósticos y también más conocedores de cuál es el sitio de la especie humana. Valgan para este propósito un par de ejemplos que se encuentran en los manuales al uso o en libros suficientemente conocidos como los que han publicado los autores del Proyecto Atapuerca. El primero lo podemos referir al suelo que tenemos bajo nuestros pies y que nos sustenta. Y así es algo fuera de toda duda, según afirman los geólogos, que los océanos nacen, evolucionan y mueren, que los continentes viajan, se desplazan y chocan entre sí en un continuo devenir. Por citar algún caso concreto, aseguran que en un plazo cósmico relativamente cercano el continente africano se va a partir en dos, apareciendo el que ya llaman mar africano. También que, por dos veces al menos, la última hace algo más de doscientos millones de años, se ha producido en el planeta lo que se llama una pangea, es decir, una situación en la que todas las tierras han estado juntas, formando un solo continente. Y hablando de temperaturas, hay que hacer las cuentas cuando menos por siglos. Por ejemplo, se pueden citar cosas como que, prescindiendo de la tendencia general de enfriamiento del planeta y la disminución de las precipitaciones, si sólo nos atenemos a los últimos cientos de miles de años y a lo que ahora es Europa, ha habido hasta cuatro períodos glaciares, apoderándose el hielo de casi todo el territorio hasta el punto de que los renos llegaron a Granada. Y que desde hace unos diez mil años estamos en una época que llaman interglacial, es decir, en la que los hielos se han retirado hacia el norte y se ha dulcificado la temperatura. También en referencia a ciclos de menor entidad, que la Edad Media se caracterizó por ser cálida y que desde hace algo más de un siglo estamos saliendo de un momento frío que comenzó en el siglo XV y permitía andar en Londres sobre el río Támesis que estaba permanentemente helado. ¿Hay alguna razón para que estos ritmos naturales no se repitan?. De entre los doce o catorce mil millones de años que al menos tiene de edad este universo, nuestra especie humana, a la que pertenecemos nosotros, (que llaman de cromañón o sapiens sapiens) sólo tiene unos cincuenta mil años. Que lo que, con más o menos exactitud llamamos civilización, no empezó como mucho hasta hace diez mil años cuando se descubrió la agricultura y la ganadería, en la que fue posiblemente la más grande revolución que hemos hecho los humanos, llamada el Neolítico.

Publicado el día 7 de enero de 2000


19.- Los necesarios geólogos El pasado viernes estaba previsto que apareciera publicado un artículo cuyo título (Entre doce y catorce mil millones) sólo pretendía poner un leve contrapunto al recuento de años que estamos haciendo con aquello del dos mil de nuestra era en la cultura occidental. Y hacer ver cómo esta cifra queda absolutamente ridícula si empezamos a compararla con otros datos como los que nos ofrecen los geólogos (sobre el origen de este universo o el Big Bang, del Sistema Solar y de nuestro planeta, y de la vida en La Tierra, que se mueven en miles de millones de años) y los paleontólogos (sobre nuestros antepasados más cercanos como los primeros homínidos o los primeros homo, que se mueven en millones de años). El asunto no tenía más interés que ofrecer un apunte y una excusa para la reflexión en torno al que quizá sea el gran problema, la gran cuestión que tiene por solventar nuestra especie humana que es la de saber cuál es su puesto en el cosmos, en el mundo, ya que, de aclararse si fuera posible esta cuestión, tendríamos resueltas las incertidumbres y perplejidades que nos acucian constantemente. Si realmente supiéramos lo que pintamos en el universo, nos sería más fácil orientar nuestra actividad y nuestra conducta social, política, ética y científica, por citar algunas dimensiones del proyecto colectivo que hacemos entre todos. Pero resulta que no es en absoluto fácil esta cuestión. Incluso ni siquiera dentro de la Tierra o de la nave espacial Tierra sin base de aprovisionamiento, como gustan llamar algunos científicos a nuestro planeta, tenemos claras las cosas. Y no sólo por lo que en el pasado nos contó Galileo (que no somos el centro del universo), o Darwin (que procedemos de un tronco común con algunos primates) o Freud (que en nuestra vida hay muchas y muy importantes motivaciones inconscientes). Tampoco tenemos seguridad en el futuro, como está advirtiendo tanta gente alarmada con el escaso miramiento con que estamos tratando la naturaleza que es a fin de cuentas nuestra casa, nuestro hábitat. Precisamente sobre esto circula una hipótesis científica y filosófica muy sugerente, aunque de resultados nefastos si se cumple el pronóstico, que dice que esta nave espacial se comporta como un organismo vivo que, como ocurre habitualmente, expulsa a todos los agentes que molestan en exceso. Y como nuestra especie ya está dando demasiada lata, en cualquier momento se va a deshacer de nosotros para que no fastidiemos más. Un virus incontrolable, resultado de nuestra inconsciencia o nuestro atrevimiento, podría ser un procedimiento sencillo pero terminante. A esta teoría se le llama la hipótesis gaia. Vistas así las cosas, nuestro puesto en el cosmos como especie apenas está claro. No hemos ganado una oposición cósmica para tener un puesto seguro y definitivo. Pero si nos pasamos al terreno de la vida práctica, donde sí nos puede dar la impresión de que ahí estamos más firmes, también hemos de estar avisados y precavidos porque, aparte de la vengativa hipótesis gaia, nuestro progreso (que sin duda es espectacular y espléndido) es en el fondo nuestra propia cárcel. El lenguaje, la ciencia y la técnica nos han enseñoreado sobre el mundo y nos han hecho atribuirnos el calificativo de especie elegida. Pero estos mismos recursos nos acaban haciendo sus víctimas y sus esclavos. Es la contradicción que siempre acompaño a lo humano. Un ejemplo tonto y casi infantil de todo esto han sido los avatares del artículo que sobre este tema tenía que haber salido el viernes pasado. El ordenador no sólo repitió unas líneas sino que suprimió el párrafo final con lo que dejaba de tener sentido la reflexión propuesta. Y no permitió que el lector interesado pudiera detenerse un momento a pensar en la pequeñez de nuestra especie. El párrafo en cuestión decía: Para orientarnos en la vida, para buscar la manera de situarnos, utilizamos los servicios de muchos profesionales. Pero tal vez, como aquellos líderes antiguos que llevaban siempre detrás a un personaje que le iba recordando permanentemente sus limitaciones y su calidad de mortal, ahora, cuando la ciencia nos puede aportar suficientes conocimientos fundamentados, sería interesante que siempre tuviéramos cerca un geólogo y un paleontólogo para que nos recuerden esta historia vieja y nos ayuden a situarnos en el contexto de este universo al que pertenecemos. De esta manera, ensanchando horizontes, seríamos capaces de aprender su majestuosidad y magnificencia y que somos una especie minúscula, tal vez en trance de desaparición muy próxima por nuestros propios errores. Y esto a lo mejor nos sirve de algo.


20.- Una teoría de la estupidez Hace casi diez años se publicó un libro de esos que bajo la apariencia y el disfraz del humor, la broma y la chanza encierran un mensaje profundo, certero y, sobre todo, grave en torno a las cualidades y defectos de la especie humana. El libro, que tuvo bastante éxito editorial y fue muy conocido y leído, se titula Allegro ma non tropo y su autor es un italiano llamado Carlo M. Cipolla. Según el autor los seres humanos pueden clasificarse en cuatro grupos o categorías de acuerdo a la actitud y las formas que tienen en su vida. La primera clase la constituyen los buenos, aquellas personas que se hacen bien a sí mismos y también a los demás; siguen los incautos que son quienes, creyendo que se ayudan a sí mismos, en el fondo lo que consiguen es favorecer a los demás; forman el tercer grupo los malos, que logran estupendos beneficios a costa de los demás; y, por último, están los estúpidos que son los que, hagan lo que hagan, sólo acarrean perjuicios tanto a sí mismos como a los demás. Por supuesto estas categorías son también una posición moral. Por su parte, el diccionario define la estupidez como la torpeza en comprender las cosas y estúpido como necio o falto de inteligencia. Los sicólogos, por ejemplo, sicólogos utilizan el término estupidez para describir una de las cualidades de los instintos. Dicen que este tipo de comportamiento puede calificarse de este modo porque desconoce el fin con el que se hace, es decir, que cuando hablamos de que una especie viva se comporta de manera instintiva, lo que estamos tratando de explicar es que actúa como de manera mecánica, sin ninguna pista de lo que está haciendo. Y Oscar Wilde, por acabar esta retahíla con una cita ya clásica, asegura que no hay otro pecado que la estupidez. Es verdad que en el lenguaje ordinario la palabra estupidez encierra unos matices algo distintos al uso que de este término se hace en los ámbitos más técnicos pero una y otra utilización coinciden en lo fundamental. Podemos llamar estupidez a la cualidad que tienen algunas personas o grupos que desde la más absoluta ignorancia de lo que piensan, dicen o hacen, acaban haciendo daño tanto a sí mismos como a los demás que tienen la desgracia de encontrarse en su camino. Ser estúpido supone por tanto dos cosas: la primera, la carencia absoluta de fundamentación teórica de lo que se hace, la ausencia de legitimación doctrina de sus actos. Y la segunda incluye los efectos perversos que causan en el prójimo. No cabe duda de que, como en tantas cosas de la vida, la estupidez tiene grados, no hay un único tipo de estupidez. Esta habilidad humana, por cierto no fácil de conseguir en sus últimos niveles, puede ser clasificada en cantidad y cualidad. En el primer parámetro depende tanto de la intensidad de sus razones como del perjuicio (mayor, medio o máximo) causado a sus víctimas. Los aspectos cualitativos vienen marcados por el tipo de argumentación y modalidad del daño causado. No es ninguna broma la teoría sobre la estupidez cuando se habla de ella en sus grados mayores. En lo cotidiano, en lo menor, todos tenemos algún ramalazo que hasta puede ser simpático pero cuando hablamos de una estupidez del grado máximo la cosa se vuelve trágica y molesta. Especialmente grave. En ese caso hay que olvidar la chanza y tentarse bien la ropa. Cuando la estupidez llega a su nivel más alto, la tierra retumba, los cielos se abren y todo peligra. La máxima estupidez es la gran tragedia humana. Esto es lo que pasa y está pasando con ETA. Porque lo más espeluznante es que su existencia y sus acciones desbordan hasta lo increíble el vaso las dos dimensiones de la estupidez. Existir y matar para que el pueblo (vasco) pueda decidir su destino es la frase más poco inteligente, más poco científica y más poco sabia que puede decirse. Con la historia en la mano no existe el pueblo vasco tal como lo definen ni tiene sentido alguno eso del destino. Decía Machado que el casca-nueces-vacío / Colón de cien vanidades / vive de supercherías / que vende como verdades. Lo de ETA es humo, aire, vacío, nada. Es pavoroso y espantoso al mismo tiempo. Es querer simplemente por empeñarse. Y en cuanto a la otra dimensión de la estupidez, en cuanto a sus víctimas ¿qué se puede decir? Al final es simplemente un problema de cultura, o mejor, de incultura, que se comprueba oyendo a algunos de sus defensores ideológicos. Escuchar de una sesuda mente que el problema de la autonomía es que parece como regalada pone el vello de punta. Publicado el día 28 de enero de 2000


21.- Los papalagi La experiencia de una casa de cristal que se está haciendo en Chile viene acaparando páginas y reportajes de los medios de comunicación, no sólo allí, donde ha desplazado a un segundo plano el caso Pinochet según aseguran corresponsales de ese país, sino en bastantes otros lugares del mundo. "Se trata, dicen las crónicas de El País, de una vivienda de cristal emplazada en un solar, dentro de la cual una joven realiza, a la vista de todo el mundo, las actividades cotidianas de un hogar. ¡Todas! Es decir, a las siete de la mañana duerme plácidamente. Luego suena el despertador, se despereza, se levanta, va al baño, orina, se mira al espejo, sigue desperezándose, se lava los dientes, se quita la ropa, se da un baño, se seca, se viste y sale a la calle. Por la tarde regresa a la casa, un día toma café con unos amigos, otro día juega en la piscina con dos niños, prepara la cena, se desmaquilla y se acuesta. Todo absolutamente normal, pero a la vista del público". El propósito de este ejercicio, que forma parte de un proyecto del Ministerio de Educación de Chile y la Universidad Católica, al margen de lo que supone de espectáculo para los que pasean por la calle, pretende plantear una reflexión sobre los límites entre lo público y lo privado. Un tema que es de extrema relevancia en el marco cultural de la vida moderna. Porque la historia de la especie humana, desde que la modernidad fue adueñándose de las claves de la cultura, es un proceso continuo y progresivo de búsqueda de lo privado, de la privatización. Poco a poco el perfil de la persona, de cada uno, ha ido indagando y de la misma forma creando cada vez más rincones en los que guarnecerse de los demás, en los que esconder retazos de la vida personal. Nunca como ahora en la vida humana se ha profundizado más en el desarrollo de lo privado como contrapuesto a lo público, a lo de todos. El proceso de socialización que nuestra cultura viene diseñando de unos siglos atrás arranca de una convivencia compartida hasta un nivel en el que la privacidad se convierte en un valor al uso. Y de ahí en un derecho y por tanto en un estilo de vida. Ortega y Gasset decía que la historia de Europa ha sido hasta ahora una educación y fomento de la individualidad. Se había propuesto que la vida tomase cada vez con mayor intensidad la forma individual. Pero no siempre fue así. Es sabido que los estilos de vida de nuestros antepasados estaban enmarcados de otra manera, que los antiguos no tenían la misma percepción de cómo debe desarrollarse la vida humana. Por eso apenas había rincones privados y el destino era común las más de las veces. No están claras las razones por las que la evolución ha marchado por el camino de ampliar cada vez más el número de las cosas que se han de hacer a solas aunque los catastrofistas en seguida puedan decir que el castigo a esa bellaquería haya sido la soledad a que está sometido el hombre de hoy. Sean cualesquiera las consecuencias de esta dirección evolutiva, la verdad es que desde la vida en común en una cueva o en una tienda hasta la ciudad moderna hay un trecho demasiado largo con señaladas resultas sicológicas y sociales. En esta carrera de búsqueda y profundización de la individualidad, especialmente del hombre blanco, ha repercutido incluso el soporte vital y el espacio físico en el que se desarrollaba la vida de cada persona tenía otros límites más compartidos. Y a lo mejor por eso el urbanismo, no conviene olvidarlo, es a fin de cuentas una posición filosófica e ideológica. Los papalagi es un librito muy conocido en algunos círculos docentes en el que se transcriben adaptadas al lenguaje occidental las opiniones que sobre los hombres blancos (los papalagi) dio a comienzos del siglo un jefe del Pacífico Sur que viajó por bastantes países de Europa. De vuelta a su país les contó a sus paisanos que los papalagi "viven como los crustáceos, en sus casas de hormigón. Viven entre las piedras, del mismo modo que un ciempiés, viven dentro de las grietas de la lava. Hay piedras sobre él, alrededor de él y bajo él. Su cabaña parece una canasta de piedra. Un canasta con agujeros y dividida en cubículos". Y opina que los papalagi "tienen una manera extrañamente confusa de pensar. Siempre se están devanando los sesos para sacar mayores provechos y bienes de la cosas y su consideración no es por humanidad sino sólo por el interés de una simple persona y esa persona son ellos mismos. Publicado el día 11 de febrero de 2000


22.- Las recetas de la vida Toda la gente sabe que las dos guías o asesoramientos que tutelan y organizan nuestra vida son tanto la experiencia colectiva recibida a través de lo que se llama el patrimonio cultural acumulado a través de los siglos como la propia experiencia almacenada en los años que llevamos a cuestas. Ambas informaciones, a veces incluso contradictorias, nos suministran los datos con que poder valernos en las diversas situaciones que nos surgen y forman el mecanismo de defensa para sobrevivir. De ambas fuentes, de lo que han vivido los demás y de lo que hemos vivido nosotros, extraemos la información necesaria para no sólo para las grandes empresas sino también, y sobre todo, para lo cotidiano, para lo vulgar, lo de cada día. Y la verdad es que, como dicen algunos filósofos, nuestra realidad de cada día, nuestra existencia cotidiana no es sino un mundo de recetas, de soluciones caseras, de rutinas, de hábitos y de costumbres que permiten resolver los problemas con que nos topamos a cada paso. Y a todo ese mundo se le llama el sentido común porque es, o al menos así nos lo parece, compartido con todos aquellos con los que la vida nos hace rozarnos. Bastante complicado sería que cada uno tuviese que inventarse a cada paso las soluciones a todas las dificultades que la vida nos pone delante porque esa circunstancia hubiera acabado hace mucho tiempo con la especie humana. Esas recetan nos orientan y nos aclaran cosas tan elementales como que cuando nos duelen las muelas hemos de ir al dentista y no al electricista o que cuando el coche se queda sin batería no arreglaríamos el desaguisado si buscamos un abogado, un profesor de filosofía o un zapatero. El problema viene cuando aparece una situación no prevista ni esperada, cuando la pregunta que nos hace la vida no tiene una respuesta experimentada con anterioridad y que no está en nuestro recetario. Es entonces cuando hay que apuntarse a la aventura con el riesgo de equivocarse o de no acertar con el remedio. Los sicólogos dicen que es en esa circunstancia en la que se adivina la inteligencia, una cualidad elemental para la supervivencia, que no es otra cosa que saber resolver mediante relaciones con experiencias similares la nueva y desconocida cuestión planteada. Las crónicas aseguran a este respecto que donde se dan con más frecuencia estas ocasiones inesperadas no es en el terreno de la mecánica de cada día sino que, por el contrario, es en el ámbito de los sentimientos, de lo que se llama la vida afectiva, las emociones y las pasiones, donde se producen las situaciones más enmarañadas y confusas. Es en el terreno resbaladizo de las relaciones emotivas en el que se dan las preguntas no gastadas. Por eso son tan complicadas las relaciones humanas. Porque cuando a uno se le presenta la ocasión nueva y no sabe cómo conducirse en ella, echa mano de la libreta de recetas y es entonces cuando advierte que aquí no hay repuesta a la situación dada. Decía Baltasar Gracián, hablando de las reglas para obrar y hablar, que más vale un grano de buen sentido que montañas de inteligencia ya que de esta manera se satisface a los prudentes, cuya aprobación es la piedra de toque de los aciertos. Y no parece mala observación ésta en cuestiones de recetas para vivir porque a fin de cuentas no sea que ocurra como en la vieja y conocida fábula de Esopo de las dos alforjas. En ella el autor cuenta que cuando Prometeo modeló a los hombres colgó de ellos dos alforjas, la de los males ajenos y la de lo propios pero de manera que a la primera la puso delante y a la otra, la que hace referencia a los asuntos propios, detrás. Y es por eso que los hombres ven en seguida los males ajenos pero no reparan en los propios, de donde deduce el propio Esopo que uno podría servirse de esta fábula contra un intrigante que, ciego ante sus propios asuntos, se preocupa de los que no le interesan en absoluto. Resolver las cuestiones de la vida mediante recetas es un procedimiento natural, de sentido común, que resulta, además de útil, imprescindible y necesario. Lo es para la propia persona pero también para su relación con los demás. Pero como las recetas no resuelven todas las situaciones, también acaba siendo forzoso e indispensable aplicar el buen sentido a las consideraciones de tipo general que orientan la convivencia y que son las que interesan al conjunto de la gente. Y el hecho de una campaña ante unas elecciones es una buena situación para hacer reflexiones de este tipo. Publicado el día 25 de febrero de 2000


23.- Un pueblo de demonios Uno de los más grandes filósofos de la historia, llamado Manuel Kant, había planteado hace algo más de doscientos años la idea de que la convivencia pública a través de instituciones como el Estado es no sólo necesaria sino hasta imprescindible, incluso para un pueblo de demonios. Y Adela Cortina, catedrática de Ética de la Universidad de Valencia, ha retomado esta reflexión en un libro publicado hace un par de años y titulado precisamente Hasta un pueblo de demonios. El asunto que plantean ambos filósofos con la referencia diablesca está en que hasta un pueblo de demonios, hasta un conjunto de seres sin ninguna sensibilidad ética, se daría cuenta de la necesidad de una moral pública, de un acuerdo o contrato colectivo como única forma de sobrevivir. Que hasta un grupo de ese tipo, de los más malvados del mundo, siempre que por supuesto posean inteligencia, comprenden que la única manera de no destrozarse matándose unos a otros es llegar a un pacto de respeto mutuo y unas normas que regulen las relaciones comunes. Lo que en otros términos se llama una moral pública. La ética, dice Adela Cortina, es necesaria en las organizaciones no sólo para vivir bien sino, incluso, para sobrevivir. Desde esta perspectiva únicamente interesada (sin que el término interés tenga ninguna significación peyorativa en el sentido que dicen los expertos cuando se refieren a los intereses vitales de cada especie natural) y prescindiendo del imperativo ético como ideal de perfección, resulta indispensable e ineludible que se mantengan las reglas de juego de la convivencia como único procedimiento eficaz para asegurarnos cada ciudadano, y todos de manera colectiva, la supervivencia. De otra manera, si las cosas se desorganizan y se rompe el pacto de no agresión que la sociedad ha firmado, cada uno corre el riesgo de no poder garantizarse siquiera la existencia. Es como decir que la razón que impide poder matar al vecino es que, como cuentan las películas del Oeste americano, uno nunca sabe quién va a ser más rápido a la hora de desenfundar las armas, y en esa circunstancia parece lo más prudente y más sensato acordar que nadie esté legitimado para sacar la pistola. Pero de este riesgo parece que hay mucha gente que no se ha dado cuenta. Da la impresión de que, aunque sea sólo un imperativo práctico de supervivencia, bastantes ciudadanos no son conscientes del peligro que corremos como colectividad si se quiebran los andamiajes que sostienen el sistema. Quienes no votan por dejadez o despreocupación están actuando como instrumentos eficaces de la ruptura del pacto que la modernidad supuso como base de la convivencia civil. Otra cosa es abstenerse de participar argumentando razones de ineficacia del sistema, desacuerdo con su funcionamiento o esperanza de que las cosas algún día puedan ir mejor. Pero cuando se hace por responsabilidad, supuesta responsabilidad, se puede estar cayendo en lo que Sartre denunció hace bastantes años cuando escribió Las manos sucias, un alegato terrible contra la renuncia al compromiso político desde la posición de una autenticidad e integridad ideal y perfecta. Como si uno no fuera de este mundo, un mundo perverso, cruel, manchado y despreciable, un mundo de sombras chinescas que sólo ampara la maldad y la suciedad. Esperar que los demás, llámense partidos, colectivos o líderes, sean perfectos para implicarse en el juego democrático es un ejercicio de autoestima que tal vez, deseando ser sublime, puede resultar ridículo sobre todo si uno analiza los estudios sociológicos que muestran con cierta evidencia que abstenerse es una forma contable de votar. Moverse en un contexto de argumentos éticos para no participar es una excusa demasiado elemental y poco consistente desde el punto de vista teórico. Y es exigir que los demás, que son los malos, arreglen el mundo sin haber cooperado en ningún caso en azuzar o acelerar esa mejora. . Otra cosa muy diferente es lo que se vote. Porque se puede provocar un voto nulo con cualquier procedimiento sencillo o, simplemente, hacerlo en blanco pero renunciar a ello es una mala escuela de ciudadanía y un posicionamiento social de escasos valores públicos. A veces la razones grandilocuentes son menos eficaces que el uso espontáneo del sentido común. Y hablando del asunto del pueblo de demonios, puede valer el refrán que aconseja al que tiene el tejado de vidrio que se cuide de tirar piedras al de su vecino. Por lo que pueda ocurrir.

Publicado el día 10 de marzo de 2000


24.- Por ejemplo, Zoveco y Adsam En estos tiempos, a veces tan denostados de una manera injusta y poco reflexiva, hay bastante gente realmente preocupada por aquellos sectores de la sociedad que viven al margen tanto de los beneficios sociales como de los valores dominantes. Lo están desde luego las instituciones públicas pero, a través de lo que se ha dado en denominar de manera genérica como O.N.G., la iniciativa privada ha tomado el liderazgo en la búsqueda de fórmulas que permitan resolver esta lacerante situación. Muchos problemas teóricos plantea sin duda la búsqueda de este camino. Y no son baldías las cuestiones sobre el neoliberalismo, el fin de la historia, el Estado de Bienestar o la llamada rebelión de los ricos, asuntos que definen el marco conceptual de nuestros días. Especialmente es objeto de debate el concepto de discriminación positiva, es decir, hasta qué punto y en qué condiciones debe favorecerse a los grupos sociales que se enfrentan a la vida con un escaso, o nulo, bagaje de recursos intelectuales, económicos o morales. Pero estas discusiones teóricas, cuya legitimidad es indiscutible, no pueden ser impedimento para que se lleve a cabo una praxis de soluciones reales. Ante los hechos reales tiene que ejercerse una acción social irrenunciable que resuelva en lo posible los orígenes injustos que soportan estos grupo sociales, en especial los jóvenes denominados de alto riesgo social que sin duda no sólo no son culpables de lo que les pasa sino víctimas de pecados sociales colectivos. Estas urgencias no deben justificar improvisaciones cuyos resultados puedan resultar más aparatosos que estructurales. A estos jóvenes, a quienes la vida no les ha ofrecido sino marginación, soledad, hambre y arrinconamiento, hay que ofrecerles un proyecto educativo integral. Ese fue el planteamiento que A.D.S.A.M. hizo como proyecto social y educativo cuando hace unos veinte años empezó su trabajo. Los miembros de esta asociación tuvieron claro desde el principio que si no se cerraba y completaba el arco de la formación de los jóvenes acogidos a su proyecto a través de su inserción laboral, los esfuerzos hechos previamente podrían acabar, como tantas otras veces venía ocurriendo, en el vacío, en un discurso academicista estéril. Un diseño formativo tenía que incluir y terminar en la inmersión en el mundo del trabajo. Y así nació ZOVECO S.L., (Zonas Verdes Cordobesas), la primera empresa de inserción laboral que aparecía en Córdoba hace casi veinte años. Se trataba de finalizar la tarea educativa, ofreciendo a los jóvenes desfavorecidos que se habían enganchado al proyecto de A.D.S.A.M. una primera experiencia laboral que los capacitase definitivamente para dar el salto al mundo del trabajo en igualdad de condiciones al resto de los ciudadanos. ZOVECO S.L. es, por tanto, un instrumento educativo pero con una singularidad específica que le viene dada por decisión propia. Es una empresa de Inserción Laboral, es decir, una empresa como las demás pero cuyos fines son únicamente educativos y sociales. Porque, para que el proceso sea verdaderamente eficaz, no puede ser una simulación, hacer como que se funciona como empresa, sino que ha de actuar como tal. Tiene que buscar su autofinanciación para poder subsistir en el mercado pero teniendo siempre presente que su objetivo social es la inserción socio-laboral de los trabajadores que provengan de situaciones de exclusión, mediante procesos personalizados y asistidos de formación y trabajo. La economía social en general y las empresas de inserción en particular son un fenómeno social emergente en Europa que se ha demostrado válido en la lucha contra la exclusión social. Así en Andalucía A.D.S.A.M. y ZOVECO han participado de este movimiento favoreciendo la creación de la Asociación Andaluza de Empresas de Inserción de la que forma parte. A.D.S.A.M. (Asociación para la defensa social de adolescentes y menores) nace, y así consta no sólo en los papeles sino en su memoria histórica, en 1981 como resultado de la iniciativa de un grupo de profesionales de la educación que trabajan en relación directa con jóvenes que viven en barrios socialmente difíciles. Como entidad de carácter social sin ánimo de lucro, fue declarada por el Consejo de Ministros de Utilidad Pública en 1985. Y en su currículo tiene la satisfacción de haber sido galardonada con el nombramiento de Cordobés del Año en el apartado de Valores Humanos por el Diario Córdoba, en 1985. A.D.S.A.M. y ZOVECO son materialmente la misma organización. La separación jurídico-formal se debe a la necesidad de aumentar las posibilidades laborales de los jóvenes a quienes atiende.


25.- Por ejemplo, la espina Aunque a algún observador poco atento le pudiera parecer lo contrario, la Semana Santa, junto a su sentido global, tiene la virtualidad de ofrecer también un amontonamiento explosivo y complejo de variadas situaciones y vivencias. Múltiples perspectivas que, juntas, ofrecen una imagen cargada a la vez de ruidos y silencios. Son como direcciones de un mismo sitio a los que uno puede acudir, emociones diferentes de un único amor o versiones distintas de un mismo discurso y una igual lectura. Por eso es doctrina común que hay, mezcladas entre sí, muchas semanas santas. La ganancia está en acertar la enjundia que cada una encierra, el secreto que guarda. Porque de otro modo o no se entiende nada o sólo caben percepciones ilustradas que a fin de cuentas únicamente sirven como los jarrones que están llenos de flores de tela. Pero no hay que confundir el ruido con las nueces. En la búsqueda de estas perspectivas o se está sabiamente orientado o hay que intuir qué es lo que hay que encontrar para saber antes a dónde han de dirigirse. Porque unos son los reclamos de lo que se ve y otra cosa los rincones de lo que se vive, los recodos del alma. Y el intríngulis está en el misterio que encierra cada uno de estos. Un ejemplo, desde luego privilegiado, de estos rincones son las corporaciones bíblicas de Puente Genil. Algo más de sesenta agrupaciones que rememoran y escenifican personajes, valores y situaciones que aparecen en la Biblia y en torno a las cuales se agrupan desde el estudio, el recuerdo y la vivencia. Y que tras las figuras, que vienen a ser como su imagen corporativa o su punto de encuentro, recrean un espíritu de hermanamiento que a fin de cuentas es el que les identifica y les confiere su sitio y su rincón (el misterio y el secreto de su rincón) en el mundo manantero. Como dice una letra de Manuel Reina, "es ayudar al humilde / es servir a cada hermano / es abrir tu corazón / en cada apretón de manos". Los hermanos de las corporaciones bíblicas viven dentro de ellas un mundo singular y único, de diseño irrepetible, como le pasa a cualquier vivencia significativa, y por ello de imposible traducción. Si cualquier experiencia humana, especialmente cuando es colectiva, es de trabajosa interpretación, (y ahí están los complejos sistemas que utilizan los antropólogos) la dificultad se agranda cuando ésta es de totalidad, cualidad de alguna manera aplicable a la idiosincrasia cuartelera. Por ello perduran tantos equívocos y tantos lugares comunes porque siempre hay alguien, por lo general bienintencionado, buscando palabras que, como dice un poeta andaluz de nuestro siglo, sólo distraen de lo que se es. No les gusta, bien es verdad, que se hable mucho de ellos y por lo general son gente que rehuye cualquier tipo de protagonismo por prudencia, cordura y discreción. Sin embargo son estas personas y estas gentes de las que hay que ocuparse, de las que hay que hablar y a las que es necesario referirse. Porque sería ilegítimo, incluso por eso, no dejar constancia de su presencia y su relevancia no sólo en Semana Santa, como a primera vista pudiera entenderse, sino a través de todo el año. Las corporaciones bíblicas no son flor de una semana sino testimonio de doce meses. Una de esas corporaciones es La Espina, que rememora y escenifica dos momentos clave de la historia del pueblo judío: El compromiso de Yahvéh con Abraham, Isaac y Jacob, y el encargo a Moisés, y luego a Aarón y a Josué, de que lleven a ese pueblo desde Egipto a la Tierra Prometida. La Espina es una más desde luego, pero, como cada una, con su singularidad y con su estilo. Que hablar de una es hacerlo de todas y elogiar a una es hacerlo al mismo tiempo a todas. Otra cosa es que en esa riqueza, monocolor por una parte pero dispersa por otro, cada uno encuentre la horma de su zapato. Y lo importante ha sido en este encuentro con La Espina, por una parte, haber hallado el sitio que uno busca, el rincón específico que antes se percibía sólo en abstracto. Y después, por otra, haber tenido la suerte de que le ocurra lo que a aquel personaje literario que, comparando el trato que recibía de dos ciudades, en una de las cuales, la A, le hacían honores y le invitaban a la mesa y en la otra, la B, lo querían y lo llevaban a la cocina, decía: prefiero la ciudad B. Porque, como dice un proverbio árabe, "el pájaro tiene su nido; la araña, su tela; y el hombre, su amistad". En este caso en La Espina, en la cocina de La Espina. Publicado el sábado (santo) día 22 de Abril en provincias, con el título de “Las corporaciones bíblicas, un mundo singular y único”.


26.- Los presuntos "Desconozco lo que me está pasando últimamente. Pero de un tiempo acá he visto o me he enterado de muchas cosas. Por citar algunos casos más significativos, he descubierto que un vecino de la calle de más abajo resulta que se comporta muy mal con toda su familia hasta el punto de que abusa tanto de su mujer como de sus hijos de una forma tan lamentable y lastimosa que debería ser castigado severamente. Asimismo he sabido de buena tinta que una amiga mía es una estafadora empedernida y anda dando sablazos a todo el que se pone a tiro de su osadía y su atrevimiento. Y también que un compañero es un adúltero y otro un alcohólico aunque no se le note." "Y se otras muchas historias por el estilo que desde luego pienso ir contando con todo detalle en cuanto tenga la menor oportunidad porque me parece que deben denunciarse actitudes como éstas tan reprobables y tan censurables. Y aunque algunos buenos amigos me instan a la prudencia por si a lo mejor me equivoco y acuso a quien es inocente, mi decisión es firme y definitiva. Ahora bien lo que sí haré cuando llegue el momento de contar los resultados de mis pesquisas será, siguiendo el ejemplo tanto de personajes populares como de periodistas, poner delante de cada acusación el adjetivo "presunto" como garantía de que si me llevan al juez y me acusan de difamador, siempre podré defenderme con este arma infalible que me asegura la total impunidad." Esta confidencia tiene sin duda su sentido. No, por supuesto, por el deseo de contar a todos las maldades de sus vecinos, de sus compañeros de trabajo o de sus amigos que es algo habitual y cotidiano, sino por la cautela de agarrarse al término presunto para eludir, si llegara el caso, la acción de la Justicia ante la posibilidad de que alguno de los encartados le acusara, por ejemplo, de calumnia. Porque la verdad es que este término se ha convertido en una especie de talismán de forma que, con sólo citarlo, da la impresión de que cualquiera puede presentar como delincuente a quien le parezca, en la seguridad de que saldrá indemne de la refriega dialéctica. O al menos así lo parece. Tal vez por eso hay tanta gente que, utilizando el truco, no tiene inconveniente ante un micrófono, una cuartilla para un periódico, una cámara de televisión o un grupo de amigos, y con la mayor tranquilidad, en lanzar acusaciones contra quien le venga en gana, una tarea que, por otra parte y a falta de otros entretenimientos, ocupa muchos ratos de ocio. Y que es como una profesión en no pocas personas. El problema que plantea todo esto sin duda es harto complejo, entre otros motivos, porque nuestra cultura ha establecido con firme determinación que nadie es culpable hasta que lo sentencia un juez, lo que supone atribuirle a este funcionario la capacidad de distinguir lo que es verdad de lo que no lo es. Y en asunto de verdades, como de amores, la cosa puede resultar cuando menos enredosa. La verdad en su acepción popular tiene muchos niveles. De la misma forma que hay amores verdaderos, medios amores y hasta amores propios y ajenos, hay cosas como más verdaderas que otras y hay verdades a medias que suelen ser las más rotundas, eficaces y sobre todo, convincentes. Cuando éstas se afirman, se corre el peligro, como recordaba Antonio Machado, de que se miente dos veces si se dice después la otra mitad. A la palabra presunto le está pasando lo que a los términos sanción o discriminar que han pasado al lenguaje común sólo en su acepción negativa. Y así de la misma forma que nadie dice que se le ha sancionado o discriminado con un premio, poca gente asegura de alguien que es un presunto virtuoso, un rico presunto o un presunto valiente. Este uso generalizado está creando tres categorías de personas: las inocentes, las presuntas y las culpables. Y considerando que el primer grupo apenas lo integran algunos selectos, si es que los hay, y que tampoco son muchos desde el punto de vista estadístico declarados culpables por los jueces, todos los mortales somos presuntos de algo. Y así habría que sustituir la doctrina de que todos somos inocentes por principio, por otra que asegure que casi todas las personas son presuntas por principio. A finales de la Edad Media un general dirigía el asalto a una ciudad en la que se habían refugiado un buen número de herejes a los que intentaba eliminar. Cuando le preguntaron sus oficiales cómo iban a distinguir a los buenos de los malos, el general no se anduvo con chiquitas y les dijo: "Matadlos a todos, que Dios distinguirá en la otra vida a unos de los otros." Es decir, todos eran presuntos.


27.- Llegan los días feriados Mucho tiempo ha, me parece, amiga mía, que hemos interrumpido nuestras recados. No porque el calendario, que guía todas las vidas de los seres vivos y del discurrir del tiempo y las estaciones, así lo declare (que apenas han pasado escasas jornadas desde que me llegó tu último billete) sino porque es tal mi ansia y deseo de tus atenciones que me acontece lo que dijo aquel famoso poeta llamado Juan, que apellidan el Boscán, que el verdadero y firme enamorado / está, cuando está ausente, más perdido. Y de esta forma cada hora con tu lejanía me pesan como una eternidad que nunca acaba. Mas sea en hora buena, que es tiempo de suplir billetes con pláticas y ausencia con presencia pues son llegadas las fiestas y ferias y en ellas siempre hay lugar para la charla y la conversación. Pues que los días feriados están a punto de iniciarse en esta nuestra villa de Córdoba, famosa desde tiempos que la memoria no alcanza cuando en ella moraron hombres que la hicieron florecer, y en ellos, siguiendo el mandato del Todopoderoso, es necesario y conveniente atender a los placeres y distracciones que los trabajos y las ocupaciones de cada día dificultan. Porque ya conoces, mi amiga, de epístolas y recados que en otros tiempos te envié, que el nacimiento de las fiestas no es sino divino, que es el principio más grande que una cosa puede tener pues el Creador en sus altísimos designios de esta manera lo quiso decidir. Y para que en nuestra torpeza así lo entendiéramos, nos lo enseñó con dos ejemplos que los sabios han señalado en sus disertaciones. Es el primero cómo, siendo Infinito y no teniendo necesidad de ello, cuando finalizó la Creación, descansó al día séptimo para que aprendiéramos que su bondad, a pesar del pecado que nuestro padres cometieron, nos permitía algún descanso en el trabajo que como castigo nos quiso imponer. Y el segundo, que mandó a la Naturaleza, que como hija suya no puede sino tender a la perfección, que tuviese vigilia y sueño, estío e invierno, calor y frío y en lo tocante a su comportamiento calma unas veces y agitación otras. Y así el Todopoderoso nos creó, como dicen las Escrituras, a su imagen y semejanza, y por eso nos predispuso a buscar la recreación y el jolgorio, de donde debes deducir que es mandato divino celebrar aliquando fiestas y ocuparse en buscar el regocijo y el esparcimiento. Y así lo hicieron todos los pueblos de los que te podía narrar muchos ejemplos, pero que basta uno muy principal cual es el de los griegos, que hasta hicieron coincidir el comienzo de su historia con la celebración de las primeras competiciones, que dieron en llamar olímpicas por celebrarse en la ciudad de ese nombre. Bien es verdad, mi dulce amiga, que en algunos el ánimo y la inclinación al desahogo y a la distracción es en exceso. Y también lo es que no siempre se han hecho fiestas con motivos dignos de encomio. Pero ambas conductas, hijas de aquella promesa fatal, que relata el sagrado libro Génesis, de aquel reptil odioso que inculcó en la mente de nuestros Primeros Padres el mal, son vituperables y dignas de grave amonestación y no se han de mirar como ejemplo a seguir. Pero también convendrás conmigo que en muchos tiempos de nuestra larga historia los placeres que se han disfrutado fueron honestos y acomodados a buenos deseos y buena conducta. Que la alegría, lejos de acomodarse a espíritus atormentados, es virtud y, al decir de un viejo filósofo, es necesaria para el buen pensar y el mejor obrar. Ya conozco de tus cuitas y temores sobre la disipación que te acarrean las fiestas; y también se cómo tu recato y donosura encuentran dificultades para un solaz honesto y pudoroso, pero no has de guardar temor ni congoja pues la virtud, que a ti te adorna, no la pueden encubrir y obscurecer las tinieblas de la malicia ni de la ignorancia, como se dice en la segunda parte de el Don Quijote. Los días feriados, al decir de unos poetas populares que llaman los Goliardos, deben ocuparse en tocar y cantar con corazón gozoso y cuerpo saltarín. Y también, aunque con la mesura propia de personas discretas, se debe hacer honor a las viejas disputas que han sostenido desde tiempos lejanos el agua y el vino con la victoria permanente de la bebida que alegra el alma. Deben asimismo olvidarse todas las cuitas que el alma amontona en el discurrir de la vida. Para terminar, amada mía, recuerda las tres maneras de amistad que la madre Celestina asegura que hay: por bien y provecho y deleite, cuyo ejercicio seguro que premiarán los altos cielos. Vale. Publicado el día 19 de mayo de 2000, día en que comienza la feria de Córdoba.


28.- ¿Los virus informáticos son necesarios? En un libro que acaba de aparecer con el título de Predicciones se incluyen los pronósticos que hacen un buen número de intelectuales sobre los caminos que la ciencia y el saber en general van a recorrer en el siglo XXI. Estos personajes, que tienen un reconocido prestigio mundial por su alto nivel de sabiduría contrastada, son cautos en sus predicciones lo que justifican argumentando que es difícil y de escaso rigor anunciar el futuro, por más que tratemos de diseñarlo haciendo proyectos. A pesar de esta reticencia, algunos se atreven a insinuar que el ámbito que será explorado con más detenimiento y, al mismo tiempo, con más éxito, será el cerebro humano. Sus mecanismos de funcionamiento y su relación con el mundo serán conocidos por los investigadores y esta circunstancia permitirá, entre otras cosas, corregir deficiencias y mejorar su actividad. Concretamente Kevin Warwick, un científico de origen galés que trabaja en la conexión entre el cerebro humano y los ordenadores, piensa que en futuro no lejano será posible comunicar ambos mecanismos y ello permitirá pasar información directamente de uno a otro. "Así, deberíamos ser capaces, en poco tiempo, de enviar señales al cuerpo humano y emitirlas desde él para operar con ordenadores sin necesidad de teclados ni ratones, y del mismo modo pueden también transmitirse señales emocionales... esto quiere decir que no sólo podremos conseguir que las puertas se abran y las luces se enciendan con sólo pensar en ellas sino que las capacidades del ordenador puedan conectarse de forma directa con nuestros cerebros". O sea, que la técnica posibilitará muy pronto la conexión entre el ordenador y el cerebro y por tanto el mutuo intercambio de información entre ellos. De cumplirse este pronóstico (y todo hace indicar que es una tarea tan asequible que no va a haber problemas en llevarla a la práctica), podremos introducir en el cerebro sin dificultad y por procedimientos sencillos los datos que tenga cualquier ordenador y, en sentido inverso, podremos pasar al disco de un computador el contenido del cerebro, es decir, de los pensamientos, las sensaciones, las percepciones y los sentimientos que guardamos en lo que llamamos nuestra vida interior. Toda esta operación y este proceso vendrá a ser, de esta manera, como abrir la llave de nuestra intimidad, como quedar desnudos ante los demás. Una invasión de nuestro interior, de lo que llevamos y mascullamos con nosotros mismos. Y así el fin de los secretos. Y aquí va a estar el problema, en la desaparición de esos rincones internos que cada uno de nosotros poseemos y que, quiérase o no, no sólo son de total propiedad privada sino que en el fondo constituyen la individualidad de cada ser humano. Porque, al fin y al cabo, qué nos hace ser a cada uno de nosotros, en nuestra propia identidad, sino la información interior que poseemos, nuestros propios secretos. Lo que nos singulariza y distingue de todos los demás, lo que nos define como personas diferentes son nuestros pensamientos, nuestros fantasmas. Nuestras picardías y nuestros gozos íntimos. Junto con las frustraciones, las aspiraciones que empujan nuestra vida. Lo que llevamos dentro y no queremos decir a nadie. De su importancia apenas es necesario hablar. Un filósofo griego, al que un gobernante le ofreció todos los tesoros que quisiese, contestó: Dame lo que te parezca con tal de que no me hagas partícipe de tus secretos. El secreto es lo que nos permite ser libres porque no es controlable por los demás. Incluso, como dicen algunos sicólogos, la magia de los secretos está en que, cuando no nos gusta su contenido, tratamos de ocultarlo no sólo a los demás sino incluso a nosotros mismos. Pocas soluciones tenemos a la mano para arreglar esta cuestión y salvaguardar nuestros secretos, que es lo mismo que salvaguardarnos a nosotros mismos, a nuestra identidad, a lo que cada uno somos y queremos ser. Mal está la cosa porque si es verdad el principio tecnológico que asegura que todo lo que se puede hacer técnicamente se hará, el descubrimiento de nuestros secretos está a la vuelta de la esquina. En todo caso podríamos resolverlo si todos nos ponemos a crear virus informáticos que si no sean capaces de borrar el disco duro, al menos puedan interferir en la comunicación. Con lo que podremos ocultar a los demás lo que vivimos dentro de nosotros mismos. Lo malo sin embargo sería que esos virus fuesen tan potentes que fuesen capaces de borrar el disco duro de nuestro cerebro. (Aunque hay quien piensa que ese virus ya se descubrió en la Prehistoria). Publicado el día 2 de junio de 2000


29.- Los ministros tienen la obligación Que un político tiene que ser honrado, y además parecerlo, es sin duda la expresión de un deseo universal y se considera un principio moral indiscutible. Es opinión común que quienes ejercen esa tarea han de tener un comportamiento exquisito y una conducta sin reproche posible. Serán contadas las personas, si es que las hay, que no estén conformes con ello. Incluso el hecho de que algunos de estos responsables de los negocios comunes no respondan a este perfil, o al menos así lo parezca, suele ser una coartada bastante repetida que muchos ciudadanos utilizan para justificar su apatía política, su abstención electoral o su falta de compromiso público. La ética y la política, se dice con frecuencia, han de ir unidas y ello debe ser tanto un objetivo de todos como un síntoma del progreso moral de una sociedad. Planteado así el asunto y considerando que es casi una evidencia todo lo anterior, puede resultar ocioso y superfluo insistir en el tema, salvo que se quiera aprovechar para hacer proclamas morales, una actividad, por otra parte, bastante frecuente. Pero las cosas no son tan sencillas y un análisis más o menos atento puede descubrir que detrás de esa teoría se esconden problemas bastante más complejos de lo que parece y sobre los que conviene detenerse. Porque cuando se habla de relacionar la ética y la política no se está tratando de la conducta de los políticos en asuntos similares a los demás. Si un político toma en beneficio propio los dineros de todos, está cometiendo una tropelía pero en el fondo no diferente que la que consume el ciudadano que rehuye pagar los impuestos porque uno y otro se están apropiando de dinero público, de riqueza de la comunidad. Cuando se habla de aplicar la ética a la política, lo que estamos preguntando es si a la hora de tomar una decisión política, hay que tener presente algún código moral; si, cuando un responsable público toma una determinación que afecta a la comunidad, es posible tener presente algún precepto ético y, en ese caso, hasta que consecuencias hay que llegar. Pongamos un caso concreto. Imaginemos que un gobierno, para cumplir con su obligación, se ve forzado a intervenir los precios de un producto de primera necesidad, la gasolina o el pan, para evitar una especulación que se está produciendo y que puede llevar el hambre a los ciudadanos. De entrada a nadie se le oculta que el proceso jurídico, estratégico y social que resulta de esta decisión ha de llevarse en absoluto secreto con objeto de que los mercados no queden desabastecidos y se rompa la armonía social. Pero imaginemos también que una indiscreción de alguien por quien han pasado los papeles del estudio previo alerta a los medios de comunicación que en seguida, de acuerdo a su obligación, abordan al ministro correspondiente para que les confirme o desmienta ese rumor. ¿Qué debe contestar en este caso el responsable político? Si lo confirma, la operación se viene abajo y ya no es posible hacerla, con el consiguiente perjuicio de la comunidad. Pero si lo niega, y además con firmeza, está mintiendo. ¿Qué vale más en este caso, cumplir el precepto de no mentir o causar un grave desajuste en las familias que pueden quedar sin ese artículo de primera necesidad?. Un ministro, un responsable político en su condición de tal, no sólo tiene licencia para mentir sino que, en determinadas condiciones, le es obligatorio, no tiene más remedio que hacerlo. Es como si en su código de conducta hubiera un precepto, un artículo que se lo exigiera. Pero si no mentir es un principio ético aceptado por todas las culturas, ¿significa eso que un político en el ejercicio de trabajo no tiene una moral que respetar?. ¿Quiere ello decir que la responsabilidad ética desaparece cuando se trata de gestionar los asuntos públicos, los asuntos de la comunidad?. Los expertos dicen que los códigos morales nunca pueden aplicarse sin más y en sentido literal. Matar está prohibido pero ¿también cuando es en legítima defensa?. Un policía infiltrado en una banda terrorista, ¿está legitimado para cometer un delito y evitar de esa forma ser descubierto, pensando que su objetivo es acabar deteniendo al comando?. Hay que reconocer que en la historia ha habido gobernantes que con la excusa de los intereses generales (que ahora se llaman la razón de Estado) han cometido tropelías y abusos. Pero la verdad es que a la hora de tomar decisiones importantes sobre los asuntos públicos a los responsables se les plantean verdaderos dilemas morales. Publicado el viernes, día 16 de junio de 2000.


30.- Seis mil millones de árboles Sea un tópico, un principio moral o una norma jurídica, la afirmación de que cada uno es responsable de sus actos, con algunos matices, está universalmente aceptada. ¡Faltaría más!, dirían algunos. Desde aquel famoso texto antiguo, por citar alguna frase histórica, "aquí estoy, yo he sido el que lo ha hecho, dirige hacia mi tu espada", la culpabilidad, o la inocencia, se adjudica a la persona o personas autores de los actos a condenar o a premiar. Pocos casos se han dado en la historia similares al de Fuenteobejuna. Lo habitual y acostumbrado es señalar al culpable y luego condenarle en proporción a la falta cometida y a las circunstancias en que se dio el hecho. Todo esto, dicho sin más pretensión y con escaso rigor técnico, es pensamiento común, conocido y aceptado de una u otra manera por todos. Pero aquí no se trata de esta cuestión sino de otra complementaria que puede plantearse mediante preguntas del calibre de éstas: ¿quién o quiénes son los responsables del hambre en el mundo, de que cada día y cada hora mueran por ese motivo un buen montón de personas?; ¿quién o quiénes son los responsables del deterioro medioambiental que sufre el planeta en el que estamos montados y que no tiene una base en donde abastecerse?; ¿quién o quiénes son culpables de la miseria generalizada, de la explotación, de las guerras o de las discriminaciones negativas de que está lleno el mundo?. Lo que se plantea aquí es la cuestión de los pecados colectivos, esas acciones realizadas por un conjunto de personas que, tomadas individualmente, tienen escasa importancia pero que al final producen efectos desastrosos. Las doctrinas éticas en general tienen tendencia a casi dejar de lado el análisis y la reflexión sobre estas actuaciones que, consideradas en sí mismas, tienen que ser reprobadas y rechazadas de acuerdo a los códigos morales pero que no tienen un autor o responsable conocido. Son situaciones en las que la autoría queda como en el aire. Y en esos casos se limitan a consideraciones del tipo: hemos de cuidar del medio ambiente, debemos ser solidarios, tenemos la obligación de colaborar con los problemas de la comunidad. Es decir, lo que en lenguaje coloquial llamamos consideraciones morales generales que, aparte de tranquilizar la conciencia del que las dice, no tienen otra virtualidad ni otra eficacia. La población mundial, por ejemplo, ha alcanzado según los datos demográficos oficiales, los seis mil millones de habitantes. Imaginemos que cada uno arrancara un árbol. Mirado individualmente, cada persona habría cometido un estropicio menor. Parece que arrancar un árbol, aunque esté mal, no pasa de ser lo que los clásicos llamaban un pecado venial, una falta menor. Incluso algunos podrían presentar una justificación para hacer tal acción: podrían decir que necesitan la madera para hacer fuego y calentarse, que les resulta imprescindible para construir una mesa o una silla, o algún otro motivo suficiente y razonable. Pero a fin de cuentas la suma de cada actuación personal supondría destrozar la naturaleza. A nadie se le ocultan las consecuencias que se derivarían del hecho de que desaparecieran seis mil millones de árboles. El problema está aquí: mientras cada acción individual tiene escasa responsabilidad, la acumulación de negligencias personales tiene otros resultados. Es el problema de los pecados colectivos. Explicaciones sobre esta circunstancia se han dado algunas en la historia del pensamiento. Incluso en los últimos tiempos ha alcanzado rango de expresión técnica moral la que se llama justicia social. Y cada vez se insiste con más vehemencia en las responsabilidades y los valores colectivos. Pero a fin de cuentas la justicia humana, y al decir de la teología la justicia divina, adjudica al individuo, a la persona, la autoría de la acción. El pensamiento común, al que antes hacíamos referencia, asegura que cada uno se salva o se condena solo y que la intervención de los demás tendrá mayor o menor eficacia y tal vez será también reprobada pero ésta es propia del otro. No hay buenas perspectivas en este asunto. Los seis mil millones de árboles amenazados en la ficción están ahí advirtiendo y desafiando no ya a la especie humana sino a la totalidad de la naturaleza. Los granitos de arena que algunos ponen les dignifican pero, a la vista está, no resuelven el problema. ¿Quién se responsabiliza de la tragedia del tercer mundo? ¿y de la del cuarto?. Nadie y todos. El resultado, desde luego pesimista, de una de las contradicciones propias de nuestra especie. Publicado el día 30 de junio de 2000.


31.- Fantasía futbolística Para los sabios que se ocupan de estudiar y conocer el desarrollo de la evolución, el fenómeno llamado bipedismo (la capacidad de andar erguidos o de pie con dos patas, propia de la especie humana) ha sido uno de los pasos de gigante que ha producido la naturaleza. A juicio de estos científicos, gracias a esta circunstancia nuestra especie pudo progresar muy por encima del resto de los seres vivientes. Y han dado varias explicaciones a este hecho. Tradicionalmente se ha dicho que la ventaja evolutiva de andar erguidos consistía en que, una vez que nuestros antepasados se bajaron de los árboles y salieron del bosque, al estar más altos podían ver más lejos, lo que sin duda les permitía anticiparse a los peligros: más garantías de dominio tiene quien puede observar más terreno del enemigo. Hoy, además, se sugieren otras ventajas como el hecho de la liberación de las manos que permitió la fabricación de instrumentos, la capacidad de transportar cosas en las manos, por ejemplo comida o crías, y el desarrollo del cerebro. También sugieren la ventaja de que, al verse obligado a recorrer largas distancias, era la mejor solución para evitar el problema de las radiaciones solares. Aunque parezca una tontería, el bipedismo ha posibilitado la invención del fútbol, una ocupación universal que ha venido a resolver el gran problema de las horas libres a que dio lugar el abandono del nomadismo y el comienzo de la vida sedentaria. Porque después del trabajo no se va a dedicar el tiempo a discutir sobre metafísica o sobre la mecánica cuántica. Además el fútbol supone un alto nivel de perfección de acuerdo con el principio de que la evolución camina de lo menos a lo más perfecto un gran progreso, incluso moral, en las diversiones públicas al acabar con la barbarie de los entretenimientos paralelos. Hay que recordar cómo en la época antigua la gente se divertía con los espectáculos crueles del circo en lo que podían ver morir a docenas de personas mientras la arena se llenaba de sangre. En la Edad Media el espectáculo consistía en quemar brujas y herejes en autos de fe que duraban días entre olores desagradables de carne quemada y gritos de dolor de los desgraciados que, sin quererlo, se convertían en protagonistas del acontecimiento. Y en la Revolución Francesa la cosa consistía en decapitar aristócratas mientras las mujeres hacían bordados de tela al ritmo de los golpes que producían las cabezas de los ajusticiados al caer en el suelo. Hoy, por el contrario, con el fútbol no se aplaude la puntería de la espada sino la del gol y los protagonistas lejos de ir a la fuerza se apuntan con la máxima alegría y consentimiento. Y los comentarios de las horas y los días posteriores al acontecimiento giran sobre los dimes y diretes de cada uno y no en el cálculo de cuántas cabezas han rodado en la plaza pública. El fútbol es un espectáculo total no sólo porque ha conquistado el mundo sino porque permite, como en este artículo, el juego dialéctico de la broma y lo trivial con sesudos estudios sociológicos. Porque lo de menos son las dos horas que dura el espectáculo. Lo importante es todo lo que le acompaña: las discusiones entre colegas, los análisis profundos de los grandes teóricos, las aportaciones científicas de los que hablan sin equivocarse o las declaraciones y contradeclaraciones de personajes públicos (como acaba de ocurrir en Italia donde literalmente no se habla de otra cosa que de las declaraciones de Berlusconi contra el entrenador de la selección y sobre las que han opinado desde el Jefe del Estado, cardenales de la Iglesia Católica, magistrados de la Corte Suprema y hasta el último monaguillo de la aldea más remota). En realidad el único problema que plantea el fútbol es el averiguar qué lo sustituirá el día en que un empacho general acabe por dejarlo de lado. ¿En que se ocuparán entonces en los ratos libres los pensamientos y los discursos de la gente?. (Por cierto que un gran antropólogo francés cuenta que los gahuku-gama, unos nativos de Nueva Guinea, han aprendido a jugar al fútbol pero que juegan varios días seguidos, tantos partidos como sean necesarios para que se equilibren perfectamente los partidos ganados y perdidos por cada bando, es decir, que juegan y juegan hasta que ambos equipos ganan los mismos partidos. Una solución que no le vendría mal a la selección española) Publicado el día 14 de julio de 2000.


32.- Los dos vizcondes En la vida de cada día nos topamos, quizá con más frecuencia de la que desearíamos, con gente que parece que no tiene otra que hacer que echar sermones a los demás para denunciar las cosas que a su juicio no están bien hechas o, al menos, no se hacen como a ellos les parecería razonable. Éstos son los buenos oficiales, los que se han declarado a sí mismos como tales y por eso se creen con el derecho de señalar al resto de los seres humanos los caminos torcidos por los que transita el mundo, cómo las cosas están cada vez peor, lo mal que lo hace el gobierno (el que sea) y especialmente lo mal que está la televisión. (Lo de la televisión por cierto se ha convertido en el juicio de valor más socorrido para poder demostrar a los demás la altura intelectual que uno posee, la sensatez de juicio de que uno está adornado y la sensibilidad exquisita que posee). Al margen de lo latoso que esto resulta, lo peor es que en la mayoría de los casos quienes se ocupan en estos menesteres se pierden en frases más o menos altisonantes, en el recitado de tópicos o en juicios de valor tan absolutos que terminan por no tener ningún sentido. Y aun es más grave cómo se olvidan de aportar soluciones precisamente a los problemas que plantean. La falta de alternativas es desde luego una de las posturas más cómodas que se pueden adoptar en este terreno de las relaciones humanas. Andar criticando siempre pero sin sugerir cómo pueden mejorarse las cosas, quedarse en denunciar los males del mundo entero sin dedicar un minuto a proponer fórmulas para que se arreglen es una de las tareas más cómodas a que uno pueda dedicarse. En este juego sin embargo los más peligrosos son los arbitristas, aquellos que, como dice el diccionario, inventan planes disparatados para resolver en un momento los grandes problemas de la humanidad o de la delincuencia o simplemente del tráfico. Es como si dieran soluciones pero sin darlas porque con tópicos, frases hechas o discursos ampulosos no se arregla nada. Después se quedan tan tranquilos y se marchan a casa convencidos del deber cumplido. Y son peligrosos porque pueden embaucar a distraídos, convenciéndoles de que todo el monte es orégano. Cuenta Ítalo Calvino en la novela "El vizconde demediado" las andanzas de un personaje medieval que en la lucha contra los turcos tuvo la desgracia de que su cuerpo, y su alma, se partieran en dos, quedando en un lado lo que llamaríamos el vizconde malo y en la otra el bueno. El caso es que el primero era capaz de todas las maldades juntas que el ser humano es capaz de imaginar: engaños, traiciones, villanía y toda clase de crueldades con quienes se iba topando por donde pasaba. La parte buena, sin embargo, era lógicamente otra cosa y tenía un comportamiento diferente, buscando siempre la forma de ayudar a unos y a otros, especialmente a los que consideraba más desfavorecidos. Lo malo es que con su mejor intención acababa estropeando las buenas aciones que hacía como en el caso del pobre al que regaló su muleta y éste acabó haciéndola astillas en las espaldas de su mujer. Pero lo peor es que estaba adornado de una pesadez tan alarmante que resultaba pesadísimo como en las visitas que hacía a la zona apartada de los leprosos a los que acabó aburriendo con sus sermones hasta el punto de que éstos llegaron al convencimiento de que el malo era mejor que el bueno. Ese es el problema de los buenos, de los que se consideran a sí mismos como tales y de ahí legitimados para sermonear a todo el que se pone a tiro El asunto no tiene fácil solución y la curación de esta enfermedad tan dañina (se entiende para los demás, no para el sujeto que la posee) ofrece escasas perspectivas de éxito. La única terapia posible es colocarles en los lugares en los que realmente se tienen que dejar las palabras hueras y vacías y hay que tomar decisiones ejecutivas. Pero eso ofrece dos graves inconvenientes: el primero es que, como todo enfermo con algún tipo de adicción, se resistirán al tratamiento y el segundo es que cómo poner a estas personas de pronto al frente de los asuntos públicos. Desgraciadamente no hay muchas ínsulas Barataria. Sí resulta por el contrario más fácil en la variante de la televisión: basta con ponerle delante un folio y un lápiz, o un bolígrafo que a estos efectos es igual, e impedir que se levante hasta que rellene la parrilla semanal con los programas que a su juicio deberían dar las televisiones convencionales o generalistas. Publicado el día 28 de Julio de 2000.


33.- ¿Bodas blancas? Los motivos por los que la gente decide un día casarse han sido, y son, muchos y de los más variados. Aceptada en nuestra cultura de occidente como norma genérica y general la razón de amor, a ésta la suelen acompañar o sustituir los motivos más peregrinos, sin que por otra parte las normas sociales sean demasiado estrictas y exigentes a la hora de juzgar este menester. Así uno se casa como remedio de la concupiscencia (dicho al estilo antiguo), para evitar la soledad, buscando ayuda y protección... por el sindicato de las prisas (que es una poderosa razón) o para dar el braguetazo, en expresión costumbrista pero precisa. Se puede uno casar por compromiso, por piedad o a la fuerza. Y por razones políticas (los matrimonios de conveniencia de los reyes y de los clanes), sociales (tener otra consideración) o religiosas. Para tener hijos (y suegros añadidos) a quienes transmitir el patrimonio genético, económico o cultural. Siguiendo un consejo y, también, el mandato de los padres y parientes de acuerdo con la tradición y las creencias más universales que hay en torno a este tema. Y hasta para reducir el riesgo de infarto cerebral, que el matrimonio dicen que aminora, si uno es un neurótico y se cree las habituales informaciones que sobre la salud dan los medios de comunicación social o no pagar impuestos (en aquellas culturas en las que, para estimular la demografía, la soltería acarrea un gravamen especial. Pero este desbarajuste parece que va a remitir y que eso de casarse así como así, sin una preparación previa y sin sólidos fundamentos, de una u otra manera se va a terminar porque las instituciones, que, como tantas veces se ha dicho, no paran de meterse en la cama de los ciudadanos están decididas a evitar este embrollo. Y es que a través de toda la historia nuestras autoridades (religiosas, civiles, militares y hasta deportivas, que no todo el monte es orégano para quienes tienen que competir en los juegos) han ejercido la tarea encomiable y nunca bien agradecida de velar por la salud de nuestro cuerpo y nuestra alma para nuestro bien y nuestra felicidad. Y así están ahora muy preocupadas con el éxito matrimonial y amoroso de forma que han empezado a ocuparse de investigar a algunas parejas que no parecen demostrar de entrada la emoción y los sentimientos que embargan tradicionalmente a quienes se casan. De momento este control sólo se está ejerciendo en aquellas parejas que cumplen dos requisitos: el primero, que uno de ellos sea extranjero y el segundo que además sea más o menos pobre. Cuando se dan conjuntamente estas circunstancias, las instituciones investigan si ha habido noviazgo y en cualquier caso si ha sido de larga o corta duración, qué intensidad ha tenido, qué grado de conocimiento mutuo les ha proporcionado a los contrayentes, etc. Y se preocupan de cuáles son sus propósitos después de la boda, de si piensan en divorciarse pronto, su intensidad amorosa, sus niveles de compenetración, etc. Y el problema que se ha planteado es que como casarse, por la razón que fuere, no es un delito (¡ojalá lo fuera, dirán algunos descreídos), las autoridades de momento lo que están haciendo es cargar todo el peso de la ley en los que ejercen el arte de emparejar, ese arduo y duro oficio de alcahueta o de comadre que tanto Celestina como Trotaconventos ejercieron con notable maestría como eficacia (aunque el Arcipreste confiesa alguna vez, como en el caso de la mora, que sus gestiones no han dado el resultado apetecido). Pero, claro, estos buenos propósitos y estas buenas intenciones, que siempre es de agradecer, han de llevarse a cabo con todo rigor porque las cosas, si se hacen, hay que hacerlas bien. Y lo primero que parece obligado, para la salud de los asuntos públicos, (además de proclamar una amnistía general para todos los ya casados) es regular las condiciones aceptables en que uno puede y debe casarse, especificando todas las circunstancias que lo hagan honorable. Después se habrán de redactar manuales que expliquen minuciosamente los requisitos amorosos que hacen falta para legitimar cada boda. Luego se requiere la existencia de funcionarios especializados en hacer el seguimiento científico de cada situación ya que lo que está faltando sin duda en beneficio de la mayor objetividad que toda acción pública debe ejercer, es el instrumento para medir porque olisquear en la cama y en la mesa de los recién casados exige una alta especialización que no está al alcance de cualquiera. Publicado el día 11 de agosto de 2000


34.- Las cabañuelas Agosto, que está terminando, es el reino de las cabañuelas que, como casi todo el mundo sabe, es un sistema antiquísimo de predicción del tiempo, que se basa en la observación de determinados comportamientos climáticos que se dan durante el mes de agosto. Las cabañuelas anuncian las condiciones meteorológicas que se darán durante el año siguiente a aquel en el que se hacen estos estudios. No lo tuvieron fácil los que diseñaron este sistema de predicción meteorológica. Cuando la especie humana, al mismo tiempo que descubrió la agricultura hace unos miles de años, se dio cuenta de que el éxito o el fracaso de su trabajo, es decir tener cosecha o no y poder comer o no, dependía del buen o malhumor de la naturaleza, se puso manos a la obra para encontrar procedimientos que le permitieran conocer de antemano por dónde iban a ir sus caprichos. Era necesario indagar con la mayor urgencia las condiciones para la siembra, el abono y la siega. Y, como casi siempre ocurre en la vida, había dos posturas, dos posiciones ideológicas. El partido de los inmovilistas insistía en que los métodos para hacer tales averiguaciones debían ser los de siempre, los heredados de sus mayores. Habrá que mirar, decían, el estado de las vísceras de los animales muertos, el patear de las gallinas, el vuelo de los pájaros, el curso de los ríos o la forma como graznan las ocas. Aunque parezca extraño, hasta hubo un filósofo que defendió que hay aves que nacen sólo para servir a estos menesteres. Por su parte los cabañuelistas, el partido de los intelectuales que eran más racionalistas y que constituían el cuerpo intelectual de la época, veían la cosa de manera radicalmente diferente. Su posición era ideológicamente opuesta a la de los anteriores porque creían que las predicciones sobre el tiempo y el clima debían hacerse de manera científica observando la naturaleza y estudiando sus reacciones, lejos de toda la parafernalia antigua. Al final se impuso el triunfo de la razón frente al oscurantismo de los adivinos. Fue técnicamente un trabajo arduo y difícil, complicado además por las presiones de los grupos tradicionalistas, que eran políticamente muy poderosos. Descubrir que determinados días del mes de agosto servían de punto de referencia para las previsiones meteorológicas requirió, además de la suerte que es necesaria en toda tarea científica y no meramente especulativa, un esfuerzo complicado, largo y necesitado de muchas observaciones, notas y cálculos, con una medios tecnológicos que, por otra parte, eran elementales. Hay que recordar las dificultades que tuvo el hombre antiguo para captar la relación entre dos fenómenos que estaban distanciados entre si mucho tiempo. Puede valer como ejemplo muy conocido, con todas las consecuencias políticas y sociales que se derivaron en el caso del ser humano, el tiempo que se tardó en encontrar la conexión entre el apareamiento y el nacimiento en cualquier especie animal. Todavía en el día de hoy se desconocen las causas que motivan esta conexión pero, aunque resultaría interesante, no es imprescindible. Basta saber que observaciones, transmitidas a través de miles de años, permiten aventurar un pronóstico del tiempo con un altísimo nivel de acierto. Nuestra cultura occidental, moderna y tecnificada ha venido dejando a un lado del discurso académico a los saberes no convencionales. Eso ocurre, por citar alguna referencia, en la medicina o la música, en la agricultura y la meteorología. Y es sin duda un error o, cuando menos, una manera de ser desagradecidos con quienes posibilitaron durante siglos la solución de los problemas con que se ha enfrentado nuestra especie. En lugar de profundizar en esos conocimientos, se ha optado por buscar vías alternativas cuando, como dice uno de los filósofos más importantes de ahora, el intento de distinguir entre conocimiento científico y no-científico es una tarea innecesaria. Los antiguos cabañuelistas descubrieron los ritmos anuales de los períodos de sequía y abundancia. Hoy los ordenadores nos pronostican sólo hasta cinco días. (Este artículo está escrito con una temperatura de 42 grados. Casualmente ayer los medios de comunicación anunciaron para hoy, de acuerdo a las previsiones del Instituto de Meteorología, basadas sin duda en potentes satélites y ordenadores, una bajada generalizada de las temperaturas e indicaron que no se sobrepasarían los 35 grados. Lamento no tener a mano las previsiones locales que para estos días hicieron las cabañuelas). Publicado el día 25 de Agosto de 2000.


35.- Los cuatro círculos de Eta En los asuntos del País Vasco apenas queda espacio para la esperanza. Y parece cada vez más lejos e imposible la solución mientras los violentos están trágicamente más envalentonados. Y es que hay que reconocer que los atentados son un epifenómeno, doloroso y cruel, pero a fin de cuentas una manifestación que encierra detrás la realidad de que Eta no es sólo un grupo terrorista que asesina y mata a ciudadanos. Creer esto es caer en un simplismo teórico ajeno a la realidad política y social. Eta es, desde hace unos años, el motor de la política vasca, el que marca los tiempos y quien decide el clima y las condiciones generales del juego. Y de momento lleva la carta ganadora, tras haber hecho militante a un nacionalismo democrático que estaba burocratizado, sin nervio político. Por eso no es que no tengan ningún sentido las afirmaciones de "Eta no, vascos sí" pero no hay que olvidar que lo que está sobre la mesa son las docenas de miles de vascos que con diversos niveles apoyan y están detrás, que o se alegran (lo digan o no, lo oculten o no, lo celebren exteriormente o no) después de un atentado o no tienen inconveniente en hablar de los nuestros, con toda la carga afectiva e ideológica que lleva esta expresión, después del asesinato, en agosto, del empresario nacionalista. Y, lo que es más duro, que cada uno carga con sus muertos. Con todo este conglomerado de posiciones personales y colectivas, Eta ha conseguido blindarse, asegurarse la continuidad de su existencia, su supervivencia, creando y modulando hasta cuatro círculos que de manera concéntrica le amparan, le protegen y le hacen inmune a cualquier reclamo pacifista. El primer cinturón de seguridad, el más cercano, con el que en la práctica se mezcla hasta el punto de que resulta difícil saber dónde termina uno y empieza otro, son los compañeros, al decir de su líder. Con uno u otro nombre, a nadie se le oculta que, en plena comunión y confusión con Eta, representa una militancia total, profesionalizada, de dedicación absoluta en pensamientos y obras. El segundo círculo de protección lo forman los miles de ciudadanos que los siguen, votan, aplauden y jalean. Y se manifiestan. Con mayor o menor grado de identificación, fidelidad y entusiasmo, como ocurre en cualquier grupo, forman la masa social tras la que se esconden quienes animan, pasan información, prestan asistencia y hacen el ruido suficiente para que las balas suenen más fuertes. Los jóvenes aspirantes a héroes, el tercer cinturón, están dispuestos a llenar sus vidas en la epopeya de una causa que tiene los alicientes propios de un juego de guerra. Dueños de los lugares y de los sitios, en los centros de enseñanza imponen a profesores y alumnos, mediante el miedo y las amenazas, lo que se tiene que decir o lo que hay que callar, y en la calle, alardeando del desafío, tratan de convencer a todos de su poder, arrojo y audacia. Son como los jugadores de los equipos de base de los grandes clubes de fútbol: al final sólo los mejores pasarán al primer equipo y hay que hacer méritos porque la competencia es muy fuerte. Desde la realidad política el último círculo está capitaneado por un lacrimógeno jefe de gobierno vasco que no toma decisiones políticas; gasta sus energías en condenas; rehuye ir al parlamento que es donde en democracia hay que hablar, debatir y hacer propuestas y diseñar las esperanzas de la población civil; nunca ha dicho que vaya a perseguir a los terroristas y evitar nuevos atentados; y matemáticamente es presidente por los votos de los compañeros de los etarras. Es verdad su derecho a defender democráticamente la independencia pero, al optar de hecho en el dilema democracia-libertad / nacionalismo por éste último, están legitimando al terrorismo al ofrecerles expectativas de que van a tener réditos políticos. Desde la realidad social, forman este último y cuarto grupo de defensa quienes, estando en desacuerdo con sus métodos, comulgan el mismo doctrinarismo, los mismos objetivos. Son quienes, por citar un ejemplo, "para evitar conflictos" se dejan chantajear en el deporte (en el campo del At. Bilbao nunca se ha guardado un minuto de silencio y en la R. Sociedad puede jugar cualquier futbolista del mundo salvo que sea español no vasco). Pero sobre todo quienes leen, estudian y siguen el pensamiento de Sabino Arana y creen sus teorías sobre la raza, la religión, los inmigrantes, la pureza de sangre o la nobleza, el idioma, la historia y los fueros. (Lo que comprobaremos al estudiar este pensamiento y las condiciones sociales, políticas y económicas de la época).


36.- El pensamiento de Sabino Arana Las creencias básicas de quienes, en mayor o menor grado, participan en los cuatro círculos concéntricos que amparan y sirven de caja de resonancia a Eta, tienen su origen en la doctrina de Sabino Arana, fundador del partido Nacionalista Vasco en 1895. Arana recogió un cierto reconocimiento del hecho diferencial vasco, lo tradujo, políticamente, en términos de independencia y lo justificó en conceptos de raza e idioma propio, creando una lengua sobre muchos dialectos que se hablaban en los caseríos. Y, como todo nacionalismo iluminado y avasallador necesita, lo dice por ejemplo Jon Juaristi, lo adornó con unos relatos supuestamente históricos para mantener vivo el agravio y que el sacrificio de las generaciones posteriores resulte políticamente rentable. Históricamente todo lo que llamamos nacionalismo vasco nació al compás de la revolución industrial cuando en la segunda mitad del siglo XIX la alta burguesía vasca, especialmente en Vizcaya, decidió incorporarse a la economía de la industria moderna, lo que exigió una clase obrera procedente en su mayor parte de Castilla sobre la que incide sobre todo el socialismo: los maketos (los moros, que decimos los españoles, según ha recordado Juan Aranzadi), los inmigrantes pobres que acudieron atraídos por esta emergente industrialización. El nacionalismo vasco se integró con los sectores sociales rurales y con la pequeña burguesía. Ideológicamente, para justificar el nacionalismo, Sabino Arana dijo y propuso cosas como que las bases para que la unidad nacional fuera sólida y duradera eran la raza en lo posible y la unidad católica apostólica y romana, a través de una completa e incondicional subordinación de lo político a lo religioso, del Estado a la Iglesia; que a los que no tuviesen ascendencia vasca no se les naturalizaría; prohibir los matrimonios entre vizcaínos y españoles por ser éstos la raza más vil y despreciable de Europa; que los españoles no son cristianos sino paganos, "la gente de la blasfemia y la navaja"; que el bizkaino degenera en carácter si se roza con el extraño mientras el español necesita de vez en cuando una invasión extranjera que lo civilice; que el aseo del bizkaino es proverbial, el español apenas se lava una vez en su vida y se muda una vez al año; o que “si bien los catalanes quisieran que no sólo ellos, sino también todos los demás españoles establecidos en su región hablasen catalán, para nosotros sería la ruina el que los maketos residentes en nuestro territorio hablasen eusquera porque la pureza de raza es, como la lengua, uno de los fundamentos del lema bizkaino y no puede resucitarse una vez perdida”; o que todo vasco es noble y tiene limpieza de sangre por el hecho mismo de ser vasco; el eusquera, lengua incontaminada, en la cual no cabían ni podían ser expresadas las 'blasfemias' liberales... (Aunque para ser rigurosos hay que reconocer lo difícil, y puede que injusto, que resulta resumir en unos textos seleccionados el pensamiento de cualquier autor, en el caso de Sabino Arana resulta más complicado ya que en los últimos años de su vida propuso una rectificación de su pensamiento, circunstancia que los nacionalistas tratan de tapar y que nunca se ha explicado de manera convincente aunque algunos lo achacan a la enfermedad de Addison que padeció.) Actualmente, cuando el concepto de raza no tiene ningún valor científico, las cosas se dicen de otra manera pero perviven las esencias de ese pensamiento sin otra propuesta política que el ser diferentes de los españoles, lleno de integrismo religioso (de entre los líderes sociales ningún clérigo ha sido nunca amenazado) que de vez en cuando se encargan de recordar determinados nacionalistas cuando hablan del Rh o que sin la presencia de los inmigrantes (los maketos) un posible referéndum sobre la independencia se ganaría sin dificultad. Un pensamiento que se ha convertido en ideología y en el que creen tantos ciudadanos vascos educados en el mundo cerrado e irreal de las ikastolas. Con los mimbres de esta forma de pensar calada hasta los huesos, adobados por el reconocimiento que hace unos días confirmó Arzallus (no me imagino a un catalán cogiendo una pistola pero sí a un vasco porque esto es cuestión de carácter) la desesperanza parece ganar el futuro. Y entran tentaciones de aceptar el pronóstico que hace unos días formuló un líder sindical de la policía vasca: quedan veinticinco años de Eta. Y es que, como ya señalara un escritor de hace veinticinco siglos, a quienes la conciencia resulta una vez madre de crímenes, ésta les cría luego todos los demás crímenes. Publicado el día 22 de septiembre de 2000.


37.- La cuestión son los muebles Dice el sociólogo norteamericano Richard Sennett que mientras antes un panadero era un panadero, alguien que elaboraba pan, que amasaba y cocía, que entendía de lo que estaba haciendo, ahora, por el contrario, un panadero es una persona que trabaja con un ordenador, que desconoce el proceso de fabricación de ese alimento y que ni siquiera llega a ver el producto. Además de eso, antes un panadero era de un sitio, de una localidad, incluso de un barrio concreto; ahora, enrolado en una multinacional, puede trabajar hoy aquí y mañana en otro sitio y, hasta incluso con los rudimentarios conocimientos de informática, puede cambiar de trabajo con toda facilidad. Si al final de lo que se trata es de pinchar iconos da lo mismo que esta acción produzca panes, coches o libros, y que se haga cada temporada en una localidad distinta. Bien es verdad que este modo de ser profesional desde luego responde más al espíritu y a la organización laboral de los Estados de Unidos pero a nadie se le oculta que cada vez va calando más en Europa y que, si observamos en nuestro entorno, nos empieza a resultar familiar, casi normal y frecuente. Es éste un modo de organización económica y productiva, que los teóricos llaman identidad laboral débil, que acaba afectando a la forma privada y pública de vivir en la sociedad, con la familia y con uno mismo (los largos desplazamientos desde la casa hasta el lugar de trabajo son un buen ejemplo de ello). Como siempre ha ocurrido en la historia, los sistemas de producción han sido los que han creado el estilo y la forma de vida de los ciudadanos y esta nueva organización responde al horizonte teórico del nada a largo plazo, de la secuencia corta que es la forma de trabajar y de vivir de acuerdo a lo que habitualmente se llama la vida moderna. Es la sustitución de aquel modelo de toda la vida por el engranaje del capitalismo flexible, la derrota de un estilo que incluía trabajar con maestro, casarse con la vecina y, desde luego, hacerlo para toda la vida siempre en el mismo sitio. Al hilo de este horizonte, hace unas semanas este mismo Diario publicaba la noticia de que una empresa de muebles sueca ha decidido hacer una fuerte inversión productiva en España a la vista de las posibilidades de negocio que le ofrece nuestro país. Para eso, para llegar a esta conclusión, dicha empresa había hecho un estudio de prospectiva sociológica, es decir, había tratado de conocer el comportamiento general que en el futuro tendremos los españoles en lo referente a las relaciones sociales. Al fin y al cabo los muebles están condicionados por las formas de sociabilidad: por citar algunos ejemplos, los muebles dependen de que sean para una persona (joven o anciana), para una pareja (con o sin niños), o para un colectivo (amplio o reducido). Pues bien, el resultado de esa encuesta daba como pronóstico que muy pronto los españoles, como término medio, cambiaremos de pareja tres veces en nuestra vida, un dato que más o menos parece confirmarse con otro estudio aparecido este fin de semana en muchos medios de comunicación, entre ellos también este Diario, que asegura que cada vez nos aproximamos, también en este terreno, a la media europea. Este nuevo estilo de vida que se afirma más en la ruptura que en la continuidad, que apuesta por hacer pan sin hacerlo y sin saberlo hacer, por trabajar hoy aquí y mañana allí, y por cambiar de pareja cada dos por tres, supone, a juicio de esta empresa, la necesidad de muchos muebles ya que hay mucha gente que en ese trance no está dispuesta a cargar los antiguos que tenía en su anterior casa. Muchas separaciones, muchas bodas requieren muchos muebles. Por tanto a invertir en España. El razonamiento de la empresa danesa es impecable: a más divorcios, o separaciones que a estos efectos es igual, más muebles; a más muebles, más negocio y mayor riqueza; a mayor riqueza y ganancia, más puestos de trabajo; a más puestos de trabajo y más beneficios, mayor nivel de vida y más impuestos con lo que el Estado puede resolver mejor la cobertura de la salud, la educación y de las restantes demandas sociales. Un sociólogo economista que murió a mitad de siglo, Joseph Schumpeter, hablaba a este respecto de la destrucción creativa, es decir, que cuanto más se destruye, más expectativas se crean. A más separaciones, hay que fabricar más muebles y así crear más riqueza. Es otra manera de ver las cosas.


38.- ¿Cuándo las confusiones son útiles? Hay veces en las que no es un buen negocio que a uno le confundan con otro; oportunidades con mala pata, muy mala pata, en las que alguien nos cree una persona diferente de la que en realidad somos. Bien es verdad que en algunos casos puede resultar simpática y, a lo mejor, hasta útil e incluso ventajosa y rentable esta circunstancia, especialmente si de lo que se trata es de gozar aunque sea sólo un rato de prebendas que no nos corresponden o las que no estamos acostumbrados, pero realmente hay situaciones en las que esa confusión es más perjudicial que beneficiosa. Como es lógico, todo depende de con quien nos confundan y de las condiciones en que se produzca esta confusión. Si piensan que somos alguna de esas personas, que dicen que las hay, protegidos de la fortuna y por las que los dioses se desviven para hacerles la vida feliz, pues tanto mejor o miel sobre hojuelas. Pero si es lo contrario mal asunto nos puede venir. Porque desde luego no se puede olvidar que siempre existe la posibilidad de que en cualquier momento nos puedan confundir con cualquier pandillero o cuando menos algún descuidero. Y malo será también que lo fuera con algún moroso irresponsable. Este riesgo es como una espada que pende sobre nuestras cabezas de manera permanente y para el que tenemos que ir siempre preparados adecuadamente. Porque ¿quién nos puede asegurar que cualquier día, en cualquier esquina, cualquiera no nos va a confundir con el malandrín de turno, sobre todo si, como dicen las malas lenguas, todos tenemos un doble andando por la calle?. De todas maneras, y por precavidos que nos hagamos, las confusiones están a la hora del día y son como una especie de aliño en la vida. Una de las confusiones más célebres, desde luego provocada y planificada con toda minuciosidad, es la que sufrió Alcmena, una mujer enamorada de su marido Anfitrión que, al mismo tiempo, sentía la opresión de los requiebros de Júpiter, el mujeriego llamado rey de los dioses. El caso es que una noche Anfitrión dio una sorpresa a Alcmena porque se había marchado lejos y ella no le esperaba hasta pasados unos días. La emoción del encuentro inesperado entusiasmó a los amantes que se ocuparon hasta el amanecer en dedicar todo el tiempo al amor. Pero todo había sido un engaño: Júpiter había tomado el cuerpo y la figura del marido y lo que a Alcmena le parecía un amor conyugal había sido simplemente un adulterio divino. Anfitrión había sido confundido con Júpiter. Éste se había convertido, gracias a sus poderes superiores, en el doble exacto de Anfitrión y así había podido ocupar su puesto. Pero no siempre es un dios el que interfiere en nuestro reconocimiento ni nuestras tragedias tienen origen tan singular. Puede ser simplemente el error de una emoción, un simple despiste, una mala capacidad de fisionomía. O incluso un interés perverso. Y si de ese engaño divino nació, para beneficio de la humanidad, el héroe Hércules que tantas fatigas nos ahorró a los mortales, del error de un mortal confundiéndonos con otro nos puede llegar alguna desgracia envuelta no precisamente en celofán sino en forma de cadenas o, por ser más modernos, (de esposas, de las otras). Como fue lo que le ha ocurrido a un hombre hace unos días cuando fue confundido con un atracador por una de las personas que sufrieron el ataque. El asunto, grave sin duda y en el que debe intervenir el Estado, ha acabado aclarándose pero antes ha tenido que pasar unos días en la cárcel. En el terreno, sin embargo, en el que las confusiones producen una mayor rentabilidad, en el que resultan un extraordinario negocio, es el privado, cuando es uno mismo el que se confunde con otro, una práctica habitual que nos sirve de detergente frente a la culpabilidad y al reconocimiento de nuestras debilidades. Una operación de acoso y derribo, como decía Ortega y Gasset, al yo convencional que es el que da origen a la imagen que proyectamos cuando nos miramos al espejo empañado después de la ducha. El problema de las confusiones está fuera, en la calle, al exterior. Ya nos cuidamos nosotros de que dentro, en el encuentro con nosotros mismos, no intervengan ni siquiera los dioses. Y menos aun su rey. Publicado el día 20 de octubre de 2000.


39.- El precio de la infidelidad Desde la antigüedad la decisión de componer un matrimonio siempre se ha reflejado en un contrato (oral o escrito que a estos efectos por aquello de cumplir la palabra dada es igual) siempre se ha creído que era necesario fijar de esta forma los términos de un compromiso así por las consecuencias de una decisión de tal importancia. No hay que olvidar que a fin de cuentas un matrimonio, además de otras muchas cosas, es un sistema de transmisión patrimonial de índole genética, cultural y económica. Y con el patrimonio no se juega. Para confirmar que esto es así, podemos citar el que se considera el más importante de todos los códigos antiguos, redactado por un rey de Babilonia, llamado Hammurabí, hace unos tres mil setecientos cincuenta años que en un artículo dice literalmente que si un señor toma una esposa pero no extiende su contrato, esa mujer no es su esposa; es decir que si no había contrato, la ley no reconocía el matrimonio. Los contratos matrimoniales a lo largo de la historia han venido recogiendo, como es natural, las condiciones de esta nueva relación, siempre de acuerdo con las características y las convicciones de cada cultura y cada tiempo, con la concepción que en cada época se ha tenido del matrimonio que desde luego casi ha agotado todas la variantes teóricas posibles. Y así, entre otras cosas, han incluido asuntos como las modalidades de la entrega de los esposos, la cuantía y condiciones de la dote, qué hacer si alguno quedara viudo, y, por supuesto también cómo actuar en caso de esterilidad. Y asimismo de infidelidad en todas sus modalidades, según fuese sorprendido o no en el mismo momento, o según con quién y en qué circunstancias se producía el adulterio. En el ejemplo citado, y por tratarse de una cultura tan antigua, la infidelidad del marido no se castigaba, salvo que fuese sorprendido con la esposa de otro, lo que llamaríamos un adulterio doble. En ese caso, si no había ningún perdón por medio (el marido ofendido podía perdonar a su mujer, lo que acarrearía también la indulgencia real), ambos eran castigados con una muerte compartida por ahogo arrojándoseles al agua, para lo que previamente se les ataba a los dos juntos de forma que no pudiesen en ningún caso salvarse nadando. Una forma de muerte que con cierto retintín y sarcasmo, y desde luego con humor socarrón, alguien ha interpretado como una especie de maldición: ya veréis lo que es estar juntos una eternidad. Bien es verdad que ha habido momentos de la historia en los que se ha ocultado a los contrayentes lo prosaico de la vida, dejándoles que sólo miraran las utopías amorosas, propias de unos enamorados deseosos de morir juntos donde sea, y se han encargado las leyes generales de los detalles vulgares y materialistas. Pero la costumbre e incluso necesidad de formalizar los compromisos matrimoniales siguen estando presentes en nuestros tiempos. Precisamente, al decir de los medios de comunicación, estas semanas se está negociando uno que por la celebridad de sus protagonistas, las condiciones de su trabajo y la concreción de los acuerdos que se están adoptando va a formar parte de una categoría especial. Dos famosos actores esperan cerrar con un buen acuerdo previo a su próxima boda, en el que están incluyendo y tratando de prever todas las contingencias que se puedan plantear en el transcurso de la vida, que nunca se sabe y vaya usted a saber qué pasará en el futuro. Y una cosa son los amores y otra el reconocimiento de las miserias humanas. En el mismo se incluyen dos cláusulas dignas de la mejor atención. Una valora la paciencia de la esposa, que se asegura 270 millones por cada año de aguante. La otra prevé la conducta del marido que, en caso de infidelidad, deberá pagar la espléndida cantidad de 900 millones, sin que en el precio aparezcan, o al menos se conozcan, las circunstancias agravantes o atenuantes del mismo: con quién sería la infidelidad, si bastaría un solo tropiezo o si podría ser de pensamiento demostrado en un lapsus o a través de la máquina de la verdad. O si se hace con fullerías. Si Hammurabí los ahogaba, Dante enviaba a los que engañaron a las mujeres al infierno en el que unos demonios cornudos los azotan cruelmente con varas. Ahora basta con pagar una multa que además resulta progresista porque, como ocurre con los impuestos directos, se paga según lo que cada uno gana o tiene. Las ventajas por esta vez las tienen los pobres y los insolventes.

Publicado el día 3 de noviembre de 2000.


40.- Sociedades al cincuenta por ciento Salvo en las dictaduras de todo tipo, el fenómeno de las sociedades al cincuenta por ciento no es algo nuevo aunque en estos días suene con más fuerza por razón de las elecciones norteamericanas. El que la disparidad de opiniones en un grupo acabe polarizado en dos opciones únicas o preferenciales es algo bastante más frecuente de lo que a primera vista pudiera parecer y se da, y se ha dado, en todos los niveles de la escala cultural. Y es precisamente en el plano político e institucional el ámbito en el que es más acostumbrada esta situación. Partidos políticos o coaliciones, candidaturas, comicios electorales son algunos de los acontecimientos propicios para esta clase de resultados que en muchos casos obedecen a posiciones encontradas ante un mismo problema. La sociedad israelí, por citar un caso especialmente conocido, anda a vueltas de cuál es el sentido de esa nación y así mientras una mitad cree que es y debe ser un Estado religioso regido por las leyes de Moisés, la otra mitad considera, al contrario, que es, y debe ser, un Estado laico como los demás dirigido por la voluntad popular: la relación de fuerzas es tan equilibrada que ninguna de las dos opciones tiene la confianza de poder imponer su posición. En España se puede recordar al País Vasco con una división casi pareja entre nacionalistas y no nacionalistas, o las votaciones ajustadas que se han dado en los congresos de algunos partidos de implantación nacional. En Venezuela, por ejemplo, acaba de ocurrir un empate en las elecciones a gobernador de un Estado, que ha pasado desapercibido a la opinión pública. Todo esto lo que plantea es el problema de los empates, o vice-empates que dice alguna gente, con consecuencias unas veces desagradables o al menos incómodas pero otras gratificantes para alguno de los contendientes porque supone una satisfacción para el perdedor, aunque en realidad perder con un solo voto de diferencia es sencillamente perder porque al final el que manda es el que ha ganado pero parece que se queda uno como más tranquilo y contento, como más legitimado. Incluso en el deporte en determinadas circunstancias al empate le llamamos una victoria moral. En los casos de colectivos cuyo número es controlable la solución técnica que se adopta es la de hacer que los componentes sumen un número impar. Por eso las corporaciones municipales tienen esa característica, lo que en principio, en una situación normal, evita el empate de votos. Pero donde se da la situación más complicada y difícil es cuando el cuerpo electoral o número de votantes es necesariamente de dos, de las que tenemos dos ejemplos modélicos y singulares. El primero es el caso de los matrimonios, parejas estables o noviazgos, verdaderas sociedades al cincuenta por ciento donde la mecánica de las votaciones resulta harto complicada. Porque aquí el problema es estructural, es decir, resultado de la propia situación de origen ya que, en principio, al menos en la cultura occidental establecida y pública, sólo dos personas son los integrantes de ese colectivo. En este caso, salvo que se produzca la unanimidad, cosa que es afortunadamente habitual por más que las malas lenguas aseguren lo contrario, ¿cómo resolver el empate?. Como se sabe, cuando una agrupación tiene por la circunstancia que sea un número par de miembros, la legislación y la costumbre han establecido lo que se llama el voto de calidad, es decir, que el voto del presidente o principal de la reunión tenga valor doble. Pero en el caso que nos ocupa, ¿hay voto de calidad?. Y si lo hay ¿quién lo ostenta de los dos?. Compleja y ardua situación que apenas deja salida, a la que algunos pillos tratan de quebrar el equilibrio, desde luego que inestable, con algún que otro enredo o marrullería. El otro supuesto tan duro como el anterior somos nosotros mismos y cada uno que, como dicen por ejemplo Jorge Luis Borges o Pío Baroja y lo comprobamos todos los días, somos moralmente duales, es decir, que muchas veces tenemos enormes dificultades para ponernos de acuerdo con nosotros mismos de manera que, con más frecuencia quizá de la deseable, nuestras discusiones interiores terminan en empate. Y aquí ni vale lo de la victoria moral ni los puntos nos hacen subir en la clasificación. Claro que, como se decía al principio, todas estas historias no ocurren en la dictaduras. Publicado el día 17 de Noviembre de 2000.


41.- Escribir a lápiz Por razones que normalmente se nos escapan a la gente corriente, hay una serie de temas o de cuestiones, con mucha frecuencia referidos a la salud, que pasan de estar completamente olvidados a convertirse en asuntos del orden del día y de los que no hay más remedio que hablar por la presión que hacen los medios de comunicación. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la risa como procedimiento eficaz no sólo para prevenir determinadas enfermedades sino incluso para mejorar el estado general del cuerpo y de la mente. Resulta que de nuevo se nos insiste en que la risa es poco menos que una terapia prácticamente definitiva, algo así como un remedio universal (una especie de bálsamo de Fierabrás), para todas aquellas enfermedades ligadas de una u otra forma con el estrés y la tensión. Reírnos varias veces al día, aseguran eminentes doctores, garantiza puede que larga perro desde luego tranquila y sosegada sin otras amenazas mayores por supuesto que una ruina económica o la caída de una teja, que en asuntos de este tipo poco pueden decir los expertos. Una película de humor vale más que una pastilla y por eso se está investigando en los niños que son los pacientes que tienen más facilidad para reír. Reírse, dicen, debería ser un ejercicio repetido varias veces al día en horario previsto de antemano y como una actividad natural más, encajada en las costumbres cotidianas y casi mecánicas. La propuesta es tan precisa que incluso recetan una dosis determinada. Por ejemplo, un psiquíatra de la Universidad de Stanford, Williams Fry, dice que reírse unas 100 veces al día puede llegar a tener los mismos efectos cardiovasculares que hacer ejercicios de remo durante 10 minutos. Y otros expertos proponen como más eficaz hacer sesiones más largas seis o siete veces al día. Que la risa, reírse de las cosas y también de uno mismo, es buena y tiene virtudes curativas no ha sido nunca una intuición por más que uno de los griegos más sabios de la historia, Aristóteles, creyera que la capacidad de reírse es tan exclusiva de la especie humana que podemos definir al hombre como la persona que ríe. Y desde entonces hasta la historia se ha encargado de contar risas famosas como la del filósofo Demócrito, cuya carcajada era tan fuerte que los intelectuales la criticaban; y silencios tan notorios como el de otro filósofo, Anaxágoras del que aseguraban que nadie le había visto nunca reírse. Pero quizá el mal cartel que han tenido las emociones y los sentimientos en la cultura occidental, debido a la teoría de que es la razón la que ha de gobernar la conducta del hombre, ha impedido propuestas como las que nos hacen los médicos. Incluso son muchos los autores que han utilizado los cuentos y las anécdotas como demostrativos del error de dejarse llevar por las emociones. Y en este contexto la risa ha tenido siempre la peor fama de superficial, irreflexiva y frívola. No parece que haya intereses económicos en la propuesta de que nos riamos para vivir más sanos como puede ocurrir con las lechugas, la soja o el café, que a uno le queda la duda de si lo que les mueve a darnos esos consejos es simplemente el deseo de vender. Pero el que no se de esta circunstancia no impide que la podamos ver con precaución y desconfianza. El problema está en la excesiva programación de la vida, en la falta de espontaneidad que implican sugerencias como ésta, en el uso demasiado racional de esta terapia. Reírse por prescripción facultativa a una hora determinada todos los días parece todo lo contrario a una dieta sana. Hacerlo de esta manera es como someterse a los mandatos firmes y severos de un horario apretado, una agenda cerrada y rígida sin posibilidades de modificar, a vivir de acuerdo a lo que impone la informática. Aminorar este tipo de vida programada no tiene ninguna posibilidad de arreglo ni de solución porque estamos amenazados por el escaso valor de una vida artificial que aparece en el horizonte del futuro como una forma única de ser. Pero mientras tanto al menos podemos reírnos al ver cómo los ordenadores han tenido que romper su rigidez al ofrecernos la posibilidad de borrar, es decir, de equivocarnos: tanta es su obsesión por ello que no dejan de repetirnos la pregunta de si estamos seguros de querer rectificar. Como cuando escribimos a lápiz que con su fiel compañera, la goma, nos permite equivocarnos y corregir cuantas veces queramos: una moda que por cierto parece que está renaciendo.


42.- Una sugerencia algo cínica Seguro que la demanda moral más universal, apasionada y ruidosa que se da en nuestros días es la relativa a la manipulación genética, es decir, a la posibilidad, que hoy permite la técnica, de intervenir casi en la fabricación de un ser humano. Apenas debe quedar alguien por ahí que no haya manifestado su lógica preocupación y su miedo por las consecuencias tan graves que se derivarán sobre la especie humana si no interrumpimos, o al menos recortamos o reordenamos, acciones tales como la clonación o la intervención en los embriones y el genoma. Aunque el tema es de por sí notablemente complejo porque, incluso en la teoría, se mezclan confusamente intereses nobles (los aspectos terapéuticos) con otros menos presentables (económicos, y de dominación y poder), nadie con sentido común puede estar en desacuerdo con estas exigencias. Se nos dice que se van a fabricar seres que de humanos sólo tengan la apariencia, nacidos y criados para servir de utilidad a otros, sin capacidad de obrar por sí mismos, dobles genéticos cuya existencia romperá todos los códigos racionales que hasta ahora han regido la vida humana; seres como los descritos, por ejemplo, en Un mundo feliz por A. Huxley, en definitiva, seleccionados artificialmente. Razones como el respeto humano, la dignidad de la persona y el horror a hacer seres inferiores se aducen como argumentos para solicitar al menos una demora en este avance alocado hacia la autodestrucción. Y la demanda se concreta en la exigencia de que se elabore un código moral que señale el camino posible y evite que luego haya que lamentarse cuando ya no sea posible retroceder. Pero en esto de las denuncias y las preocupaciones morales, por ser un asunto delicado, hay que andarse con mucho tiento y precaución. No debe olvidarse que en la historia ha sido muy frecuente la estrategia de promover la preocupación por un fin noble para ocultar la de otro del mismo nivel de exigencia. Y en esto podemos estar: en que, ocupados en protestar contra las manipulaciones genéticas y pedir una bioética, se nos olvide tanto nuestro pasado como nuestro presente. Porque no debemos engañarnos como si todo esto fuera nuevo y se nos abriera un mundo desconocido. La humanidad no puede poner cara de ingenuidad como la de quien no ha roto un plato nunca en su vida y desde la inocencia mira con temor al enemigo que se avecina de manera casi irremediable y le va a arrancar a pedazos la bondad. La humanidad, nosotros y cada uno a su nivel, ni somos inocentes ni tal vez lo hayamos sido nunca. La humanidad, nosotros y cada uno a su nivel, ya venimos practicando, por cierto con extraordinarios resultados, todas las que ahora hemos dado en llamar aberraciones genéticas. Mediante la selección artificial, que desde luego es más lenta y aparentemente más limpia, y desde la brutalidad más directa, hemos creado seres horribles, a quienes con dificultad podríamos llamar humanos porque han estado, y están, tarados física y moralmente, convertidos en esclavos y con un precio de mercado más bajo que algunos objetos materiales. ¿Acaso no ha habido en la historia, y hay ahora, cientos de millones de personas esclavizadas, tratadas ni siquiera como animales sino como cosas, como objetos físicos?. Amputaciones físicas sin cuento, ¿queda algo por inventar en cuanto al refinamiento de la crueldad?. Y mutilaciones sicológicas e ideológicas con las razones más peregrinas para justificar la máxima explotación que puede soportar una persona. Qué le queda ya de dignidad a nuestra especie, más allá de algunos buenos sermones y algunas buenas obras. La vida, decía Pío Baroja, es una cacería horrible, una crueldad universal, y Adorno, uno de los filósofos más importantes del siglo XX, asegura que después de Auschwitz, de los campos de concentración nazis, toda cultura no es más que basura. Pero, puestos a ser cínicos, hasta podría reconocerse que estos seres, llamados humanos, que la ingeniería genética va a diseñar y construir tendrán la ventaja sicológica de que ya nacerán con tal mutilación genética que nunca tendrán la tentación de llegar a pensar y plantearse algo sobre el sentido de la vida. Lo que al menos les hará ser felices a su manera. Como diría el castizo, al modo de los animales. Un modo que ya hubiesen querido para sí muchos miles de millones de personas que tuvieron la desgracia de nacer dentro de lo que se llama técnicamente la especie humana. Publicado el día 15 de diciembre de 2000.


43.- Los 29 de diciembre Como ocurre todos los años, el día de hoy, 29 de diciembre, no es precisamente una buena jornada para mucha gente. Si es verdad que cada día tiene su historia y su personalidad, el de hoy es de los de mala pata y malos sabores, de los que dejan el cuerpo, y el alma, como cortado, de los que no apetece demasiado por el rito y la ceremonia que le corresponde, por la tarea que le ha tocado en suerte. Y hasta probablemente haya quienes tengan pocas ganas de que llegue, pocas ganas de que amanezca. Por supuesto que a otros les dejará indiferentes y seguro que los inflexibles, los intransigentes y los puntillosos celebrarán su llegada con algarabía, pero los lectores convendrán en que es razonable el disgusto que hoy tienen los que ayer soñaron con cosas mejores que hoy se les han derrumbado. Un pena. Bien es verdad que a los medios de comunicación les ha faltado arranque y valor, y les ha sobrado prudencia y moderación porque, puestos a imaginar cosas maravillosas, hubieran podido inventar fábulas de ensueño, narraciones fantásticas y quimeras inalcanzables para que por lo menos durante un día hubiéramos podido soñar con que las cosas van mejor de lo que la realidad nos pinta cada día. Pero no ha sido así. Porque de la misma forma que ayer fue el día de los inocentes, de los ingenuos, de los crédulos, de los que se creen todo o casi todo, hoy es el día de la verdad, de la realidad cruda y dura, día en el que se derrumban algunas de las esperanzas que ayer abrieron una puerta a la alegría. Es que, claro, todos los años el 29 de diciembre se desvelan y se descubren como falsas algunas buenas noticias que ayer han aparecido en los medios de comunicación. Hoy, 29 de diciembre, hay que aclarar, con la coletilla obligada, que la información aparecida era una suave broma, una inocentada hecha en nombre de la tradición. Y es que, aunque muchas veces no lo parezca, todavía sigue habiendo ingenuos, inocentes. Un día que es como un emparedado entre otras fiestas más notables y más atendidas en sus ritos y en sus celebraciones pero que permanece como un aire diferente en el juego viciado del ruido, el alboroto y la fiesta desmedida. Los sociobiólogos, unos científicos estudiosos entre otras cosas de las reglas que gobiernan en los grupos sociales al objeto de evitar su extinción, aseguran que toda sociedad necesita inevitablemente un porcentaje razonable de ingenuos o inocentes ya que de otro modo estas acabarían desapareciendo. Si un colectividad quiere sobrevivir, tiene que fabricar inexcusablemente un número suficiente de ellos. La razón es muy simple: si entendemos que los ingenuos o inocentes son los que ayudan a todos y los tramposos los que aceptan ayuda y luego no corresponden, tenemos que concluir que una sociedad formada sólo por tramposos acabaría autodestruyéndose al ser una lucha de todos contra todos. Los ingenuos, los inocentes, los cándidos o los candorosos son en esta teoría científica los que salvan a todo grupo social. Frente a los más sabihondos y resabidos que se preguntaban ayer, con los periódicos en la mano, dónde estará la inocentada de turno, todavía quedan quienes juegan con la verdad, creen en las miradas, los gestos y las palabras, y opinan que hay que dar forma a ceremonias y solemnidades propias, como el color o la luz, al día de los inocentes. Y reivindican, no la utopía que es a veces una forma engañosa de ganar voluntades, sino la ingenuidad y la inocencia. Ya se sabe aquello que dijo Montesquieu, que los más listos son ingenuos. Y a lo mejor hasta tenía razón. Al fin y al cabo, como decía Antonio Machado, “todo es soñar, / el caballito soñado / y el caballito de verdad. Publicado el día 29 de diciembre de 2000


44.- Arte urbano en Córdoba La verdad es que las manifestaciones públicas que se están haciendo sobre las aparentemente dudosas cualidades artísticas de las farolas que se han instalado en La Corredera ofrecen una buena oportunidad para reflexionar sobre el alcance y la importancia que tiene lo que se puede llamar el urbanismo público. A estas alturas de la historia no cabe desconocer las bondades democráticas que tiene el que el ciudadano se ocupe de valorar la estética del hábitat en el que vive y desarrolla su existencia. A su vez este nuevo horizonte cultural plantea una cuestión de fondo de difícil respuesta unánime: al fin y al cabo la cultura siempre es dialéctica y discusión permanente. En cuanto al tema concreto de las farolas, de entrada no tiene sentido, sin una reflexión y una análisis previo riguroso, sentar cátedra sobre su fealdad e inadecuación al marco general de la plaza. Demonizarlas sin más no parece desde luego una posición razonable. Porque, aunque la experiencia estética tiene una dependencia fundamental en la emoción de acuerdo con la definición de arte que hoy se considera universal, hay elementos de racionalidad que son necesarios para una correcta interpretación del fenómeno de la belleza y de lo feo. En el caso que nos ocupa se puede pensar, por ejemplo, que el objetivo es que dichas farolas no formen parte del conjunto artístico, que sean un objeto externo a la plaza sin otra finalidad que permitir una mejor visión del contexto. Es como si uno quisiera llevar una linterna para verla en la oscuridad: a nadie se le ocurriría exigir que ésta tenga un diseño determinado para poder usarla en ese ambiente. También cabe interpretar que la figura de las mismas expresa el deseo de dejar un apunte de la modernización de la época que ha hermanado la técnica con la belleza. Interpretaciones caben muchas y todas deben ser puestas sobre la mesa antes de emitir una opinión y, sobre todo, evitar una pendencia ciudadana de presión social con el único objetivo de ganar, por ejemplo, una batalla política. Pero lo más interesante que ofrece la circunstancia de las farolas es la oportunidad para plantear el verdadero problema de fondo y que no es otro que discutir, y si es posible averiguar o acordar, quién o quiénes tienen el derecho y el deber de decidir el marco urbano en el que se desarrolla la vida de la sociedad, los lugares comunes de convivencia. De entrada nadie que esté informado puede negar, y además no sería justo hacerlo, el protagonismo que a través de la historia han tenido los artistas a la hora de definir los edificios públicos, los espacios comunes. La Historia del Arte atribuye a determinados creadores la autoría de catedrales, palacios o plazas públicas y el sello de su ingenio ha quedado para mucho tiempo. Pero esto ¿debe seguir siendo así?. O, al menos, ¿en el mismo sentido?. Como no puede ser de otra manera, el artista tiene derecho sin duda a expresar su sentido estético en plena y total libertad. Ese es un principio inamovible e intocable. Y si una ciudad o un grupo social encarga a un artista una obra de arte con una finalidad determinada ésta ha de respetarse íntegramente. En el peor de los casos cabrá el lamento pero desdecirse luego sería criticable y una falta de respeto a la persona y a la obra. Sin embargo, ¿qué decir del urbanismo, entendido éste como marco general de la convivencia?. ¿Tiene algún derecho la comunidad a expresar lo que podríamos llamar sus deseos ambientales, la tonalidad del espacio común en el que se van a desenvolver sus afanes y sus desvelos?. ¿Nada tiene que decir?. Por supuesto que será el artista el que proyecte y realice la obra y es acertado defender la expresión artística en el modelo de ciudad pero ¿sólo cabe el silencio?. Aquí está el nudo de la cuestión y el verdadero debate. Por ejemplo, la ciudad de Córdoba se está llenando cada más de rincones y espacios públicos fríos, duros, que provocan repulsión y en ningún caso acercamiento. Como si se pretendiera romper de una vez por todas de espacios de ágoras, de lugares de convivencia y de entendimiento. Ahí están, por ejemplo, la plaza de Juan Bernier o los espacios kilométricos de los terrenos de Renfe. O la plaza de La Compañía, un ejemplo paradigmático de ambiente pétreo que invita a huir del mismo, sea verano o invierno. Naturalmente que una votación pública no puede decidir los detalles de una rincón urbano pero ¿no cabe entender el arte como expresión colectiva de una cultura?. Publicado el día 12 de Enero de 2001


45.- Ciudadanos impecables En el ámbito de la vida pública ocurren, con más frecuencia de lo que a primera vista pudiera parecer, acontecimientos o situaciones que ofrecen un alto interés para la reflexión social y política, en definitiva para la convivencia de todos. Son episodios de escasa resonancia y de poca estridencia pero de un simbolismo tal que los medios de comunicación en general deberían utilizar para promover discusiones y análisis entre la ciudadanía que a fin de cuentas es la que en una interpretación recta de la democracia tiene la responsabilidad de su propia gobernación. Como viene a decir Robert Dahl, el principio de la igualdad política, que es el que da sentido a la democracia, presupone la idea de que todos los miembros de la sociedad están cualificados para participar en las decisiones siempre que tengan adecuadas oportunidades de instruirse sobre las cuestiones relativas a la asociación mediante la indagación, discusión y deliberación. Bien es verdad que entre el ruido de los asuntos baladíes y los montajes económico-sanitarios, que parecen no tener fin, estamos suficientemente entretenidos pero no podemos dejar a un lado que el fondo de todas nuestras tensiones es un asunto del máximo interés de todos. Una ocasión que puede ilustrar estas observaciones es el caso de que el ya expresidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, ha tomado en los últimos días de su mandato algunas decisiones políticas de cierta envergadura y trascendencia que en los ocho años de su gobierno no ha sido capaz como, por ejemplo la adhesión de su país al Tribunal Penal Internacional. Como se sabe, este tribunal, deseado y solicitado por amplios colectivos en el mundo como la mejor y casi única fórmula razonable de acabar con la impunidad de dictadores y criminales capaces de sobrepasar los límites de la crueldad y los abusos sobre las personas, está dirigido a juzgar genocidios, crímenes de guerra y otros delitos contra la humanidad. Lógicamente esta iniciativa ya desde su creación ha suscitado inquietud y problemas en algunos Estados que temen que pueda tener consecuencias desagradables fuera de los límites de sus territorios. Concretamente los Estados Unidos, que permanentemente tienen fuerzas militares por el mundo temen que socaven su soberanía y tenga consecuencias para sus soldados si en otro país cometen fechorías. Sin embargo Clinton, aunque naturalmente conocerá que su firma necesita posteriormente la ratificación de las Cámaras Legislativas, ha quebrado las reticencias que había venido mostrando durante su gobierno y, antes de marchar del poder, ha decidido firma esta adhesión. En estas circunstancias la pregunta lógica es por qué no ha dudado en hacer algo a lo que durante tanto tiempo se ha negado. Es decir, qué razones ha tenido para tomar determinadas decisiones, complejas y complicadas sin duda, en los últimos días de su mandato, cuando éste ya no era prorrogable, con una actitud distinta a la que había tenido durante sus ocho años de mandato. Y la explicación inmediata es pensar que en esas condiciones ya no teme el posible rechazo y castigo de la ciudadanía y esto le lleva a providencias impopulares cuando ya no depende de los votantes. ¿Es razonable esa posición? La verdad es que cuando entramos en un período electoral se ven por doquier proclamas de colectivos reclamando el voto de sus colegas para aquel gobierno que defienda mejor los intereses de su grupo, no para quien tenga un diseño más acabado de país. Lo que en esas circunstancias busca mucha gente y en realidad le importa son únicamente sus intereses particulares propios, sin tener una perspectiva más allá de sus propios beneficios grupales, y esta actitud lleva a plantear una de las cuestiones más contradictorias y discutibles sobre la democracia y sobre la convivencia. Rafael del Águila describe al ciudadano impecable como aquel que cree en la profunda armonía del mundo político y piensa que tal armonía pasa por él mismo, por su bien, su potenciación y su cuidado y que al tiempo estos tres factores constituyen la justicia, se siguen de la razón y se inscriben en sus derechos. Y no parece fácil que una sociedad de ciudadanos impecables pudiera sobrevivir. Publicado el día 26 de Enero de 2001


46.- De algo habrá que morirse Si es verdad que cada colectivo o cada grupo social tiene sus obsesiones, habrá de reconocerse que la de las sociedades ricas e incrédulas de lo que se llama el Primer Mundo es la salud, que en todo su sentido general (alimentación, higiene...) se ha convertido en el referente más significativo de nuestras culturas desarrolladas, a diferencia de lo que pasa en los pueblos y en las naciones que llamamos atrasadas en las que la ocupación y la preocupación está, antes que nada, en encontrar algo para comer. Esta obsesión está alcanzando niveles preocupantes de histeria colectiva. Basta comentar entre los amigos el sabor agradable de cualquier comida para que en seguida aparezcan expertos en las virtudes sanitarias (supuestas o reales) de los mismos. Cada vez hay más gente que toma cualquier información periodística de vaya usted qué solvencia como un dogma de fe o una verdad estrictamente científica, lo que, además de la tensión que ello produce, empieza a impedirle salir a tomar unas simples tapas. Y no digamos de aquellos que llevan la cuenta -los pescados de estero, la fumigación de los vegetales, los animales engordados artificialmente...- cada día más amargados como sintiéndose malditos. Mientras tanto y pese a todas las pandemias y epidemias que con mayor o menor publicidad amenazan en nuestro horizonte, cada día es mayor la esperanza de vida y más saludable la vejez. Ahora andamos con el asunto este de las vacas locas del que todo el mundo habla y da la impresión que poca gente reflexiona, y que no está muy claro quién o quienes lo están manejando y con qué intención lo hacen (intereses comerciales de mercados que está acechando para hacer el negocio del siglo, explotación periodística de los escándalos... ) pero que, analizando con detalle, por ejemplo, la historia de lo que ha pasado en Inglaterra donde ya apenas hay restricciones parece que es una más de las neurosis colectivas que, cada día con más frecuencia, circulan sobre la salud. Y ya se sabe lo que pasa con las obsesiones, que el que las vive lo ve todo tan claro que resulta prácticamente casi imposible convencerle de lo contrario. Aunque, como dice el refrán que es fuente de sabiduría, una cosa es la prudencia y otra la histeria. De todas formas y dado que todo esto se complica cada vez más habrá que echarle imaginación para resolver el problema y buscar entre todos fórmulas que resuelvan el asunto, no sea que con la ansiedad se nos atragante la digestión. Una salida muy sencilla para que nuestra tranquilidad sea prácticamente total podría ser el exigir que cada alimento (cada filete, cada alcachofa, fideo, lenteja o chanquete, es decir, todo lo que sea alimentación) tenga un código de barras que explique toda la historia de ese alimento, sus antecedentes genéticos (si tuviere taras heredadas genéticamente deberían haber sido eliminadas con anterioridad), la forma como ha sido criado (para descartar que ha recibido sustancias tóxicas) y, por supuesto, un código complementario con el historial de las personas que lo han manipulado y cuáles son sus hábitos sanitarios, no sea que se les haya ocurrido, por ejemplo, trabajar sin lavarse previamente las manos o desconociendo si están incubando un resfriado y luego nos toque a nosotros sufrir las consecuencias. Eso sí, con cursos acelerados para que todos podamos entender este nuevo lenguaje que de momento nos resulta harto complicado. Claro que si elimináramos todos los peligros que nos amenazan habríamos conseguido prácticamente la inmortalidad, lo que nos llevaría a nuevos y más complicados problemas. Ahí es nada vivir para siempre. ¿Qué futuro le espera en ese caso a los animales carroñeros o a los microorganismos que están ansiosos de nacer de nuestro cuerpo corrompido?. De ser inmortales, entre otras cosas, habríamos roto la cadena animal. Naturalmente que hay quienes que se han muerto por contagio de la enfermedad de las vacas locas (dicen que unos 90 desde que en 1986 apareció en Inglaterra). Pero también por accidentes de tráfico. Y hasta por atragantarse con una espina del pescado. Al fin y al cabo de algo habrá que morirse. A los países ricos, prósperos y provocativos ante la miseria de los dos tercios del mundo, que comemos y comemos ternera y no nos morimos por miles de sida, nos vendría bien recordar la reflexión de Melibea cuando decía aquello que es más difícil sufrir la próspera fortuna que la adversa: que la una no tiene sosiego y la otra tiene consuelo. Publicado el día 9 de Febrero de 2001


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47.- Selección de personal

La división del trabajo, iniciada hace unos miles de años, de manera que unos hacen una cosa y otros otra, planteó en seguida dos leyes. Una fue el convencimiento de que en esas condiciones era útil, conveniente y hasta necesaria la especialización porque así la tarea es más rentable y más cómoda. La otra que para cada ocupación siempre hay que buscar y elegir a la persona más apta y con condiciones más adecuadas en el convencimiento, como decían ya los griegos y seguimos creyendo nosotros, de que cada uno o cada persona nace para una cosa determinada y que no todos servimos para todo. Y así desde nuestra experiencia de cada día y desde la memoria histórica que aseguran los libros y como no podía ser de otra manera, sabemos que siempre que ha sido posible se ha hecho selección de personal. En el caso de las grandes empresas la parte contratante actúa mediante técnicos especialistas en recursos humanos fundados en sesudos estudios y cuando se trata de pequeñas empresas con el conocimiento directo de la personas, de la familia y del entorno. Con estos procedimientos nadie es seleccionado si no se acomoda al perfil exigido y el tendero no elige al tonto del pueblo e incluso rechaza al muchacho o la muchacha que le parece que por sus antecedentes o el medio en que vive no va a resultar útil. Todo esto le parece normal y lógico a la mayoría de la gente y por supuesto de sentido común. Lo mismo que el hecho de que todo este procedimiento esté lleno de papeles y acreditaciones que aseguren nuestras virtudes y nuestras habilidades. Porque aunque el conocimiento del prójimo, dice Ortega y Gasset, es una cualidad que al menos de manera elemental tiene todo el mundo, es normal que poca gente se fíe de su intuición. La cosa es que según los valores y las creencias de cada circunstancia histórica nunca han faltado las certificaciones. Antes era necesario acreditar, por ejemplo, que no se era bastardo ni expósito. En otras ser cristiano viejo, de lo que se jactaba con orgullo Sancho. Hasta no hace mucho el certificado de buena conducta resultaba imprescindible. En cuanto al linaje sin embargo hay que reconocer que ya ha dejado de ser lo que era. Y para demostrar la paternidad ahora se ha inventado el del ADN. Pero el certificado que lleva las de ganar porque siempre ha sido y sigue siendo inevitable es el de salud, el que llamamos certificado médico. Con unos u otros sistemas y matices, demostrar que se goza de buena salud es imprescindible para tareas tan diversas como trabajar en al Administración o conducir un coche. Y aquí está la cuestión. Resulta que empiezan a oírse voces de queja y preocupación porque con todo esto del genoma dicen que, apoyándose en la capacidad de predicción que van a proporcionar estas nuevas técnicas, cualquier empresario podrá rechazar a la persona que esté previsto que vaya a sufrir una determinada enfermedad. O que las empresas aseguradoras van a disfrutar de una información sobrevenida extraordinaria, con los perjuicios que ello acarreará a los asegurados. Es decir, como una nueva forma de discriminación sanitaria o biológica. Pero ¿qué razón hay ahora para poner el grito en el cielo y empezar a reclamar una legislación específica que impida todo esto?. ¿No es lo que se ha hecho siempre?. Sólo en que si hasta ahora nos piden un certificado médico, después nos exigirán el mapa genético. Pero ¿en qué está la diferencia?. Únicamente en el rigor científico, en la precisión informativa, en que ahora se dice que no puede trabajar el que tiene determinada enfermedad y luego será el que la vaya a padecer, pero la actitud moral es la misma y el mensaje social también. En cuanto a las compañías aseguradoras ¿no exigen una revisión médica antes de formalizar un seguro de vida? ¿no acomodan la cuantía de la cuota a las condiciones sanitarias, incluida la edad como expectativa de vida? ¿no personalizan las primas según las condiciones generales del asegurado?. El matiz consiste en que aminorarán o eliminarán el riesgo de pérdida, deseo y horizonte por otra parte al que aspiran no ya los grandes empresarios sino hasta los pequeños accionistas. Lo que se nos avecina es únicamente una diferencia de grado. Y esto es lo que nos inquieta. Como en tantas otras ocasiones pasar de los métodos caseros a la técnica más precisa sigue dándonos miedo pero a fin de cuentas seguimos haciendo lo de siempre.


48.- Un carné de buen ciudadano Desde luego está claro que en la vida pública cada vez hay más controles, más peritajes, más papeles, más trámites, más inspecciones y más revisiones. Y esto, como casi todo, tiene dos perspectivas diferentes, una positiva y otra negativa. La primera consiste en que agudiza la inteligencia para buscar los instrumentos de control colectivo para evitar a los pícaros e incluso permite crear muchos puestos de trabajo porque cuantos más controles, más controladores. La negativa es la desconfianza que supone todo esto respecto a los ciudadanos: los poderes supervisan e intervienen porque parten del supuesto, confirmado desde luego muchas veces por la realidad, de que lo que cada uno busca es la forma de trampear y camelar. Toda la parafernalia administrativa no tiene otra misión que ser más inteligente que los listos de turno y buscarles las vueltas para que cejen en sus intentos de enredos y astucia. Da la sensación de que han tenido poco éxito quienes han defendido que el hombre es naturalmente bueno. Pero esta situación tiene que tener algún tipo de arreglo. Precisamente cuando parece que la civilización está a un buen nivel, que la técnica ofrece posibilidades razonables de eficacia, no podemos aceptar que todo el ingenio de los que mandan se ocupe en evitar las maldades de la gente. Parece como si no hubiera otra manera de gobernar. ¿Tan mal están las cosas como para que lo único importante sea evitar las trampas, andar amenazando con multas y castigos?. ¿Es que no hay otra forma de organizar el mundo?. Sin embargo todo esto tiene una solución muy sencilla. Ocurre que todas las leyes siempre incluyen la lista de castigos que sufrirán los malos, es decir, los que se atrevan a incumplir lo que se ordena. Si hay que pagar un impuesto, sabremos en seguida qué les pasará a los que no lo hagan o lo paguen fuera del plazo establecido; que si se bebe más de la cuenta conduciendo, los gobernantes cuidarán en seguida de que se sepa lo que les va a pasar al que supere el nivel de alcoholemia permitido. Si uno quiere entrar en un local prohibido, se encontrará un cartel que especifica con las sanciones que recaerán en el infractor. Siempre que se publica una orden prohibiendo u ordenando lo que sea aparece el listado de lo que los gobernantes van a hacer con los que se porten mal y no respeten lo que se manda. Probablemente todo esto no está mal y si se hace así siempre y en todas partes es porque existe el convencimiento y la experiencia de que hay gente mala que se salta a la torera las normas. Pero ¿qué pasa con los buenos, con los que cumplen todo lo ordenado, los que pagan los impuestos a su hora, los que no beben cuando van a conducir, los que no hacen algo cuando está prohibido y los que no entran en los locales prohibidos?. A estos sólo parece quedarles la alegría de no ser sospechoso y en todo caso la conciencia tranquila. ¿No podrían los gobernantes, al tiempo que sanciones para los malos, proponer premios para quienes sean buenos y cumplan lo mandado?. La cosa es muy sencilla: se trata simplemente de incluir, al tiempo de los castigos una lista de premios. Por ejemplo, a la hora de describir las multas que tendrán quienes no paguen a Hacienda, podría añadirse una lista de recompensas para los que cumplan las ordenanzas. Incluso hasta podría pensarse algo así como un carné de buen ciudadano en el que se anotarían lo puntos positivos alcanzados. Que uno supera bien un control de alcoholemia, pues un punto positivo; que se detiene ante un semáforo en rojo en lugar de acelerar, otro punto positivo; que paga a su tiempo un impuesto, otro punto positivo... y así en todo los asuntos de orden y disciplina. Y todos anotados en el carné de buen ciudadano. Luego vendrían los premios por los puntos conseguidos. Que si una rebaja en los impuestos, unos días de vacaciones, un viaje al Caribe o cualquier otra cosa que se le ocurra a los gobernantes. A los mejores, a los más puntuados, se les nombraría ciudadano ejemplar y hasta podrían quedar exentos de algunos de los controles por los que todos hemos de pasar. Sería un estímulo y hasta una medida ejemplarizante. Todo menos ese aire negativista y pesimista que se derrama de todas las leyes y disposiciones, que probablemente nadie pretenda pero que al fin y al cabo resulta triste y nada motivador. Y no se perderían puestos de trabajo porque la cosa sería reconvertir profesionalmente a los controladores de forma que ahora controlarían el bien y no el mal. Y así todos más buenos y más felices. Publicado el día 2 de Marzo de 2001.


49.- Una sugerencia sobre la inmigración Estamos en una época en la que afortunadamente la democracia está de moda en el mundo. Y por tanto el conjunto de valores derivados de ella, fundamentalmente el respeto a los derechos humanos que se traduce en las dos virtudes sociales por excelencia: la tolerancia y la solidaridad. Así lo proclaman para legitimarse todos los gobiernos, aunque encubran las más groseras dictaduras y su practica política esté en las antípodas; lo mismo ocurre con todos los colectivos; y, por supuesto, en el terreno personal poca gente hay que no se declare a sí mismo como demócrata, aunque luego no tenga muy claro qué significa eso. Como dice Adela Cortina, los viejos catecismos se han sustituido colectivamente por otros nuevos en los que se predica una nueva moral que nadie se atreve a discutir y ni siquiera a analizar o reflexionar. Así en los tiempos que corren la consideración a las personas, la obligación moral de ayudarles o el convencimiento de que no hay culturas superiores a otras son valores emergentes que nadie osaría cuestionar. Pero como una cosa es predicar y otra dar trigo, no podemos olvidar que éstas, como todas las virtudes, no son condiciones reales de lo que en verdad pasa en la calle. A todo el mundo le gustaría que la sociedad al completo asumiera, aceptara y, sobre todo, practicara esos valores generales que tanto se ensalzan porque cuando hablamos de todo esto, lo que en realidad estamos haciendo es describir a la persona que respondería a lo que consideramos ideal y, por ello, que sería digno de imitación. Sin embargo una cosa es cómo somos y otra como deberíamos ser. Los grandes valores y las virtudes más significativas de cada momento son objetivos-tendencia que entre todos hemos de tratar de que sean alguna vez realidad. Y para conseguir esto, no basta con actos folklóricos ni juegos florales. Con más frecuencia de lo razonable se han predicado y se predican sin consistencia, y no ha habido ni por parte de los poderes públicos ni de la sociedad civil una estrategia para evitar que acaben siendo más teóricos que reales. Parece como si algunos creyeran que con decir que no hay xenofobia o que no hay racismo, éstos ya han desaparecido de la vida pública. Y es que las doctrinas oficiales tardan mucho tiempo en calar en el espíritu de la gente. Y las experiencias están a la mano. Ya se cuidan quienes promueven acciones populares contra los inmigrantes de decir y asegurar que en ningún caso hay racismo en sus propuestas o sus reclamaciones sino que buscan explicaciones de otro calibre para justificar sus iniciativas. La realidad es que todos tenemos un punto de xenófobos cuando tememos perder algo que consideramos de nuestra propiedad (lengua, cultura o riqueza); un punto de intolerantes cuando escuchamos opiniones que nos parecen disparatadas e imposibles de sostener; y un punto de insolidarios cuando nos vemos de alguna manera amenazados en algo que consideramos de vital interés. Las cosas son así y esta es la miseria humana, de la que todos en mayor o menor grado participamos. Una sociedad hipócrita que niegue esta realidad no es una buena escuela de ciudadanía. Pero este reflexión no nos debe llevar al desánimo. Antes al contrario, reconocer que, nos guste o no y sea cual sea nuestro origen y situación, somos así, es empezar a resolver el problema. Y sólo desde este convencimiento tenemos que partir para construir un mundo más habitable y más humano. Es lo que está pasando en el delicado asunto de los inmigrantes. No es un buen procedimiento insultar a quienes se atreven a manifestar sus temores ni siquiera una buena estrategia demonizar sin más , como se dice ahora, a quienes expresan sus dudas y sus miedos. La democracia es justamente, como decía un político andaluz, hablar mucho, muchas veces, con mucha gente. Es decir, aportar razones que quiten el temor, buscar mecanismos de diálogo y comprensión, poner los medios para facilitar las cosas. Todo menos negar la existencia de un problema, de una realidad porque éste es el único camino seguro para no resolver nada. Siempre se ha dicho, y parece algo razonable, que en el esfuerzo de comprensión está el mérito de todas las virtudes, por supuesto también de la cívicas y las específicamente sociales. Naturalmente que esto es más complicado y más difícil pero lo contrario puede ser un simple mecanismo de defensa para encubrir, atacando a los demás, nuestra propia culpabilidad. Publicado el viernes, día 9 de Febrero de 2001.


50.- El día del buen dormir En el contexto de festividades y recordatorios laicos, algo así como un santoral humanístico, que poco a poco va creciendo, resulta atractiva e interesante la propuesta que han hecho la Federación Mundial de Sociedades de Investigación del Sueño y la Organización Mundial de la Salud (OMS) de designar al 21 de marzo Día Internacional del Sueño. Se trata de dedicar una jornada al buen dormir, con la finalidad de que la sociedad en general sea consciente del problema que tienen tantos ciudadanos que no consiguen coger el sueño, por supuesto a la hora en hay que hacerlo. Durante unas jornadas celebradas en París, expertos internacionales han revelado que el noventa y cinco por ciento de la población ha tenido problemas de sueño a lo largo de su vida. Más de 2 millones de personas en Andalucía y de 12 en España padecen insomnio, es decir más de un tercio de la población, según los datos ofrecidos por la asociación española, que piensa desarrollar algunas iniciativas encaminadas a mejorar el conocimiento de la población en general sobre los trastornos del sueño. La verdad es que la forma más apropiada de celebrar esa festividad hubiera sido imponiendo en todo el mundo un día completo durmiendo, reivindicar el sueño, (otra cosa son los sueños) precisamente con el sueño, durmiendo. Un día al año con todo paralizado, como si el sol no saliera esa jornada o el calendario diera un salto en su tedioso y permanente contar, sería una experiencia de alcance cósmico y universal, el episodio más importante del año lo que tendría sin duda unas consecuencias casi imposible de barruntar. Aunque por veinticuatro horas, maniatadas las tensiones, las angustias, los odios y las desesperanzas. Como ocurría en Grecia cuando se celebraban los Juegos Olímpicos, por ejemplo sin guerras. Pero habrá que bajar al suelo de la realidad. La reivindicación de una jornada dedicada el buen dormir, por lo que dicen sus promotores, no busca otra finalidad que recordar el grave problema que padece tanta gente que pasa días y días, horas y horas, minutos y minutos sin conseguir ganar el sueño, gente a las que sobre todo estas horas y minutos nocturnos se les hacen siglos, una patología hostil y desagradable de la que resulta difícil desprenderse. Porque, a diferencia de otros muchos males que nos circundan y nos entorpecen, al insomnio no se le vence queriendo: precisamente el esfuerzo en dormirse es, al decir de los sicólogos, uno de los mayores impedimentos para solucionarlo. Y eso que según un profesor de la Universidad de N. York, debido al estrés motivado por el nuevo ritmo de vida, en el siglo XX el tiempo medio de sueño se ha reducido un veinte por ciento, es decir, casi dos hora diarias. Lo que es una pena es que este rato de soledad que sería muy útil para que quienes se sienten presionados por las circunstancias y perciben como si una pared se le pusiese delante siempre que quieren hacer algo por ellos mismos, por las circunstancias que le acompañan se convierten en una grave situación de angustia. Los insomnios son, en versos de Rafael Alberti hablando del agua, esos largos oscuros en que pueblo los techos / de mí, mudas imágenes, / que apenas si conozco. Como en esas obras de teatro en las que un único actor habla consigo mismo en un monólogo inquietante, el insomnio es sin duda una de las escenografías más dramáticas. No es una tarea fácil la de hablar con uno mismo, y los ruidos de la calle y de la vida tienen la virtualidad de distraernos de nuestros pesares y de nuestras frustraciones. El insomnio nos pone ante nosotros mismos en un juego complejo de lucidez aunque luego en la amanecida nos pase lo que dice Antonio Machado que en mi soledad / he visto cosas muy claras / que no son verdad. Pero para resolver esta enfermedad aconsejan los expertos que el mejor camino es echarle humor, ingenio y picardía que son sin duda la mejor y más eficaz receta y terapia. El día del buen dormir debería ser también el día de la sonrisa porque además es cuando comienza la primavera, y de la imaginación para encontrar, por ejemplo, remedios caseros que permitan combatir el insomnio que no todo el mundo ha de hacer lo mismo. Como es el caso de aquella noticia que apareció hace unos meses en la prensa que aseguraba que en Gran Bretaña estaba demostrado que se dormían antes y mejor cuando previamente habían lavado los platos de la cena. Lo que viene a ser algo así como un medicamento genérico gratuito. Se publicó el día 31 de Marzo de 2001.


51.- Qué son las humanidades Las palabras humanista y humanidades empezaron a utilizarse en el siglo XV y se referían tanto al profesor como a los estudios de unas disciplinas o asignaturas que proporcionaban al estudiante los mecanismos necesarios y suficientes para hacer de él, lo que se decía entonces, una persona de provecho. Instrumentos de cultura como leer y escribir, y modelos de conducta a imitar para llevar una vida de ciudadano honrado eran los ingredientes de aquellos planes de estudios. De esta forma y desde entonces las humanidades, como palabra que deriva de humano, se aplican a los estudios de aquellas cualidades que caracterizan a nuestra especie como diferenciada de todos los demás seres: la razón, la voluntad, la libertad o la moral, entre otras; de todo aquello que nos permita conocernos mejor, como individuos y como colectividad, para que nuestra vida sea más auténtica y más acorde con la situación de privilegio y responsabilidad que ocupamos en el mundo y en la naturaleza. Planteadas así las cosas, el asunto puede resultar más o menos fácil y los encargados de redactar los planes de estudios parecen no tener dudas significativas a la hora de señalar las asignaturas que integran lo que habitualmente llamamos las letras. Salvo la queja permanente de la falta de atención a los estudios clásicos, apenas hay discrepancias y la distinción entre carreras de letras y las carreras de ciencias son una muestra bien significativa de que esta teoría está asumida por casi todo el mundo Sin embargo, a la luz de por dónde va la ciencia en la actualidad y sin perder su sentido originario, cada vez está resultando más necesario e indispensable revisar los contenidos de las humanidades, no sea que acostumbrados a la rutina no nos demos cuenta de cómo están apareciendo en el mundo de la cultura algunas necesidades intelectuales a las que no se está respondiendo adecuadamente. Un par de casos pueden servir de muestra: la biología siempre ha sido considerada y ha estado incluida en el ámbito de las ciencias y por tanto no en el de las humanidades. Y lo mismo le ha ocurrido a la geología. ¿Tiene sentido continuar así?. Todos estaremos de acuerdo, por ejemplo, en que la libertad es una cualidad específicamente humana y por tanto pertenece al mundo de las humanidades, pero ¿cómo ha de estudiarse hoy?. Hasta ahora la única forma de hacerlo era mediante saberes como la filosofía o la religión. Pero cuando los biólogos nos han contado cómo funciona una neurona, que a través del axón transmite una información seleccionada de entre las que le llegan por las dendritas, tendremos que preguntarnos en virtud de qué se hace esta selección de información y como este hecho condiciona luego nuestras decisiones, nuestra voluntariedad. ¿Se puede entonces en el día de hoy estudiar la libertad sin conocer los fundamentos biológicos de nuestro comportamiento?. ¿No es en este sentido la biología, al menos en sus aspectos generales, también humanidades?. Y en este orden de cosas, más aun: ¿no estamos discutiendo cada vez con más intensidad los aspectos morales de hechos como la clonación, la eugenesia, es decir, la manipulación genética?, ¿cómo podemos hablar con legitimidad de estas cuestiones si desconocemos en verdad lo que estamos diciendo? ¿no deberían entrar estos conceptos biológicos como una parte significada de la ética?. El concepto y desarrollo de la solidaridad puede ser otro ejemplo: tenemos abierto en España actualmente un debate sobre el llamado Plan Hidrológico sobre el que planean, entre otros, este concepto de solidaridad entre comarcas y regiones. ¿No exigiría esta situación incorporar unos estudios de agricultura, geografía y geología a este problema no sea que luego entre tantas palabras bellas acabemos lejos de ser solidarios y hagamos lo que no tenemos que hacer?. Pero además ocurre que el propio concepto de hombre, de ser humano, viene evolucionado desde hace unos 50.000 años cuando, según los paleontólogos, se inició nuestra especie, la que unos llaman de cromañon y otros designan como sapiens sapiens. Dijo una vez López Aranguren que si el hombre actual ya no es el mismo que el de la antigüedad, ¿por qué restringir las humanidades a las humanidades clásicas?. El problema se da desde luego cuando se trata de concretar cuáles son, deben ser y qué tratamiento hay que dar a esas cuestiones que nos atañen como supuesta especie única en este planeta y, parece, en este sistema solar. La cuestión es compleja pero por lo menos sí deberíamos tener claro que también el propio concepto de humanidades evoluciona a través del tiempo y de los avatares de la vida y la ciencia. Publicado el día 6 de abril, viernes, de 2001


52.- El problema son las fronteras La sentencia por el reciente caso de la chica asesinada por dos compañeras en San Fernando ha planteado un importante y sonado debate en la opinión pública. La cuestión, como se sabe, ha estado centrada sobre todo en si las pretensiones educativas de la Ley del Menor son en el fondo una manera de impunidad; en si con el deseo de evitar un delincuente de por vida lo que al final ocurre es que quedan desamparadas las víctimas y el delito sin castigar. Porque, dadas las condiciones en las que se ha producido ese hecho, puede parecer que los legisladores en su día apostaron más por las culpables que por la persona que ha sufrido la vejación. Sin embargo y a pesar del escándalo que se ha formado, probablemente en este asunto haya más coincidencia de la que a primera vista pudiera parecer entre quienes han opinado sobre ello. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando se reflexiona sobre el verdadero sentido de la pena al delincuente. Todas las confesiones religiosas, la doctrina universal del derecho y la opinión común considera que, además de pagar una reparación a la sociedad, la reinserción social del delincuente es el principal objetivo de las penas que la sociedad impone a quien ha delinquido. Y si esto ocurre en cualquier caso, tiene mucho más sentido cuando quien comete una fechoría es una persona no formada del todo, un menor, que no puede moverse en las mismas coordenadas como si se tratase de alguien plenamente maduro y dueño de sus actos. Sobre esto no da la impresión de que haya divergencia de opiniones. Dejando a un lado la rabia espontánea que se siente cuando uno sabe de algún crimen, sobre todo si es frío y maquiavélico, el sentido moral nos lleva, como se ha dicho tantas veces, a odiar el crimen y a sentir pena por el criminal. La cuestión a debatir es si de acuerdo con la personalidad y las circunstancias de ese crimen se puede afirmar que las autoras son adultos o menores de edad, si actuaron con plena madurez de mayores o si, por el contrario, aplicando estrictamente la Ley del Menor puede afirmarse con verosimilitud que su conducta es propia de una persona aun en formación. Ahí, en saber cuáles son los límites entre un período y otro de la vida, está la cuestión y la pregunta. Y no sólo no tiene fácil respuesta sino que, si bien se mira, esta cuestión acaba siendo insoluble. En primer lugar ya son complejos y discutibles los conceptos de juventud y adultez: éstos, al margen del desarrollo fisiológico que acompaña, son procesos mentales y comportamientos susceptibles de varias y diversas interpretaciones aunque por supuesto en el fondo se sepa más o menos de lo que se está hablando. En segundo lugar, además, cualquier sistema de señalar períodos en el desarrollo humano no deja de ser una convención basada simplemente en síntomas más o menos principales. Incluso en las edades que nos ocupan nuestra civilización ha olvidado los ritos de las culturas llamadas primitivas en las que esta transición estaba perfectamente definida en comportamientos y dificultades que el aspirante a adulto tenía que superar para entrar a formar parte de los mayores. En tercer lugar tampoco los ritmos del proceso individual coinciden plenamente sino a nivel estadístico: ni todos nos hacemos mayores ni abandonamos la adolescencia al mismo tiempo; incluso ¿cuándo nos hacemos de verdad mayores?, ¿nos andamos por la vida como jugando un poco entre ser niños y ser adultos?. Al final de cuentas y a pesar de las graves consecuencias que se derivan de estar en uno u otro grupo, ser joven o ser adulto es una situación administrativa y escasamente antropológica, en la que uno un día se acuesta joven y al siguiente ya es adulto. Desde la complejidad de la vida humana, desde su capacidad de iniciativa el comportamiento de nuestra especie genera incertidumbres y desconcierto. Y como juzgar el pensamiento de la gente es harto complicado, acabamos imponiendo una edad cronológica para cada cosa: votar, poseer carnet de conducir o jubilarse. Probablemente esto es así porque no podemos hacerlo de otra forma y desde la antropología no tenemos otra salida. En el plano jurídico deberían ser los expertos quienes se preguntaran por las posibilidades y garantías que puede ofrecer una interpretación menos pegada a la cronología y más lo procesos cognitivos y madurativos. Quizá es que nuestra especie no tiene otra salida para nuestros problemas que contar desde el día en que nacemos. Hace unos meses el matemático Phillips Griffiths, que visitaba España, decía que la matemática que es la ciencia exacta por excelencia a prenderá a dominar lo incierto de nuestra vida en este siglo. Porque el comportamiento humano no es matemático. Publicado el día 20 de Abril de 2000.


53.- Los concurso culturales Como de pronto, de la noche a la mañana, han empezado a hacer furor en los medios de comunicación, para sorpresa de bastantes y sin previo aviso ni grandes alharacas, determinados tipos de concursos que para entendernos de alguna manera podríamos llamar culturales. A diferencia de otros juegos de competición más frecuentes entre nosotros en los que los atrevidos tenían que mostrar sus habilidades cocinando más huevos que nadie o siendo más ágiles que los demás en encontrar dónde está encerrado un tesoro, da la impresión de que no hay programa que se precie que no dedique algún rato a preguntar a la gente cosas como qué es el cloruro, dónde se conservan Las Meninas o qué rey era el que reinaba cuando Cristóbal Colón descubrió América. Y aunque algunos no pasan de los instrumentos que se necesitan para practicar un deporte o del número de jugadores que componen un equipo, otros, con más pretensiones, se atreven con los hijos de Edipo, las mujeres de Enrique VIII de Inglaterra o hasta la fecha en la que vivieron los autores de las pirámides de Egipto. Y lo sorprendente es que están alcanzando tales dosis de audiencia que los guionistas siguen buscando fórmulas para explotar esta mina de oro. Por supuesto que cualquiera con una buena dosis de sentido común podría argumentar que esta modalidad de concurso en ningún caso debe llamarse cultural porque la cultura es otra cosa. La cultura, pueden decir con razón, no es un listado de datos biográficos, históricos y ni siquiera una relación de adjetivos aplicables a personas o situaciones. La cultura es una manera de entender la vida, de hacerse preguntas sobre su sentido, de búsqueda de expresiones superiores, una forma de vida y el conjunto de valores y creencias que la justifican. Luego está, además, la cuestión del método, es decir, de la desconfianza que recae sobre la limpieza o no de su funcionamiento. ¿Están manipulados?. A pesar de la presentación con ordenadores u otros procedimientos similares, ¿hay manera de evitar la suspicacia de que los grandes premios se ganan cuando lo deciden los organizadores?. Hay quienes mantienen la sospecha de que en el fondo es así, empezando por ese presentador tan desagradablemente narcisista que parece influir en exceso en los concursantes. Dos objeciones sin duda lo suficientemente sólidas como para ponerlos en cuestión: representan un tratamiento chabacano de la cultura y ofrecen ciertas dudas sobre su limpieza. Sin embargo, y a pesar de lo razonable de estos reparos, se puede soltar una lanza en su favor con un par de sugerencias. La primera es que, a lo que parece, en cuanto han empezado a colarse en todos los concursos, sea cual sea el sistema, como puyas preguntas del calibre que venimos comentando, ha comenzado a quedar atrás la moda, que han venido practicando siempre algunos personajes públicos, de tomar a broma y hasta de jactarse de su propia ignorancia. Una práctica bastante desagradable y de pésimo valor ejemplarizante, producto desde luego de una ignorancia reduplicativa. Por supuesto que a ningún espectador conspicuo y avispado se le escapaba, cuando esto ocurría, que la risa del ignorante era una forma de cubrir su ridículo. Incluso durante demasiado tiempo hemos padecido la fatuidad desgraciada de personajes de la farándula que al llegar el momento de presentar su currículo, si por ejemplo habían estudiado Arte Dramático, se jactaban de que desde muy temprana edad a ellos eso de los libros no les iba en absoluto. Haber sido desde niños el gracioso de la clase era el mérito que acostumbraban a aportar como credenciales de su capacidad profesional. Pero ahora, con esta nueva moda, habrán de buscar otras coartadas más convincentes. La segunda sugerencia a favor de estos concursos es que motivan la búsqueda de alguna palabra en el diccionario, cierta discusión sobre la respuesta, algún ejercicio del espectador por tratar de acertar y hasta con frecuencia en determinados ambientes son objeto de conversación y comentario. ¿Qué no es mucho y ni siquiera suficiente?. Puede ser. Pero al menos podemos estar seguros de que cada minuto que se dedique a este ejercicio restará tiempo de ocupación a las andanzas de tantos personajes públicos que han conseguido la síntesis hegeliana: engañar a todos, vivir del engaño y, sobre todo, lavar los pensamientos y la conciencia de la gente para que no sientan su nivel de banalidad al ocuparse de esas fruslerías.

Publicado el día 4 de mayo de 2001


54.- Argote De hace muchos años tengo en la memoria una anécdota que me contaron de un pueblo del Sur de España. Imposible sería recordar no ya el nombre de la localidad sino ni siquiera la provincia. El caso es que en el lugar de referencia era conocido con el apodo de Argote un vecino que de joven había manifestado inquietudes literarias, confeccionaba poesías con suma facilidad e incluso había ganado un concurso en las ferias del pueblo. Hasta que un día toda su imagen pública quedó por el suelo cuando un vecino descubrió que en realidad lo que hacía no era sino copiar y copiar versos de un libro que tenía guardado en su casa y del que era autor D. Luis de Góngora y Argote. Argotes, o copiantes o copiadores o plagiarios o piratas, que así se llaman en el argot literario a quienes copian textos de otros autores sin citarlos y los publican como suyos, siempre ha habido y han sido muy celebradas en otra épocas algunas discusiones sobre el particular pero en nuestro país parece que de un tiempo a esta parte han pasado al primer plano de la opinión. Personajes más o menos conocidos de la gente pero en todo caso personajes públicos nacionales se han visto envueltos en denuncias de este tipo por hacer trabajos de tijera que es otra forma de llamar a la actividad que consiste en cortar párrafos de un sitio y de otro de una obra literaria y publicarlos unidos como si fuesen de uno. A los datos sobre esta actuación fraudulenta se han unido además informaciones sobre otra modalidad de estafa literaria cuya existencia también es muy antigua y conocida pero que ahora ha cobrado actualidad, que es la de ser o hacer de negro. Negro, dice el diccionario de María Moliner, que se aplica a la persona que hace un hace un trabajo, sobre todo intelectual, por encargo de otra, que presenta el trabajo como suyo mientras que el verdadero autor queda en el anonimato. Es decir, se trata de hacer el trabajo mientras otro pone la firma. Pero además en este contexto lo que ha rizado el rizo ha sido la aparición en los medios de comunicación de dos modalidades de negro: una, la del que a su vez es plagiario, es decir, que se ampara en su anonimato para copiar sin ningún tipo de limitaciones aquello que le interesa y le facilita el trabajo. Esta modalidad vale para la creación literaria. La otra es la del que, tratándose de un trabajo científico o supuestamente científico, inventa datos, fechas o acontecimientos como si fuesen verdaderos, lo que en historia puede acarrear un verdadero desastre para las ciencias históricas. La verdad es que el arte de copiar tiene una larga tradición social en nuestra cultura y de ello pueden dar constancia, entre otros, todos los que han sido estudiantes que por sí o por compañeros han sabido de la existencia de esa posibilidad. Los exámenes se han planteado casi siempre como una pícara e incruenta competición entre quien quiere copiar y quien trata de que esto no ocurra. De ahí la necesidad de vigilantes, muy lejos por cierto de la conducta de aquel lord que en un casino inglés pidió voluntariamente la baja por sentirse culpable de haber hecho trampas haciendo un solitario. Pero copiar de un libro o buscar a alguien que haga un trabajo para luego no firmarlo son sin duda estafas y timos realmente graves, por más que sea una práctica habitual sobre todo en determinados ambientes intelectuales. Y como tales fraudes deberían ser castigados tanto por la legislación de la misma forma que cualquier otro, como por los usos sociales, favoreciendo un clima de seriedad que haga sentirse avergonzado a quien lo cometa. No es un asunto baladí y sin importancia porque apropiarse de las ideas de otro en cualquiera de sus formas debería ser incluso más grave en una sociedad moderna, culta y honesta que apoderarse de algún objeto material, pensando incluso como apostilla en los inmensos beneficios económicos que hay detrás de los casos planteados. También los valores intelectuales deben exigir movilizaciones sociales de carácter ético. Dice el diccionario citado que los romanos aplicaban el término plagio (plagium, en latín) a la acción de aquellas personas que se apropiaban de esclavos ajenos o que compraban a hombres libres, sabiendo que lo eran, y lo utilizaban como esclavos. Pero si el ser humano es su pensamiento, secuestrar a éste es secuestrar a la misma persona. Publicado el día 18 de Mayo de 2001


55.- Michel y la Academia La lengua que todos hablamos necesita estar creando o inventando continuamente palabras nuevas que identifiquen situaciones sociales nuevas, objetos que se acaban de fabricar o costumbres que van apareciendo. Para este menester unas veces se inventan palabras nuevas; en otras en cambio se amplían o modifican significaciones antiguas de palabras que ya existen. Un par de casos concretos aclararán mejor estas disquisiciones. La palabra especular, por ejemplo, es un término que viene del latín y, de acuerdo con los diccionarios más representativos, tiene diversas significaciones que van desde actividades teóricas como meditar, reflexionar o examinar algo para estudiarlo con atención hasta acciones relacionadas con el mercado o el comercio. Ahora sin embargo ha ampliado la lista de significaciones añadiendo una nueva que viene a ser algo así como en el lenguaje deportivo, especialmente futbolístico, entretener el juego de manera que... Otro ejemplo puede ser la palabra definir que los diccionarios recogen como: explicar lo que es una frase o una cosa, decidir o determinar y concluir una obra trabajando con precisión todas sus partes aunque sean de las menos principales, y que ahora se utiliza más o menos como finalizar con éxito una jugada deportiva, especialmente en el fútbol, mediante la introducción del balón de juego en la portería del equipo contrario... Dos nuevas significaciones de términos muy antiguos que han enriquecido, y de manera correcta, nuestro lenguaje cotidiano. Al parecer, la autoría de éstos y otros inventos lingüísticos es un antiguo jugador de fútbol y hoy comentarista deportivo en Televisión Española llamado Miguel González y apodado Michel que además hace un uso del idioma muy pertinente y preciso. Michel pertenece a ese grupo de personajes que los sociólogos llaman intermediarios sociales: protagonistas de usos, modas y costumbres públicos que ejercen, a veces sin buscarlo, un liderazgo social y una influencia decisiva en hábitos y normas de comportamiento social. En este caso de manera beneficiosa para todos. La trayectoria de Michel como comentador deportivo le avala para que ingresara en la Academia de la Lengua. Es buen manejador del lenguaje, además hablado que es más difícil por la necesidad de improvisación que exige esta modalidad; ha ampliado y enriquecido el vocabulario de nuestra lengua española y con buenas maneras; y en el terreno profesional ha alcanzado los niveles superiores que la organización deportiva ofrece en este momento, historial que es el que se utiliza para el ingreso en esa institución. A diferencia de otros personajes que, como se dice en Fray Gerundio de Campazas con aquello de no sé qué ha dicho pero qué bien lo ha dicho, su lenguaje no supone una estética formal sin contenido. No es una propuesta irónica en ningún caso. El fenómeno social, político y económico que es el fútbol podría ser una escuela de lenguaje más eficaz que buena parte del sistema educativo y así su presencia en la Academia de la Lengua le proporcionaría la autoridad suficiente para imponer algo de elegancia, galanura y belleza en un mundo tan corrompido gramaticalmente. Resulta lamentable que en las direcciones de demasiados medios de comunicación nadie se ocupe de exigir que sus presentadores y locutores cuiden el lenguaje, utilicen una expresión correcta y eviten la vulgaridad. Hablar de fútbol, como de cualquier otro tema por banal que parezca, en ningún caso exime de hacerlo correctamente porque lo chabacano, lo zafio, lo basto y lo ramplón muchas veces no tienen nada que ver con lo que se dice. Una vez Valle-Inclán asistió a la representación de una comedia de un poeta de segundo orden. Antes de que finalizara el segundo acto, empezó a gritar: "Mal, muy mal", lo que lógicamente levantó un gran revuelo. Cuando los agentes vinieron a buscarlo, diciendo que eran la autoridad, Valle-Inclán contestó: "Aquí en el teatro la única autoridad soy yo pues soy crítico". Y aunque se lo llevaron a la fuerza, no tardó en volver, lo que arruinó la obra. Michel podría convertirse en el Valle-Inclán del lenguaje futbolístico de nuestra época. Lo que no sería mala cosa.

Publicado el día 1 de Junio de 2001


56.- Inspectores a distancia Parece que últimamente en esto del fútbol la cosa se está complicando bastante más de lo habitual y acostumbrado. Ya sabemos todos la resonancia sociológica que encierra este deporte o juego y cómo se ha convertido, por ejemplo, en un polo de atracción política (alienta pasiones localistas y por supuesto nacionalistas, configurando modelos de países), económica (porque permite modificar planes de urbanismo o financiar grupos de presión comercial), ideológica (como una ilusión engañosa aceptada universalmente) y, a veces, hasta supuestamente religiosa (reclamando cada uno para la pelea la protección de los patronos locales o ejecutando ritos fetichistas que vagamente recuerdan la señal de los cristianos). Pero, según dicen los expertos, es decir casi todos los ciudadanos, esta vez el barullo es más sonado. El asunto sin embargo no tendría más importancia si únicamente se tratara de los consabidos dimes y diretes, los repetidos malos ejemplos, los discursos morales de algunos comentaristas que sin embargo viven de los mismos escándalos que reprueban, de las rabietas propias de quien no ha conseguido lo que creía merecer, los deslumbrantes fichajes que acabarán pudriendo el tinglado o de la denuncia de actuaciones profesionales no conformes al sentido común. A todo eso estamos ya acostumbrados. Pero este final de la liga profesional está poniendo sobre la mesa asuntos nuevos y desconocidos hasta la fecha tanto por su intensidad como sobre todo por su variedad y coincidencia: tensiones llevadas al límite, insultos, denuncias, maletines con billetes negros que dicen que corren de un sitio a otro y ya ni se ocultan, cortes de mangas públicos entre dirigentes, compras masivas de taquillaje, que no parece sino que la casa del señor Monipodio ha vuelto a abrir sus puertas de par en par y tiene colmados y llenos de clientes y protagonistas todos sus rincones, con la diferencia de que en Rinconete y Cortadillo había orden, concierto y mando. A nadie se le oculta que la cosa no tiene buena pinta pero mientras no llegue la sangre al río (que vaya usted a saber el futuro) de momento no hay que alarmarse en exceso. No conviene dejar a un lado la convicción de que el fútbol es un espectáculo total (político, social, económico, teórico, ideológico, deportivo...) y con esa condición irrenunciable necesita, como las clásicas bolas de nieve que se despeñan por las montañas nevadas, tirar cada vez más adelante para llenar las expectativas de aficionados, comentaristas, ilusos y morbosos que de todo hay en esa viña. Porque en el fútbol lo de menos es lo que pasa en el terreno de juego y lo que hacen los profesionales. El fútbol es la suma de declaraciones la mayoría de las veces insulsas y repetitivas hasta el infinito. El fútbol, como todo el mundo sabe, es lo que pasa antes y después de los partidos; el resultado de la dedicación de cientos o miles de reporteros y comentaristas que hacen su trabajo, honestamente por lo general, pero que necesitan de materia prima para su ocupación. El fútbol es también la precariedad laboral de sus entrenadores y el enfado de sus hinchas. Y, como guinda, el fútbol encierra una sabiduría paralela a la mecánica cuántica o a la metafísica kantiana a la que sólo acceden los iniciados como en las mejores sectas de la antigüedad: basta fijarse en el secreto mítico que amparan las decisiones de sus entrenadores, en el misterio en ningún caso descifrado de las actuaciones de los árbitros que nunca justifican o en el lenguaje sutil, esotérico, arcano y abstracto de algunos de sus catedráticos. Sin duda el fútbol en todas sus variantes está pidiendo a gritos la creación de unos estudios universitarios de alto rango que den respuesta a tantas inquietudes intelectuales y aspiraciones superiores. Pero mientras se atiende esta demanda, habrá que ir tomando medidas provisionales. Y puesto que el protagonismo está, cada vez, más fuera de los estadios que dentro, se necesitaría crear un colectivo de árbitros externos que hagan un trabajo paralelo al de los convencionales y permitan seguir manteniendo el tinglado. Claro que en orden a su eficacia estos árbitros externos deben utilizar los medios tecnológicos que el mercado nos ofrece, lo que les permitiría ser inspectores a distancia.

Publicado el día 15 de Junio de 2001


57.- La democracia deliberativa Que la discusión política pública es una forma de democracia parece de entrada algo evidente. Todos tendemos a pensar que el que los responsables del Estado polemicen en público los asuntos de su competencia es imprescindible, entre otras razones, para estimular la participación ciudadana y cumplir mejor su tarea. Incluso hasta es un derecho el que todo el mundo pueda estar informado de lo que se debate en los asuntos de Estado y de las razones que tienen los gobernantes para tomar las decisiones que después afectan a todos los ciudadanos. Ya los griegos, cuando inventaron esta forma de gobierno y de organización política, lo entendieron así y la discusión y el debate eran un procedimiento habitual e imprescindible en la vida política hasta el punto de que se hicieron los dueños de la vida pública los mejores oradores y los que tenían más habilidad en el uso del discurso. Hoy, a esta forma de hacer política, de debatir con argumentos para tratar de convencer a los otros, es decir a la toma de decisiones a través de la discusión entre ciudadanos libres e iguales tal como la define el sociólogo Jon Elster, se le llama democracia deliberativa. Junto a éste hay otros dos modos de democracia: la que se ejerce mediante negociaciones en el que prima la ley del mercado porque supone oferta y demanda; y la que consiste en la votación, normalmente a través de las elecciones. De una manera más o menos pura, el debate sobre el estado de la nación es un ejemplo de democracia deliberativa. Aunque a primera vista pudiera parecer lo contrario, sin embargo no todo el mundo está de acuerdo en que esta democracia deliberativa sea no ya una fórmula eficaz sino incluso posible. De entrada es legítimo pensar, aunque no sea más que por aquello que dice el refrán que de la discusión sale la luz, que es útil e interesante en el plano político, y también por supuesto en la esfera privada, dedicar un tiempo a exponer las razones y los argumentos que cada grupo o cada posición defiende en cualquiera de los temas que interesan a la gente. Discutir y debatir ayuda cuando menos a clarificar las diversas posiciones que cada uno tiene ante los problemas de la vida y parece un procedimiento lógico para tratar de convencer a los demás de la bondad de lo que cada uno piensa y defiende. Sin embargo hay pensadores de suficiente relieve que creen que esta fórmula democrática es poco eficaz y de escasa o nula utilidad, entre otras razones porque en realidad lo que se llama discutir nadie lo hace y al final todo queda en una especie de representación en la que cada participante acaba diciendo lo que se espera de él y de esta forma nadie convence a nadie porque cada uno tiene tomada de antemano su decisión. El debate sobre el estado de la nación puede ser un buen símbolo para ello y una buena oportunidad para demostrar esta teoría escéptica sobre la democracia deliberativa. Bien es verdad que de entrada a nadie se le ocurre esperar que en una disputa de este calibre el jefe de gobierno de turno haga un discurso crítico de la situación del país, de la misma forma que nadie imagina que el líder de la oposición dedique su turno a alabar los bien que lo hace el gobierno. Imaginar algo así no tendría ningún sentido ni ninguna lógica. Sin embargo en la discusión posterior ¿puede esperarse que alguno de los polemistas convenza al otro de algo?. Los defensores de las bondades de la democracia deliberativa tal vez dirían que sí, que para eso se discute. Pero la experiencia demuestra todo lo contrario. Al final más que una discusión lo que se acaba haciendo es la confluencia de dos discursos paralelos llenos de oídos sordos a las razones del contrario. Es lo que algunos califican como un teatro en el que los papeles están aprendidos de memoria y cada uno acaba diciendo lo que de él se espera. El que las cosas ocurran de esta manera no tiene por qué deslegitimar el debate citado ya que su utilidad está en poner de relieve aciertos y desaciertos de los gobiernos para que luego los ciudadanos se inclinen por lo que consideren más razonable. Pero incluso en este nivel cabe preguntarse si cada ciudadano interesado y entendido no tiene de antemano también su posición decidida previamente. Entonces, ¿puede alguien convencer a otro de las bondades de sus argumentos?.

Publicado el día 29 de Junio de 2001


58.- Los treinta mil vídeos Al parecer, don Jesús Gil, alcalde de Marbella, ha decidido instalar en la calle de su ciudad cámaras de vigilancia, casetas con agentes en todos los barrios, perros policía y todo lo que haga falta, con objeto de controlar lo que hacen los ciudadanos en la vía pública. El asunto viene por hecho de que parece que grandes mafias han tomado a Marbella como el terreno de juego en el que dilucidar la supremacía en el mercado de la droga. Por resumir brevemente la crónica de sucesos, hay que recordar, según datos aparecidos en la prensa en estos días, que en los seis primeros meses del año se han sucedido en Marbella asesinatos, aprensiones de droga, detenciones de importantes delincuentes y desarticulaciones de redes mafiosas. Las consecuencias son obvias: un deterioro de la imagen pública de esta ciudad a la que algunos empiezan a ver como la capital en la Costa del Sol del imperio de la droga. Y la solución que se la ha ocurrido a don Jesús es, entre otras, llenar las calles de cámaras de vigilancia y todo un sistema de control que tome buena nota de todo lo que acontece en ellas. Bien es verdad que la calle, como viene a decir el antropólogo Manuel Delgado en un libro publicado en 1999 con el título de El animal público, es un espacio urbano, tierra de nadie, en el que se entremezclan alocadamente viandantes que sólo se cruzan en segundos mediante una reglas convenidas y no necesariamente conscientes, y en este sentido por su carácter de anonimato resulta indiferente que alguien le vigile. Pero la calle es también un lugar lleno de rincones buscados para encuentros y ahí es donde está la cuestión. En la búsqueda de mafiosos y facinerosos los controladores prescindirán del callejeo en el que probos ciudadanos pasearán tranquilamente, padres sacando de paseo a sus hijos, personas que van de compras o de negocios, y se toparán con escenas tiernas de enamorados lanzándose miradas de gusto y complacencia, besos furtivos de amantes clandestinos, encuentros buscados como si fueran casuales y hasta gestos tramposos de los que tienen algo que ocultar. Y ¿qué hacer luego con esa información?. Se me ocurre ofrecer alguna pista porque eliminar algo tan valioso parece una necedad cuando se le puede sacar una buenos dineros. Todo es cuestión de catalogar en categorías los datos y las imágenes que se hayan conseguido. Por supuesto que cuando se descubran acciones de delincuentes lo razonable es dar cuenta a la autoridad competente ya que el síndrome Milosevic de pedir dinero a cambio a la entrega del malvado no parece razonable en una sociedad como la nuestra que oficialmente es seria y formal. Si, por el contrario, la información es limpia y transparente como pueden ser los besos de una pareja legal, se les puede vender a precio razonable. Es como cuando se pide a un extraño que pasa por la calle que nos haga una fotografía para que salgan todos los del grupo. Se expondrían listas de las personas filmadas para que en caso de estar interesadas puedan adquirir las imágenes que pueden ir incluso adornadas con frases del estilo: Recuerdos de una tarde amor o algo parecido. Y hasta se podrían utilizar, por supuesto con permiso de los protagonistas, para llenar espacios en los miles de televisiones locales que, al parecer, han solicita autorización y que tendrán dificultades para cubrir tantas horas del día. El problema viene desde luego cuando se trate de informaciones de amantes clandestinos porque lo de hacer chantaje ya se ha visto que, además de poco elegante, puede ser peligroso, algo de lo que podría hablar mucho el Montesinos, el peruano que asegura poseer treinta mil videos de chantajes a políticos y personajes públicos. Este sería el escollo mayor de la vigilancia universal que se propone hacer en Marbella. En todo caso puede servir la reflexión de Cervantes cuando en El Quijote dice aquello que no pueden las tinieblas de la malicia ni de la ignorancia encubrir y oscurecer la luz del valor y de la virtud.

Publicado el día 13 de Julio de 2001


59.- La cultura de la satisfacción Aunque no hay todavía encuestas fiables sobre la opinión o los sentimientos que ha producido la última cumbre de los países más ricos del mundo, probablemente a mucha gente de nuestro entorno y nuestra cultura les haya producido un grave quebranto interior, más allá de las decisiones tomadas que apenas van a resolver nada de la pobreza en el mundo, la desproporción entre la fuerza de las manifestaciones y la frialdad del comunicado oficial. Y el propósito de reunirse la próxima vez en un lugar alejado y de difícil acceso para quienes deseen mantener viva la protesta. Cuando los medios de comunicación nos están poniendo delante a cada momento la situación de los miles de millones de desgraciados por hambre, enfermedades o miseria, resulta ofensiva, por ejemplo, la cantidad que se va a dedicar a medicinas: por poner un dato de referencia, menos de la octava parte del presupuesto de nuestra Comunidad Autónoma. Y nada se ha dicho de los aranceles o de cómo se va a rebajar la deuda externa, es decir, qué se va a hacer para ayudar a que países completamente rotos puedan alguna vez competir en ese mercado libre, que hoy no se discute ideológicamente, con los más o menos poderosos. Problemas estructurales graves, como éstos y otros muchos, han quedado sin respuesta. De la misma manera que tampoco se sabe cómo van a poder seguir entendiéndose, entre los manifestantes, quienes están dispuestos a ejercer toda la presión legítima con aquellos grupos que con una u otra justificación buscan la violencia extrema. De todo esto, y algunos asuntos más, es de lo que se está hablando estos días. Pero hay un fleco escasamente citado que parece conveniente referir para que no quede ningún protagonista al margen: la sociedad civil de los países desarrollados, el conjunto de ciudadanos que formamos la población de los ricos del mundo. Cada uno de nosotros, personal y colectivamente, somos miembros de la masa cerrada de privilegiados, tal como la describe Elías Canetti en Masa y poder, dispuestos a no perder nuestros signos de identidad que en definitiva no son sino la opulencia, la ostentación y el despilfarro. Y es a esta masa y con estos rasgos a la que vienen a representar los responsables políticos que se han reunido en la ciudad de Génova. Con este trasfondo ¿qué alternativas tenían esos líderes públicos para hacer que la cumbre tuviera resultados prácticos?. Probablemente ninguna. Y no se trata de exculpar a los responsables de los Estados, que también tienen sus obligaciones, sino de evitar una transferencia de responsabilidades nuestras. ¿Estaría la sociedad civil, por ellos representada, dispuesta a aceptar acuerdos de verdadera solidaridad con los necesitados y renunciar a parte de sus beneficios?. Si hubieran firmado compromisos más allá de lo políticamente razonable, es decir, de apoyo a los desheredados de la tierra ¿hubieran sentido el calor de la gente?. Si los responsables públicos de los países poderosos hubieran comprometido todo o parte de nuestro bienestar (regalos, aire acondicionado o vacaciones, por citar únicamente algunos flecos de nuestra existencia), si hubiesen firmado un documento que amenazara nuestra prosperidad, hubiera sido un juego de distracción sin eco real. Porque el problema, como se ha dicho tantas veces pero sin ninguna eficacia, es que ni optimizando al máximo los recursos de que disponemos en el planeta al máximo, sería posible que todos los países alcanzasen el nivel de vida que tienen, tenemos, los países privilegiados. La teoría general de las necesidades humanas asegura que todos los seres humanos poseemos una necesidades básicas en común, derivadas de los derechos humanos, que no dependen de las preferencias individuales o culturales básicas, una teoría que tiene una lectura interna, personal y colectiva, de exigencia ética. Pero que hoy parece estar bastante lejana en las preferencias de nuestras sociedades opulentas que no sólo no están dispuestas a renunciar a parte de su despilfarro sino que, como en una carrera sin objetivo, cada día resulta más provocador e insultante. No podemos continuar con los discursos morales y las lamentaciones hipócritas, que sólo valen para tranquilizar las conciencias, mientras sigamos sumergidos en lo que J. Galbraith ha llamado la cultura de la satisfacción y otros, de la queja porque todavía no estamos contentos.

Publicado el día 27 de Julio de 2001.


60.- Amores de verano De pronto, como sin esperarlo, la prensa, que a pesar de todo lo que está pasando se siente como obligada a ocupar sus páginas con reportajes y declaraciones de la gente más variopinta, se ha llenado de declaraciones de científicos de renombre que nos recuerdan que eso que llamamos el amor no es sino química, moléculas. Y además, en algunos casos, para que no nos quepa duda de la veracidad y del rigor científico de sus afirmaciones, se entretienen en precisar con detalle la presencia e importancia de las sustancias que contiene todo este desarrollo. Y otro especialista apostilla que enamorarse es un proceso que consiste en activar 20 o 30 conmutadores, de los muchos que pueblan el cerebro, y desactivar muchos más. Y no es que todas estas teorías no sean verdad, que desde luego seguro que lo son a la vista de las pruebas, argumentos y datos tan minuciosos que aportan, el convencimiento con el que las aseguran, y lo generalizadas que están. Lo que pasa es que a alguna gente lo prosaico de la vida le hace perder ilusión, como si necesitara desconocer que lo que en definitiva permite que haya teatro es la trastienda, los hilos que mueven los guiñoles que a fin de cuentas sólo son engaño y puro espejismo. Y esto les molesta más, precisamente en una época del año en la que parece que hay horizontes más amplios y más luz de la que alumbra la monotonía de la vida cotidiana. Al fin y al cabo desde siempre una viejísima tradición atestigua que la verdadera estación del amor y la sensualidad es el verano. Por citar testimonios muy antiguos, ya hace más de nueve siglos, por supuesto en otro contexto cultural y otras referencias humanas, Hesíodo, el primer escritor griego verdaderamente importante, decía que cuando el cardo florece y la cantarina cigarra, posada sobre el árbol, hace resonar su dulce canto sin interrupción bajo las alas, en la estación del arduo verano, entonces son más pingües las cabras, el vino mejor, las mujeres más lascivas y los hombres más débiles pues Sirio les abraza cabezas y rodillas y la piel está reseca bajo la calma. Y desde entonces la literatura al uso (en nuestra época no hay revista, periódico, radio o televisión, por más seria, sesuda y formal que trate de crear y mantener su imagen, que no dedique desde suplementos especiales hasta las viñetas de sus humoristas al juego desenfadado de voluptuosidad y al ardor de la pasión amorosa) no hace más que recordar e insistir en esta especie de tópico, mediante frases hechas tales como: el amor de verano, la sensualidad estival y la concupiscencia de la canícula, en una mezcla explosiva, nunca mejor dicho, de romanticismo, sexualidad y galanteo. Que ya se dice en El Quijote que el amor no tiene otro mejor ministro para ejecutar lo que desea, que es la ocasión y desde luego que toda la parafernalia que acompaña a esta época bien que las produce y con exceso. Sin embargo y para que todo este montaje se fastidie, también empiezan a aparecer artículos en los que doctos sexólogos afirman todo lo contrario: que precisamente no es el verano la mejor temporada para el juego amoroso, que los 40 grados hacen muy incómodo y desagradable el contacto de los cuerpos y parecen un cocedero, que es el frío del invierno el que mejor lleva a la intimidad, que la transpiración estorba y que tanto el topless como el tanga dejan poco lugar a la imaginación. O sea, que de lo del amor en verano, que ya Hesíodo defendía, nada de nada. Y es que, por terminar de nuevo con Cervantes, el amor es invisible y entra y sale por do quiere, sin que nadie le pida cuentas de sus hechos. Todo lo demás, las teorías y las palabras, sólo son entretenimientos que sirven para ocupar tiempo, espacio, conversaciones y comentarios, como este artículo. O como los crucigramas y los cuentos. Porque todavía no hay manera capaz de controlar las fuerzas químicas y las moléculas que, al parecer, son las que gobiernan nuestra vida.

Publicado el día 24 de Agosto de 2001


61.- Lo privado y la Administración Pongamos un caso concreto. Un ciudadano que está opositando a un puesto de trabajo de la Administración Pública llega tarde a un ejercicio oral y solicita ser admitido fuera de su turno explicándole al tribunal que el retraso se debe a razones laborales, a condiciones relacionadas con el trabajo que provisionalmente tiene. Supongamos, siguiendo con el ejemplo, que otro opositor en las mismas circunstancias aduce que un malestar, desde luego leve pero muy molesto, de un hijo suyo le ha hecho pasar una mala noche y es el motivo de su retraso. Imaginemos que un tercer opositor, que también llega tarde, asegura que una ludopatía grave que sufre le empuja a pasar gran parte de la noche jugando en un bingo. El último caso podría ser el de quien manifestara que una avería importante en el sistema de fotocopia que habitualmente utiliza le ha retrasado conseguir un material decisivo para preparar el ejercicio al que ha sido convocado. Y supongamos, por el principio que los lingüistas llaman de caridad que todas las razones aducidas son verdaderas. En esta circunstancia, ¿cuál debería ser la actitud moralmente más razonable que debe tomar el tribunal que como tal representa a la Administración Pública?. En situaciones como las propuestas, o en otras muchas de contenido afectivo e incidencia personal bastantes similares, los ciudadanos se quejan de no encontrar el remedio a sus tristezas, sus soledades y sus angustias en el bosque perdido de la burocracia. Ésta es para mucha gente una máquina desindividualizada y despersonalizada, lo que normalmente es verdad. Pero ¿cabe "personalizarla e individualizarla"? ¿sería eso más justo. Si aplicamos esta pregunta a la cuestión planteada en el ejemplo arriba citado lo lógico es plantearse: ¿puede, o debe, aceptar el tribunal las disculpas presentadas por los diferentes opositores?. Si abre un resquicio a considerarlas, ¿qué derecho tiene a juzgar la intimidad de los opositores? porque esto es sin duda lo que haría, al tratar de valorar la quiebra interna y el perjuicio que cada circunstancia ha producido en cada sujeto. ¿Con qué derecho hace eso y, sobre todo, con qué criterio? ¿qué es más justificable la ludopatía o la preocupación de una noche en vela por una enfermedad de un hijo?. ¿Quién y cómo mide los sentimientos, las sensaciones y, sobre todo, las percepciones?. ¿Cómo clasificar los recuerdos negros?. ¿Qué grado de intensidad ha de tener cada una de estas circunstancias como para justificar un cambio de turno en el ejercicio de la oposición, teniendo además en cuenta que se trata de una competición entre varios que optan a la misma plaza y que en principio bien pudiera ocurrir que algún otro opositor tenga otras justificaciones que sin embargo no ha dicho a nadie? El dilema sigue siendo, por tanto, si es más justo que la Administración, en este caso a través del tribunal, entre a valorar las situaciones personales, con los peligros y problemas que acarrea, o, por el contrario, mantenga el principio inexorable de que quien no está a su hora, sean cualesquiera los motivos, ha perdido la posibilidad de seguir en la oposición: La supuesta, o verdadera frialdad, que es un distanciamiento y que genera la queja frecuente de que la Administración no entiende de los problemas personales, es la garantía de ecuanimidad, de justicia. Porque no está claro que algún funcionario tenga capacidad para dilucidar el alcance de los problemas personales. Las angustias íntimas, las insuficiencias subjetivas de cada persona no sólo tienen difícil encaje en el esquema administrativo sino que incluso deben ser consideradas así ya que de otra forma se daría validez a un enjuiciamiento externo con las dosis irrenunciables de subjetividad ya que no es posible un criterio o baremo que sea capaz de medir las percepciones. Una información aparecida en la prensa indicaba que incluso el dolor está afectado, como todos suponíamos, por esta situación ya que no es una sensación sino una percepción, lo que en términos menos académicos significa que en el fondo, a pesar de un mínimo componente objetivo, es algo totalmente subjetivo. ¿Cabe otra salida a la relación entre lo público y lo privado?. Publicado el día 7 de Septiembre de 2001


62.- En el nombre de Dios Apenas hay día, o semana, en el que no podamos apreciar cómo detrás de la mayoría de los conflictos que atenazan y convulsionan el mundo hay un problema, real o supuesto, religioso. Unas veces de manera más explícita y otras de forma solapada bastantes de las tensiones que traen la muerte, el terror y la sangre están adobadas de discurso religioso y en ellas aparecen líderes o chamanes jaleando con palabras altisonantes y apocalípticas a sus fieles y seguidores, invitándoles a la entrega a la causa, al sacrificio y hasta el martirio si fuese preciso. Si echamos cuenta de las crónicas de los acontecimientos militares de los últimos tiempos, Yugoslavia, Argelia, Irlanda o el Sudeste asiático son algunos de los rincones del mundo en los que de una u otra manera hay patente o latente una guerra de religiones. Habitualmente las cosas por supuesto no son tan simples como para permitir un diagnóstico superficial y casi siempre andan mezcladas con otras razones políticas, económicas, de razas o de injurias históricas pero este perfil religioso aparece con demasiada frecuencia. Ya se sabe que la religión es un elemento fundamental en lo que los antropólogos llaman la superestructura cultural, es decir, en el conjunto de ideas y creencias que definen y perfilan el marco conceptual de cada cultura. Esto es obvio porque así lo ha decidido la evolución y la historia de la especie humana. Pero una cosa es la presencia religiosa como componente cultural, como elemento de identificación colectiva, y otra la utilización del adoctrinamiento y el fanatismo para espolear a la gente a la guerra, a la violencia, a la muerte y a la destrucción. La historia y la cronología del problema palestino es un ejemplo significativo de todo esto, de cómo la manipulación y el uso desmedido del nombre de Dios no sólo no está sirviendo para mitigar o aminorar, ya que no resolver en ningún caso, la situación sin salida en la que se vive, sino que lo mantiene vivo y sirve para echarle cada vez más leña. Monopolizadores de la cólera divina, como dice Fernando Savater, cuya tarea consiste en hacer creer a la gente que algo que ha sido dicho en la tierra proviene del cielo, algunos líderes de las dos religiones enfrentadas se esfuerzan cada día más en inflamar y embriagar con discursos delirantes a los fieles que les siguen ciegamente. Una situación que causa verdadero espanto y turbación porque no es posible pensar, se sea creyente o no, que Alá y Yahvé son dos líderes eternos e infinitos, jefes militares de una intransigencia indestructible, cada uno de los cuales ha sellado un compromiso en un caso con los musulmanes y en otro con los judíos y buscan el aplastamiento y la humillación del pueblo contrario. Visiones así sólo sirven para denigrar a las religiones y quitarles la razón a los miles de millones de personas sensatas y moderadas que tienen otra visión de los límites morales de la especie humana. A ninguna persona medianamente informada se le oculta que en el origen de esta situación, que ya dura cincuenta y tres años, hay otros problemas gravísimos incluso de supervivencia y de subsistencia, pero el protagonismo que ha asumido el discurso religioso ha sido y es determinante para que se haya desembocado en una situación sin salida. Produce un pasmoso estupor y una conmovedora consternación observar las soflamas incendiarias de clérigos islamitas y rabinos, no ya ortodoxos sino ultraortodoxos, incitando a la lucha, a la guerra, a la destrucción y a la sangre y yugulando toda posibilidad de compromiso o de acuerdo entre las partes. Si toda identidad cultural lleva implícita una diferenciación, a veces abusiva, respecto de los otros, en Oriente Medio estas condiciones se han transformado, utilizando palabras de Rafael del Águila, en identidades asesinas, (en este caso con ropaje religioso) que tras convertir al enemigo en infrahumano y presentar al “nosotros” como víctimas de conspiraciones múltiples que sólo buscan exterminarnos, acaban siendo un verdadero peligro por su unicidad, su homogeneidad, su carácter indudable, su dogmatismo y su cerrazón. El problema palestino se podrá solucionar dialogando, hablando o discutiendo. (si es que no hay un aplastamiento militar o una masacre o un cataclismo). Pero desde luego es una condición indispensable que todos esos chamanes enloquecidos y justicieros se callen. De una vez por todas. Porque el nombre de Dios, por mandato divino y por sentido común, no puede usarse en vano.

Publicado el día 21 de Septiembre de 2001.


63.- Los elefantes y la hierba En Somalia dicen que cuando los elefantes pelean, la hierba queda pisoteada. Son hierba pisoteada (1) los miles de personas que han muerto mientras trabajaban o visitaban las torres famosas o volaban en los aviones destruidos, personas sin duda de diferentes creencias y posiciones políticas, económicas o sociales; amargados o felices, cada uno tendría detrás su propia historia, lo más seguro ajena a los grandes debates ideológicos y a los intereses de los poderosos. Es (2) también hierba pisoteada el pueblo palestino que, desde que hace cincuenta y tres años fue expulsado de su tierra, está obligado a vivir o en campos de refugiados o en núcleos urbanos controlados militarmente por Israel, sin que se vislumbre ninguna solución sino la miseria, el hambre, la pobreza y la marginación; y que incluso está traicionado y humillado por muchos de sus propios dirigentes que han instalado unos niveles inimaginables de corrupción política y económica. Y (3) lo son los cientos o miles de millones de personas que, sobre todo dentro del mundo y la cultura árabes, están sometidos a la doble presión, por una parte, del hambre, la miseria y la ignorancia, el paro y la marginación, y, por otro, a los discursos incendiarios de líderes religiosos. Son ni siquiera hierba los miles y miles de personas que mueren cada día en el mundo por hambre (cinco mil, según Jean Ziegler, ¿cuántos durante las horas del horror en Estados Unidos?) o por enfermedades fácilmente curables (nada menos que un tercio de jóvenes del África subsahariana será por sida y, según el Informe del Estado de la Infancia 2001 de la UNICEF, once millones de niños). Pero nadie ha levantado ni levanta una palabra por ellos; mueren solos y en silencio, sin molestar a nadie y sin dar la lata... como aquellos criados antiguos que eran capaces de todo con tal de que el señorito nunca tuviera un disgusto. Son hierba doblemente pisoteada, por como parece que van las cosas a día de hoy, la mayoría de los habitantes de Afganistán, en especial las mujeres, por los que ningún país ha movido un dedo, (lo que sí se hizo por las estatuas de Buda) a pesar de que todo el mundo conocía lo que estaba pasando. A los afganos de a pie, ajenos a los líos de las grandes potencias pero sufriendo continuas guerras e invasiones y sometidos a un régimen implacable y terrorífico (casualmente implantado con la ayuda de los Estados Unidos) descrito por los organismos internacionales como de "violación masiva y sistemática de sus derechos humanos", sólo les quedaba la tierra infinitamente árida por la eterna sequía y la muerte cada día de 25 personas por pisar las minas que quedan de las guerras. Pero ahora hasta todo eso han perdido. Lo único que les cabe hacer es huir de los unos y de los otros, de sus pendencias y de sus bombas. Y confiar en que algún que otro día puedan conseguir un mendrugo que la ONU les lleve si antes no lo han requisado las mafias o los salteadores de caminos. Son los elefantes los de siempre, los poderosos. En el tema que nos ocupa (1) el grupo judío de los Estados Unidos, el llamado lobby judío, que con su presión política está imponiendo a ese país un apoyo absoluto al Estado de Israel, un Estado, desde luego auténticamente democrático, pero que jamás ha cumplido ninguna Resolución de la ONU sin haber recibido por ello ni sanciones ni advertencias y que está literalmente masacrando al pueblo palestino; (2) los grupos que dominan las superpotencias con sus intereses económicos, políticos y financieros; (3) los fundamentalistas, normalmente envueltos en discursos religiosos, que estimulan el odio, la sangre y la muerte, y tratan de evitar por todos los medios los acuerdos de la gente que desea y busca la paz; y (4) nosotros, los ciudadanos opulentos, al tiempo que despilfarradores, insensibles a la crueldad y a la miseria, que disponemos del Estado de Bienestar gracias a la explotación de los países pobres y con el que estamos impidiendo su desarrollo. Y que para colmo cada día nos quejamos más, impunemente por supuesto, de lo que nos falta. Todos estas reflexiones no tienen ninguna originalidad y las hace cualquiera medianamente informado. Y el caso es que a fin de cuentas es lo mismo que ha pasado desde que la memoria histórica de la especie humana nos trae los recuerdos de nuestros antepasados. ¿A quién se le ha ocurrido decir que la historia no se repite nunca?.

Publicado el día 5 de Octubre de 2001


64.- El pastor de la manzanilla El oficio o la devoción de comentar noticias en un periódico, además de otros beneficios para quien ocupa su tiempo y sus esfuerzos en esta tarea, es una ocasión muy provechosa para estimular la reflexión y el pensamiento. No en balde los acontecimientos que pueblan la vida de cada día son el libro en el que se puede aprender el buen criterio, y un estímulo para el propio entendimiento. Sin embargo hay veces en que toda esta teoría sobra y al articulista sólo le basta con trasladar los hechos tal como son en sí porque es tal la evidencia de su desenlace que adobarla de reflexiones únicamente sirve para empañar la historia. Es este el caso del que algún medio de comunicación ha llamado el caso del pastor de la manzanilla y ésta es, al parecer, la narración de los hechos: Miguel Gallegos, que así se llama el protagonista, es un pastor de 45 años de una sierra granadina que acostumbraba a coger, como el resto de sus vecinos y como sucede normalmente entre quienes viven en tierras espontáneas, plantas silvestres que encontraban en el campo para atajar diversas dolencias. Un día este pastor arrancó un matojo de 190 gramos de una planta de Sierra Nevada que creyó era manzanilla común, manzanilla de infusiones, cuando en realidad era una especie vegetal catalogada y protegida, que los científicos denominan artemisa granatensis boiss, y que se encuentra en peligro de extinción. Por este hecho delictivo, si el juez atiende a la petición inicial del ministerio fiscal, Miguel Gallego habría sido condenado a dos años y tres meses de prisión. Como resultado de esta situación, Miguel Gallego, que sufre de una fuerte adicción al alcohol, entró en un estado de fuertes depresiones por el miedo de ir a la cárcel lo que llevó a su familia a internarlo en una clínica con el fin de someterlo a tratamiento. El alto precio de este internamiento, en torno al millón de pesetas, ha hecho que la familia abra una suscripción popular en una cuenta de la Caja General de Ahorros de Granada en Órgiva que tiene como curioso número, simplemente, el de pastor de la manzanilla. Cuando se conoció el estado de Miguel Gallegos y las circunstancias en las que se había desarrollado su caso, el ministerio fiscal en Granada anunció que, durante el juicio rebajará sensiblemente la pena hasta dejarla en un acto simbólico. El abogado de Gallegos, Miguel Ruiz de Almodóvar, sin embargo, considera que el estado de su cliente es tan delicado que pide que se retire incluso esa pena simbólica. La defensa sostiene que el pastor desconocía 'que estuviera prohibido coger manzanilla, al igual que también desconocía que estuviera protegida o en peligro de extinción' la planta que él confundió con la de una infusión para sus hijos. Ruiz de Almodóvar se ampara también en que nadie ha informado ni advertido a los habitantes de Sierra Nevada o de la Alpujarra acerca de qué especies vegetales están protegidas y no pueden arrancarse. Esta noticia, además de triste y desvencijada, de esas que dejan un poso de amargura por la impotencia que producen se ha colado como en un rincón de las crónicas que los periódicos llaman de sociedad y de tribunales. Por supuesto que ofrece una fácil tentación para la demagogia pero resulta prácticamente imposible olvidar acontecimientos como los que están sucediendo en Marbella, las tremendas catástrofes ecológicas que pueblan las noticias de los informativos o los años que duran algunos procedimientos. Si los hechos son tal como se cuentan (en el diario El País de Andalucía) es difícil entender la relación entre los 190 gramos de una planta silvestre por muy protegida y catalogada que esté y en los dos años y tres meses de cárcel. Incluso aunque se hubiese cometido la tropelía con pleno conocimiento de los que se hacía. El análisis de esta narración no debe llevar sólo a una cuestión de la Administración de Justicia. Es algo más profundo porque afecta a todo el sistema de valores de una sociedad desarrollada y democrática. Con razón decía Cervantes que no es justo ni acertado que se cumpla la voluntad de quien lo que ordena va fuera de todo razonable discurso. Publicado el día 19 de Octubre de 2001.


65.- Los imperios y Esopo Probablemente le esté ocurriendo en este momento a los Estados Unidos lo que a todos los imperios que han existido desde que la especie humana tiene memoria histórica, que pierden el sentido de la realidad, de lo que realmente pasa en el mundo y, encerrados en propio discurso, tratan de resolver los problemas que se le plantean sin apenas escuchar otros planteamientos u otras perspectivas. Es éste un riesgo amenazador del que no se libraron los imperios antiguos (aunque las condiciones políticas y sociales eran muy diferentes de las nuestras) ni tampoco las potencias europeas que sucesivamente, incluida España, han gobernado el mundo. Hablando precisamente de estas cosas suelen citarse, entre otros textos, lo que el poeta latino Virgilio piensa que es la tarea del pueblo, el imperio en este caso, romano que expresa a través de las palabras que le dice Anquises a su hijo Eneas: tu misión es, acuérdate pueblo romano, gobernar bajo tu poder a los pueblos; ésas serán tus artes, y también imponer las condiciones de paz, perdonar a los vencidos y derribar a los soberbios. Sin duda es compresible el dolor de los ciudadanos y de las instituciones norteamericanas así como el espíritu de indignación emocional y, consiguientemente, de desquite y revancha que se deriva de todo eso. Es esa sensación de rabia y de indefensión que los españoles hemos vivido tantas veces cuando el terrorismo ha convulsionado nuestra conciencia y en este sentido puede entenderse de alguna manera la belicosidad, la cólera y la vehemencia en las declaraciones públicas y en las intenciones de eliminar todo el aparato provocador para que no vuelva a ejercer su poder. Esto es comprensible y moralmente justo. El asunto de todas formas es muy complejo e incluye muchas variables como se demuestra por la cantidad de comentarios y análisis que están haciendo los expertos, hasta el punto de que parece queda poco nuevo por decir. De todas maneras se puede destacar dos circunstancias que a lo mejor arrinconadas entre el ruido están teniendo menos relevancia a pesar de resultar especialmente significativas. La primera es cómo, después de haber mantenido una política aislacionista y para muchos arrogante, situándose al margen de todo compromiso internacional, hasta el momento no se haya hablado para nada de rectificar esa actitud. (Resulta pedagógico y podemos recordar con facilidad revisando la prensa de los últimos meses, cómo el gobierno de los Estados Unidos, en los pocos meses que lleva bajo la presidencia de Bush, rechazó firmar, por referirnos entre otros a los más significados: los protocolos tanto para verificar el tratado que prohibe las armas biológicas como el de Kioto sobre la emisión de gases; ha rehusado firmar también los tratados que prohiben las pruebas nucleares y el de minas antipersonas; se ha negado a aceptar la existencia de un tribunal penal internacional, promoviendo en su parlamento una ley que permitiera intervenir incluso a su ejército en el caso de que se intentase juzgar a algún ciudadano de ese país. Ahora, cuando las condiciones políticas se han modificado sustancialmente, se pide la colaboración política, social y militar de los países del mundo pero nadie en el gobierno norteamericano ni siquiera ha sugerido todavía una revisión de esa actitud insolidaria e imperial, es decir, algún propósito de enmienda. La otra circunstancia, que por cierto en España hemos vivido y discutido intensamente con ocasión del Gal, es si para erradicar el terrorismo vale todo, si valen los crímenes de Estado y si con tal de obtener los apoyos necesarios es permisible aceptar y de alguna forma legitimar cualquier sistema de gobierno aunque sea una dictadura y en ningún caso venga respetando los derechos humanos. Éste es un debate moral que no se debe obviar en ningún caso. De acuerdo a los códigos éticos democráticos que tantas veces se han puesto sobre la mesa, ¿no debería acaso plantearse como objetivo detener a los culpables para juzgarlos en un proceso justo y con todas las garantías? Ésta ha sido la doctrina que se ha entendido y predicado tantas veces como superior moralmente. Cuando se hacen reflexiones de este tipo sobre las actitudes imperiales que acaban aun sin querer arrasando lo que debería ser intocable, la sabiduría popular que ha aclarado muchos comportamientos humanos. Un ejemplo viejo, viejo por los siglos que lleva encima, son las tan conocidas Fábulas de Esopo, especialmente las que se refieren a los leones y a los elefantes.

Publicado el día 2 de Noviembre de 2001.


66.- EEUU no escucha al obispo Setién Que Arafat, el líder palestino, es lo que se llama convencionalmente un político corrupto es algo que se sabe hace mucho tiempo. Bien es verdad que las condiciones objetivas que sufre, tales como la dispersión geográfica o la propia historia, no le facilitan una buena gobernabilidad de su pueblo pero hay que reconocer que su gestión está empañada de despilfarro económico, que sus allegados políticos manejan el presupuesto para beneficio personal y que hasta su propia legitimidad democrática no está fundada en un sistema normalizado de votaciones y elecciones. Arafat, aunque puede mostrar algunos logros de importancia para los palestinos como puede ser tanto el reconocimiento mundial de su autoridad, no puede presentarse ante Occidente con el aval de un sistema acorde a los valores que hoy se consideran indispensables en un régimen respetuoso con los derechos humanos. Esta realidad, que ya es antigua, tiene hoy, como es lógico, una especial significación. Sin embargo, y a pesar de todas esas limitaciones políticas, el líder de lo que se ha dado en llamar la Autoridad Palestina (una denominación que es casi una especie de figura literaria, que no está contemplada en los códigos al uso como jefe de gobierno o algo parecido y que evita el reconocimiento de un Estado propiamente dicho) es la única voz autorizada y reconocida del pueblo palestino. Quiérase o no, a día de hoy nadie puede dialogar o negociar con los palestinos si no lo hace con Arafat por lo que cualquier desconsideración o marginación se entiende como que se hace con todo su pueblo. Por otra parte, y con todas las matizaciones que quieran y puedan hacerse, el conflicto de Oriente Medio ha servido desde hace varias décadas de cohesión de la cultura política y social de los pueblos árabes. Como se sabe, los grupos sociales siempre tienden a cohesionase y encontrar su propia identidad ante los enemigos exteriores, (lo que también le ocurre a los individuos, que nos reafirmamos en lo que somos o queremos ser mediante el contraste con la personalidad y reflejo de los demás) y la historia árabe del siglo XX puede dar testimonio de ello. En el pasado, como le ha ocurrido a todas las civilizaciones, ha habido de todo pero la creación del Estado de Israel y el desplazamiento de millones de palestinos de las tierras en las que llevaban siglos viviendo, supuso el acicate para que los pueblos árabes encontraran una causa común que les hiciera encontrase en la misma dirección y con los mismos objetivos políticos. De ello es un reflejo el que en todas las listas de reivindicaciones de todos lo signos aparezca en primer lugar la que se llama causa palestina. Estando así las cosas, no acaba de entenderse el desaire que el presidente de los Estados Unidos le ha hecho negándose a recibirlo con la excusa de que no controla absolutamente a todos los grupos políticos, terroristas les llama, que a fin de cuentas están haciendo lo único que les deja hacer la situación de desamparo, marginación, explotación y sometimiento que en todos los órdenes político, social, militar y económico, incluida la corrupción y el descaro de muchos de sus líderes, está sufriendo el pueblo palestino. El problema teórico de fondo que se ha planteado a estos efectos es si todos los terrorismos son iguales, si tiene o no sentido, como ha dicho el presidente de Irak, distinguir entre terroristas y resistentes, utilizando un término que para los europeos es bastante querido y respetado, sobre todo después del período de dominación nazi. Y aquí hay que citar al obispo Setién para aclarar todo este entramado teórico político y social. Porque el obispo Setién, a pesar de que la doctrina oficial de los gobiernos pro-occidentales asegure lo contrario, ha afirmado que no todos los terrorismos son iguales. Esa afirmación es discutible, ha dicho. Y tiene razón. Una cosa es la resistencia de los pueblos que no pueden manifestarse como tales ni utilizar su lengua ni organizar sus instituciones políticas y ni siquiera comer. Y otra, el nacionalismo burgués, confortable y acomodado de quien tiene la mayor cuota de poder político en el mundo, salvo la de un Estado. Y si Eta busca la independencia, lo que tiene que hacer es dejar de matar y tratar de alcanzar por la vía política democrática sus objetivos, presentándose a las elecciones. El obispo Setién lleva toda la razón y sería bueno escuchar sus declaraciones. Publicado el día 16 de Noviembre de 2001


67.- Mezclar churras con merinas Atareados como estamos con lo que está pasando en el mundo y precisamente por ello, habremos de tener cuidado no vayamos a olvidarnos, o a creer, que el fundamentalismo es sólo religioso, lo que sería caer en una trampa casi mortal. Y es que, como le ocurre a las personas, también las palabras tienden a formar matrimonio como si toda sequía tuviese que ser pertinaz y toda conspiración judeomasónica, y en estas condiciones poca salida vamos a tener si nos acaban convenciendo de que, salvo en lo religioso, en todo lo demás pintan bastos para la humanidad (de los países ricos y democráticos y desarrollados se entiende). Y es que la oportunidad, por seguir hablando de pintura, la pintan calva para aprovechar con todo este lío juntar de una vez por todas los términos fundamentalismo y religioso, que siempre aparecen matrimoniados o, para ser más modernos, se los presentan desde todos los paraninfos y escenarios como una pareja de hecho. Bien es verdad que en un principio el fundamentalismo, esa forma de entender los asuntos de ésta y la otra vida desde principios inalterables y permanentes, era religioso y de ello se han aprovechado desde los antiguos faraones de Egipto hasta los últimos sátrapas que todavía pueblan el mundo (de los países pobres, atrasados y dictatoriales se entiende). Y de ahí vinieron estos lodos. Pero aunque no haya perdido del todo ese barniz de religioso, la verdad es que fundamentalismo, lo que se dice fundamentalismo, hay más de uno, hay bastantes. O, si se quiere, hay uno solo pero, como el dragón del cuento que cuida de que nadie (ignorante, delincuente y pobre se entiende) entre en la cueva de la sabiduría y de los elegidos, con muchas cabezas. O, como diría el castizo, con muchas caras o mucha cara que, en lo que estamos, viene a ser lo mismo. Fundamentalismos los hay, como los ha habido siempre, sobre todo social y político, eso sí, con el colorante religioso, que habría que decir en serio pseudoreligioso. Los antiguos falangistas del régimen anterior decían para atacar al sistema democrático que “la verdad es más categoría permanente de la razón y no en cada momento decisión de la voluntad”, (o sea que una pared es blanca porque lo es, no porque lo diga la mayoría). Y el líder vasco de Batasuna, Otegi, confirmando cómo los extremos se tocan y el mundo al final es un círculo, asegura que el derecho de autodeterminación es un derecho natural y por tanto no se puede discutir porque los derechos son derechos, y no tienen nada que ver con mayorías y minorías. (O sea, que los vascos tienen el derecho de autodeterminación, como dirían los filósofos sub specie aeternitatis, es decir desde antes de la creación del mundo y para toda la eternidad, y con la misma fuerza que tiene, por ejemplo, la ley de gravitación universal). Pero estos ejemplos de fundamentalismo por grotescos intelectualmente se descalifican y ridiculizan por sí mismos. Puesto que hoy poca gente quiere que se le considere fundamentalista por si acaso, el problema viene cuando los que practican esa forma de pensamiento, normalmente para defender su poder y sus privilegios, se disfrazan de corderos utilizando casi siempre palabras altisonantes de esas que decían los griegos que sonaban, como la risa de Demócrito, en todo el Peloponeso. Con lo que mezclando en su propio beneficio churras con merinas, nos asustan y nos acaban engañando y hacen los que les parece, es decir, lo que les conviene: que si los límites de nuestro Estado son sagrados; que si nuestro eterno país...; que si Dios está de nuestra parte; que si hemos de ofrecer la vida por el Imperio y por él hasta Dios; que si hemos de darlo todo para que vuelva a renacer el Gran (póngase aquí el nombre de algún país); que si nuestra doctrina es... La única forma de desmontar todos esos discursos es convencernos de que en el terreno político y en la organización social todo es producto de decisiones humanas, la mayoría probablemente egoístas, y perversas y ruines y vergonzosas, pero que son, junto con circunstancias como el azar, la suerte, la geografía, la climatología, la economía y otras por el estilo, las que han creado nuestra historia. Un ejemplo: ¿por qué están pensando los ingleses en tomar alguna decisión sobre Gibraltar?. Sencillamente porque con lo del espacio aéreo europeo les estamos fastidiando sus intereses. Si no ¿de qué?.

Publicado el día 30 de Noviembre de 2001


68.- La globalización del sexo Como es sabido, la tan manoseada y discutida globalización es el proceso histórico en el que cada vez van perdiendo más peso en el mundo las fuerzas nacionales (políticas, sociales y, especialmente, económicas) en beneficio de las internacionales. La globalización, superando y suprimiendo de alguna forma las fronteras de los Estados, de las etnias y de los países está imponiendo poco a poco un estilo único de actuar. Su influencia es tan universal que afecta a las nuevas tecnologías, la ciencia, las leyes y los derechos, los capitales, las empresas, el mercado del trabajo y, como dice Guillermo de la Dehesa, hasta el de los asesinos profesionales. Impulsada por la transformación tecnológica y el desarrollo de la especie humana, esta nueva forma de organización mundial tiene, como es lógico, defensores y detractores que ven, respectivamente, las ventajas y los inconvenientes que ofrece. Pero cuando las cosas vienen de tal manera que parecen inevitables y además dan la sensación de que pueden resultar de alguna manera problemáticas, la prudencia y el buen sentido aconsejan que debe aprovecharse cualquier resquicio para sacar ventaja de la situación. Y como la globalización es un proceso multidimensional, habrá que aprovechar de ella todo lo que sea posible y avanzar en aquellos campos de actuación que proporcionen beneficios para la gente y supongan mejorar las relaciones sociales. Y una forma de hacerlo con vistas a un mejor entendimiento de todos puede ser globalizando el mestizaje, el cruzamiento de gentes y de razas de todo el mundo. Si todos los habitantes del planeta, si todos los seres humanos acabáramos siendo mestizos, mucho más de lo que ya somos, se eliminarían de golpe y automáticamente las incomprensiones culturales, las suspicacias del carácter, los distanciamientos sociológicos y las inclinaciones de superioridad. Cabe pensar que de esta amalgama de sexo y de procreación a través de parejas multiraciales saldrían altos niveles de coincidencia en la interpretación del mundo y por ende en la comunicación entre todos. Bien es verdad que el mestizaje ha sido mal visto no sólo desde cualquier óptica racista fuerte sino también por otras formas más blandas de legitimidad racial pero esa dificultad podría superarse creando condiciones que lo faciliten, exponiendo teorías sobre la hermandad de todos los humanos, organizando foros y congresos con fines pedagógicos e incluso creando una Internacional del sexo, el erotismo y el mestizaje que, apoyada por las Naciones Unidas a través de un organismo al estilo de la UNESCO y a su vez por diversas organizaciones no gubernamentales y otras asociaciones humanitarias, se dedique a promover acciones que faciliten el intercambio mediante premios, subvenciones y estímulos. Naturalmente honestos. La propia genética incluso avala esta propuesta. Por una parte todos los seres humanos somos fértiles entre nosotros, lo que es uno de los indicativos del concepto mismo de especie. Pero además es sabido de casi todo el mundo que cuando se celebran matrimonios, es decir emparejamientos sexuales, entre miembros de una misma familia existe un alto riesgo de que las taras se prolonguen y desarrollen más de los que debiera ser razonable y ahí tenemos ejemplos en la historia de España de matrimonios reales consanguíneos. Y es que la endogamia favorece que aparezcan descendientes con taras y defectos que el mestizaje impide. Al decir de los científicos, la exogamia aumenta la variabilidad de caracteres y produce individuos más diversos. Cuanta mayor diferencia exista entre los progenitores, más diferentes serán los hijos y por tanto más adaptables a los cambios del medio ambiente. El mestizaje es así muy ventajoso también desde el punto de vista biológico. Con esta iniciativa obtendremos dos importantísimos beneficios: superar prejuicios como el racismo sin ningún fundamento científico pero que no dejan de tener seguidores insistentes y, como resultado, facilitar la comunicación entre los diversos pueblos que habitan la Tierra, produciendo culturas más homogéneas y por tanto más comprensivas. Y de esta manera haríamos una vida más fácil para la convivencia de todas las gentes.

Publicado el día 14 de Diciembre de 2001


69.- Mejor poco ser un poco malos Menudo berenjenal y embrollo se armaría si, tomándonos al pie de la letra los propósitos que algunos de estos días nos aconsejan, de pronto todos absolutamente nos volviésemos buenos o, peor aun, incluso buenísimos de una vez por todas. Si se diera esa circunstancia, complicaríamos de tal manera la vida que ¡vaya usted a saber! cómo acabaríamos. Porque ¿qué ocurriría si de buenas a primeras, de la noche a la mañana, empezáramos a practicar en su totalidad el amor al prójimo, fuésemos generosos, amables, respetuosos, humildes, probos y considerados, honrados, comprensivos, honestos, trabajadores, es decir, adquiriésemos todas las virtudes que los tratados sobre la utopía describen como la perfección?. En esa hipótesis habría que cambiarlo todo, nuestra organización social se resquebrajaría y quedarían millones y millones de personas sin trabajo y sin ocupación Simplemente con que respondiésemos de manera afirmativa a la pregunta esa que todos nos hacemos, cuando salimos de la vida familiar y empezamos a socializarnos en la calle o la escuela o donde sea, de si podemos fiarnos de los demás con los que nos vamos encontrando, correríamos el riesgo de llegar al caos. Bien es verdad que a nivel teórico desde siempre los seres humanos nos hemos venido planteando lo que los filósofos llaman la bondad o maldad natural del hombre, es decir, si ya al venir al mundo traemos la semilla del mal debido a nuestras inclinaciones, emociones y tendencias o es, por el contrario como creen algunos pensadores, que ese tono de vileza lo adquirimos al entrar en contacto con la sociedad, con los otros. El más conocido de entre los que defienden la primera opción, que somos malos por naturaleza, es el filósofo inglés del siglo XVII Tomás Hobbes que aseguraba que el estado natural es una guerra de todos contra todos y después en una frase que se ha hecho muy famosa y que ha acabado por representar su posición decía que el hombre es un lobo para el hombre. Por el contrario siempre suele citarse como símbolo del que podemos llamar el partido de los optimistas fue el filósofo suizo del siglo XVIII J. J. Rousseau que culpaba al refinamiento de la cultura la pérdida de los sentimientos naturales siempre buenos y orientados al amor obsequioso. (Por cierto que con este motivo tuvo un terrible enfrentamiento con otro filósofo de la época cuando éste le reprochó que era muy fácil hablar de la bondad natural de las personas cuando él había entregado a la Inclusa, inmediatamente después de nacer, a todos los hijos que había tenido). Pero sea cual sea la posición doctrinal que podemos adoptar en esta cuestión, la verdad es que, sin hacer caso a los filósofos, en la práctica hemos organizado el mundo desde el convencimiento de que todos somos de alguna manera malos, con lo que, en caso de cambiar, el lío que se montaría si todos entrásemos en el camino del bien, sería descomunal. De entrada quedarían en paro todos aquellos encargados de velar porque nos portemos bien: legisladores, responsables públicos, garantes, auditores, militares, policías, guardias ni guardianes, notarios, registradores, jueces, fiscales, moralizadores y predicadores, inspectores y controladores en general. Y no harían falta ni puertas, ni llaves o rejas ni ningún otro mecanismo de seguridad, ni entidades financieras para controlar el dinero que tenemos, ni jurados ni comités. Tampoco administraciones, fronteras ni, entre otros muchos mecanismos, partidos judiciales. En el terreno doctrinal quedarían sin sentido y habría que modificar todas las disposiciones, leyes, órdenes, decretos y desaparecerían los discursos morales, los libros de texto, los códigos éticos y hasta las largas listas de consejos y normas de buena conducta. Y desaparecerían un montón de virtudes importantes como la caridad al ser todos justos, el perdón o la magnanimidad. Y sensaciones tan placenteras como, por ejemplo, la alegría de la reconciliación... ¡Menuda complicación de golpe!. Sería como resucitar la que llamamos edad de oro que tiene una larga tradición en la mitología griega y que D. Quijote recuerda en el famoso discurso en el que menciona la época en la que los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. En esas condiciones tal vez lo más prudente para no complicar en exceso la vida es que sigamos siendo todos un poco malos. ¡Eso sí!, únicamente un poco.

Publicado el día 28 Diciembre de 2001, día de los Inocentes


70.- Éticas de emergencia Aunque, al decir de los historiadores, ocurre que a cada generación, y a la mayoría de la personas, sobre todo según van siendo mayores, le parece que la época en la que le ha tocado vivir es un período de crisis, de dudas, de deterioro de los llamados principios, de rompimiento de lo que hasta ese momento se consideraba acertado y seguro, la verdad es que, viendo las cosas con cierta distancia, esta sensación no es del todo cierta ni está respaldada por los estudios de los expertos. Por el contrario, a lo largo de la historia ha habido momentos en los que la opinión pública, la sociedad en general, ha tenido a su disposición una concepción del sentido de la vida y la muerte, de la naturaleza y del mundo, al menos en líneas generales, lo bastante firme para tener la seguridad necesaria con la que vivir con cierta calma y tranquilidad; momentos en los que un conjunto de verdades generales más o menos aceptadas por todos servían para saber cómo debía educarse a la gente joven, elegir pareja o dirigirse a lo sobrenatural. Como principio general las sociedades encerradas en sus tradiciones, no democráticas, en las que no se permite la crítica, ofrecen más seguridad a sus miembros. Esto ocurre tanto en la sociedad en general como en cualquier agrupación, peña o asociación. Otros momentos de la historia han sido sin embargo claramente inseguros. Por ejemplo, cuando terminó el Imperio Romano, dueño del mundo, que durante siglos tenía una legislación común, un modo de vida y unas costumbres más o menos implantadas y hasta un mismo idioma como el latín en el que podían entenderse todos los pueblos de la tierra conocida, es lógico pensar que a la gente que le tocó vivir en esa época se quedara sin saber qué hacer ante la nueva concepción de la vida que traían los que hemos llamado los bárbaros. Lo mismo ocurrió cuando Galileo demostró que en lugar de vivir en el centro del Universo y ser la Tierra el lugar elegido y privilegiado que se creía desde siempre, ésta no es más que un pequeño planeta en un pequeño sistema solar ubicado en una pequeña galaxia, la opinión pública no tuvo más remedio que sublevarse porque reconocer esa situación suponía romper con todos los presupuestos racionales en los que la gente venía viviendo desde siempre y producir una gravísima sensación de inseguridad y desconcierto. Y así ocurrió en muchas otras épocas de la historia cuando un acontecimiento especial, las revoluciones y las guerras lo suelen ser, rompía las creencias de toda la vida. A una situación de este tipo los técnicos la llaman anomía, es decir, que no se encuentra fácilmente la norma o la referencia para apañarse en la vida. Con ocasión de los problemas que están planteando casi a cada hora las nuevas tecnologías, ¿se puede decir que estamos en estos momentos, comenzando todavía el siglo XXI, en una situación general de anomía?. Por encima de las sensaciones de cada persona o de cada grupo y cada país, ¿la especie humana está ahora viviendo un período de anomía, de falta de orientación, de carencia de criterios firmes que nos permitan decidir con claridad lo que como especie tenemos que hacer?. ¿Qué opinarán de nosotros en este punto las generaciones venideras? Cuando se plantean estas cuestiones, los filósofos y los pensadores siempre han recurrido a lo largo de la historia al sentido común y han propuesto una salida que parece razonable: apoyémonos, nos dicen, en una ética o una moral de emergencia, es decir, mientras andamos con dudas e incertidumbres vayamos dando pasos prudentes y precavidos sabiendo que todo es provisional hasta que tengamos el diseño completo de lo que pasa y lo que hay. De la misma forma que, cuando estamos de obras, buscamos un lugar o una casa donde refugiarnos provisionalmente hasta tanto terminemos lo que estamos haciendo, así debemos hacer al tratarse de asuntos trascendentes sobre el amor, la vida o la muerte: ir despacio, no dar nada por definitivo, o ser prudentes para no tener que arrepentirse después. Lo que proponen estas éticas o estas doctrinas morales cuando estamos en época de mudanza es dejarse de grandes y definitivas teorías y buscar la felicidad, la serenidad y la justicia en cada paso que se tome. En esto consisten las éticas de emergencia. Y para los curiosos podemos recordar los nombres de alguna de ellas, muy antigua por cierto, que todavía es bien conocida y aceptada: el estoicismo. O el escepticismo, que es algo más serio de lo que mucha gente cree.

Publicado el día 11 de Enero de 2001


71.- ¡Qué pena! Cuando ocurrieron los acontecimientos del pasado once de Septiembre hubo mucha gente, sin duda optimistas y sobre todo inundados de confianza, que, después de lamentar el dolor y la angustia de las víctimas de esa acción, supusieron que esa tragedia haría reflexionar a la sociedad en general y especialmente a los responsables públicos para buscar las causas últimas que la ocasionaron y así, evitando que hubiera cualquier excusa para se repitiera una acción tan tremenda, trabajar para el futuro. Seguro que a nadie se le ocurrió pronosticar el arreglo de todos los entuertos que nuestra especie lleva sobre sus espaldas y su conciencia, entre otras cosas porque las sociedades privilegiadas no estaríamos dispuesto a tolerarlo y perder parte de nuestro bienestar, pero al menos era razonable suponer que se empezaría a trabajar en la buena dirección. En este contexto multitud de comentaristas y estudiosos pusieron sobre la mesa las más importantes y decisivas causas que habían provocado esta acción y sugirieron caminos a recorrer. Se habló de que el fanatismo y la intolerancia están motivadas por la falta de cultura y el bajísimo nivel de alfabetización en las sociedades y los países de referencia, y de cómo la situación de paro generalizado y sin ninguna perspectiva posible conduce, entre otras cosas, a la desesperación y de ahí a la reflexión de nada tengo que perder. También se presentaron datos e informes sobre la pobreza y la miseria extrema de grupos y de personas como una de las raíces que causa el resentimiento. En el plano político, aunque se aseguró que la referencia a los palestinos no era sino una mera excusa retórica de justificación, se redactaron múltiples memorandos haciendo ver cómo la amargura y el sufrimiento de este pueblo había servido para aglutinar a los países árabes en la defensa de una causa común y justa. Incluso se reprochó a los dirigentes norteamericanos que no había sido didáctico su abandono de todos los foros internacionales en los que se trata de mejorar la vida en común. Como no podía ser menos, se ofrecieron soluciones y propuestas para resolver algunos de estos problemas. Ya se sabe que las relaciones internacionales en verdad se basan en el interés y por tanto no hay que esperar una acción concertada universal para atajar algunas de estas miserias pero, aunque fuera únicamente como resultado de este interés egoísta de las naciones desarrolladas, hubo bastante gente esperanzada de que el mundo iba a mejorar acaso sólo un poco. Han pasado ya varios meses y a día de hoy se ha desvanecido toda esperanza. No sólo nada ha mejorado en la condición de hambre, miseria, analfabetismo o paro sino que incluso el marco general de los palestinos está llegando a unos niveles de degradación impensables hace poco tiempo: nadie recuerda el origen histórico que lo provocó, ni a los millones de palestinos que fueron expulsados de sus casas y sus pueblos y viven hacinados en campos de refugiados desde hace más de cincuenta años, ni que líderes y hombres de Estado israelíes fueron considerados antes simples terroristas. Como ha dicho algún comentarista, USA está tan ocupada con Afganistán que no tiene tiempo para Palestina. Al contrario de lo que se podía esperar, ha surgido un nuevo pensamiento único a nivel mundial que, como siempre ocurre en este caso, apenas permite que otra dirección, ni siquiera otro matiz, intervenga en la acción pública. Por supuesto que el terrorismo, en aquellos países en los que se produce, es un problema gravísimo porque no respeta siquiera el derecho fundamental de la vida pero ¿dónde queda todo lo demás: la pobreza, la miseria, el hacinamiento, el paro estructural, el analfabetismo, las desventajas sociales... o los palestinos? ¿Qué pasó de la Carta Social europea?. En una acción política caben varias prioridades y es muy triste que en la Europa rica y próspera no se haya levantado ninguna voz enérgica, ni de derechas ni de izquierda, que proponga que, además del terrorismo, hay todavía demasiadas y urgentes demandas sociales entre nuestros ciudadanos y en todo el mundo. Si no fuera por el sufrimiento que hay detrás, habría que referirse al grotesco ridículo de ver cómo hasta dictaduras toscas como la de Nigeria han aprovechado este pensamiento único para apretar, más si cabe, las tuercas a sus ciudadanos. Buena la han hecho y la hemos hecho entre todos. ¡Qué pena!.

Publicado el día 25 de Enero de 2002


72.- Pero… ¿existió Pinochet? ¿Existió alguna vez un dictador llamado Pinochet? ¿De verdad que existió o sólo fue un sueño confundido con la realidad?. Por cierto, había una mujer en Nigeria amenazada de lapidación por haber tenido un hijo fuera del matrimonio producto de una violación, ¿qué pasó de ella?, ¿fue juzgada? ¿acaso condenada o declarada inocente?. Y por seguir en África: en Zimbabue ¿siguen los veteranos asesinando a granjeros y expoliando fincas?. Y ¿es verdad que hubo asuntos enojosos como el del lino con acusaciones de todas partes? . Y sobre los plagios que empezaron a proliferar y acabaron en los juzgados, ¿se sabe si realmente se demostraron o fueron fuegos de artificio en busca de publicidad?. Larga y mucho más extensa podría ser la relación de asuntos que un día aparecieron y a veces conmocionaron a la opinión pública, y de los que jamás se supo nada. Ni siquiera si terminaron y, en ese caso, cómo fue. Repasemos a este respecto algunos elementos de la serie tópica que habitualmente se maneja para analizar y criticar a los medios de comunicación: estamos en la era de la información; los medios de comunicación controlan nuestro comportamiento a través de la publicidad; cada periódico o televisión enfoca las noticias no en razón de su contenido sino de acuerdo a sus intereses económicos; las ideologías condicionan los puntos de vista informativos lo que hace que un mismo acontecimiento sea diferente según donde se lea o se oiga; mezclan conscientemente la información y la opinión; en ningún caso importa la calidad intrínseca de un programa sino el nivel de audiencia; la objetividad nunca es posible como se demuestra con la experiencia de cómo un mismo suceso es interpretado de manera diferente por los diversos espectadores; un medio necesita tener una buena cuenta de resultados para ejercer su tarea y mantener los puestos de trabajo.... Como dice Pierre Bourdieu, uno de los sociólogos más importantes de Francia, que precisamente ha muerto hace unos días, y aseguran todos expertos, los mecanismos de un campo periodístico están cada vez más sometidos a las exigencias del mercado (de los lectores y los anunciantes). Todas estas afirmaciones se repiten una y otra vez, dando por hecho que las cosas son así. Y, aunque analizadas con detenimiento exigirían muchos matices para ver hasta qué punto tienen consistencia, lo más probable es que, más o menos, sean verdad. Pero hay un detalle, no menos importante y del que apenas se habla y que merecería entrar en esta constelación de grandes y solemnes principios y afirmaciones periodísticas, radiofónicas y televisivas, que puede enunciarse con éstos o parecidos términos: los medios de comunicación tienen el derecho de interrumpir las informaciones sobre un acontecimiento en cualquier momento de su desarrollo, incluso antes de que éste concluya sin que tengan que explicar ni justificar nada. Y, como de acuerdo también con Bourdieu, la información tiene una circulación circular, es decir, cada medio condiciona y a su vez está condicionado por todos y cada uno de los demás que son los que al fin y a la postre le imponen el orden del día, el juego de las noticias se hace universal y de lo que uno no se ocupa tampoco los demás. Con lo que si queremos conocer cómo terminó una historia que por lo que sea nos interesó cuando supimos de ella, pocas esperanzas nos quedan si desaparece del panel informativo. Por supuesto que cualquier profesional podría recurrir al concepto de actualidad. Pero la cuestión en este terreno es otra: de lo que se trata es de que si un acontecimiento ha sido declarado por la razón que fuere objeto de interés, éste debe mantenerse hasta el final. A lo mejor bastaría con algo tan sencillo como una sección que podría llamarse algo así como el final de las noticias o cómo han acabado los temas pendientes y que permitiría quedarse tranquilo a más de uno, sobre todos a aquellos que siguen la senda de los filósofos griegos que aseguraba que la curiosidad es el principio de la sabiduría. Al dictador chileno le tuvimos hasta en la sopa durante demasiado tiempo y no había manera de zafarse, fuese cual fuese el medio o el sistema de comunicación elegido, de sus problemas. Y de pronto un día desapareció. ¿Qué pasó con Pinochet?. Claro que a día de hoy estamos más preocupados por saber qué ha pasado con Osama ben Laden o con el mulá Omar. Y no nos olvidamos del ántrax, que desconocemos si se sabe quién lo enviaba y si sigue haciéndolo.

Publicado el día 8 de Febrero de 2002.


73.- Las dictaduras morales Hablando de los códigos morales como el conjunto de normas de comportamiento colectivo de una comunidad, un país o un pueblo, y según nos fijemos en la forma como se organizan sus principios y en quiénes son los que deciden lo que se puede y lo que no se puede hacer, podemos distinguir con carácter general dos modelos ideales o teóricos de sociedad. Uno es aquel en el que una clase dirigente es la que marca lo que está prohibido y lo que está autorizado, lo que es bueno y lo que es malo, lo que hay que premiar o castigar y cómo han de ser estos premios y estos castigos. Una sociedad de este tipo tiene un código moral impuesto por el círculo reducido de esos dirigentes, que forman una clase social, por cierto extraordinariamente poderosa. Y así son sociedades o países con respuestas únicas a las grandes cuestiones como el sentido de la vida y la muerte, sobre el tratamiento que hay que dar a los problemas que plantea el aborto o la eutanasia, la inmigración o el terrorismo y cuál es el valor de la justicia y el respeto a la tradición. Estas sociedades, llamadas monistas porque sólo permiten una única verdad, la imponen a sus miembros o ciudadanos sin permitir ningún tipo de desviación o heterodoxia. Y para conseguir este propósito de que todos piensen lo mismo, utilizan sistemas mixtos de represión pasando desde la presión ambiental a uso de remedios penales, incluyendo la cárcel o hasta la muerte. El otro modelo o tipo es aquel en el que no hay código moral único impuesto o predominante sino que se acepta, y hasta se estimula, la existencia de diferentes puntos de vista y diversas respuestas a las cuestiones morales porque se entiende que esa pluralidad es un valor en sí mismo ya que estimula el debate y la discusión de la que, se dice, que sale luz y es una forma de enriquecimiento ético colectivo. No creen las sociedades de este tipo que exista una sola verdad sino que, por el contrario, piensan que ha de ser el acuerdo de la mayoría el que, respetando a la minoría, debe señalar las normas morales de uso público y la postura que se debe tomar cuando se preguntan asuntos como el aborto, el divorcio, la participación ciudadana, el trabajo o la pena de muerte. Éstas son sociedades pluralistas que entienden el verdadero sentido de lo que significa la democracia, que no es otra cosa que el sistema de organización social en el que todos los ciudadanos, por supuesto con discusiones, polémicas, controversias y debates, son los que deben decidir el contenido de los códigos morales públicos. La verdad es que este segundo tipo o modelo ideal de sociedad es mucho más complejo y complicado tanto en su funcionamiento como en su modo de gobernarla. Cuando la fuente de la sabiduría tiene un solo centro y a los demás sólo les toca obedecer, las cosas son más sencillas y más simples pero sin duda más injustas porque esa capacidad que se atribuyen algunos grupos para imponer su código moral a todos no tiene justificación ni fundamento y es un acto profundamente hostil a la conciencia de todos y de cada uno de los ciudadanos que lo sufren. Sin embargo lo habitual es que, salvo en países profunda e históricamente asentados en la democracia y convencidos plenamente de su justicia, determinadas minorías, basadas unas veces en discursos políticos y filosóficos, otras en religiosos, y las más en ambos, traten de hacerse de una u otra forma con el poder para imponer su credo ideológico. Cuando no lo consiguen, no tienen pudor ninguno en exigir por todos los medios a su alcance libertad asegurando que es un derecho humano fundamental pero, cuando por alguna circunstancia alcanzan el poder, imponen su ideología con toda la dureza y el rigor que la situación le permite. Un filósofo alemán, llamado Max Weber, llamó a esta situación que supone respuestas diversas politeísmo moral. Y si bien es verdad que este politeísmo ofrece algunos problemas como, por ejemplo, que alguna gente, por ignorancia o resentimiento o algún otro motivo más o menos confesable, crea que en lo tocante a la moral todo vale, los peligros para la convivencia no suelen venir por ahí sino por la imposición a la fuerza de cualquier monismo. Y es en este punto donde hay que estar en guardia porque los enemigos del respeto a la persona suelen estar muy listos a la espera de cualquier oportunidad para camuflarse y con cualquier excusa robar la libertad de conciencia, una acción que es quizá el mayor delito contra los derechos humanos. Publicado el día 22 de Febrero de 2002.


74.- Publicidad y metonimia La verdad es que hay veces en las que la reflexión y la lectura obligan a repensar y a reconsiderar afirmaciones, juicios de valor y sobre todo lamentaciones que parecen aceptados por la mayoría de la gente y que a nadie se le ocurre poner en cuestión. Estamos tan acostumbrados a la rutina que necesitamos utilizar frases hechas que muchas veces dicen cosas de la realidad que apenas tienen fundamento. Uno de estos asuntos recurrentes a los que se puede aplicar esto es a la publicidad. La impresión general es que ésta va llenando cada vez más espacios sociales, nos está ahogando progresivamente y hasta alcanza ambientes que en otras épocas parecían dignos de otro tratamiento, lo que está acarreando la percepción de que vivimos en una época de pura publicidad. Sin embargo, planteada la cuestión desde otra perspectiva y haciendo un análisis detenido, a lo mejor no hay tanta publicidad como nos parece y hasta puede que aun estemos como al principio, es decir, que el verdadero desarrollo de la publicidad no está ni empezado. A modo de ejemplo, una reflexión lingüística y un par de hechos que acaban de ocurrir puede que sean suficientes para empezar a percibir de otra manera la propaganda o la publicidad. El primero hace referencia a la gramática elemental que todos estudiamos y en la que aprendimos que hay dos tipos de nombres: común y propio. Y es el caso que en el ámbito del que estamos hablando todos hemos observado alguna vez cómo determinados nombres propios se han transformado, debido a una insistencia de juegos publicitarios, en un nombre común. Ejemplos hay muchos en las conversaciones cotidianas pero valga el de casera, que en principio es la denominación de una marca comercial pero que el uso común, que a fin de cuentas marca el perfil del lenguaje, lo identifica con un nombre común, el equivalente a gaseosa. A este fenómeno del lenguaje social se le puede aplicar la figura literaria que los lingüistas llaman metonimia que entre otros matices supone designar una cosa con el nombre de otra. Pero si sumamos el número de nombres comunes que encierra el diccionario (el de uso utiliza hasta casi setenta mil palabras), ¿cuántas metonimias podemos construir?, ¿cuántos nombres comunes podemos aun sustituir por marcas comerciales?. En teoría cada objeto puede llegar a ser llamado con la denominación de la marca comercial que se imponga en el mercado. Miles y miles de nombres comunes sustituidos; miles y miles de empresas montando una propaganda tan intensa y eficaz que acabe transformando el diccionario. En el terreno de los hechos dos acontecimientos de entre los muchos aparecidos en la prensa y revistas. según cuenta Neil Postman, un investigador social norteamericano, en Estados Unidos la publicidad se ha colado ya en el currículo escolar, es decir y sin entrar en detalles técnicos, que los alumnos en sus horas de clase dedican obligatoriamente todos los días unos minutos a ver en pantalla anuncios publicitarios: más de diez mil escuelas, asegura, se han acogido a un programa patrocinado por el Estado en el que, a cambio de regalar determinadas empresas a la escuela instrumentos tecnológicos, los alumnos han de ver todos los días unos minutos de información general y en ella necesariamente entra un tiempo de publicidad. Otra información que llegó hace unas semanas desde Rusia cuenta la decisión de la primera compañía productora de petróleo de ese país de hacer una campaña publicitaria televisiva en la que el mismísimo patriarca ortodoxo de Moscú, Alexei II, felicita al gigante ruso de los hidrocarburos con ocasión del décimo aniversario de su fundación. Lukoil ha contribuido a financiar la reconstrucción de iglesias y Alexei II quería mostrar su gratitud. Imagínense al papa Juan Pablo II anunciando coches Fiat o al arzobispo de Canterbury lanzando parabienes al gigante Shellw, comentaba un periódico de Moscú. No podemos quejarnos de la excesiva publicidad. Aun podemos cubrir con carteles publicitarios cada rincón de cada calle, todas las fachadas de todas las casas, todos los vehículos que circulan por el mundo... cada uno de nosotros podríamos ir llenos de eslogan como ocurre en las ruedas de prensa deportivas... y en el futuro a cada gen se le podrá colgar una etiqueta con propaganda. Pero el esplendor de la publicidad llegará cuando en lugar de afirmar: el árbitro ha señalado un penalti digamos, por ejemplo, que el árbitro ha señalado un seat.

Publicado el día 8 de Marzo de 2002.


75.- Cosas que soluciona la televisión Desde el principio de la historia los seres humanos nos hemos sentido vigilados por los dioses y por los vecinos. Con los primeros teníamos que andarnos con cuidado porque cualquier enfado o enojo nos podía acarrear más de un disgusto y los dioses no se andaban con chiquitas con los humanos cuando transgredíamos tanto sus órdenes como picábamos su malhumor. Los otros vigilantes han sido los vecinos. Salvo en las épocas antiguas, en las que aun no se había inventado ni la llave ni la intimidad personal, las cosas se hacían siempre delante de todos los demás, y únicamente tenían interés para los encargados de que los ritos y las normas se cumplieran al detalle, los controladores de nuestras vidas han sido siempre los de al lado. El urbanismo derivado de los burgos sirvió para crear el concepto de vecino y con ello apareció el misterio de la vida de los colindantes. Y con el misterio, el secreto. Y con el secreto, la curiosidad, la fascinación y la intriga. Y algo nuevo en que ocuparse. Que también en esto la civilización ha jugado un papel protagonista, ampliando el campo de intereses y asuntos culturales y permitiendo que nuestra mente tuviera la posibilidad de descansar de los graves asuntos metafísicos y trascendentales que siempre le han preocupado. Y así, como espías permanentes y constantes, siempre hemos tenido a la mano una cerradura por la que mirar o unas paredes flexibles por las que oír. Hemos ocupado nuestro tiempo libre en fisgar y husmear lo que pasaba detrás de las puertas y de las ventanas, en un ejercicio intelectual complejo y difícil ya que había que interpretar de los gestos y de las medias palabras de los vecinos lo que de verdad estaba pasando dentro. Porque los vigilados usaban añagazas y tretas que le liberaran de tales vigilantes. En unos casos encubriendo, en otros mintiendo, negando o disimulando y a veces hasta diciendo la pura verdad para su mayor honra y gloria. Pero de pronto las cosas cambiaron considerablemente. Nuevas formas de vida comunitaria, un nuevo urbanismo, renovados sistemas de producción y de trabajo con nuevos horarios... todo tan nuevo que hasta los vecinos han dejado de existir. En las grandes ciudades muchas veces sólo queda un saludo frío y cortés como expresión máxima de cordialidad con los que viven al lado, a los que ni se conoce ni de los que nada se sabe, hasta el punto de que los expertos en estas cosas hablan y no paran de que estamos en la era de la incomunicación, de que nunca como ahora uno se ha sentido más solo que nunca en una calle atiborrada de gente en una urbe cualquiera. Y en estas condiciones la vida social ha empezado a perder su gracia y su salero. ¿De quién ocuparse entonces?. ¿Cómo llenar nuestras vidas con historias humanas, tal como hemos hecho hasta ahora? porque no vamos a estar todo el día hablando de metafísica ni de fútbol?. Cabe desde luego la posibilidad de la lectura pero los libros son caros, incómodos y bastante aburridos y no estimulan precisamente a la conversación, la plática ni, en definitiva, la comunicación. ¿Qué hacer entonces en esta situación de vacío intelectual sin vecinos y por tanto sin temas sociales de qué ocuparse?. ¿Cómo resolver tan ardua cuestión que hasta puede afectar nuestro equilibrio psicológico?. Dicen los teóricos de estas cosas que, a través de la evolución, la cultura humana siempre encuentra solución a los problemas generales que le plantea el transcurso de su existencia. Así ha ocurrido esta vez. La televisión ha venido en ayuda de los que por circunstancias de la vida ya no tienen vecinos y les ha ofrecido volver a lo de antes, a lo de siempre. Que si un devaneo por aquí, que si un hijo secreto por allí, que si una enfermedad por este lado o un viaje de placer por el otro. Los celos, las disputas familiares, las bodas y los divorcios de toda la vida. Como siempre. Y las medias palabras y los sobrentendidos y un chorro de imaginación sobre lo que está pasando. También como siempre. La diferencia está sencillamente en que la mirilla de la cerradura se ha transformado en pantalla. Pero así las cosas son más cómodas. Y a pesar de eso todavía hay gente que se queja. Publicado el día 22 de Marzo de 2002


76.- Ya se sabía Que lo mejor es enemigo de lo bueno es un dicho que hunde sus raíces en la cultura clásica. Desde entonces se sabe que, con más frecuencia de lo razonable, el deseo de la plena perfección supone una de las excusas más brillantes, al tiempo que nefastas, para no hacer sencillamente lo que se tiene que hacer. La alternativa de que o se hace todo y muy bien o no se hace nada es una de las propuestas más disolventes porque además permite un discurso barroco y engolado de justificación ante los demás y ante uno mismo. Y esto es especialmente dañino en la acción comunitaria por el daño y el quebranto que se produce a los demás. Desentenderse de colaborar en la mejora de los asuntos públicos con esa excusa es, entre otras cosas, una actitud de escaso valor moral. Karl Popper, que ocupó buena parte de su vida intelectual en promover formas de regeneración de las sociedades, se quejaba de quienes siguen lo que él llamaba la ingeniería utópica y proponía sustituirla por la ingeniería fragmentaria, es decir, ocuparse de las cosas que aparentemente son menores pero que a fin de cuentas son las que sirven. Uno de los ejemplos más claros de esta reflexión se dan en las elecciones. En esos momentos las encuestas, los análisis sociológicos y hasta la experiencia personal nos permite saber que hay dos tipos de personas que, pudiendo, optan no obstante por no participar, por no votar. Un tipo es el de quienes se desentienden porque, aseguran, no les interesa el asunto. Otros, a su vez, se excusan argumentando que un sistema como el que rige en los países democráticos, en los que la participación ciudadana sólo se limita a votar una vez cada varios años, es una democracia defectiva y en la que no merece implicarse. Y en consecuencia no votan. El efecto que se deriva de estas dos actitudes es sin embargo devastador para la comunidad en general. Por supuesto que, no votando, votan. Y por supuesto que, incumpliendo ese deber cívico, están condicionando el resultado de las elecciones. Y así luego pasa lo que pasa. El caso es que al final hay elecciones, salen elegidos unos gobernantes por un período determinado de años y, desde la legitimidad que les ha conferido el voto, toman las decisiones. Y, naturalmente, quienes por desidia o por soñar en un mundo perfecto rehuyeron su voto se convierten de hecho en cómplices de esas decisiones. Sobre todo cuando antes de la votación ya se sabía que iban a producirse en el sentido en que lo han hecho. Dos ejemplos actuales pueden ilustrar todas estas consideraciones. Uno es Italia. Al parecer el jefe de gobierno va a proponer en las relaciones laborales el despido libre y para oponerse a esa decisión los sindicatos han puesto en marcha un mecanismo de movilización ciudadana en la que se incluirá una huelga general. Hasta aquí el guión es el previsto para situaciones como ésta. Pero mucha gente se olvida de plantear en términos precisos la cuestión originaria: qué hizo, qué decisión tomó en las elecciones en las que se eligió a Berlusconi cada uno de los dos millones de personas que asistieron el otros día a una manifestación contra el gobierno?. No parece previsible que todos y cada uno de esos manifestantes votara expresamente por la alternativa opuesta al despido libre. De haber sido así, no parece que salgan las cuentas. Ello significa que muchos de ellos no votaron. Y ya se sabía los caminos que iba a tomar la política italiana en caso de ser el resultado el que se produjo. ¿Es legítimo ahora quejarse?. El otro caso es el de Israel. Ariel Sharon está cometiendo con los palestinos una masacre de tal nivel que está deshonrando a la especie humana. Pero cuando se presentó a las elecciones del año pasado, que él provocó con la famosa visita de Septiembre del año 2000, ya se sabía perfectamente que esto iba a ocurrir porque la historia de sus andanzas era sobradamente conocida. ¿Todos los israelitas a quienes ahora avergüenza lo que está pasando acudieron a votar y lo hicieron por los laboristas a los que en principio se les supone alejados de esta acción tan infame y canalla?. La teoría de la responsabilidad civil, fuera del ámbito de lo legal, alcanza sin duda a quienes por desgana o por un discurso utópico y prepotente condicionan el resultado de una votación al abstenerse en ella. Porque en una elecciones todos votan. También quienes no lo hacen. Sobre todo cuando ya se sabía lo que podía ocurrir.

Publicado el día 5 de Abril de 2002.


77.- Luego pasa lo que pasa Si existe un ámbito, o un espacio social como prefiere Pierre Bourdieu, propio de la opinión y de lo opinable éste es el ámbito de la política, entendida como el juego en el que compiten los diversos puntos de vista, los intereses ideológicos y materiales, las incertidumbres y los proyectos. La política es el campo de las preferencias donde mejor se combinan y se eligen unos determinados valores por encima de otros, el lugar en el que caben los proselitistas, los afiliados, los respetuosos y también los sectarios, y el reino en el que la confrontación dialéctica como expresión partidista de la tesis y la antítesis es dueña y señora. Por eso es el marco en el que mejor caben los partidos como síntesis generales de posiciones diversas y donde la polémica es, y debe ser, la reina. Siendo esto así, mal se compadecen con la política las afirmaciones definitivas, las descalificaciones totales y los modos despóticos. Ello no excluye que haya una taxonomía de valores básicos, que puede coincidir con los contenidos en la declaración de la ONU, pero incluso el problema de éstos, dice W. Kymlicka en su Ciudadanía multicultural, no es que no den una respuesta errónea sino que no dan ninguna puesto que, por ejemplo, el derecho a la libertad de expresión no dice cómo debe ser la política lingüista. Cuando en pura lógica debiera ser al revés, la política acaba convirtiéndose y se muestra como el reino de lo absoluto, de lo que definitivamente es o no es de una determinada manera. Y ese juego dialéctico los bien y mal, o lo absolutamente verdadero y falso acaban siendo como unos mazazos que se lanzan con todo furor y encono al adversario. Pero el asunto se torna aun más grave cuando se utilizan como arma arrojadiza las creencias y los pensamientos más íntimos y solemnes que tiene asumida la especie humana, cuando se manipula y se juega con símbolos cuya textura exige el respeto colectivo, cuando se enfangan y se pringan de demagogia palabras que en cualquier caso tienen que estar en el extremo contrario de todo lo que es debate político, marrullería electoralista o simplemente discurso asambleario. ¿Cómo puede decirse impunemente, por ejemplo, que el Sahara es sagrado para Marruecos, Gibraltar lo es para España o Las Malvinas para Argentina cuando todo el mundo sabe que las divisiones territoriales obedecen a todo, (disputas, guerras, intereses comerciales, crímenes imperiales, abuso de los más débiles, etc.) menos a un designio divino?. La palabra sagrado se refiere a todo lo ligado de una u otra manera a la divinidad como lugares, tiempos o ritos. Independientemente de que se acepte o no la existencia de un dios creador y organizador del mundo, todo el mundo entiende que este término nos remite a lo sobrenatural, a leyes y normas que están por encima de nuestra propia naturaleza. En esas condiciones resulta cuando menos un atraco a la razón y al sentido común utilizar esta palabra para calificar algo que no es sino el producto del juego de intereses históricos de los grupos humanos. ¿Qué hace entonces el, de nuevo, presidente de Venezuela con un crucifijo en su mano mientras lanza proclamas políticas, ideológicas y sin duda partidistas? ¿Es que acaso sus contradictores son malvados ateos o no pueden tener fe en Jesucristo?. ¿Habrá que volver a los discursos trasnochados de si Dios es de izquierdas o de derechas y si está a favor de una política revolucionaria o, como se diría hoy, neoliberal?. Esa foto de Chávez es aborrecible para quienes tienen el espíritu delicado y respetuoso, sean o no creyentes. Y aquí está en juego algo tan grave que ni siquiera vale la copia del uso partidista que los equipos de fútbol hacen de la Virgen cuando le piden que derrote al contrario que juega bajo una advocación diferente. Pero lo más escandaloso de esto es que las autoridades religiosas no le hayan llamado la atención, lo que permite aventurar que están de acuerdo, que consideran legítimo utilizar el crucifijo como arma política partidista. Y así luego pasa lo que pasa. Que cuando empieza a correr la sangre en asuntos políticos bajo el patronazgo de Dios, acabamos bendiciendo los tanques. Y cuando eso ocurre, la cosa ya no tiene remedio. Y entonces de nada vale lamentarse de que haya mucha gente que achaque a la intransigencia, la intolerancia y el belicismo propagandístico de las religiones el sufrimiento de tantos inocentes. Que ya decía el filósofo griego Plotino que Dios, si hablas de él sin verdadera virtud, es sólo un nombre.

Publicado el día 19 de Abril de 2002.


78.- La Bolsa de genes Uno de las cargas más enojosas y fastidiadas, tanto a nivel individual como colectivo, a las que nuestra condición de especie humana tiene que hacer frente para poder vivir con cierta tranquilidad es encontrar, como sea, excusas suficientes que justifiquen los errores y desaciertos que cometemos a cada paso. El sentimiento de culpa es una molestia tan incómoda y desagradable que lo natural es tratar de deshacerse de él de la mejor manera posible. Y así, cuando creemos que algo que hemos hecho no es correcto, andamos como en una romería buscando a quién responsabilizar de nuestro comportamiento. Pero la tarea hasta el momento, por más esfuerzos teóricos que se han venido haciendo, no ha resultado fácil. ¿Dónde encontrar un chivo expiatorio que cargue sobre sus espaldas los disparates que hacemos?. El destino o la fortuna fueron algunas disculpas que los antiguos pusieron sobre la mesa. Pero de pronto el panorama ha cambiado totalmente. En unos pocos años nos hemos enterado de que hay razones científicas que pueden avalar esa intuición tan halagadora. Y ya se sabe que el supremo argumento para demostrar algo es asegurar que es una afirmación científica. Ahora resulta que los responsables de todo lo que hacemos, de lo que nos gusta o nos desagrada, de nuestras inclinaciones y apetencias son los genes. Como en un proceso sin fin, por los medios de comunicación nos enteramos de que cada día se descubren genes que explican y justifican cualquier conducta y actividad que ejecutamos. Por lo visto si tosemos o lloramos o salimos por la noche o nos gustan los pasteles o tenemos buen oído o amamos locamente o resolvemos ecuaciones con facilidad o nos deprimimos con frecuencia, todo ello lo debemos a los genes que forman nuestro mapa genético, que se convierten de esta forma en los responsables de nuestros pecados y de nuestras virtudes. Es decir, que están justificadas las doctrinas que defendían que eso de la libertad no es más que palabras e ilusiones. Pero lo más importante no es eso, que ya es bastante porque de esa manera tenemos la excusa que hemos venido buscando desde siempre, sino el hecho de que la técnica permite que los genes puedan ser aislados y hasta manipulados por el hombre. Por lo que de ahí a que empecemos a comerciar con ellos solamente hay un paso. En esa tesitura y de acuerdo con nuestro sentido mercantil hay que pensar que pronto se venderán en la farmacia o en el supermercado, se traspasarán y hasta puede que se alquilen. Y, como resultado, tendremos un mercado de genes y hasta una Bolsa que nos permitirá comprar, intercambiar o vender genes a nuestro libre albedrío. Como ocurre con todo tipo de valores, el interés por determinados genes aumentará y disminuirá de acuerdo a su utilidad y a las modas que se vayan imponiendo. Un mercado en el puro sentido económico y financiero del término, que esté organizado con las normas que regulan esta institución. No podrá haber monopolios ni sistemas que traten de condicionar su funcionamiento. Conocido el mapa genético de nuestros caprichos y de nuestros deseos, podremos traspasar los genes que no nos gusten y adquirir aquellos que sean de nuestra preferencia. Si hay un gen, como dicen algunos periódicos, que nos permite ser trasnochadores, será fácil alquilarlo por un día cuando nos interese alargar una fiesta o disfrutar de un buen momento. Espera, que me pongo el gen de la noche, podremos decir a quien nos acompañe. Y de esta forma seremos felices inyectándonos los que soliciten nuestras apetencias y nuestras necesidades. Con la música de fondo de que ellos serán siempre los responsables, y culpables, de todo lo que hagamos. El panorama que se presenta es alucinante. Poder formar nuestra personalidad, temporal o duradera, con las cualidades que deseemos será el juego más apasionante que seremos capaces de diseñar. El peligro, no obstante, de todo este sistema de trueque es que, como recuerda Sancho cuando está rondando la ínsula, nos convirtamos en miel y entonces nos comerán las moscas.

Publicado el día 3 de Mayo de 2002.


79.- A vida o muerte La virtud más eminente del fútbol es su capacidad de nuevas formas de comportamiento, de expresión y hasta de ritos sociales. Cuando pudiera parecer a primer vista que ya está todo inventado y que se cierne la rutina de siempre lo mismo, como si un gabinete de ideas estuviera funcionando de manera secreta, la gente empieza a hacer cosas que nunca había hecho sin que aparentemente se conozca el motivo. Entre otras cosas, este año se han generalizado, por una parte, las lágrimas públicas de los profesionales y, por otra, las manifestaciones de violencia dirigidas a los propios equipos de cada uno. En el asunto del lloro universal del que participan todos los que no han conseguido lo que se proponían, se puede pensar que es un mecanismo de defensa, por supuesto inconsciente e involuntario, para estimular la compasión y evitar el rechazo, una especie de puesta en escena que arrastra el mensaje de que se ha hecho todo lo que se ha podido y se es solidario, al margen de la relación estrictamente profesional, con los valores que representa la entidad perjudicada. Lo de la violencia tiene un sesgo muy diferente: dejando de lado a los que sueñan con una heroicidad de pacotilla y requieren un análisis diferenciado, puede ser una reacción impulsiva y no habitual de un momento de desesperación ante lo que ya es absolutamente irreversible y en cuya satisfacción y alegría se había puesto demasiada ilusión. Puede ayudar a entender estos y otros comportamientos similares el uso desmedido y desaforado que todos, unos más y otros menos por supuesto, hacemos de lo que los filólogos llaman el lenguaje performativo. Se sabe sobradamente que el fútbol es un sistema convenido, sin ningún valor externo, que crea una realidad con apariencia de objetividad. El fútbol no aparece en el mapa del genoma humano sino que es un compromiso artificial, regido por unas leyes discutibles cuyo justificación está exclusivamente en que se aceptan. Todo este montaje no es más que vacío que, como otras muchas construcciones abstractas, ofrece la ventaja de ocupar parte de nuestros tiempos, pensamientos y sentimientos. La cuestión está en que, a diferencia de otros muchos inventos de humo, ha conseguido la virtualidad de rozar y afectar de alguna manera códigos tan diversos como los económicos, laborales, lingüísticos, culturales, gastronómicos, políticos, sicológicos, científicos, sexuales, sociológicos, policiales e, incluso, clínicos. Y todo ello en gran parte debido a esa utilización del lenguaje. Los expertos llaman lenguaje performativo a aquel en el que, al tiempo que contamos lo que pasa, estamos creando eso que decimos; que, pretendiendo narrar acontecimientos, en realidad los producimos precisamente por la forma en que los anunciamos. Cuando el periodista escribe o dice que un próximo partido está originando entusiasmo, pasión, euforia, que es un partido dramático, a vida o muerte; cuando nosotros (nos) aseguramos su trascendencia o grandiosidad o que en él nos jugamos el ser o no ser; cuando estas y otras expresiones como lo del partido del año, del siglo o del milenio se utilizan y, además, se hace de manera emotiva, altisonante, apasionada en el fondo o en la forma, estamos llevando al paroxismo una realidad que sigue siendo aire y nada. Por supuesto que todo esto es convenido y sabemos que teatral, que es una ficción, pero no todo el mundo es capaz de ponderar y distinguir la verdadera muerte de esta otra falsa y artificial. Cuando diseñamos un futuro lleno de vida y esperanza, imbuidos de estas emociones comunicadas, y luego el tinglado se cae como una torre de naipes, estamos arriesgando sensaciones que a fin de cuentas para nada van a afectar a nuestra vida real. ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, que la reina de Inglaterra, tan alejada por otra parte de la gente corriente, organice una fiesta, calificada de universal, para despedir a su selección? ¿Con qué valores está jugando? ¿Qué les pasará a los ingleses enardecidos con el espíritu nacional, adobado con alcohol, música de pachanga y banderas al viento, si luego no gana el título o es derrotado a las primeras de cambio?. Pero, como todavía cabe más calor, podemos hacer lo que el antropólogo francés Lévi-Strauss cuenta de los gahuku-gama de Nueva Guinea: que han aprendido a jugar al fútbol pero que juegan varios días seguidos tantos partidos como son necesarios para que se equilibren exactamente los partidos perdidos y ganados por cada bando. Quizá, según está de moda, el lenguaje performativo ha descubierto que el infierno ha cambiado de sitio. Al parecer, ahora se ha trasladado a los campos de fútbol. Publicado el día 17 de Mayo de 2002


80.- Las interferencias sentimentales Vaya el lío en el que se ha metido el Ejercito. No se trata, como en principio pudiera parecer al hablar genéricamente de fuerzas armadas, de que haya metido la pata más o menos gravemente en alguna ofensiva militar o que el espionaje de algún enemigo, infiltrado de manera furtiva, haya descubierto sus secretos estratégicos. Ni en este ni en otro asunto técnico ha errado, que se sepa, el Ejército. Ha sido en algo muy diferente a cualquier ámbito que pudiéramos denominar castrense o bélico. El Ejército se ha embarcado en un embrollo del que va a tener muchas dificultades en salir. Y no es que no lleve razón, que sin duda la tiene porque el problema es objetivo y real y genera graves complicaciones, pero el enredo viene de las graves dificultades que tiene para resolverlo y dar una salida airosa a todo lo que se le avecina. La cosa está en lo siguiente: como todo el mundo sabe, toda corporación que se precie y desee funcionar con eficacia, cualquiera que sea el nivel y circunstancias que le rodeen y le caractericen, necesita, como es natural, de un sistema interno coherente organizado. Esta es una condición clave para el buen gobierno de las cosas y, en aras de este principio, deben evitarse todas las influencias que modifiquen la tarea encomendada a cada uno porque de otra manera no se cumplen los objetivos y sobreviene el caos. Cualquier partido político, sindicato, cofradía o club deportivo tiene que atenerse a unas normas organizativas mínimas que no pueden soslayarse. Y aquí está el intríngulis del problema al que se ha enfrentado el Ejército. Ocurre que la incorporación masiva de la mujer a esta institución está provocando que cada vez sean más frecuentes las relaciones sentimentales entre militares y esto crea una interferencia en el funcionamiento de la cadena de mando. La boda o la relación estable entre un teniente y una sargento, o de una capitana y un cabo que a estos efectos es lo mismo, supone un entorpecimiento grave en la cadena de mando por las influencias lógicas que los amores y desamores generan en cualquier decisión y esto ha llevado a tener que modificar el Reglamento de Destinos del Personal Militar. Y no es que antes no hubiese interferencia de algún tipo en el Ejército, como la hay en toda organización, empresa o entidad. Por supuesto que la mujer del coronel, por poner un ejemplo, tenía, como le ocurre a la del director general de cualquier empresa si habla con un subordinado de su marido, un cierto poder ajeno a la estructura organizativa. Pero lo que ahora se plantea es que el reconocimiento público de relaciones estables de pareja no supongan un deterioro institucional de la cadena de mando. Y aquí está el problema. Porque a poco que se ahonde en esta asunto, se aprecia el terreno resbaladizo y el barrizal en el que se ha entrado. En el citado reglamento se habla de que ser cónyuge o, tomado de otras disposiciones que ya existen en la maraña legislativa de otros campos de actuación, mantener análoga relación de afectividad significará, entre otras consecuencias, cambio de destino. Y también produce los mismos efectos las diversas formas de parentesco cercanas tanto por consanguinidad como por afinidad. Vaya lío, incluso para los bienintencionados. Porque si el objetivo es evitar las interferencia, ¿quién asegura que con suprimir estas situaciones ya es suficiente?. ¿Y los amores clandestinos que suelen dominar el alma de los amantes?, ¿y los enamoramientos secretos que inclinan el ánimo de quien lo siente?, ¿y las amistades personales, como se llamaba antiguamente a algún tipo de homosexualidad?, ¿y las otras complicidades no declaradas?. Para los pícaros las cosa es aun más complicada. Porque eso de que la suegra o el cuñado sean un vínculo afectivo les puede hacer sonreír maliciosamente. Así como aquello de la dulce enemiga que decían los poetas clásicos. Hay que pensar que los que han hecho esta ley sin duda son gentes bienintencionadas y es loable el propósito de que las cosas funcionen correctamente pero, como dice Robert Musil, en El hombre sin atributos, el sentimiento no ha aprendido todavía a servirse de la razón; entre ambos hay una diversidad de desarrollo casi tan grande como entre el apéndice del intestino y la corteza del cerebro. Y es que en asuntos de amores y desamores, ya dice la entendida Celestina que la ley es de fortuna que ninguna cosa es su ser mucho tiempo permanece; su orden es la mudanza. Publicado el día 31 de Mayo de 2002.


81.- Cero en ortografía Para fortuna de casi todo el mundo el camino que está recorriendo nuestra selección de fútbol no puede ser más brillante y alentador. La resonancia que los éxitos deportivos tienen entre la gente hace que nos brillen las sonrisas y que los problemas reales lo parezcan menos. Estamos más contentos y eso está muy bien. Precisamente este contexto de alegría generalizada permite hacer una observación y una sugerencia en orden a la imagen que nuestro país está ofreciendo en todos los continentes del Planeta y especialmente a los millones de personas que hablan nuestro idioma a lo largo y ancho del mundo. Se trata simplemente de que al sastre que ha confeccionado las camisetas de nuestros jugadores se le ha olvidado la ortografía, es decir, no ha caído en la cuenta de que todas las Academias de la Lengua Española que hay en el mundo han recordado no hace demasiado tiempo que las mayúsculas llevan tilde si les corresponde según las reglas y que nunca se ha establecido una norma en sentido contrario. Por ello no debían haber escrito RAUL sino RAÚL, o lo mismo, por ejemplo, TRISTAN sino TRISTÁN. Escritos estos nombres sin tilde, se leen de otra manera. ¿Tanto trabajo cuesta escribir correctamente?. ¿Existe acaso alguna actividad tan prolija y minuciosamente preparada como un campeonato de fútbol?. ¿Nadie se ha dado cuenta de este detalle que ofrece una imagen de negligencia, por no llamarle de otra manera, que no favorece nuestra consistencia cultural?. ¿Habrá que incluir en lo sucesivo en la larga nómina de técnicos auxiliares que acompaña a la selección a un gramático que supervise la salud idiomática?. Pero no es una tarea sólo de los diseñadores o los estilistas que presentaron con toda solemnidad el modelo de las camisetas. Generalizada la Educación General Básica, llamada habitualmente EGB, que era obligatoria, se supone que todo el mundo, incluidos técnicos y también los propios futbolistas que utilizan la prenda, sabe leer y escribir correctamente. No puede entenderse con facilidad que ningún responsable político, de política deportiva, y ningún protagonista haya tenido la sensibilidad de darse cuenta de que el idioma es un patrimonio imprescindible. Incluso de que el nombre de los jugadores colocado a la espalda se convierte en un rótulo de prestancia cultural. Por supuesto que se puede aducir que esta circunstancia no es más que un detalle. Y aunque de hecho es así, es un signo de nuestra desgana no ya por la alta cultura sino por algo tan elemental como escribir como debe ser. Siempre hemos dicho que precisamente los detalles son la manifestación de lo que de verdad se siente y se es. Aquí está la cuestión. Nuestra sociedad no tiene sensibilidad por el valor de la lengua y apenas considera de interés ocuparse de escribir correctamente. Basta salir a la calle para leer rótulos comerciales que dicen Martinez en lugar de Martínez, estacion por estación, panaderia por panadería, gestoria por gestoría o informatica en vez de informática. Y en el terreno de lo público, de lo que es responsabilidad de las administraciones públicas, ocurre lo mismo. Uno se cansa, por ejemplo en las carreteras, de ver Cordoba en lugar de Córdoba, Jaen por Jaén y Malaga cuando a donde desea ir es a Málaga. ¿Cabe hacer algo tal como están las cosas?. A lo mejor habría que llenar todo el país de gramáticos que cuiden cualquier texto y pongan las tildes donde falten. El problema es que para eso se requiere una opinión pública convencida de que escribir bien es un valor social digno de ser atendido suficientemente. De todas formas sería de interés conocer las razones de esta perniciosa actitud colectiva como si éste fuera un asunto baladí cuando está en juego no sólo el valor intrínseco de lo que somos como grupo social sino incluso hasta nuestra capacidad de comunicación, que se complicaría en exceso si dejáramos a un lado los sistemas de acentuación. Decía Fray Gerundio de Campazas que el tamaño de las letras para escribir el nombre de las cosas debía ser acorde a su importancia. En este caso, dados los éxitos deportivos, sólo deberíamos utilizar mayúsculas. Pero, eso sí, con acento porque, si no, lo que se lee es otra cosa. Y eso no está bien. Publicado el día 14 de Junio de 2002.


82.- El cuerpo Nuestro cuerpo, el de cada uno, el que a fin de cuentas sostiene nuestra identidad pública, el que habla por nosotros en cuanto nos descuidamos y el que nos sirve de boletín de enganche o de descasamiento con los demás, durante muchos siglos de nuestra historia cultural ha sido el malo de la película, a nuestro cuerpo le ha tocado siempre la más fea. Descrito por los filósofos griegos como sepulcro, a él le hemos achacado nuestros defectos, nuestras infidelidades y sobre todo nuestras pasiones que como un torrente ingobernable nos arrastran al cieno de la maldad y la depravación. Nuestra opinión general ha seguido, en muchos casos sin saberlo ni entenderlo y desde luego haciendo un planteamiento erróneo y equivocado por simplista, ese punto de vista antiguo y lo ha aplicado tan ricamente a la moral y a las buenas costumbres con lo que ha hecho una doctrina la mar de sencilla: el cuerpo y todos sus miembros por malos, bien es verdad que unos más que otros, habrán de ser castigados, escarnecidos, mortificados y en algunos casos hasta amputados y lapidados. Por supuesto que, como pasa siempre, hubo excepciones a esta filosofía. Algunos en la línea de que la cara es el espejo del alma creyeron que la belleza del cuerpo significaba un espíritu limpio y una muestra de virtudes sin par. Es el caso de Friné, aquella cortesana griega que había servido de modelo al escultor Praxiteles para hacer una imagen de la diosa Venus: Friné tuvo una vez problemas con la justicia y su abogado, al tiempo que le rasgaba su túnica y la dejaba desnuda ante el tribunal, argumentó que en un cuerpo tan bello y tan perfecto era imposible que cupiese alguna maldad. El tribunal, por supuesto, le absolvió de lo que se le acusaba. El origen del asunto está en que el pensamiento occidental, desde que empezó a configurarse como tal en Grecia hace más de veinticinco siglos, defendió que hay una separación radical entre lo que después se llamó el alma o el espíritu y el cuerpo o la materia. Los orientales, que ven la vida de otra manera más serena y amable, nunca entendieron esta división pero nuestra cultura mayoritaria lo aceptó como un hecho seguro y firme. Y de ahí vino el embrollo y las consecuencias porque, como si estuviésemos en una película de buenos y malos, nuestro protagonista cargó, nunca mejor dicho, con el cuerpo del delito. A su vez, esta teoría dual planteó un problema gravísimo a la hora de explicar nuestro comportamiento. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que un estado anímico como la tristeza que es algo inmaterial pueda influir en el cuerpo produciendo lágrimas que son algo que se ve y se toca?. Todavía en los siglos XVII y XVIII seguían las discusiones: Un filósofo de los más importantes de la historia propuso en esa época como solución que el espíritu, que se caracteriza por ser pensamiento, y el cuerpo, que es extensión, se comunican a través de una glándula que el llamó pineal, algo que después se ha visto que no tiene ninguna consistencia. A otro, algo posterior y también de primera línea, se le ocurrió que el cuerpo y el alma funcionan como lo harían dos relojes tan perfectos que nunca se adelantaran ni atrasaran y así la coincidencia entre la tristeza y las lágrimas sería el resultado de una programación hecha por Dios desde la eternidad, lo que naturalmente lleva a otras nuevas y complicadas cuestiones. Ahora las cosas se plantean de otra manera y el cuerpo ha adquirido un prestigio y una importancia sorprendente. Aunque todavía quedan residuos de la antigua opinión, especialmente en el lenguaje de cada día, en la actualidad el cuerpo ya no está arrinconado ni señalado como culpable por principio. Hoy hemos comprendido que las intenciones son las responsables de nuestra conducta o, como diría un moralista en lenguaje clásico, el pecado está en nuestro corazón y en consecuencia nos hemos reconciliado con el cuerpo. Ahí están si no para confirmarlo las estadísticas de cirugías estéticas que se hacen, la preocupación por la moda y la belleza, y el interés por darle todos los cuidados que nos sean posibles. Vaya un ejemplo: al leer el título de este artículo, a un medieval le vendrían a la mente en seguida y de manera automática palabras como hedor, podredumbre o maldad. Seguro que a un lector de ahora se le ocurren y le suenan otras muy diferentes. Sobre todo si estamos en verano. Publicado el día 28 de Junio de 2002


83.- A vueltas con el cuerpo El hecho de que nuestra cultura ha modificado su opinión sobre el cuerpo, especialmente el de la mujer de acuerdo con las claves de tiempos antiguos, que le culpaban de todos los males morales es algo evidente que la experiencia de cada día nos permite apreciar. Hoy no se encontrarían, o al menos no sería habituales en la literatura al uso, por hacer alguna cita caricaturesca de siglos atrás, textos como el siguiente, que pertenece al siglo X, escrito nada menos que por el abad de Cluny: La belleza física no va más allá de la piel. Si los hombres vieran lo que hay debajo de la piel, la mera vista de las mujeres les levantaría el estómago. Si no podemos tocar con la punta de los dedos un escupitajo o una mierda, ¿cómo podemos desear besar ese saco de excrementos?. O este otro de un siglo más tarde: Cuando coges en brazos los miembros de una mujer, contempla los gusanos, el icor, el insoportable hedor que será dentro de poco tiempo, para que la representación de esta futura podredumbre te haga despreciar los disfraces de una belleza de teatro. Y eso que desconocían que, por ejemplo, los genes de un ratón sólo se diferencian de los de nuestra especie, al decir de los científicos, en un 2%. Pero esta transformación no ha sido fácil ni las cosas se han hecho de un día para otro. En éste, como en cualquier otro cambio de perspectiva teórica, han tenido que tocarse más de un registro de pensamientos porque cualquier visión, teoría o creencia importante que podamos elaborar sobre el mundo tiene que llevar en paralelo otros pensamientos acordes entre sí. Un caso práctico lo explicará mejor. Pensemos, por ejemplo, que queremos enseñar el concepto de llave a miembros de una civilización que desconocen la existencia de este objeto que para nosotros es tan primordial. Naturalmente habrá que decirles, más o menos, que es un instrumento cuya finalidad es la de garantizar que ninguna otra persona puede acceder al lugar o al rincón donde guardamos nuestra pertenencias, aquello que es nuestro. La llave sirve de protección de nuestra propiedad o de aquello que queremos que quede vedado a los demás. Pero obviamente para que nuestros supuestos interlocutores entiendan lo que queremos explicarles es imprescindible que previamente posean el concepto de propiedad, el de intimidad y el de seguridad. Si pertenecen a una cultura que se basa en la comunidad de bienes y nunca han oído hablar de lo mío y lo tuyo, al estilo del famoso discurso del señor don Quijote, nunca podrán entendernos. Como en un racimo de conceptos, unos nos llevan a otros. Este ejemplo, que por cierto y aunque no lo parezca, es una historia real que les ocurrió a unos viajeros que anduvieron hace unos años por ciertas islas del Pacífico y muestra de una manera gráfica lo que a fin de cuentas explica la escuela sicológica, hoy de moda en todo Occidente, que se llama el cognotivismo. Mal podemos hacernos entender de alguien que no conociera ni hubiera oído hablar nunca y ni siquiera imaginado algo referente a un vehículo a motor si tratamos de aclararle lo que es una biela o un cambio de marcha. En el proceso de mudanza de nuestra opinión sobre el cuerpo, se han visto afectadas, al tiempo que a su vez han influido, entre otras, cuestiones como el concepto de aceptación de lo que Dios, o el destino según se sea creyente o no, nos ha dado (no vale ya el argumento de que si Dios te hubiera querido hacer rico o guapo o rubio te hubiera hecho); hemos renovado el sentido de medio de comunicación no verbal, aunque aquello de que la cara es el espejo del alma ya se venía diciendo, también el de sexualidad, olvidándonos del saco con el agujero en el sitio previsto sólo para la procreación; el de belleza (que ha pasado de ser una contemplación a aparecer como una creación) y, por supuesto, el de moda (que, al decir de Vicente Verdú, se ha convertido en una ideología que es la mejor forma de ser un negocio infinito). En definitiva hemos transformado nuestro esquema conceptual. Bien sea todo esto si de esta forma estamos todos más contentos, lo que no es poco, y además hemos enriquecido nuestro sistema de valores. De lo que habrá que cuidarse es de ser prudentes: cuando el actual jefe de gobierno de Afganistán, Hamid Karzai, visitó N. York por primera vez después de su nombramiento, lo que apareció en la prensa internacional fue que con su barba canosa y su capa había ganado el título de elegante del mes. Y eso no está bien. Publicado el día 12 de Julio de 2002.


84.- La prostitución Que la prostitución sea o no la primera profesión que apareció en la historia humana es un asunto baladí. Pero no lo es sin embargo que haya existido en prácticamente todas las culturas. Una actividad que se ha mantenido y se mantiene con esta universalidad tiene que arrastrar consigo un carga ideológica y práctica muy singular. Sin embargo, salvo para condenarla, en la mayoría de los casos con la boca pequeña y de manera más bien hipócrita, pocas veces la sociedad en general se ha acercado a ella para estudiarla y conocerla como complejo pero importante hecho social. Y menos aun para mostrar algún tipo de comprensión con quienes la ejercen. Aunque cuando hablamos de prostitución todos sabemos a lo que nos estamos refiriendo, el propio concepto ya empieza por provocar incertidumbre y confusión. Como ocurre con casi todos los hechos sociales (amistad, vecindad, familia... ) definir su perfil y sus límites resulta cuando menos harto complicado. Son muchas y muy variadas las modalidades como se puede, y de hecho se ejerce, esta comercio sexual: en el tiempo, completo o no, de dedicación; en la compatibilidad y simultaneidad con otras tareas; y en el nivel de profesionalidad. Y muchas veces no están claros del todo los límites a partir de los cuales se puede hablar o no de prostitución profesional. Como resultado de todas estas dificultades y muchos prejuicios teóricos, la doctrina dominante y el aparato legal ha ido dando tumbos a lo largo de la historia. La prostitución ha sido unas veces prohibida, otras reglamentada mediante la legalización en guetos y casi siempre tolerada pero ignorada, dejada fuera de toda norma. Fue a partir de la segunda mitad del siglo XIV cuando en Europa empieza una época de legalización por ver en ella un seguro contra la homosexualidad y el onanismo debido a la preocupación de que por el hambre, las guerras y la peste la población se fuera a extinguir. Las ciudades, dice Adeline Rucquoi, abren mancebías dentro de las cuales las prostitutas ejercen su oficio que, a cambio del pago de una pensión, le asegura techo, protección y un horario específico: Venecia, Tours y, en España, por citar algunas de las más famosas, Valencia, Sevilla y Córdoba. Las mancebías, en opinión de Nuñez Roldan, las concedía el Estado como hoy hace con los estancos o las oficinas de apuestas. En España esta situación se prolongó hasta que Felipe IV la prohibió en 1623. Pero incluso en las épocas de plena legalización, lo que se hacía para defender al cliente, tuvieron un trato diferenciado, obligándoseles a llevar un determinado signo de identificación en el vestido. Hernando de Talavera, tras la conquista de Granada, les cerraba las mancebías en Semana Santa hasta la Pascua de Resurrección. En nuestra época (hoy hablar de prostitución implica incluir tanto masculina como femenina) todo el mundo conoce la carga de maltrato, explotación e indignidad que esta actividad sufre, en especial cuando se ejerce (siempre ha habido y hay clases) en el grupo de las callejeras y en burdeles de bajo nivel social. Y resulta realmente grave que ahora cuando nos jactamos de haber puesto sobre la mesa los derechos humanos, sigamos cerrando los ojos a este hecho social como si no existiese en absoluto. Cuando en España, según diversas estadísticas, hay en torno a 300.000 o 350.000 personas dedicadas a la prostitución en la modalidad de callejeo o burdel y sin contar otras más ocultas y sutiles, resulta especialmente cruel que la opinión pública no se haga cargo del problema, invente excusas hipócritas y no empiece a sentir y reflexionar qué se puede hacer. ¿Por qué no reconocer de una vez por todas, como ya se ha hecho en otros muchos países, el ejercicio de la prostitución?. Los profesionales gozarían de seguridad social, protección jurídica, y demás beneficios del Estado de Bienestar, y a cambio tendrían en contrapartida las mismas obligaciones fiscales que los demás. Por supuesto que esto no va a resolver todo lo que ocurre pero y que seguirá habiendo economía sumergida porque si esto ocurre en todas las profesiones, con más motivo en ésta pero, al menos, se habrá abierto una puerta para que quienes puedan y lo deseen tengan los mismos beneficios y cargas que el resto de las profesiones. Con un clima de este tipo será más fácil que si no desaparecer, al menos, aminoren las extorsiones y los casos de proxenetismo. Y dejemos el lado moral a cargo de cada uno porque, si empezamos la relación de actividades que conllevan parcelas de inmoralidad, a más de uno se lo podríamos muy dificil. Publicado el día 26 de Julio de 2002.


85.- Los dos espacios Nuestra vida se desarrolla en dos espacios, en dos rincones, uno privado y otro público. En el primero guardamos nuestras intimidades, secretos y hasta miserias. A veces también aquellas alegrías que no nos gusta compartir porque entonces se desvelaría el intríngulis de nuestra existencia. A los espacios privados los regamos para que en ellos crezca nuestra identidad y sobre todo nuestra autoestima. Ellos nos permiten asegurar lo que somos y lo que queremos, si es que en algún momento sabemos qué es aquello tras lo que de verdad andamos. El espacio o los espacios públicos son otra cosa. Aquí se nos pierde nuestra identidad y pasamos a ser actores de reparto de unas convenciones que se han firmado entre unos y otros a través del tiempo y de las manías de los más influyentes. En la calle, en la plaza o en la playa, incluso a veces también en la propia casa, el papel que representamos está ya escrito en las leyes, en la normas y en las costumbres. Sólo hacemos lo que tenemos que hacer, lo que dice el guión. Y como actores secundarios ni estamos en el cartel ni en los créditos reconocidos. En los espacios públicos somos interpretes que actuamos de paseantes, de extras o de comediógrafos según convenga a la ocasión y a la circunstancia; en los privados nos reconocemos a nosotros mismos tal como de verdad somos. Las señales que marcan la diferencia entre uno y otro espacio son la territorialidad y los límites. En los espacios privados el territorio tiene registro de la propiedad con nombre y apellidos, con claves personales que sólo conoce el dueño, y existen símbolos y signos, cuya interpretación únicamente puede hacer el que los ha diseñado y que sirven de llave de entrada y de garantía de privacidad. En los espacios públicos el territorio pertenece a quien lo ocupa accidentalmente y éste puede ser sustituido en cualquier momento por otro transeúnte sin que se produzca desgarro alguno ni se altere el equilibrio de poder entre los figurantes. Cada uno de nosotros, cada persona, percibe y sabe, o cree conocer, cuándo está en un terreno propio y cuándo se mueve como uno más en el que, al ser de todos, no es de nadie. La otra referencia entre un tipo de espacio y otro está en el límite, en la línea divisoria que hay entre en el espacio público y el espacio privado, que tiene la virtualidad de que cada uno la pone donde quiere, en el sitio en el que obtiene más beneficio. Lo normal, entendiendo esta palabra sólo como lo más frecuente y rutinario, es que todas las personas tengamos y nos desenvolvamos en los dos espacios, que manejemos las dos claves. Sin embargo hay gente que monta su vida como si todo fuera espacio público. Son aquellos cuyos pensamientos y acciones son siempre pura teatralidad, quienes han renunciado a lo privado, a lo íntimo, y están representando en cualquier momento el papel que el destino o el azar, o vaya usted a saber, le han adjudicado. Les falta toda espontaneidad y hasta en los niveles más personales de la vida están actuando, se comportan de acuerdo a como deben hacerlo sin el menor asomo de franqueza. Estos son lo que hacen teatro siempre, también con la familia, con los amigos, y hasta consigo mismos cuando se quedan solos en penumbra de una tarde de invierno. Otros, por el contrario, en el extremo opuesto, renuncian a los espacios públicos y deciden ampliar su privacidad hasta más allá de lo que estadísticamente es lo acostumbrado. Éstos viven dramáticamente su sinceridad y sólo siguen las reglas de su propia sintonía interior. De entrada se puede decir que cualquier uso del campo o del terreno de la vida vale para sobrevivir en ella. Que tal vez no importe demasiado si se es más teatral o más guionista de nuestras acciones. Pero, cuando menos, hay un peligro principal. Que de pronto, en nuestro interior, se nos desmorone todo el tinglado, el montaje o el embrollo en el que vivimos, bien porque se hunda el teatro bien porque nos cansemos de tanta identidad. Que el inconsciente nos tiende a veces la trampa de hacernos creer que estamos en un terreno cuando de verdad nos encontramos en el otro. Publicado el día 23 de Agosto de 2002.


86.- Devolverla deuda externa Que la utopía, además de un aliciente para diseñar formas nobles de vida, es también una trampa es una realidad que se debe olvidarse, precisamente para no caer en sus garras. Contar o soñar modelos de vida mejores y más excelsos es un ejercicio saludable para mantener el optimismo y la esperanza pero esta actividad siempre debe ir acompañada de la cautela propia de quien teme pasarse de listo. El refranero lo ha dicho en muchas ocasiones y los intelectuales repiten una y otra vez el infierno está lleno de buenas intenciones o que, con más frecuencia de lo razonable, deseando hacer el bien estamos perjudicando a quienes sufren nuestra buena voluntad. Viene esta reflexión a cuento de las peticiones que estamos oyendo estos días, algo por otra parte agradablemente frecuente, de que la llamada deuda externa, es decir, los dineros que deben los países a bancos extranjeros o Estados que le han hecho préstamos, debe ser condonada o, cuando menos, rebajada. Como es de suponer, dedicar la riqueza de un país a abonar la deuda, que muchas veces ¡vaya usted a saber! cómo y por qué se contrajo, supone un grave quebranto que impide a los países pobres salir de la situación de pobreza en que ser encuentran. Pero, al margen de la complejidad del asunto, en este tema conviene conjugar, por tratarse de una petición que tiende a la utopía, la cautela con la demanda social al objeto de servir mejor a los pueblos que han sufrido además el expolio de esos préstamos que, bien utilizados, hubiesen podido mejorar su nivel de vida. Decía Pierre Bourdieu, en una entrevista que le hacían en 1992, algo así como que a la hora de analizar lo que en términos generales podríamos llamar la gestión del Estado tenemos que distinguir entre lo que él llama la mano derecha (y la mano izquierda, por supuesto) del Estado. La primera está integrada, podríamos decir, por los funcionarios que toman o se mueven entre las decisiones importantes del Estado, los que intervienen y manejan los asuntos públicos desde los despachos. Forman parte de esta mano derecha del Estado los que proponen los objetivos generales para la sociedad, quienes marcan el rumbo y los pensamientos programáticos de la política general del país. Forman la mano izquierda los que Bourdieu llama los “trabajadores sociales”, es decir, los que tienen que llevar a cabo el trabajo cotidiano, de cada día, los que han de enfrentarse a la realidad para aplicar los programas previstos en la disposiciones que marcan los miembros de la otra mano del Estado. Y forman parte de lo que llamamos el pueblo. La existencia, los perfiles y el número de unos y otros servidores públicos están condicionados por las circunstancias y las características de cada Estado y vienen a ser un indicio y un exponente de la salud democrática que se posee. Se podría aplicar el principio de que a más integrantes de la mano derecha, mayor salud pública, en el sentido de que las responsabilidades quedan Un Estado moderno, consolidado y sólido que integra una salud razonablemente democrática, posee un gran número de miembros de la mano derecha de acuerdo, entre otros, a los principios de separación de poderes políticos, existencia pública y reconocida de una oposición legítima o ejercicio de una planificación descentralizada y participativa. Por el contrario, cuando el aparato del Estado está en manos de solos unos pocos, al estilo del yo me lo guiso y yo me lo como, o a aquello de los amigos de amigos son a veces mis amigos, acontece las más de las veces que estamos ante un Estado casi seguramente fraudulento y ajeno por completo a los controles que garantizan y aseguran una sociedad democrática. La práctica y la historia del mundo nos dan cuenta de que precisamente estos últimos países han sido los benefactores de los préstamos internacionales y los que se han cargado de una deuda que hoy por hoy es imposible devolver. Por eso la solidaridad nos empuja a solicitar su condonación. Pero al mismo tiempo se debería exigir que los integrantes de la mano derecha de esos Estados, los miembros de los gobiernos y los burócratas irresponsables y corrompidos, como dice Velázquez-Mainardi, que crearon esta situación y se beneficiaron de ella mediante la sisa o el expolio devuelvan lo que se llevaron. Porque esto, además de justo, servirá de ejemplo en el futuro. Publicado el día 6 de Septiembre de 2002


87.- ¿Habrá en verdad que detenerla? Trasladada a pregunta, la cuestión es una auténtica carga de profundidad para la discusión y el análisis: ¿se puede detener a una persona por ser mentirosa, malvada y peligrosa?, ¿se le puede privar de libertad por robar la calma y llevarse el alma del prójimo? ¿Incluyen los diferentes códigos como delitos o faltas algunos de estos, en principio, malos comportamientos? Porque de entrada parece que todo el mundo convendría en que ser mentiroso, malvado, peligroso y ladrón de la calma y el alma de alguien no es precisamente un comportamiento honorable y de persona de bien ya que de alguna forma estamos fastidiando a los demás. Bien es verdad que todo dependerá de grados porque estas conductas se pueden practicar en mayor o menor intensidad pero parece seguro que, si preguntásemos a la gente su opinión moral sobre estas conductas, habría unanimidad en valorarlas de manera negativa, simplemente como malas. Y si esto es así ¿debería ser atendida la petición que se nos hace y, en consecuencia, ser sancionada e incluso provocar que su responsable pueda ir a la cárcel? El argumento de la denuncia parece consistir en que alguna persona por ser mentirosa, malvada y peligrosa ha robado la calma y el alma, es decir, que, debido a la maldad que conlleva al ser mentirosa, malvada y peligrosa, ha cometido el estropicio de sustraer tanto la calma como el alma del que tan insistentemente se queja. O lo que es lo mismo: interpretada la demanda de esta manera, significaría que, por una parte, el presunto robador ya es de por sí malo y, por otra, ha tenido un mal comportamiento. El listado de todas formas es complejo y sobre todo polivalente porque se mezclan maneras de ser (no es lo mismo decir una mentira que ser mentiroso o hacer una maldad que ser malvado) con actos como un determinado despojo. Y en cuanto a lo primero, ¿es un delito ser malo? Por ejemplo, Pío Baroja cuenta en Zalacaín el aventurero que el protagonista, a los ocho años, gozaba de una mala fama digna ya de un hombre hasta el punto de que su madre lo miraba como a un réprobo. ¿Es un delito ser réprobo? Pero ¿podremos de hecho hacer caso a la queja y el reclamo (que por cierto debe ser angustioso y urgente de atender por lo insistente y reiterativo que resulta ya que lo proclama la víctima todos los días a todas horas en todos los medios de comunicación oral), de acuerdo a las creencias de nuestra cultura? ¿qué hacemos o qué podemos hacer? Porque, si no hacemos nada para que la detengan, se corre el riesgo probable, al menos, de que siga cometiendo lo que parecen abusos y eso no está bien. Y en caso de que decidamos actuar, ¿qué debemos hacer? Vaya lío teórico más peliagudo en el que nos ha metido la exigencia de una de las que convencionalmente llamamos canción del verano, circunstancia que no suele ser propicia ni habitual en este tipo de menesteres porque esta modalidad musical se ofrece como mercancía que precisamente se caracteriza y se aprecia por su liviandad y ligereza. Grande es sin embargo la dificultad que tenemos para acceder a lo que se nos pide. Porque, como todo el mundo sabe, cada grupo social, cada cultura y por tanto cada país tiene un sistema de valores que, al tiempo que le dan consistencia y coherencia al colectivo, a los componentes, les sirve para diferenciarse de los demás, de los que en definitiva llamamos y son los otros. Este conjunto de creencias son los que determinan lo que nos parece bueno y lo que pensamos que es malo. Y, aplicado este código a los deslices denunciados, aun considerándolos malos comportamientos, no parece que la víctima pueda conseguir nada de sus propósitos. Porque estamos hablando de amores y en este asunto nuestra indulgencia es prácticamente total con los que utilizan artimañas para la conquista de la persona amada. Es la historia de Basilio que don Quijote defiende con aquello de que el amor y la guerra son una misma cosa, y así como en la guerra es una cosa lícita y acostumbrada usar de ardides y estratagemas para vencer al enemigo, así en las contiendas y competencias amorosas se tienen por buenos los embustes y marañas que se hacen para conseguir el fin que se desea, como no sean en menoscabo y deshonra de la cosa amada. Y es que a los asuntos de amores, a pesar de que acaban gobernando nuestra vida, los tratamos con frecuencia como materia trivial. Publicado el día 20 de Noviembre de 2002


88.- Explicar, justificar y convencer Como ya se ha dicho tantas veces, desde luego que la democracia no es un sistema cómodo para los gobernantes por los trabajos y sudores que le proporciona en cuanto deciden hacer cualquier cosa, sobre todo si ésta afecta a los intereses de los ciudadanos. Es obvio que las condiciones formales de esta manera de gobernar son bastante latosas para los gerifaltes ya que no les puede valer eso de aquí se hace lo que yo quiera. Ahí están si no para corroborarlo el presidente Bush y el jefe de gobierno Blair que no dan abasto en explicar y justificar a unos y otros su propuesta, decisión seguramente, de guerra contra Irak. Y ello con la finalidad de convencer porque de otra manera pueden tener dificultades para llevarla a cabo. Eso no pasa por supuesto en los regímenes a los que el filósofo y sociólogo M. Weber denominó tradicionales ni tampoco en los carismáticos sino únicamente en los llamados de la legalidad racional o, simplemente, legales. Cuando las sociedades se rigen con carácter tradicional, su vitalidad consiste en mirar al pasado para encontrar allí sus raíces y las respuestas a las demandas de la vida, y el gobernante sólo tiene que leer lo antiguo e interpretarlo. Si de lo que se trata es un poder carismático, el líder tiene un reconocimiento tan grande de sus cualidades que su palabra y su decisión es suficiente para que todos sigan sus indicaciones. El trabajo se le complica al dirigente cuando su jefatura no obedece a ninguna de las situaciones descritas sino que su origen y legitimación le viene de la elección que ha hecho el pueblo, de una situación democrática. En ese caso, y por supuesto cuando el orden político es correcto y no un paripé de tres al cuarto, hay que explicar y justificar las decisiones que afectan a la gente. Esta circunstancia, además de ese trabajo extra, tiene otros inconvenientes para el que manda. En primer lugar porque no basta con explicar sino que tiene que convencer ya que no puede decidir exclusivamente por sí mismo: y así no sólo tiene que hablar mucho, muchas veces y seguramente con mucha gente, sino que además tiene que aportar razones y motivos suficientes para lo que quiere hacer porque de otro modo se le pueden ver los tres pies al gato. En las sociedades abiertas no basta ya el procedimiento de cuando al grito, de la patria está en peligro, todo el mundo cogía su fusil y se iba al frente a pegar tiros como pasaba antiguamente cuando un rey o un monarca con poder absoluto y hasta supuesta legitimación divina, según él decía, se peleaba con el vecino o el hermano y quería fastidiarle. El segundo inconveniente es que, si la decisión o propuesta no es correcta, incluso se puede ver con cierta facilidad la tramoya, sobre todo cuando las cosas no están demasiado claras y se intenta organizar una maniobra de distracción o se quiere dar una justificación que a todas luces es falsa porque lo que en realidad se busca es algo muy diferente de lo que convencionalmente llamamos la posición oficial. Y, por último, en el caso de no irle bien todo el asunto, tiene que marcharse, dimitir y dejar que otra persona tome el relevo ya que la esencia de su mandato incluye el tener que dar cuenta tanto de lo que ha hecho como de lo que ha dejado de hacer y, también, de lo que ha ejecutado de manera torcida. Siendo así las cosas, los responsables públicos, legales o democráticos, deben andarse con mucho cuidado sobre todo cuando toquen asuntos de alto riesgo como puede ser la extrema violencia. Y es que, sin ser tan terminante como él porque situaciones como éstas ya se han dado otras veces en la historia, la verdad es que tiene razón Claudio Magris cuando hace unos meses decía que el mundo nunca ha necesitado de política como ahora. Esto es en el caso de que se quieran resolver los problemas en lugar de enconarlos. Y cuando se recurra a la guerra al final del todo y después de mostrar y demostrar que se ha hablado, discutido, analizado y agotados todos los esfuerzos en convencer al otro. Más que enseñar pruebas de lo malo que es el otro, el gobernante demócrata tiene que aclarar y evidenciar a los ciudadanos que ha hecho absolutamente todo para arreglar la situación. Porque, cuando llegue el momento de marcharse el líder, habrá que preguntarle qué ha hecho para resolver el problema, además de echarle todas las culpas a los otros. Publicado el día 4 de Octubre de 2002


89.- Leviatán Es ya opinión común entre los expertos que el origen del poder político (llámese como se llame e independientemente del uso que cada gobernante haya hecho de él) no es el resultado de ningún mandato divino sino que tiene su origen en la decisión, más o menos expresa, de los humanos que vieron que era mejor confiar el cuidado de la comunidad a unos ciudadanos para que velaran por la seguridad de todos. El historiador griego Heródoto cuenta que los antiguos persas andaban muy preocupados por la falta de protección que había en sus aldeas, una situación que les obligaba a dejar sus ocupaciones para atender este problema, hasta que decidieron: nombremos rey a uno de nosotros y así el país tendrá una garantía de orden y nosotros podremos dedicarnos a nuestros asuntos sin ser perturbados por la anarquía. De esta forma apareció una institución que con el tiempo se ha llamado Estado y que tiene como finalidad fundamental y primera ocuparse de garantizar la seguridad de todos los que están bajo su dominio y tutela. Para eso hicieron los antiguos, y aceptamos también nosotros, los poderes públicos, para que a cambio de otras cosas garantizara por encima de todo la convivencia en la sociedad. Fue muchos siglos después, prácticamente hace unas décadas, cuando se le adjudicaron otras funciones diferentes pero la justificación a fin de cuentas de que exista el poder político, representado por el Estado, es la necesidad que tenemos de su protección. Planteadas las cosas de esta manera, la situación parece coherente en principio pero el problema vino después de manera no deseada ni a lo mejor prevista pero desde luego posiblemente inevitable. Porque lógicamente a ese Estado los ciudadanos tuvieron que transferirle poder, la parte que corresponde al poder de cada uno, para que de esa forma pudiera cumplir con su cometido porque de otra manera su existencia resultaba inútil. Y aquí surgió el problema cuando el poder político, con la excusa no siempre justificada de cumplir bien y hasta el final su tarea, empezó a meterse en terrenos que no eran suyos y a controlar más allá de lo debido a la gente. Bien es verdad que siempre ha habido teóricos a quienes desde una u otra posición doctrinal, tanto de derechas como de izquierdas, les ha parecido bien todo eso pero hay que reconocer que para la mayoría el poder político se ha transformado en una especie de monstruo de multitud de tentáculos que cada día parecen cercar más a los ciudadanos. Precisamente un filósofo inglés del siglo XVII, llamado Tomás Hobbes, al que le parecía bien e incluso imprescindible que el poder del monarca fuese absoluto, utilizó la calificación de Leviatán para describir esta situación. Leviatán era el nombre de un inmenso ser deforme que aterrorizaba a la gente en los mitos antiguos y que aparece en el Antiguo Testamento, especialmente en el Libro de Job. La cuestión de que los poderes públicos se entrometan en nuestra vida más allá de lo debido, como vemos, es algo que ya lleva planteándose hace unos siglos pero empieza a chirriar con mayor intensidad en la época en que vivimos, en los últimos tiempos y por supuesto en la cultura que llamamos occidental ya que en otras civilizaciones las preocupaciones van por otros derroteros. Y esto ocurre porque en nuestra sicología y en nuestra mentalidad ha aparecido poco a poco y casi sin darnos cuenta una sensación que es la de lo privado, lo íntimo, lo propio. Antes, hasta no hace mucho, no era así. Desde luego en el terreno material cundo las condiciones generales de la vida impedían que cada persona tuviese algún rincón como propio en el que guardase lo que sólo era de uno. Pero la cuestión, más allá de lo material. Nuestra cultura se mueve desde hace un tiempo en una tensión emocional que producen dos polos contrarios y sobre los que conviene echar una mirada. Por una parte cada vez parece más claro a la mayoría de la gente que cada persona posee un campo propio de intimidad en el que se producen las decisiones más importantes y en el que nadie puede entrar, salvo licencia del interesado, y, por otra, los Estados (con más o menos arrojo según puntos de vista y en función de sus intereses) que tienden a inmiscuirse cada vez más. Sería bueno y útil que discutiéramos la justificación de ambos derechos en asuntos como, por ejemplo, la comida, la cama o el vestido. Para que ningún extremo se pase. Publicado el día 18 de Octubre de 2002.


90.- Justificaciones Aunque prácticamente todos los medios de comunicación ofrecen al menos un hueco para que la gente y cada uno que quiera pueda decir, e incluso contradecir, las cosas que se dicen en ellos, la verdad es que, si uno se fija un poco, poco a poco se van estableciendo como verdades indiscutibles puntos de vista u opiniones profundamente falaces. Y no se trata del tan traído y llevado asunto de la dictadura de las publicaciones, lo que es una verdad tan excesiva que se ha convertido en tópico, sino del aprovechamiento que de las condiciones y las estructuras de los mismos hacen muchos agentes sociales para difundir y dejar como definitivas algunas veces muchas ingenuidades, otras bastantes tonterías y, en ocasiones, hasta maldades de grueso calibre a las que el ciudadano indefenso apenas puede refutar. Un par de ejemplos aclararán mejor esta cuestión. Los promotores del ataque al Estado de Irak y de hacer la guerra como sea al régimen de Hussein insisten una y otra vez, por activa y por pasiva, en que la razón más poderosa y urgente de que disponen para llevar a cabo sus pretensiones es el peligro que representa dicho régimen no sólo para la paz mundial sino incluso para la seguridad personal y colectiva, debido a las armas de destrucción masiva que parece posee. Y es esta circunstancia la que empuja y obliga no sólo a actuar en la dirección señalada sino la que fuerza a hacerlo con presteza y diligencia, antes de que puedan desencadenar una desgracia ya sin remedio: es, como todo el mundo sabe, lo que se llama la teoría de la guerra preventiva un concepto que antes tenía una utilización nazi pero que ahora, al parecer, se ha convertido a la democracia. Y lo que no se acaba de entender del todo es cómo exponen toda esta doctrina sin ningún tipo de pudor en los medios de comunicación una y otra vez precisamente quienes tienen el arsenal de armas no sólo más poderoso del mundo sino que, según parece, es mayor que el de todo el resto del mundo junto y que podría destruir bastantes veces a toda la Tierra. Es decir, que quien posee armas que nos podrían eliminar a todos juntos, probablemente cientos de veces, expone como razón única e incontestable para atacar a una parte minúscula de ese conjunto el peligro que supone su armamento o, dicho de manera más concreta, quien posee cientos o miles de bombas atómicas decide atacar a Irak argumentando que es muy peligrosa por tener, quizá, la bomba atómica. La cuestión que aquí se plantea no es de contenido sino de metodología, se refiere a las razones que se dan para justificar cualquier decisión: para hacer la guerra a Irak, una vez tomada esta decisión, se podían haber puesto otras muchas excusas de muchas clases pero resulta cuanto menos grotesco y extravagante utilizar la existencia del arsenal bélico cuando quien lo dice lo tiene, no lo esconde y éste es infinitamente superior, y dejando a un lado eso de armas buenas y armas malas. Es como cuando afeamos y achacamos a los demás determinados vicios o defectos, teniéndolos nosotros en mucho mayor grado. Argumentaciones de este calibre y con esta envoltura aprovechándose de la dificultad de respuesta del oyente o del lector son más frecuentes de lo que parecen y están a la orden del día en cualquier medio de comunicación sobre todo en el campo de la publicidad. Aunque hay que reconocer que unas son más finas e inteligentes que otras y también que en unos casos mejor que en otros saben encubrir con más elegancia y más engaño sus explicaciones. A la vista de esto parece que están en crisis los sofistas, aquellos dominadores del lenguaje que eran capaces en un rato de demostrar algo y a continuación lo contrario. Pasa como con los insultos en la vida pública que lo que mejor demuestran es la falta de inteligencia de quien los utiliza. Tal como están algunas argumentaciones vamos a tener que andar con mucho cuidado no vaya a ser que resucite aquel sofista antiguo, Filagro de Cilicia, que, cuando algún oyente se quedaba dormido en medio de sus discursos, le pegaba una bofetada. Publicado el día 1 de Noviembre de 2002


91.- ¿Mobbing en el deporte? El fútbol, como cualquier deporte que relaciona los términos y agrupa la realidad de profesional y de competición, de los que ha habido en todas las épocas, incluidas las olímpicas en Grecia, encierra muchas contradicciones teóricas por esa mezcla tan chocante. Otra cosa es que no paremos mientes en ellas y nos dediquemos, en el caso de interesarnos, a envolvernos en su disputa práctica y nos olvidemos de ello pero el deporte cuando no es únicamente participación sino que la disputa es entre profesionales y, además, de lo que se trata es de haya un ganador, ofrece matices muy diferenciales con el resto del mundo laboral y empresarial y crea un territorio nuevo y específico. Porque se ponen sobre la mesa vectores o propuestas que en principio parecen tener poca concordancia entre sí. Estas paradojas suelen aparecer cuando explota el conflicto unas veces porque se prevé una dificultad especial y otras porque las cosas van mal en general y no se fácilmente por dónde puede ir la solución. En el primer caso lo acostumbrado es el recurso a la afición y a los espectadores a que animen en el juego, a que derroten su indiferencia y se incorporen de alguna manera al juego. El segundo se puede resumir en lo que ocurrió hace unos días cuando un presidente de un club de fútbol, viendo los pésimos resultados deportivos, planteó a los jugadores de su equipo que no estaba dispuesto a pagarles el sueldo hasta que no ganasen un partido. ¿Tiene sentido esa decisión?. En cuanto a lo primero, lo que se está planteando es, entre otras cosas, el contexto o el ambiente laboral para lo que hay que tener presente que sus agentes principales los deportistas son profesionales con todas las cargas y beneficios que acarrea cualquier trabajo: un salario que ha de proporcionar la parte contratante y naturalmente a cambio una tarea a realizar. Por supuesto que para cumplir su quehacer todo el mundo necesita un clima que le permita producir de manera razonable y natural. Es precisamente en estos años en los que se empieza a popularizar el término mobbing como expresión del acoso laboral, una circunstancia que hasta se considera un delito. En esto estamos como en todas las profesiones. Pero la diferenciación es que esta actividad no sólo debe estar exenta de mobbing sino que además los profesionales exigen, porque es parte del sistema, ser animados y jaleados por la gente, algo que de ninguna manera tendría sentido en otros trabajos. Y se hace porque en ello está la autoestima del profesional, algo que resulta imprescindible para su eficacia y rendimiento. Pero ¿alguien se imagina una situación similar en otras profesiones?. ¿Cómo se juzgaría a una afición que tratase respetuosamente a los deportistas profesionales pero que contemplase en silencio completo todo el partido, como ocurre en el tenis pero sin las manifestaciones entre punto y punto?. ¿Sería mobbing o acoso laboral esa actitud del público?. ¿Y unos resultados?. Esta es la otra cuestión, la que planteaba el directivo antes citado. Porque en cualquier trabajo profesional se exige, como no podía ser de otra manera, un rendimiento determinado. No tendría sentido otra cosa y ningún trabajador podría argumentar al término de su jornada que la mala suerte o el azar le han impedido hacer aquello que debía hacer. Y menos aun si esta explicación se convirtiese en habitual. Y en el deporte ejercitado por profesionales ¿se puede hacer lo mismo? ¿se pueden plantear las mismas exigencias?. ¿Qué es lo que se puede exigir y de qué manera?. Al tratarse de un trabajo espectáculo, ¿hasta dónde su puede llegar en cuanto a rendimiento? ¿bastaría sólo con el esfuerzo o el intento?. La práctica y el sentido común parecen asegurar que no deban ser determinados resultados como ganar el partido pero ¿aceptaríamos en un circo a un domador que aunque se esforzara al máximo no consiguiera dominar a los leones, o a un trapecista que a pesar de todo el empeño no alcanzara a saltar todo lo necesario? El territorio propio que crea el deporte, al mismo tiempo profesional y de competición para ganar, supone un barullo especial que, como tantas otras cosas, mejor es dejar las cosas como están.

Publicado el día 1 de Noviembre de 2002.


92.- Las vacas locas y el terrorismo Les acontece a las palabras que veces pasan de olvidadas en un rincón de un viejo diccionario a estar en boca de todos quienes se quieren modernos y al día de lo que se cuece en el mundo intelectual. Eso es lo que la pasó hace no mucho tiempo a la expresión pensamiento único, que no había escritor, conferenciante o charlatán que no la utilizase en cuanto se presentaba la ocasión, como si todos nos hubiésemos dejado aconsejar por algún Fray Jerónimo de Campazas de esta época. Y no es que no hubiese pensamiento único entonces sino que el descubrimiento de la expresión fue muy afortunado ya que permitía visualizar de manera plástica y concreta la estrategia que desde siempre sigue el poder. Porque a nadie se le oculta que, de una u otra manera y con una u otra expresión, pensamiento único, lo que se llama conceptualmente la imposición a todo el mundo de un forma simple e interesada de ver e interpretar la vida, lo ha habido en todos los momentos de la historia humana, unas veces de una manera más solapada y disimulada y otras sin tanto miramiento. Pero como es lógico y forma parte de su tarea, el poder, todo poder cualquiera que sea su contenido y su ámbito de actuación, busca e intenta, y en muchos casos lo consigue, convencer a la gente de lo que le interesa, más que imponerlo a través de la fuerza externa ya que ésta es más cara y desde luego mucho menos eficaz. El caso es que cuando se impuso esa expresión venía a significar algo así tan complicado de entender por un ciudadano corriente como que desde los poderes reales del mundo se nos había impuesto y convencido de que el pensamiento neoliberal, que es en el que se defiende el mercado como sistema de organización económica y social por encima de cualquier otras valoración humana, era el único válido y casi connatural al ser humano. El asunto es intelectualmente tan complejo de entender si se quiere profundizar un poco que sólo los especialistas pueden alcanzar sus consecuencias políticas y morales. Sin embargo no había manera de liberarse de esa muletilla. Pero de pronto y por circunstancias de todos conocidas las cosas han cambiado totalmente y estamos en un nuevo horizonte y una nueva situación que casi no tiene que ver con lo anterior. Ahora ya no parece interesar el debate ese sobre el mercado y la planificación económica y social: de lo único que se habla desde el poder es del terrorismo, y todas las consideraciones morales, políticas y sociales van dirigidas a ese fenómeno como el único y principal que preocupa a los poderes públicos. Y al mismo tiempo ha dejado de hablarse de pensamiento único. ¿Significa eso que ya no hay pensamiento único, que ya no está interesado el poder en convencernos de una sola teoría que le permita hacer lo que le vale a sus intereses y que además y sobre todo a la gente le parezca bien?. Por supuesto que estamos en las mismas de siempre aunque ahora la excusa no sea el neoliberalismo, que por cierto sigue cada vez más pujante, sino el terrorismo. En estos momentos el pensamiento único, se le llame como se llame, es el terrorismo. Como es obvio y todo el mundo sabe y comprende, es el discurso eslogan que, especialmente los países desarrollados, están imponiendo en el mundo como motor y justificación de todos sus actos importantes. Y aquí es donde está la cuestión. Por supuesto que a nadie se le oculta que el terrorismo es un problema gravísimo, sobre todo para sus víctimas, y que exige poner sobre la mesa todos los remedios que se pueda para erradicarlo. Esto está claro y no necesita más explicación pero ¿justifica este hecho que se puedan burlar todas las leyes y todos los derechos como puede ser el ejemplo de lo que está ocurriendo en Guantánamo?, ¿qué pasó con los crímenes de Estado que tanta gente afeó, censuró y reprochó?. Pero hay algo peor como es poner los requerimientos morales y sociales en el terrorismo, justificar con ello toda acción de gobierno y, olvidándose de todo lo demás, tratar de imponer en todo el Planeta la ideología de que ese es el mayor y más grave problema de todos y del que debemos ocuparnos por encima de lo demás. Cuando al fin y al cabo, como ocurre con el mal de las vacas locas, es un problema, todo lo grave que se quiera, pero de ricos. Poco debe importar este peligro a los millones de seres humanos que están contagiados de sida y no tienen medios ni posibilidad de tratamiento, se mueren de sed o de hambre y sufren todo tipo de enfermedades, abandonos y violaciones. Publicado el día 29 de Noviembre de 2002


93.- Un remedio para mejor decidir Todos conocemos por experiencia, tanto propia como ajena, lo difícil y complicado que resulta muchas veces tomar una decisión, especialmente si ésta es, o nos parece, importante o acarrea consecuencias significativas. Y soportamos los disgustos, los malos ratos y las demás tensiones que nos proporciona en algunos casos esta situación, naturalmente más o menos intensa de acuerdo a lo que va a representar para nosotros, por el temor a equivocarnos o a meter la pata. Aunque desde luego algunas veces también conseguimos satisfacción y alegría. Pero lo peor es cuando nos domina la duda sobre qué hacer o cuál debe ser el camino acertado. En esos casos es cuando lo pasamos peor. Y hay que añadir que el problema se plantea tanto si se trata de algo personal como si es el resultado de un pronunciamiento colectivo en el que deben intervenir varias personas. Cuando la reflexión sobre qué hacer es con nosotros mismos, suelen ser frecuentes los largos debates entre el corazón y la razón y los motivos que aporta cada uno a la hora de decidir qué es lo que se puede o se debe hacer. La literatura, incluyendo naturalmente el refranero, nos lo cuenta en todos los modos posibles, ya sea prosa o verso, y también los filósofos se han ocupado de ello. Probablemente no haya quien no conozca lo de el corazón tiene razones... en texto de Pascal o los versos de Antonio Machado cuando reconoce que en mi soledad he visto cosas muy claras que no son verdad. A su vez cuando el asunto compete a varios son las discusiones el instrumento normal para llegar al acuerdo aunque los diferentes puntos de vista que cada uno de los interlocutores trata de imponer a los demás, sobre todo si está convencido firmemente de ello, suelen ser un obstáculo que dificulta enormemente la coincidencia. Pero la cosa no tiene apenas importancia si de lo que se trata es simplemente de contrastar una opinión o un punto de vista sobre alguna cosa porque lo más que puede ocurrir en ese caso es que cada uno siga convencido de su pensamiento. La cuestión se complica, como es natural, si la discusión viene originada por la necesidad ineludible e imperiosa de tener que tomar una decisión conjunta entre todos lo que intervienen en el asunto de referencia. Si de las palabras hay que pasar a los hechos y el objetivo no es de ninguna manera quedarse en la mera especulación teórica sino que los miembros del colectivo tienen que hacer algo después, entonces el llegar a un acuerdo resulta todavía mucho más difícil por la presión que pueda ejercer esta circunstancia. Y entonces se impone buscar medidas que arreglen los posibles desacuerdos que puedan darse entre todos, algo que al final muchas veces es, puesto que mucha gente opina que en el fondo nadie, o a lo mejor casi nadie, convence a nadie, una especie de transacción entre todos, como una fórmula de compromiso, un resultado que además no acaba de dejar satisfechos a ninguno de los que intervienen. Con estos antecedentes bien vale la pena sacar a la luz para quien no lo conozca lo que el historiador griego de la época que llamamos clásica, Heródoto, nos cuenta de una costumbre que tenían los persas de entonces y que por su posible utilidad conviene que sea conocida por todo el mundo ya que nos puede ayudar a tomar las decisiones convenientes de manera más prudente. El caso es que los persas, que, según asegura Heródoto, eran muy dados al vino, solían discutir los asuntos más importantes cuando estaban embriagados, una práctica que muchas veces utilizamos también nosotros. pero en el caso que nos ocupa ellos añadían el detalle de que las decisiones que resultan de sus discusiones las plantea al día siguiente, cuando están sobrios, el dueño de la casa en la que estén discutiendo. Y, si cuando están sobrios, les sigue pareciendo acertado, lo ponen en práctica; y si no les parece acertado, renuncian a ello. Asimismo lo que hayan podido decidir cuando están sobrios, lo vuelven a tratar en estado de embriaguez. No parece descaminada esa práctica, que viene a ser un especie de copia de seguridad, de juego de contraste. Y podríamos pensar en utilizarla nosotros habitualmente, por supuesto de manera ordenada y reglamentada, con su jurisprudencia, reglamentos y usos y costumbres pactadas. Lo que a lo mejor nos ahorraría más de un disgusto por haber tomado una decisión equivocada. Publicado el día 13 de Diciembre de 2002.


94.- Un apunte sobre el sentido del ejército Desde el punto de vista teórico es legítimo pensar que no parece, al menos a primera vista, que nuestra sociedad española haya aclarado, con cierta consistencia y para un tiempo razonable, el sentido del ejército, su finalidad, sus funciones y el orden y contenido de sus tareas. Y esta percepción no se refiere a los aspectos técnicos y profesionales que sin duda se ven afectados como todo el mundo, por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, las llamadas TIC, pero que es un tema que compete a los expertos. La cuestión de fondo que se plantea cuando se hace este análisis y se tiene esta sensación, está referida a sus dimensiones ideológica, social y política: sobre qué hacer y qué contenido darle, más allá de la tarea clásica de los defensa, a esta institución, que con unos u otros matices, es tan antigua como la propia humanidad. Valga como referencia el hecho de que, como sin darnos cuenta, hemos pasado de un servicio universal y obligatorio a un ejército profesional sin haberle dado la importancia y trascendencia que para la convivencia general tuvo este proceso y ello a pesar de las consecuencias (presupuestarias, sindicales, políticas, económicas, intelectuales...) que se derivan de un acontecimiento de tal envergadura y resonancia pública. Y estas consecuencias no sólo han tenido eficacia dentro de la institución, lo que en principio sería menos interesante para la sociedad en general, sino que sus efectos se han notado incluso en la organización de vida de millones de personas y de entidades laborales y profesionales. El hecho de que el Ejército dejara de ser una institución formada por todos los españoles varones de determinada edad y pasara a ser una entidad profesional ha supuesto para todos muchos cambios de horizonte, de los que apenas se ha hablado. Pero acuciados por un ambiente generalizado profundamente hostil a la participación obligatoria en esta institución, los gobernantes del momento decidieron tirar por la calle de en medio, dejar las cosas como estaban y limitarse a eliminar de pronto esta condición, sin dar tiempo a otra cosa sino a que el conflicto desapareciera lo antes posible de los medios de comunicación. De esta manera se perdió una buen oportunidad de que hubiera una reflexión conjunta y un debate general sobre el sentido de la defensa colectiva, de los valores llamados convencionalmente militares y que hasta ahora habían justificado el ejército, de las mutuas implicaciones entre la sociedad civil y la institución militar, de las recíprocas exigencias axiológicas, presupuestarias, así como de su entronque en el organigrama funcional de la sociedad. Para aclarar esto, sirvan un par de ejemplos de la máxima actualidad, uno de ellos referido a la catástrofe de Galicia: a todo el mundo le ha parecido muy bien que el Ejército colabore en la solución de un problema tan grande para todos y es lo razonable. Pero, al margen de las leyes, ¿tiene sentido que la institución creada y mantenida para la defensa nacional se ocupe de situaciones catastróficas y no lo haga sin embargo protección civil? El debate de fondo de esta pregunta no es sino que si al Ejército le compete como tarea ordinaria colaborar con la sociedad civil en situación de desastres, naturales o provocados, parece razonable pensar que este cometido debería llevar a un diseño organizativo y funcional muy diferente del que tiene en estos momentos. Si al Ejército le encarga la sociedad que incluya entre sus tareas ordinarias que esté preparado para intervenir en caso de un terremoto de alta intensidad, un incendio de grandes proporciones o cualquier otra tragedia nacional, parece razonable que su preparación y hasta su instrumental debería estar acondicionado a esta exigencia. ¿Es ello así?. El otro ejemplo también singular que se está produciendo es el hecho de que sean ciudadanos de otros países, que no poseen la nacionalidad española, quienes están siendo invitados a ingresar en el mismo, lo que viene a situar a este trabajo, al menos aparentemente, en la misma consideración general y laboral que otros muchos catalogados como serviles, que rehuimos desempeñar los españoles y que acabamos cediendo a los inmigrantes extranjeros. Las sociedades modernas tienen unas exigencias insoslayables para mostrar su eficacia y ésta únicamente se da cuando antes hay ideas claras sobre lo que las cosas son o deben ser. Publicado el día 27 de Diciembre de 2002.


95.- Solidaridad obligatoria Por supuesto que hay cosas de las que apenas nos gusta hablar. En nuestra vida social y en nuestras relaciones públicas existen asuntos y cuestiones que por su carácter poco simpático y apenas atractivo nunca tienen oportunidad de plantearse. Como si fueran malditos, poca gente se afana en plantearlos, bien es verdad que por su carácter poco popular y nada halagador. Pero como la realidad es tozuda, por más que hagamos como que no nos damos cuenta, los problemas están ahí y no es bueno ignorarlos, es decir, es poco inteligente dejarlos a un lado porque su amenaza no desaparece por mucho que miremos para otro lado. Uno de esos temas enojosos de los que no nos gusta ocuparnos es del uso y el abuso que en las sociedades afortunadas y favorecidas como la nuestra estamos haciendo del Estado de Bienestar, o sea, del Estado. Se trata de averiguar si los comportamientos colectivos están consolidando o, por el contrario, deteriorando los sistemas públicos de apoyo a los ciudadanos. En última instancia de si hemos interiorizado en exceso los que consideramos derechos supuestamente naturales y de si este talante puede dar en quiebra con el propio sistema. Y no estamos en este asunto con juegos ideológicos o de entretenimientos para ilusos o para aburridos sino que nos va en ello algo más importante de lo que pudiera parecer en principio porque se juega nuestra especie muchos puntos para su supervivencia después de los en torno a cincuenta mil años que tenemos de existencia. Al decir de casi todos los que saben de esas cosas y analizan por donde van los tiros en el comportamiento humano, público y privado, uno de los efectos perversos y censurables de lo que se llama el Estado de Bienestar es que nos hace, a los que disfrutamos de sus ventajas, cada vez más egoístas, más exigentes y más interesados de forma que acabamos olvidándonos de nuestros deberes y estamos al acecho de buscar beneficios como sea. El desahogo y el bienestar materiales, al parecer, producen individuos egoístas e insolidarios, despreocupados de la suerte del otro y de los otros, dice Victoria Camps. Esta conducta tanto empieza a preocupar a los expertos que ya tiene un nombre técnico y es objeto de reflexión por los filósofos, sociólogos e intelectuales más notables. No es baladí esta preocupación. Porque este comportamiento colectivo está empezando a amenazarnos a todos los privilegiados del mundo desarrollado hasta el punto de que puede dar al traste con las ventajas de que a día de hoy disponemos. Y no se trata de hacer discursos morales, que por cierto suelen ser bastante ineficaces, sino que es una inquietud sociológicamente científica. Por supuesto que en general no somos conscientes de este peligro ya que la especie humana ha tenido la discutible suerte de encontrar en el lenguaje palabras suficientes para justificar, y justificarnos a nosotros mismos, como razonables y hasta encomiables muchas de nuestras exigencias que en el fondo no son sino simples manifestaciones, con más frecuencia de lo que parece, caprichosas, interesadas y ventajistas. Precisamente por los datos que aportan estos análisis es por lo que cada vez se nos plantea y se nos exige como remedio el ejercicio de la virtud social de la solidaridad ya que la práctica de esta virtud, que ha entrado como arrasando en nuestros códigos morales, es absolutamente imprescindible para poder sobrevivir, no como una cuestión de generosidad o de altruismo, que eso es otra historia, sino como un sistema colectivo de salvaguarda, lo de que si todos nos ayudamos las cosas nos irán mejor. A la vista de esta exigencia los poderes públicos y muchos grupos sociales están promoviendo acciones que nos hagan reflexionar sobre esta exigencia. Pero para cumplir con estos propósitos no basta ni mucho menos con organizar fiestas de niños con banderitas, mercados ocasionales o espectáculos públicos. Lo que hay en juego supera la volatilidad de estas manifestaciones. Ni vale el acostumbrado recurso de dejar con exclusividad a la escuela el aprendizaje de esta tarea. Aquí entra la posibilidad de un servicio civil universal serio y riguroso, acomodado a cada edad y a cada circunstancia. Un servicio que serviría como práctica para convencernos todos de que si seguimos con cualquier excusa buscando tajada de lo colectivo, del Estado, se nos va a acabar muy pronto la gallina de los huevos de oro. Veremos qué hacen entonces los que vienen detrás. Publicado el día 10 de Enero de 2003.


96.- Si debemos votar nuestros intereses Pongamos un ejemplo para situar mejor la cuestión que se plantea. Imaginemos a un ciudadano que en términos generales está de acuerdo con la ideología, los postulados sociales y la visión que tiene del mundo un determinado partido político. Es ésta una situación de partida normal y frecuente en cualquier democracia: la mayoría de los ciudadanos se siente identificado, más o menos, (por supuesto nunca del todo porque eso ni es posible y, en caso de serlo, no sería higiénico ni para la persona ni para el sistema) con el programa de un partido al que da su voto en las elecciones que se convocan. Si seguimos con el ejemplo, imaginemos a su vez que este ciudadano, convencido de la orientación firme de su voto, descubre que en el programa del partido de referencia se incluye una propuesta que, de llevarla a cabo, afectará negativamente a sus propios intereses profesionales, económicos o sociales y que al mismo tiempo está de acuerdo con ella y la considera defendible dentro de lo que llamamos habitualmente intereses generales. Supongamos que, si es funcionario, el partido al que desea votar va a suprimir el cuerpo de la Administración al que pertenece con el consiguiente perjuicio para su status profesional o, si trabaja en la esfera privada, se van a subir los impuestos en la actividad que ejerce como profesional. La pregunta natural a que lleva lo que propone el ejemplo es saber qué debe votar el protagonista de esta supuesta historia a la vista de la disonancia que se da entre los dos propósitos. ¿Debe anteponer sus intereses personales a los generales?. Pensemos en un jubilado: para elegir a qué partido votar ¿debe revisar todos los programas y hacerlo a aquel que más favorezca a su colectivo o, por el contrario, siempre que se les mantenga una ayuda razonable, debe inclinarse por el que, a su juicio y al margen de su situación personal, esté más acorde con sus planteamientos políticos y sociales?. En el fondo a lo que alude este argumento es a la contradicción o el choque que se produce entre los intereses personales o de grupo, y los de los generales o de toda la comunidad. Dos derivaciones principales aparecen en este ejemplo. La primera es más bien de orden moral y hace referencia a que también los ciudadanos de a pie tienen que pensar en la ética a la hora de su actividad política, como es el caso de votar. Y pensar en la ética no quiere decir que deban renunciar a sus intereses y votar generosamente: pensar en la ética significa simplemente eso, que también han de cuestionarse lo que es lo bueno o lo mejor de entre las diversos caminos que se le presentan. La segunda derivación que brota de este caso propuesto es, por el contrario, sobre todo política. Y concierne en especial a las ofertas que hacen los partidos antes de cada elección, a través de lo que se denomina el programa electoral. No es una cuestión baladí ni ligera la peripecia que produce el que los intereses personales y colectivos puedan entrar en colisión a la hora de materializar el acto político de votar. Basten dos citas de otros tantos pensadores sobre esta cuestión. Una la enuncian las palabras de Adam Smith, el famoso filósofo y economista del siglo XVIII a quien se le considera la mayor autoridad en los análisis sobre el mercado, quien en un texto que está en todos los manuales asegura que no esperamos nuestra comida de la bondad del comerciante sino del cuidado que pone en sus propios intereses. Y en nuestra época otro filósofo, menos conocido entre la opinión pública pero muy significado entre los estudiosos, Garret Hardin, asegura que la política pública debe apuntalarse en una constante adhesión a la Regla Cardinal que dice: nunca pedir a nadie que actúe contra sus propios intereses. El dilema moral y político planteado, que afecta sobre todo al ciudadano que tiene ante sí un conflicto de intereses, implica desde luego muchos matices y muchas variables en función de los contenidos y la jerarquía que hay que hacer, y que hecho siempre hacemos en nuestra vida, entre los diversos intereses que nos atañen. Y puede que esa circunstancia nos saquen del atolladero en más de un caso concreto cuando lo que se contrapone no tiene color, como decimos con buena intuición. Pero el asunto que representa el ejemplo, visto desde una perspectiva global, nos recuerda un tipo de argumentación que los antiguos llamaban cornudo y ahora decimos dilema y que viene a decir algo así como que cualquier solución que se adopte es discutible, o sea, que nos pillará el toro vayamos por donde vayamos. Publicado el día 24 de Enero de 2003.


97.- Los amantes de Teruel Es fama que en la ciudad de Teruel, allá por el siglo XIII, había dos jóvenes que se amaban (cuenta la historia el escritor romántico español Eugenio Hartzenbusch): "Desde los años más tiernos / fuimos ya finos amantes, / desde que nos vimos, antes / nos amábamos de vernos." Juan Diego Martínez Garcés de Marcilla, que a pesar de su apellido era pobre o de ascendencia venida a menos como suele decirse, e Isabel de Segura, rica y, se supone, bella. El caso es que al padre no le hubiera molestado demasiado que los jóvenes cumplieran su amor porque el chico era de buena familia, cristianos viejos de entonces. Pero por carecer de dote y alguna otra cosa piensa en entregar a su hija a un amigo suyo ya en edad de madurez ("Prendarse de quien le cuadre / no es lícito a una doncella, / ni hay más voluntad en ella / que la que tenga su padre," apostilla la madre). Mas como la conciencia siempre tiene un rincón en asunto de amores, decide concederle a Diego "un plazo se me otorgó, / para que mi esfuerzo activo / juntara un caudal honrado." Seis años y una semana le dan al amante para que haga fortuna y consiga gloria y provecho en un momento en que la cristiandad andaba luchando contra los moros. Plazo razonable pensando cómo estaban las cosas y que bastó a Diego para conseguir su propósito incluso con tranquilidad. Porque a diferencia de otros amores famosos, aquí no hay más razón que la propia conveniencia económica y no median intereses de clase, de religión o de ideología política, que lo hubieran hecho más melodramático o más prosopopéyico, según se mire. No hay conflictos de conversos como entre Calixto y Melibea ni se enfrentan dos familias con odios eternos como en Romeo y Julieta. Ni siquiera intervienen los dioses, como en la verdadera tragedia clásica. Aquí hay simplemente un padre que desea que su hija tenga un marido que le asegure el futuro, que entonces no se resolvía mediante oposiciones sino luchando con los moros, que era la mejor forma de hacer fortuna. Y es el caso que cuando el bueno de Diego está a punto de cumplir su propósito, entre un pirata y una princesa mora que se enamora de él van tejiendo una tela de araña que acaba con sus buenas intenciones y, cuando llega a Teruel, se ha cubierto el plazo por minutos y la boda no deseada ha tenido lugar. Diego le pide un beso de amor que ella le niega por estar ya casada y él muere del disgusto. Isabel, cuando arrepentida le da el beso sobre su féretro, también muere de pesar. Un destino sin duda lamentable que fastidió lo que hoy sería un matrimonio más. Y luego la desgracia de que todo se vaya al traste cuando tiene resuelto el asunto, que tampoco era tan dificil. Aquí no hay sublimidad sino tragedia. Simplemente la epopeya de lo vulgar, de lo cotidiano, esa es su grandeza. Sin embargo, detrás de la tramoya, lo que marca lo absurdo de la victoria o de la derrota es el desconocimiento de lo que pasa, no estar enterado de las cosas para no verse sometido. Edipo obedece al destino sin saberlo y matará a su padre y se casará con su madre desconociendo que hace algo desajustado. Ni Isabel sabe las circunstancias de Diego ni éste los detalles que fuerzan a la boda en el límite de tiempo y lo que es un negocio normal acaba en un enterramiento de mármol. Es a partir del momento en el que Edipo conoce la verdadera realidad cuando la epopeya se transforma en pura tensión personal y humana. Por eso aquí, como en tantas otras cosas de la vida, no vale lo del destino dicho tan ricamente. Hay aconteceres que sobrevienen porque las llamadas fuerzas de la naturaleza, que escapan al control del ser humano, se agitan o se paralizan y con ello ocasionan algún perjuicio al hombre. Pero algo muy distinto es cuando la suma de decisiones humanas acaban forjando el futuro de cada uno. Con más frecuencia quizá de lo que creemos, el marco de nuestra vida viene formado no tanto por lo que la naturaleza resuelve sobre nosotros sino por lo que el propio ser humano decide sobre nosotros. Y así nos convertimos en agentes de comedia o de tragedia, de lo vulgar o lo dramático. Para nosotros, los espectadores, todo se hace más creíble por más cercano, más cargado de sentido común. La dote de la niña y el porvenir del niño. Todo como consecuencia de lo de cada día, sin necesidad de idealizar más de lo necesario. Otra cosa es el mundo de los actores que acaban empujados, sin saberlo, por el conjunto de las decisiones de los demás. "¡Qué! ¿Lloráis?" dice la madre a Isabel cuando le argumenta que su voluntad ha de ser la de su padre. "Aun no me fue/ vedado este desahogo." Lógicamente. Publicado el día 7 de Febrero de 2003.


98.- El error del pavo Aunque estamos en una época en la que el argumento más poderoso para convencer a alguien de algo es asegurarle que es científico, las cosas no son tan sencillas ni tan fáciles y son muchas las ocasiones en las que lo que nos parece una certeza no lo es de ninguna manera. Precisamente a propósito de los problemas que nos plantea cómo confirmar que esto que dice la ciencia tiene sentido y es cierto, el inglés Bertrand Russell ponía un ejemplo bastante sugerente y simpático. Imaginemos, decía, un pavo que en su primer día de estancia en una granja observa que le dan la comida a las 9 de la mañana. Deseoso de organizar su vida de manera razonable, apoyándose en la certeza de la ciencia, antes de asegurar nada y para no precipitarse, decide esperar un tiempo suficiente para comprobar si ese hecho se produce regularmente o ha sido una casualidad. Según pasan los días y varían las condiciones, lluvia o sol, calor o frío, festivos o laborales, se repite la misma circunstancia, por lo que, satisfecho de su rigor, decide asentar como axioma definitivo la siguiente afirmación: "en esta casa se come a las 9 de la mañana en cualquier condición." Y con la seguridad que da la ciencia, cuando se acerca la hora, acude presuroso hasta la puerta de la granja y saluda feliz a quien le trae la comida. En esa certidumbre, que se da cuando se han visto los resultados de una investigación, consiste el verdadero interés de la ciencia y es lo único que justifica la atención y el dinero que se gasta en ella. La necesidad de descubrir las leyes de la naturaleza para saber qué hacer no es un entretenimiento baladí ni una forma de pasar el tiempo sino algo imprescindible para vivir. De esa seguridad, avalada por tantas y agudas observaciones, el pato organiza su vida. Averigua también que el día y la noche se suceden ininterrumpidamente, que después del lunes viene el martes y que en verano hace más calor que en el invierno. Y evita la imprevisión que puede crearle muchos problemas. Pero estas conclusiones a las que llega no tendrían sentido si antes no se está convencido de que las leyes naturales son fijas y permanentes. Mal asunto sería si, después de demostrar algo, pensáramos que a lo mejor mañana ya no tiene sentido. A la naturaleza hay que suponerle la seriedad mínima de que nunca se va a caer la casa de abajo arriba sobre nuestra cabeza y que el trigo siempre pesará más que la paja. La ciencia es el más grande proyecto que puede hacerse, al suponer que las cosas se van a comportar de la misma manera que lo que ya conocemos. El principio que nadie se atreve a discutir es que en las mismas condiciones las mismas cosas se comportarán siempre de la misma manera. Ahora bien, el problema está en cómo demostrar precisamente esto porque justificarlo no es nada fácil ni convincente. El pavo, una mañana de diciembre, convencido ya de la fijeza del comportamiento, acude a la puerta a buscar la comida. Pero ese día, víspera de Navidad, en vez de alimentarlo, le cortan el cuello. Un razonamiento con premisas verdaderas ha llevado a una conclusión falsa, a pesar de haber tomado todas las precauciones posibles y haber evitado la precipitación en concluir. Esto demuestra la dificultad de encontrar la justificación de la certidumbre de que una norma permanente y segura rige el comportamiento de las cosas, a pesar de la necesidad de esta certeza para ir tranquilos por la calle o a recoger la comida. Si el pavo hubiese llegado a otra conclusión sobre la hora de la comida, habría dicho algo parecido a esto: siempre se come a las 9 de la mañana, salvo la víspera de Navidad de cada año en que esa acción se sustituye por la otra de cortar el cuello al pavo. Naturalmente en ese caso su comportamiento hubiera sido otro y habría buscado mecanismos para que no se cumplieran las amenazas. De donde cualquier individuo precavido entiende que es necesario que la ciencia acierte en sus previsiones y la conveniencia por tanto de revisar constantemente los fundamentos en que se apoya para asegurar sus afirmaciones para actuar de una manera o de otra. Es lo mismo para nuestra especie. Porque si hubiese sabido con seguridad científica que el comienzo del universo, mediante el Big Bang, fue hace 13.700 millones de años, siglo arriba o siglo abajo, en lugar, por ejemplo, del año 5210 a.X. que decía San Isidoro o del 22 de Octubre del 4004 al atardecer, también A.X., según aseguraba el clérigo inglés James Ussher, probablemente se hubiese comportado de otra manera. Algo así como el pavo. Publicado el día 21 de febrero de 2003.


99.- También se puede pensar legítimamente que de momento no habrá guerra en el sentido convencional de la palabra, salvo alguna escaramuza inevitable y necesaria, o que en todo caso ésta se iniciará, en el hipotético caso de que la haya, todo lo más tarde que se pueda ya que en una guerra intervienen demasiadas variables, muchas de las cuales es imposible controlar, y ello puede dar al traste con todo el montaje económico, político e ideológico puesto en marcha, como la propia experiencia del padre demostró; que lo que lo aquí produce beneficios electorales y económicos es la tensión político-militar creada como se pudo apreciar, por ejemplo, ganando las elecciones de mitad de legislatura; que nada de todo esto se hubiera montado si se previera una pérdida electoral; que por eso el mejor rendimiento de la susodicha tensión es aplicar la vieja teoría, sistematizada en la Edad Moderna por intelectuales como Maquiavelo o Bodino pero que se puede rastrear desde la antigüedad, que asegura las ventajas que tiene para el control interior de un pueblo buscarse un enemigo externo; que esta estrategia es tan conocida, tan primaria, tan simple y tan tosca que parece imposible que haya quien la utilice y quien se la crea, algo así como el castizo timo de la estanpita; que además en este caso la búsqueda de un enemigo se ha hecho de manera precipitada, como ha demostrado la crónica de cómo se decidió y perfiló el llamado eje del mal; que aquí se ha producido una inversión muy curiosa en el sentido de que los fracasos políticos y policiales (no encontrar al mulá y a ben Laden, el desconocimiento de los avatares del ántrax y las otras muchas incertidumbres que nadie ha aclarado) en lugar de estimular a la población a exigir responsabilidades, son utilizados por los políticos de manera confusa y publicitaria para mantener a la gente temerosa y controlada; que esto se hace, amparándose en el deseo natural que todos tenemos en situaciones límite de medicinas dramáticas y no remedios rutinarios aunque eficaces, que es lo que asegura Chimista, el personaje de la novela de Pío Baroja Los pilotos de altura; que, de acuerdo con esta teoría, de Chimista el aparato bélico tiene que estar contento de no haber encontrado a los culpables ya que, en caso contrario, la historia se hubiera resumido en un juicio más o menos complejo con inacabables recursos legales, de acuerdo con la normalidad procedimental de todos los procesos judiciales, y sin ningún tipo de descarga emotiva; que una prueba del deseo de seguir con esta marejada es la imprecisión y la vaguedad de las condiciones a que debe someterse Sadam porque ¿está previsto qué ocurriría en el caso de que se desarmara realmente y así lo certificaran los inspectores?; que nadie con pleno sentido común espere que Sadam esté dispuesto a desmontar todo su arsenal con trompetas, tambores y bandas de música, de la misma manera que siempre podrá argüir, cuando se le habla de la legalidad internacional, el ejemplo de Israel que, como todo el mundo sabe, nunca en la historia cumplió una resolución de Naciones Unidas sin que nadie con peso político mundial lo haya exigido o reclamado; que parece un poco simplista achacar todo el desaguisado al petróleo aunque sin duda también es un factor a tener muy en cuenta; que al mismo tiempo todo este lío ha dejado a un lado tantos otros problemas que lo son en realidad como el hambre, la miseria, el sida, y todas las negativas norteamericanas a colaborar con una mejor suerte en el mundo: desde la políticas de medio ambiente hasta la oposición al acuerdo sobre la venta de fármacos baratos a países pobres de hace unos días que, naturalmente, ha pasado desapercibida para la opinión pública; que... que... es una pena que lo que todo este montaje está produciendo es la continuidad de Sadam cuando cualquier inexperto en política internacional conoce de sobra las docenas de procedimientos que hay de quitar a un dictador sin sufrimiento de la gente normal para lo que no hay más que echar una ojeada a los comportamientos que ha tenido Estados Unidos en los últimos años... y que la única buena conclusión es que, ya puestos, se puede seguir con otros tiranos y dictadores cuya relación está en las páginas de cualquier periódico del mundo. Y el argumento definitivo es que resulta absurdo creer que no le es posible a los Estados Unidos, junto con todos sus aliados, incluida la OTAN, encontrar caminos para controlar a un país pequeño, por muy malo que sea su jefe, sin necesidad de lanzar una guerra con la saturación de dolor, sangre y angustia que ésta arrastra inevitable y estúpidamente.

Publicado el día 7 de Marzo de 2003.


100.- Carta al Redactor Jefe de Opinión Mi querido amigo, estoy seguro de que contigo, cuando las cosas son razonables, no existen problemas en subvertir el orden establecido en la organización de las secciones del periódico y que puedo utilizar como estrategia literaria para mi artículo convenido el formato de una carta. Pero es que no tengo más remedio que recurrir a este treta literaria, que en el fondo es una confesión. Verás. Resulta que el otro día escribías, con bastante justeza (que las cosas son como son) diciendo algo así como que es muy bonito hablar de literatura en el periodismo cuando se hace desde la perspectiva del colaborador que escribe en su casa con todas las circunstancias a su favor pero que, como ocurre con los sudores de la fogata o la pringue de las perolas en los buenos restaurantes, nadie se acuerda de quien en la redacción de un periódico tiene el arisco y tedioso oficio de redactar notas oficiales que, además, luego no puede publicar en un libro elegante y exitoso. Tienes toda la razón porque, aunque es imprescindible, como ocurre en todos los oficios, que alguien corra con la carga de los cantes para atrás, no deja de ser incómodo para los profesionales que luego vayamos los colaboradores y carguemos con lo bonito de la fiesta. Por mi parte te confesaré que, en los casi veinte años que llevo colaborando con vosotros, he sido consciente de esa ventaja y, aunque vuestro trato ha sido exquisito, siempre me ha pasado por el corazón un cierto viento de intruso, que, estoy seguro, me sabréis excusar. Yo creo que a los colaboradores que, además nos jactamos de serlo, nos debíais de condenar, cuando menos como penitencia, a pasar más de un rato redactando noticias oficiales, corrigiendo erratas e improvisando editoriales para que acertemos a comprender, que, como dice Sancho, las obras que se hacen apriesa nunca se acaban con la perfección que requieren. Déjame, de todas formas, que por esta vez te haga llegar el único y pequeño inconveniente que tenemos quienes seguimos la rutina de la colaboración. No es por supuesto nada importante y seguro que de escaso interés, pero a mi ahora, cuando estoy escribiendo esto, me está cociendo y complicando el alma. Y no es que me falten temas para que me provoquen una reflexión. Incluso, si no los tuviera, los cientos de artículos que he publicado en Diario Córdoba me han proporcionado oficio suficiente para enjaretar en un rato un texto más o menos feliz. (Precisamente este artículo hace el número cien de esta serie). No, no es que me falten temas de actualidad, de esos que pasan algo desapercibidos (el debate sobre la propiedad intelectual, la configuración de Europa, la imagen negativa de los tiburones o la transpiración masculina, por citar un poco al azar algunos ejemplos de diferente significado y trascendencia). O reflexiones más teóricas, aparentemente intemporales, que son de permanente vigencia en el espíritu humano. Fíjate que, como sabes que a mi me gusta alternar textos más graves con otros aparentemente más livianos, había pensado comentar la sonrisa irónica y placentera que me había proporcionado la noticia aparecida en el prensa de que el Ayuntamiento de Roma ha decidido convocar oposiciones para todos aquellos que quieran pasar como centuriones romanos ante las visitas de los turistas. El problema sin embargo viene ahora. Si te fijas en el tiempo que va a transcurrir entre la tarde de hoy lunes, cuando escribo esto, y el viernes por la mañana en la que aparecerá el artículo, sabes que han podido pasar acontecimientos tan importantes que en ese momento a nadie le importe un bledo ni lo de la propiedad intelectual, Europa, los tiburones o la higiene (aunque lo de los centuriones no creas). Imagínate que para entonces Sadam ha decidido dimitir y estamos todos tan contentos que ni el descubrimiento de América (sobre el que tengo leído, y no renuncio a referirlo, que en aquella ocasión el papa Alejandro VI, para celebrar el acontecimiento, mandó barrer las calles de Roma). Pero, si por el contrario, en ese momento la guerra ha comenzado y nos estamos hartando de ver a personas sufriendo, rotas o llenas de sangre, ¿puede haber alguien a quien le interesen algo de eso?. De males de daño que vienen de la mano del Altísimo y males de culpa que vienen y se causan por nosotros mismos habla Cervantes en El coloquio de los perros por boca de Berganza mientras éste narra sus aventuras. Y en esa circunstancia, amigo Manolo, a uno no le queda más opción sensata que callarse. Publicado el día 21 de Marzo de 2003.


101.- ¿Un sensor para la oxitocina? Dice uno de los pensadores más importantes de esta época, el alemán Ulrich Beck, que una o quizá la más significativa característica del mundo en el que estamos es que vivimos en un sociedad del riesgo y que cómo gestionar o qué hacer para salvar esta situación es la tarea más principal de que nos toca ocuparnos a las generaciones de seres humanos que andamos por estos lares. No quiere decir esto desde luego que el tiempo actual sea más peligroso o tenga que asumir más riesgo que el de las épocas pasadas. Es conocido de todos la cantidad de dificultades y peligros graves y definitivos que acecharon a nuestros antepasados: cualquier peste se podía convertir en una pandemia en menos que canta un gallo y, además de otros males sin fin, las cuentas de la demografía se tornaban, como dice el romance, desvaídas. A lo que se refiere este ilustre filósofo es a que por primera vez y de manera radical está cambiando el carácter de los de los peligros que tenemos que afrontar, entre otras cosas, porque las amenazas que ahora nos acechan proceden menos de causas naturales que las incertidumbres que genera nuestro propio desarrollo social y por tanto el de la ciencia y la tecnología. En el social, viene a decir, pensemos en el matrimonio a modo de ejemplo y veremos que mientras antes era una situación bastante permanente y duradera, hoy los índices de divorcios o el número de personas que cohabitan sin casarse advierten a cualquier persona que piense en una relación estable con otra de la existencia de bastantes riesgos. Y en el ámbito de la ciencia y la tecnología son evidentes las amenazas que se derivan casi automáticamente de nuestra propia acción humana. Estamos por tanto, a juicio de Ulrich Beck, en una especie de espiral en la que hacemos el al mismo tiempo el papel de agentes y pacientes, de sufridores y de promotores de una situación no ya insegura sino tramposa y altamente arriesgada. Es la casualidad o la paradoja de una especie de juego de averiguar lo del huevo o la gallina, que a más tecnología más riesgo y, por el contrario, a más peligro, más tecnología. Total, que al fin y al cabo, es como una noria o un laberinto del que ya no podremos salir, salvo que por un milagro de la naturaleza volvamos a la prehistoria y empecemos a andar por los árboles. Como ejemplo significativo de este desarrollo de control del riesgo tenemos a la vuelta de la esquina una nueva técnica, que seguramente será de las que más revolucionen y modifiquen los esquemas vitales. El caso es que en estos próximos días, de acuerdo con informaciones de prensa, unos cientos de científicos de todo el mundo van a debatir en Córdoba sobre una técnica, llamada NIR, que califican como instrumental analítica y que consiste, según dicen los periódicos, en un haz de luz que dirigido sobre cualquier objeto informa sobre su composición, lo que permite conocer no sólo las proteínas o la humedad que contiene sino, además, (y esto es o más atractivo para los legos) permite descubrir si un queso es puro de oveja, un jamón es de bellota o un aceite virgen extra y hasta su denominación de origen. Los consumidores tendrán un sensor para saber lo que compran, dice la profesora Ana Garrido por lo que es de suponer que muerto el perro, se acabó la rabia, es decir, que con sensor en el bolsillo se acabaron los fraudes. Incluso, como ocurre con esos indicativos que se exhiben en algunos edificios para simular que hay colocada una alarma, no hará falta siquiera andar con el sensor a cuestas. Bastará una simple amenaza (¡que traigo el sensor!) para estar tranquilos de que somos atendidos y atendemos como debe ser. De nuevo el juego de la solución y el riesgo que nos atenaza y nos empuja adelante. Porque seguro que a más de un romántico este artilugio, que sin duda va a modificar sustancialmente las relaciones no sólo comerciales sino también las sociales, le va a parecer una triste mecanización de la vida. Perderemos para siempre la expectativa emocionada de cómo nos saldrá el melón o la sandía que acabamos de comprar. Pero lo peor es lo de la oxitocina: cariño, me quedan cinco meses, tres semanas y dos días de amores. Ya lo dijo don Ramón de Campoamor: ¡Quién de su pecho desterrar pudiera / la duda, nuestra eterna compañera!. Publicado el día 4 de Abril de 2003.


102.- El dilema del prisionero El enigma clásico de los libros de filosofía política, desde luego complicado y difícil, para quien tenga ganas de reflexionar con rigor un rato sobre asuntos relacionados con la convivencia, la solidaridad, la colaboración o la desconfianza entre los seres humanos es el siguiente: a X, que está incomunicado en una cárcel y condenado a treinta años, le ofrecen la libertad a cambio de denunciar a Y, que está en idénticas condiciones. A su vez a éste, Y, le ofrecen lo mismo. Y a ambos les aseguran que, en caso de que ninguno acuse al otro, los dos saldrán libres pasados doce meses pero que, si ambos se acusan, cumplirán una condena de quince años cada uno. El problema, que se transforma en dilema personal para cada uno de los prisioneros al tener que optar entre acusar o no al colega de situación, es un símbolo de la complejidad de las relaciones entre la gente y plantea fundamentalmente dos cuestiones de fondo de razonable trascendencia. La primera es la pregunta sobre qué beneficia más a los protagonistas de la historia si la cooperación entre ellos, en cuyo caso estarán doce meses más en la cárcel, o la denuncia al otro en la que desde luego arriesgan muchos años de cárcel pero, a la inversa, puede salir inmediatamente en libertad uno de ellos, el que acusare al otro, si es que esto ocurre, sin ser acusado a su vez. Lo que, referido o trasladado con carácter universal a cada uno de nosotros como miembros de la sociedad, de un grupo social, nos llevaría a proponer lo que algunos dirían la pregunta del millón: para que todos seamos más felices ¿qué es más rentable la cooperación, con la incomodidad cierta que ello suponga, o la competición?. Dicho de otra manera, nos preguntamos si las cosas nos irán mejor a todos y a cada uno con una sociedad que podemos llamar cooperativa o con una que calificaríamos como competitiva; es decir, si, como explica Peter Singer, hay que actuar como, por ejemplo, en Estados Unidos donde el instinto personal por alcanzar la riqueza material y por llegar a la cumbre se reconoce por lo general como el objetivo de todo cuanto hacemos, o, tal vez por el contrario, como podría ser Japón donde la gente tiende a una mayor orientación colectiva y es mucho menos probable que se abran paso a codazos. Parece claro que de la decisión que tomemos sobre una u otra alternativa dependerá el derrotero que tomemos para el desarrollo de cada uno y de todos nosotros. Esta es la pregunta clave que, con unas u otras palabras, nos estamos haciendo los humanos a la altura de este tiempo y estos años, y cuya respuesta a fin de cuentas dirige el debate político, social y económico. Por supuesto que sociedades puras de uno u otro tipo, sólo competitivas o únicamente cooperativas, no se dan en ningún sitio, aunque modelos de este último tipo sí ha habido en la historia en comunidades no excesivamente numerosas y con civilizaciones cerradas, pero lo habitual es que se dan en mayor o menor grado en todas partes factores de uno y otro tipo. También hay que reconocer que cada vez se impone con más fuerza, por la influencia del llamado mundo occidental, una mayor presión competitiva que a todos nos fuerza y en la que, al mismo tiempo, colaboramos en mantener y hasta aumentar. Por eso la cuestión a plantear, ya que en todo grupo social hay valores y signos de ambas, es en qué proporción deban darse elementos de uno u otro tipo o modelo de sociedad para conseguir los fines de felicidad propuestos. La segunda cuestión que está incluida en este enigma o pregunta hace referencia a una duda de fondo que subyace en la conciencia a la hora de tomar una determinación: si fiarse o no del otro, de los otros. Incomunicado como está el prisionero, desconoce por completo las intenciones del colega y esa incertidumbre es lo que le hace más dramática la situación y la respuesta que tiene que dar a sus guardianes en la cárcel. El llamado dilema del prisionero es un ejemplo práctico, ya clásico entre los analistas, que presenta una situación simulada. Formulado de diferentes formas, ésta es una de las más sencillas. Y remite a dos cuestiones previas y básicas para nuestra supervivencia: cómo relacionar el altruismo con los principios ciertos de la evolución, y cómo elaborar una concepción eficaz de la ética que no se apoye en discursos morales rutinarios sino que plantee la cooperación como algo obligatorio e imprescindible para la especie humana, como la única forma posible de amar a los otros, a todos. Publicado el día 2 de mayo de 2003.


103.- La otra corrupción Las elecciones, cualquier elección es siempre un asunto que hay tomar muy en serio por las múltiples consecuencias que se derivan de su celebración. El ejercicio de un acto social, y especialmente político, como éste requiere dejar a un lado todas las bagatelas, cualquiera que sea el asunto a votar. El tono mayor o menor de esa seriedad le viene, como es natural, de lo que se trate de poner en cuestión pero es desde luego una triquiñuela muy singular inventada por la imaginación de los seres humanos para poder llegar a acuerdos democráticos efectivos dentro de una sociedad o un grupo social. Y aunque el asunto a dilucidar fuese algo baladí o insustancial, el rigor del procedimiento es tan respetable como son las reglas de cualquier juego al que nos apuntemos. El carácter de singularidad democrática le viene del hecho de que es una forma peculiar de llegar a acuerdos comunes en una colectividad pero no es la única y puede que ni la mejor modalidad democrática. Conviene en este sentido, cuando hablamos de democracia o utilizamos ese término a un cierto nivel de reflexión, tener presente de alguna manera, para ser más precisos, que, si la entendemos como un sistema cuya finalidad es llegar a acuerdos y obtener decisiones colectivas entre unos y otros, fundamentalmente hay tres clases de democracia o, mejor, tres modos básicos de gestionar las resoluciones generales. Porque a fin de cuentas ni todos los procedimientos democráticos poseen las mismas virtualidades ni tienen los mismos fines ni sirven para lo mismo. Estos modos son: la negociación, en la que se actúa como en un mercado en el que se intercambian propuestas, promesas, renuncias y toda clase de artefactos verbales para ganar la partida; un segundo modo de democracia denominada como deliberativa viene a ser como el intercambio de puntos de vista mediante foros y debates públicos con la intención de convencer a los adversarios de la bondad de lo que cada uno propone o piensa; y la tercera se llama la votación y, como su nombre indica, consiste en la suma de posiciones de cada persona o grupo para deducir de la mayor concurrencia de opiniones la opción ganadora Sobre cada de los tres sistemas o procedimientos se dan las opiniones más variadas en cuanto a su validez, conveniencia e incluso legitimidad pero la verdad es que a fin de cuentas tienen, las tres, la enorme virtualidad de resolver la notable diversidad de puntos de vista, de opiniones y de intereses que tenemos ante cualquier cosa de la vida pública que se ponga delante de nuestra consideración. En el caso de la votación, algunos dicen que en el fondo esta forma de ejercer la elección pública es el síntoma de un fracaso comunitario ya que lo razonable sería llegar a acuerdos en los que primaran el convencimiento de todos y cada uno de los afectados adquirido mediante la deliberación y el análisis conjunto. Otros por el contrario aseguran que si hemos tardado siglos en ponernos de acuerdo en si es el Sol el que se mueve o somos nosotros, mal nos iría en la vida a resultas de los acuerdos que tuviésemos que confirmar. Al margen de las discusiones teóricas, las votaciones en las sociedades modernas, como todo el mundo sabe, tienen efectos legales y comprometen al sistema y por tanto a los gobernantes, lo que no ocurre con la deliberación ni en la mayoría de los casos con la negociación. De todas maneras la votación como instrumento de toma de decisiones políticas ofrece algunas insuficiencias que, llevadas hasta cierto límite, pueden deslegitimar el sistema. La más significativa es la abstención, la renuncia a su ejercicio, porque falsifica los resultados respecto a las verdaderas preferencias, a lo que en verdad quiere la gente. A su vez el sujeto llamado a votar se enfrenta a dos cuestiones, una ética y otra política en las que se ve cómo la utopía supone, en muchos casos, una de las peores trampas para la especie humana. Porque no votar hasta que los demás sean perfectos es desde una perspectiva ética una posición objetivamente corrupta, y políticamente la renuncia a tener derecho a exigir después a los gobernantes cualquier demanda. Es un error considerar que sólo a los que tienen responsabilidades públicas les obliga el conciliar la moral y la política cuando ésta es una obligación de todo ciudadano en el momento en que ejerce una acción política, como es el caso de la votación. Es simplemente ponerse fuera de juego.

Publicado el día 16 de Mayo de 2003


104.- Reir Aunque a primera vista pueda parecer extraño, la verdad es que en algunos aspectos la risa tiene mala imagen, mala prensa, baja consideración social y hasta llega a ser considerada peligrosa. Ello no significa que no se oigan carcajadas por un lado o por otro, o que hayamos dejado de reírnos pero hay que reconocer que a mucha gente la risa, en según qué condiciones, circunstancias y personas, le da mala espina. Y es que mientras en unos casos resulta ideológicamente sospechosa, en otros, tal vez por su carácter ruidoso, al menos está catalogada como mala educación. A la risa no le ocurre lo que a la expresión de otros sentimientos, emociones o pasiones. Uno puede poner en público desde cara lánguida de enamorado hasta expresión de aburrimiento, incluso llorar, (esa moda nueva que parece en los últimos tiempos un comportamiento obligado por quien se precie) que en ningún caso sufrirá la censura de los demás ni será reconvenido. Pero en seguida sufrirá cuando menos la mirada acusadora si empieza con risotadas en público. No te dejes poseer por una risa incontenible, aconsejaba Pitágoras a sus discípulos. Emilio Temprano en un libro titulado precisamente El arte de la risa enumera una larga relación de textos en los que desde el Eclesiastés hasta los últimos reglamentos sobre sermones (en los que deben evitarse las risas, las gracias y los donaires) la risa casi está demonizada. Y hasta hemos interiorizado de manera esa valoración crítica que escasas veces incluimos los momentos de risa a la hora de revivir aquellos recuerdos más significativos de nuestra vida, sin caer en la cuenta de esa pregunta tan elemental, sencilla y conocida de Montaigne cuando en los Ensayos plantea si hay algo tan resuelto, desdeñoso, contemplativo, grave y serio como el asno Aunque también es justo reconocer, dice Emilio Temprano, casos como, por ejemplo, la risa pascual, un rito que desde el siglo XIV al XVI formaba parte de la liturgia de Pascua. Ya se ha hablado demasiadas veces, por supuesto sin éxito ninguno, de las ventajas terapéuticas de la risa y de la importancia que se derivarían de esa práctica, que como el pan de los recién nacidos, trae efectos saludables y además no tiene contraindicaciones. Expertos afirman que puede ser posible incorporar la risa a nuestras actividades diarias, de la misma forma que hacemos con otras tareas sanas para el corazón, como subir por las escaleras en lugar de coger el ascensor. (A lo mejor por eso de siempre los filósofos se han admirado de cómo el reír es una actividad exclusiva de la especie humana sin darse cuenta de que los animales no la necesitan porque no sufren estrés). Pero el asunto más importante a favor de la risa es otro, es ideológico o, si se quiere, teórico. Porque la sonrisa es siempre la crónica de un momento agradable, de felicidad o, cuando menos, de satisfacción y gusto, debería ser considerada como un objetivo y un proyecto con presencia permanente en nuestra vida. Payasos Sin Fronteras va a solicitar a la Unesco que declare la risa "un derecho fundamental del ser humano", explicó su presidente, Pepe Viyuela, que reconoció que se trata de "una iniciativa loca, pero apostamos por las Naciones Unidas para crear un mundo mejor". Al presentar la campaña La risa es Patrimonio de la Humanidad, subrayó que más que algo burocrático, lo importante es que la risa no sólo sea fomentada, sino protegida y propiciada. Argumentó que la risa "desbloquea, permite dialogar, poder vivir con respeto, con dignidad y acercarse con algo más que un fusil". Dentro de la campaña se prevé la creación de un banco de risas, que podría considerarse "absurdo, pero más lo es una guerra", explicó. Bien es verdad que la propia vida impide muchas veces la risa y la hace un bien escaso pero sin embargo, elevada a la categoría de derecho humano, ofrecerá muchas facilidades para conseguirla, tanto por su bajo coste como por la accesibilidad de cualquiera para provocarla. El inconveniente mayor quizá será en que al mismo tiempo se transforma en una obligación general y aquí no es tan fácil encontrar las excusas para no promoverla como ocurre con los demás derechos humanos. Pero a lo mejor es suficiente con que todos tengamos un poco menos de mala sombra. Publicado el día 30 de Mayo de 2003


105.- La oposición Dice la teoría que uno de los signos más precisos para acreditar si un sistema político puede considerarse como verdaderamente democrático y no una vulgar chapuza, amparándose en la moda al uso, es la existencia dentro del procedimiento de lo que se llama la oposición, un concepto escasamente definido pero que, al utilizarlo, todos sabemos de lo que estamos hablando. Recordaba en este sentido Andrés Ortega en el diario El País hace unos días el famoso reclamo de uno de los pensadores más respetados, Ralf Dahrendorf, cuando insistía en que la democracia muere sin oposición, lo que significa que el que ésta esté presente o ausente es la prueba del nueve definitiva para legitimar cualquier colectivo que se precie de democrático. País o sociedad sin oposición es una entidad, sin más precisiones, totalitaria. Pasa en esto como en tantas otras cosas de la vida (el amor, la lealtad, los compromisos...) en las que necesitamos utilizar ensayos y evidencias para reconocer como tales lo que dicen ser. Por supuesto que hay muchas modalidades del ejercicio de esta actividad pero las unanimidades absolutas (lo que se llama el voto a la búlgara) no sólo producen hilaridad y carcajada sino que son sospechosas y claramente ajenas a lo que aseguran ser. Bien es verdad que a los griegos no se les ocurrió institucionalizar esta tarea pero la muchedumbre de filósofos, sofistas y oradores que intervinieron en los asuntos públicos ya se encargaron de llevarla a cabo con eficacia. Sin embargo frente a la teoría, que en el fondo se queda en los libros y apenas llega a manifestarse a la opinión pública, en la práctica la oposición no es considerada sino como algo folklórico, una especie de sarampión obligado, un peaje que hay que pagar y sufrir como resultado de que no todos pueden ganar, un colectivo que está para incordiar, dar la lata y hasta tensionar el ambiente cuando le interesa. Ello es así porque habitualmente la ejerce quien ha perdido previamente las elecciones Por eso tienen tendencia los gobiernos, de cualquier signo y nivel en el ámbito de gestión de la Administración, a menospreciar a los miembros de la oposición, viendo en ellos a unos políticos vencidos, aplastados en unas elecciones y con el síndrome de la derrota marcado en la frente. Y en algunos casos con un punto de resentimiento, en especial cuando las expectativas con las que se jugaba se han quebrado del todo. El tema sin embargo de la oposición como teoría política necesita ser reivindicado urgentemente no sólo por ser el requisito para entrar en el club de los demócratas sino porque de su buen funcionamiento depende la salud de la cosa pública, de los asuntos generales, algo que muchos ponderan pero que, como en tantas otras cosas, acaban siendo sólo palabras vacías, dichas únicamente de boquilla o de puertas para afuera. La oposición tiene una doble carátula de presentación. Una, política y otra institucional. La primera viene determinada por el debate que todo grupo social tiene cuando se ponen delante las diversas alternativas para evitar la unilateralidad de un único punto de vista. La institucional, que requiere con urgencia ser regulada, es la actividad encargada por ley de controlar la acción de gobierno para que ésta sea bien gestionada y no suponga abuso de poder. Al mismo tiempo debe ejercitar de transmisor de las quejas, iniciativas, sugerencias y críticas que los ciudadanos querrían decir a quien gobierna, y proporcionar a los ciudadanos las informaciones y los informes que éstos requieran. Yerran gravemente por eso, política y reglamentariamente, los gobiernos de las comunidades, públicas y privadas, cuando se niegan a atender a los requerimientos de la oposición a la que tienen obligación de responder escrupulosamente porque, si bien ésta no forma parte del gobierno, sí está en el poder y por ello tiene que influir en la acción pública. La interpretación que hoy aceptamos sobre las votaciones es que opción que acumula más votos decide que el partido A ejerza la labor de gobierno, ejecutando su proyecto político, y que el partido B se ocupe de la otra cara de la moneda, la oposición. Mientras esto no quede claro para todos con todas sus consecuencias y sigamos jugando con el equívoco del triunfo y la derrota, quedará incompleta la democracia, al menos en el punto de uno de sus tres principios básicos que es el respeto a las minorías. Publicado el día 13 de Junio de 2003.


106.- Sobre los pactos municipales Hay gente a la que le produce desazón lo que podríamos llamar el aparente desbarajuste ideológico de los pactos municipales. Acuerdos que teóricamente no parecen lógicos pero que se llevan a cabo sin mayor problema contribuyen de una u otra manera a crear un cierto mal sabor de boca, sobre todo, a los dirigentes de los partidos que ven cómo se quiebra, más allá de lo que creen razonable, el principio de autoridad, al no aceptar las agrupaciones de los pueblos los acuerdos que ellos han firmado con carácter general. Pero, si bien se mira, esa realidad tiene una lógica interna verdaderamente coherente. Lo extraño hubiera sido precisamente que los pactos aprobados en la altura jerárquica de los partidos se hubiesen cumplido a rajatabla en todas las poblaciones. Dos son fundamentalmente las razones por las que los militantes de un partido político, el que sea, se ven obligados a cumplir fielmente el mandato de sus líderes a la hora de los referidos pactos municipales. Una ideológica y otra, disciplinaria. La primera hace referencia a la lógica coincidencia que se tiene que dar en el planteamiento doctrinal entre los militantes dentro de un mismo partido. La otra simplemente al principio de orden aceptado en toda organización. Pero sobre la consistencia de cada una conviene proponer algunos matices. En lo referente a la coincidencia ideológica dentro de un mismo partido político parecería que no hay mucho que objetar pero la realidad, como tantas otras veces, desborda la teoría por muy coherente que ésta pudiera parecer. En primer lugar porque resulta difícil que, más allá de los grandes y supremos principios que sustentan a cualquier partido, todos sus militantes tengan las mismas convicciones y los mismos pensamientos. Es imprescindible tener presente los motivos que llevan a una persona a afiliarse, a militar en una concreta formación política y no en otra. Porque no es tan simple eso de que soy de derechas o de izquierdas y por esa razón sin más me decido. Como en todas las otras decisiones que tomamos en la vida, en la determinación personal de tomar partido, nunca mejor dicho, por una u otra formación intervienen muchos factores sicológicos, sociales, económicos y hasta temperamentales. Y con todos ellos hay que contar. En segundo lugar en necesario señalar que tampoco, más allá de los principios, los partidos tienen una gran preocupación ideológica con sus militantes como lo muestran, por ejemplo, el escaso interés que por el contenido de las ponencias tienen quienes asisten a los congresos o las raras iniciativas que se toman para la formación ideológica de los militantes. Una tercera matización es que tampoco son tantos los debates ideológicos que se plantean en un ayuntamiento, aunque haya sin duda alguna que otra vez sus más y sus menos. Allí ni se discute sobre el aborto, ni las leyes de educación o las pensiones, y la experiencia demuestra sobradamente que caben consensos generalizados en temas como el PGOU o el desarrollo industrial. En cuanto a lo de la disciplina, no toda orden, que además quiebra la iniciativa, la autonomía, las vivencias y la idiosincrasia de una agrupación, tiene siempre sentido. Los partidos, como todo el mundo, están llenos de tópicos que se repiten una y otra vez, y que generan problemas artificiales, sin que nadie se encargue de contrastarlos. No olvidemos que del vecino de enfrente, que milita en un partido diferente del nuestro, sabemos muchas cosas como para después entregarles o quitarles nuestra confianza política que al final acaba siendo política y personal. Por eso parece extraño que los llamados aparatos de los partidos, sin duda sus autoridades legítimas, no se fijen en las múltiples y complejas razones que dan origen a las relaciones sociales y a los matices de convivencia que encierra cada militante y cada colectivo, (más presentes cuanto menor es la demografía, el número de habitantes, en una localidad) y se dejen arrastrar por un mimetismo nada creativo y ajeno a lo que es la vida misma. Con un planteamiento centralista que seguramente contradice sus propios estatutos. Todo esto no significa en ningún caso que deban suprimirse los pactos. Seguro que tienen sentido. Pero quizá deberían ser simplemente indicativos y dejar que, además de la ideología y la disciplina, se tengan presentes las personas ya que quienes conviven conocen mejor que nadie dónde en verdad está cada uno. Publicado el día 27 de Junio de 2003


107.- Si merece la pena discutir Si nos referimos a las diferencias de opinión que tenemos unos de otros según el carácter, la historia personal y la experiencia de cada uno, podemos agruparlas y clasificarlas básicamente en tres actitudes. Una primera se da en aquellos que cuando descubren que los demás no sólo piensan de otra manera sino que, y esto es lo peor, están convencidos de sus creencias, intentan aplastarlo como sea. Lo que Savater llama la ética del combate, que consiste en crear artificialmente una sociedad dual, en la que el objetivo acabe siendo que una concepción del mundo destruya a la otra, de manera que únicamente quede una verdad. Es éste un talante fundamentalista, que está motivado por la propia inseguridad. Se supone en este caso que la verdad sólo tiene una cara y que por tanto su revés es la falsedad y el engaño. Y concluye de esta visión de la realidad la necesidad de salvar como sea, incluso en contra de su opinión, a quien ha caído en estas redes malignas. Una segunda posición, más suave que la anterior y que utiliza modelos propagandísticos, consiste en intentar cambiar el pensamiento de los demás, tratando de convencerlos mediante sistemas y procedimientos convencionalmente aceptados. Y se hace mediante la discusión y la propuesta de argumentos y estrategias de persuasión que va desde un encogimiento de hombros que, como dice un filósofo francés E. M. Cioran, destruye todas las verdades, hasta el uso del latazo de las argumentaciones. Es lo que algunos llaman el pensamiento compartido que es la forma como los griegos antiguamente desarrollaban sus teorías. Este "pensamiento compartido" es el pensamiento más antidogmático porque está fabricado entre amigos, entre quienes a través del diálogo contribuían a las respuestas sobre la verdad, la justicia, la virtud o la belleza. Y contribuyen verdaderamente a construir para todos una visión del mundo y de las cosas creativa y salvadora. Sin embargo este juego de discutir para analizar algunos de los problemas más importantes que se le presentan al hombre en la vida, desde hace muchos siglos ha llegado a tal grado de perfección, que se ha convertido en una ciencia en sí misma que se llama la dialéctica. En la Edad Media era una fuente de sabiduría y las inteligencias más preclaras ocupaban, a veces, su tiempo y sus ocupaciones en responder a cuestiones bastantes sutiles. En el siglo XII, por ejemplo, en el que había como dos partidos científicos, los teólogos y los dialécticos, éstos últimos se ocupaban en ver cómo se pueden responder a cuestiones como ésta: cuando un cerdo es conducido al mercado, ¿es el hombre o la cuerda el que lo sujeta?; o ésta otra: cuando se compra una capa completa, ¿se compra también el capuchón en sí mismo?. A la vista de temas de este calibre, una primera lectura precipitada puede dar la imagen errónea de superficialidad pero ello es más aparente que real. Porque estos razonamientos, que fueron extraordinariamente famosos en los círculos de estudios superiores de la época, llamados gualídicos por el nombre de su inventor Gualón, respondían a asuntos tan definitivos como los límites de la voluntad y la decisión humana o al alcance su libertad. No es intrascendente lo que se conteste si es la cuerda la que dirige al animal o el libre albedrío del hombre, aprisionado o no por la cuerda porque la respuesta incluye, por ejemplo, la culpabilidad ya que si es la cuerda la que en verdad arrastra al cerdo, se podría entender que el hombre no es culpable de robo si es que el cerdo no fuera suyo. Y no sólo los grandes científicos se ocupaban de estas cuestiones sino que con unas u otras palabras muchos aficionados pasaban el tiempo discutiendo sobre ello. Claro que alguno podría argumentar que en una época en la que no había televisión y ni siquiera radio no tenían otra forma de entretenerse, lo que es una falacia que podríamos también discutir. Finalmente hay una tercera posición que es la de aquellos que en absoluto tratan de convencer a nadie de nada, que no desean sacar a nadie de sus convicciones, gente que o bien entiende y acepta de verdad que cada uno es libre de pensar lo que considere razonable y cree que ese derecho es inviolable; o bien desconfía de la utilidad del esfuerzo en convencer a nadie. A lo más quienes adoptan esta actitud esperan que un milagro envuelto en un sueño, y quizá de tan pocas horas como el de don Quijote de la Mancha, les haga entender a los demás que ya no son sino simplemente Alonso Quijano o que alguna vez se llegue a descubrir un procedimiento convincente que permita descubrir el gran problema metafísico de cuándo un defensa le ha dado con la mano de verdad con intención al balón. Aunque vaya usted a saber. Publicado el día 11 de julio de 2003.


108.- Lo que no tiene solución O casi. O a lo mejor. O tal vez. O nunca. O más adelante. O ya veremos. O vaya usted a saber. No son los terremotos, los volcanes o las enfermedades que en muchos casos apenas abren una puerta a la esperanza y que lo único que nos permiten es, si acaso, atemperar o aminorar sus efectos. Ni tampoco las limitaciones que nuestra condición humana tiene, desde la muerte segura hasta una determinada percepción del tiempo o del espacio. Me refiero, al hablar de cosas que no tienen solución y de las que sentimos el peso angustioso de la rebeldía o la desesperanza por la impotencia que producen, a aquellas situaciones angustiosas y desgraciadas de las que nos da la impresión que son resultado de alguna manera de nuestra voluntad libre colectiva. Y este singular detalle permite que nos imaginemos que no tendrían qué ser necesariamente como son. Si están mal y somos nosotros lo que los hemos provocado, pues que se arreglen y ya está. La doctrina oficial que recibimos desde pequeños en el proceso de socialización nos pinta un mundo tan perfecto que llegamos a creer que los sistemas son frágiles y que pueden ser removidos, modificados, transformados y mejorados. Luego, a medida de que nos vamos informando mejor de los que hay detrás, de la trastienda, normalmente en forma de intereses concretos y determinados que lo impiden, vamos descubriendo que hay demasiadas cosas irresolubles y que por más que soñemos o deseemos que se arreglen, son más numerosas las que poseen el dudoso rango de no tener salida ni arreglo. Y aunque la lista es larga y se puede formar con los periódicos de cada día, vayan estos ejemplos, entre otros muchos, para saber de qué estamos hablando. (El hambre) El caso es que, según el informe anual del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), presentado hace unos días en Irlanda, al paso que va su desarrollo, el África subsahariana no conseguirá reducir su nivel de pobreza extrema hasta el año 2147, más de un siglo después respecto a las proyecciones internacionales. (La injusticia) El caso es que hace unas semanas una persona ha muerto a consecuencia de un hecho delictivo que había denunciado 54 veces, sin que ello haya servido absolutamente para nada. (La especulación y el deterioro ambiental) Y el caso es que en Marbella han sido impugnadas 139 licencias que suman unas 10.000 viviendas y no se ha paralizado ninguna obra, lo que supone, al decir de la prensa, que el Estado no llega a Marbella y que, si no se remedia pronto, se convertirá en un territorio de alegalidad donde se obtienen plusvalías gigantescas mediante un fraude de extraordinaria magnitud económica. El problema de fondo es que aunque parezca que estos hechos sociales, y de manera derivada morales, dependen de la voluntad humana y que por tanto pueden ser solucionados con más o menos dificultad, la realidad es que nunca ocurre así. ¿O acaso alguien piensa que alguna vez desaparecerán las mafias, el dinero negro, que todo el mundo pagará el IVA?. Pero si son producto de nuestra libertad colectiva, ¿cómo siguen, y seguirán, vigentes?. Es el sistema el que lo impide y el sistema es todos y cada uno y nadie. Por eso nadie se excusa, nadie pide perdón, ni siquiera en una época en la que esta escenografía está de moda. La desesperación es desde luego peligrosa. Por eso tendemos a soltarla envuelta en celofán de palabras dulces y horizontes despejados. Y la adobamos con la teoría de la doble vuelta (que tal vez sólo sea una forma sutil de venganza con lo de que ya pagarás). Borges llegó a trasladarla literariamente a un concepto del mundo en el que rige un sistema infinito de compensaciones, por lo que sus personajes obran mal para que al otro lado alguien lo tenga que hacer necesariamente bien. Todo teorías, justificaciones, bálsamos o consuelos como aquello de que en el futuro las cosas genéricamente irán poco a poco a mejor. Analgésicos. Pero a veces también es bueno y necesario dejar constancia de la desesperanza y la desesperación. Savater propone que un manifiesto pesimista, desde la aceptación trágica de lo que somos y podemos, puede empujar hacia arriba. Ni siquiera así. La impotencia pura y dura. Aunque sea verano y el pensamiento único asegure de manera terminante que, al menos en esta época, sólo existe el placer y el bronceado. Publicado el día 25 de Julio de 2003.


109.- La lotería de Navidad Silenciosamente, sin alboroto ni cascabeles, se nos ha colado en pleno verano la publicidad de la lotería de Navidad. Nuestras calles y nuestras plazas se han llenado de carteles en los que se nos recuerda que existe esa tal lotería, que no es un puro imaginario, que ya está viva y nacida para el presente año del Señor 2003 y a disposición de quienes deseen dejar resuelto de momento la parte correspondiente a la liturgia de esta tarea en lo tocante al veraneo, que poco a poco se está convirtiendo en el primer tiempo del sorteo navideño. El diseño publicitario es desde luego sobrio y a lo mejor pretende ser consistente: ha dejado fuera las serpentinas, el champán y demás zarandajas navideñas, incluyendo la nieve y el frío, y oferta un mensaje de traje y corbata, de seriedad total. Se desconoce si, pasados unos días, se iniciará otra campaña sobre la lotería llamada de El Niño ya que entre ellas no media mucho tiempo y ésta última posee la circunstancia de ser la compensación o paño de las lágrimas de la navideña. El intríngulis a nadie se le oculta, (al fin y al cabo la lotería es un tema del que todos somos ampliamente conocedores, en especial de la navideña) y está en la movilidad que desde hace mucho tiempo alimenta y da color al trasiego de números. Yo te envío unos décimos a cambio de que tu me devuelvas participaciones de la cofradía, el club de fútbol o la falla. Y como en pleno verano y en plenas vacaciones mucha gente (habría que evitar cuidadosamente eso de todo el mundo porque, además de no ser verdad, resulta bastante injusto) va de acá para allá pues le vale eso de mira si luego toca precisamente en el sitio en el que venimos veraneando desde hace siglos. No parece mala la triquiñuela aunque esto le haga perder tarea a correos, que bastante tiene ya con otras cosas. Y puede resultar un negocio altamente rentable para el mercado lotero si llega a generalizarse como parece que así está ocurriendo aunque naturalmente los expertos son los que saben lo que realmente hace la gente. Bien mirado desde otro punto de vista, este nuevo uso social introduce sin embargo discutibles hábitos y sobre todo puede complicarle la vida a más de uno en un asunto que tantas veces encierra modales tan delicados, agoreros, cabalísticos o caprichosos. ¡Ahí es nada que cuando uno ha recorrido varios cientos de kilómetros de vuelta a casa, con el coche cargado de desaliento y de arena, caiga en la cuenta de que olvidó coger la lotería de Navidad en el establecimiento en el que compraba todos los días el periódico pero que dejó para el último por no ir con los décimos a la playa! De todas formas siempre caben soluciones y habría que encontrarlas. En este caso con más facilidad puesto que a fin de cuentas la lotería nacional es lotería del Estado y, ya que éste tiene la obligación de velar por la felicidad de sus ciudadanos, podría crearse una lotería obligatoria, general y automática para aquellos que adquieren la condición de veraneantes, aunque podríamos dejar exentos de esta categoría a quienes pasan el verano en su pueblo de origen porque ahí los lazos no acaban de perderse del todo. De esta manera para evitar infortunios de olvidos y otros similares se le adjudicaría a cada viajero, (al estilo de la ecotasa que algunas Comunidades han impuesto, nunca mejor dicho, o tienen la intención de imponer), mediante una especie de precio público, un número para el sorteo que luego podrían abonar en la declaración de la renta o en una gestión similar. Y, a diferencia de la ecotasa, que se ha creado con una finalidad específica, bastaría organizar un proceso sencillo de señalar con una cruz el destino por el que cada opte para invertir ese dinero. Llegaríamos así a una especie de lotería universal turística, a la que todos los veraneantes estarían sometidos. Más aún, como ocurre en la narración de Jorge Luis Borges, La lotería en Babilonia, podría ocurrir que todo el mundo se aficionara a ella o por quedar bien delante de los demás o simplemente por el interés del premio, con lo que acabaríamos en una lotería universal, directa... que lógicamente y por sentido común es mejor leer en el propio Borges, que presenta una reflexión aguda, sugerente y dura y que está incluida en el volumen Ficciones. Claro que hablar de esto en pleno mes de agosto es darle alas a la publicidad. ¿Está bien? Publicado el día 8 de Agosto de 2003.


110.- El pueblo también se equivoca ¡Y tanto! ¿Acaso en todo el lío que se ha montado en Marbella no tienen ninguna responsabilidad de todo lo que ha acontecido, acontece y acontecerá allí los 21.971 ciudadanos que votaron por el GIL en el año 1999 y los 21.971 (¡qué casualidad!) que lo hicieron en este año 2003 ya que el pueblo no se equivoca, el pueblo es sabio? ¿Se puede decir alegremente, como hacen algunos comentaristas, que en esa ciudad ha fracasado el Estado, la Comunidad Autónoma, el sistema democrático, los partidos políticos...y ya está? Y los vecinos, que, salvo algún caso singular previsible, conocían sobradamente el dato objetivo, por citar sólo un hecho real, de todos los procesos judiciales que atenazaban, atenazan y atenazarán la gestión pública ¿no tienen ninguna obligación? ¿Todos los demás sí y a los votantes no? ¿No estamos en la democracia de la codecision? ¿O todo eso se sabia y no importaba con tal de resolver los intereses privados, perversos o no? Dos cuestiones especialmente relevantes plantea todo este acontecimiento. La primera hace referencia a lo del protagonismo de el pueblo. Y es en este punto donde se hace necesario desmontar uno de los tópicos políticos de contenido más demagógico. Se puede entender, y es un detalle digno de agradecimiento, una afirmación de cumplido y de cortesía cuando un candidato sale derrotado de las urnas y, al tiempo que reconoce su derrota, manifiesta que el pueblo no se equivoca. Pero las cosas no son así. El pueblo se equivoca y lo hace cuando nos equivocamos cada uno de nosotros al preferir una alternativa que luego es incapaz de resolver la gestión de los asuntos públicos. El sistema de votación democrático se constituye como la suma o agregación de opiniones personales y nuestros errores están a la orden del día. En realidad el título de este artículo no es correcto desde el punto de vista doctrinal porque el pueblo ni se equivoca ni deja de equivocarse. El pueblo en este sentido no existe y adjudicarle una entidad es una forma de escapismo para no coger el toro por los cuernos. Los que en el caso de Marbella se han equivocado o no, han sido los 21.971 ciudadanos que, quizá amparados en el anonimato, en 1999 votaron el GIL y los 21.971 que lo hicieron en el 2003. Es a cada uno de ellos a los que habría que exigirle por el desaguisado, si es que procede, responsabilidades: (¿políticas, judiciales, sociales, morales...? Eso es otro artículo). Aunque hay casos en los que la cosa sea discutible, errores históricos sonados, reconocidos por todo el mundo, los ha habido a espuertas,. La elección de Hitler es un ejemplo clásico, como pudo ser la condena a muerte de Sócrates y seguro que también hay quienes consideran que la liberación de Barrabás, por el sistema de mano alzada asamblearia. El caso de los salvapatrias, los que presumen de estar por encima de las ideologías, que acaban arrasando todo lo que se pone en su camino, es muy singular. Incluso hay un fenómeno muy curioso que se da con cierta frecuencia: el voto vergonzante que ocurre cuando alguien arrasa en las urnas pero luego cuando hace o dice la primera tontería nadie reconoce haberlo votado; los votos están ahí pero nadie le ha votado. Las cartas a los periódicos que manifiestan a sus gobernantes que lamentan haberlos votado son confesiones de haberse equivocado. Y cuanta gente reconoce en las conversaciones con los amigos o los familiares que no debió haber votado lo que votó. El segundo debate que se plantea con todo este lío es el referente al habitual hermanamiento de la ética y la política. Pero aquí el asunto es muy claro. Como si no fuera con nosotros, hay muchos ciudadanos, demasiados, que no dejan de predicar que los políticos apliquen un código ético a sus comportamientos públicos, sin que por su mente se les pase siquiera la idea de que también cada ciudadano tiene la misma exigencia cuando realiza algún acto político y el votar es sin duda el más sagrado y más trascendente. Salvo en el aspecto de la ejemplaridad, la misma firmeza ética que se demanda al responsable público hay exigir al ciudadano. En el encendido debate político que plantea la tragedia griega Antígona de Sófocles es un guardián anónimo el que lanza una de las frases más agresivas: ¡Ay! ¡Verdaderamente es tremendo tener una opinión y que la opinión sea falsa! El cliente, en situaciones como ésta, no siempre tiene razón: otra expresión tan irracional cuando se entiende en términos absolutos. Publicado el día 22 de Agosto de 2003.


111.- La hipótesis de la abuela Hace unas semanas el Gobierno envió a las Cortes un proyecto de Ley en el que, según su información, se trata de reconocer el derecho de los abuelos a visitar a los nietos cuando se produzca una separación matrimonial. La finalidad humana es que los niños puedan seguir manteniendo contacto y relación con sus abuelos y, derivadamente, éstos con aquellos. La idea sin duda no es nueva. Ya en el año 1999 una sentencia del Tribunal Supremo reconocía, en este caso, el derecho de unos abuelos, que venían litigando con la Justicia para que se les permitiera visitar y tratar con sus nietos a pesar de la oposición de su padre. Después ha habido varios intentos legislativos hasta el actual, que ha suscitado determinadas críticas fuertes y un cierto debate en el ámbito político. El proyecto de todas formas, al margen de esos avatares y discusiones políticas y de que pueda entenderse como inocuo o perverso, tiene en cuanto se ocupa de la relación abuelos/nietos un trasfondo antropológico evidente que está inserto en el mismo proceso de la evolución y en algunas de las cuestiones que ella plantea. Los científicos, en especial los paleontólogos y los antropólogos, se han ocupado de ello relacionándolo con un hecho que singular en el conjunto de los seres vivos, el de la menopausia. Ocurre que la única especie, al menos entre los primates, cuya hembra no prolonga su fertilidad durante toda su vida es la mujer a diferencia de casi todas las de las demás especies vivas en las que llega hasta prácticamente la muerte. Como dice Arsuaga, el aparato reproductor de las hembras de los chimpancés, el primate más próximo a nosotros, está sometido al mismo proceso de deterioro que los demás sistemas experimentan al final de la vida y que llamamos vejez. Las mujeres, por el contrario, se vuelven estériles mucho antes de ser fisiológicamente viejas; en ellas existe un largo periodo de existencia posreproductiva que falta en las hembras de los demás primates. Décadas lleva la ciencia tratando de averiguar por qué ocurre esto. ¿Por qué la selección natural ha producido esta condición específica?: La hipótesis de la abuela trata de dar una explicación a este fenómeno. Su contenido ha aparecido en bastantes publicaciones científicas acreditadas y podemos desarrollarlo, siguiendo casi en sus propios textos a dos autores de prestigio intelectual como son Juan Luis Arsuaga, uno de los directores del Proyecto Atapuerca, especialmente en El collar del neandertal, y Helen Fisher, antropóloga norteamericana, que ha recibido reconocimiento público por su libro El primer sexo. La familia con dos salarios, dice Helen Fisher, ha existido desde los tiempos más remotos de la especie humana. Es decir, la caza (o su alternativa, la carroña) y la recolección. La caza, a la que se dedicaban los machos, y a la recolección las hembras. Pero las veleidades y la fortuna de la caza nunca podían garantizar con seguridad la supervivencia del grupo o de la tribu, lo que lleva a pensar en la importancia de la recolección para poder subsistir. Carne habría o no pero, como había que comer, lo que no podían faltar eran los productos de la tierra. Esta tarea resultaba a fin de cuentas imprescindible y a ella había que contribuir por encima de todo, evitando todos los obstáculos que entorpecieran la labor. En ese contexto la menopausia era un tesoro de los más preciados: sencillamente porque creaba abuelas y éstas se ocupaban de ayudar a sus hijas a sacar adelante a sus nietos. El beneficio era un bien colectivo. Ocupadas en atender a los hijos de sus hijas (que son de las que tienen garantía que llevan sus genes, lo que no es seguro en el caso de sus nueras) las madres quedan liberadas de esa carga y pueden dedicarse a la tarea de la recolección. Además de esta forma los niños anticipan el destete, se acorta el intervalo entre nacimientos y aumenta la demografía del grupo o la tribu. Las abuelas, conscientes de su edad, piensan que es más rentable en términos de evolución dedicarse a cuidar a los hijos de sus hijas, aunque tuviesen únicamente una cuarta parte de sus genes, que a los propios por más que éstos tendrían un 50% suyo. Hasta un 40% de las mujeres pueden ser menopáusicas, asegura Arsuaga, lo que es tesoro para la comunidad por el número y la importancia de las tareas que pueden llevar a cabo. ¡Poderosa menopausia!, que dice Helen Fisher. Publicado el día 5 de Septiembre de 2003.


112.- Tráfico El tráfico (sus problemas, beneficios, angustias, dificultades y polémicas...) es uno de los ejemplos más esclarecedores y manifiestos de los esquemas mentales que unos llamarían, con una expresión ya viciada por el uso, de doble moral; otros, de graves contradicciones; y alguno como un monumento de hipocresía. De todos modos, cualquiera que fuese la manera de denominarlo, el tráfico y todo lo que le rodea es uno de los productos más reveladores de cómo una sociedad hace una cosa mientras predica otra, a veces incluso la contraria, y se dedica a echar sermones y discursos morales para justificar su conciencia y quedarse tranquila de que hace todo lo que puede. Es lo que explica entre otras cosas la falta de contestación política y social a cualquier medida represiva y cómo las normas de tráfico gozan de impunidad ideológica total sin que nadie se atreva si quiera a plantear un debate público sobre alguna de ellas. Por supuesto que ésta es una situación no consciente porque todo el mundo desea en verdad que el problema se revuelva pero la paradoja es sin duda real y se apoya en dos percepciones no muy difíciles de descubrir si uno se fija un poco. Porque mientras estamos seriamente preocupados por las consecuencias de los accidentes y se ponen los medios para evitarlos, o al menos aminorarlos, al mismo tiempo producimos valores, ideas, objetivos e ideologías que, sin provocarlos directamente, los estimulan, un clima que los propicia. Bien es cierto que todos somos al tiempo víctimas y agentes y que no tenemos poderes milagrosos para crear otro modelo de convivencia pero hemos de reconocer que el espacio social, como diría Bourdieu, cada vez más competitivo, más ágil, más rápido, más activo y más dinámico favorece, afortunadamente menos de lo que al principio pudiera pensarse, lo que está ocurriendo en este tema. Cuando tardaban días en recorrer los caminos, la vida se pensaba de otra manea y la paciencia era una virtud. Ahora todo ha de ser al instante, salir y llegar al momento porque en ello está el triunfo, el éxito, la alegría y casi la felicidad. Es lo que buscamos y lo que nos ofrece la velocidad. Su aplicación al tráfico es una experiencia universal. Basta acercarse a los medios de comunicación y advertir los valores y el discurso en que se fundamenta gran parte de la publicidad. O los paradigmas de la construcción de los coches: cuando en la prensa se contó que habían sido sorprendidos algunos vehículos circulando a bastante más de 200 km. la pregunta lógica era por qué se construyen vehículos que puedan circular a esa velocidad. Luego está, en segundo lugar, lo que podemos denominar el detalle, el tratamiento real y concreto de los instrumentos cuyos desajustes contradicen lo de la vida en un segundo de distracción. Sirva el ejemplo de la señalización: señales de obras que aparentemente ya sobran porque nadie está trabajando pero obligan en teoría a una velocidad sin sentido ya que nunca termina su vigencia; señales que no se ven porque están tapadas por algún árbol u otro objeto; señales medio borradas; falta de continuidad en los indicativos de las ciudades de destino... Es obvio que nunca es posible que todo este perfecto pero el detalle de que los operarios de Tráfico habían colocado mal los conos indicando una zona de obras ocasionó que el conductor se llevara uno por delante y perdiera el control del camión, lo que causó varias víctimas , se dice en un informe que publicó no hace mucho una revista de difusión nacional. Son los detalles los que permiten muchas veces evitar o causar accidentes. ¿Tan difícil es acentuar correctamente los nombres de las localidades que aparecen en los indicativos?. La falta de un acento podría confundir a un conductor, quizá alguien que no conozca bien nuestro idioma, provocarle la duda correspondiente, el frenazo imprevisto... Probablemente no sea posible hacer más. Probablemente no sea posible hacer más para evitar el riesgo a que están sometidos los cientos y miles de jóvenes que están todo el día de acá para allá en motos, ciclomotores o motocicletas incumpliendo todas las medidas de seguridad. Probablemente haya que esperar a que la técnica, que es la que nos ha llevado a esta situación, acabe arreglando todos los desaguisados. Probablemente no sea posible hacer algo diferente de lo que estamos haciendo que aminora el problema aunque no lo resuelve y además tranquiliza la conciencia. Probablemente no sea posible por falta de presupuesto mejorar los puntos negros pero sí llamarlos tramo de concentración de accidentes, lo que ya es un paso serio. Estamos utilizando la vieja teoría de aplicar una aspirina a una grave enfermedad. Publicado el día 19 de Septiembre de 2003.


113.- Un vicio inconfesable Es doctrina universalmente aceptada que muchas de nuestras calamidades interiores, que nos angustian, y la mayoría de los problemas que nos dan quebraderos de cabeza y extorsionan la conciencia, tienen un fácil remedio si las comunicamos, las contamos o las confesamos a los demás. Desahogándonos con alguien que nos merezca confianza, nos liberamos de un peso mental y síquico, una liberación que resulta útil como terapia, por demás absolutamente segura. Es como hacer, razonablemente, cómplices de nuestra falta, de manera que, compartiendo la carga, ésta se haga más liviana. En ello consiste precisamente el fundamento sicológico de la confesión religiosa, que ha sido utilizada, con una u otra liturgia, a través de la historia de la humanidad. No está hoy, sin embargo, el ambiente, dicen los expertos, adecuado a las confesiones, al menos en nuestro país, en el que apenas se practica la visita ordinaria al sicólogo o al psicoanalista. Pero como la necesidad sigue estando ahí, estos profesionales perciben la dificultad que tiene la gente para aliviar sus penas y soledades, y de este modo explican el éxito de los programas de radio en los que, desde el anonimato, tantas personas canalizan sus miserias y sus miedos. O el de los "escuchadores", personas que se han profesionalizado en oír en un bar o en cualquier sitio ordinario, convenido de antemano, lo que el cliente quiera contarle. Tener esta facilidad de desahogo es uno de los talismanes que nos pueden resolver más problemas. Pero entre todos los pecados hay uno que reúne una condiciones tales que le hacen inconfesable por sí mismo. Un vicio (más o menos extendido, según opiniones diversas que habría que contrastar) que no puede curarse de ninguna manera por estos procedimientos, ya que no lo permite su estructura, y que condena a quien lo tiene a no poder usar ninguna de estas terapias que tantas cosas arreglan a los demás. Es el caso del mentiroso. Y la razón es que el mentiroso es esa persona que no puede manifestar a nadie su deshonra y su desgracia, que por razones del lenguaje no tiene ninguna posibilidad de buscar la confesión para resolver sus angustias y sus calamidades. El mentiroso tiene en este terreno la peor situación porque, aunque lo desee, de ninguna manera se lo puede decir a nadie. El razonamiento es muy simple: si el mentiroso dice que es mentiroso, está diciendo la verdad, por lo que ya no es mentiroso; pero si dice que no es mentiroso, al ser mentiroso y estar mintiendo, también está diciendo la verdad, por lo que en este caso tampoco es mentiroso. De donde se deduce que cualquier afirmación que un mentiroso haga de su pecado le lleva a su propia contradicción, de forma que, al final, ya no sabe ni qué es ni qué no es lo que está diciendo. Y de ahí la situación angustiosa en que cae quien tiene la desgracia de ser mentiroso y, además, querer confesarlo, para buscar el remedio sicológico que lo libere de su vicio. Por eso la mentira es un pecado inconfesable, tal vez el único que posea esta cualidad tan nefasta y desgraciada. Incluso llevando las cosas hasta sus últimas consecuencias dialécticas, y puesto que también nos entendemos con nosotros mismos con el lenguaje, el infortunio del mentiroso es tan grande, que ni siquiera puede contárselo a sí mismo. Tal vez sea ésta la explicación de muchos comportamientos en la vida pública y privada, y posiblemente por este motivo observemos tantas actitudes que, al menos a primera vista, tienen difícil explicación. Y a lo mejor ésta es la razón por la que tanta gente hace cosas tan difíciles de entender. El drama del mentiroso es tan trágico porque, al no poder confesárselo a sí mismo, lo acaba desconociendo, es decir, que el mentiroso ni siquiera sabe que lo es y habla o juega o ríe o llora como si no lo fuese. Y por eso, por desconocimiento que no por mala voluntad, no acaba nunca de corregirlo o de corregirse. Decía Antonio Machado que "se miente más de la cuenta / por falta de fantasía: / también la verdad se inventa". Por eso esta desgracia sobre desgracia sólo merece comprensión. Y a lo mejor no cabe otra salida ni otro remedio que lo que dicen: que está "en esto de las estrellas / el más seguro mentir / pues ninguno puede ir / a preguntárselo a ellas". Publicado el día 3 de Octubre de 2003.


114.- El pensamiento simple Al parecer, hay gente por ahí que está preocupada, bastante inquieta y apenada por el hecho de que el pensamiento único actual (ese que ha habido siempre, impuesto desde luego por el poder de turno, que unas veces se ha llamado de una forma y en otras ocasiones de otra pero a fin de cuentas ha sido lo que el poder ha decidido, normalmente según sus conveniencias y sus intereses) sea el pensamiento simple. Ese pensamiento o manera de explicar la realidad tan boga hoy que no distingue matices, al que todo le parece negro o blanco, los seres humanos somos plena y totalmente o de los unos o de los otros y el mundo se compone de buenos, o mejor muy buenos, y malos, o mejor muy malos. Una descripción de cómo somos en la que o tenemos matrícula de honor o una calabaza descomunal y parece haberse olvidados aquello tan antiguo de notable, suficiente, insuficiente y demás significaciones intermedias. . El pensamiento simple es esa doctrina que asegura, por ejemplo, que todos los llamados terrorismos son exactamente iguales, que no hay diferencia ninguna entre la guerrilla de Viriato, las andanzas de don Pelayo, la resistencia francesa en la Segunda Guerra Mundial, la intifada de los palestinos o las hazañas bélicas de los señores de la guerra en Afganistán, Etiopía o Costa de Marfil. Que defiende la igualdad sin admitir matices ni claroscuros, la uniformidad como único talante razonable, no entiende que unos puedan estar de acuerdo con otros sólo de manera parcial, y utiliza, sacándolo de contexto y como si fuera una expresión de aplicación social y política, lo de o conmigo o contra mi. Los que están francamente afligidos por esta circunstancia, que consideran se ha impuesto en el mundo poderoso como la única forma legítima de pensamiento de manera que los que no ven así las cosas son estigmatizados, recuerdan que siempre se ha dicho que la inteligencia se caracteriza por descubrir los matices, los diferentes perfiles que tiene cada cosa y que hasta en nuestra filosofía española tiene un máximo representante en Ortega y Gasset cuando decía, con un ejemplo muy sencillo, que, siendo la misma y única la sierra de Gredos, la opinión sobre este sistema será diferente si uno se sitúa en la parte Norte o en la del Sur. Pero a toda esta gente intranquila hay que decirle que debe dejar a un lado los temores, que si en la historia ha habido un pensamiento coherente y con futuro es precisamente este pensamiento simple hasta el punto de que es la propia evolución la que garantiza su utilidad e interés ya que una sociedad o un grupo social tendrá muchas más posibilidades de supervivencia si sus miembros se dedican a lo suyo, aceptan todo lo que les dicen y evitan las discusiones, la camorra y las tensiones. Siendo todos sumisos y aceptando todos las explicaciones de lo que es bueno o malo de manera segura y firme, no habrá disputas y el grupo permanecerá con más fuerza cada día. Lo que viene a ser que el gregarismo, la servidumbre y la docilidad el último y de momento más alto nivel de desarrollo de la evolución. Está claro y demostrado que favorecer una educación crítica, consciente y con iniciativas nos lleva a donde ha llevado nuestra historia, la historia de nuestra especie, a las guerras, las miserias, los abusos de unos contra otros acabando en la crueldad que es la peor condición humana. Y ésta es una situación que nos ha puesto al borde del abismo, de la desaparición como especie. Pero no se crea que esta teoría lleva a la dictadura. En ningún caso. Eso ocurriría en la hipótesis de que hubiera muchos tontos y algún listo. Por el contrario, esta aplicación de la teoría de la evolución lleva a que todos, absolutamente todos, seamos gregarios, impersonales, disciplinados, doblegados y subyugados. De esa forma no habrá disensiones ni peleas ni tensiones entre unos y otros y todos viviremos en paz y armonía. Será nuestra venganza contra los violentos y los camorristas, que acabarán destruyéndose entre ellos mismos. Bien es verdad que mientras tanto se llevarán por delante a algunos, esperemos que no muchos, de nosotros, pero al final amanecerá una nueva especie que podríamos llamar suprahumana y que será la suerte y la bendición del planeta.

Publicado el día 17 de Octubre de 2003.


115.- Inventar la realidad La historia es muy antigua y muy sabida. Casi de memoria. Pero pertenece a esa categoría de argumentaciones, relatos, pensamientos o narraciones que periódicamente hay que refrescar, en especial cuando el ambiente se llena de teorías que explican la realidad por sus efectos más que por sus causas, lo que lleva a que, como decía un filósofo francés, reciente, Emilio Cioran, a que nada se explica, nada se prueba y entonces únicamente vale lo que se ve y las ideas acaban siendo melodías muertas que repiten y repiten, como para siempre, las recetas de sonsonete. Según el cuento de referencia, un día se presentó en la puerta del palacio de un famoso e importante mandarín chino un hombre con apariencia de labriego, exigiendo una entrevista para hablar personalmente con el jerarca. Como argumento para conseguir la cita, aseguraba poseer determinados poderes tan especiales como para averiguar incluso hasta los verdaderos pensamientos y las intenciones de la gente; y venía con la pretensión de ofrecer esa facultad al mandarín, lo que le permitiría a éste, en caso de aceptarlo, descubrir si a alguno de los miembros de la corte se le venía a la cabeza la temeridad y la torpeza de derrocarle. Por supuesto la entrevista debía ser secreta y privada ya que únicamente estaba dispuesto a confiar el secreto al gerifalte y, como pago de su lealtad, exigía la mano de la princesa. Reían a carcajadas los pajes, los criados y los cortesanos de las pretensiones del pueblerino, comentando la osadía de quien no aparentaba más que ignorancia, hasta que las bromas y los rumores llegaron al mismo mandarín que se decidió a recibirlo en las condiciones de reserva que exigía el labriego. Pendientes del desenlace de la entrevista y confiados en un final jocoso, la sonrisa se les rompió en la cara y la sangre se les heló en el corazón cuando el propio jerarca en persona anunció, después de la conversación, que tras oír sus argumentos había decidido nombrarlo valido y, como exigía, darle a su hija en matrimonio, lo que venía a demostrar que en verdad éste poseía el poder que había asegurado cuando llegó al palacio. Y ya nunca más a ningún cortesano se le ocurrió dejar de ser leal ni siquiera en el pensamiento. Salvo alguna excepción, hasta nuestro tiempo la mayoría de la gente creyó que el dueño de la vida y las aventuras de cualquier personaje de ficción era el autor del trabajo, y que éste era el que disponía lo que han de hacer y decir los protagonistas del relato. Como ocurre con los seres vivos, sólo les es posible una narración que configura su identidad. Sin embargo esto de inventar una historia es algo tan atractivo y tan sugerente que ha llegado el momento en que los lectores, o los espectadores, exigen participar en la trama de lo que está pasando en la novela. Ya ocurrió con escritores ilustres, como Miguel de Unamuno o Pirandello, que plantearon la sublevación de los personajes pero hasta ahora a nadie se le había ocurrido que los lectores, los traductores, los editores y los publicistas tenían derecho y hasta atribuciones para modificar el desarrollo de las aventuras. Que el Lazarillo de Tormes tenía que vérselas -nunca mejor dicho- con un ciego, Calixto no podía casarse con Melibea, y el amor de Romeo y Julieta era imposible son situaciones que hoy no serían necesarias: bastaría con hacer un sondeo más o menos riguroso para decidir si Lazarillo encontraba un fortuna o Melibea iba al altar con Calixto mientras Celestina actuaba de madrina. Lo malo y lo bueno de inventar historias es que éstas en la mayoría de los casos, para que tengan sentido, necesitan las dos caras, la de los ganadores y las de quienes tienen peor fortuna. En el asunto del mandarín obviamente la clave está en conocer qué le había dicho el labriego al mandarín y cómo eran de seguros sus argumentos porque si éste último no sólo había accedido a sus deseos sino que además le había nombrado valido, ello era una prueba de que el asunto iba en serio. Pero las argumentaciones se habían desarrollado al revés de como pensaban los cortesanos porque el labriego lo que en verdad le propuso fue inventar la realidad: si toda esta gente, le vino a decir, ve que me caso con tu hija y que, además, me nombras primer ministro, estará convencida de que en verdad poseo el secreto. Y se casaron. Lo que no sabemos es lo que pasó en la segunda parte de la historia.

Publicado el día 31 de Octubre de 2003


116.- Las dos caras del abuso Uno de los momentos más desagradables y más duros con el que muchos acaban encontrándose en la vida es cuando se dan cuenta de que bastantes de los problemas y de los sufrimientos que existen no tienen solución, simplemente porque hay personas o grupos decididos a evitar que las tengan. Es algo realmente sorprendente para quien antes no ha caído en esa realidad pero la verdad es que hay un bloque de conflictos y contrariedades en la vida de los seres humanos que no obedecen a motivos inevitables sino que se producen y permanecen porque hay gente interesada en que las cosas sigan como están. Dificultades, angustias, congojas y desamparo, por no alargar la relación de desgracias que por diversos motivos atenazan a muchas personas y atosigan a colegas de nuestra especie, que podrían evitarse si otros, o los demás, quisieran. Y también nosotros por supuesto. Advertir este hecho, percibir que esto está delante de nosotros y ocurre en el escenario verdadero que nos ha tocado vivir acaba siendo una de las experiencias más dramáticas y que más conmueven nuestros esquemas de pensamiento y nuestra opinión sobre el mundo. Porque en principio la tendencia es a creer más en las insuficiencias de nuestras capacidades o en la complejidad de las soluciones a que hay que acudir para resolver las tensiones y los problemas que vemos que amargan al mundo, que en considerar que están ahí sencillamente porque hay gente con mala voluntad que está impidiendo como sea su arreglo y remedio. Incluso es lo que nos han enseñado desde niños. Nunca hemos recibido el mensaje, al menos en la doctrina oficial de los libros de texto y en el discurso de la escuela y los maestros, de que es inútil esperar un esfuerzo común y generalizado por encontrar vías de apaño de bastantes desajustes de la vida. Bien es verdad que también desde muy pronto hemos podido observar que una cosa es sembrar y otra recoger trigo, que las doctrinas no siempre se llevan a la práctica, y menos a rajatabla, pero de ahí a apreciar el ejercicio de la maldad porque sí y con todas sus consecuencias media un largo trayecto. Por eso el descubrimiento de esa realidad tosca y depravada, que rompe con los que se han considerado sentimientos nobles de la humanidad, sobre todo si se produce de manera imprevista y como de golpe, acaba marcando para siempre a quienes les ha tocado la china de aguantar esa conmoción. Las consecuencias lógicas para quien ha sufrido este accidente teórico y ha descubierto casos y situaciones en las que por más que se quiera no hay nada que hacer ante el sufrimiento, el deterioro o la muerte del prójimo, es perfectamente previsible. No es únicamente la desconfianza en nuestra especie, algo que por otra parte casi todo el mundo acaba por sentir, sino una vivencia que va mucho más allá y que afecta a todos los convencimientos y emotividades que nos ayudan a entender algo sobre la vida e incluso a sobrevivir con una conducta superior a lo puramente biológico. Luego están además para complicar la cosa dos tipos de actitudes que de una u otra manera ayudan y colaboran a mantener esa realidad. Naturalmente que no lo dicen así y hasta es cierto que en muchos casos ni siquiera son conscientes de cómo están apuntalando esa maldad pero la realidad es que es eso lo que están haciendo. Unos son aquellos a los que podemos llamar los excusadores oficiosos, e incluso oficiales, que son quienes, amparándose en grandes y supuestamente notables doctrinas, justifican lo que de manera lisa y llana el castizo llamaría sin más abuso y atropello. Teorías antropológicas, sobre el hombre, sobre el ser humano, que a fin de cuentas le proporcionan una disculpa suficiente y generosa, y les permite a los protagonistas ir por la calle sin más, como si nada fuera con ellos. Otros, son lo que con su actitud y sus buenas obras, tratando de compensar y evitar esas deficiencias, acaban por afianzar lo que en el fondo de su conciencia reprochan honradamente. Estas personas o grupos, a los que absolutamente nada les importa el dolor de los otros, son también por ello los responsables del desánimo de los más. Y este desánimo forma parte asimismo del desastre que producen. Es la segunda cara y el segundo efecto del abuso de superioridad que ejercitan.

Publicado el día 14 de Noviembre de 2003


117.- ¿Leyes buenas o leyes iguales? Como es sabido, el invento de la democracia que descubrieron y diseñaron los griegos ni se hizo en un día ni todo quedó aclarado en seguida. Antes al contrario, a diferencia de lo que a primera vista pudiera parecernos a nosotros en el sentido de que el tema era un asunto evidente y perfectamente aclarado, tuvieron muchas dificultades teóricas y prácticas adobadas de feroces y determinantes disputas hasta alcanzar coincidencias y ver qué era lo fundamental. Su talante para evitar posiciones cerradas y dogmáticas propició que siempre hubiera diversas interpretaciones y propuestas para resolver los escollos que se les planteaban. Cómo elegir a los responsables públicos, por ejemplo, fue un asunto que les llevó mucho tiempo y muchas discusiones y para el que propusieron variadas soluciones desde el sorteo puro y duro hasta lo que hoy llamamos sencillamente por orden de lista o alfabético. Al final algunas cosas fueron quedando más claras que otras y así es como se fue construyendo el andamiaje político. Precisamente el propio sistema democrático por su misma concepción de la sociedad y su funcionamiento ya supone tener que debatir mucha gente para llegar a compromisos más o menos aceptados, si no por todos, al menos por la mayoría. Uno de lo primeros teóricos sobre cómo debía funcionar el sistema democrático y qué reglas debían regirlo fue Solón, un político que se hizo popularmente famoso por la dureza de decisiones ya que se tuvo que enfrentar a problemas complejos que ponían en cuestión a la misma democracia. Y el caso es que cuando creyó que había terminado su trabajo legislativo hizo un viaje a Lidia aprovechando que había sido invitado por Creso el líder local ya que su fama se había extendido por todo el mundo antiguo y el historiador griego Heródoto piensa que aceptó marcharse de su tierra y hacer el viaje para quitarse de en medio y evitar que le forzaran a modificar y suavizar sus propias leyes, las que había decretado para afianzar el sistema democrático. Solón estaba convencido de que para que las cosas funcionaran bien y la convivencia política y social fuese la adecuada era importante, imprescindible y decisivo hacer buenas leyes porque las chapuzas no llevan a ninguna parte y deterioran la vida comunitaria. La democracia, pensaba, tiene que producir buenas leyes, es decir, leyes que resuelvan con justeza los conflictos de los ciudadanos, las tensiones entre los diferentes grupos sociales y que atiendan lo que después se ha llamado el bien común, leyes en definitiva adecuadas y eficaces. Leyes justas, por utilizar un adjetivo que nuestra cultura entiende mejor. Por eso, porque estaba convencido de que las que él había promulgado tenían esta condición, no estaba dispuesto a derogarlas por mas que se lo pidieran o les parecieran a la gente muy severas. Más o menos severas las leyes de Solón, que siempre era algo discutible, el principio de que las leyes han de ser buenas parecía una condición razonable y aceptada por todo el mundo. A día de hoy si preguntásemos a la gente en una encuesta si les parece que las leyes han de poseer esa cualidad de buenas, lo más seguro es que todo o casi todo el mundo diría que sí, que está de acuerdo con ello. Y en esas estaban en Grecia cuando apareció otro líder teórico y político, llamado Clístenes, que de pronto dio un giro significativo y capital a este debate, cambiando los presupuestos teóricos y proponiendo otro punto de vista original. No es que Clístenes creyera que las leyes no tienen por qué ser buenas, porque decir eso hubiera sido una tontería,.pero le parecía que precisamente para conseguir esa cualidad a esa propuesta de Solón había que añadirle un matiz, una precisión muy importante. Al propósito de hacer buenas leyes habría que añadirle que éstas deberían ser iguales para todos y que sólo esta condición les hacía ser verdaderamente democráticas. Ello significa que la igualdad ante la ley se debe convertir, según Clístenes, en el principio básico para que toda legislación sea adecuada. Buenas leyes son en principio aquellos que son iguales para todos y a todos les afectan de la misma manera. Pues después de más de veinticinco siglos en esas estamos. Como decía más o menos Ernesto Jünger, cuando una palabra crea desasosiego es porque en el fondo es una advertencia.

Publicado el día 28 de Noviembre de 2003.


118.- Imperios antiguos Parecería oportuno que el rey de Castilla Alfonso VIII, después de volver enaltecido y elogiado hasta el infinito por su victoria contra el moro en Las Navas de Tolosa en 1212, aumentase su cotización política en las relaciones internacionales. En estas circunstancias, tiene sentido la iniciativa de establecer contactos con quien en esos momentos amenazaba en convertirse en el líder más poderoso de todo el mundo conocido, Gengis Khan, a punto de dominar toda Asia, y que amenazaba con llegar hasta Europa. Con este motivo le envió la siguiente carta apócrifa (cuyo lenguaje está más o menos adaptado al de hoy). "Señor Gengis Khan, que en nuestra lengua llamamos muy poderoso señor: Noticias nos llegan de vuestras magníficas hazañas y extraordinarias gestas en pacificar tantas tribus salvajes como aun pueblan los valles y las montañas de allende el Este, que llamamos Asia, que bien parece que vuestro esfuerzo está sacando de la barbarie y la oscuridad a quienes estaban viviendo como animales, como son los tártaros y los naimanos, a los que habéis convertido de ignorantes en colaboradores de la organización de vuestro imperio. Y también los oiratos y los kirguises, que pueblan parte de Asia. Y sabemos que hubisteis emprendido la conquista del imperio de los Chin y que vuestros éxitos os han llevado a dominarlo por entero, por lo que estáis haciendo honor a vuestro nombre en lo que respecta a todas las tierras y los valles y las montañas y las aguas de lo que en nuestro saber decimos el Oriente, que por eso os llamáis rey universal. También sabemos de vuestra magnanimidad para con los vencidos a quienes permitís que continúen practicando la religión de sus antepasados, en especial a los cristianos que siguen a Nestorio y a los sarracenos o musulmanes fieles del profeta Mahoma, en lo que coincidís con nuestra política que siempre ha sido de generosidad y compasión para con los que están en el error y en las falsas religiones, como asimismo los judíos, e incluso algunas supersticiones que en esas tierras orientales corren entre las gentes, como alguna que llaman taoísta, que es celebrada por muchos gentiles y descarriados que por su ignorancia adoran a ídolos de la tierra, desconociendo la existencia del Dios verdadero. Conocemos de igual modo, por los correos que nos llegan de esas tierras, que vuestros sabios han descubierto un arma poderosísima, que es seguro irresistible porque mueve como las entrañas de la tierra y es capaz de destruir todas las murallas y defensas que el hombre pueda construir. Y a este arma llamáis en vuestro idioma como pólvera o pólvora porque antes de que lance su fuego está hecha como de polvo, de manera que nadie pudiera imaginar cuánto de poder tiene. Del mismo modo hemos sabido de vuestro arte en guerrear, en el que vuestros soldados lanzan flechas silbadoras, que causan el pavor entre los enemigos así como el vigor de vuestros ejércitos, dispuestos a andar hasta más de veinte leguas en una sola jornada con un solo alto para la comida y la bebida. En lo tocante a lo elevado de vuestra cultura, las noticias llegadas a estas tierras hablan de que vuestros científicos han conseguido hacer sólida la leche, una invención que además de muy profundo ingenio, es señal inequívoca de los elevados conocimientos de vuestros sabios. Tenemos noticias de que lleváis una vida de asceta, que el cuidado personal atiende sólo a lo imprescindible y que sois harto morigerados en lo referente a la comida y a la bebida, siendo esa austeridad una virtud muy digna de aprecio, sobre todo en persona tan principal como vos y cuyo poder es tan reconocido por todos los pueblos de la Tierra, desde que en el año del Señor 1206 fuisteis elegido como Emperador por vuestra Asamblea General. Por nuestra parte, los reinos cristianos de la parte de acá de la Tierra han quedado engrandecidos tras una maravillosa victoria sobre las huestes de Mahoma, con que la Divina Providencia nos ha regalado, y que quedará para siempre como el principio de una nueva era de esplendor. Con lo que una nueva Cristiandad empieza a aparecer en el Occidente. Y es nuestro deseo y el de todas las gentes de estos reinos que podamos celebrar un consejo con vos para tratar los asuntos del mundo y hagamos una paz general de nuestros dos pueblos que, juntos, constituyen todo el orbe. Los correos que llevan este mensaje acordarán con vos las condiciones del consejo."


El texto anterior se publicó así (13 de Diciembre de 2003) ya que por razones de espacio no incluí la explicación posterior. El artículo había sido escrito en marzo de 1999, terminado el 22 de ese mes. Nota. La autenticidad de esta carta (que hace pensar que pudo haber sido redactada por un soldado estimulado por el triunfo de Las Navas de Tolosa) es bastante discutible, entre otras razones por la incongruencia de las fechas: Alfonso VIII murió en 1214 cuando aún no había alcanzado Gengis Khan todo el esplendor de su imperio, que llegó desde Corea hasta Polonia, y desde el Ártico hasta Persia, aunque ya era notoria su fuerza política y militar. Por la llamada Ley Yasak, unificó todas las agrupaciones de guerreros esteparios creando un poderoso ejército, con una nueva estructura militar sobre divisiones, escuadrones y pelotones, con la intención de conquistar el mundo. Y sobre todo una cultura militar, en la que la educación estaba dirigida a este fin: desde los tres años los niños eran atados a los caballos para que aprendieran y se familiarizaran con ellos. La gran contradicción de esa cultura consistió en que mientras no tenían inconveniente en exterminar poblaciones enteras para que la tierra en barbecho sirviera de pasto a sus rebaños (es fama que Gengis Khan estaba dispuesto a exterminar a diez millones de chinos cuando un prisionero le hizo comprender las ventajas que podía obtener de vasallaje, lo que le hizo cambiar de opinión) permitió sin embargo las libertades ideológicas y religiosas, que fueron uno de los componentes básicos de lo que se ha llamado el "orden mogol" ó la "paz mogólica", que duró más de un siglo. Gengis Khan siempre respetó las divinidades locales, tal vez con la pretensión de ganar su apoyo. Su cultura era esencialmente feudal: El Khan era elegido por y entre los nobles. Pero una vez elegido, pasaba a ser divino, del gran dios-cielo Tängri y su poder era absoluto. En veinte años construyó el imperio más impresionante de la historia de la Humanidad, llevado a cabo por nómadas incapaces pero a los que Gengis Khan dio sentido, asesorado por consejeros cultos y preparados, que en muchos casos procedían de territorios y culturas conquistados. Nacido en 1167, murió en 1227. Su nombre de pila, que diríamos hoy, era algo así como Timuyin porque nació cuando su padre había matado a un caudillo rebelde de ese nombre: los mogoles tenían la creencia de que el valor de los enemigos derrotados penetraba mágicamente en los recién nacidos. Gengis Khan murió en China y es también fama que desde esa tierra hasta Mongolia los miembros de su cortejo fueron matando a todos los seres vivos que encontraron en el camino. Fue enterrado con cuarenta esclavas enjoyadas y cuarenta caballos. Marco Polo lamentó la muerte de Gengis Khan "porque fue un hombre prudente y sabio". Gengis Khan ha sido declarado personaje del milenio. La figura de Gengis Khan coincide con momentos decisivos en la historia de Europa: 1. En 1212 se pone en marcha la cruzada de los niños. 2. En 1215 la Carta Magna, que dio origen a lo que hoy denominaríamos la democracia moderna. 3. En el sur de Francia y norte de Italia está en vigor la herejía de los cátaros o albigenses, que originó la creación de la Inquisición y la fundación de los franciscanos (1209) y los dominicos (1215).


119.- Las listas A nadie medianamente interesado por la vida pública y el papel que juegan los partidos políticos se le ocultan los problemas que éstos tienen a la hora de confeccionar las listas de candidatos que han de proponer a las diversas elecciones. Tensiones internas, polémicas, discusiones y hasta enfrentamientos dialécticos, que sería ingenuo desconocer, adoban todo este proceso del que es muy difícil y casi imposible sustraerse. La preparación de las listas es cuando menos un barullo inevitable en toda formación política que no esté compuesta exclusivamente de ángeles. Todo esto es tan sobradamente conocido que a veces resulta, cuando menos, una desconsideración a la capacidad de información de la opinión pública el negarlo y sustituirlo por discursos idílicos y frases hechas al estilo de estar a disposición (¡cómo no!) de lo que se diga. Podrá desarrollarse esta circunstancia con más o menos elegancia o finura, de forma más brusca o más florentina, y con ribetes más tragicómicos o dramáticos pero el debate y la presión de cada uno en defensa de sus posiciones y sus intereses personales o de grupo forman parte del ritual imprescindible. Por otra parte no sería bueno ni razonable que las cosas no aconteciesen de esta manera: ello supondría la desmotivación política y ambiciosa de los integrantes de un partido, algo así como la clásica parodia de Wenceslao Fernández Flores de lo que ocurriría y cómo el mundo se hundiría si dejaran de practicarse los llamados tradicionalmente siete pecados capitales. Y es que el ir o no en una lista es en bastantes casos el ser o no ser nada en política. Y, como todo el mundo sabe, no únicamente el ir sino además estar situado en una posición de lo que se llama puesto de salida. En unos casos porque la necesidad acucia y es la única profesión que se tiene; en otros porque ejercer la política supone liberarse de trabajos menos gratificantes, en todos los sentidos de la palabra; o simplemente (a veces, también, además) empuja la legítima ambición política o de servicio a los intereses generales. El asunto por otra parte ni es nuevo ni especialmente singular porque forma parte de los mecanismos de poder a que estamos sometidos todos los humanos par naturaleza y aprendizaje cultural. Ya en Grecia se planteaban los mismos problemas ideológicos y teóricos a la hora de elegir sus representantes y según las modas, los usos y las ideologías se vieron forzados a recurrir a sistemas tan dispares como el sorteo puro y duro, el sorteo dirigido, la elección o el sorteo para un solo día, la votación o lo que hoy llamamos como el orden de lista. Lo que casi siempre estuvo claro es que, incluso los que eran poderosos aunque tuviesen la máxima posibilidad y seguridad de ser elegidos, se sometían a su legitimación pública o colectiva. De todas maneras la confección de las listas, asumidas todas estas circunstancias, necesitan para su legitimación, al menos, dos condicionantes que deberían ser insoslayables. El primero, en el ámbito del ejercicio político real, es la necesidad de que los partidos y agrupaciones políticas se doten de sistemas reglamentarios y formativos que señalen y marquen las competencias y las obligaciones de quienes ejercen los diferentes papeles y funciones públicas. No puede entenderse que estas entidades, financiadas además con fondos públicos, no reglamenten la tarea de sus representantes en las instituciones públicas. El otro, derivado del anterior, es la necesidad de pedir cuentas de cómo se ha trabajado y de cómo se ha cumplido con la tarea encomendada. Debería ser absolutamente imperativo que todo militante que ha ejercido una tarea pública presente un informe de autoevaluación, que debería ser valorado por lo órganos del partido correspondiente, antes de ser renovado o propuesto nuevamente. Las exigencias para el buen ejercicio de una tarea institucional, claramente definidas y precisas, de las que habrá que confesarse al final del período, son, además de imprescindibles, una garantía de eficacia, una manera de evitar influencias perversas, un modo de hacer más higiénicas las listas, de ayudar al adecentamiento de la vida pública, de apoyar la buena imagen de los responsables públicos, y hasta un instrumento sanamente publicitario. Publicado el día 26 de Diciembre de 2003.


120.- Hablar mal de los políticos Los responsables de gestionar los asuntos públicos, los asuntos de todos, gozan aparentemente, lo que es un decir, de cierta cortesía social dudosa. O, dicho de otra manera menos fina, los políticos son vituperados y tratados sin mucha consideración por determinados sectores de la sociedad. Incluso al propio término de político ya se le atribuye muchas veces un aire despreciativo y es más bien raro que en la conversación junto a una cerveza se utilice el término autoridad, que también lo es, un político. La verdad es que hay tal vez mucha gente que alardea con supuesta picardía y se jacta ante amigos y conocidos de menospreciar, escarnecer y zaherir a los políticos como si esa fuera una actividad que ofreciera relevancia social, rango, categoría y predicamento entre los vecinos. Gente que tiene a gala hablar mal de ellos en la creencia de que eso le aporta buena imagen pública y le hace parecer más listo que la media del resto de los mortales que, a juicio de estos envalentonados ciudadanos, se dejan engañar de la manera más torpe. Esta actitud prepotente ante los políticos suele darse por lo general cuando éstos no están delante (que todo hay que decirlo) y obedece las más de la veces a situaciones de índole sicológica que pueden estar muy claras a cualquier observador algo instruido. Por supuesto que esta actitud, tan común entre cierta clase de gente, no es de ayer ni siquiera de los tiempos modernos sino que es un fenómeno social, como otros muchos, permanente. Desde que empezó el poder en el grupo, lo que ocurrió en cuanto empezó la manada, si es que alguna vez no la hubo, siempre ha habido quien ha puesto en solfa a los gerifaltes de una manera más o menos sibilina y, a lo mejor por aquello de las zorras y las uvas, ha tratado de ridiculizarlos. Incluso en algunas épocas ha circulado una literatura triunfante que casi tenía un contenido filosófico. Baste recordar las danzas de la muerte en la Edad Media que insistían una y otra vez en la evidencia de que, a fin de cuentas, tanto el Papa como el Emperador acabarían siendo, como los demás mortales, un esqueleto igual de desagradable. Pero lo que se trata de plantear aquí no es en ningún caso la crítica política, una actividad que es absolutamente imprescindible por razones democráticas y por pura supervivencia, y debe ser ejercida con rigor, fuerza, seriedad y sobre todo con argumentos sólidos y de peso. El asunto es otro. El asunto está en el menosprecio con que se habla de determinados responsables públicos, achacándoles defectos, vicios, pecados y hasta delitos, las más de las veces sin más prueba que el guiño del ojo como diciendo que se está en el secreto. Pero esto también tiene la otra cara de la moneda. Porque a su vez los responsables públicos, los políticos, las autoridades, tienden a ejercitar el vicio (por lo demás es común a todos los mortales, sólo que en nuestro caso tiene menor entidad porque apenas sale de la familia y del círculo de amigos) de perder el sentido de la realidad, de ver el mundo bajo un colorido diferente. Así hay quienes repiten de manera fija y casi automática frases hechas, como los futbolistas antes de un encuentro; o entran en el juego infantil de buenos absolutos (los suyos) y malos absolutos (los otros), lo que permitiría a los comentaristas escribir las respuestas sin necesidad de entrevistar a sus protagonistas; o lanzan acusaciones llenas de expresiones mecánicas por aquello de que de algo hay que acusar. Y esto les ocurre especialmente en tiempo de elecciones y en proporción directa a su ambición y tosquedad. Y entonces podría serles de utilidad que de la misma manera que algunos emperadores romanos tenían a un esclavo a su lado, diciéndoles y recordándoles todo el día eso de que no olvides que eres mortal, los políticos, sobre todo en campaña, debían estar asistidos de algún colega, o tal vez un enemigo lo que sería quizá más inteligente por práctico, recordándoles todo el día que no pierdan el sentido de la realidad porque lo contrario incorpora la percepción del ridículo, y la mesura, dos virtudes absolutamente imprescindibles para quien quiera gobernar no ya un país sino la más pequeña aldea perdida en el campo. Publicado el día 9 de Enero de 2003.


121.- De nuevo, el rito Cumplamos el rito porque es lo que hay que hacer. Ya se sabe que éstos están para ello y que en realidad no valen para nada ni tienen otra finalidad que ellos mismos, su cumplimiento punto por punto y letra por letra. El beneficio mayor que son capaces de producir los rituales (a menos que lleven en su propio ejercicio algún tipo de placer añadido) es la tranquilidad de haberles sido fieles, con lo que evitan la mala conciencia y la culpabilidad, y adquieren un cierto aire de superstición. Pero más allá de eso no hay muchos más elementos en su entorno. Sin embargo, a pesar de esa fragilidad, tienen tal ascendiente y prestigio que, salvo que ocurra alguna circunstancia extraordinaria ya prevista en el propio ritual, no podemos evitarlos de ninguna manera. Cumplamos, pues, el rito y solicitemos de los poderes públicos que dediquen algún minuto de su trabajo y de sus muchas preocupaciones en ocuparse del buen lenguaje, de que se respete el idioma. No de que traten de evitar su evolución o su transformación, lo que no tendría sentido y ni siquiera sería posible: los idiomas son seres vivos que llevan en su seno la vida y la muerte, el nacimiento y el final de palabras, términos, expresiones y usos. No, es algo más sencillo: simplemente que lo que se dice hoy y se escribe hoy, se diga y se escriba bien, o, por lo menos, mejor. Y puesto que ya han propuesto la creación de diversas estructuras (observatorios, plataformas o institutos) para defender valores de singular importancia, que adopten una sugerencia similar para la defensa del idioma. Podría concretarse, por ejemplo, en un observatorio que controlara los textos que producen y publican las administraciones públicas, lo que ya sería una acción extraordinaria. Pero, dicho esto, ya no hay más que añadir. ¿Para qué? De todas formas es que a los que dedicamos ratos de ocio a escribir en los periódicos también nos presionan los ritos y nos resulta difícil dejar de lado la costumbre de pedir, alguna que otra vez cuando hay circunstancias sociales que parecen más favorables, esta atención a la lengua en que nos entendemos y que es un tesoro cultural, por más que esta expresión resulte un tópico. Pero somos conscientes de que nuestras propuestas y protestas no van a tener ningún éxito. Bueno estaría el mundo si hicieran caso de alguna de las muchas perogrulladas que decimos los que escribimos en los medios de comunicación. Además los líderes no leen los periódicos: únicamente repasan los que se llaman dossieres de prensa que les preparan sus colaboradores y éstos sólo se fijan en los asuntos de verdadero interés general y no en las minucias de una palabra mejor o peor escrita. Y en definitiva ¿a quién interesa que se escriba bien?. Mientras nos apañemos y apenas haya alguna que otra discusión por haber entendido mal algunas palabras, ¿qué necesidad hay de complicar las cosas?. Y por el otro lado, como se sabe, cuanto peor maneje el idioma la gente, más fácil es tenerlos controlados. A lo mejor hay por ahí algún ingenuo que pueda pensar que, aprovechando que estamos a primero de año, por aquello de los buenos propósitos, y que se avecinan algunas convocatorias electorales, se le podría ocurrir a alguna formación política incluir en su programa una iniciativa de este tipo. Pero es que esto no da votos ¿o se puede pensar que sí?. Lo más probable es que los reste o los quite. ¡Lo que nos faltaba, diría más de uno: pues no tenemos bastante con tener que estar pendientes del IRPF, el IVA, la contribución, los tiques de los guardacoches, legales y clandestinos,... y ahora vienen estos pesados del idioma a que pongamos los acentos. Pero no se trata de ir dando la lata a la gente. Vamos, que algunos nos daríamos con un canto en los dientes si simplemente la literatura oficial, la que aparece en los boletines oficiales, viniera bien escrita. Sería casi el cielo si en espectáculos tan masivos, como puede ser el fútbol, los carteles o los nombres de los jugadores se escribieran correctamente: simplemente se les pusiera el acento a los de la selección nacional que es vista por cientos de millones de espectadores. Y viviríamos en Utopía si alguien se preocupara de convencer a algunos locutores de que, por lo menos, trataran de hablar algo mejor, aunque se equivoquen como nos ocurre a todos. Y ya está cumplido el rito. Hasta la próxima vez, con nuevos argumentos como la creación de puesto de trabajo. Publicado el día 23 de Enero de 2003.


122.- Hambre y terrorismo Realmente, si se mira bien y se analiza despacio y con calma la situación política global, resulta dramática la utilización espuria y perversa que del terrorismo se está haciendo en el mundo. Como cuando sobreviene un desastre colectivo y hay gente tan depravada que aprovecha la desgracia de los demás para el pillaje y la rapiña sin importarle un pimiento el sufrimiento de los otros. O como el elefante que entra en una cacharrería, que diría el castizo, arrasando lo que se le pone por delante, sin inteligencia, sin matices, mezclándolo todo de una manera que no se sabe si torpe o conscientemente interesada o como pura estrategia de poder sin más; incluso olvidando las tropelías de los estados de los que hay ejemplos más que graves y significados. Y lo más trágico y más patético es que detrás de todo este montaje hay un dolor serio, triste, profundo e irracional de las víctimas que sufren de verdad las consecuencias del mismo y a las que se maneja sin piedad en busca de réditos políticos. Ninguna persona sensata niega que el terrorismo sea sin duda un gravísimo problema sentido de manera colectiva y universalizado por sus modos y, entre otros motivos, por el reparto estúpido que hace de la angustia y del sufrimiento. Nadie con dos dedos de frente puede dejar a un lado o aminorar la tragedia que suponen las circunstancias que lo rodean. Y apenas puede haber gente con sentido común que no valore este acontecimiento como uno de las graves contrariedades de lo que ha venido a llamarse la agenda del mundo. Pero esto es una cosa y otra muy diferente asegurar que sea el principal con el que se enfrenta la humanidad. Puede que lo sea en los países ricos pero la raza humana no se agota en ellos. Ni el terrorismo es ahora más grave e intenso que en épocas pasadas ni, sobre todo, es el gran problema del orden del día del universo. Lo primero se aprecia sencillamente leyendo las crónicas de los mil acontecimientos por los que ha pasado la historia. Precisamente afirmar lo segundo es lo verdaderamente terrible que está sucediendo en el tiempo que nos ha tocado vivir. La contrariedad más relevante es el hambre y las enfermedades técnicamente curables. No sólo por el número de personas a quienes afectan estos males sino por las circunstancias de patetismo, injusticia e irracionalidad que encierran en sí mismas. Lo ha dicho Kofi Annan y lo confirman, entre otras muchas fuentes, los datos del informe que publica a final de cada año la Organización Mundial de la Salud, y que, como dice Paul Kennedy, ha pasado inadvertido entre la obsesión por el cine fantástico, la enfermedad de las vacas locas y otras zarandajas políticas. Valga el registro que destaca este catedrático: en 14 países africanos la mortalidad infantil es mayor hoy que en 1990. O este otro: en Sierra Leona, de cada 1.000 niños nacidos, 300 mueren antes de cumplir cinco años. Y así hay cientos. Toda esa confusión se ha convertido para el poder real es un negocio fabuloso con sus dos caras tradicionales, la de la manipulación ideológica o interesada y falsa, y la del capital y el dinero. Y detrás, como salsa que adoba a estos dos elementos, a los que apoya y sustenta al tiempo que los sirve, el de siempre, el poder simplemente. Mientras tanto dictaduras oprobiosas y descarnadas, de esas que casi se enseñorean de su eficacia política por el mundo están utilizando esta excusa para justificar todo tipo de desmanes, aumentar los controles sobre las personas y desencadenar mecanismos de aniquilamiento de ideas, colectivos sociales y personas, de eliminación sin más de los derechos humanos. Perseguir el terrorismo en lugar de tratar de resolver el hambre o las enfermedades curables, que causan muchos cientos de miles de muertos, es mucho más cómodo y políticamente más rentable: no plantea dudas de conciencia ni remordimiento porque se dice, y de hecho así ocurre, que se está luchando por una causa noble; resulta mucho más fácil de hacer porque se trata de aumentar la represión y, si no se resuelve del todo, siempre existe la excusa de que su futilidad le hace difícil de remediar; no exige sacrificios a la gente más allá de cierta incomodidad que los ciudadanos aceptan hasta con gusto por entender que son mecanismos para ayudarles a ellos mismos, no para el control de lo que hacen. Y no complica la vida porque a fin de cuentas se manda mucho, se juega a héroe y no se toca el bolsillo de nadie.

Publicado el día 6 de Febrero de 2004.


123.- Ideologías entretenidas Explicaba Rousseau (aquel filósofo francés del siglo XVIII que se hizo famoso, entre otras cosas, por defender que el hombre nace naturalmente bueno y que es la sociedad el que lo encadena y lo malea) que la propiedad apareció en el mundo cuando hubo un listo que un día cercó un trozo de terreno, dijo: esto es mío, y se encontró con gente tan simple y poco avisada que se lo creyó. Este nuevo horizonte produjo un cambio social absoluto y definitivo, y, para describirlo, tuvieron que inventarse un buen montón de palabras nuevas, tales como dueño, amo, capitalista y otras del mismo calibre. Y a partir de ahí empezaron los problemas. El primero y principal fue para ese mismo listo. Había que guardar la propiedad, que siempre hay por ahí algún rencoroso capaz de animar a todo el mundo a fastidiar el invento, y eso implicaba, cuando menos, un gasto extraordinario ya que parecía imprescindible rodear la tierra de centinelas y vigilantes, una solución costosa y bastante cara. Sin duda no podía bajar la guardia, nunca mejor dicho, en ningún momento. En esas condiciones resultaba imprescindible buscar un remedio que le dejara tranquilo por ser definitivamente eficaz, y que, además, no fuera especialmente caro. Y así se inventaron las ideologías. El amo se dio cuenta de que, si llegaba a modificar la conciencia de sus paisanos convenciéndola de que les era muy peligroso en si mismo atentar contra la propiedad ajena, no necesitaría guardas ni centinelas y tendría asegurado dominio y sosiego. Si conseguía asustarlos lo suficiente como para que se estuvieran quietos, sin necesidad de policía, el negocio era redondo. Y para eso lo mejor era asegurarles que los mojones, que delimitaban el territorio, estaban custodiados por seres mágicos que podían infringir terribles y durísimos castigos físicos y morales, como una enfermedad, la pérdida de un familiar y, si el desorden era generalizado, hasta una peste u otra pandemia espantosa, no sólo a quienes osasen invadir la finca, sino incluso hollarla y hasta pensar en ello. Es obvio que este nuevo sistema de salvaguarda cumplía sobradamente los dos requisitos propuestos: eficacia y economía. Por supuesto que para apuntalar el convencimiento colectivo tenía que hacer algunos dispendios, bien para pagar castigos a determinados paisanos más descreídos pero haciendo siempre que parecieran de origen mágico y propalando el rumor de que algo malo habrá hecho, bien también en fiestas para celebrar acontecimientos que le granjearan el respeto y el cariño de todos, pero todo eso eran pequeñas migajas en las que bien merecía la pena invertir. Al final el número de listos fue creciendo y creciendo, dando lugar a un nuevo orden social universal. Todos conocemos, por experiencia personal y ajena, lo relativamente fácil que resulta utilizar maniobras de distracción cuando estamos interesados en que alguien no se entere de lo que ocurre en verdad y esta estrategia es muy fácil de utilizar desde los ámbitos del poder. El caso es tener un enemigo, una excusa para controlar los cuerpos, las vidas y la conciencia de la gente de manera que no pueda tomar iniciativa. Así lo que comenzó con los seres mágicos para evitar que entraran en el terreno de sus legítimos propietarios, señalando claramente la distinción entre los buenos y los malos, luego pasó por la lepra, la locura, las herejías y otros muchos males, entre los que, por múltiples razones, el más rentable ha resultado sin duda el sexo. Durante siglos el peor pecado para la conciencia ha sido el del sexo, aunque el robo, sólo el de menor cuantía, el delito más frecuentemente castigado. Ahora, muerto el gran enemigo que era el comunismo que justificaba las grandes inversiones en armamento, los poderosos del mundo andan con el terrorismo y hasta han tenido la suerte de que, cuando en sus países el asunto empieza a languidecer por la fatalidad de las famosas, sin existir, armas de destrucción masiva, enseña un pezón una famosísima artista en un programa muy popular de la televisión. ¿Habrán financiado acaso la escena los poderosos o, quizá, los servicios secretos?

Publicado el día 20 de Febrero de 2004.


124.- Las preferencias políticas Que cada uno de los ciudadanos tenemos una manera de pensar propia es un hecho sin más. Que lo que de verdad creemos lo reconozcamos o no ante los demás, e incluso ante nosotros mismos, ya es otro asunto. Preguntarnos si estos pensamientos deciden o no nuestro voto es mentar la madre del cordero cuando hay unas elecciones a la vuelta de la esquina. Con una u otra profundidad, más o menos convencimiento, y desde luego una mayor o menor claridad de ideas, cada persona tiene alguna opinión sobre la vida y la muerte, los hijos y los vecinos, el aborto o las relaciones prematrimoniales, la bondad o maldad del mundo y de la gente, o lo que hace falta para ser feliz, si es que esto es posible. Podrá saber expresarla mejor o peor, con frases entrecortadas, refranes y medias palabras, o con un discurso culto y elegante, y vaya usted a saber de qué experiencias o reflexiones la habrá sacado, pero a nadie le falta lo que los sabios llaman una teoría personal, un conjunto de convencimientos que nos lleva a preferir unos puntos de vista sobre otros. A cada uno y a todos nos convencen más unas cosas que otras, nos inclinamos con más seguridad por unas u otras explicaciones y a esas cábalas o doctrinas les llamamos preferencias sociales, morales o políticas, según se refieran a unos u otros ámbitos de la vida. Es así como unos somos conservadores, otros progresistas y algunos revolucionarios (lo que no tiene que ver necesariamente con las derechas o las izquierdas) pero nadie podría vivir sin tener una explicación, propia o prestada, sobre el mundo, el dolor, el dinero, la mentira o el sexo. La pregunta del millón con todo esto es saber hasta qué punto todas estas teorías personales influyen en nosotros a la hora de ir o no a votar, o de hacerlo por una u otra opción. Aunque a primera vista pueda parecer lo lógico y lo coherente que estén relacionados ambos comportamientos, las preferencias y el voto, no siempre por supuesto ocurren así las cosas. Es más: con mucha frecuencia pueden ser incluso contradictorias ambas posiciones: lo que pensamos y lo que votamos. La explicación viene por la interferencia y el lío que producen los intereses porque una cosa son las teorías personales y otra muy diferente los intereses. Hay incluso al menos dos circunstancias en las que nos pueden hacer bajar del burro de nuestras creencias y decidirnos a votar algo en contra de lo que pensamos. La primera se da cuando estamos implicados en sus consecuencias. Podemos estar a favor de que los años de cárcel se cumplan íntegramente pero, si es nuestro hermano el implicado, votaremos seguramente a un partido que esté a favor de la redención de penas; y nos parecerá muy mal defender la legalización del aborto pero a lo mejor actuamos de otra manera cuando a una mujer cercana le sobreviene un embarazo no deseado o complicado. La otra circunstancia es justamente la opuesta: cuando no nos jugamos nada y nuestras creencias no afectan a nuestra vida personal. Así es como se explica lo que pasó con los millones de personas que se manifestaron en contra de la guerra: como el asunto nos queda muy distante de los avatares de cada día, manifestamos una oposición firme pero teórica y esa posición no repercute en unas elecciones en las que votamos por que consideramos que no interesa. Hablando de esto, el sabio y legislador de Atenas Solón decía a Anacarsis cuando éste le argumentaba que las leyes son simples telarañas ya que enredan un poco pero luego llegan los poderosos y los ricos y las destrozan hasta el último hilo: Los hombres cumplen los contratos cuando ninguna de las dos partes tiene interés en quebrantarlos. Yo he unido las leyes con los intereses de los ciudadanos, y así ellos creen que trae más ventajas el obrar con justicia que quebrantarlas. Cuando nos movemos con los intereses, el verdadero problema de fondo es averiguar qué es lo que nos puede resultar más rentable, si ser bueno o ser malo y éste es un ejercicio ideológico y una decisión que todo ciudadano se ve obligado a hacer en unas elecciones. Que, como tantas veces se ha dicho, al ser un acto civil, también tiene exigencias de la ética y la política, las mismas que se reclaman a los que ejercen las funciones públicas. Dicen los libros de historia que a Marco Porcio Catón los romanos lo detestaban por representar la honestidad y el ascetismo pero que siempre acababan votándole. Al ser el voto individual, cada uno sabría por qué. Publicado el día 5 de Marzo de 2004


125.- La corrupción universal Al hilo de la corrupción, cuenta Indro Montanelli el comportamiento político de Demetrio Poliocertes que, al final de la época de la Grecia clásica, estableció en Atenas un impuesto, justificándolo como gastos de jabón para su amante Lamia y que los guasones atenienses comentaban ¡caramba, qué sucia debe ser!. Bastantes años antes pero en la misma época fue famoso el proceso por corrupción al que sometió la democracia ateniense al líder político más importante de aquellos siglos Pericles. Y puestos a rebuscar en la historia acaba siendo un lugar común, casi desde que existen testimonios escritos, de personajes públicos que sufrieron para bien o para mal la acusación o la denuncia de haberse beneficiado de recursos públicos en el ejerció de sus responsabilidades políticas. Mucha gente recuerda en estos casos el poema de Mío Cid o las primeras crónicas de la conquista de Granada por los Reyes Católicos. Ahora en estas semanas, aunque envueltas en noticias de asuntos más inmediatamente dramáticos, están apareciendo bastantes informaciones sobre la actualidad y la presencia de la corrupción en cualquier parte del mundo. Además de las informaciones que podemos considerar habituales por tratarse de países en los que el soborno forma parte del organigrama organizativo con tal grado de tolerancia que parece sencillamente legalizado, como escondidos en los medios de comunicación se citan casos como la queja de ciudadanos de Irak que aseguran que antes al menos sabían lo que había que pagar al poder único hasta la preocupación de los responsables de la Unión Europea por el escandaloso nivel de corrupción, que casi sostiene al Estado, en algunos de os países que van a ingresar en los próximos meses. Desde el año 1995 una ONG, extrañamente poco popular, creada en Inglaterra expresamente para hacer un seguimiento de este fenómeno, Transparency International, elabora anualmente un Índice de Percepción de la Corrupción mediante el que intenta medir las dimensiones que alcanza en el mundo la corrupción administrativa, política y económica. Los resultados, expresados en un baremo que califica con un índice más alto según decrece el nivel de corrupción, sitúa en los puestos altos de la tabla con calificaciones muy próximas al 10 a países europeos nórdicos junto con Nueva Zelanda, Singapur o Canadá. En la parte baja con puntuaciones cercanas al cero, países no desarrollados como Kenia, Angola, Paraguay o Bangladesh. La misma agencia asegura no obstante que su método de evaluación de sondeos no arroja resultados exactos e irrefutables sino más bien una aproximación a la realidad. En esta escala España ocupa habitualmente un puesto entre el 20 y el 25, lo que traducido a puntuación equivale a una calificación de 7 puntos. Modos de corrupción los hay muchos y muy diversos. Algunos, como en el caso de las estafas, incluso simpáticos si no fuera por la injusticia que acarrean. Y también es muy diferente el tratamiento. Ha habido jefes de Estado, como Joaquín Balaguer en la República Dominicana, que se negó a subir el sueldo a sus cuerpos de policía con el argumento de que con la mordida tienen suficiente para vivir bien. Y hay analistas que reconocen que en México únicamente se hace obligatorio el soborno al agente de policía cuando se ha cometido una falta, por ejemplo de tráfico, y que si bien es cierta la ilegalidad de ese tributo, en el fondo tiene sentido porque mejora el comportamiento de la gente. La corrupción, entendida como el abuso de poder en beneficio propio, no es una conducta exclusivamente económica. Basta sencillamente elaborar una disposición o ejecutar el nombramiento de un responsable público por motivos espurios para que estemos en ese escenario. Y su facilidad la hace tan frecuente: no en balde la mediación en cualquier asunto, sobre todo si es público, reporta ventajas y está amparado por el poder, es una posibilidad adecuada y fácil para la utilización fraudulenta. Parece necesario, para que no se olviden los tejemanejes públicos con el ruido de otras tragedias y en el justo momento en que nos está lacerando, empezar a escribir mucho sobre ello de manera que pueda entrar junto con el hambre, las enfermedades curables y el terrorismo en el conjunto de males universales producidos por nuestras deleznables decisiones. No sea que el poder continúe envenenándonos con lo irremediable porque, como ya advirtió Borges, no hay hombre que fuera de su especialidad no sea crédulo. Publicado el día 19 de Marzo de 2004.


126.- ¡No quiero ganar! Lo normal en unas elecciones es ocuparse de lo importante, de sus resultados y de las consecuencias que éstos pueden acarrear para el país y para el conjunto de ciudadanos, además, naturalmente, de las circunstancias que rodean este acontecimiento que igualmente atraen el interés de la gente y de los especialistas. Después en un tono menor también suelen hacerse comentarios, a veces irónicos, sobre el nuevo reparto de poder que se produce entre los miembros de los grupos directivos que integran los diferentes partidos y agrupaciones: sobre los perdedores, que si quedan pocos huecos para colocar a tanta gente, y, en cuanto a los ganadores, qué procedimientos se están utilizando para contener la avalancha de supuestos, o reales, viajeros que vienen en el carro del vencedor. Todo esto es lógico, pero siempre nos acabamos olvidando del colectivo de militantes y simpatizantes, en mayor o menor grado e intensidad, que acompañan a los partidos antes, durante y después de las elecciones, y que desde luego, a lo mejor hasta sin quererlo, se van a ver afectados y mucho por el resultado de la votación. El perfil de los afiliados y los seguidores es sobradamente conocido. Incluso a lo mejor basta con mirarnos en nuestro propio interior o, como decía Antonio Machado, conversar con ese hombre que siempre llevo conmigo porque, más o menos, todos o casi todos somos hinchas de algún club, fieles de alguna idea vital, y ejercemos, o hemos ejercido, en alguna ocasión de número doce. En este sentido y desde el punto de vista material, unas elecciones, dejando a un lado su alto valor simbólico, están delimitadas por unos perfiles muy similares a los de una competición deportiva, que se refleja en el hemos ganado o hemos perdido, sin que hayamos pisado el terreno de juego. Una pena y una ventaja tienen los militantes de a pie y simpatizantes de los equipos perdedores, contrapuestas ambas a lo que le acontece a quienes se sienten de una u otra manera partícipes de la victoria de su partido. No han ganado pero tendrán un remedio para su pesar: en lo sucesivo no serán culpables de nada de lo que acontezca o deje de ocurrir en la vida pública. Formando parte de los que están alejados del poder, ya no tendrán que justificar el porqué de la carretera que no se termina nunca ni de la subida del paro o del aumento de los precios de la soja. Como no son de los del gobierno, podrán ir tranquilos a la oficina o a la taberna sin temor de que algún colega les culpe del desastre urbanístico, los atascos de tráfico o la peste porcina. Incluso podrán permitirse ser ellos los que inicien debates de este calibre cuando perciban la presencia de algunos de los ganadores. Mientras, aunque parezca lo contrario, el problema y el latazo es para estos últimos, los militantes y afines del partido que tiene que ocuparse del gobierno de los asuntos públicos. Casi sin haberse repuesto del todo de la fiebre del triunfo y apenas olvidada la cara de satisfacción que se queda en esas circunstancias, cuando empieza el día a día y los nuevos gobernantes comienzan a tomar decisiones, aplazar respuestas o priorizar inversiones, porque es obvio que todo no se puede hacer de golpe y al momento, surgen los primeros inconvenientes. Y así, no sólo tienen que aceptar de buen grado las decisiones de las nuevas autoridades por tratarse de los suyos sino que se ven obligados a transformarse en seguida en expertos en todo y sabedores de nada para defender ante los demás todas las decisiones del gobierno de las que por otra parte apenas tiene noticia más allá de lo que dicen los medios de comunicación. Habrán de estar pendientes de si algún vecino hace un viaje por el norte y luego viene quejándose del estado de las carreteras, o de si otro exporta algún producto perecedero a Europa por si se presenta una huelga de camioneros en Francia. Y desde luego tendrán que saber la inversión en las embajadas o lo que se gasta en Justicia. Mira lo que hace tu gobierno, le dirá más de uno cuando le suban algún impuesto o tarden en atenderle en una oficina pública. En general es casi imposible zafarse de situaciones de este tipo no sólo por las propias limitaciones de cualquier acción de gobierno sino porque en verdad, haga éste lo que haga, nunca llueve a gusto de todos y siempre se pueden hacer reproches. Por lo que al final ni unos ni otros quedan del todo contentos, lo que es una prueba más de que no es posible encontrar la felicidad en esta vida. Publicado el día 2 de Abril de 2004.


127.- Sobrentendidos Recientes acontecimientos de tipo social, político y también deportivo han colocado encima de la mesa, por repetición tal vez abusiva, una palabra que ha acabado poniéndose de moda y de la que de buenas a primeras se habla en todas las secciones de los medios de comunicación. Ya se sabe que las palabras también están sometidas a las leyes del mercado y producen valores de uso y valores de cambio, y esta posibilidad permite que de pronto se deslicen de manera reiterada en el lenguaje habitual términos y conceptos que andaban como dormidos en el diccionario. El vocablo de marras es autocrítica, y, aunque desde luego no es nuevo ni está recién inventado, en estos últimos tiempos se está utilizando por doquier referido tanto a la actuación social como a la práctica política y a la que podemos llamar social deportiva. El hecho es curioso como síntoma del uso de sobrentendidos que cada día utilizamos en nuestras conversaciones. En unas sociedades tan complejas como las industrializadas el uso de las palabras encubre multitud de intenciones y además está afectado de este laberinto y embrollo. Y puede verse cómo, por ejemplo, muchas veces decimos una cosa cuando en realidad queremos decir otras, lo que no significa que no se nos entienda perfectamente. En principio el término autocrítica se refiere, sin más y tal como lo dice el diccionario, a una acción que hace o puede hacer cualquier colectivo o cualquier persona analizando su propio comportamiento en el momento que le parezca conveniente o simplemente le plazca o le apetezca. Pero a esta palabra ahora le estamos dando un significado bastante diferente. Si nos fijamos un poco, con argumentos sobre la bondad y la conveniencia de pararse a pensar los errores que uno ha cometido en esta o aquella operación, lo que en el fondo se está queriendo decir cuando a alguien se le recomienda que haga una autocrítica es otra cosa muy diferente. De significar lo que es un ejercicio interior o interno y libre se ha pasado a representar una reprobación en toda regla, una crítica a aquellos colectivos o personas que, tras haber entrado en determinadas contiendas y competiciones, no han conseguido por las razones que sean el objetivo que se supone que se habían propuesto, es decir, han tenido resultados malos, o menos buenos de los que se esperaban o en todo caso han perdido sin más. De modo que decirle a alguien ¡hágase una autocrítica! viene a ser como castigarlo mirando a la pared. Y si ha sido muy malo, además de rodillas. Como sugiere Vicente Verdú, el ejemplo del Real Madrid es suficientemente expresivo: ustedes han fracasado, han dejado a sus seguidores con dos palmos de narices cuando todos los antecedentes les obligaban a otros resultados, todo el mundo está muy enfadado... ¡háganse una autocrítica!, es decir, ¡empiecen a flagelarse para purgar sus pecados!... El uso del idioma nos traiciona sobre manera. En el fondo queremos decir lo mismo que se ha dicho siempre pero cada vez complicamos más la forma y les damos más vueltas a lo mismo. Los sobrentendidos son un ejemplo muy ilustrativo de esta manera de actuar. Cuando decimos algo a alguien, no siempre decimos ni queremos decir lo que estamos diciendo sino otra cosa muy diferente. O sea, que utilizamos A pero en el fondo a lo que nos estamos refiriendo es a B. Lo que en una conversación no está incluido expresamente pero todo el mundo entiende de qué va la cosa. Una cosa es la que se dice, otra la que se quiere decir y una tercera lo que se trata de conseguir. Pero esto, aunque a primera vista parezca un lío tremendo, es lo que estamos haciendo cada día en cada conversación. Y aquí está el busilis: los listos son los que mejor se manejan en este lío y los que llevan las de ganar. En este debate del lenguaje está el dominio de los demás y de uno mismo, que también muy difícil controlarse por dentro y auto engañarse lo suficiente para estar a gusto con nuestra soledad. Augusto Monterroso, el escritor de la prosa concisa, serena y aparentemente sencilla ha explicado de manera extraordinaria estos índices de complejidad. En el monólogo del Bien éste se lamenta diciendo: el Mal a veces se esconde detrás de mi como el día en que el hipócrita Abel se hizo matar por su hermano para que éste quedara mal con todo el mundo y no pudiera reponerse jamás. Las cosas, dice, no son sencillas.

Publicado el día 16 de Abril de 2004.


128.- Las páginas de sucesos Dicen los estudiosos, y tiene todas las trazas de ser verdad como demuestran las historias y los textos literarios de las diferentes épocas, que las razones y las motivaciones que empujaban a los antiguos a tener unas u otras conductas son similares y vienen a ser las mismas que las que manejamos en nuestro tiempo. Los deseos que les incitaban en el contacto con los demás, los sentimientos que los embargan, los estímulos que percibían en las relaciones sociales y hasta los resentimientos que les llevaban a actuaciones lamentables tenían el mismo perfil que lo que nos ocurre a nosotros. Las descripciones históricas de cómo pensaban y se comportaban, tanto en los asuntos de cada día como en las grandes ocasiones, no difieren en absoluto de los modos que utilizamos los modernos aunque a primera vista pudiera parecer otra cosa. Y las obras de ficción narran los comportamientos y las actitudes de nuestros viejos colegas con argumentos que a fin de cuentas tienen plena validez aplicados a las querellas y las cuitas que nos ocupan hoy. Desde que nuestra especie se conformó más o menos a como somos ahora, siempre se amó, se odió, se olvidó, asesinó o sonrió por los mismos motivos y de idéntica forma. Y los celos, las frustraciones, las desconfianzas, las lealtades sirvieron para dirigir nuestra vida como ocurre hoy día. Ello viene a significar que el interés y las demás circunstancias de la conducta humana se mantienen lo mismo a través de los siglos y que lo único que ha cambiado son los contenidos o el marco general pero en todo lo demás estamos como el primer día. Basta echar una ojeada a las páginas de sucesos de cualquier periódico para darse cuenta de que los motivos que tuvo Caín para asesinar a su hermano aparecen cada día detrás otros muchos incidentes de sangre y dolor con unas u otras variantes. Y las tragedia griegas están llenas de símbolos, promesas, discusiones, amores y desamores que podría firmar cualquier autor teatral de nuestro tiempo. La especie humana, nuestra especie, tiene unos modos de comportamiento que no han variado sustancialmente a lo largo del tiempo. Hemos complicado los instrumentos con los que nos manejamos, de los que el lenguaje es el mejor ejemplo, creado instituciones, trámites, recursos y procedimientos a los que hemos de atender para hacer cualquier cosa que nos resulte de más o menos interés pero nuestras cuitas y nuestros impulsos siguen siendo, como en el chiste, los mismos de siempre, tan elementales y tan primarios como lo han sido siempre desde que empezamos a tener vida común. Es la sensación que produce leer aquella frase de Séneca cuando se quejaba de cómo, decía, se ha perdido la amistad y ya sólo interesa el dinero, una frase que cualquiera de nosotros hemos dicho u oído un montón de veces. Hace casi unos treinta años un etólogo de bastante importancia. Richard Dawkins, explicó que podía pensarse que, de la misma manera que hay unos agentes básicos, los genes, responsables de la evolución y de que los hijos se parezcan a los progenitores, algo parecido ocurre en cuanto a lo cultural, a lo que habitualmente señalamos como lo aprendido. Y llamó memes, una palabra que con modificaciones extrajo del griego y que significa imitación, a los elementos culturales que pasan de un cerebro a otro mediante la copia o imitación. Los memes son los comportamientos culturales que cada uno de nosotros asume desde que nacemos y que nos permiten interpretar el mundo a imagen y semejanza de los que vinieron delante. Los modos de expresarse, los tipos de fiestas y la forma de vestir, la manera de entender la vida y la muerte, los ritmos de la alimentación o la urbanidad de los saludos son otros tantos memes que la cultura ha fabricado a través de las generaciones que nos precedieron. De acuerdo con la terminología de ese autor, cada uno de nosotros somos el resultado de nuestros genes y nuestros memes. Por lo que se ve de todo lo anterior, parece que nuestros memes apenas han cambiado a través de los siglos aunque en algunas cosas utilicemos instrumentos más asequibles. Lo que, dicho de otra manera, viene a significar que poco o nada hemos mejorado en nuestra vida social y eso hay que reconocerlo sin paliativos de ningún tipo, entre otras razones porque, como ya ha dicho mucha gente importante, únicamente desde el reconocimiento de cómo son las cosas se pueden establecer mecanismos para que funcionen algo mejor. Publicado el día 14 de Mayo de 2004.


129.- ¡Ojo! Una trampa saducea Para descubrir la trampa saducea (nunca más apropiado este adjetivo), habremos de situarnos desde el principio: Valga esta relación de Gema Martín sobre lo que el Gobierno israelí de Sharon está haciendo con el pueblo palestino: separación de familias, destrucción de sus casas, negación de la dignidad como seres humanos, ausencia total de derechos civiles, torturas, asesinatos, asedios inmisericordes, destrucción de sus campos de labranza, aniquilación de su economía. Añadamos las iniquidades y las vilezas imposibles que en estos últimos días está cometiendo el ejercito israelí con sus muertos en manifestaciones y entierros, en el que ya es un campo de refugiados, hasta el punto de que el ministro de Justicia israelí haya llegado a decir el otro día que lo que están haciendo sus tropas le recuerda lo que sufrieron sus abuelos con la persecución nazi y ya se puede uno imaginar lo que le han dicho. Contemos también el valor añadido de la impunidad con la que se mueven por el mundo menospreciando e incumpliendo todas las resoluciones de Naciones Unidas. Y por poner una guinda trágica recordemos lo que dijo no hace mucho un general de máximo nivel cuando aseguró algo así como que el objetivo de éstas y otras acciones era que los palestinos se sintieran un pueblo verdaderamente humillado. Pues, a pesar de todo esto, un dato muy significativo indica que esos responsables no las tienen todas consigo y temen la ira definitiva de la opinión pública mundial. El asunto es que una especie de quinta columna está tratando de simular de manera sibilina un debate teórico para neutralizar las críticas directas y firmes que se lanzan contra las actuaciones que el actual gobierno está cometiendo con el pueblo palestino. ¿Está renaciendo en Europa, se preguntan algunos intelectuales, un nuevo antisemitismo? ¿es cada vez mayor el número de europeos que de una u otra manera están resucitando contra los judíos la inquina que acabó en el llamado holocausto?. Parece una pregunta muy sencilla de presentar pero encierra una trampa engañosa para quien no la clarifica antes de responderla. El asunto es muy grave porque, en primer lugar, sigue la estrategia que casi siempre tiene éxito a primera vista de simplificar las cosas para confundir al adversario. Es lo que técnicamente se llama un sofisma de este tipo: ¿La virtud y el vicio son acaso buenos y malos?. La segunda argucia o artimaña se llama, también técnicamente, argumento contra la persona y viene a ser algo así como acusar a alguien de deshonesto para que sus opiniones, si son contrarias a lo que se pretende, carezcan de valor: ¿Escudándose en las críticas a las actuaciones del actual gobierno y tomándolas como excusa, no estará extendiéndose por Europa un nuevo antisemitismo?. Pues a esto hay que contestar: taxativamente no, de ninguna manera. Nadie tiene nada contra lo que se llama los judíos porque eso, además de un insulto al pensamiento maduro, es de una simpleza tal que nadie en su sano juicio puede opinar así ni de los judíos ni de ningún otro colectivo o pueblo. Lo que sí está ocurriendo sin embargo es que, ante la impotencia del mundo por lo que está pasando y vista la complicidad real o supuesta que muchos judíos están teniendo con lo que está haciendo el gobierno de su país, éstos también empiezan a recibir las mismas críticas, los mismos denuestos y los mismos reproches. No los reciben en ningún caso por ser judíos sino por apoyar esa política, de la misma forma que los pueden recibir por el mimo motivo otros muchos ciudadanos, sean del origen que sea, que apoyen esta política. Un ejemplo lo aclara mejor: todos los analistas repiten una y otra vez que el presidente de Estados Unidos permite lo que está pasando porque teme perder el voto de los ciudadanos judíos de su país. ¿Acaso están de acuerdo con esos crímenes los miembros de la comunidad judías de USA y de otras partes del mundo?. En ese caso, no pueden quejarse que se les critique de la misma manera, al menos por su complacencia pasiva. Si los judíos de Estados Unidos, por seguir con el mismos ejemplo, exigieran a Bush una actuación más determinante para impedir lo que está pasando, ¿no se acabarían todas esas iniquidades?. Pues aunque hipotéticamente todos los llamados judíos del mundo estuvieran aprobando lo que está haciendo Sharon, ni siquiera en ese caso sería legítimo ser antisemita. Seguro que ninguna persona normal lo es. Y eso deberían saberlo lo que están tratando de confundirnos con preguntas capciosas para que apoyemos esa gran maldad. Publicado el día 28 de Mayo de 2004.


130.- Los presuntos "Desconozco lo que me está pasando últimamente. Pero de un tiempo acá he visto o me he enterado de muchas cosas. Por citar algunos casos más significativos, he descubierto que un vecino de la calle de más abajo resulta que se comporta muy mal con toda su familia hasta el punto de que abusa tanto de su mujer como de sus hijos de una forma tan lamentable y lastimosa que debería ser castigado severamente. Asimismo he sabido de buena tinta que una amiga mía es una estafadora empedernida y anda dando sablazos a todo el que se pone a tiro de su osadía y su atrevimiento. Y también que un compañero es un adúltero y otro un alcohólico aunque no se le note." "Y se otras muchas historias por el estilo que desde luego pienso ir contando con todo detalle en cuanto tenga la menor oportunidad porque me parece que deben denunciarse actitudes como éstas tan reprobables y tan censurables. Y aunque algunos buenos amigos me instan a la prudencia por si a lo mejor me equivoco y acuso a quien es inocente, mi decisión es firme y definitiva. Ahora bien lo que sí haré cuando llegue el momento de contar los resultados de mis pesquisas será, siguiendo el ejemplo tanto de personajes populares como de periodistas, poner delante de cada acusación el adjetivo "presunto" como garantía de que si me llevan al juez y me acusan de difamador, siempre podré defenderme con este arma infalible que me asegura la total impunidad." Esta confidencia tiene sin duda su sentido. No, por supuesto, por el deseo de contar a todos las maldades de sus vecinos, de sus compañeros de trabajo o de sus amigos que es algo habitual y cotidiano, sino por la cautela de agarrarse al término presunto para eludir, si llegara el caso, la acción de la Justicia ante la posibilidad de que alguno de los encartados le acusara, por ejemplo, de calumnia. Porque la verdad es que este término se ha convertido en una especie de talismán de forma que, con sólo citarlo, da la impresión de que cualquiera puede presentar como delincuente a quien le parezca, en la seguridad de que saldrá indemne de la refriega dialéctica. O al menos así lo parece. Tal vez por eso hay tanta gente que, utilizando el truco, no tiene inconveniente ante un micrófono, una cuartilla para un periódico, una cámara de televisión o un grupo de amigos, y con la mayor tranquilidad, en lanzar acusaciones contra quien le venga en gana, una tarea que, por otra parte y a falta de otros entretenimientos, ocupa muchos ratos de ocio. Y que es como una profesión en no pocas personas. El problema que plantea todo esto sin duda es harto complejo, entre otros motivos, porque nuestra cultura ha establecido con firme determinación que nadie es culpable hasta que lo sentencia un juez, lo que supone atribuirle a este funcionario la capacidad de distinguir lo que es verdad de lo que no lo es. Y en asunto de verdades, como de amores, la cosa puede resultar cuando menos enredosa. Cuando de la misma forma que hay amores verdaderos, medios amores y hasta amores propios y ajenos, hay cosas como más verdaderas que otras y hay verdades a medias que suelen ser las más rotundas, eficaces y sobre todo, convincentes. Cuando éstas se afirman, se corre el peligro, como recordaba Antonio Machado, de que se miente dos veces si se dice después la otra mitad. A la palabra presunto le está pasando lo que a los términos sanción o discriminar que han pasado al lenguaje común sólo en su acepción negativa. Y así de la misma forma que nadie dice que se le ha sancionado o discriminado con un premio, poca gente asegura de alguien que es un presunto virtuoso, un rico presunto o un presunto valiente. Este uso generalizado está creando tres categorías de personas: las inocentes, las presuntas y las culpables. Y considerando que el primer grupo apenas lo integran algunos selectos, si es que los hay, y que tampoco son muchos desde el punto de vista estadístico declarados culpables por los jueces, todos los mortales somos presuntos de algo. Y así habría que sustituir la doctrina de que todos somos inocentes por principio, por otra que asegure que casi todas las personas son presuntas por principio. A finales de la Edad Media un general dirigía el asalto a una ciudad en la que se habían refugiado un buen número de herejes a los que intentaba eliminar. Cuando le preguntaron sus oficiales cómo iban a distinguir a los buenos de los malos, el general no se anduvo con chiquitas y les dijo: "Matadlos a todos, que Dios distinguirá en la otra vida a unos de los otros." Es decir, todos eran presuntos.

Publicado el día 25 de Junio de 2004


131.- Los otros políticos. ¿Quiénes son? Los usos del lenguaje muchas veces no son clarificadores. Con más frecuencia quizá de lo razonable y sin que apenas nos demos cuenta, nos confunden, nos despistan, nos meten en trampas de manera que decimos lo que no queremos y no debemos decir o, por el contrario, dejamos a un lado aquello de lo que sí es justo hablar. Donde se produce este fenómeno con más frecuencia es en el terreno resbaladizo de la vida social, especialmente en esta época en la que se están dando tanta variedad de relaciones amorosas, pero más en concreto en el ámbito de la política. Cuando, por ejemplo, nos referimos a los políticos y utilizamos esta palabra, de entrada nos parece que todos sabemos de qué estamos hablando pero, si analizamos la significación que le damos, las cosas no son tan claras ni muchísimo menos. Ya sabemos que político es una palabra que a mucha gente le quema por las connotaciones y las referencias no siempre positivas que arrastra y que por eso, en cuanto les es posible, niegan ser o ejercer como tales. Sin embargo no todo el mundo lo percibe de la misma manera. Todos conocemos a muchos políticos que no sólo no rehuyen esta calificación para su trabajo sino que la aceptan, convencidos de que llevan a cabo una tarea de atención a los asuntos públicos que tiene, como mínimo, la misma consideración que cualquier otra ocupación de tipo social. Pero hay que reconocer que muchos responsables públicos no dudan en negar de manera categórica que forman parte de esa clase o grupo. Yo no soy político, dicen sorprendentemente, en cuanto encuentran una oportunidad, personas a las que ve uno manejar poder público real sobre alguna colectividad, utilizar fondos del Estado o ejercer algún tipo de liderazgo social. Son los otros políticos. Los que lo son y lo niegan. Ejemplos suficientes los tenemos a nuestro alrededor: basta con asomarse a la prensa local diaria. La insistencia en mantener esta posición ha tenido como consecuencia un uso demasiado restringido y restrictivo de esta palabra, lo que permite que en el lenguaje familiar queden en la sombra, como fuera del terreno de juego, una multitud de instituciones y de responsables públicos cuyo perfil y cuyas tareas difícilmente deban excluirse de esa denominación. Si acordamos que con esta palabra nos referimos más o menos a esas personas que atienden y dirigen temas generales de la comunidad, gobiernan y toman decisiones que afectan a la colectividad, manejan fondos públicos, militan o están teñidos de manera diáfana o encubierta de color político partidista, y tienen una legalidad propia de origen (porque han sido elegidos mediante votación o están nombrados por éstos), mal que les pese hay que empezar a llamar políticos a mucha gente que lo rechazan ya que el catálogo de personajes que se acomodan más o menos a este perfil en ningún caso se agota con los que llamamos políticos. En la conversación dejamos fuera de esta categoría a montones de personas que reúnen todos los requisitos enunciados. No sólo son políticos los políticos. Las Federaciones deportivas representan un modelo preciso de esta situación descrita. Sus dirigentes no son catalogados en el lenguaje de cada día como políticos pero cumplen sobradamente todos los requisitos arriba citados. Si nos fijamos, por ejemplo, en la más conocida y de mayor influencia social, la de fútbol (al margen de su definición jurídica, que eso es otro asunto para expertos) esta Federación toma decisiones que afectan de una u otra manera a docenas o cientos de miles de ciudadanos (que se lo digan a los aficionados y seguidores de cualquier club de cualquier categoría) alterando incluso los ritmos laborales de todo el país, vive de los presupuestos generales del Estado y, cuando no es así, sus negocios, por llamarles de alguna manera, son los resultados de la venta de la marca España, que vaya si tiene que ver con todos nosotros. Cuando organiza un partido internacional, maneja para su beneficio la bandera, el himno, los colores y el nombre de España, en definitiva, los símbolos que nos caracterizan a todos los españoles, incluyendo a aquellos que maldicen del fútbol y su parafernalia. Vistas así las cosas, ¿se pueden excluir del término político a los directivos de esta Federación?. Publicado el día 9 de Julio de 2004.


132.- Los otros políticos. Sus ventajas Todo alcalde, por pequeña que sea la localidad que gobierne, tiene que sufrir el acoso legítimo y necesario de la oposición. Los otros políticos, los que alardean de no serlo aunque lo ejercen en su modo de gobierno y en cada decisión que toman, no sufren esa molesta incomodidad. En la Real Federación Española de Fútbol, por ejemplo, cuyo presupuesto supera sin duda al de cada uno de casi todos los Ayuntamientos y cuya incidencia social y pública es tan considerable, no hay oposición, lo que no significa que no se haga política. Se toman las decisiones con la ventaja de no sentir ese incómodo cosquilleo. Lo ocurrido estos días así lo demuestra: el desastre deportivo de Portugal sólo ha producido el cese del seleccionador (como si fueran fondos privados de un particular, se desconoce en qué condiciones laborales y económicas), la contratación de otro y ya está resuelto el problema: Ni debates, ni justificaciones, ni discusiones, votos de censura o peticiones de dimisión. En esta entidad nadie explica el uso político de los dineros, públicos o adquiridos con la marca España. Nada. Si hubiera habido una oposición, los directivos no habrían podido actuar de esa manera tan cómoda. No hay gestión pública sin responsabilidad pública, es decir, política. Cuando un miembro de la clase política dice o hace una tontería o una maldad, sufre los naturales controles de las instituciones públicas. Pero no es así lo que ocurre con los otros políticos, los de tantas entidades, instituciones y colectivos que evitan entrar en el catálogo molesto de entes políticos pero que en su actuación ordinaria cumplen los requisitos que les caracterizan como tales. En ellos se atienden y dirigen temas generales de la comunidad, se gobierna y se toman decisiones que afectan a la colectividad y se manejan fondos públicos, los directivos militan o están teñidos de manera diáfana o encubierta de color político partidista, y tienen una legalidad propia de origen. Otra cosa es que sus dirigentes lo nieguen, bien porque no quieran asumir el uso a veces peyorativo del término político, bien porque deseen liberarse de las cargas que supone todo el entramado de la gestión política. El sistema de elección es un ejemplo muy a la mano para poner en evidencia el falso sustrato democrático que rodea todo este tinglado. Por seguir con el mismo ejemplo, el de la Real Federación de Fútbol, mientras son cientos de miles los seguidores de este fenómeno más social que deportivo (la mayoría de ellos organizados en peñas que los clubes conocen, estimulan, controlan y favorecen); decenas de miles los practicantes del juego que tengan ficha federativa de una u otra clase, mas árbitros y demás personas que ejercen algún tipo de soporte administrativo, sólo eligen al presidente de la entidad rectora 180 personas. Al margen de que sea verdad lo que dijo un medio de comunicación no escrito que el actual equipo había invitado espléndidamente en Portugal a casi la mitad de los votantes, un sistema de elección de segundo nivel como éste deslegitima la funcionalidad y la tarea de esa institución. Estamos retrocediendo unos siglos, a la época de los Grandes Electores Europeos. Con muchos matices en cuanto a grado de responsabilidad pública (no es lo mismo el club de los aficionados a los trenes que aquella asociación o agrupación que vive amparada de una u otra manera en las ayudas de los presupuestos del Estado), la ambigüedad y la confusión que hay en este espacio social permite a mucha gente camuflarse como si lo que hace fuera una actividad privada cuando está ejerciendo un poder real en la sociedad, con una tonalidad política u otra que en bastantes casos está encubierta en una especie de limbo político. Es la ventaja con que tratan de jugar muchos de los otros políticos. Podríamos preguntar, por ejemplo, a un seleccionador nacional de cualquier especialidad deportiva si, al margen de la técnica, su tarea es política o no, y es bastante probable, por no decir seguro, que niegue poseer esa categoría y que hasta se escandalice de la pregunta. Pero no podemos olvidar que es un profesional costeado por dinero público, que toma decisiones y gestiona fondos del Estado, y que maneja los símbolos de España.

Publicado el día 23 de Julio de 2004.


133.- Tabaco y soltería ¡El tabaco ha subido de categoría! No de precio, que eso es una pura escala mercantil y de escaso interés teórico aunque perjudique las cuentas de cada uno de los que lo utilizan. El ascenso lo ha sido de jerarquía teórica e ideológica y, aunque este discurso suene un poco a metafísicas y palabras hueras, es conveniente recordar cómo las doctrinas acaban afectando a nuestra vida más cotidiana, de cada día, mucho más de lo que a primera vista pudiera parecer. Porque, por poner un par de ejemplos, se empieza justificando filosóficamente que los animales son máquinas hechas por Dios, tan perfectas que parecen vivas, y se acaban justificando los infinitos maltratos que vemos cada día. O decimos que no podemos perder dinero porque eso supone despedir a trabajadores y seguimos permitiendo la explotación de los niños que trabajan, o la basura que soltamos por las pantallas de la televisión. Ha ocurrido que, de pronto, fumar ya no es sólo una acción malvada, reprobable, vil y maléfica, y el fumador un consumado felón y truhán, como dirían los antiguos. A lo que se ve, fumar es desde ahora un criterio moral, un sistema de referencia de valores y, derivado de esta nueva posición, un principio social, un canon y una guía para la forma de vida y hasta un indicador sanitario. El hecho es que acaba de salir en los medios de comunicación una reseña que cuenta que, producto de una investigación en el Reino Unido, se puede asegurar que la mala vida en la soltería es tan peligrosa como el tabaquismo, lo que convierte a éste en un relativo de conducta, negativo desde luego pero a fin de cuentas reforzado como tratamiento teórico. La soltería, por el contrario, en esta investigación no sólo no queda bien sino que resulta seriamente menoscabada en su imagen pública, lo que por otra parte no debe sorprender porque es lo que casi siempre ha ocurrido. La verdad es que a lo largo de la historia la soltería no ha tenido casi nunca buena imagen. Unas veces por unas razones y en otros casos por otras, casi todas las culturas han mirado con malos ojos la situación social del soltero. En las antiguas, por ejemplo, los hombres que renunciaban a la boda eran vituperados sin más pamplinas. (Otra cosa son las mujeres cuya soltería, con carácter general, siempre se entendió como una calamidad, un drama, dice Manuel Fernández Álvarez, hasta mediados del siglo XX: mirada con recelo, tratada con fastidio, viendo en ella una carga para la familia y una alarma constante mientras se mantuviera joven y atractiva ya que en su pureza descansaba el honor familiar). En Esparta, una de las ciudades-estado más importantes de la Grecia de hace algo más de veinticinco siglos, los hombres que no querían casarse eran declarados infames por ley y obligados, incluso en el tiempo más frío, a pasearse desnudos fuera del lugar donde la juventud practicaba sus ejercicios y danzas. En Israel el matrimonio se consideraba un deber, con la presión social derivada para la soltería. Y, como éstas, se pueden encontrar montones de referencias. Al margen del trabajo en sí y de las conclusiones a que ha llegado, dos son por tanto las creencias que encierra esa referida investigación. Una, que tanto la soltería (en este caso no por consideraciones morales, incluyendo las demográficas como en la antigüedad sino por lo que se supone que implica de desorden de vida) y el tabaco son dañinos para la salud, producen enfermedades y, además, acortan considerablemente la vida, de lo que ya teníamos noticia en lo del tabaco pero desconocíamos más o menos respecto a la soltería. Sin embargo lo más significativo es la otra deducción: considerar el tabaco como referente moral, sanitario y social. ¿Son las mismas enfermedades las que produce el tabaco y la supuesta vida disoluta de los solteros? ¿parecida probabilidad de muerte? Pues habrá que buscar en la escala de faltas (graves, más graves, leves...) un sitio para el tabaco, que el diccionario tendrá que aceptar. Porque afirmar sin más que los riesgos de un soltero pueden ser "similares a los de un fumador" no parece una expresión rigurosa. Si no nos lo aclaran un poco más, quienes lo tienen difícil son los solteros que fumen. Y no digamos nada de los casados que ocultamente traten de hacer cosas de solteros y, para colmo, fumen también.

Publicado el día 3 de Septiembre de 2004


134.- La guerra. Algunos datos (1) Cuando hablamos de la guerra o nos dedicamos a estudiarla y a discutir sobre ella, la mayoría de las veces nos ocupamos de su moralidad, de su ética y sobre todo nos analizamos y proponemos cómo deben o deberían ser las cosas, si su ejercicio es honesto o no, o si hay o no guerras justas. Y adobamos estas reflexiones con datos históricos y políticos. Pero casi nunca se nos ocurre preguntarnos y tratar de averiguar cuestiones como por qué existe la guerra, si puede o no evitarse con carácter general, y si es algo que lo humanos hemos hecho siempre, desde el principio de nuestros tiempos, y en todas las partes del mundo, en todas las culturas y en todas la civilizaciones. De la contradicción de cómo una especie, que se considera tan superior y con una capacidad intelectual mayor que el resto de los seres vivos, produce una actividad tan atroz como ésta sin mayor sonrojo y como si fuera una manera natural de comportarse. O de cuáles son las motivaciones y los condicionantes sicológicos, sociológicos o mentales que dan origen a este comportamiento. ¿Es evitable la guerra? No ésta o la otra, que desde luego es sin duda posible, sino la actividad convencionalmente llamada guerra. En Brasil mueren cada año unas 30.000 personas por balas pero cuando utilizamos el término guerra nos referimos a otra cosa y todos sabemos muy bien de qué estamos hablando: un acto de fuerza que se lleva a cabo para obligar al adversario a acatar nuestra voluntad, según la definición del que dicen que es el mejor teórico sobre este asunto Karl von Clausewitz. ¿Es evitable la guerra o, por el contrario, forma parte de nuestros instintos como la necesidad de comer, beber o aparearse? Es una creencia muy generalizada que los instintos tienen una fuerza tan brutal en nuestros actos y en nuestros hábitos que es muy difícil o casi imposible conseguir dominarlos. Si esto es así, pocas esperanzas nos pueden quedar de un futuro pacífico y, en ese caso, apenas tienen utilidad los alegatos, las prédicas y los sermones, los libros sobre su inmoralidad y las teorías pacifistas, salvo para tranquilizar las conciencias de quienes las utilizan. No es que esté mal, ni muchísimo menos, discutir sobre la moralidad o inmoralidad del uso de la guerra como forma de resolver los conflictos pero también parece razonable analizar qué fuerzas internas, individuales o colectivas, nos llevan a esa realidad de cada día. ¿Por qué hacemos la guerra?. Los datos de que disponemos, repasando la historia de nuestras hazañas, no son muy alentadores: desde el año -3600 hasta mediados del siglo pasado hay documentadas, según el profesor Jacobo Muñoz, 14.351 guerras, no habiendo disfrutado la humanidad durante ese largo período de más allá de 292 años de paz. En el trascurso de 3.357 años se firmaron unos 800 tratados permanentes de paz sin que ninguno durara, contra lo estipulado, más de 10 años. Sólo en 1989, por ejemplo, tuvieron lugar 92 conflictos bélicos. Y la historia viene de lejos: el antropólogo americano Marvin Harris dice que la primera prueba arqueológica realmente fiable de la existencia de la guerra es la construcción de aldeas y poblaciones fortificadas, que la más antigua es el Jericó prebíblico, donde allá por –7500 ya se había construido un complejo sistema de murallas, torres y zanjas defensivas o fosos, de modo que no quedan dudas de que ya entonces la guerra era una parte importante de la vida cotidiana. Lo más probable es que después del desarrollo de la agricultura en lo que hemos llamado el neolítico, hace unos 10.000 años, la guerra tomara más presencia y fuera un recurso más frecuente. Incluso el origen de la palabra paz (entendida como contraposición concreta a guerra) viene, tanto en latín como en griego, de un verbo que significa clavar o pinchar y está referido a las lanzas que se hincan en el suelo cuando dejan de utilizarse como armas contra el enemigo. Tiene dos posibles interpretaciones: una, la más pesimista, convierte a la guerra en un estado natural, siendo la paz únicamente una excepción; las lanzas se clavan como para descansar de la actividad ordinaria. La otra, algo más esperanzadora, hace referencia al posible pacto que se trasluce detrás del parón de las hostilidades. Pero sólo eso, que no parece demasiado.

Publicado el día 17 de Septiembre de 2004.


135.- La guerra. Sus ventajas (2) ¿Por qué la guerra?.¿Por qué ese fenómeno tan habitual, tan omnipresente que acaba siendo casi rutinario, a lo largo de la historia de la humanidad?. ¿Qué fue lo que hizo posible que la guerra apareciera en nuestra especie, tan privilegiada, tan inteligente y tan racional?. Razones muy poderosas han debido originarla porque una institución de ese calibre, que de entrada aseguraba dolor, sangre y muerte y se ha convertido en una de nuestras ocupaciones principales, no hubiera tenido posibilidad alguna de consolidarse si no hubieran mediado circunstancias muy significativas. En la opinión de los expertos los antiguos, o las sociedades organizadas en bandas y aldeas, como dice el antropólogo americano Marvin Harris, emprenden la guerra porque carecen de soluciones alternativas a ciertos problemas que se les planteaban. Es, a modo de ejemplo, el argumento que más de uno utilizaría refiriéndose a Gibraltar: quien esté convencido de que la geografía produce propiedad y adorne esta certidumbre con una ración de nacionalismo pensará que si ningún procedimiento ha conseguido no ya resolver sino ni siquiera hacer avanzar la crisis hacia alguna solución, no queda más salida que hacer la guerra. Desde luego, simplificando, las guerras les resolvían al menos dos problemas. Si un grupo conseguía expulsar a sus vecinos o diezmar sus efectivos, habría más territorio, más tierra a disposición y naturalmente más pescado, más carne y más medios de subsistencia. Al mismo tiempo (éste es el segundo problema que arregla), en una época en la que los anticonceptivos no ofrecían plena seguridad, permitían resolver problemas demográficos y facilitaban especialmente el infanticidio femenino. Por supuesto que ello no era conscientemente buscado ni provocado pero en un mundo tan marcadamente masculinizado la guerra se convertía en la excusa de esa discriminación. Es lo mismo que pasa, entre otros procedimientos, en lo que los antropólogos llaman la pauta de negligencia, es decir, una especie de menor atención y cuidado a las niñas que a los varones y que causa este efecto. No es que la guerra en sí misma causara el infanticidio femenino sino que sin la presión reproductora ni la guerra ni el infanticidio femenino se habrían extendido. Hoy es perfectamente conocido el caso de países y civilizaciones como China o La India en donde se vive este mismo problema o en culturas como las de los esquimales. De la existencia de estas ventajas principales y otras de menor rango, puede deducirse que la guerra es ventajosa porque ha tenido éxito en la selección natural en la lucha por la existencia, sobre todo con la prebenda de la despersonalización que supone este ejercicio. Pero, claro, el problema de todas formas es el resultado. Cuando un colectivo político, tanto las sociedades organizadas en bandas y aldeas como las sociedades de nivel estatal, decide desencadenar una guerra, sólo la ejecuta cuando está convencido de que lo que arriesga tiene algún equilibrio con los beneficios que puede conseguir porque las bajas, en términos de macroeconomía, no son rentables y puede ocurrir lo que a aquel general romano, Pirro, que ganó más de una batalla pero con tales pérdidas humanas que no le supusieron ningún beneficio. En este sentido la guerra es simplemente un negocio en el que se puede ganar y se puede perder y en la previsión de resultados está el escollo. Aunque a veces el tiro, nunca mejor dicho, puede salir por la culata, que es exactamente lo que le ocurrió, allá por el siglo VI de la era antigua, a Creso, último rey (ahora se verá por qué) de Lidia, un país situado dentro de lo que hoy es Turquía. Lo cuenta el historiador griego Heródoto: Creso estaba decidido por una serie de razones a atacar a Ciro, rey de los persas, y para garantizarse el éxito de su aventura resolvió consultar al oráculo que le ofreciera más garantías. Después de una serie de pruebas fue elegido el de Delfos que le aseguró que, si emprendía la guerra contra los persas, destruiría un gran imperio, como así ocurrió. Pero el imperio destruido fue el suyo, no el de Ciro. El oráculo, que no debía saber mucha gramática, no ordenó bien la frase de manera que el sujeto (el que iba a destruir) acabó siendo Ciro y no Creso que pasó a ser complemento directo y por tanto el que sufrió la derrota. Esa es la razón por la que fue el último rey de los lidios. Publicado el día 1 de Octubre de 2004


136.- La guerra. Si es por instinto (3) Hasta no hace mucho tiempo las explicaciones más clásicas para aclarar el origen del fenómeno de la guerra achacaban este acontecimiento a que el ser humano belicoso o agresivo por instinto o por naturaleza. Para este dictamen tenían presente que somos un animal que mata por vanagloria y hasta chulería, por deporte, por venganza, o por puro amor a la sangre, a lo que hay que añadir la aciaga y funesta manifestación de la crueldad, algo prácticamente único entre todos los seres vivos. Pero ¡claro! si las guerras son causadas por instintos homicidas innatos, poco podemos hacer. Por más que recordemos los códigos morales, organicemos manifestaciones o escribamos bellos y convincentes discursos, esteremos envueltos en acciones bélicas por todas partes. Sólo si son provocadas por razones culturales y no por causas genéticas nos será posible reducir su amenaza, con mayor o menor dificultad, siempre que modifiquemos por supuesto estas comunidades de práctica. ¿Es la guerra una derivación automática de la agresividad, una forma de comportamiento natural? Especialmente en los casos en los que no se ve beneficio claro ni ventaja con lo que se está haciendo, la tentación más fácil es atribuir esta desgracia a una especie de instinto de muerte del que, unos más y otros menos, todos participamos. Incluyendo el significado convencional que le damos a la palabra instinto, a pesar de su origen científico, en la conversación familiar. Así decimos instinto maternal o instinto gregario, que los pájaros hacen los nidos de manera instintiva o que los peces se aparean por ese mismo motivo. Sin embargo las cosas no son tan sencillas ni tan directas. Cuando los sicólogos hablan de instintos, se están refiriendo básicamente a una conducta que se requiere que sea innata, es decir, sin experiencia o aprendizaje ninguno; compartida por todos los miembros de la especie; y que se desencadena de manera automática y casi mecánica por encima de la voluntad y la decisión de cada individuo, que es como obligatorio e imposible de evitar. Y éstos, junto a otros, son requisitos que se han de dar para que podamos referirnos a este tipo de comportamiento. Sin embargo hoy los científicos casi no hablan de instintos. Durante mucho tiempo se abusó tanto de esa palabra que llegó a aplicarse a cualquier conducta aparentemente espontánea a la que no se encontraba explicación, entendiendo que unos mecanismos naturales con los que se nace producen ese tipo de comportamiento. Por el contrario ahora se sabe que la mayoría de las llamadas en épocas pasadas conductas instintivas requieren alguna forma de aprendizaje, a menudo muy considerable. El hacho del aborto, referido tanto a algunas tribus primitivas como a la misma sociedad actual, puede servir como ejemplo para ver hasta qué punto el amor maternal es el resultado de valores y procesos culturales que tienen muy poco que ver con la herencia biológica. Si lo que se llama el instinto maternal lo fuera así, nunca podría tener ninguna excepción. Como dice Marvin Harris, en el caso de la guerra se han dado bruscos cambios de una conducta belicosa a una pacífica en un par de generaciones sin que exista el más mínimo cambio genético y, al revés, como la repentina conversión de los israelíes supervivientes del régimen nazi en una sociedad fuertemente militarizada. En el fondo el problema que se plantea con todo estos asuntos es cuál es el nivel de lo aprendido en la conducta y cuánto viene embarcado en nuestros genes. Los sicólogos prefieren hablar hoy mejor de lo que llaman pautas fijas de actuación, es decir, comportamientos dentro de cada especie más o menos similares pero nunca absolutamente idénticos sino adaptados y modificados según el hábitat, el medio ambiente o las posibilidades reales. Cuenta el sicólogo José Luis Pinillos cómo unas hormigas argelinas trasladadas a Suiza modificaron el diámetro de sus túneles para contrarrestar el nuevo grado de humedad del terreno. Con esta nueva perspectiva, la mayoría de los expertos considera que no existe un instinto para la guerra. Ésta es en todo caso una pauta fija de actuación aprendida como desarrollo de las tendencias defensivas y agresivas de la especie humana. Lo que en principio abre una pequeña puerta a la esperanza de que la guerra no sea inevitable.

Publicado el día 15 de octubre de 2004.


137.- Si la guerra es universal (4) Para aclarar en lo posible si las malditas guerras, que diría Julio Anguita, son inevitables o no, resulta necesario referirse a tres aspectos relacionados con ella. El primero es que los sicólogos actuales utilizan con mucha prudencia la palabra instinto, aunque sea de uso común en nuestras conversaciones familiares, porque piensan que son muy pocos los comportamientos en los que no influyen la cultura o las costumbres. Y así defienden que la guerra es una creación más o menos consciente de la especie humana que, aunque a veces ofrece sus ventajas colectivas y casi nunca individuales, no por eso estamos irremisiblemente empujados a hacerla. Más bien es, como se dice ahora, una pauta fija de actuación, una manera muy fuerte de comportamiento pero en ningún caso algo inevitable. Para corroborar y comprobar esta opinión, conviene y es muy útil averiguar dos cosas complementarias. La primera si la guerra es un fenómeno universal que se da en todas las culturas, todas las civilizaciones y toda la historia, en cuya caso malas perspectivas tendríamos. Y además hay que saber si en la lucha por la existencia siempre son más fuertes los que hacen la guerra, lo que tampoco nos permitiría el optimismo. Todo ello, por supuesto, dentro de lo que se llama la Ley Universal de la Vida que dice que el requisito para que unos vivan es que otros mueran, lo que produce una especie de agresividad universal por el simple deseo de sobrevivir que poseen todos los seres vivos. En cuanto al primer asunto, que la guerra sea un fenómeno universal, es suficiente con saber, y sin necesidad de hablar de lo que pasa hoy en nuestro planeta, que hay culturas antiguas que resuelven sus diferencias sin necesidad de recurrir a la guerra. En cualquier manual de antropología que puede conseguir quien tenga algún interés en buscarlos, aparecen listas y relaciones de pueblos que nunca han practicado esta forma de resolver sus problemas y su agresividad. Además de los kung o los sambias, por empezar por algún sitio, se citan ejemplos como los de los indios cuaquiutel, que zanjan sus diferencias mediante fiestas en vez de peleas. Los indios zuni o ciertos esquimales resuelven sus conflictos interpersonales a través de concursos de canto, en que los votos de la mayoría designan al vencedor. Y los habitantes de las islas Andamán, cerca de la costa de la India, los shoshoni de California y Nevada, los yahgan de Patagonia y otros muchos más desconocen la guerra. Y, junto a esto, actuaciones que si en principio pudieran denominarse guerra, en el fondo no son más que ritos que alguno llamaría juegos. Como los grupos de una islas, de complicado nombre, al norte de Australia que después de estar formados para iniciar el combate, unos ancianos echaban en cara a gritos sus agravios y a continuación empezaban a arrojar las lanzas con las previsibles consecuencias de que por su edad no iban a herir a nadie por su falta de precisión. Pero lo más sorprendente para nuestra concepción de la guerra es que en cuanto alguien es herido, una vieja aparentemente ajena a la cuestión que pudiera pasar por allí por casualidad, la lucha se detiene de inmediato hasta que ambos bandos evalúan las implicaciones de este nuevo incidente. A su vez tampoco los animales, dicen entre otros el sociólogo Salvador Ginés, ejercen este tipo de actividad. Estas especies animales, es decir todas manos la nuestra, son inmunes a este tipo de conflicto y su agresividad nunca va dirigida a su propia especie, excepto en forma de contiendas y riñas relacionadas con sus jerarquías internas. Únicamente esto ocurre cuando se introducen presiones ambientales muy agudas, confirma el premio Nóbel, casi el mayor experto de la historia en el comportamiento de los animales Konrad Lorenz. El tercero y último argumento para mostrar que la guerra no es a fin de cuentas un instrumento imprescindible en la lucha por la existencia (lo que los expertos llaman la selección natural) que no es inevitable ni la única alternativa posible para resolverlos problemas con que se encuentran estos pueblos para la supervivencia es que habrían desaparecido definitivamente mientras pervivirían los belicosos, los guerreros. Publicado el día 29 de Octubre de 2004


138.- La guerra, un punto de vista Lo malo de la guerra es que entre todos la hemos hecho tan importante que ahora es casi imposible quitarla de en medio. Cavernícolas con bombas nucleares dice que somos un antropólogo americano, Paúl Roscoe, que lleva años analizando el fenómeno de la venganza en sociedades tribales. Argumenta que al hacer la guerra incluso actuamos contra los intereses de nuestra especie a la que podemos destruir nosotros mismos con las armas de que disponemos hoy. La guerra es típica de primates poco evolucionados, asegura Eduard Carbonell, codirector de Atapuerca. Y Margaret Mead: que la guerra no es una necesidad sino una invención cultural Es obvio que a este situación no hemos llegado de improviso y como si nada. Hace ya demasiado que la guerra ha sido considerada un valor supremo, positivo y enaltecedor en muchas culturas, en muchas épocas y en bastantes civilizaciones; que grandes e ilustres representantes del pensamiento han compuesto loas y utilizado argumentaciones para demostrar sus reales o supuestas virtudes; y que la opinión pública y común ha aceptado y reforzado esta forma de pensar. Ejemplos de culturas militaristas los hay a montones. Entre las antiguas una de las más famosas y conocidas fue la ciudad-estado de la Grecia del siglo V antes de nuestra era Esparta en la que el único asunto de un ciudadano era la guerra para la que era educado desde la infancia. Los niños enfermizos eran eliminados. Nada de educación cultural o científica: el único objeto era formar buenos soldados, enteramente entregados al Estado. Y si hablamos de personajes que han encumbrado las maravillas de la guerra, por elegir alguno entre miles, puede valer uno de los cuatro o seis filósofos que los expertos consideran más significados en la historia del pensamiento humano, Hegel. Este autor alemán, a caballo de los siglo XVIII y XIX, no sólo decía que la guerra es el estado en el que tomamos en serio la vanidad de los bienes y cosas temporales, sino que se oponía a la creación de instituciones, tales como un gobierno mundial, que la impedirían porque creía que es bueno que haya guerras de tiempo en tiempo. Incluso el famoso filósofo Manuel Kant, tan citado como enemigo de la guerra, tiene una opinión confusa y llega a decir que en el nivel que aun se halla la especie humana la guerra es un medio indispensable para seguir haciendo avanzar la cultura. La guerra es una respuesta cultural a situaciones sociales. No hay instinto de guerra, entre otros motivos, porque hoy casi ni se habla de instintos. La guerra es el resultado de una determinada concepción del mundo, de una cierta mentalidad, un punto de vista, un conjunto de creencias. Y nada más. Por eso es controlable: como todo el mundo sabe, los griegos eran capaces de detener todas las guerras en cuanto los mensajeros iban por las ciudades y los caminos anunciando una nueva sesión de los Juegos Olímpicos. Pero para conseguir que se elimine de verdad de nuestras mentes como algo posible, hay que resolver y aclarar todos los intereses que la producen: intereses económicos de los dueños del mundo, los de poder (se sabe sobradamente que un gobernante al frente de una guerra es mucho más poderoso), los ideológicos y los religiosos, normalmente todos en una mezcla confusa para taparse mutuamente. Y no se olvide que por lo general los que deciden iniciar las guerras intervienen cada vez menos en ellas y no participan del peligro inmediato de su vida o sus propiedades, lo que es un punto decisivo a tener en cuenta. El diagnóstico por tanto no puede ser más pesimista. De poco sirven los discursos morales o las variadas manifestaciones pacifistas, salvo para tranquilizar la conciencia de quienes las practican. Es verdad que hay un cambio significativo en cierta opinión pública pero en ningún caso es firme con carácter universal, sobre todo cuando ve uno que peligra lo que consideramos nuestro. Y fácilmente manipulable. La guerra sólo terminará cuando los poderosos se convenzan que es más rentable no hacerla que hacerla, lo que se llama aplicar las leyes de la termodinámica a la vida social. Reclutar payasos mejor que soldados solicitaba el actor gaditano de nombre extranjero Alex O'Dogherty para vencer al enemigo con bromas, chanzas y risas. Donde hay comercio, viene a decir Montesquieu, no hay guerra porque éste se basa en necesidades mutuas y genera costumbres apacibles. Por algún sitio se puede empezar. Publicado el día 12 de Noviembre de 2004


139.- ¿Exámenes para ser político? Las oposiciones para ganar una plaza en la nómina de la política profesional son las elecciones. Hasta el momento no se ha descubierto otro procedimiento mejor que pueda sustituir al voto universal, libre y secreto de los ciudadanos. Sabido es que en la Grecia clásica el partido aristocrático proponía que, puesto que cada ser humano nace especialmente preparado para una determinada actividad y a ella debía dedicarse (para herrero al que mejor forjaba las rejas o para guerrero a quien defendía con más éxito la plaza sitiada), lo mismo debía hacerse en el terreno de la vida pública: que gobernasen los que habían nacido más capacitados para la gestión de los asuntos generales. El problema vino cuando no hubo modo ni manera de determinar con qué criterio ni quiénes eran éstos los elegidos. Por eso se impuso el criterio del partido democrático que entendía que los dioses habían dotado suficientemente a todos los ciudadanos para el arte de gobernar ya que esta tarea era diferente a la de cualquier otra profesión. Desde entonces, salvo los que se eligieron a ellos mismos con un mensaje de salvación política de la humanidad, que desde luego han sido la mayoría de los gobernantes de la historia, en los sistemas realmente democráticos sigue vigente el criterio del partido democrático griego, es decir, es opinión común que cualquiera puede y tiene el derecho de figurar en alguna lista electoral a la espera de la opinión y la decisión de los votantes. Incluso la propuesta de introducir algún criterio cualitativo puede ser tachada de clasista. Sin embargo ¿podría impedir este temor el que se formulase una especie de perfil de político profesional (sobre todo en estos tiempos en los que este término -perfil- ha adquirido categoría de científico y muchos consideran que es una garantía de eficacia para una profesión) al que debieran acomodarse los aspirantes a dirigir los intereses ciudadanos?. Dicho de otra manera, ¿deberían reunir algunos requisitos previos aquellos ciudadanos que desean dedicarse a tiempo completo a la gestión de los asuntos públicos?. Sin caer en los errores del partido aristocrático, ¿tendrían que pasar, antes de ofrecerse a los ciudadanos, por una especie de examen previo en el que sería condición inexcusable sacar, al menos, el aprobado?. Sería en este caso como una especie de selectividad, como un requisito imprescindible de acreditación para poder luego ser incluidos en alguna lista electoral, un requisito formal previo indispensable, sin el que no se pudiese ejercer como político. Luego serían los partidos políticos los que les admitieran o no en sus candidaturas. Pero en este juego nadie podría presentarse a una elecciones sin ese certificado. ¿Y en qué podría consistir este examen? ¿qué se podría exigir a los aspirantes?. Naturalmente que no se trataría de conocimientos ni sería una prueba cultural. Para gestionar con eficacia los asuntos públicos no es necesario conocer la lista de los reyes godos ni las condiciones ambientales que dieron origen al Neolítico. Tampoco las últimas opiniones de Dahrendorf. Algunas de estas cosas, propias de la ciencia política, y otras sobre contabilidad o jurisprudencia formarían parte de otras pruebas para obtener mejor nota y clasificarse para puestos de mayor responsabilidad ya que la alta especialización a que ha llegado la vida pública exige tener muchos conocimientos. Pero para la gente corriente lo que se propone es otra cosa. El examen previo sería simplemente de urbanidad, es decir, de educación, lo que se ha llamado siempre de modales. Y de sentido común. No se trata de evitar el debate político ni la crítica dura al adversario. Tampoco de hacer blanda la discusión de los diferentes puntos de vista. La honradez política y el compromiso con los ciudadanos exige argumentar con firmeza y litigar con solidez y consistencia las diversas alternativas propuestas. Renunciar a la disputa vigorosa sería prostituir la vida pública. Pero este pensamiento no está reñido con el estilo elegante, correcto y educado. Con la cortesía, la consideración y la civilidad. Y, desde luego, sería muy negativo para la calificación no saber evitar frases hechas y tópicos de lo que cada día están llenos los periódicos y que acaban siendo una pesadez para los ciudadanos. Es decir, que la imaginación alegre, creativa, despierta y original mejoraría mucho la puntuación.

Publicado el día 26 de Noviembre de 2004


140.- La paradoja del calvo La cuestión que se plantea es ésta: qué número exacto de pelos, como mínimo, ha de tener una persona para que no se le considere calvo. ¿Basta con setenta y ocho o necesita ciento catorce?. ¿Tal vez hacen falta cuatrocientos sesenta y dos?. La pregunta desde luego parece trivial, una tontería, pero, si bien se fija uno, tiene más alcance del que imaginamos porque en el fondo lo que está planteando es la precisión, y hasta la verosimilitud, de las cosas que decimos, de las palabras que empleamos cuando discutimos con alguien, pontificamos sobre algo o, simplemente, tratamos de contar nuestras propias vivencias. Si analizamos con calma la estructura de nuestro discurso con los amigos, de lo que hablamos con la familia, los vecinos o los compañeros de trabajo a la luz del concepto de calvo, nos daremos cuenta de que la mayoría de las expresiones que utilizamos tienen la misma ambigüedad y confusión, de manera que en muy pocas ocasiones, si es que ocurre alguna vez, lo que hablamos tiene verdadero rigor y exactitud. Las consecuencias de esta situación saltan a la vista: expresiones que usamos sin querer, discusiones sin sentido ni fundamento porque no se entendió bien lo que queríamos asegurar, disgustos por malas interpretaciones o malentendidos, ejemplos que acaban ofendiendo al interlocutor, desacuerdos manifiestos y otros muchos lances y bastantes historias que acaban en desafueros o tropelías. Que no es lo mismo, como diría James Bond y lo saben bien sus seguidores, un vermut sacudido que agitado. En estas condiciones la reacción más espontánea es la de pensar que sería interesante arreglar o enderezar al menos algo esta situación. Si resulta que por no expresar con precisión lo que queremos decir nos complicamos la vida, parecería lo sensato tratar de arreglar el patio para facilitar la convivencia y evitar los líos entre unos y otros. Es lo que da la impresión de ser lo razonable y lo que podemos creer que pediría el sentido común. Pero, viendo con calma todo esto, de verdad, de verdad de la buena, cabe hacerse dos preguntas. La primera, si no reportaría también muchos inconvenientes (vaya usted a saber si tantos como ventajas) en muchas situaciones decir exactamente lo que se quiere decir. Y la otra, si ello, además de conveniente, sería posible. Dejando a un lado la utilidad o los conflictos que nos reportaría modificar toda la parafernalia de cómo hablamos y lo que decimos, lo cierto es que las cosas no son sencillas ni fáciles de resolver. En los comentarios y opiniones que exponemos a los demás, no sólo influyen nuestras sensaciones (el calor o el frío lo siente cada uno a su manera) sino sobre todo la complejidad del lenguaje. Su organización tiene tantos recovecos y tan graves cortapisas que, cuando se habla, es imprescindible estar avisados si se quieren evitar angustias innecesarias o tomar el rábano por las hojas, un contagio y una peste de que apenas podemos librarnos. Es lo que creían los componentes de una escuela filosófica, de en torno al siglo IV a.C., cuyos planteamientos han tenido una importancia decisiva en el desarrollo del pensamiento humano. Uno de sus miembros, llamado Eubúlides de Mileto, trató de demostrar que no es posible reconocer el paso de un pensamiento a otro ni distinguir lo poco de lo mucho, lo grande de lo pequeño y lo blanco de lo negro. Y para ello propuso argumentos de lo citados: "¿Dirías que un hombre es calvo si sólo tiene un pelo?. Sí. ¿Y si tiene dos?. También. ¿Y si tiene, por ejemplo, dieciocho?..." O de esta otra manera: "Si se le arranca un pelo a un hombre, no se queda calvo; y si se le arrancan dos, tampoco... ¿y si se le arrancan, por ejemplo, ciento setenta y dos?". Y para corroborar esta opinión algunos malintencionados decían que el regalo de la palabra que Zeus nos envió por medio de Hermes ya venía envenenado para que nunca pudiéramos ascender hasta los dioses, y que de la misma forma que el armazón del cuerpo nunca nos permitirá volar, tampoco podremos encontrar el mecanismo para construir un lenguaje preciso y tendremos que convencernos de que siempre contaremos o nos contarán una historia únicamente aproximada. Que a lo mejor nos resulta más atractiva por el misterio, la magia, la incertidumbre, la seducción, el aliciente y la sorpresa que encierra, incluida la belleza de los tropezones que dirían los optimistas contumaces. Publicado el día 10 de Diciembre de 2004.


141.- ¿Contravillancicos? Desde luego que hay mucha gente que se ha preguntado más una vez a cuento de qué viene eso de que los peces beben y beben (se supone que a sorbitos microscópicos porque de otra forma no podrían sobrevivir dado el tamaño de los peces de río y, por supuesto, agua) en relación con los acontecimientos de estos días. O por qué se reclama a la marimorena (riña, pendencia o camorra son los términos que utiliza el diccionario de la Real Academia de la Lengua para definirla, o riña con mucho alboroto o bronca, según el de María Moliner) que ande y ande porque es la Nochebuena, una época que se define como un tiempo de paz. La explicación, si no se enfadan los expertos porque seguramente es una sugerencia poco precisa, puede estar en que en el villancico se ha producido un fenómeno parecido al que ha ocurrido en determinadas marcas comerciales que, por uso o por abuso, se han transformado en nombres comunes que ya designan un objeto y no el producto de una determinada empresa. La Casera como equivalente de gaseosa, sea cual sea la marca, en uno de los ejemplos más habituales. El villancico ha pasado de ser el nombre de un tipo de una composición poética musical, con texto vulgar y de estilo rústico, que evolucionó hasta llegar a forma de cantata barroca a ser utilizado y entendido en el lenguaje de cada día exclusivamente como una canción que se inventa, se produce, se programa, se promociona, se vende y se canta en Navidad. De momento, que se sepa, nadie hace una campaña de villancicos en pleno verano y ni siquiera en primavera, la estación del amor. Y eso aunque haya letras que se cantan estos días como: la vecina de enfrente llora y patea / porque todas se casan y ella se queda / y su madre le dice calla, demonio, / que el tapón de la alberca será tu novio, que ni siquiera sugieren los evangelios apócrifos, fuente de tantas tradiciones orales de ritos navideños. Se puede entender más o menos que festejemos el que la Virgen venda la mula aunque la razón que aporta el villancico no parece muy propia porque no resulta razonable eso de que le daba coraje cuando serían más lógicas otros motivos, vistas las condiciones extremas en que vivía la familia (que por cierto parecería más propio lamentar que ensalzar y serían más adecuados cánticos funerales o algo por el estilo antes que jolgorio por el lamentable negocio que tuvo que hacer). Estamos en las mismas si nos fijamos en que San José, porque era gachó, trincó su corretaje ya que aun no está demostrado definitivamente que todo gachó, es decir que todo hombre, por el hecho de serlo, tenga ese comportamiento como habitual. Pero lo que parece fuera de duda es que se considere como conducta navideña, aunque pueda ser sensata, la de una madre a cuyo hijo ha pillado un coche, precisamente en el arco de la Macarena, y ha optado por darle (se supone que ponerle, para que sea eficaz) el escapulario de El Carmen, una canción que más parecería propia del mes de Julio y no del portal de Belén, en cuyo lugar no parece que hubiese coches, al menos tal como hoy los entendemos, y tampoco escapularios. Y si es temerario, por calificarlo de manera suave, darle a un recién nacido nada menos que madroños que además por lo que dice la copla le pueden emborrachar, también es mala pata el reprobable comportamiento de unos ratones que no han tenido ninguna consideración con los calzones de San José. El nombre de villancico apareció como título de una poesía en la primera mitad del siglo XV y tuvo su época más famosa en el siglo XVI pero siempre con multitud de temas tanto de carácter profano (Tres morillas me enamoran / en Jaén / Axa, Fátima y Marien / iban a coger olivas / y hallábanlas cogidas / y tornaban desvaídas / en Jaén / Axa, Fátima y Marien) como religiosos, también referidos a la Navidad pero en ningún caso con exclusividad. Antes había que decir villancicos de Navidad. Ahora, a lo que se ve, basta con la palabra villancicos Puede valer, que para eso están las figuras literarias, que la Virgen se esté peinando (¿precisamente entre cortinas?), o que para una boda se alquilen balcones en el cielo (que hasta allí llega el negocio) y también que el que quiera comprar pan vaya al portal porque la Virgen es panadera pero no se sabe por qué ningún grupo de apoyo a las minorías étnicas ha levantado la voz porque fueron casualmente gitanillos los que le han robado nada más y nada menos que los pañales al Niño.

Publicado el día 24 de Diciembre de 2004.


142.- Procusto y las fiestas Todos sabemos que las palabras son uno de los instrumentos que más nos facilitan la convivencia. No sólo en lo que aparentemente es más importante como pedir agua, pan, amor o compañía sino también, y puede que sobre todo, en las obligaciones y los compromisos que, como quien no quiere la cosa, hemos inventado entre unos y otros como el saludo, la cortesía o las llamadas buenas formas. Bien es verdad que a veces nos traicionan y donde queremos decir A acabamos diciendo B pero por lo general nos simplifican y agilizan las relaciones con los demás. Serían muy complicadas las cosas si cada mañana tuviésemos que andar inventado una fórmula de saludo o una nueva manera de entablar conversación cuando nos encontramos con alguien en el ascensor. Para eso están las fórmulas, incluyendo el estado del tiempo. Los componentes de algunas tribus africanas empiezan preguntando al que se encuentran, si el cielo está despejado para ti, y a partir de ahí inician una conversación que les puede llevar un buen rato pero eso es porque no están sometidos, como aquí, a los líos del reloj y del estrés. Nosotros nos apoyamos en la palabra bueno para esta tarea porque, claro, tampoco vamos a decir una cosa desagradable. Hemos acabado precisamente un tiempo en el que esto de los convencionalismos se nota por encima de todo. Apenas hay otro período del año en el que existan tantos ritos y tantas liturgias como en este que acabamos de terminar. Se amontonan tantas celebraciones que casi cada día hay que tener en la boca alguna fórmula de buenos deseos y hasta novedosos y viejos propósitos, que a lo mejor ni se cumplen. Y la palabra bueno en todas sus modalidades, formas y manejo se ha convertido, como siempre, en la reina de las fiestas. Una palabra que, casualmente, es sin duda una, si no la más, de entre las que tienen más dosis de ambigüedad, más significados y más sentidos diversos. Bueno es el clima, bueno es un jamón o un vecino, un libro, el pasado o el presente, el chiste que nos cuentan y el coche que pasa por la calle. Y buena es la virtud, que encierra una concepción de la moralidad y la ética. Bueno puede ser todo, (o nada, naturalmente) de lo que sabemos, lo que nos ocurre o lo que nos dicen. Pero si las cualidades de un jamón o de un coche apenas coinciden y nada tiene que ver la virtud con el clima, o el vecino con una broma, ¿qué queremos decir cuando, de acuerdo con lo establecido, nos deseamos un año bueno?. Acaso pueda valer de esta manera lo que decía un filósofo ingles, David Hume, que aseguraba que bueno es aquello que es entendido y aprobado por la mayor parte de la gente, lo que supondría que, al desear algo bueno, estamos solicitando del destino el conjunto de todo aquello que piensa casi todo el mundo. Más peligroso sería, por el contrario, creer que esta palabra casi mágica significa, como aseguraba otro filósofo, también inglés, Tomás Hobbes, lo deseado por cada uno, porque entonces ¡vaya usted a saber! lo que nos desea el vecino cuando nos encuentra por las escaleras. Es lo que algunos autores han llamado la capacidad de estirar el idioma: que las mismas palabras signifiquen para el que las dice lo que éste quiera y para el que las oye lo que le apetezca, aunque sean cosas diferentes e incluso contradictorias. O, de otro modo, que lo dicho sirva para cualquier descosido, siempre que todos queden bien. Y así todos contentos. Procusto era un bandido malisimo de la antigüedad griega, que acosaba y mataba a los viajeros que encontraba en el camino. Pero lo peor no era esto, que al fin y al cabo es el trabajo de todos los maleantes, sino que su fama especial venía del sadismo con que trataba a sus víctimas: hasta que lo mató Teseo, una especie de rey mago de la época, las echaba sobre su lecho de hierro y si las piernas sobresalían, cortaba de un hachazo lo que sobraba; pero si resultaban más cortas, las estiraba hasta que dieran el largo de la cama. Por eso su muerte fue celebrada y festejada largamente por todos los ciudadanos de bien, más o menos como se ha hecho toda la vida. Con estos antecedentes es lógico asombrarse de cómo ha avanzado la civilización. Mientras Procusto alargaba o acortaba los cuerpos de sus secuestrados, la cultura ha permitido hacer esa operación con las palabras, que es un trabajo mucho más fino y distinguido. Y además hacerlo no sólo sin daño sino con resultados positivos para todos los interlocutores. Publicado el día 7 de Enero de 2005.


143.- Hidalgos de siempre Ahora que con motivo de los fastuosos y renombrados acontecimientos literarios estamos aprendiendo todos qué es eso de ser hidalgo, seguro que hay gente que considera que esta modalidad de rango social es cosa del pasado. ¡Vamos, que eso de los hidalgos es algo que pasó hace tiempo y se terminó en el siglo XIX, tal como cuentan algunos libros de historia!. Y llegan a esa conclusión seguramente desconociendo que por unos u otros motivos todavía en el siglo XVIII eran un 8% de la población; o que todos los habitantes, al menos de las provincias de Guipúzcoa y de Vizcaya, han pretendido que se les considerase hidalgos simplemente por ser naturales de allí. Conviene tener presente que, además de la herencia, la compra de estos títulos fue masiva ya que los reyes trataron de resolver sus problemas financieros con operaciones de este tipo. Por su origen o por sus circunstancias, hidalgos los había desde luego de muchos tipos y no está tan claro que algunos de ellos hayan desaparecido del todo aunque ahora se les conozca con otros nombres. Su perfil y sus condiciones siguen tan actuales como el primer día. Bien es cierto, por ejemplo, que los llamados de bragueta, aquellos que obtenían de manera automática el derecho a ese título por la proeza de tener doce hijos varones (otros autores hablan de siete, que tampoco es moco de pavo), ya quedan como una cosa antigua. Y no sólo por la caída generalizada de la fertilidad, que convierte en asombroso el hecho de tener una prole tan numerosa, sino por las dificultades que entraña el milagro mayúsculo de que éstos sean todos varones. Es más, de conseguir ese record, hoy apenas serían alabados o jaleados sino que, a la vista de los nuevos códigos de estructuras sociales, en nuestros días tendría más sentido premiar a quien en caso de esa fecundidad tan colosal tuviese la puntería de poner en el mundo, sin trampa ni cartón, una descendencia paritaria. Como lo de la parejta ampliamente multiplicado. Pero de otras clases es obvio que aun quedan y quedarán por mucho tiempo bastantes hidalgos. Es el caso de los urbanos, también llamados de Corte, que siguen, como siempre, de plena vigencia: hoy forman la legión de los que ha dado en llamarse qué hay de lo mío. A la espera de algún cargo, a veces porque sus rentas apenas les permiten mantenerse y menos aun con la prestancia que consideran acorde a sus cualidades. En otros casos, por mejorar fama y patrimonio en el convencimiento de que ambos tesoros se apoyan mutuamente de manera que el incremento de la primera favorece al segundo y, al revés, la mejora de caudales desemboca en mayor reputación y, consiguientemente, poder con todos los beneficios que éste acarrea. Ya dicen los libros que los hidalgos poseían sobre los plebeyos cinco ventajas en relación con la administración de la justicia: no pagaban impuestos; no podían ser encarcelados si no satisfacían sus deudas; tampoco ser condenados a galeras; estaban liberados de recibir azotes; y, sobre todo y principalmente, en caso de condena a muerte ésta se ejecutaría de un tajo en la garganta en lugar de la horca tan escasa de prestigio social. Y por referir algún otro ejemplo de los muchos que se podrían utilizar, también pueden citarse como actuales, y no son pocos, los hidalgos notorios, aquellos que vaya usted a saber de dónde proceden pero que se muestran como tales, amonestan con la mirada de soslayo o con otros gestos o muecas a quienes no se lo reconocen del todo y desde luego están dispuestos a pleitear en la justicia o ante la plaza pública porque se les confirme esta consideración. Sin embargo lo que son las cosas: mientras que el hidalgo, en especial el urbano, ha sido objeto de todo tipo de sátiras, achacándosele, entre otras cosas, que era un quiero y no puedo (Quevedo, como no podía ser menos, se burla de la que llama la fe del hidalgo, y la literatura picaresca está llena de casos de éstos) el diccionario reconoce que esta palabra designa a una persona como generosa, digna e íntegra. La venganza de los plebeyos ya se sabe: muchos de ellos podían jactarse de su limpieza de sangre (que ésta no estaba reñida con la pobreza) mientras que en determinados casos los hidalgos provenían de malas razas, es decir, antiguos judíos o moros que después se habían convertido. Y esa limpieza era un mérito y también una cualidad que suponía determinadas ventajas. Como hoy, que, con otras palabras y otros escenarios, sigue plenamente vigente. Publicado el día 21 de Enero de 2005.


144.- Bálsamos de escasa fortuna Probablemente la mejor forma de ser inteligente es empezar ejerciendo de pesimista. Pero esto hay que hacerlo de manera consciente, meditada y decidida porque si no, no vale y todo se queda en un juego de escasa fortuna. Ya decía Andrè Gide, hace muchos años, que empezar a pensar es empezar a ponerse triste. Y Celestina asegura que la mucha especulación, el mucho pensar, siempre es productivo, siempre produce sus frutos. Esta opinión, que acaba siendo una teoría, tiene su fundamento no tanto en la tozudez de las cosas materiales (que, aunque de vez en cuando nos sacudan de lo lindo como ha ocurrido de manera tan brutal ahora, por lo general sólo saben estar ahí) sino especialmente porque la torpeza humana complica, más allá de lo razonable, los procesos de relaciones entre unos y otros, la comunicación entre la gente. Es ésta además una forma de ser que, aunque no tiene confesión pública y expresa, y pocas veces se reconoce, ha calado hasta los huesos en todo lo que depende de las decisiones humanas. Dicho de una manera más clara: la vida está montada desde el convencimiento de que somos malos, de que hay demasiada gente que se comporta mal, o que son más las malas acciones que las buenas. La prueba está en que hay policías para los malos y no premiadores para los buenos, Y si no, basta fijarse en cómo todo está organizado de manera que parte del principio de que somos malos, tenemos mal comportamiento, desgraciadas costumbres y no acabamos de enmendar nuestra conducta. Los ejemplos pueden ser infinitos: el reconocimiento de las leyes que ya incluyen sanciones porque prevén que alguien no las va a cumplir y nunca se refieren a quienes son obedientes con ellas; y mientras parece que hay aceptación mayoritaria de un carné de puntos para quienes incumplen las normas de tráfico, a nadie se le ha ocurrido que podría haber otro en el que se hiciesen constar las veces en que hemos sido controlados por la autoridad pública y se ha demostrado que íbamos a la velocidad permitida o no alcanzábamos el nivel máximo de alcohol permitido. El pesimismo sobre nuestra existencia está metido hasta el tuétano, incluso en el lenguaje de cada día. La palabra "avatares", por ejemplo, que se utiliza para referirse a las incidencias de lo que nos acontece, significa la caída como un paisaje lleno de desesperanza. Es famoso el cuento medieval, al que se refiere Lazarillo de Tormes, en el que el diablo promete a un hombre concederle lo que le pida sin otra condición que darle al vecino el doble de lo mismo. Y cómo el hombre, sin pensarlo dos veces, le solicita que le quiebre un ojo. Cuando Sancho comprueba cómo el bálsamo de Fierabrás, que según los libros de caballerías era el antídoto eficaz para todos los males, ha sido verdaderamente definitivo en don Quijote y decide probarlo, los resultados son para el un desastre, casi siente morirse, lo contrario de lo que esperaba. A lo que se ve le faltan las condiciones necesarias para la eficacia, se ha roto el esquema que funciona y que dice cada remedio para cada mal, que no hay soluciones universales y grandes remedios fantásticos. Como los que vienen envueltos en los grandes discursos salvadores de la humanidad. Cuando éstos se proponen, hay que tener cuidado y no fiarse de ellos. Es lo que viene a decir don Quijote: que Sancho no ha sido armado caballero ni ha jurado las leyes de la caballería andante. O, como previene y avisa con prudencia Quevedo no vayamos a confiarnos ingenuamente, que no siempre quien sube, llega hasta el cielo. Con más frecuencia, quizá, de lo deseable, nos acomodamos a los sermones como un rito obligado y casi necesario. Pero en el fondo queda el convencimiento de que son simplemente una manera de tener tranquila la conciencia y que su eficacia radica precisamente en ese interés sicológico para quien los hace ya que esa acción le permite dormir tranquilo. Y aquí es donde está el engaño. Y también el remedio. Porque únicamente desde el pesimismo es desde donde se abre el camino para ver las cosas de buen color y con buen acorde. Sólo desde el convencimiento de que no hay bálsamos universales sino que el estómago de cada uno es personal e intransferible y las recetas por fotocopias tienen escasa, o nula, fortuna, es posible y rentable sentir que la botella está medio llena. Publicado el día 4 de Febrero de 2005.


145.- El castigo de Casandra Si uno se fija bien, es sorprendente la cantidad de gente que llena su vida y su autoestima de anunciar catástrofes. Como eternos voceros de la desgracia y de la desventura, nos aseguran cada mañana que el fin del mundo está a la vuelta del camino, en el primer recodo a la izquierda. O a la derecha, que en estos asuntos da lo mismo una u otra dirección. Al final es indiferente lo que ocurra, no importa si la predicción ha resultado válida o no y si se han cumplido o no los pronósticos. Lo que interesa es dar el mazazo ante la opinión general y pública. Y luego quedarse tranquilo. Un escritor español de hace dos siglos, por citar alguna cosa, contó cómo el castellano como lengua ya había muerto y se entretuvo en narrar su entierro. Los vendedores de contratiempos y tribulaciones tienen, además, la suerte de que siempre hay gente dispuesta a escucharles y, lo que es peor, a creerse al pie de la letra sus vaticinios y sus augurios. La situación simula una descripción perfecta de lo que sería un mercado en el que la oferta y la demanda andan parejas, de forma a más oferta de desgracias, siempre hay más gente crédula que les hace caso. Y no es que como contrapartida haya que decir que todas las cosas marchan bien porque la evidencia de tantos desajustes es bien clara, pero una cosa es avisar de que hay piedras en el camino y otra decir que se terminó la carretera. Y lo peor es que esto no es moda. Si lo fuera, podía quedarse uno tranquilo porque lo pasajero, por su propio carácter, no es frecuente que deje huella y resulta ser un enemigo fútil y por tanto de escasa incidencia. Lo malo es que esta actividad es una constante en toda la historia hasta el punto de que a uno le vienen ganas de concluir que es una tendencia tan natural como tener dos ojos o andar erguidos. Narraciones y relatos de una edad de oro perdida están en todas las culturas y en todos los rincones del pensamiento y no ha habido un momento de la historia en la que no se haya dicho que se vive en una crisis. Como si esto de las crisis fuese el diagnóstico permanente de todos los seres humanos. No hay manera de contradecir esta actitud. Como los escoliastas, aquellos que, al copiar los libros cuando todavía no existía la imprenta, aprovechaban los espacios libres e incluían sus propias opiniones sobre los textos de los grandes escritores que estaban copiando, siempre hay algún copista que coge el rábano por las hojas e interpreta cualquier mensaje de esperanza al revés, como si fuese un error de lectura. Y lo malo de lo que hacían los escoliastas es que al final no se sabía muy bien ni se distinguía entre la obra copiada y el pensamiento del copista. Cuando a alguien se le ocurre contar algo positivo, siempre está el que avisa de los peligros. En ningún caso acatan la necesidad que tenemos de hablar bien de las cosas, no porque sean así (que ya sabemos de sobra que eso de coger el sustento con solo alzar la mano ni ocurrió antes ni podrá acontecer nunca) sino porque, de decirlo, a lo mejor nos las creemos y empezamos a mirar con optimismo el horizonte, que no es baladí ni una tontería el teatro que tenemos que hacer para confirmar que es dulce el acíbar que estamos comiendo: ni vamos mejor ni vamos peor, vamos como siempre, a tropezones, que ese es nuestro destino, nuestro sino y nuestra naturaleza. Pues ni siquiera respetan este valor terapéutico. No son capaces. Probablemente porque estropea su negocio y esa bicoca no hay que perderla. Casandra era hija de Príamo, rey de Troya. Deseosa de poder conocer el futuro, ofreció su mano, como se decía antiguamente, a Apolo con tal de conseguir ese don de la profecía. Lo malo es que después, por una serie de circunstancias, se desdijo de lo dicho y abandonó sus propósitos de matrimonio. Apolo, como es lógico, se enfadó mucho y en la línea de los grandes castigos que los dioses de la mitología antigua proferían a sus pecadores, le castigó a ver el futuro pero a que nadie hiciese caso a sus profecías. Es verdad que hoy el dios Apolo tiene poca capacidad de seducción y que no sería fácil volver a poner de moda los ritos que lo reclamaban como ayuda a los mortales. Pero más de uno le agradecería que resurgiera de sus cenizas históricas y a muchos de estos tribunos de desgracias les retirara, como a Casandra, el don de la credibilidad. (O acaso anda ya camuflado por ahí ¿?). Publicado el día 4 de Marzo de 2005


146.- La tragedia de don G.P. Cuando hace unos años la revista "La Codorniz" hizo pública la tragedia de don Grimoaldo Paredes, más de uno se quedó preocupado por lo que le contaban. Y no eran únicamente los pacatos y los medrosos, que tienen tendencia a ver las cosas casi siempre desde el lado oscuro; tampoco eran sólo los compasivos, que se apiadan de cualquier desgracia ajena aunque sea de menor cuantía. Personas sesudas y experimentadas, que acostumbran a tomar los acontecimientos más extraordinarios con calma y sosiego, no fueron ajenas a esta inquietud cuando tuvieron noticia de lo que le pasaba al Sr. Paredes y se preguntaban cómo un ciudadano tan importante y preclaro se había contagiado de un mal tan dañino para sus propios intereses. El lamento era sin duda generalizado y empezaba a preocupar a todo el mundo. ¡Pobre de don Grimoaldo! decían en el rumor y la comidilla todas las reuniones sociales. La gente le miraba por la calle y hacía gestos de complicidad al cruzárselo mientras su situación era comentada por todos sus convecinos, que no podían comprender cómo todo eso era posible. Porque lo que le pasaba a este pobre señor era sencillamente que no sabía andar por la vida con pies de plomo: cuando hablaba, o decía lo que no tenía que decir, o lo hacía en un momento inoportuno o se equivocaba en la manera de hacerlo. Y si se trataba de tomar alguna decisión que tuviera relación con los demás, lo hacía fuera de lugar y por procedimientos desacertados. El caso es que nunca acertaba. Y por más que sus amigos se esforzaban en ayudarle y aconsejarle lo mejor, no había manera. El sr. Paredes desconocía ese secreto básico para poder manejarse con los demás. Porque como la cautela y la discreción son sin duda dos herramientas imprescindibles para poder sobrevivir, no resulta nada fácil describir las condiciones en que se movía nuestro protagonista mientras el balance de su vida incluía siempre disgustos por doquier. Desde entonces ha corrido el calendario y no ha vuelto a hablarse ni de don Grimoaldo ni de su padecimiento. Naturalmente su dolencia no está muy extendida. ¡Menos mal!. La mayoría de la gente ha aprendido a andar por la vida con pies de plomo y ese conocimiento acaba siendo una de las garantías más eficaces para que esto no sea un caos absoluto. En este punto alguien podría recordar aquel viejo principio de la guerra de todos contra todos y puede que tenga razón y a lo mejor hay algo de eso, pero no podemos olvidar que, aunque no siempre se cumplan, hasta la guerra tiene unos acuerdos universales. Si la carencia de don Grimoaldo Paredes fuese muy general y casi todos nos moviéramos con pies ligeros, muy complicadas se nos pondrían las cosas cada día. Afortunadamente no es del todo así. Porque decir lo que no se tiene que decir, hacerlo en un momento inoportuno o equivocarse en la manera de hacerlo no sólo no resuelve nada sino que complica las cosas en demasía. Andar buscando los galeotes a los que liberar es una forma de alejarnos de los nuestros rincones y de que al final alguno de ellos nos acabe llevando el asno. La pista para aclarar algo este embrollado asunto de lo que hay que decir, cuándo y cómo, viene de nosotros mismos. La prudencia entra con gran tiento, asegura uno de los sabios en estas cosas, Baltasar Gracián, porque, aunque culpemos a los demás de nuestros desaciertos, y a pesar de que casi todo el mundo tiende a achacar a los demás muchos de los inconvenientes de lo que le pasa y a señalarles como punto de referencia, su fuente está en nosotros mismos. Parece demasiado arisco y algo insolente eso de que el infierno son los otros. Habría que corregir el sujeto de esa afirmación, que las angustias y los temores vienen de nosotros mismos, que nuestro problema somos nosotros mismos, y que los demás en el fondo nos ofrecen precisamente nuestra salvación y nuestra solución. Porque son nuestra excusa. Antes de preocuparnos de andar con pies de plomo ante los demás, hemos de hacerlo ante nosotros mismos ya que la mayor parte del tiempo que vivimos lo dedicamos a contarnos nuestra propia película, a justificarnos de nuestros errores, nuestras torpezas, nuestras culpas y nuestros temores. Si es verdad eso de que el mundo no es sino un teatro, ante quien hacemos el trabajo y representamos al personaje es ante nosotros mismos. Como dice Ortega y Gasset, fingimos modos de ser que no son el nuestro y los fingimos sinceramente, no para engañar a los demás, sino para maquillarnos ante nuestra propia mirada. Publicado el día 18 de Marzo de 2005


147.- Los buenos La verdad es que, bien mirado, lo que nos importa las más de las veces no es tanto ser buenos cuanto poder dormir con la conciencia tranquila, es decir, convencernos de que lo somos. Buscamos el gusanillo de sentirnos a gusto como justa compensación a nuestras buenas obras, de forma que puede no estar claro si lo que al final queremos es hacer el bien o, por el contrario, conseguir el placer indefinido de creernos buenos. Si lo que interesa es lo segundo, al filósofo alemán Manuel Kant no le parecía ético: el creía que esto es una especie de egoísmo taimado y que lo auténtico es cumplir el deber por el deber mismo. Sin buscar ningún tipo de premio. Y no se crea que este propósito de asegurarnos un sueño relajado y evitar las pesadillas de fantasmas acusadores sea algo baladí e intrascendente. Antes al contrario, un componente fundamental de la autoestima, que nos es tan necesaria para vivir como el aire que respiramos, es el convencimiento íntimo de que somos buenos, de que entramos en el grupo de los que tienen un comportamiento éticamente correcto. Así puestas las cosas y con esa necesidad acuciante de sentirnos, en lo posible, libres de pecado y por tanto del bando de los buenos como no podía ser de otra manera (¿quién y cuándo está dispuesto de verdad a creerse del bando de los malos, no de los pecadores, que eso es otra cosa, sino de los bellacos y de los malandrines?), nuestra mente tiene y crea mecanismos que nos saquen del atolladero cuando la cosa empieza a complicarse. Porque para sobrevivir y no suicidarnos nos resulta tan imprescindible como el comer. No es un juego para aburridos y sí un trabajo pesado que todos necesitamos hacer constantemente. Pero aunque nos va la vida en ello, ni resulta fácil ni siempre se consigue. No en balde decía don Quijote, que sabía demasiado de esto de llevar consigo el bien, (como tanta gente sin ningún tipo de duda y con la mayor seguridad del mundo ¡cómo voy yo a ser malo, imposible, faltaría más!) que el que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho. La táctica más sólida y fiable para conseguir esta autodisculpa consiste en diseñar y describir con todo detalle los tipos teóricos o ideales que encarnan las diversas maldades. Y así contamos en qué consiste la esclavitud, la sodomía, la explotación o qué es ser mafioso. Se trata, como primer paso de este razonamiento salvador, de explicar con minuciosidad el perfil de los diferentes vicios y pecados en que cae el ser humano, tratando de resaltar los aspectos más desagradables y odiosos de las maldades humanas, aplicando el solemne principio de que cuanto peor, mejor. Una vez precisado lo anterior, lo siguiente es buscar ejemplos sobresalientes de personas o colectividades que encarnen dichas vilezas y dichas infamias, de bribones que lo sean de veras. Con esta finalidad resulta muy útil, por una parte, estudiar historia para saber todas las barrabasadas que hacían los antiguos, y, por otra, leer los periódicos y enterarnos de cuántas cosas malas se hacen por ahí fuera, en el extranjero, en el pueblo de al lado, en el barrio de enfrente, en la casa del vecino o entre los miembros de otra clase social: donde sea, pero en ningún caso entre nosotros. Y una vez que se llega a esa conclusión final que nos permite confirmar lo malos que son los otros, ya podemos descansar con la conciencia tranquila. Por supuesto que en esto de sentirse de manera absoluta entre los buenos no todo el mundo lo vive ni con la misma urgencia o la misma necesidad. Incluso hay personas que reconocen de verdad que aunque les gustaría no acaban de pegarse del todo a los buenos (cosa que, como se sabe, Lazarillo de Tormes decidió hacer) pero mirando a un lado y otro de loa calle se bastantes que llevan con orgullo esta alta calidad y virtud. Es lo que pasa, por citar algún ejemplo, con la esclavitud, que ya no es una institución social como cuando los filósofos griegos lo justificaban asegurando que es una situación natural pero sigue siendo un talante de trato que se hace de manera menos aparatosa, más sofisticada, más sutil y por tanto más dolorosa. Y su mayor valor estriba en permitirnos dormir tranquilos al convencernos de que esa fechoría es una costumbre exótica. Vamos, que por estas tierras a la esclavitud ni se le espera ni se le conoce. Habrá que discutir si todo esto es sólo una trampa o un simple mecanismo salvador pero lo cierto es que montones de veces nos pasa lo que a aquellos dos amigos, que, al salir del túnel, sólo intentaba limpiarse la cara el que la tenía sin manchar. Publicado el día 8 de Abril de 2005


148.- Las verdades del barquero Ninguna persona juiciosa y reflexiva debe creer que está claro todo el asunto de cuántas y cuáles son las verdades del barquero, porque las investigaciones en este punto no están finalizadas y quedan todavía graves discrepancias entre los especialistas. Incluso está en cuestión la identidad del protagonista, que hay por ahí quien asegura que, en lugar del conocido y repetido responsable de cruzar el río con los barcos, es un vaquero el que dice estas verdades permanentes y famosas. Sin embargo hay coincidencia generalizada de que estas verdades no son menos de tres ni más de cuatro, y hasta de algunas de ellas hay opinión unánime. Para entrar en el tema y seguir el razonamiento de la cuestión, conviene aclarar que una primera cualidad indiscutible que poseen estas verdades es la de que son ciertas y seguras, indudables e indiscutibles. Tanto que hay quienes creen que son simplemente unas perogrulladas, que son aquellas verdades o certezas que por ser sobradamente conocidas por todo el mundo, es una simpleza decirlas. Por ello, aceptando esa hipótesis en este punto del razonamiento, tendrían el mismo valor afirmaciones del tipo "el pan duro, duro; vale más pan duro que ninguno" (la primera de las verdades del barquero) que ésta otra de "si lloviere, habrá lodos" que Quevedo atribuye a Perogrullo. A este respecto también hay quien cita como un clásico de estos menesteres perogrullescos o barquerianos, porque tratamos de barqueros, a un autor cordobés del siglo XVII, Lucas de Valdés, que escribió un tratado "en el que se prueba que la nieve es húmeda y fría". Otra cualidad de las verdades del barquero, que es reconocida por casi todos los tratadistas, es que éstas se dicen en tono amenazador, como escupiendo la evidencia. A ti te voy yo a decir de una vez por todas las verdades del barquero es una expresión utilizada las más de las veces para avisar a alguien de que le van a cantar las cuarenta, de que van a usar un lenguaje cuando menos malintencionado y ya se sabe que querer atar las lenguas de los maldicientes es una tarea, según confirmó ya hace tiempo don Quijote, similar o lo mismo que poner puertas al campo. La segunda afirmación del baquero declara simplemente que "el zapato más vale en el pie que en la mano", sin que en ella aparezcan más simplezas que la de la repetida expresión casi sanchesca de que todo saldrá en la colada. La tercera característica de estas verdades tan famosas y juramentadas es que no son producto de un largo y complejo razonamiento ni surgen de una autoridad notable porque de lo contrario, como esta vez dijo Sancho a don Quijote cuando éste decidió hacerse pastor, es como si os duele la cabeza untaos la rodilla. Los animales son capaces de desarrollar sentimientos complejos, hasta el punto de que las vacas disfrutan resolviendo problemas y las ovejas pueden entablar profundas amistades, según los resultados de un experimento reciente en el Reino Unido. Los animales debían apretar correctamente un cerrojo para salir a un campo lleno de alimentos. Allí, los investigadores percibieron muestras de gran satisfacción cada vez que las vacas lograban entender cómo funcionaba el mecanismo. "Tuvieron una respuesta entusiasta. Su ritmo cardíaco creció y aumentaron las posibilidades de que saltaran o galoparan hacia la comida", declararon los investigadores. Al barquero se le había acercado un estudiante a pedirle que le pasase gratis a la otra parte del río. Aquel aceptó, a cambio de que, puesto que era persona instruida, le enseñase tres verdades, aunque algunos aseguran que fue menos generoso y le exigió cuatro. Y fue en ésta última (la tercera de las verdades de referencia) en la que le puso delante de todas las contradicciones del sistema: si a todos los que pasas, le dijo, lo haces gratis como a mí, no se qué haces aquí. Y el barquero, mientras pensaba en las diversas alienaciones, repasaba el concepto de división del trabajo y recordaba la distinción entre valor de uso y valor de cambio, reconoció que esta tercera verdad era la más decisiva porque es tontería, afirmó, ejercer un oficio que no da de comer a su dueño. Algo así debió decirle Adán a Eva al salir del paraíso cuando le recordó las verdades del barquero. Y desde entonces esto es lo que hay.

Publicado el día 22 de Abril de 2005


149 - 150.- El Ayuntamiento se mete a filósofo Efectivamente el Ayuntamiento de Córdoba (seguro que sin fijarse en ello y, desde luego, con la mejor intención) se ha metido a filósofo y con ello ha armado un buen lío antropológico del que le va a resultar muy difícil salir. No es que se vaya a hundir el mundo sino que simplemente ha puesto sobre la mesa razones metafísicas en medio de farolillos, sevillanas, casetas, y trajes de faralaes. Y la filosofía, decía un venerable pensador, no se mueve bien entre sombreros. El caso es que, como quien no quiere la cosa, ha cogido los terribles, contradichos, problemáticos, ambiguos y equívocos conceptos de tradicional y de peculiar y con ellos ha organizado la Feria de Mayo. Es decir, que en lugar de establecer minuciosamente una reglamentación precisa de lo que está permitido y de lo que no lo está, como por otro lado sería lo lógico ejerciendo de esa manera su capacidad normativa, ha plantado estas dos nociones sin más precisión, y de esta manera las ha convertido en referente normativo para decidir si algo está bien o mal hecho. Como una especie de tribunal moral feriado civil para saber si una determinada conducta merece sanción negativa o positiva. ¡Ahí es nada!. Y ahí está el embrollo y el enredo. Por supuesto que la Feria, como otras tantas actividades colectivas, tiene que organizarse de acuerdo con la tradición (¡Naturalmente!) pero un reglamento tiene que ser mucho más preciso y no puede limitarse a soltar un par de conceptos sin más matices porque entonces la dificultad que suscita es gigantesco. Quién, qué, cuándo y cómo se sabe que una actividad tiene esas cualidades. Bien es verdad que existen usos culturales y todos sabemos no sólo de su conveniencia sino incluso de su necesidad porque de otra forma el mundo sería ininteligible y nadie se podría comunicar con nadie, pero esa definición general no basta de ninguna forma. Precisamente a cuento de estas costumbres culturales del vestido, decía Eduardo Mendoza que un locutor de radio que defendiera la reencarnación del karma durante la retransmisión de un partido de fútbol sería tachado de incompetente; que no está permitido entrar en el metro vestido de nazareno con una cruz a cuestas, y que también hay atuendos que perturban el orden, aunque carezcan de contenido metafísico: es inapropiado asistir a clase de Derecho Procesal vestido de baturro o visitar al médico con una burka. Como la gradación de dudas y perplejidades es casi infinita, valgan entre otros algunos ejemplos: ¿Permitiría el Ayuntamiento una caseta en la que sólo se vendiera leche? ¿O en la que se oyera únicamente música medieval? ¿Acaso camas en lugar de sillas? ¿Y que sólo se comiera reno? ¿Tal vez con asistentes vestidos con bañador o con bikinis, en razón de las altas temperaturas que a veces se producen? O los componentes más decisivos de nuestra cultura: ¿una decoración al estilo romano, por ejemplo con triclinios, ánforas, etc.?, ¿una caseta estilo jaima, con alfombras, música oriental, mucho té y refrescos, y nada de alcohol? Ya se supone que no aceptaría una de modalidad budista, alegando que esta religión no es ni tradicional ni peculiar de nuestra cultura, pero ¿y, por ejemplo, un rincón para actividades cristianas de personas que quisieran atemperar lo de los pecados masivos o poner un momento religioso como se hace en tantos festejos públicos? Dos terribles y complicados problemas filosóficos ha suscitado el Ayuntamiento: (si, para darle un tono apropiado a esta crítica filosófica -que no política y desde luego amable- se me permiten palabras que más parecen tacos o cursiladas que otra cosa) uno, lógico o epistemológico, y otro algo así como antropológico-histórico. Dejando este último para un segundo artículo, veamos el primero: cuando el ayuntamiento dice, por ejemplo, que las casetas habrán de tener un diseño tradicional o una decoración tradicional está cometiendo lo que los lógicos llaman una petición de principio, o sea, un tipo de argumento imposible que consiste en tratar de demostrar A con B y, al mismo tiempo, B con A, lo que obviamente no tiene sentido. Es muy sencillo: la contradicción se fundamenta en que, para que un determinado adorno esté permitido, (dejemos a un lado lo de peculiar para no complicar más las cosas) tiene que ser tradicional. Pero, para conseguir esa calificación, tuvo que ser utilizado antes sin serlo y por tanto, de acuerdo con las normas actuales, tendría que haber estado prohibido. Así en términos estrictos nada alcanzaría esa condición. Una argumentación sofística, sin salida. El razonamiento parece un galimatías pero si se piensa con calma se apreciará su simplicidad. Publicado el día 6 de Mayo de 2005


151.- ¿Son dañinos los tramposos? La pregunta (que a primera vista parece una banalidad y un ejercicio carente de interés, y poco sentido, pero que encierra un problema de mucha envergadura) es ésta: ¿facilitan los pícaros o tramposos la evolución humana? ¿la mejoran, la empeoran o son indiferentes a estos efectos?. Por supuesto que en el primer caso habría que estimular su presencia. Si los pícaros o tramposos constituyen un incentivo para el mejor desarrollo de la evolución y son rentables en esa tarea, parece razonable activar su presencia y tratar de que sean cuantos más sean posibles: no parece razonable desaprovechar una fuerza así de útil cuando es en beneficio de la especie. Pero si fueran perjudiciales, si entorpecieran más que facilitaran la mejora de la especie, lo adecuado y correcto sería tratar de forzar su desaparición como se procede habitualmente con cualquier agente maligno que ataca cualquiera de nuestras cosas. ¿Qué hacer por tanto con los tramposos, los pícaros? Únicamente en el caso de que su comportamiento resultara indiferente, deberíamos olvidarnos del asunto y ocuparnos de otros temas más rentables y divertidos. Y no se crea que la materia haya pasado desapercibida para los científicos y los estudiosos del comportamiento humano. Antes al contrario, ha merecido el interés y el trabajo de ilustres especialistas y sabios para quienes es un misterio observar cómo la especie humana produce este tipo de seres que rompen la monotonía de lo que existe en la naturaleza y cuya estrategia está rodeada de misterio y desconocimiento. Los etólogos, una profesión reciente que se ocupa de estudiar las costumbres y las conductas de los animales en su propio ambiente, están hartos de contarnos la mutua ayuda que se proporcionan entre sí muchas especies de animales que, gracias a esta solidaridad biológica, mantienen altos niveles de supervivencia y hasta notable mejoría en su calidad de vida: es un fenómeno al que dan el nombre de simbiosis y forma parte de las reglas básicas de juego en la selección de la vida. Concretamente el aseo mutuo, aseguran estos entendidos, es de hecho muy común tanto en las aves como en los mamíferos: un individuo puede no ser capaz de alcanzar su propia cabeza pero nada más fácil que hallar un amigo que lo haga por él, dice el antropólogo Richard Dawkins. Porque el caso es que, miremos por donde miremos, estamos tan rodeados de tramposos y pícaros que a lo mejor acabamos convenciéndonos de que también nosotros lo somos. Pero el pícaro o tramposo ¿nace o se hace? ¿Obedece a fuerzas de lo que habitualmente llamamos la naturaleza o es consecuencia de la libre decisión de la persona, más o menos influida por el medio ambiente en el que desarrolla su existencia? ¿Es el resultado de una composición genética o aparece como consecuencia de lo que solemos calificar como ambiente social o cosas por el estilo? Y como producto de ello, ¿tiene arreglo o es una modalidad de vida que permanece durante toda la existencia del individuo tocado de esta cualidad? Por otra parte, ¿está vinculado este modo de comportamiento a alguna determinada clase social? ¿Tal vez a determinada actividad, pública o privada? ¿A alguna profesión con preferencia sobre las demás? Preguntas y más preguntas cuyas respuestas probablemente ni puedan darse. El busilis está en que tiene que ofrecer alguna ventaja importante vivir en bandadas porque de lo contrario las aves no lo harían y, puestos en esa tesitura, algunos individuos buscan alcanzar por encima de todo el centro del grupo para de esa forma hallarse en lugar seguro. Son los que evitan el procedimiento de romper filas o aquello de no corráis, que es peor. En los libros de los especialistas que se ocupan de estos temas, a los tramposos se les describe normalmente como aquellos individuos que aceptan ayuda pero luego no corresponden. Lo que hacen los incautos ya se supone. En este juego de mejora de la evolución, si es verdad, tal como parece, que sobreviven preferentemente los más aptos y más fuertes, parece que los tramposos, que llevan las de ganar, acabarán eliminando a los incautos, con lo que el grupo social únicamente se compondría de tramposos. Y ese es el acertijo: una sociedad compuesta exclusivamente de tramposos terminará por razones obvias destruyéndose a sí misma, por lo que ellos verán lo que hacen. Y así en el pecado tendrán la penitencia. (Aunque vaya usted a saber). Publicado el día 3 de Mayo de 2005


152.- Los tres errores de Sísifo Pues hablando de tramposos, resulta que en la antigüedad quizá el más famoso de todos fue un personaje mitológico llamado Sísifo. Y fue su historia tan renombrada que, incluso en nuestros tiempos, su hazaña ha sido y es objeto de grandes y complejos estudios que llevan a cabo autores circunspectos, juiciosos y sesudos, fijándose especialmente en las consecuencias que le acarreó su acción. El caso es que Sísifo fue tan osado (y ahí estuvo su primer error) que a quien pretendió engañar fue nada más y nada menos que a los dioses y eso si que por más que éstos estuviesen entretenidos en sus disquisiciones y en sus tareas habituales, resultaba, como se pudo ver en este caso, peligroso y amenazador. Porque los dioses no perdonan con facilidad a los mortales, a los efímeros como nos llama a los seres humanos el escritor trágico griego Esquilo, y mucho menos cuando alguno pretendía tomarles el pelo. Menudos eran los dioses. Incluso por rivalidades menores eran capaces de armar hasta la guerra de Troya (que, como se sabe, no fue sino el resultado de un ataque de celos que le produjo a Minerva y a Juno el que Paris prefiera a Venus cuando Discordia arrojó la manzana con el indicativo de A la más hermosa). Y es que una de las cosas que más molestaban a los dioses es que los humanos se hiciesen pasar por listillos, una forma habitual de comportarse que tienen estas gentes. Porque se puede ser impulsivo o melancólico; a lo mejor, pasional; incluso criminal en el más puro sentido de la palabra. Pero eso de querer hacerse el avispado, el sabihondo y hasta el sabelotodo les parecía a los dioses una afrenta que en ningún caso estaban dispuestos a tolerar. El segundo grave error de Sísifo: no darse cuenta de que todos llevamos nuestro orgullo y los dioses no podían ser menos. Ahí está Dante para testificarlo. Como una especie de notario de los dioses, a toda la tropa múltiple y variada de los fraudulentos no los envía al purgatorio como si fuesen pecadores livianos sino que considera a los responsables de trapacerías y triquiñuelas, por sus maldades, con todo el derecho a ser facturados nada menos que al infierno, el lugar en el que quien ingresa debe perder toda esperanza, como reza el tantas veces repetido eslogan situado a la entrada. Por cierto que entre todo este conjunto también se incluyen a los que con sus consejos hicieron incurrir en fraudes a otros. O sea, que si hacemos caso a lo que piensa Dante y por ende los dioses, ser fullero y pícaro no es una bagatela o un pecadillo que se perdona con tres avemarías sino todo una maldad de padre y muy señor mío. Y esa fue la otra equivocación de Sísifo. Que debió creer que lo que hacía una falta de poca importancia. En germanía, en el lenguaje, jerga o manera de hablar de rufianes, truhanes y bribonzuelos, usada por ellos y sólo entre ellos, al que hace trampas en el juego se le llama florero. Pues Sísifo en el fondo es una especie de patrón laico de maleantes y engañadores, patrón de floreros, de aquellos que buscan todas las triquiñuelas posibles para su propio beneficio. Pero no precisamente de los grandes malhechores, que esos tienen otros modelos en que aprender, sino de los fulleros, tramposos de poca monta. Que es lo de Cervantes cuando Rincón pregunta a su guía si es por ventura ladrón, a lo que responde que sí, para servir a Dios y a las buenas gentes, aunque todavía no está muy cursado ya que está en el año de noviciado. (Cuando Sísifo estaba a punto de morir, pidió a su mujer que no enterrara su cuerpo, lo que ésta cumplió rigurosamente. Una vez que llegó a la mansión de los muertos, solicitó permiso para volver a la tierra a cumplir ese rito tan imprescindible y castigar a su mujer por la tropelía que había cometido. Plutón se lo permitió a condición de que no se entretuviera demasiado y volviera enseguida. Pero Sísifo, una vez que regresó a la vida, se jactó del éxito de su embuste y contó a sus amigos que no tenía el propósito de volver a los infiernos. El dios Mercurio se vio obligado a llevarlo por la fuerza y, como castigo, lo condenó a arrastrar eternamente hasta la cima de una montaña una piedra enorme que volvía a caer siempre que llegaba arriba). Publicado el día 17 de Junio de 2005


153.- El Puente de la Risa Y de las bromas ¿qué? ¿Hay algo que decir de eso que el diccionario define como bulla, algazara, diversión, chanza y burla, aunque también como persona o cosa molesta y a lo que, sin embargo, le damos un sentido de lanza más o menos agresiva para con los demás?. ¿Sería útil dedicarle alguna atención? Porque la verdad es que pasamos la mayor parte del tiempo hablando de cosas profundamente serias, de esas que Fray Gerundio de Campazas diría que hay que escribir con letras muy grandes, que es impertinente, asegura, que hablando de una Pierna de Vaca, la escribamos con una p tan pequeña como si se hablara de una pierna de hormiga, y tratando de un Monte, usar una m tan ruin como si se tratara de un mosquito. Porque este medio hermano de don Quijote defendía que el tamaño de las palabras debe acomodarse al de los objetos que representan y de esa manera un lector, con sólo abrir un libro y antes de leer ni una sola palabra, conocería por el tamaño de las letras grandes que allí se trata de cosas grandiosas, magníficas y abultadas; y, al contrario, en viendo que todas las que todas las letras son de estatura regular, menos tal cual que sobresale a trechos como los pendones en la procesión, cierre el libro y no pierda el tiempo en leerle conociendo desde luego que no se contienen en él sino cosas muy ordinarias y comunes. Pues la verdad es que, si hiciéramos caso a lo que propone el predicador, la mayoría de los artículos y libros que se escriben irían con letras tan grandes que ni los afectados de presbicia tendrían necesidad de gafas para leer. Y no es que no sea importante dedicar la atención a las cosas importantes, que para eso son importantes y nos hacen importantes a quienes nos ocupamos de ellas, sino que nos olvidamos, muchas más veces de las necesarias, de aquellos otros asuntos de escaso pedigrí y en apariencia vulgares pero que al fin y a la postre llenan un montón de rincones de nuestra vida. Y ¿tiene además utilidad práctica tanta gravedad, tan altas consideraciones, el uso tan reiterado e incesante y sobre todo tan casi exclusivo de los grandes temas más allá de confundir la vida con un funeral? Muy cerca de un pueblo de Jaén, Pozo Alcón, orientado hacia la sierra de Cazorla, junto a lo que podríamos llamar carretera principal, hay una señal que indica la desviación para ir al Puente de la Risa. Fenómeno extraño y singular porque a poca gente se le ha ocurrido utilizar denominaciones de este o similar calibre. Antes al contrario, nombres solemnes, históricos, propios de gente culta (¿y triste?) llenan los caminos y veredas del país, mientras que hemos dejado en un rincón otras palabras que, aunque a veces haya que pronunciarlas con esfuerzo (que la vida no está siempre para gracias) darían imagen de un país de cuentos. Puentes o carreteras de la alegría, del goce, de la hilaridad, la jarana o, ¿por qué no?, del deleite, el placer, y o del gusto; rutas que podrían llamarse de la gracia, la diversión, la carcajada o la algarabía o la bulla. Volviendo al origen del nombre de marras, los habitantes de la zona dan dos interpretaciones diversas. Para unos se trata de un antiguo puente construido de maderas y cuerdas que se movía según avanzaba el transeúnte. Otros aseguran que se trata simplemente de eso de se me sube el estómago ante los bruscos y continuos cambios de rasante, los subes y bajas de las carreteras, las consecuencias de lo que los peritos llaman la ingravidez. Y lo curioso es que a fin de cuentas en ambas versiones el Puente de la Risa tiene un fondo evidente de ironía y un punto de mala intención, por decirlo de manera fina. El caso de todas maneras que puede sugerir esta circunstancia es cuando la risa, el jolgorio o la chanza se hacen a costa de otros, mediante la broma, la guasa, la mofa o la befa, que son algunos de los nombres de esta práctica habitual. Gila contaba algo así como esto: en las fiestas los mozos le pusimos un petardo al hijo de alcalde y, cuando explotó, no quedó del chaval sino un dedo suelto y algún que otro trozo. El alcalde se enfadó muchísimo y lo que le dijimos, que si no sabían aguantar una broma, que se fueran del pueblo. ¿Son útiles, convenientes, necesarias, interesantes para el desarrollo de la humanidad las bromas entre adultos? ¿También favorecen la evolución y el progreso? Publicado el 1 de Julio de 2005


154.- Las desventuras de los tramposos Pues continuando con el tema de los tramposos, que equivalen más o menos a los pícaros del Siglo de Oro, y tantos quebraderos de cabeza están dando a los científicos que se ocupan de la evolución, lo más entretenido en estas fechas de tanto calor sería, acordándose de algunos tipos o clases más significativas, mostrar la gran tragedia que encierra esta actividad o carácter. Tratar sin más de definirlos es desde luego bastante aburrido y sería meterse en un berenjenal de teorías y doctrinas que vaya usted a saber a dónde nos pueden llevar. Todo el mundo sin embargo seguramente estaría de acuerdo en que el sello y la señal de este tipo de comportamiento es hacerse pasar por lo que no son porque al fin y al cabo lo que destaca del tramposo es que oculta su condición porque, de otra forma, lógicamente ya no podría continuar su ocupación. La diferencia por tanto entre el incauto, que es su contradictor entre los teóricos de la evolución, y el pícaro o ladino o tunante no está al principio de la película porque de entrada todo el mundo es bueno. La diferencia viene después cuando responden de manera diferente a los estímulos que ambos perciben. Por eso al tramposo no se le conoce inmediatamente y hay que dejar un rato y esperar unas determinadas condiciones para averiguar que lo es. Es la razón por la que Cervantes hacía constar la gran confusión que hay entre los linajes y que el polvo y la paja están mezclados. Y también, de acuerdo con el autor del Coloquio de los Perros, por lo que hay una ciencia que llaman tropelía que consiste en hacer parecer una cosa por otra. Y donde se sitúa el problema de manera más grave es, como ya se ha dicho otras muchas veces, en la proporción que se da de unos y otros, de incautos y tramposos, en un grupo social más o menos extenso porque, dependiendo de esa proporción las cosas se pueden arreglar o, por el contrario, torcer para la colectividad. Y eso es así comportarse con unos u otros parámetros es algo más que una costumbre, un hábito o una conducta más o menos pasajero, es una manera de ser, una forma de vida, una naturaleza completa, una cualidad casi genética de quien posee estas condiciones. Volviendo sin embargo a lo del principio, para mostrar mejor la desventura que acarrea el empleo de tramposo, podemos acordarnos de alguno de los tipos más graciosos de ese oficio. (Antes resulta imprescindible resaltar que casi todos los tipos o tipos de trampería han tenido y tienen una vigencia que diríamos eterna porque, transformados o no, desde que el hombre es hombre como suele decirse, han existido, existen y existirán, aunque haya que reconocer que no siempre ha alcanzado la misma fama ni recibido el mismo trato). En algunos siglos de la Edad Media, por ejemplo, y dentro de unos determinados ambientes eran muy reconocidos los gorrones. Las crónicas de la época nos narran las hazañas de Axab de quien contaban y contaban multitud de anécdotas (verdaderas o no, eso ya es otro cantar) y salidas salerosas cuando le preguntaban algo o lo sorprendían en plena faena de gorronería. Pero, como ocurre en estos casos, cuando se alcanza la perfección, ya no puede uno seguir con la cosa. Aquí aparece la gravedad y las aventuras de empleos de esta significación. Parece en principio una tontería pero la gran tragedia de profesiones tales es que en ellas no se puede triunfar porque entonces se acaba el negocio: la notoriedad de Axab llegó a ser tanta que ya no pudo ser gorrón porque acababan invitándole a todas las fiestas y en esas condiciones cómo iba a ejercer su actividad. De Axab se contaba, entre cosas, que, viendo un día a un hombre haciendo una bandeja, le pidió que la hiciese algo más grande. Sorprendido el artesano de esa petición, Axab le explicó: puede que algún día me regalen algo en ella. No deja de ser curioso que exista esa muralla que se alza contra los tramposos. Como en el juego y el chascarrillo del mentiroso, una vez que se conoce por dónde andan los mejunjes, se termina el mando en plaza. Por eso para sobrevivir han de andarse muy ligeros en el disimulo. Y fracasar con más frecuencia de lo habitual. Es aquello de Quevedo, que no todo lo que sube llega al cielo. Publicado el día 15 de julio de 2005


155.- Y ahora, con los arbitristas Lo que no está tan claro, y para más de uno es una pregunta muy compleja y desde luego de alto interés general, es si los arbitristas pueden ser considerados o no tramposos. Porque de ser así, será toda la ciudadanía quien tendría que sufrir las consecuencias de esta circunstancia. Un hecho histórico aclarará la cuestión aquí planteada. La gente mayor recordará sin duda lo que se llamaba papel timbrado, aquellos folios enumerados y controlados como los billetes de banco que se adquirían normalmente en los estancos y que eran de uso obligatorio para dirigirse a las autoridades del Estado y realizar algunas gestiones en la Administración pública. ¿Y las pólizas? Una especie de sellos de correos que debían adherirse también a los documentos en los que cualquier ciudadano quería exponer alguna demanda, cuestión, petición o sugerencia, igualmente a la administración Pública. Unos trámites eran más caros, más costosos mientras que otros se podían hacer con mucho menos gasto. Pues bien, todo este tinglado, que le reportaba al erario público sus buenos dividendos ¿era una trampa? Porque el caso es que todo ello fue el resultado de una propuesta que en su día hizo un arbitrista, cuyo nombre por cierto ya nos gustaría saber a más de uno pero que no resulta fácil de descubrir. A la pregunta planteada arriba acerca de si efectivamente podemos calificar a los arbitristas como tramposos, con bastante probabilidad contestarán que sí quienes los igualan con los utópicos y consideren que éstos últimos también hacen trampa cuando con las más bellas teorías nos seducen pero nunca nos resuelven nada sino que, antes al contrario, con el discurso y el rollo de lo perfecto no arreglan ninguna de nuestras miserias. Pero no está tan claro sin embargo que se puedan comparar a los arbitristas tan fácilmente con lo utópicos porque, si bien es verdad que ambos proponen soluciones de cierta complejidad, mientras que los utópicos hacen teorías generales, los arbitristas únicamente proponen actuaciones concretas como recetas para salir del paso pero nunca visiones de conjunto de la realidad. Es curioso, por ejemplo, que el arbitrista de El Coloquio de los Perros, una de las novelas llamadas Ejemplares de Miguel de Cervantes, después de explicar que ha dado muchos arbitrios al Rey y que todos han sido en provecho suyo y, por supuesto del reino (por lo que se atribuye una cierta categoría y un elevado rango en eso del arbitrismo), dice que anda buscando algún personaje al que comunicarle un nuevo arbitrio que será desde luego un alto beneficio para toda la comunidad y que, mientras tanto, no le importa hacerlo público. Y es el tal arbitrio pedir en Cortes que todos los vasallos de su majestad, desde edad de catorce a sesenta años, sean obligados a ayunar una vez en el mes a pan y agua, y esto ha de ser el día que se escogiere y señalare, y que todo el gasto que en otros condumios de fruta, carne y pescado, vino, huevos y legumbres que han de gastar aquel día, se reduzca a dinero y se dé a su majestad, sin defraudarle un ardite. Y con ese dinero, además de la utilidad para la salud de estar un día de ayuno, podrían arreglarse tantas cosas que el reino parecería otra cosa. (Siendo por cierto una curiosidad que, con alguna variante, se haya recogido en Francia una sugerencia de este tipo de manera que en torno al día de Pentecostés, por iniciativa del gobierno, todo el mundo trabaja gratis para que con el dinero el gobierno pueda hacer frente a algunas demandas de las personas dependientes. Y, que se sepa, esta obra cervantina no ha sido lectura común por esas tierras. ) Pero a veces los arbitristas también caen en la tentación que nos asalta a todos de hacer juicios morales absolutos sobre el mundo, la humanidad y todo lo que se ponga por delante. Y en eso ya no actúan como tales ya que su función social, como se dice ahora, es de otro tipo. Es lo que se cuenta en la Vida de don Gregorio Guadaña, escrita por Antonio Enríquez Gómez, cuando un ventero (descendiente por línea recta del mal ladrón, esos a los que ley de entonces les prohibía tener agua en la venta para que no cayesen en la tentación de aguar el vino) les salió a recibir o robar, que todo es uno, y el arbitrista se vio obligado a decir que el mundo se ha de perder por un ventero, si el Estado no los quita del mundo. ¿Cuál es la tarea entonces de los arbitristas? Habrá que buscarla, como tantas otras cosas en la Quijote. Publicado el día 29 de Julio de 2005


156.- Remedios para el reino Nunca gozaron de buena fama ni aprecio público los arbitristas. A pesar de los remedios que aportaron al reino y las ventajas que le sugirieron, la mayoría de los historiadores, sociólogos y hasta economistas siempre mantuvieron una actitud displicente ante la turba de indocumentados, es lo que decían los sabios, que pasaban el día inventando y proponiendo a los reyes soluciones imaginativas para resolver, especialmente, los muchos problemas y dificultades con que se encontraba la Hacienda Pública, que por su parte no paraba de gastar dinero en mantener como fuera lo que iba quedando del imperio español en el mundo. Como saben aquellos a los que les interesan estas cosas, las famosas quiebras económicas de lo que hoy llamaríamos el Estado, especialmente en la época de Felipe II, son un claro ejemplo de esta situación, que exigía medidas excepcionales que permitieran salir del atolladero en el plazo más corto posible y de la manera más sencilla. Lo que dio pie a que paseantes de Corte ocupasen su tiempo y su ocio en inventar tretas o recodos que ayudasen a resolver la situación. Se trataba de buscar un arbitrio cuya implantación permitiera arreglar las cuentas públicas, las del Estado. Fue así como aparecieron tantos estómagos aventureros, que decía Quevedo, buscando supuestamente la salud de la república. Hasta las Cortes se ocuparon de... esta turba desocupada y gandula que gasta su vida en la Corte en estas quimeras de pensar arbitrios, medios y novedades. Conversaban con don Quijote el Cura y el Barbero (en el primer capítulo de la segunda parte), un poco por ver cómo se andaba su cerebro y su pensamiento y un poco por darle algo de charla, sobre temas de la política general de España y de la manera de defender el imperio. Y fue después de arreglar toda la república entera con todos sus asuntos hasta el punto de proponer una nueva, (algo que solemos hacer todos en cada charla de café) cuando al ilustre manchego se le ocurrió decir nada menos que si Su Majestad el Rey tomara consejo de él, le aconsejaría que usara de una prevención de la cual estaba muy seguro que no había pensado en ella. La propuesta y la actitud de don Quijote llevó la inquietud y la pesadumbre a ambos contertulios ante el temor de que las cosas se complicaran, sobre todo en dos asuntos que les dejaron sobre aviso: uno, que se apuntara a la nómina de los arbitristas o proyectistas, y otro que hubiera vuelto de nuevo a las andadas con su locura de por medio a la hora de hacer planes e inventos. Y no se equivocaron. Don Quijote estaba dispuesto a ofrecer al Rey uno de los muchos advertimientos impertinentes que se suelen dar a los príncipes, según expresión del Barbero, y vaya usted a saber cuál sería ese arbitrio. El caso es que, como se cuenta en el capítulo de referencia, don Quijote, después de asegurarse de que ambos guardarán el secreto de su propuesta para que nadie se lleve la gloria de su iniciativa, les revela que propondrá al Rey, para salvar al imperio, que reúna en la Corte en un día señalado a todos los caballeros andantes que vagan por España y que, aunque no viniesen más de media docena, con ellos bastaría para destruir toda la potestad del Turco: ¿Por ventura es cosa nueva deshacer un solo caballero andante un ejército de doscientos mil hombres como si fuesen una sola garganta, o fueran hechos de alfeñique?. ¿Tendría sentido resucitar hoy la nómina de arbitristas o es mejor dejar las cosas como están? Hace unos años empezó a correr por los mentideros sociales una especie de arbitrismo que, si no fuera por lo trágico con que juega, era un buen modelo de lo que es capaz la imaginación tratando de arreglar los entuertos colectivos. Si es verdad, se contaba, que los dos problemas de España más importantes son el paro y el terrorismo, la solución es bien sencilla: pongamos a todos los parados a buscar terroristas. Es una especie de simplismo metafísico, si vale esta expresión, a la que hay tanta gente aficionada. Aunque, al menos en opinión del Barbero, todos o los más arbitrios que se dan a su Majestad o son imposibles, o disparatados, o en daño del Rey o del reino. La verdad es que entre nosotros tal vez haya demasiada gente tratando de arreglar el mundo. Pero no éste o aquel entuerto o estropicio de mayor o menor envergadura que preocupa a los vecinos, que desatienden los munícipes o que plantea una pelea de barrio, sino los problemas que se suscitan a escala mundial, casi, apurando un poco, a todo el Universo. Y desde luego a toda la especie humana, sobre la que tienen predilección estos arregladores de la vida y de las cosas. Publicado el día 12 de Agosto de 2005


157.- Arreglar el mundo La verdad desde luego es que hay demasiada gente dispuesta a arreglar el mundo, a mejorarlo todo hasta hacerlo perfecto, a resolver los problemas del universo cualesquiera que éstos sean y hasta cambiar como un calcetín el comportamiento de los seres humanos, de los demás, de los congéneres. Por supuesto que un colectivo así de numeroso no se da en todas las partes del mundo ni hay listado tan kilométrico en cualquier rincón del mundo. Aunque pueda parecer increíble a muchos, hay bastante gente repartida por los todos los continentes que no desea en absoluto ocuparse de los asuntos que afectan al presente y al porvenir de la humanidad y a los que les basta con arreglar aquello que tienen delante de su rutina de cada día, que ya es bastante. En nuestro país sin embargo no parece que acontezca nada de eso. Por el contrario, apenas pasa un rato en el que no se encuentre uno con un arbitrista, un propagandista o un instructor. En definitiva, un predicador. Alguien que cada mañana, antes de salir de casa, se atusa el bigote, se arregla la ropa, pone cara de interesante (algo muy importante), levanta el cuello con energía para que se aprecie fácilmente su determinación y ¡hale! a la calle, a enseñar a los que no saben, a adoctrinar al prójimo y mostrarles los caminos de la moralidad y la virtud. Maestros que en realidad parecen salidos de Fray Gerundio de Campazas, aquel predicador profesional que en la novela del P. Isla se planteaba el gran problema de si llevar anteojos para poder convencer de esa manera mejor a los oyentes, y defendía que Santa Ana era ni más ni menos que abuela de la Santísimo Trinidad. Pero ¿por qué en nuestro país se da este fenómeno singular que únicamente comparten algunos otras comunidades políticas? ¿Por qué razón los españoles somos tan dados a los discursos morales, a los grandes aspavientos éticos y a las extremas doctrinas? ¿Acaso ha habido algún otro país en el que hayan existido profesiones o trabajos como el de los arbitristas? Puesto que todo tiene su causa, alguna razón oculta, y por supuesto poco conocida y estudiada, habrá que explique esta singular particularidad de nuestra gente, de nosotros mismos. Porque no hace falta salir del propio periódico para comprender que así son las cosas: cada mañana montones de cartas al director, y no digamos de artículos de opinión (los que hacemos quienes encontramos un hueco en los medios de comunicación) que son corrientes de agua, casi habría que decir bendita, llenas de juicios morales, de buenos propósitos, de consejos para los malos (que, al parecer son muchos y desde luego tienen pocos deseos de perfección). Y la verdad: uno se pregunta si, a pesar de tantos sermones la gente no mejora ni acaba haciendo lo que les dicen los que se proclaman elegidos para iluminar a las masas descarriadas, ¿no será que las pláticas no sirven para nada sino para entretener a los que las proclaman y de camino, si son buena gente, tranquilizarles la conciencia?. Porque esto, el mundo, sigue como siempre y en lo humano no ha cambiado nada de lo fundamental. Entonces ¿cómo convencer a los demás mortales de que sean buenos? ¿Cómo hacer que la sociedad acepte la senda del bien de una vez para siempre, como si eso fuera moco de pavo? Erasmo, aquel renovador del cristianismo que vivió en los siglos XV y XVI y que todo el mundo conoce como Erasmo de Rótterdam, decía que se llega más lejos con la cortesía y la moderación que mediante el griterío y la fuerza. A su vez, en un libro muy importante de la antropóloga Helen Fisher, se cita al primer ministro canadiense que aseguraba que la presión más fuerte del mundo puede ser una presión amable. Al Capone, sin embargo, matizaba que con una sonrisa se llega lejos pero más lejos aún con una sonrisa y una pistola. Únicamente los muy tontos, decía aquel profesor sevillano tan lúcido en política como en ideas, Jaime García Añoveros, con cierta frecuencia, sienten sobre sus hombros el peso de la humanidad entera, y los sencillamente tontos, el peso de su taller o de su oficina. El resto de los hombres desciende por línea directa de aquellos expulsados del paraíso y condenados a trabajar, hijos de Eva con el suficiente gusto, cansancio y sentido de la proporción, para presumir lo menos posible de esa condena. Si bien es verdad que hay gente para todo (que suele ser que no sirve para nada), hay también gente que, valiendo para algo, acepta que un hombre sirve para poco. Ésta es la gente feliz, y, en lo profundo de la noche, se la re conoce porque tras su ventana no hay ninguna luz. Publicado el día 26 de Agosto de 2005


158.- Defensa de los arbitristas Lo que pasa es que en verdad esto de los arbitristas es algo confuso. O, por lo menos, no queda muy claro del todo si nos atenemos a la cantidad de gente que va por la calle como aquel que iba gritando: tengo una respuesta, ¿quién tiene una pregunta? Porque, puestos a puntualizar esta tarea, tendríamos que reconocer que la palabra se aplica a dos tipos de gente relativamente diferenciados tanto en lo que dicen como en lo que suponen y quieren representar. Unos son los ingeniosos, los que procuran y proponen mejoras concretas y específicas para el alivio de cada uno de los problemas generales; Otros, por el contrario, son quienes, tras supuestas reflexiones y análisis de todo lo divino y humano, presentan sin más y sin inmutarse soluciones totales, definitivas, absolutas e indudables sobre los grandes temas y problemas que la humanidad viene analizando, y en bastantes casos sufriendo, durante los millones de años que se mueve sobre la tierra. Los primeros se limitan a sugerir medidas cabales y definidas para resolver alguna cuestión precisa, mientras que los otros, que más que arbitristas son moralizadores, dan por aclaradas y resueltas con una indiscutible certeza las respuestas a las grandes dudas que, como decía Kant, siempre tenderemos y nunca podemos resolver. Sin que se les caigan los palos del sombrajo, aclaran en un momento un montón de principios filosóficos, que tratan de aplicar después a las costumbres y a los usos sociales. Pongamos, por ejemplo, el tema de la felicidad del ser humano: ¿cuántos millones, puede que miles, de libros, artículos, debates o discusiones se han podido hacer a través de la historia sobre este controvertido tema? Pues, nada. Hay gente que tiene la suerte de resolver como si tal cosa, en cuatro palabras, temas como éste. Platón, aquel filósofo griego tan famoso por sus teorías políticas y sociales, no confiaba demasiado en los que se atribuyen a sí mismos la condición de buenos, digamos, oficiales y, como quien no quiere la cosa, se le ocurrió proponer una fórmula para descubrir a estas personas. A partir de una historia que cuenta Heródoto, el historiador también griego de su tiempo, de un lidio que, tras una gran tormenta y un terremoto, se encontró en una cueva un anillo que le hacía invisible, propone un procedimiento para comprobar quién de verdad es un hombre justo y bueno y quién lo es injusto y malo. (Porque, por supuesto, si hay buenos oficiales, ello significa necesariamente que también hay malos oficiales). Si existiesen, dice, dos anillos de semejantes características, démosle de manera que le permita hacerse invisible, a un bueno y otro a un malo y esperemos a ver cómo se portan cada uno en esa situación de impunidad total. (Claro que él no era muy optimista y tenía el convencimiento de que el hombre justo no haría nada diferente de quien se muestra injusto, sino que ambos marcharían por el mismo camino, es decir, convertidos en invisibles de manera que nadie pueda ver lo que cada uno hace, Platón está convencido de que el bueno se convertirá en malo y en ningún caso espera que éste se convierta en bueno). De todas formas, y como ocurre en casi todas las cosas de la vida, por diversas razones los arbitristas tuvieron defensores y detractores. Mientras que algunos han visto en ellos un anticipo de los economistas ya que la mayoría de sus sugerencias se referían a este tipo de problemas, de Cervantes ya hemos conocido la ironía con que los presentaba en las dos ocasiones más significativas en que se refiere a ellos a través de personajes de sus obras. Quevedo no se andaba con chiquitas y, entre otras muchas sentencias, simplemente se limitaba a decir que sin duda, cuando llegara, el Anticristo sería arbitrista. Pero los verdaderos arbitristas, los de respuestas a problemas previamente planteados, resolvieron muchas dificultades con las que se encontraba el reino y algunas de sus sugerencias pasaron a ser una tarea ordinaria del Estado. A lo mejor no sería malo del todo volver a resucitar esta tarea que, aunque en nuestra cultura está cubierta en parte por muchos procedimientos, estimularía la imaginación frente a la rutina. Pero habría que estar vigilantes para que nadie se confunda.

Publicado el día 9 de Septiembre de 2005


159.- La razón perezosa o las habichuelas La verdad es que no sabemos cómo reaccionaría don Quijote si un día de estos (cualquiera vale porque en este sentido todos son iguales) se dedicara un buen rato a leer la prensa y hacerse una idea más o menos precisa de la crónica del mundo, de la complejidad de lo que pasa por las calles, los países, o las culturas; del ruido que producen tantas sensaciones contradictorias por las que circula la vida. Podemos no obstante imaginar, con mejor o peor chispa, las hazañas que se le ocurrirían como puestas por el destino para arreglar el mundo y colocar algunas cosas en su sitio (si es que éstas en verdad lo tienen): parece obvio que en su pensamiento y su modo de interpretar la realidad percibiría la obligación de atender los requerimientos de personas necesitadas de su ayuda, una vez comprobado el bullicio y la algarabía que los humanos producimos a cada momento. Que no otra cosa se concluye si uno hace esta experiencia de echar sobre sus espaldas unos cuantos periódicos un mismo día, y uno detrás de otro, por donde aparecen docenas y docenas de arbitristas como si todo el planeta se hubiese contagiado de ese invento típico, como tantos otros, de nuestra tierra. Bien es verdad que en algunos momentos y determinados autores han llegado a denominarles economistas o pre-economistas, entendiendo que fueron los primeros que trataron de hacer de las carencias monetarias del reino algo así como ciencia. Pero no está esto tan claro. Precisamente una de las dos características principales que, entre otras, les define es abandonarse a la imaginación, no hacer estudios minuciosos y prolijos para descubrir los remedios a los problemas públicos sino, como en la aventura que Cervantes llama del barco encantado, dejarse llevar por la corriente del río y no dirigiendo él mismo la travesía. Al fin y al cabo el ingenioso hidalgo siempre quiso que fuese el destino, normalmente en forma de jumento, el que guiara sus pasos y le llevara a las aventuras y a la utopía. Por algo de eso será que desde hace muchos siglos, casi desde que el ser humano realizó algún intento de pensar por su cuenta, algunos filósofos vienen diciendo que en realidad no merece la pena buscar nada en la vida. Que es una tarea inútil porque o no se sabe lo que se está buscando (y no puede buscarse lo que no se conoce), o se sabe lo que se busca (y entonces es innecesario buscarlo porque ya se tiene y se sabe). A esta actitud, que supone el abandono del ejercicio del pensamiento, se le llama la razón perezosa o, como dicen otros, la filosofía de los indolentes. La otra característica de los arbitristas, también hermana de la manera de vivir, actuar y comportarse de don Quijote, o quizá mejor de Alonso Quijano que es quien en verdaderamente gana la partida en la letra de Cervantes, es su derrota. Al final, la tarea y el trabajo de nuestro personaje no es sino un monumento al fracaso, el fracaso de toda utopía porque, si bien se mira, todo el marco de su muerte está cerrado, como tantas veces, por el ama, la sobrina, el cura y el barbero, que no creen utopías, ni en grandes redenciones, ni en sonoros remedios, ni en la orden de la caballería ni en sus liberaciones. Por eso los arbitristas de siempre saben que apenas hay futuro para sus proyectos y que todo acaba enturbiado como intenta demostrar Sancho tratando de convencer a don Quijote que ni paralelos ni zodíacos ni eclípticas, que el barco apenas se había movido porque, según él dice, o la experiencia es falsa o no hemos llegado a donde vuesa merced dice ni con muchas leguas. En una novela de Pío Baroja, el protagonista está tratando de convencer a una tribu indígena de que se levante contra su rey por ser un tirano inaguantable, justificando sin éxito la rebelión con argumentos ideológicos, metafísicos y especulativos: hasta que un colega se da cuenta de que "se pierde usted en un laberinto filosófico-político-religioso" y volviéndose a la gente le pregunta si les gustan las habichuelas, el tocino, el ron y las chicas guapas: "Pues si queréis habichuelas, tocino, ron y chicas guapas, seguidnos". Y así triunfó la revolución. Lo que no tiene por qué ser pesimismo. Y aunque lo fuera, tampoco viene mal de vez en cuando. Aseguraba Cioran, un filósofo que murió hace unos años, que las ideas, en referencia a su falta de perfil vital y como contraposición a los impulsos que determinan las más de las veces la dirección del camino que hay que seguir en la vida, no son sino melodías muertas. Pero nos quedan las habichuelas y todo lo demás. Publicado el día 23 de Septiembre de 2005


160.- La academia de Sancho Un par de investigaciones para averiguar dónde se informa el público antes de comprar algún producto, aseguran que la mayoría de las advertencias que necesitamos para manejarnos en la vida las solicitamos de la gente en general, de las personas con las que por alguna circunstancia coincidimos. Aunque de entrada pueda parecer lo contrario, son muchas más las veces en las que no buscamos al especialista o al experto sino que la pregunta se la hacemos al que tenemos al lado, sobre todo si consideramos que es un asunto en el que nos da la impresión (que luego vaya usted a saber las consecuencias) de que no nos jugamos demasiado. Antes de decidirnos a visitar a cualquier profesional, da igual que sea tendero o abogado o médico o mecánico, buscamos información en los cercanos y decidimos en función de lo que nos dicen. ¿Conoces a algún notario?¿cómo te ha ido?; ¿aquí que se hace o qué ropa se pone uno?; ¿se llega temprano a este acontecimiento o hay que dar un buen margen de tiempo?. En la mayoría de los casos el ciudadano determina ir a una excursión o a un comercio por lo que le han dicho, y de esta manera transforma en ley una experiencia singular. Que, además, no está contrastada e incluso puede que haya sido producto de la imaginación del narrador. Esta circunstancia confirma la importancia que, como vía de conocimiento, tiene la información de la calle, la aclaración no tanto oculta cuanto no recogida en memoriales y mamotretos del gran saber de las ciencias, la que no está reglada ni sometida a control alguno, la espontánea, la que se llama "de boca a boca", de la que nadie se hace responsable como autor, la que está basada en hablillas, fábulas, en rumores y en anécdotas "reales" de cosas que han pasado a otros, de cosas que se saben "de buena tinta". Es el pensamiento popular, del que Manuel Machado se sentía tan satisfecho y estos datos forman ese conjunto de normas no escritas pero que en la práctica son las que establecen lo que es aconsejable hacer, lo que hay que rehuir, el camino por el que es conveniente ir, o la esquina que se debe evitar. Esta enciclopedia del saber, que apenas recogen las publicaciones al uso, diseña un modelo de vida y de interpretación del mundo por lo general bastante alejada de las doctrinas convenidas y convencionales al uso. Y sobre todo son un manual práctico, sin duda imprescindible, para andar por la vida. Son reglas del estilo de: hoy no puedo llegar tarde porque ha perdido el equipo de mi padre y estará de mal humor; como es jueves, tendré que estar preparado porque el conductor del autobús de hoy es de los que, como te descuides, te deja en tierra; esta asignatura no hay que estudiarla porque el profesor aprueba a todo el mundo; andar como bueno por la vida puede darte demasiados disgustos. La llegada a cualquier institución, no importa de qué tipo sea si pública o privada, grande o pequeña, es la situación en la que más se aprecia la existencia de estas normas no publicadas ni en boletín oficial y tampoco en libro o folleto alguno. La pregunta de cómo funciona de verdad una cosa para saber cómo hay que comportarse para conseguir lo que se busca, se hace después de averiguar las normas públicas. Una vez que se conoce a qué hora se abre la ventanilla para el público, es imprescindible enterarse, por los veteranos, los que van todos los días y eso les hace expertos o por quién sea, si se forma cola, si la marcha es lenta o rápida, si hay privilegios de unos sobre otros, si los que atienden al público permiten algún error o, por el contrario, hay que llevar toda la documentación perfecta, si... Sólo después de conocer éstas y otras muchas circunstancias es cuando se hace uno idea de cómo tiene que preparar el trámite previsto. La atención que se pone en conocer todos estos pormenores va en proporción directa con el interés que tenemos en la gestión a realizar en ella y esta conducta abarca y recorre todos nuestros rincones. La muerte o la vida, la religión, el poder político, social o económico, la fama de la gente, el sentido de la vida y la fortuna. Las narraciones del estilo de "una vez ocurrió que iba un..." o “fíjate que a un amigo mío le ha pasado que...” ó “pues te aseguro que a mi vecino, que iba tan tranquilo, a...” son en el fondo, acaban siendo un cuento moral que representa una teoría sobre qué ha pasado para saber qué tiene uno que hacer o cómo debe comportarse para valerse en la vida y sobrevivir con decoro o con holgura. Publicado el día 7 de Octubre de 2005


161.- El rayo que cayó dos veces Estos días pasados, con ocasión de los últimos y recientes desastres colectivos, llamados naturales porque en principio da la impresión de que es la naturaleza, o Naturaleza en ese caso, quien los produce (aunque vaya usted a saber y habrá que discutirlo), los medios de comunicación han hecho los comentarios adecuados a lo que parece que estaba ocurriendo. Y, por supuesto, decían lo que en ese caso se entiende que hay que decir: lo primero que hay que hacer en una situación así es atender las urgencias más inmediatas, y luego ocuparse de organizar las cosas para que no vuelva a ocurrir desgracia semejante. Lo correcto y lo previsto. Algunos medios añadieron al discurso conocido una reconvención de este tipo: el caso guatemalteco, decía El País, deja bien a las claras que las autoridades locales apenas extrajeron lecciones de lo que ocurrió a finales de 1998 con la tragedia del huracán Mitch: indolencia y tolerancia en la creación de poblados en sitios que no reúnen mínimas condiciones de seguridad, destrucción de recursos naturales, deforestación salvaje, etcétera. Poco o nada ha cambiado desde entonces... Y en ello, evidentemente, no son sólo responsables los Gobiernos de la región, sino los países más desarrollados y las compañías multinacionales. Son sociedades donde el 70% de la población vive en la pobreza y tres cuartas partes no disponen de agua potable. Pues ha sido una verdadera fatalidad que las autoridades locales no se hayan estudiado las enseñanzas de los sucesos anteriores. Una fatalidad, sobre todo para aquellos a quienes ha alcanzado de lleno, o incluso de refilón, la adversidad y el infortunio. De otra manera, de haber aprendido esas lecciones, las cosas no habrían vuelto a acontecer una vez más de manera tan trágica, y se hubiera cumplido la estadística de los países que apenas sienten los efectos de estas catástrofes.¿Será que esas autoridades locales no son lo suficientemente inteligentes para saber cómo prevenir, para empollarse los temas que tenían que saber? ¿Y tampoco los poderosos, los que de verdad manejan y dominan la tierra y a las personas a su antojo? El caso es que de nuevo la Naturaleza ha dicho aquí estoy y ha estado de verdad. Y, para colmo de lo que ha pasado, esta vez, al decir de las informaciones, en Cachemira, con el gran problema político que arrastra, ni siquiera se han guardado las formalidades de rigor ni se ha seguido el protocolo de simulación acostumbrada en estas circunstancias: pedir ayuda; hacer visitas espectaculares al lugar de los hechos; decir que se dejan a un lado los resquemores, los resentimientos y las diferencias políticas; prometer el cielo en la tierra ... para luego despejar el camino a que las mafias (en la mayoría de los casos los propios miembros de los gobiernos) hagan sus grandes negocios a cuenta de las ayudas y donaciones de las buenas gentes. Es la forma en que habitualmente se gestionan estos asuntos, con lo que a los que han sufrido el terrible quebranto apenas les llega alguna cosa. Y nada de soñar siquiera con que alguien va a resolverles problemas estructurales. Al fin y al cabo ¿a quiénes les interesan estos desgraciados? Sólo en Méjico y mucho por cierto, donde, al parecer, dicen a los desamparados: sólo te ayudo, si me votas. ¿Servirá esta vez para que las cosas cambien? El vicepresidente de Guatemala ha contestado sobre los graves daños que ha causado en su país el huracán Stan: le doy un ejemplo muy concreto. Habrá que construir 6.000 o 7.000 viviendas para la gente que perdió todo, más otro tanto para quienes quedaron con casas dañadas severamente. Pero ¿alguien espera que se construyan estas viviendas? Ya en el contexto de la entrevista completa aparecen como de soslayo excusas para evadir este compromiso. De todas maneras es igual: nadie les va a resolver nada. Incluso ya se está corriendo la opinión de que ha sido un castigo de Dios por sus pecados, con lo que se cierra el arco completo de que, además de pobres, son muy graves pecadores, tanto como para merecer castigos tan ejemplares. Dice Andrés Ortega que estamos en la atopía, aunque no en el mero realismo; que América Latina sufre un exceso de diagnósticos y un déficit de terapias. Cuenta Augusto Monterroso que hubo una vez un Rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que ya no era necesario, y se deprimió mucho. Publicado el día 21 de Octubre de 2005


162.- Reivindicación de la filosofía No se habla mucho últimamente ni de los filósofos ni de la filosofía. Tampoco por supuesto de otras muchas cosas que al menos en principio son importantes para todos, pero, por la razón que sea, lo referente a la filosofía ha pasado de moda y en lo que se llama la plaza pública de las conversaciones, las opiniones y las polémicas la gente apenas se acuerda de ella. Ni siquiera en los altercados y en las discusiones de los cuatro o seis temas de que más se habla en las esquinas de las calles. Ni en las cartas al director de los periódicos o las llamadas a las emisoras para reclamar la lluvia o protestar por las algaradas municipales aparecen para nada estas palabras. No estaban así las cosas hace un par de décadas sino, muy al contrario, la vida social padecía una inflación de filósofos y no había debate, mesa redonda ni disputa o trifulca de ideas y argumentos de todo tipo de las que ofrecían los medios de comunicación, que no incluyese a un filósofo que adornara la guinda de la reflexión. Como decía en El País por esos años Alejandro Gándara: "hoy la filosofía viste y antes desnudaba. Antes era el peligro de transitar por un laberinto en el que nadie había puesto nombre a los demonios; hoy es un desfile de modelos, una pasarela con público selecto y precipicios cautamente almohadillados” aunque advirtiendo desde luego que “la desnudez clásica del sabio que se zambullía en este pozo de oscuridad que es el mundo y hacía alumbrar en los adentros del caos la luz heroica del orden ha sido reemplazada por el filósofo vestido, impoluto, de entre cuyas luces sólo brilla la del arco dorado de sus lentes”. Ahora las cosas son de otra manera y nadie se acuerda ni de la filosofía ni de los filósofos. No ocurre, por ejemplo, lo mismo con otros colectivos como los poetas, los cómicos o los escritores de toda condición que llenan las páginas de los periódicos y las antena de radio hablando y opinando de lo divino y de lo humano, unas veces desde luego con más fortuna y conocimiento que otras. Pero todo el mundo parece haberse olvidado de la conveniencia y utilidad de la filosofía y de los filósofos. Como fue el caso (uno de los muchos que se cuentan en las vidas de filósofos antiguos) de los padres de Edesio. Era éste un joven brillante hijo de una familia griega noble venida a menos y en é confiaban sus progenitores para superar la crisis económica por la que naufragaban hasta el punto de hacer un esfuerzo económico y enviarlo a estudiar algo acorde con esos deseos a Constantinopla, que por entonces era lo más de lo más en la sabiduría. La cuestión es que a su vuelta, el padre descubrió horrorizado que Edesio se había dedicado a la filosofía, y empujado por la fuerza de la grave decepción ya que todas sus pretensiones se habían terminado, decidió echarlo de casa. Y fue justo en ese momento, al salir por la puerta, cuando se le ocurrió preguntarle: "¿Qué provecho te aporta a ti la filosofía?" Y Edesio se volvió y le contestó: "No es pequeña cosa, padre, haber aprendido a respetar al propio padre, incluso cuando lo está echando a uno de casa." Y desde luego los que quieren poner en valor, una expresión que ahora dicen ciertos ilustrados, la utilidad de la filosofía recurren siempre al suceso que le ocurrió al que pasa por ser el primer filósofo de historia y que se cuenta a todos los estudiantes el primer día de clase: Tales de Mileto, del que unas muchachas se carcajearon porque mirando las estrellas (que es una forma poética y dulce de decir que siempre andaba despistado), que un día se enfadó -algo así como: para que veáis lo que es bueno-, y para demostrar que, si no era rico, era porque no le interesaba, alquiló a un precio casi de regalo todas las almazaras de su entorno al prever, en contra de la opinión general, que se presentaba una cosecha extraordinaria de aceituna. Se desconoce lo que hizo con el dinero que ganó, pues naturalmente acertó en lo que había predicho, pero casi seguro que se lo dio a alguna ONG de la época. Y la verdad es que es una pena este olvido de la filosofía. No hay más que fijarse en el caso de Máximo, que acompañó a varios emperadores romanos y recibió donaciones del Estado pero, cuando cayó en desgracia, los poderes públicos decidieron ponerle "la más severa de las penas: le multaron con una suma de dinero tan fuerte que un filósofo difícilmente nunca podía haberla oído ni siquiera mencionar." Y es que, como dice Sancho muy certeramente, donde no hay tocinos, no hay estacas.

Publicado el día 4 de Noviembre de 2005


163.- Un corrupto menos No parece una verdad científica asegurar que siempre los que se van (referido, en la mayoría de los casos, a los que se mueren pero extensivo por supuesto a cualquier otra clase de apartamiento) son los mejores. Es sin duda más una frase piadosa y compasiva con los que nos han dejado que una opinión que refleje la realidad de lo que acontece. La verdad es que mientras con frecuencia los que nos dejan (por muerte, alejamiento físico, abandono o alguna otra circunstancia) son personas merecedoras de todo nuestro aprecio y cariño, otras veces lo cierto es que nos acabamos librando de auténticos pejigueras o de tunantes que, al irse, nos quitan más de un fastidioso peso. Este es el caso que nos ocupa. Porque la estampía de un corrupto, fuese cual fuese el motivo y la forma o modalidad de desaparición, es una liberación de padre y muy señor mío, ya que el vacío que deja limpia un poco la sociedad, nos hace a todos algo mejores y hasta parece que oxigena el ambiente. No en balde el corrupto es como una cuña molesta, una especie de aguijón amargo y oneroso que, a lo tonto a lo tonto, enturbia lo que toca. Ante la permanencia constante y endémica de corruptos a lo largo de toda la historia (lo que le hace entrar con cierta dosis de méritos en la pugna clásica de cuál es el vicio más antiguo de la humanidad), autores muy preclaros se han preguntado si esta perversión es fruto del desarrollo natural o, por el contrario, resulta más bien una consecuencia de las circunstancias en las que se encuentra el sujeto digno de este apelativo Vamos, dicho de otra manera, que si el corrupto nace o se hace. Y aquí discrepan las opiniones de unos y otros. Algunos, de acuerdo con esa vieja y antigua creencia (reflejada en un refrán en latín que todo el mundo conoce y sabe traducir, quod natura non dat, salmantica non prestat, la habilidad con la que no se nace no la puede proporcionar ni siquiera la universidad de Salamanca) de que si no se tienen cualidades naturales para hacer algo o ejercer algún oficio, por mucho que se empeñe tanto uno mismo como los maestros que tenga, nunca será capaz de aprender aquello para lo que no ha nacido, defienden que es más bien una inclinación natural la que arrastra a esta pobre gente a comportarse tan malamente. Otros, por el contrario, siguiendo las más recientes doctrinas ambientalistas, se inclinan por creer que el causante de todas estas desgracias es el entorno, lo que los mayores llamaban las malas compañías. Y, por último, como ocurre casi siempre en este tipo de debates, un tercer bloque de eruditos, el más numeroso, achaca este defecto a la conjunción de los dos motivos anteriores: una propensión de su manera de ser, y el encontrarse en el sitio y lugar preciso en el que llega la tentación. Y así ¿cómo resistirse? La respuesta a esta cuestión es de especial importancia porque, según fuese verdad una u otra teoría, así se podrán determinar cuestiones como si los corruptos son o están, es decir, si el que es corrupto lo es siempre o, por el contrario, sólo en determinadas circunstancias o en determinado tiempo y si, en ese caso, sería recuperable o no de su perdición y de la de todos. Algunos tratadistas de estos temas insisten en que desde luego por lo general los corruptos son posibles porque siempre hay algunos detrás que los toleran, amparan, protegen, tutelan y cobijan; que si esos causantes no desaparecen al mismo tiempo que los corruptos, se siguen manteniendo las condiciones para que venga en seguida otro corrupto a sustituir al que se va. Y en ello sin duda tienen razón porque, aunque el refrán dice que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón, la verdad es que los amparadores deberían tener el mismo trato que los propios corruptos. No en balde unos están porque los otros también, y éstos forman a su vez una nueva jerarquía de cosas malas. En todo caso, cualesquiera que sean las respuestas a las preguntas académicas planteadas sobre los corruptos, lo que nadie podrá negar es que la simple consunción de alguno de ellos es sin duda un gran motivo de regocijo y alborozo para todos. Ya dijo Pericles, hace más de veinticinco siglos en la época dorada de la democracia de Atenas y en uno de los discursos políticos más famosos de la historia, que precisamente este nombre viene del hecho de que el objetivo de su administración no son los intereses de unos pocos sino de los de la mayoría. Publicado el día 18 de Noviembre de 2005


164.- Definiendo la corrupción Pues hablando precisamente de asuntos relacionados con la corrupción, al comunicarse todos entre sí, unos a otros, la grata noticia de la desaparición de un corrupto (aunque con el lado triste de que el mentor que lo amparó, protegió y ayudó sigue donde estaba por lo que se desconoce si el hueco dejado lo ocupará otra persona con las mismas inclinaciones y propensiones), y después de preguntarse muchas cosas sobre este particular, la conversación deriva casi de manera automática hacia la pregunta que podemos llamar la principal. Y es, como no podía no serlo, la de a qué tipo de conducta debe aplicarse con la mayor precisión posible este calificativo de corrupto. Porque es la verdad que en éste como en otros asuntos de la república, es frecuente que se utilicen palabras y significados que no siempre están en verdad justificados ni obedecen a razones serias y entendidas. No hay que olvidar que cuando las palabras llevan siglos de vida, con un uso social muy frecuente y muy generalizado, suelen adolecer de imprecisiones y hasta de un cabildeo excesivo. A lo mejor es por eso por lo que los entendidos en leyes y disposiciones, cuando se utilizan términos o palabras que no son fáciles de precisar, hablan de concepto jurídico indeterminado: como ocurre, por ejemplo, con expresiones del tipo alarma social, que encierra siempre un elemento subjetivo a la hora de asegurar si en una circunstancia determinada existe o no esa situación. Pues algo así es lo que pasa con lo de corrupción que, al haber tenido tantos manejos a través de la historia y siendo tan diferentes las culturas que lo utilizan, su significado puede en muchos casos crear confusión en las mentes de quienes hablan de ello y permitir tanto que pasen como buenas algunas conductas que seguro que son vituperables y condenables, como de imputar maldad en comportamientos que se mueven dentro de la más pura inocencia. Que ha habido personas a las que se les ha demostrado que tenían comportamientos corruptos y su buena fe les impedía si quiera imaginar que así de mal lo estaban haciendo. Porque preguntas sobre si son corruptas o no determinadas conductas tienen en muchos casos difícil respuesta, sobre todo si las cosas se hacen con plena naturalidad y por supuesto sin ánimo de portarse mal. Y es que, como ya se ha dicho tantas veces, la corrupción es precisamente uno de los desórdenes con méritos más que suficientes para ser considerado como de los más antiguos, casi desde que existimos los seres humanos. Y para convencerse de ello basta con una mirada superficial a los libros de historia, en los que se nos cuentan las hazañas y también las miserias de nuestros antepasados, y fijarse por azar en algunos sucedidos. Ya en el código de Hammurabí, allá por el siglo dieciocho antes de Cristo (por cierto muy anterior a la época de Moisés y casi coincidiendo con Abraham), en Babilonia, se habla de las sanciones que deben cumplir los jueces venales. O en Grecia cuando Demetrio Poliorcetes, nos cuenta el historiador Indro Montanelli, impuso a los atenienses un tributo de algo así como quinientos millones de liras, justificándolo como gastos de jabón para su amante Lamia: ¡caramba, qué sucia debe ser! dice que comentaban los guasones. O en la Edad Media en España, a finales del siglo XII, cuando los juglares cantaban con alborozo y fervor en las historias y narraciones con las que iban por los pueblos y aldeas, contando la pillería de El Cid, que había dejado a unos judíos como aval de un dinero que le habían prestado un montón de piedras. Y de los tiempos presentes, basta con coger cualquier periódico para encontrarse crónicas e informaciones de estos asuntos. Y a este respecto hay que sugerir para su discusión dos observaciones de interés. La una, que no se puede olvidar que en estos tiempos casi todo el mundo tiene algún tipo de poder sobre el tesoro público, como es por ejemplo el dinero que ha de abonar mediante los impuestos. La otra es que en las sociedades de hoy, especialmente desde la aparición y proclamación de los derechos económicos y sociales, se ha ampliado considerablemente el ámbito de lo público. Por lo que, dejando para mejor oportunidad la enumeración larga y compleja de los diferentes tipos y subtipos de corrupción, podemos aproximarnos de momento a este concepto con una definición que, más o menos, puede ser como ésta: el disfrute personal o familiar, provocado de manera deliberada en función del poder de que se dispone sobre ello, de lo que pertenece al espacio social, colectivo o público. Es decir, el provecho, mediante apropiación, de lo que no es de uno sino de la comunidad. Publicado el día 2 de Diciembre de 2005


165.- El interés de lo inútil De muy pocas cosas hay mucho que decir. Incluso de la mayoría basta con que se las nombre para que todos sepamos de qué va el rollo, de lo que se está hablando. Porque, aunque a primera vista pudiera parecer lo contrario, la verdad es que de casi nada hay materia para hablar mucho. Además para colmo si el lenguaje representa, como dice Emilio Lledó, la relación que hay entre el pensamiento y el mundo, entre lo que se piensa y lo que son las cosas, cuando éstas valen poco, es lógico que la conversación sea tan simple como la realidad. Y esto sirve sobre todo y especialmente cuando se trata de hablar de cosas inútiles porque si el asunto no sirve para nada ni tiene el más mínimo interés, la atención que se le dedique es perder el tiempo. Y cosas inútiles, o aparentemente al menos inútiles, las hay en demasía. Una de las cualidades, sin embargo, que caracteriza al ser humano, uno de los atributos que le confieren su puesto de honor en el mundo de lo creado es precisamente su capacidad de hacer útiles a las cosas inútiles, de dar sentido a aquello que inicialmente no lo tiene. Y esto, que se puede hacer de muchas formas, como mejor lo sabemos realizar es a través del lenguaje, de la palabra. El método es muy simple: se trata de inventar, en relación a cualquier nimiedad o frivolidad, un mundo extraordinariamente complejo de palabras, frases y expresiones que, aunque no digan nada ni signifiquen nada, dan materia suficiente para que estén ocupados mucha gente durante mucho tiempo. Y a ello hay que añadir la circunstancia de que, al no merecer la pena tomar el asunto en serio, todos los que se ocupan de él lo hacen con el desenfado y el distanciamiento de lo que únicamente tiene el valor de llenar el tiempo. Es lo que pasa en el asunto este que ha dado en llamarse telebasura, que se ha convertido en una moda casi universal pero, al mismo tiempo y curiosamente, se ha adornado con el latiguillo de su reprobación moral, de un cierto aire de desprecio que ponemos todos para expresar nuestra censura. Pero aquí pasa como con el tráfico, con la pobreza o con otras cosas por el estilo. Que la sociedad (o sea, todos y cada uno de nosotros) hace una cosa mientras predica otra, a veces incluso la contraria, y se dedica a echar sermones y discursos morales para justificar su conciencia y quedarse tranquila pero estimula valores que nos llevan a la ruina. Mientras la gente se muere por las carreteras, la prisa, el llegar el primero, el ser más listo corriendo más son valores que están detrás de la competitividad que nos mueve la cama. Mientras lloramos al ver la pobreza encarnada en unas personas, nos esforzamos para que no desaparezcan los aranceles que protegen nuestros productos. Y mientras discurseamos de manera compungida y lacrimógena por la ordinariez, zafiedad y el descomedimiento de determinados programas de televisión, (además al alcance de los niños, que están en la mayoría de los casos solos en su casa), desarrollamos un estilo de vida que nos lleva a estar cada vez más tiempo y más miembros de la familia en la calle, en penosa y agotadora competición. Además de quejarnos y poner cara de amargura lamentándolo, ponemos en juego todas las condiciones que lo favorezcan, en un ejercicio extraordinario y casi perfecto de hipocresía. Y así, después de una jornada tan dura, como aseguran los cronicones, a ver quién tiene luego ganas de hacer cualquier otra cosa que no sea hablar y oír hablar de lo que no sirve para nada. Y tampoco es razonable exigirles a los ciudadanos que cuando terminen de ocuparse de lo que les preocupa, de todo lo que les resulta útil (el trabajo, la salud o los afectos, por citar algunos ejemplos), dediquen su tiempo libre a discutir sobre el sentido de la homeóstasis, las cuestiones básicas de la mecánica cuántica o la aplicación de las derivadas. Mientras, doscientos chinos han estado pendientes del televisor, según han contado las agencias de prensa, viendo cómo se elegía en un concurso al mejor cantante. Pero de que las cosas ocurran así nadie tiene por qué enfadarse ya que al fin y al cabo de lo que se trata es de comer y de vivir trabajando. Que es en lo que parece que estamos.

Publicado el día 16 de Diciembre de 2005


166.- Procusto y lo bueno Probablemente estos días (además de atolondrados, imprudentes, desquiciados o aturdidos) son los más complejos y confusos de todo el calendario anual, tanto que resultan muy atractivos para la reflexión y el estudio. No parece desde luego que puedan ser considerados falsos, como algunos sugieren, porque las cosas y lo que a la gente le interesa están suficientemente la vista de todo el mundo. Falsos no, porque nadie oculta cuáles son en el fondo sus alicientes. Pero sí oscuros y liosos. Cada época del año tienen su consejo y su propósito en la costumbre común y está muy claro hacia donde éste camina y cómo, salvo cataclismo, es cada vez más irreversible. Por eso no debemos de llamarnos a engaño ni soltar sermones morales porque, mientras su eficacia es totalmente nula (a veces hasta da la impresión de que algunos están nerviosos por terminar el discurso contra el consumismo para salir corriendo antes de que cierren las tiendas), para lo único que sirven es para formar parte también del decorado navideño. Y entre la marabunta de circunstancias propias de estos días, uno de los detalles es que estamos en el tiempo de los buenos deseos y de los buenos propósitos. Por supuesto que hay mucha gente que en el fondo piensa que esto ya está pasado de moda; que lo de año nuevo, vida nueva es una manera trasnochada y rancia de llenar de moralina unas fiestas que están para otra cosa; y que ¡vivan los peces que no paran de beber y beber en el río! hasta no se sabe cuánto ni si acabarán ahogándose de tanta agua (aunque ¡qué más da!). Pero también es verdad que, si hay unas fechas en las que abusamos de la palabra bueno en todas sus modalidades, es precisamente ahora: la literatura al uso (la poca que va quedando), las frases rituales a los amigos y a los vecinos, y hasta las prácticas empresariales están llenos de esta singular y prodigiosa palabra. Buen año, buenos deseos, lo mejor, buena suerte, buenos propósitos (no digamos nada con lo del tabaco), pasarlo bien... Y luego resulta que si hay una palabra que signifique tantas cosas que puede no acabar significando nada, ésta es la de bueno. Sin duda una, si no la más, de las que tiene más dosis de ambigüedad. Bueno es el clima, bueno es un jamón o un vecino (o una vecina), un libro, el pasado o el presente, el chiste que nos cuentan y el coche que pasa por la calle. Y buena es la virtud. Bueno puede ser todo, (o nada, naturalmente) de lo que sabemos, lo que nos ocurre o lo que nos dicen. Pero si las cualidades de un jamón o de un coche apenas coinciden y nada tiene que ver la virtud con el clima o el vecino con una broma, ¿qué queremos decir cuando, de acuerdo con lo establecido, deseamos unos a otros un año bueno? Por supuesto que el uso de esta palabra en estas condiciones nos facilita y resuelve la vida con los demás. Pobres de nosotros si tuviésemos que ir inventando fórmulas de saludo y esperanza propias para cada uno de aquellos con los que nos encontramos. Decimos bueno a todos y a todo y asunto resuelto, que cada cual lo interprete como quiera: es una liturgia social que nos hace posible la vida. Es lo que algunos autores han llamado la capacidad de estirar el idioma: que las mismas palabras signifiquen para el que las dice lo que éste quiera, y para el que las oye lo que le apetezca, aunque sean cosas diferentes e incluso contradictorias. O, de otro modo, que lo dicho sirva para cualquier descosido, siempre que todos queden bien, que es lo que viene a decir Alicia en el País de las Maravillas. Procusto era un bandido malísimo de la antigüedad griega, que acosaba y mataba a los viajeros que encontraba en el camino. Pero lo peor no era esto, que al fin y al cabo es el trabajo de todos los maleantes, sino que su fama especial venía del sadismo con que trataba a sus víctimas: hasta que lo mató Teseo, una especie de rey mago de la época, las echaba sobre su lecho de hierro y si las piernas sobresalían, cortaba de un hachazo lo que sobraba; pero si resultaban más cortas, las estiraba hasta que dieran el largo de la cama. Por eso su muerte fue celebrada largamente por todos los ciudadanos de bien, más o menos como se ha hecho toda la vida. Pero ¡cómo ha avanzado la civilización! Mientras Procusto alargaba o acortaba los cuerpos de sus secuestrados, la cultura ha permitido hacer esa operación con las palabras, que es un trabajo en principio y aparentemente mucho más fino y distinguido, aunque también sabemos que éstas sí que acaban siendo un arma de destrucción masiva. ¿O acaso un insulto, un consejo, una sugerencia o un desprecio expresado en palabras no son capaces de modificar del todo nuestra vida? Publicado el día 30 de diciembre de 2005


167.- Lo que tenemos que hacer Una de las sensaciones que tenemos los seres humanos en montones de ocasiones es la de que en la mayor parte de nuestra vida no somos nosotros los que marcamos nuestra ruta ni establecemos nuestras tareas sino que son los acontecimientos (por llamarles de alguna manera) los que nos llevan de un lugar a otro. Algo así como si un conjunto de fuerzas ajenas a nosotros mismos nos arrastrara y nos empujara, cogidos de la mano, a sitios en los que en principio no tenemos previsto estar y ni por asomo acudir. Y esto vale no tanto para las obligaciones sociales, que por supuesto se desarrollan así en multitud de ocasiones (ir a la boda que no queremos ni nos apetece, a la reunión que, cuando menos, ni nos interesa o incluso desconocemos de qué va, o a la peripecia que al menos a nuestro gusto resulta más insulsa) sino que ya de entrada nos encontramos con que, como dicen los personajes importantes permanentemente ocupados, entre unos y otros se nos perfila y se nos hace la agenda de la vida. Casi todos los quehaceres y trajines con que llenamos nuestra biografía obedecen a decisiones de los demás, de las que nosotros somos ajenos por completo. El sistema de relaciones en que nos vemos envueltos es uno de los ejemplos más claros de todo este asunto. Si ya nacemos como primos, hijos, deudos o tataranietos de alguien, constantemente nos encontramos, de pronto y sin comerlo ni beberlo, con que nos hacen cuñados, suegros, abuelos o vecinos de otros sin que haya habido, como hubiese sido lógico, ninguna decisión de nuestra parte. Conozco a alguien que ha decidido ser amable con todo el mundo porque, dice, quién me asegura que mañana no me encuentro con que esa persona se ha convertido en mi consuegro y tengo que llevarme bien con él, o con ella, en beneficio de mi hijo, o de mi hija. Lo que pasa es que en principio esta situación no tiene por qué ser precisamente mala. Dicen los sicólogos que si tuviésemos que estar tomando iniciativas en cada momento e inventando a cada instante el futuro, sería imposible la existencia. Que si cada mañana tuviésemos que empezar de cero, sería imposible la vida. Porque nada habría más molesto ni más dramático que la obligación de tener que recorrer el mundo cada uno montado en el vacío. Por ello es útil, conveniente y práctico encontrarse con que cuando nacemos, ya se pueden prever muchas de las cosas con que cada uno se ha de encontrar mientras siga vivo. A lo que hay que añadir desde luego la afirmación complementaria de que al mismo al mismo tiempo también apuntamos cada uno en la fuerza de los demás ya que no en balde en esta dialéctica todos somos a la vez agentes y pacientes. Cuentan las crónicas que en más de una ocasión, cuando diferentes grupos políticos han accedido por primera vez a dirigir un gobierno, han puesto sobre la mesa la posibilidad de confeccionar un presupuesto, partiendo de cero, como si todo empezara por primera vez pero que en seguida se han dado cuenta de que eso es imposible, que más del noventa por ciento de los ingresos y los gastos ya estaba comprometido de antemano. Únicamente los emperadores antiguos tenían, cada uno, la potestad de empezar a contar el tiempo y la historia desde el principio. Por eso el contexto de nuestra agenda, que ya a primero de año nos la dan casi completa, sólo incluye, por propia iniciativa, los huecos que van dejando libres las triquiñuelas de la vida. El busilis está en que por lo general apenas sabemos lo que dice porque desconocemos lo que va a pasar, sabiendo que casi todo es posible. . "Sólo cuatro temen lo imposible, dicen los cuentos de Calila y Dimna: el ave que estira las patas hacia el cielo por miedo a caerse en él; la grulla que sólo se apoya en una pata por miedo a que si apoya la otra también, el suelo se hunda; la lombriz que se raciona la tierra que come, no vaya a agotarse; y el murciélago que vuela de noche y no de día por miedo a que lo cacen por hermoso". Y la oportunidad de salvarnos en el barullo sólo está en el reconocimiento de esta circunstancia, sabiendo que no podemos ser tan fatuos como para querer arrancar los árboles y tirar las casas para hacer caminos. Aunque la feria, cualquier feria, tolere que las cosas parezcan lo que no son. Otra cosa es tener la simpleza de aquella señora que nos cuenta Pío Baroja en "La feria de los discretos" que se entretenía en enseñar a los peces a picar.

Publicado el día 13 de Enero de 2006


168.- Un negocio en Palestina Hay veces en la que la historia esa de la botella medio llena y medio vacía es un verdadero sarcasmo, una manera insípida y frívola sólo válida para entretenerse un rato. Para darse cuenta de ese entresijo, todo puede estar en levantarse un mañana y echarle una vista detenida a un periódico porque puede ocurrir que de pronto, como en una revelación, uno entienda muchas cosas de las que pasan, casi todas diría más de un atrevido. Y no es que en los asuntos de cada día no haya pruebas más que suficientes para averiguar ese secreto, que por supuesto las hay y a montones. Lo que pasa es que de vez en cuando hacen falta algunas estridencias para aclarar el pensamiento. No en balde la razón es lo suficientemente perezosa para adormecernos con algo tan elemental como, por ejemplo, la estadística, que es la forma más impune que tenemos los humanos para arrinconar el dolor ajeno y a veces también el propio. Probablemente haya sido uno de los sucedidos que más angustia y dolor ha causado entre la gente interesada por las cosas que ocurren en el mundo. Sin duda ha generado infinitos discursos de reproche, ha producido lamentos y quejas eternas y desesperadas viendo cómo se yugulaban de manera atroz derechos elementales para la vida y la subsistencia. Seguro que habrá quien recuerde aquellas fotos que mostraban a unos niños que se quedaban sin poder asistir a la escuela y sin sitio donde jugar porque incluso cortaban su calle casi a la puerta de su casa; o a adultos con tremendas dificultades para acceder a un hospital o a la panadería de la esquina. La construcción del muro que Israel está levantando en la Cisjordania, con la excusa de su seguridad, para aislar al pueblo palestino, ha acaparado los más duros calificativos que se han escrito y dicho en los últimos años por todo tipo de personas sensatas. Y con toda la razón: no hay más que observar los detalles y las circunstancias de ese trance para apreciar toda la maldición que lleva consigo. Bueno, pues eso no es nada comparado con lo que contaba Diario Córdoba hace un par de días. Porque resulta que ese maldito y deplorable muro, y algunos asentamientos (¡que esa es otra!) de Jerusalén, en parte ¡menos mal! se está levantando con cemento de una empresa que posee y de la que es dueño el primer ministro palestino Ahmed Qurei. (¡Casi ná!). Bien es verdad que una golondrina no hace verano (aunque ¡vaya verano!) pero después de que se haya dicho y no desmentido, entre otras muchas lindezas, que al menos la mitad de los presupuestos de la llamada Autoridad Palestina pasaba directamente al bolsillo de los responsables políticos, ya poco queda por hablar. Hace no mucho tiempo tuve la oportunidad, junto con un pequeño grupo de amigos, de mantener una conversación con un representante, digamos medio alto, de la clase política palestina, que venía a estudiar a España y aprovechaba para contar las desgracias y amarguras de su pueblo, dominado y controlado por los sionistas. No era muy difícil darse cuenta de lo que se escondía detrás de la revolución: este vocero no era más que un funcionario de la desdicha y la tragedia, que repetía con extraordinaria soltura casi de memoria un bien diseñado discurso lleno de tópicos y frases retóricas, un símbolo de cómo se hacen buenos negocios y se consigue un razonable estatus social y económico precisamente aprovechándose de las circunstancias más miserables en las que vive la gente normal. Es bastante seguro, como ha ocurrido tantas veces en la historia, que nunca conoceremos los verdaderos sótanos del llamado problema palestino, de las gangas espeluznantes de todo tipo que están detrás y alimentando a la cuestión palestina pero de algunos ya empieza a saberse alguna cosa. Escribo estas líneas el día de las elecciones en Palestina cuando los últimos sondeos pronostican un empate técnico entre el grupo del actual primer ministro y otro que se dice religioso y fundado en el Islam, que no está por la labor de facilitar en exceso la supremacía de Israel y está dispuesto a luchar contra la corrupción. Los buenos (o sea, Israel, EEUU y nosotros, la UE) estamos muy preocupados de que puedan ganar estos últimos porque con su fundamentalismo espiritual pueden dar muchos quebraderos de cabeza y son una escuela de suicidas por Alá, es decir, terroristas. Nosotros, los buenos, queremos naturalmente que ganen también los buenos de Palestina, que son de los que se llevan más de medio presupuesto público a sus bolsillos, los del grupo del que pone el cemento para el muro y los asentamientos. Publicado el día 27 de Enero de 2006


169.- La necesidad de las tentaciones Todos sabemos que no hay época de la historia que no tenga un conjunto de palabras representativas de lo que hace y piensa la gente de ese período. Mediante el lenguaje, cada grupo social maneja sus propias creencias y convencimientos, sus ideas y sus opiniones sobre las cosas, sobre el mundo que le rodea y sobre lo que hay que hacer. ¿Acaso no estaremos todos de acuerdo en que, por ejemplo, estas tres palabras, democracia, solidaridad y tolerancia, representan mucho de lo que hoy pensamos en nuestra cultura? Teóricamente al menos, rigen nuestra convivencia y por eso las utilizamos como referencia, vengan o no a cuento. Están de moda (sin que esta expresión suponga de ninguna manera un juicio peyorativo). El problema viene cuando la presión es tan grande que no nos permite analizar con calma lo que hay detrás del escenario. ¿Tan claro está todo lo referente a lo que aluden estas palabras? El hecho de que poca gente se atreva hoy a decir en público que no es demócrata, solidario o tolerante ¿supone que ya casi todo el mundo lo es, está convencido, y desea ejercer lo que expresan? Estamos tan llenos de festivales solidarios, lazos, concursos infantiles, fiestas populares, publicaciones de todo tipo, elementos transversales en el currículo educativo, y otras muchas muestras de este nuevo espíritu que ha invadido nuestro país, que así lo parece. Sin embargo sería prudente, para analizar si las cosas son como se muestran, echar mano de una doctrina consolidada por la historia y la tradición, tanto laica como religiosa, que nos puede servir como hecha para el caso. Es el valor de la tentación o la importancia de la prueba. Porque hay que tener la prudencia necesaria para reconocer que desde la mesa de camilla, como desde la barrera en el caso de los toros, es muy fácil ser demócrata, solidario o tolerante. Decía Eugenio D'Ors que lo que da valor a la vida son las tentaciones a las que no se ha cedido, que se domina una virtud cuando se ha vencido la tentación. Y desde la prueba del nueve, que hacíamos en la escuela, para saber si una cuenta estaba bien hecha, hasta las dificultades que había de superar un enamorado para ganarse el favor de su dama es opinión común que, para asegurar una teoría, es imprescindible haberla podido probar. De acuerdo con esta regla, habría que fijarse en cómo responden muchas colectividades de la Europa moderna, culta y solidaria, cuando a alguien se le ocurre anunciar que, en la esquina, se va a construir un vertedero, un psiquiátrico o un bloque de viviendas sociales. Excusas no faltan para argumentar su inconveniencia. Es el peligro de los que creen sólo en el ruido: pensar que es suficiente con festejos y alharacas para demostrar que se es respetuoso, solidario o tolerante. Tampoco es que haga falta que haya un intento de golpe de Estado cada día para poder demostrar el ejercicio de la democracia; ni un atentado los fines de semana para que ejercitemos la virtud de la tolerancia. Pero jugando a que ancha es la calle y que es una herejía poner en cuestión algunas de estas palabras, nos estamos engañando desde las apariencias. Y así, a lo que se ve, pasa lo que pasa, es decir, lo que está pasando. Que creíamos que todo el monte es orégano y resulta que hay más jaramagos de los que suponíamos.

Publicado el día 10 de Febrero de 2006


170.- Cumplir las leyes Utilizando un ejemplo que ha hecho popular Fernando Savater, podemos decir que son muchos y muy variados los motivos que puede tener una persona que va conduciendo un coche para detenerse delante de un semáforo que está en rojo. Pero, con carácter general y tratando de simplificar bastante, los podemos agrupar en dos clases o tipos. Uno puede atender a la demanda de la señal y pararse por el riesgo de que, de no hacerlo, le pueda multar algún guardia que esté al acecho de infractores desaprensivos. Llamaremos a este motivo el temor a la ley. Pero al mismo tiempo otra gente puede aducir razones del tipo: tengo que ser responsable de mis acciones y no debo poner en peligro la vida de los demás, lo que podría ocurrir si, al tiempo de pasar en un momento en que no debo, se le ocurre cruzar de acera a alguna persona y me la llevo por delante. En este caso el intríngulis no está en el peligro de una posible sanción sino en el convencimiento de que la convivencia exige ocuparse de los derechos de los demás. Hay en efecto ciudadanos que consideran que saltarse un semáforo en rojo es, además de un acto de incivilidad, una falta de respeto para con nuestros semejantes ya que es poner en peligro su integridad física sin necesidad. A este segundo tipo de razones podemos designarlas con el calificativo de solidarias. A pesar de este doble punto de partida, el resultado real y visible de ambas decisiones es un buen ejercicio de ciudadanía. Nadie puede dudar de que en los dos supuestos el comportamiento sea correcto, moralmente aceptable o, dicho de manera más técnica, éticamente bueno. Pero el uso de una u otra justificación permite valorar cada historia de manera diferente. Y así al hecho de detenerse ante el semáforo en rojo por miedo a la multa le llaman los expertos un acto de "ética de leyes" y a hacerlo por el convencimiento de que la consideración a los demás exige, entre otras cosas, respetar las normas de circulación, una "ética de justicia". El caso de todo esto es que, a la hora de comportarse de manera ciudadana, se pueden argüir los dos motivos diferentes. Ambos son sin duda válidos y en las dos circunstancias se consigue lo mismo: hacer que funcionen las reglas de la convivencia. Si tuviésemos certeza de que siempre funcionaría alguna de estas razones, todos andaríamos más seguros por la calle. De la misma forma que todo esto es verdad, también vale decir que ambos motivos para cumplir la ley representan dos opiniones diferentes sobre la vida pública, sobre la vida en común. Y sin que, de entrada, pueda suponer algún tipo de censura, se puede afirmar que la ética de justicia aparece como un peldaño más alto o elevado en la relación de convivencia entre los seres humanos. Aunque en los dos casos las consecuencias sean las mismas, da la impresión de que ésta última es como más perfecta que la primera, como más acorde con principios que tienen que ver con ideales más inalcanzables. La ética de justicia abre el camino de la solidaridad completando lo que la ley no puede alcanzar. Pero, por el contrario, lo que hay que evitar es que, enredados en estas buenas razones tratando de desarrollar lo mejor, deje de cumplirse la ley que, en definitiva, es lo que importa.

Publicado el día 24 de Febrero de 2006


171.- Argumentos para todo Andaba un buen puñado de frailes dedicados a la meditación y a las lecturas sagradas en un ambiente recogido cuando en la estancia en la que se encontraban irrumpió de pronto un grupito de colegas que, al tiempo que leían libros de oración, parecían locomotoras por la cantidad de humo que se desprendían de los cigarros y cigarrillos de que estaban disfrutando. Sorprendidos los primeros ante inesperado espectáculo, preguntaron a los que venían cómo osaban simultanear la oración y el tabaco cuando se les había dicho con toda claridad que, mientras se rezaba, estaba totalmente prohibido fumar y ellos, obedientes, esperaban al descanso para echar alguna bocanada. Es que nosotros, contestaron los recién llegados, no hemos pedido permiso para fumar mientras rezamos sino que hemos consultado si se puede rezar mientras se fuma. Y nos ha dicho que por supuesto. Si bien los mentideros, en esa inocente rivalidad entre órdenes religiosas, han atribuido a los jesuitas esta malicia, la verdad es que se desconoce quiénes fueron los autores de esa sutileza argumental. Traducido a la vida civil este chascarrillo, podría utilizarse simplemente sustituyendo rezar por trabajar: bien, pueden decir algunos, ya sabemos que mientras trabajamos no podemos fumar, pero mientras fumamos... ¿podemos adelantar la tarea? El juego de argumentar sobre lo divino y lo humano ha llegado a través de los siglos a tal grado de perfección que se ha convertido en una ciencia en sí misma. La dialéctica, que así se la llama, era una fuente de sabiduría, por ejemplo en la Edad Media, y las inteligencias más preclaras se dedicaban intensamente a aclarar preguntas que creían insolubles. En el siglo XII, por ejemplo, en el que había como dos partidos científicos, los teólogos y los dialécticos, éstos (que hoy calificaríamos como la izquierda) trataban de responder a cuestiones como ésta: cuando un cerdo es conducido al mercado, ¿es el hombre o la cuerda el que lo sujeta? Pero no vaya a creerse que preguntas como ésta eran fruslería y un pasatiempo, vamos una tontería. De ninguna manera. Los que dedicaban su vida a discusiones de este calibre lo hacían en el convencimiento de que respondían a asuntos muy serios: no es baladí, decían, la respuesta a si quien dirige al animal es la cuerda o el hombre en el ejercicio de su libertad y por tanto de su responsabilidad. Otro prototipo de argumentación era: Si P. está leyendo, es que no duerme; pero, como no está durmiendo, es seguro que está leyendo, lo que lleva a la conclusión de que al pobre P. no le quedan más cosas que hacer en la vida que leer o dormir. Tienes lo que no has perdido, no has pedido los cuernos, luego los tienes, una argumentación que permitiría concluir que la capacidad de posesión de cada persona es infinita. Pero la más famosa de todos los tiempos es ésta: el mentiroso puede decir que es mentiroso, en cuyo caso estaría diciendo la verdad y ya no sería mentiroso; también puede decir que no es mentiroso pero, al ser mentiroso y estar mintiendo, también está diciendo la verdad, por lo que en este caso tampoco es mentiroso. Por supuesto que a más de uno le puede parecer que estos juegos ingeniosos son de una época pasada y suenan a rancio. Pero quienes piensan así lo más probable es que no vean la televisión, no escuchen la radio ni lean los periódicos.

Publicado el día 10 de Marzo de 2006


172.- ETA y el efecto Hawthorne La pregunta inquietante y espantosa, repetida tantas veces, es ésta: ¿es correcto entregar a n inocentes a la tortura para salvar la vida de otros m+n inocentes? o, dicho de otro modo, ¿cuánta gente inocente, qué número tiene que morir para que no mueran otros? ¿Se puede condenar a muerte a un inocente si con eso evitamos otras muchas muertes? El dilema es terrible pero está a la orden del día y la respuesta que se le de afecta a los cimientos del Estado de Derecho y al sistema de las libertades públicas. Y especialmente a la ética. ¿Se pueden justificar moralmente lo que se llama de manera eufemística los daños colaterales? ¿Hay guerras limpias? O por poner un ejemplo histórico suficientemente conocido ¿cuántos japoneses inocentes tuvieron que morir en las dos explosiones atómicas al final de la guerra mundial para que, finalizadas las operaciones militares, ya no muriera nadie más porque esas bombas suponían la rendición del ejército nipón?, ¿cuánta gente inocente ha tenido que morir en España para que al fin ETA pudiera terminar su estrategia del terror? Y la tortura, ¿se justifica alguna vez la tortura? Es ésta la pregunta terrible y atroz, complementaria de la anterior, tan antigua como el hombre, formulada hace casi siglo y medio por F. Dostoievski en Los hermanos Karamazov: el beatífico Alyosha Karamazov se ve tentado por su hermano Iván con este dilema intolerable. Supongamos, dice Iván, que, para que todos los hombres sean eternamente felices, fuese inevitable y esencial torturar durante una infinitud a una pequeña criatura, tan sólo a un niño, nada más que uno. ¿Lo consentirías? Los etólogos aseguran que los animales no tienen conflictos a la hora de regular las relaciones sociales entre ellos porque todo está perfectamente delimitado y cada sujeto conoce de sobra las reglas que rigen en el rebaño, el nido o la madriguera. Un miembro de la manada puede aspirar a ser el jefe, y lo conseguirá o no, pero las estructuras de poder ya están establecidas de antemano y son fijas y consolidadas. Los seres humanos, por el contrario, no sólo no disponemos de esas normas permanentes sino que tenemos la capacidad de inventarlas, modificarlas y suspenderlas, la mayoría de los casos según las conveniencias de cada uno o de cada grupo. Por eso no cabe el terrorismo entre los seres inferiores, entre los animales, y sí entre los que nos consideramos los primeros en la escala biológica de la vida en el Universo, entre los listos o los notas, como diría un castizo. Y, para colmo, estamos adornados de otras cualidades específicas como la crueldad y la capacidad de hacer daño hasta el límite de la muerte a quien no es de los nuestros, no piensa como nosotros o simplemente tiene otros objetivos sociales diferentes de los nuestros. No tiene mucha categoría moral nuestra especie humana y ETA ha sido una repugnante muestra de ello. Pero parece que ha llegado el momento de suprimir este rincón de sufrimiento y nada que lo estorbe debe hacerse u omitirse. Los sicólogos hablan del efecto Hawthorne que consiste en que cuando una persona está siendo evaluada y lo sabe, por ese simple conocimiento mejora los resultados. Es probable que tenga éxito la operación sólo en el caso de que toda la sociedad se implique en este efecto.

Publicado el día 24 de Marzo de 2006


173.- Construir un cuento Aunque hay opiniones para todos los gustos, se puede decir que la modernidad de Occidente empezó en el siglo XIV cuando se quebraron los grandes sistemas de pensamiento. El aviso lo dieron, entre otras señales, las colecciones de cuentos que en ese siglo fueron apareciendo por todas partes. Canterbury, en las islas Británicas; el Decamerón, en Italia; y en España, los más significativos el Arcipreste de Hita y don Juan Manuel. Pero junto a estos relatos, digamos de autor, muchos otros y de muy diversa índole corrían de boca en boca: en algunos casos, anónimos; en otros, apócrifos; en ocasiones, traducidos de tradiciones antiguas como los de Las mil y una noche o Calila y Dimna; y, a veces, de escritores de segundo nivel que no consiguieron réditos públicos a su autoría. De entre todos estos, muchos ni siquiera tenían un final único y común sino que cada relator lo inventaba cada que lo cantaba y lo contaba. En un congreso que sobre este tema se ha celebrado en la primera quincena de Enero en la sureña ciudad australiana de Yayyan, con ocasión de unas largas tradiciones que allí celebran con lumbres, antorchas y fuego, han salido a la luz muchas de estas narraciones que siempre resulta curioso mantener y que están abiertas a que alguien las finalice. Suelen agruparse por temas (amorosos, bélicos...), ciclos (en unos casos, religiosos como navidad, pascua de Resurrección, etc. y, en otros, paganos) y las referencias temporales son imprescindibles como es el caso del llamado ciclo galatéico (que, al contar de los mortales, equivale a diez años, sin duda porque para los griegos éste era número perfecto), lo que lleva a que los narradores fijen el tiempo que a cada una corresponde. Muchas de estos temas populares, más que un cuento propiamente dicho, son una estructura narrativa que provoca la imaginación y la ilusión del lector y el oidor, que acaban convirtiéndose en autores ya que a ellos pertenece parte del desarrollo y hasta el final de la historia. Imaginemos un esquema como éste de Lorenzo Fe., que era muy popular a finales de la edad media: a L. Fe., una tarde de un miércoles santo, los dioses le obsequiaron con una dulzaina, la dulzaina más bella, sonora y maravillosa que imaginar pudo. Su hermosura y lindeza le parecían un sueño de los que casi nunca se cumplen en el tiempo de los efímeros, como llamaba Esquilo a los hombres. Hasta que un día descubrió que el secreto de la dulzaina consistía en que era una maga buena, una diosa encerrada en la música grácil y firme de las notas que tocaba. La historia de L. Fe., que circulaba en el siglo XIV, incluía las tres características que el antropólogo Montblanc atribuye a estos relatos medievales: son mágicos porque se mueven en el espacio fabuloso de los dioses; pertenecen al mundo de la belleza, venciendo tanto a la maldad como a la fealdad; y contienen el binomio fantástico y creativo de Rodari. Con estos ingredientes, más los consabidos caprichos etéreos del Olimpo, las pruebas a las que someten a los mortales, la fuerza de los semidioses y la firmeza en mantener su tesoro... Todo en definitiva un juego de dioses y de diosas... y es a partir de aquí donde cada uno acude al final que más le ilusione, que necesariamente será hermoso. Publicado el día 7 de Abril de 2006, Viernes de Dolores


174.- Rigoristas y mitigados La discrepancia, pendencia y casi guerra civil que mantienen entre si, en Irak, los dos grupos religiosos básicos del Islam, los sunníes y los chiíes o chiítas, sirve como recordatorio de un fenómeno social que desde que el ser humano existe sobre la tierra se ha dado, y se da, en todas las comunidades. La concepción de la vida religiosa de San Francisco de Asís incluía entre sus preceptos, por ejemplo, no recibir dinero jamás ni tener cosa alguna en propiedad, ni siquiera el edificio en el que vivían los propios religiosos. Y así se hacía desde el principio, sin que se plantease ningún problema especial. Pero en cuanto la orden empezó a extenderse, cuando aparecieron situaciones nuevas mucho más complejas que requirieron la toma de nuevas decisiones, algunos franciscanos entendieron que interpretar literalmente estos preceptos era negativo para cumplir los propios fines que el fundador se había propuesto, que el cumplimiento textual de la regla no sólo no debía exigirse sino que era contraproducente, un inconveniente para asegurar el beneficio espiritual que se pretendía conseguir: si ni siquiera podían tenerse en propiedad los libros ni las bibliotecas, cómo se iba a garantizar seriamente la formación de los aspirantes. La posición contrapuesta ya se supone: los rigoristas opinaban, al contrario, que con la modernización se corría el peligro de desvirtuar el espíritu y el sentido que el Fundador quiso imponer a la Orden. Los mitigados y los rigoristas. ¿Quién llevaba la razón? El caso es que, quiérase o no, siempre hay dos respuestas a una misma pregunta. Y casi nunca es posible encontrar el camino de en medio. Es el caso de los carmelitas, en calzados y descalzos cuando el papa Eugenio IV, en 1431, ratificó la suavización de los rigores de la antigua regla, lo que provocó una primera escisión. Y sin entrar en más matices, al final los cristianos quedaron divididos en católicos y protestantes. Pronto los seguidores de Mahoma encontraron dos maneras diferentes de entender el mensaje que les había dado. Y asimismo los cristianos, representados por Pedro y por Pablo, cuando salieron del medio judío y se abrieron a la cultura griega, se plantearon en el llamado Concilio de Jerusalén los dos caminos a seguir: si era o no necesaria la circuncisión y se debían cumplir todas las exigencias de la ley de Moisés. Los ejemplos históricos son casi infinitos y se dan, por supuesto, no sólo en el ámbito religioso sino en cualquier espacio en el que haya algún aspecto ideológico o teórico, y luego desemboca en la organización y la práctica de las instituciones. Este fenómeno es universal y se detecta en cada grupo humano. Del marxismo pronto salió el anarquismo y en la llamada Segunda Internacional de nuevo se abrieron dos posiciones hermanas pero antagónicas, el comunismo y el socialismo. Estas dos respuestas, en su estructura, siempre tienen los mismos perfiles: una es más rigorista y otra más mitigada; una trata de mantener todo igual para que las esencias no se quebranten, mientras la otra, precisamente para cubrir ese mismo objetivo, propone una adaptación a los nuevos tiempos que amanecen cada día. Pero ¿por qué se produce? ¿Es necesaria su existencia? ¿Valdría en esta ocasión el título del libro de Jorge Wagensberg: si la naturaleza es la respuesta, ¿cuál es la pregunta? Publicado el día 28 de Abril de 2006


175.- La tragedia de un ignorante Seguro que muchos recordarán cómo hace unos meses apareció en el mercado un producto que no sólo aseguraba tener en su composición lidocaina sino que presentaba este hecho como un verdadero acontecimiento comercial. El clímax de su publicidad, extensiva e intensiva, se apoyaba precisamente en destacar la presencia de esta sustancia en lo que se ofrecía al público. Nada más y nada menos que la lidocaina. ¡Vaya éxito para la empresa haber decidido enriquecer su producto de esta manera! Pero en plena fiebre festiva ante semejante logro, ¡faltaría más!, de pronto el demonio, que dicen que siempre está despierto, me insufló, para mi desgracia, un punto de amargura del que apenas he podido librarme. ¿Qué es la lidocaina?, me pregunté de improviso. ¿De qué se compone, qué beneficios proporciona a quien lo consume? Y sin comerlo ni beberlo me encontré desarmado: desconocía todo sobre este asunto; es más, ni siquiera me sonaba la palabra. ¡Una tragedia! Porque, a lo que se deducía de la propaganda, todo el mundo (incluidos los niños de teta, como se decía hasta que apareció el cursi bebé) debía conocer y tener amplia información sobre el particular. Si un spot de televisión, me decía a mí mismo, para convencer al público, presenta como argumento incontestable, sin mayores explicaciones, la presencia de la lidocaina en una manufactura, debía ser porque toda la gente está al tanto de lo que es y significa. Pero éste no era mi caso. Así que, visto lo visto, me acordé de lo que decía aquel filósofo de nombre tan extraño que nunca pude olvidar, Metrodoro Quío, el cual aseguraba que ni aun sabía que no sabía nada. Y entonces, con el sambenito en mi conciencia de que era sin duda un singular ignorante, decidí acudir a hurtadillas a la fuente de la sabiduría, en este caso el diccionario, con el doble propósito de no olvidarlo nunca jamás y de no confesar a nadie mi debilidad informativa. Pero el problema, en lugar de tomar el camino de su resolución, empezó a agravarse: en ningún sitio aparecía tal palabra, ni siquiera en los famosos y convencionales. Decidí entonces, reconozco que dominado por cierto paroxismo, recurrir a diccionarios de esos de argot, incluso a uno de palabras olvidadas y uso antiguo. Tampoco, en ningún lugar aparecía la dichosa lidocaina. ¿Por qué será, me preguntaba con la culpabilidad a punto de estallar, que esta palabra no aparezca en ningún sitio? ¿Quizá porque es tan conocida que puede resultar insultante explicarla? He pensado naturalmente en los libros de ciencia pero el problema se me complica: ¿debo acudir a los de biología? ¿Tal vez a los química? ¿No habrá por ahí algún filósofo que la haya inventado? Al fin y al cabo el gran Aristóteles explicó toda su filosofía con el término sustancia y ahí la tenemos en el cocido. Pero ahora, cuando después de meses de investigación había decidido confesar públicamente mi pecado y aceptar el castigo merecido, yo, que ya no soy fumador, me encuentro de pronto que en una caja de cigarrillos, sin más ni más y como quien no quiere la cosa, aparece escrito que el humo contiene benceno, nitrosaminas, formaldehído y cianuro de hidrógeno. Y este descubrimiento ya me lleva seguro a la tumba, a producir malvas como la suegra del tanguillo de Cádiz. Porque pase lo de la lidocaina pero no saber en el momento la composición de todas estas sustancias que deben ser tan importantes y están colocadas en un lugar tan significado… esta vez sí que estoy convencido de que mi ignorancia no tiene cura. Decididamente no tengo derecho a vivir en un mundo tan culto.

Publicado el día 12 de Mayo de 2006


176.- El discurso oficial Como tantas veces se ha dicho y no es malo recordar de vez en cuando, al principio a la especie humana se le pusieron las cosas bastante difíciles para lograr sobrevivir en la plaza pública de la vida. En la competencia feroz e inevitable para consolidarse, los seres humanos no tenían buenas perspectivas. A la hora de la verdad siempre había algún animal que corría más o que era más fuerte o que tenía más resistencia o que, simplemente, se camuflaba mejor. ¿Cómo manejarse con esas perspectivas para no desaparecer? De este conflicto de equilibrios dan fe los mitos antiguos que cuentan cómo los dioses, compadeciéndose de los seres humanos cuando se dieron cuenta de su fragilidad y de su torpeza en la lucha por la existencia, acabaron prestándole el fuego de la inteligencia. Explicaciones míticas o imaginativas aparte, esta tardía herramienta ha resultado al final la más eficaz y firme de todas las usadas en el mundo de los vivientes. Y no es que los llamados animales no sean inteligentes, que por supuesto lo son y eso cada vez está más claro, sino que parece que el hombre acabó ganando por goleada en la competición por la supervivencia. Las ventajas y los riesgos han sido muchos. Y el caso es que desde entonces como especie no nos ha ido mal del todo: porque la verdad es que no sólo hemos sobrevivido razonablemente, con cierta holgura en el mercado de la competencia existencial, sino que hasta hemos llegado a dominar a todos los demás seres vivos. La historia ha sido un poco eso de ¡vaya con el débil! Y de este dominio son testigos todos los miembros de los diferentes reinos que han tenido la mala fortuna de encontrarse con el hombre, con el ser humano. El resultado de todo esto es una narración ya larga en la que cada vez se van perfeccionando los sistemas del tanteo y del truco, al ser ésta al fin y al cabo la manera como funciona la inteligencia. Y esto es posible porque tenemos memoria y cultura, lo que facilita tener presente tanto los remedios que en tiempos pasados resultaron eficaces como aquellos que mejor garantizan la resolución de los problemas. La mayor capacidad de inteligencia, frente a los demás sistemas de defensa del resto de los seres vivos, ha resultado al final el arma más práctica y eficaz de la creación. De ahí la autoestima de la raza humana que a la hora de hacer clasificaciones de los seres de la Tierra siempre se ha colocado a la cabeza de todas las escalas de los vivientes. (Pues todo lo anterior es la teoría representativa y el único discurso admitido que la especie humana ha elaborado sobre sí misma. No vale otro. Algunos, con más escrúpulos de conciencia que la mayoría, le achacan demasiado orgullo colectivo, lo definen con el nombre de antropocentrismo y consideran que debemos abandonarlo por otra interpretación más abierta a todos los seres vivos. Pero en definitiva, porque nos parece naturalmente evidente, no somos capaces siquiera de imaginar que nos corresponda en la escala de seres vivos otro puesto que el primero, siempre el primero, incluso con una distancia casi ilimitada con el segundo. Y vaya usted a saber si a la vuelta de la esquina no sea verdad aquello que les decía la rana: dejadlos, ¿no veis que ya han firmado su sentencia de muerte? Que es como la hipótesis Gaia pero dicho en cateto.)

Publicado el día 26 de Mayo de 2006


177.- ¿Es lo que parece? Pero si lo estoy viendo todos los días: basta con sentarte a la puerta de tu casa y, sin hacer nada, absolutamente nada, lo estás comprobando; con sólo mirar hacia arriba te das cuenta de que el Sol se mueve de una parte a otra del cielo. Así se expresaba, muy seguro de sí mismo, el hombre de lo evidente, de lo indudable, lo incontestable y lo innegable: si para apreciar la maniobra del Sol, lo que únicamente hay que hacer es mirar al cielo y ya está todo claro, insistía una y otra vez… vamos, que el Sol se mueve y así va cambiando el día es algo tan obvio que no tiene discusión alguna. No hace mucho tiempo la prensa contaba que algunos fabricantes estaban probando aditivos para engañar al gusto, que estaban ensayando unos productos químicos que pueden hacer que las papilas gustativas perciban azúcar o sal aunque no estén presentes. O sea, que las cosas estén saladas –o dulces- sin que contengan sal ni azúcar. Y hablando de cosas de esas, aunque en otro terreno, también ha venido en los medios de comunicación que la cadena pública alemana de televisión (se supone que convencida de que el fin del mundo no está a la vuelta de la esquina, ni ocurrirá mañana, como aventuraba Astérix, que el sol se desplome sobre nuestras cabezas, porque, si no, me dirán) ha grabado ya en mayo la explosión instintiva y automática de la gente con motivo de la llegada del años 2007, su especial de Nochevieja. Dice que para ahorrar. Puestas las cosas de esta manera, que al Sol se le ve moverse pero dicen que no se mueve (al menos, en este movimiento), que las comidas parecen dulces o saladas y tampoco lo son, o que ya no es Nochevieja cuando es Nochevieja, buena la tenemos. Porque los ejemplos de ese calibre son infinitos, empezando por si cuando estamos despiertos es verdad que lo estamos o simplemente que, dormidos, soñamos con que estamos despiertos. Y viviendo podemos preguntarnos si en verdad es así o sólo somos la sombra de un sueño de alguien que sueña. Uno de los grandes sociólogos de todos los tiempos, Robert K. Merton, fallecido hace un par de años, decía, acogiéndose a lo que se llama el teorema de Thomas (si los individuos definen las situaciones como reales, son reales en sus consecuencias), que, convencido de que está destinado a fracasar, el angustiado estudiante dedica más tiempo a lamentarse que a estudiar y después hace un mal examen. ¿Significa eso que las cosas son como las hacemos nosotros, de acuerdo a la profecía que se cumple a sí misma? Y entonces ¿qué? Si aplicamos todo este lío de lo que es y no lo parece como el movimiento de la Tierra alrededor del Sol, y de lo que no es pero sí lo parece, el aparente movimiento del Sol por el horizonte; de lo que a mi me parece que es pero los demás ven otra cosa; de lo que yo estoy seguro hoy que es verdad pero que ayer, que estaba más optimista, no me lo parecía… Ayudar a cruzar la calle a un anciano es una buena obra pero aquel misericordioso, que llevaba todo el día intentándolo, le contestaba a su amigo que le preguntaba cómo pudo tardar tanto: es que el viejo no quería cambiar de acera. O como quien acababa de salir de un psiquiátrico e iba por la calle preguntando a la gente: “¿usted puede demostrar que no está loco? Pues ¡fíjese! yo sí, lo dice este certificado”. Y así, el ejemplo que ponía aquel serio filósofo inglés, G. Berkeley, obispo además y tan famoso que tiene dedicada una localidad en EE.UU. con su nombre, cuando trataba de demostrar que las cosas sólo existen cuando alguien las está captando: “Yo no estaba borracho anoche. Sólo había bebido dos vasos; además, es bien sabido que soy abstemio”.

Publicado el día 9 de Junio de 2006


178.- Sobre las revoluciones Hablando de la diferencia y la distancia entre lo que es y lo que parece en los ámbitos social y político, recordaba el otro día un amigo un famoso sucedido, ocurrido en una empresa andaluza de numerosos trabajadores cuando una amenaza de bomba interrumpía cada día, a media mañana, su funcionamiento con el consiguiente revuelo y alboroto. Y aunque el asunto empezó a ser sospechoso y extraño, ante el peligro que podía suponer la autoridad responsable siempre ordenaba el desalojo. Si la ciencia nos enseña y confirma, cada día con más argumentos, cómo una cosa es lo que percibimos y captamos en el mundo físico y otra lo que son las cosas (valga el ejemplo de que los colores, aunque nos parezca que no es así, son sensaciones y no cualidades de los objetos, que es una de las primeras cosas que aprendemos en la escuela ya de pequeños), en el espacios social y político, como gustaba decir a Bourdieu, en los que interviene la voluntad del hombre, la cosa pasa de castaño oscuro. La experiencia antes reseñada recuerda otro sucedido con unos trabajadores que, con motivo de determinadas reivindicaciones, habían decidido instalarse a la puerta de la oficina de los jefes. Entre la docena, más o menos, de revoltosos destacaba uno de ellos al que se le veía con cierta frecuencia alentando a sus compañeros para que su ánimo no decayera porque “estaba seguro, decía con fuerza, que acabarían ganando la partida”. El caso es que, independientemente de que llevaran razón o no en sus reclamaciones, la acampada terminó cuando se supo que este líder alquilaba, y naturalmente cobraba por ello, las colchonetas y demás enseres que utilizaban sus compañeros. Como en una novela de P. G. Wodehouse en la que el protagonista debe enfrentarse con el duro R. Spode, “un grandullón con un bigotillo y el tipo de mirada capaz de abrir una ostra a sesenta pasos de distancia”. Spode dirige un movimiento nazi aficionado a desfiles en pantalón corto y camisa negra pero la fuerza y el poder de este fornido se reduce a la nada cuando se descubre que en realidad es dueño y diseñador de una empresa de lencería íntima femenina. Nadie ha podido olvidar la terrible y trágica respuesta a las caricaturas que sobre Mahoma se publicaron en Dinamarca, y cómo fueron millones las personas que, portando una bandera de ese país, se manifestaron. Pero en los análisis alguien cayó en la cuenta de lo extraño que resultaba que de pronto aparecieran millones de enseñas danesas, incluso en lugares en los que la civilización convencional apenas había llegado. ¿De dónde habían salido? ¿Acaso es costumbre que cada casa guarde una colección de banderas? Al final, en muchos casos le puede quedar a uno la duda de quiénes y con qué intereses promueven las revoluciones, si son los ideólogos o algunos comerciantes que venden banderas. De la amenaza de bomba casi diaria se supo que no provenía de ningún grupo subversivo sino que el autor era el dueño de uno de los bares de la esquina con las motivaciones que se puede suponer. Y si no queda muy claro si Diógenes verdaderamente se suicidó conteniendo la respiración, tampoco si Demócrito, otro filósofo griego, ya anciano, se quitó la vista mirando al sol porque no quería que “la visión del cuerpo le quitara la del alma” o si, como aseguraban algunos maliciosos, prefería no ver a las mujeres bellas porque ya no estaba en condiciones de amarlas.

Publicado el día 23 de Junio de 2006


179.- La distancia más corta Se contaba en aquel chascarrillo tan antiguo que ante la insistencia del niño en que tres y tres son ocho, el nota o listo le respondía: tres y tres son seis y, como mucho, siete, pero en ningún caso ocho. ¡Lo que son las cosas! ¿Y qué son las cosas? Como si fuese lo único que ocurre en el campo de fútbol, todos los seguidores del campeonato mundial de Alemania sólo han estado pendientes del desarrollo del partido y de las incidencias deportivas que ocurren en torno a lo que se llama el juego. Y es lo natural. Por muy poco atractivo que haya resultado el espectáculo, para quienes ocupan su tiempo en esto no hay otra realidad en el estadio. Pero por supuesto que esto no es así de ninguna manera. Y no sólo en un sitio como ese sino en todos y cada uno de los ámbitos y de los rincones del mundo que tenemos delante. El ruido y el estruendo que vivimos con esta ocasión es una buena oportunidad para insistir en cómo nunca ven lo mismo dos espectadores de un sucedido sino que cada uno interpreta –se fija, decimos- en aspectos diferentes de lo que está pasando ahí delante. ¿Cuál es la realidad vigente para ese nutrido cupo de personas, uniformadas de un color característico, de espaldas al césped a las que le está vedado mirar hacia atrás? Miembros de la seguridad del acontecimiento, probablemente se les exija mayor severidad y atención a lo que están haciendo en los momentos en los que haya un ruido estruendoso en el estadio. No se trata de que les guste o no el fútbol sino de qué mecanismos sicológicos pueden valerse estos empleados para someter su tendencia natural de descubrir qué está pasando a sus espaldas. Resulta por lo menos chocante y muy sorprendente. Y hasta hay quien no puede soportar la visión de esas personas padeciendo lo que parece, dicho familiarmente, un martirio chino. Como en aquella greguería de Gómez de la Serna que apunta que los sordos ven doble, los protagonistas de esa tarea de seguridad son un símbolo de los escasos que son los terrenos de la realidad en los que las cosas son iguales para todos; y con su actitud plantean un terrible problema sicológico y casi hasta filosófico de alto nivel. Entre otros motivos porque vienen a decir que así son las cosas y así es la vida. Nada, salvo las razones que algunos llaman metafísicas y otros consideran que son únicamente palabras, es una realidad absoluta. Seguramente ni siquiera las cuentas. Un ejemplo simpático y terapéutico lo tenemos en el lenguaje, la dulzura y el encanto de la geometría, una ciencia que, a lo que parece, sólo se mueve en el sí o el no, y nunca en lo más y menos. Hablando de distancias, los libros de geometría aseguran que la más corta entre dos puntos es la línea recta. Sin embargo en “Los elementos generales del arte de medrar”, un libro que explicita los diversos caminos para alcanzar el poder, la gloria y los melindres amorosos, se presenta el axioma según el cual el camino más corto entre dos puntos es la línea curva. Por su parte hace unos años Javier Tusell traía a colación que en los dietarios de Josep Pla se contiene una frase llena de sabiduría: 'La mínima distancia entre dos puntos no es la línea recta sino el arabesco'. El colofón lo pone Arthur Bloch en “La regla de las reglas” incluida en La Ley de Murphy: la línea recta no existe. Y ya está.

Publicado el día 7 de Julio de 2006


180.- Los pisos de Salburua Como casi todo el mundo sabe, porque ya se han encargado todos los medios de comunicación de contarlo con pormenores, China ha construido e inaugurado una línea de ferrocarril, a más de 4.000 metros de altitud, que consolida la unión con el Tíbet, cruza el techo del mundo, y a la que han denominado “camino del cielo”. De acuerdo a las informaciones llegadas, ha sido ésta una empresa de las que familiarmente llamamos faraónicas por las dificultades técnicas que ha supuesto construir un tendido a gran altitud, en medio de temperaturas extremas y a través de grandes extensiones de suelo permanentemente congelado. Al decir de los economistas, este tren cambiará desde aquí en adelante a Tíbet para siempre. Pero la cosa viene ya de muy atrás. En una revista de uso común se decía hace unos años que la mayoría de los tibetanos en el exilio reconoce las evidentes mejoras en el nivel de vida en una tierra, que siempre lució como de las más depauperadas y atrasadas del mundo, pero ve sibilinas intenciones detrás de ellas. Los exiliados reconocen que se ha construido una red de carreteras, pero apuntan que el objetivo final es favorecer los desplazamientos de las tropas de ocupación. Admiten la labor educadora de Pekín, pero matizan que en realidad se trata de imbuir las enseñanzas marxistas en las nuevas generaciones. Y argumentan que la restauración de templos y monasterios busca sólo un fin económico: aumentar el turismo. ¿En qué quedamos? podría preguntarse alguien. ¿Carreteras sí o no?; ¿Restauración o no de los templos y monasterios? ¿Qué valor representativo tiene el hecho de transformar, mediante la educación, a una sociedad atávica y absolutamente iletrada? Seguro que hay por ahí quienes han oído contar aquella antigua teoría y práctica de la España que suele tildarse de negra y profunda que aconsejaba no enseñar a leer a la gente porque acercarles a los libros era poner en riesgo su alma y su salvación. En ese contexto se defendía que los textos escritos sólo encerraban peligros para la salud moral de los ciudadanos y en consecuencia el analfabetismo fue la praxis dominante casi hasta nuestros días. En España tenemos otro ejemplo de este aturdimiento mental, que ha coincidido en el tiempo con lo del tren: la aparición de un ave muerta por la gripe aviar. Kike Pérez de Arriba, según las crónicas, recorre el parque, catalejos en ristre, con la instrucción, sobre todo, de tranquilizar a la gente y rastrear improbables aves muertas. En su opinión, todo se reduce a una alarma deliberadamente creada por la industria farmacéutica "para vender". "La gripe aviar existe hace 30 años, ¿Por qué se asusta ahora a la población? ¿Cuánta gente ha muerto en realidad por esto en el mundo? Es como si una teja caída mata a alguien, los periódicos dais caña, y la gente empieza a ir por la calle mirando a los tejados", argumenta. Desde luego que lo más sensato que se ha dicho por estas tierras en los últimos tiempos es lo que afirmó Juanan, de 35 años, que lleva ocho esperando una vivienda asequible. "A lo mejor ahora bajan los pisos de Salburua". "Hay muchas menos posibilidades de pillar la gripe aviar que de que te toque un piso de protección oficial", ironizaba en uno de los observatorios de aves. (Se trata del nuevo barrio en construcción lindante con el área en que apareció el ave muerta y de la que toma el nombre).

Publicado el día 21 de Julio de 2006


181.- La FIFA y la ONU Kofi Annán ha escrito sobre fútbol. El Secretario General de Naciones Unidas ha publicado un artículo para confesar que en el organismo que representa sienten envidia ante la Copa del Mundo, “máxima manifestación del único juego auténticamente mundial, practicado en todos los países, por todas las razas y religiones y uno de los pocos fenómenos tan universales como las Naciones Unidas”. Fundamente esa envidia en cinco motivos, que son otros tantos elogios del fútbol: que en la Copa del Mundo cada uno sabe dónde está su equipo y lo que ha hecho para estar allí; que éste es un tema del que a todo el mundo le gusta hablar; que el fútbol se disputa en terrenos de juego uniformes y todas las partes participan en igualdad de condiciones; que demuestra los beneficios de la polinización cruzada entre países diversos y distintos; y que participar en una Copa del Mundo constituye un profundo orgullo nacional. Hasta en el número de países inscritos tiene ventaja la FIFA, asegura Kofi Annán, ya que mientras que la ONU sólo tiene 191 países, en el organismo mundial deportivo hay inscritos 207 miembros. Sin embargo no parece que en este diagnóstico está demasiado acertado el Secretario General. La visión futbolera que manifiesta no es del todo exacta y rigurosa porque encierra una apreciación casi angélica del fútbol, de su práctica y de su sistema organizativo. Al margen de que para ser escrupulosamente precisos hay señalar que una cosa es el juego llamado fútbol, otra los organismos que la gestionan y dirigen, y una muy diferente el campeonato llamado Copa del Mundo, es imprescindible reconocer que también en el fútbol, como en todas partes donde gobiernan los humanos, se cuecen habas. Y el negocio no es tan limpio como pudiera parecer. En el fútbol también hay poderosos y menesterosos; grandes y débiles; ricos, pobres y paupérrimos; quienes imponen y quienes tienen que acatar lo que se les dice. Sin necesidad de traer a colación las muchas irregularidades y corruptelas que produce esta actividad deportiva (lo que ha ocurrido en Italia está demasiado próximo), hay que reconocer que ya estructuralmente está organizado sobre la desigualdad: no sólo se designan cabezas de serie sino que cada día es mayor el número de estudios que demuestran que, sin que pueda entenderse como decisión corrupta, los árbitros casi siempre deciden a favor de los influyentes. Ejemplos de diferencias de trato los hay a montones y en España el más conocido, y por eso el menos ejemplar, el cierre, que nunca se produjo, del campo del Barcelona a cuenta de unos recordados incidentes. Otra cosa son las condiciones formales pero esas también se dan en la ONU: En el fútbol todos juegan en un mismo campo y amparados con las mismas reglas de juego y en las Naciones Unidas a fin de cuentas cada Estado es sólo un voto. Pero no parece muy claro ni suficiente si basta con eso. Sin entrar en otras muchas matizaciones (véase, por ejemplo, la ficción que suponen los equipos nacionales africanos formados por jugadores que juegan en Europa y llevan vida europea) es verdad que el fútbol promueve principios y entusiasmos que hay que mantener –ya se ha dicho que Europa empezará a construirse de verdad el día en que haya una selección que combata con otros equipos-. Pero la sugerente comparación no pasa de ser un juego dialéctico, un aquello de “ya me gustaría”.

Publicado el día 4 de Agosto de 2006


182.- Anuncios clasificados La lectura de los periódicos, sobre todo si es reposada, ofrece la oportunidad de percibir sensaciones de lo más variado y complejo. Al margen de las discusiones ya aburridas sobre si lo que dicen es verdad o no, si reflejan el mundo real o crean un ambiente irreal, si proyectan ideologías e intereses y hasta si cabe o no la objetividad (reflexiones que únicamente nos hacemos en determinados temas y situaciones), lo que dicen produce pasiones diversas según se lea una información u otra. Bien es verdad que mucha gente entiende que a fin de cuentas lo que uno busca en los periódicos es confirmar aquello que piensa y ese es el motivo que nos lleva a comprar o leer uno u otro periódico. Pero, a pesar de eso sea verdad, como si la vida narrada fuese una novela real, un folletín o una inmensa telenovela en la que todo cabe, uno se va alegrando, enfadando, disgustando o sorprendiendo con cada información con que se topa: angustias cuando se habla de situaciones vejatorias; desesperanza si se ve que hay asuntos que no se arreglan ni se vislumbra su solución; satisfacción al contarnos un hecho agradable; esperanza cuando se abre el horizonte; una sonrisa irónica siempre que se aprecian segundas intenciones en la información. Mas los periódicos no son solamente todo eso. Junto a esta parafernalia de artículos y noticias sobre lo que pasa, o parece que pasa, en el mundo y en la calle de enfrente, los periódicos incluyen también, y puede que sobre todo, un bosque complejo, extenso y variopinto de avisos, datos y propuestas que no tienen nada que ver con lo que supuestamente consideramos como más valioso o significativo y que merecen un trato bien diferente: agenda de actos culturales, el horóscopo, el santoral, las farmacias de guardia y, sobre todo, los anuncios clasificados, verdadera joya de la información. Las páginas de lo que llamamos el sector servicios representan curiosamente el sector de la pura objetividad, de la realidad precisa de lo que pasa o ha pasado porque en ellas no hay ni ideología oculta o manifiesta, ni interpretaciones retorcidas o dobles lecturas posibles, más allá de la buena suerte de que uno encuentre que el número de su cupón coincide con el que dice el periódico, el tren salga a una hora interesante, la farmacia de guardia esté a la vuelta de la esquina o aun no hayan quitado la película que quiere ver. En estas reseñas no intervienen intereses políticos ni religiosos ni económicos ni de ningún otro tipo. Y a pesar de esa garantía de imparcialidad de manera natural no están escritas para ser leídas como tales: que se sepa nadie pasa el rato leyendo de arriba abajo todos los horarios de los trenes y los autobuses, y sin embargo éstas sí que son informaciones veraces, de una única interpretación, que no producen angustia ni ansiedad, y que responden a todos los parámetros de una información veraz, precisa y ajustada a la realidad. Es curioso que mientras que nos interesamos por el desarrollo de acontecimientos que son interpretados de manera tan diversa por los distintos periódicos que muchas veces nos sabemos en realidad qué ha pasado (¿quién ha ganado la guerra de Líbano?), dejamos a un lado aquellas informaciones veraces y tranquilas como son, por ejemplo, los anuncios clasificados.

Publicado el día 18 de Agosto de 2006


183.- Entierros verdes La verdad es que de pronto en medio del concierto de luz y de colores del verano ha llegado a los medios de comunicación el titular de que el gobierno chino ha decidido prohibir los espectáculos de “striptease” en los funerales. Una información tan extraña que invitaba a averiguar en seguida de qué cosa se trataba porque no parecen hermanables los vocablos entierro y chicas desnudas pululando en torno al cadáver. Incluso resultan ser términos antitéticos. Pero esta intriga inicial acabó en seguida en rutinaria leyendo la noticia completa y sabiendo que lo que pasa es China es lo mismo que en todas las partes del mundo, también entre nosotros: vamos, que hay entierros de primera, de segunda y de tercera, y que mucha gente, por vanidad o por motivos religiosos de prestigio para la otra vida, busca como sea que su sepelio tenga la prestancia adecuada a su rango y categoría. Y para alcanzar este objetivo en algunas regiones de China se utilizan como reclamo muchachas de buen ver que aumentan el número de asistentes a los actos funerarios, primer índice de notoriedad y lustre. En no pocas civilizaciones siempre fue un factor determinante del poder social del difunto el número de plañideras contratadas para el acontecimiento. Y ya Heródoto, en el siglo –V, hablaba de que entre los antiguos egipcios existían tres categorías de embalsamamiento, según precio y calidad. Pero lo más actual y de moda en asuntos de ultratumba es lo que se llama el entierro ecológico, que han puesto en marcha en Suecia. De acuerdo a lo que cuenta una revista de ese país, se trata de algo tan sencillo como conseguir que, una vez terminado nuestro trayecto personal y cuando ya no nos queda otra tarea más productiva que hacer, nos transformemos en abono para ser más rentables para la vida y la humanidad. La bióloga sueca Susanne Wiigh-Maesak, que ha trabajado en este proyecto durante siete años, asegura que existe el mismo respeto a los muertos que al medio ambiente: "La naturaleza es muy hábil a la hora de descomponer materiales orgánicos, y realmente deberíamos aprender de ella". La especialista explica que el entierro "verde" consiste en sumergir el cadáver en nitrógeno líquido para que se congele. Después los cuerpos son sacudidos por una maquinaria hasta que se empiezan a romper en pequeñas partículas y luego se remueve el agua remanente sin que se pierda su identidad biológica. Al ser enterrados en tumbas poco profundas se facilita su inserción en la tierra donde se descomponen y la fertilizan —como un compost— en un lapso de semanas. La bióloga incluso sugiere plantar un árbol encima del ser querido que se acoja a este procedimiento, como recuerdo de su existencia. "El plan original de la naturaleza era que cayéramos en algún lugar del campo y que nos convirtiésemos en parte de la tierra. Pero nosotros mismos con el ataúd hemos complicado este paso". Una última oportunidad para aquellos que consideran que han perdido la vida y no han sido útiles a los demás. En consonancia con el pensamiento de Montaigne, que reprobaba que se hiciese negocio con la muerte, el gobierno chino pretende también impedir que continúen los espectáculos erótico-funerarios, para lo que ha dispuesto una recompensa de 29 euros a quien delate esa práctica ante la policía. Será curioso saber qué ha conseguido.

Publicado el día 1 de Septiembre de 2006


184.- Envidia o competitividad El ejercicio de la envidia es un buen ejemplo, otro más, de cómo, por mucho que se condene una práctica, ésta sigue vigente por los siglos de los siglos; que los discursos morales como exclusivo remedio de mejora tienen escasa eficacia más allá de tranquilizar las conciencias de los que los pronuncian; y de que, si bien es verdad que los avances tecnológicos han modificado sustancialmente el horizonte humano, a fin de cuentas las variables de su comportamiento, aunque con distintos ropajes y condiciones de presentación, siguen siendo las mismas de siempre: ni mejores ni peores, las que lo han sido toda la vida. Alegatos contra la envidia los hay de todos los gustos, formas y maneras. No ha habido autor literario más o menos enganchado en el discurso moral que no haya lanzado reprensiones y diatribas contra ella. Todos los moralistas de cualquier signo lanzaron sus dardos sin misericordia contra lo que creyeron que era un grave inconveniente para alcanzar la virtud moral de la convivencia y un obstáculo para desarrollar la fraternidad. La relación de expresiones de condena está en cualquier libro o manual al uso. Epicuro aconsejaba que no hay que envidiar a nadie pues los buenos no son dignos de ello y los malvados, cuanto más prosperan, mucho más se corrompen a sí mismos y Marco Aurelio le llama pasión vergonzosa. De Quevedo es suficientemente conocido aquello que dijo que la envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come, y Unamuno asegura que este vicio es propio de sociedades rutinarias y conservadoras. Fernández Flores había dicho, en una parodia muy conocida, que los siete pecados capitales, entre ellos la envidia, son los motores que mueven al mundo, describiendo cómo una sociedad en la que ninguno de ellos existiese acabaría sumida en la inacción y la muerte de toda iniciativa social. Pero esta parodia tiene a día de hoy mucho más sentido del que a primera vista pudiera parecer cuando el valor competitividad ha abierto un nuevo espacio social. La envidia, dice Enrique Gil Calvo, es la tensión ética que enciende la movilidad igualitaria, pero también la más ingeniosa e incruenta manera de ejercer el control social. Y Samaniego que el hombre nunca llama buena a la situación en que está sino que lo hace en relación con la de los demás. En este nuevo contexto es la manifestación dialéctica y contradictoria de quien se estimula por llegar a donde están los demás pero lo hace desde la negatividad. Lo que se trata de saber es, en una sociedad abierta como es la nuestra, qué clase, qué tipo de referente es la competitividad y cuáles son los ingredientes que la componen, hasta qué punto se ha convertido en factor determinante de la movilidad y los cambios sociales y en el ideal del igualitarismo; si mantiene el talante del hombre nacido de la Ilustración y los principios que dieron sentido a la Revolución Francesa. Si es un valor moral, o político, o económico, o social. O incluso si no lo es sino el producto de una degradación moral y antropológica. Sin embargo si la envidia es el defecto capital de los españoles y a su vez el motor del igualitarismo, no se entiende que España no esté a la cabeza de las sociedades desarrolladas. Jorge Luis Borges asegura que los españoles siempre están pensando en la envidia hasta el punto de que para decir que algo es bueno dicen: "es envidiable".

Publicado el día 15 de Septiembre de 2006


185.- Escasas esperanzas A veces da la triste y desesperante impresión de que la vida de nuestra especie humana no es sino una variedad de juego, sombrío y lúgubre, cuyo sentido se desconoce a poco que uno se asome a lo que pasa de verdad. Que parece que lo que importa y para lo que están engrasadas las estructuras sociales es para mantener la convivencia como un montaje más que como una pura espontaneidad. Probablemente es que esto es lo único posible y lo que da de sí la configuración de nuestro cerebro. Y que las alternativas soñadas no son sino una esperanza vana que sólo se apoya en la palabra y en quimeras y ficciones. Humberto Eco acaba de publicar un libro cuyo título es suficientemente explícito: “Marcha atrás como un cangrejo” en el que rechaza sin más que la historia progrese siempre hacia lo mejor. Pero a lo mejor tampoco son así las cosas y no tiene razón el autor italiano. Ni para adelante ni para atrás: las percepciones elementales y básicas de los humanos son las mismas de siempre: idénticas nuestras miserias e iguales nuestros méritos. Como todo el mundo sabe ya, un niño de dos años ha muerto de hambre en un pueblo de Pontevedra. “Muchos en el pueblo”, aseguran las crónicas, “sospechaban que detrás de aquellas persianas siempre bajadas se vivía un drama, pero ninguno de ellos se atrevió jamás a denunciarlo. Abundaban los indicios de que aquella amplia pero modestísima casa en la que vivían de prestado, pomposamente bautizada Villa Esther, era en realidad una siniestra prisión donde Aarón y su hermana Rebeca, de 3 años, agonizaban de hambre.” Nadie hizo nada por el niño. “No funcionó la sociedad, que somos todos; ni los mecanismos oficializados, ni los que no están oficializados”, ha dicho un responsable político cuyo nombre ahora es lo de menos. Y lo peor, aunque esta apreciación no aparece por supuesto en las crónicas convencionales, es que era un niño integrado de alguna manera en el sistema, un niño que no vivía debajo de un puente ni en un extrarradio donde la miseria cubre hasta las vergüenzas de nuestra civilización, sino en una casa de una calle, un lugar en el que morirse de hambre no es lo que se espera. Pero, si dejamos a un lado la hipocresía orgánica que nos corroe a todos, hemos de reconocer que el problema que plantea este caso no es que no haya funcionado nada, lo que es verdad, sino que lo extraño es que los acontecimientos se hubiesen desarrollado de otra manera. “Nadie hizo nada por María” aparece en la misma prensa hablando de una niña envenenada por su madre en Murcia. Era lo previsible. También el coro de lamentaciones que está siguiendo a esta tragedia forma parte de lo esperado. Ello no quiere decir obviamente que no estén en verdad arrepentidos aquellos que ahora lamentan no haber intervenido, seguro que lo dicen con sincera contrición de ánimo, pero todo empuja a repetir trágicamente la historia: el tipo de vida que llevamos, los valores que defendemos e inculcamos a nuestros hijos, la organización de las instituciones públicas y privadas que nos hemos montado colectivamente, aquello de lo que todos somos responsables y nadie es culpable. Parodiando esa frase tan molesta por repetida de lo políticamente correcto, aquí habría que decir que los protagonistas involuntarios han actuado de manera socialmente correcta, no asumiendo más tareas que las que cada uno tenía en la agenda de su vida propia. No nos engañemos: todo parece organizado de manera que intervenir en un asunto ajeno, en lugar de ser motivo de agradecimiento colectivo, se transforma en un peligro de lo propio. Y en estas condiciones ¿qué hacer?

Publicado el día 29 de Septiembre de 2006


186.- Una advertencia inocente Aunque esté de moda en todas partes, no vayamos a creer que la democracia es un sistema firme, asentado y robusto. En una época en la que no hay gobierno ni Estado en el mundo, organización social ya sea peña, cofradía, círculo o asociación, que para legitimarse no se diga ni se reconozca a sí mismo como democrático, a algunos ingenuos les puede parecer que está todo hecho, que es el de mayor consistencia y que ya no hay quien tumbe el sistema, vamos, que todo el monte es orégano. Y pobre el que diga lo contrario. Pero algunos matices son imprescindibles para andar por la vida: una cosa es creer que la democracia es el gobierno mejor –más honesto, más digno, más deseable- y al que hay que aspirar incluso por imperativo moral y otra dormirse en los laureles y dar por hecho que no se requieren esfuerzos considerables por apuntalarla. Precisamente es por su carácter global y totalizador, que le hace estar más allá y por encima de lo político convirtiéndola en una completa concepción ética del mundo, por lo que está rodeada de fuertes enemigos decididos a disparar contra ella al primer descuido. Aquí y en todas partes. En ningún caso podemos ignorar que la democracia es una forma de ser y de pensar débil, enclenque y canija, hasta el punto de que cualquier déspota de escasa entidad puede dar al traste con ella sin demasiado esfuerzo. Ante esta evidencia, contrastada tantas veces en la historia de lo pasado y en la crónica de lo presente, resulta extraño que haya a lo que parece mucha gente que, reafirmada y segura de la llamada superioridad moral, no se de cuenta del peligro que corre y entienda que ancha es Castilla y que tranquilos, sin percibir que otros muchos no sólo no están por la labor sino que andan ocupados todo el tiempo es destruirla por cualquier procedimiento. Como más o menos todos sabemos, los totalitarismos y los fundamentalismos, que en unos casos son una manera especial de interpretar algunas ideologías y en otros la esencia misma de esa tendencia, son sus adversarios y antagonistas específicos. No se puede olvidar que circulan por el mundo doctrinas terriblemente poderosas que defienden ideas opuestas del todo a cualquier pensamiento democrático y que su propia naturaleza exige reducirlo. Sus procedimientos incluyen una mezcla de hechos consumados, basados en la simple fuerza física como el regicidio o la contienda, y argumentos banales envueltos en el celofán de las grandes palabras. Lo más hiriente se produce cuando se ponen sobre la mesa motivos de libertad justo para tratar de imponer sus discursos, tiránicos por únicos. Y la increíble al tiempo que cínica y trágica ironía es que, mientras mandan, defienden sin ningún pudor lo contrario de lo que exigen cuando se imponen los valores democráticos. La fortaleza moral es un salvoconducto únicamente a medio o largo plazo y siempre que se considere que el mundo y la vida caminan hacia lo mejor, que nos movemos en dirección de ser cada vez más buenos. Pero éste es un pensamiento que no defiende ningún conservador, que siempre están predicando aquello de la antigua edad de oro y amenazando con que por nuestros malos actos y peores acciones estamos al borde del cataclismo y la destrucción total. Al final van a ser más optimistas los que apuestan por algo tan sencillo como complejo de la selección de los más fuertes. Claro que vaya usted a saber qué quiere decir esto de los más fuertes.

Publicado el día 13 de Octubre de 2006


187.- La fuerza de los intereses La pregunta directa no puede ser más dura y terminante: ¿daría usted su voto a un candidato de una pésima actitud moral conocida pero que ofrece la garantía de que va a ser muy válido en la gestión de los asuntos públicos? ¿Votaría a un rufián, a un golfo, pero eficaz defensor de sus demandas ciudadanas? ¿O acaso preferiría a un candidato honesto pero del que tiene el dudoso convencimiento de que va a ser escasamente ineficaz? Dicho de otra forma: ¿votaría a un tunante pero del que está seguro que gobernará con eficacia? La pregunta es uno de los dilemas más principales sobre el valor de lo moral en la vida pública, una derivada de la discusión más general sobre la relación entre la ética y la política. Los expertos les aplican a las respuestas posibles la llamada teoría de los juegos, un sistema que estudia la tensión que se da entre unos antagonistas (en esta hipótesis gobernante y gobernado) que piensan y que pueden ser capaces de engañar al otro. El intríngulis está en encontrar grados y matices que eviten el beneficio y la ventaja de uno solo, y posibiliten que ambos ganen, se produzca un cierto equilibrio que deje satisfechos a ambos. Si se consigue evitar que sean contrarios los intereses de las partes. La trasgresión de la ley, se pueden decir a sí mismo cada uno de los protagonistas para justificarse moralmente de elegir la opción más favorable a sus ambiciones –al margen de que sean legítimas o no-, tiene niveles y no es lo mismo votar o ser un pillastre, que al fin y al cabo sólo se va a llevar unas comisiones, ilegales por supuesto, que un delincuente de altos y dudosos vuelos. Lo que se pone verdaderamente sobre la mesa en este juego endiablado y perverso es la relación que se origina entre la ética personal del gobernante y sus actuaciones como mandatario público, la posible contradicción entre la eficacia de la gestión pública y el acomodo a la moral. Pero al margen de armonías y compensaciones entre elector y candidato, votante y elegido, las respuestas a estas preguntas y a otras similares ponen patas arriba muchas cosas, quizá demasiadas, porque se hace jaque a los principios, se supone que aceptados por las buenas gentes, de que se tiene que ser honrado, que la ética tiene que regir la vida política, y que ambas deben ir juntas. El guión sin embargo cobra mayor naturaleza de inquietud y desasosiego, si se ponen en cuestión valores que afectan a cosas más personales como la propia seguridad. ¿Hasta qué normas morales uno está dispuesto a renunciar para mantenerla garantizada? En esta variante más dura de la pregunta, ¿estaría dispuesto a aceptar algún tipo de control mafioso con la garantía de que, si voy por la calle a las cinco de la mañana, en ningún caso voy a ser asaltado y no peligra ni mi vida ni mi cartera? ¿Hasta dónde aceptaría la violación de derechos humanos por parte de los gobernantes, siempre que se me garantice la seguridad? ¿Consentiría una dictadura, aunque fuese light o aminorada, siempre que me liberara de vivir en un estado de alarmas y tuviera tranquilidad total en mi domicilio? Con estas cuestiones sobre la mesa, lo sorprendente es que haya gente tan tranquila, y por tanto entre ingenua e irresponsable, creyendo que el sistema democrático ya está consolidado para siempre, y que admita que todas las palabras que se dicen en la calle están dichas con franqueza y plena complicidad. Sin caer en la cuenta de que, como tantas veces advirtió Isaiah Berlin, "nunca debe subestimarse la fuerza de las ideas". Y menos aún la de los intereses.

Publicado el día 27 de Octubre de 2006


188.- Un detalle del fútbol Desde luego que no ha sido suficientemente valorado el compromiso que hace un par de meses adoptaron los doce clubes de fútbol andaluces, cuyos equipos juegan en la categoría de 2ª B, en relación a las lesiones que puedan sufrir los jugadores mientras juegan sus partidos. Incluso parece que no sólo es desconocido fuera del ámbito de los aficionados sino que incluso muchos de los seguidores fervientes de los equipos apenas se han enterado. Y sin embargo, al margen de los aspectos deportivos y de su escasa repercusión pública, es una decisión de alto alcance social que encierra una filosofía de la vida y del hombre. El acuerdo consiste en que los jugadores no echarán el balón en juego fuera del campo al caer lesionado alguno de ellos. En ese trance los futbolistas deben continuar el partido como si nada y dejar a criterio del árbitro cualquier decisión. Como casi todo el mundo conoce, ésta era una práctica antigua que se ha convertido en habitual: se trata de tener una atención compasiva, casi imprescindible, con aquel compañero que, debido a cualquier lance del juego sufra algún percance, una virtud humanitaria que todo el mundo comprende y apoya. Pero como el demonio siempre está al acecho de cualquier señal buena y estropea todo lo que toca, lo que nació como un gesto deportivo empezó ya a falsificarse cuando, al devolver agradecido el balón al equipo generoso, se le retrasaba en exceso del punto en el que había salido fuera del campo, en una artimaña poco elegante y nada acorde con la elegancia y galanura que estas actitudes deben comportar. Pero lo peor vino después porque muchos jugadores abusaron de la bondad de sus compañeros y se generalizó la añagaza de simular golpes o lesiones para evitar el peligro en la propia portería o como un arma para perder tiempo de acuerdo a los intereses del farsante. Sin duda que casi todos los que han asistido como espectadores a algún partido han podido apreciar que en alguna oportunidad se han sobrepasado todos los límites razonables, un verdadero escándalo incomprensible en unos profesionales. Pero así son las cosas. Bueno, pues ahora se trata de evitar situaciones tramposas y fulleras aunque, como pasa tantas veces en la vida, siempre pagarán justos por pecadores cuando algún jugador caiga realmente lesionado. ¿Una sanción social consciente y programada? No es una práctica acostumbrada. Los grupos tratan de dirigir y censurar a sus miembros normalmente mediante preceptos implícitos como la marginación, el abandono, la crítica murmuradora y maldiciente, o las miradas furtivas y acusadoras. Pero casi nunca a través acciones directas denunciadas y aceptadas por todos. Talo vez por eso aun quedan gestos de duda en algunos espectadores cuando ven al jugador en el suelo y se manifiestan inquietos, en especial si el perjudicado es un jugador del equipo de sus amores. Pero desde luego la experiencia ha manifestado que ha decrecido considerablemente el número de lesiones. En el último mundial de fútbol el jefe del Comité Médico de la FIFA, informó de que los jugadores fueron asistidos médicamente en 156 ocasiones durante los 62 primeros partidos del Mundial, pero 88 de esos casos no se anotaron en el informe médico. Los comentaristas de prensa tenemos la tentación casi irremediable de dedicar los artículos a echar sermones, que desde luego no sirven absolutamente para nada. Esta vez quien ha contribuido, aunque sea modestamente, a mejorar las cosas han sido los clubes de 2ª B. Sin alharacas ni foto oficial. Y tanto el estilo como el fondo se agradecen.

Publicado el día 10 de Noviembre de 2006


189.- La ira inmediata Chuck Palahniuk, el escritor de “El club de la lucha” una novela llevada al cine, ha planteado, con todo desabrimiento y destemplanza aunque con un punto muy preciso de ironía que resulta cruel, el valor destructivo y demoledor de la palabra, de lo que se dice, de lo que hablamos y relatamos. En su novela “Nana”cuenta cómo un periodista recibe el encargo de su editor de que investigue el síndrome de muerte súbita infantil, un tema que por cierto le resulta muy familiar, ya que hace muchos años su propia hija murió sin explicación en la cuna, seguida de su mujer. Carl, el protagonista, empieza a visitar casas de familias que han perdido súbitamente a sus bebés y en dos de ellas encuentra ejemplares de un libro de poemas que contiene una nana, una antigua canción de cuna africana que casualmente él leyó a su hija y a su mujer poco antes de morir. De vuelta a la redacción le comunica su descubrimiento al editor, le lee la nana y a la mañana siguiente éste aparece muerto. Carl, que ha memorizado la nana, descubre que su poder es tal que ni siquiera es necesario recitarla: con tan sólo memorizarla y odiar a alguien, aunque sea como accidentalmente, éste cae fulminado. La canción mata a aquel que la escucha. En una sola mañana el investigador aniquila a media docena de personas, dejando un reguero de muertes por donde pasa y convirtiéndose en un asesino involuntario. ¡Ahí es nada, unos versos que se convierten en artefacto cierto y definitivo para acabar con la vida de alguien que simplemente nos ha molestado con cualquier tontería! Algunos ingenuos piensan sin embargo que las palabras no tienen efectos físicos directos como las puede tener un arma (los palos y las piedras te pueden romper los huesos, pero las palabras no pueden hacer daño, se dice en la novela antes de conocer las consecuencias). Sin embargo hacen reír y llorar, pueden provocar una enfermedad o resolver una guerra. En la liturgia administrativa, tanto religiosa como civil, tiene efectos reales. A un náufrago le salva la cuerda que se le arroja pero también la palabra que le indica dónde tiene el asidero para cogerse. Y si bien es verdad que hay palabras que producen toda la felicidad del mundo, hay otras que cosquillean; algunas que producen salpullido; unas, que nos levantan hasta el cielo; otras, que nos hacen cavilar. Y hay palabras que nos llevan al precipicio, palabras que matan. Aunque para el autor la nana tenía efectos salvíficos ya que se utilizaba para terminar con el sufrimiento y el dolor; cuando la tierra se ha quedado pequeña para la tribu; a los guerreros heridos o a la gente muy vieja o a los niños durante las hambrunas o las sequías, la verdad es que Carl va dejando a su paso un reguero de cadáveres de conserjes que no le sonríen, o conductores que obstruyen levemente el semáforo, con lo que Palahniuk, a juicio de algunos de sus comentaristas, pretende mostrarnos que, si los humanos tuviésemos la posibilidad de hacer realidad de forma inmediata lo que nuestra ira nos pide, esa que nos asalta en medio de la calle cuando manejamos el volante de un coche o, a continuación una vez aparcado el vehículo, en el paso de cebra una vez ya peatones, hace tiempo que nos habríamos exterminado De todas maneras no estás mal el contrapunto de Kart Popper, probablemente uno de los pensadores más prudentes del siglo pasado, cuando aseguraba que sería interesante dejar a un lado lo que él llamaba “ingeniería utópica”, y dedicarnos más cautamente a la “ingeniería fragmentaria”, vamos, tratar de ir solucionando los problemas concretos, que ya sería bastante.

Publicado el día 24 de noviembre de 2006


190.- La peluca mal puesta No resulta fácil a casi nadie acostumbrarse a lo nuevo. El riesgo de perder la seguridad de lo que tenemos, por algo que por ser futuro ya es problemático, nos atenaza hasta el punto de que en muy contadas ocasiones la gente está dispuesta a ver con buenos ojos lo que está por venir. Únicamente cuando la situación se hace insostenible, acaba siendo más fácil aventurarse a lo que apenas está diseñado por el tiempo, la fortuna o la espera que mantener lo ya conocido. Así lo confirma el refranero y es un punto de vista casi común. Mas esta eventualidad se da cuando son asuntos sustantivos, lo que, a primera vista, parece lógico y hasta razonable pero, aunque parezca sorprendente, donde este fenómeno tan habitual tiene especial relevancia y se da con más fuerza en las formas, en las que es muy raro salirse de los caminos trillados por los usos o por las convenciones. Uno podrá, con más o menos esfuerzo, tomar decisiones importantes sobre su vida o la de los demás, modificando las veredas por donde viene transitando, pero será muy difícil que transforme las frases hechas o los guiños que las buenas maneras han hecho obligatorios. La vida social y política viene a ser un ejemplo casi inigualable que permite apreciar, como ninguna otra, la sensación de incertidumbre que produce la osadía de hacer nuevas cosas, de proponer modos desconocidos y, en definitiva, de patentar formas originales de relación. Sus protagonistas perciben con tanta claridad los posibles perjuicios de adentrarse en modas y modos nuevos que, pase lo que pase, se agarran a lo convencional de tal forma que sólo saben hacer o decir lo que viene en el manual de instrucciones, lo que es, de acuerdo a una frase también aburrida por el excesivo uso pero muy plástica, lo social o políticamente correcto. De esta forma sus ritos y sus formas están ya de tal manera prefijados que configuran una manera de comportarse que terminan por definir una manera de ser. Por eso las reacciones de sus diversos agentes públicos resultan tan monótonas y fáciles de adivinar que producen más bostezos que otra cosa. El problema de estos estereotipos, sociales y políticos, está sin embargo en una cuestión de oportunidad y de circunstancia. Porque el peligro está precisamente en comportarse de esa manera cuando se es un notable público, olvidando que fuera del contexto las cosas se ven de otra manera y se puede torcer, sin pretenderlo, el ánimo y la opinión de la gente común. Es la polémica de los sombreros (¿quién tiene que saludar primero?) si no se ha nacido en una sociedad cortesana, si no se tiene un hábito de hombre cortesano, si no se tiene en la cabeza las estructuras que también están presentes en el juego, esta polémica parece fútil y ridícula. Pero si, por el contrario, se tiene un espíritu estructurado conforme a las estructuras del mundo en que se juega, todo parece evidente, y la cuestión misma de saber si el juego vale la pena ni se plantea. La anécdota del viudo que estaba despidiendo un duelo ilustra sobre manera esta forma de hacer las cosas: como es costumbre en estos casos, muchos de los parientes, vecinos y demás conocidos tienden a repetir con el consabido "lo mismo digo" el pésame que suponen ha dicho el anterior de la fila que suele formarse en esas circunstancias. Pero una vez ocurrió que el primero, por ser persona cercana a la familia y con suficiente confianza, le avisó al doliente: "Tiene usted la peluca torcida". "Lo mismo digo" fueron diciendo los siguientes hasta que el pobre hombre, harto ya de intentar ponérsela bien, optó por quitársela.

Publicado el día 8 de Diciembre de 2006


191.- Urbanismo La verdad es que, cuando en las discusiones se pone calor y entusiasmo, (algo muy positivo porque anima los espíritus y se vence la indolencia), también se corre el peligro de perder claridad conceptual, una circunstancia que puede estar ocurriendo con todo el lío ese del granito rosa y demás aditamentos, y que conviene evitar. En todo caso, por lo que se lee en los periódicos, aparecen como objeto de controversia dos niveles de materias, que es conveniente distinguir para una breve reflexión. Una primera es el urbanismo público en general, la orientación global que de una época a esta parte dirige el diseño artístico de la ciudad y que hay ciudadanos que consideran que se ha producido una transformación estética negativa de Córdoba, debido a un uso excesivo y generalizado de granito, mármol o sucedáneos. La verdad es que uno puede entender que a un arquitecto le moleste estar haciendo jardincillos por las esquinas y que su afán estético esté por algo más consolidado, más consistente y de imagen en principio más noble. Pero el caso es que la ciudad de Córdoba se está llenando cada vez más de rincones y espacios públicos fríos, duros, que provocan repudio y en ningún caso acercamiento. Ahí están, por ejemplo, la plaza de Juan Bernier o los territorios kilométricos de los terrenos de Renfe. O la plaza de La Compañía, un ejemplo paradigmático de ambiente pétreo que invita a huir del mismo, sea verano o invierno. Esta perspectiva es la más política porque sobre el urbanismo, entendido como escenario general de la convivencia, la comunidad tiene todo el derecho a expresar lo que podríamos llamar sus deseos ambientales, la tonalidad del sitio común en el que se van a desenvolver sus afanes y sus desvelos. No tendría sentido embarcarse, por ejemplo, en el movimiento de Slow Cities sin contar con la anuencia generalizada de la población. De la misma manera que un principio urbanístico como éste, que aseguran los expertos tenía gran relevancia en el mundo romano: ninguna casa tendrá una altura superior a dos veces la anchura de la calle para no privar así de la luz del sol, debe ser objeto de discusión y decisión por lo que llamamos la opinión pública. Por supuesto que será el artista el que proyecte y realice la obra (la Historia del Arte ya lo publicita) pero aquí está la verdadera controversia porque ya no vale la definición de Ortega como negación del campo, que autores clásicos como Derriaux o Carreras y Verdaguer, han dejado de lado. A estas alturas de la historia no cabe desconocer las bondades democráticas que tiene el que el ciudadano se ocupe de valorar la estética del hábitat en el que vive pues el arte es expresión colectiva de una cultura. Aunque su carácter dialéctico casi impide las unanimidades. Otro tratamiento muy diferente debe exigir la acción que se está realizando en el espacio público histórico del Puente Romano, en especial las cualidades del pavimento. Aquí parece razonable sea de competencia de los técnicos y expertos, entendiendo por tales los arquitectos y todos aquellos que desde su profesionalidad pueden aportar alguna idea de interés. Dos observaciones sin embargo sobre lo que se observa a primera vista: una, la sorpresa que produce que sólo aparezcan personas muy firmemente convencidas del sí o del no sobre el color del pavimento pero nunca las razones de por qué éste sí y no otro, como tampoco de por qué no este color. La segunda es el asombro que produce esa firmeza de juicio sin que se expongan con precisión los indispensables detalles o matices técnicos y artísticos de lo proyectado, como, por ejemplo, la tonalidad de los colores. En todo caso vale aquello de Juan de Mairena: yo os aconsejo más bien una posición escéptica frente al escepticismo.

Publicado el día 22 de Diciembre de 2006


192.- 16 abuelos Aunque en el fondo está tranquilo, el nieto tiene una inquietud, un problemilla. ¡Y es que hay que ver cómo cambias las cosas, las costumbres! ¡Cómo se van transformando las tradiciones, las usanzas y los modos que tenemos los humanos de comportarnos en la vida! De tanto como nos parece que algo ya no es lo que era, ¡cuántas veces no decimos en la conversación aquello de si nuestros abuelos levantaran la cabeza…! Y es que, como aseguran los expertos y también confirma nuestra experiencia, tenemos necesidad ineludible y obligada de creer que nuestra manera de hacer las cosas es la única sensata, la que más sentido tiene y hasta casi la única posible. Sin embargo de la misma manera que decimos que cada persona es un mundo, cada grupo, clase social, pueblo y cada país tiene sus reglas, sus costumbres y sus estilos, de manera que lo que a nosotros nos parece feo, o estúpido o aburrido o malo, a los demás les resulta bonito, inteligente, ameno y provechoso. El importante y conocido filósofo Descartes, fijándose en la gran variedad y diversidad de costumbres de los otros hombres, se sorprendía viendo cómo cosas que a nosotros nos parecen extravagantes y ridículas son admitidas comúnmente y aprobadas por otros grandes pueblos. El caso es que al nieto le acucia un cierto hormigueo porque, como la esperanza de vida ha crecido enormemente en los países civilizados, cuando antes eran muchos los niños a los que ya les faltaban algunos de los padres de sus padres, al nieto, aunque unos de manera más lucida que otros, le viven todos sus abuelos. Como son muy buenos para él y lo quieren mucho, ha decidido corresponder con generosidad a ese cariño. Pero tiene sus dificultades para hacer lo que se ha propuesto estos días. Y es que disfruta de muchos abuelos, de dieciséis. Las cuentas son bien sencillas: los padres del nieto se han separado y, como cada uno de ellos tiene una pareja nueva, entre pitos y flautas de padres, o madres, naturales y padres, o madres, putativos, en la práctica hay cuatro padres, o madres, que por turnos u otros sistemas le atienden, le regañan y le protegen. Pero el caso no queda ahí sino que lógicamente estos cuatro progenitores tienen, a su vez, los suyos, lo que de entrada supone una escalafón de ocho abuelos, dispuestos, eso sí, a cuidarlo cuando los padres están trabajando o van a tomar una cerveza, sacarlo de paseo, comprarle chucherías y recogerlos a la salida de la escuela. La cosa sin embargo no queda ahí sino que, por múltiples razones que no son del caso, cada uno de estos ascendientes ha decidido separarse y buscar nueva pareja o cónyuge, lo que ha ocurrido en todos los casos. Y ahí tiene el nieto hasta dieciséis parientes, por supuesto también entre naturales y putativos o políticos, que lo cuidan cuando los padres están trabajando o van a tomar una cerveza, lo sacan de paseo, le compran chucherías y lo recogen a la salida de la escuela. De hecho casi todos jubilados sin más tarea profesional que cuidarlo cuando los padres están trabajando o van a tomar una cerveza, sacarlo de paseo, comprarle chucherías y recogerlo a la salida de la escuela. ¡Ah! Y contarle cuentos, Con estos datos sí es fácil comprender el comezón del nieto: como sus dieciséis abuelos le cuentan tantas historias bonitas, quiere ser, entre otros personajes, como la hormiga de la fábula en la que ayuda a la paloma y ha pedido a los Reyes Magos un regalo, y además personalizado, para cada uno. Está un poco nervioso ante una acción tan complicada pero en el fondo confía en que para eso son magos y ellos sabrán lo que tienen que hacer.

Publicado el día 5 de Enero de 2007


193.- Programa electoral de Don Quijote Probablemente, para más de un distraído, don Quijote no tenía proyecto político. Y consiguientemente, aunque no siempre tiene que ver una cosa con la otra (que hay quien tiene proyectos y no programa, y a otros le ocurre al revés), tampoco programa electoral. Para algunos desatentos la tarea que se propuso a sí mismo no pasaba más que por el cumplimiento de unos cuantos principios generales, tan abstractos como inalcanzables, al modo de aquellos que enunciaba en términos tales como ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa que la suerte me depare en ayuda de los flacos y menesterosos. O esos otros de deshacer entuertos y socorrer a las viudas. Pero si bien se mira con estudiado interés, a don Quijote no le faltaban ninguno de los requisitos, tanto formales como de contenido, que son propios de quienes optan por dedicar su trabajo y sus esfuerzos a la atención y el cuidado de los asuntos públicos, a lo que familiarmente se llama la política. Y tampoco desmerece que empiece su discurso diciendo que está muy contento y da al cielo nada más que infinitas gracias de la incorporación de Sancho a su tarea de gobernador pero aclarando con toda sinceridad su desagrado de que su subordinado hubiese conseguido el triunfo antes que él, que le hubiese tomado la delantera en eso de honores, trabajos extraordinarios y tareas propias de elegidos. Cuando, según propia confesión, aun se ve a sí mismo en los albores o principios de su ascenso social (lo que confirma que, pese a su fama, apenas ha empezado a escalar la gloria que espera que el mundo le reconozca), declara su desconcierto porque contra la ley y el razonable discurso se vea premiado de esa manera. “Otros cohechan”, indica, “importunan, solicitan, madrugan, ruegan, porfían, y no alcanzan lo que pretenden, y llega otro, y sin saber cómo, ni cómo no, se halla con el cargo y oficio que otros muchos pretendieron; y aquí entra y encaja bien el decir que hay buena y mala fortuna con las pretensiones. Tú, que para mí sin duda alguna eres un porro, sin madrugar ni trasnochar, y sin hacer diligencia alguna, con sólo el aliento que te ha tocado de la andante caballería, sin más ni más te ves Gobernador de una ínsula, como quien no dice nada. Todo esto digo, ¡oh, Sancho!, para que no atribuyas a tus merecimientos la merced recibida, sino que des gracias al Cielo, que dispone suavemente las cosas, y después las darás a la grandeza que en sí encierra la profesión de la caballería andante.” Y no desmerece don Quijote, a pesar del lamento y el leve escozor que le invade porque en el fondo, como buen responsable de las tareas públicas, está ansioso por que se le presenten oportunidades y ocasiones sin par que le permitan mostrar su capacidad y sus deseos de llevar a buen puerto el trabajo que se ha asignado a sí mismo. A fin de cuentas el propósito de don Quijote no es otro que rogar al cielo para que de a entender a todos cuán provechosos y cuán necesarios fueron al mundo los caballeros andantes en los pasados siglos y cuán útiles fueran en el presente si se usaran; pero triunfan ahora, se lamenta amargamente nuestro personaje, por pecados de las gentes, la pereza, la ociosidad, la gula y el regalo. Don Quijote no buscaba sino el aumento de su honra y el servicio de la República. Y, como es natural, le aguijoneaba una gran impaciencia, producto derivado del propio deseo de cumplir las tares para las que había sido llamado. Y, aunque le instigaba también una cierta vanagloria, ésta no es sí misma pecadora sino que forma parte de la autoestima que todos necesitamos. Y, como aquel dios de las culturas mesopotámicas, integrante de la primera tríada, llamado Enki o Ea, al que los conocedores de la época llaman el “solucionador oficial” de los problemas, el bueno de don Quijote se dispone a desarrollarle a Sancho su programa electoral para que, de momento, empiece a desarrollarlo.

Publicado el día 19 de Enero de 2007


194.- Instrucciones políticas de Don Quijote Como era previsible, don Quijote elaboró su programa electoral siguiendo los usos y costumbres de la época. No podría exigírsele lógicamente un comportamiento anacrónico en el que previera las reglas de juego de que disponemos en estos tiempos, aun cuando por entonces ya hacía bastante tiempo que había vivido y escrito, por ejemplo, Maquiavelo. Además tampoco pensaba el manchego presentarse a unas elecciones convencionales tal como hoy las entendemos, de manera que tuviera que redactarlo contra otros contrincantes. Don Quijote mantenía viva una rivalidad con algunos señalados caballeros en la que, más que ser el primero, su pretensión terminaba en que se le considerase uno de los grandes. ¡Gran diferencia a lo que por lo general acontece en nuestra época cuando el resultado de unas elecciones significa la gloria o acabar en el más sórdido de los olvidos de la gente! Ganar las elecciones de presidente en los Estados Unidos le lleva a uno a ser algo así como el rey del mundo, y perderlas ir directamente al infierno del abandono, la desatención y un rincón mínimo de la historia. Es pasar de decidirlo todo a no decidir ni ordenar nada, cuando en sorprendente opinión de Sancho “es bueno mandar, aunque sea a un hato de ganado”. Y aun en eso de disponer resulta útil recordar la distinción de Gonzalo Torrente Ballester en “Las Islas Extraordinarias”: “Su Excelencia no gobierna; se limita a mandar”. La pena de este espléndido proyecto de gobierno es que Don Quijote no ve de momento, ni además tampoco entra en sus pretensiones, que le toque ejercer algún poder político real. Así no le queda más remedio que tratar de que se cumpla a través de un concesionario, una especie de consejero delegado, que en Barataria va a tener la oportunidad de llevarlo a la práctica. Deseo “aconsejarte”, le dice, “y ser norte y guía que te encamine y saque a seguro puerto de este mar proceloso donde vas a engolfarte; que los oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de confusiones.” La lectura de su contenido, atiborrado en el mejor sentido de la palabra, de reglas y modelos de comportamiento, puede que a alguno, menos convencido de la eficacia de las ideas que de las obras (nunca mejor dicho), le puede resultar baladí. Pudiera parecer a primera vista que los altos pensamientos, las doctrinas, están tocados de una escasa o nula influencia en los asuntos de la vida pero sin embargo, mirando con detenimiento las cosas al menos a medio plazo y no con la premura de lo inmediato, son los que mueven la maquinaria pesada del mundo y los que condicionan muchas de nuestras actuaciones colectivas, incluidas las revoluciones. Mas, para que sean eficaces, se requiere que dejen de ser abstractos y sólo bellas frases tópicas. Precisamente una de las tentaciones más sonadas de los discursos políticos, que el programa quijotesco resuelve con elegancia y buen sentido, es que, al no significar nada, lo dicen todos, y cada uno les da el sentido que les parece aunque sean contradictorios entre sí. ¿Qué responsable público se negaría a firmar un manifiesto en el que se pidiera a la gente que sea buena? Pero ¿qué entiende cada uno por bueno? Y hasta tal punto valora y está convencido de la eficacia, provecho y calidad de su discurso que le garantiza que “si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible, casarás tus hijos como quisieres, títulos tendrán ellos y tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos de la vida te alcanzará el de la muerte en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos”.

Publicado el día 2 de Febrero de 2007


195.- Estilo político de Don Quijote De adornar el alma y el cuerpo, asegura don Quijote, debe ocuparse Sancho mientras ejerce de gobernador, es decir, todo responsable público. De hacerlo de otra manera, no logrará alcanzar la plenitud para su vida y la de los suyos, perderá la buena fama y hasta el beneplácito de las gentes (hoy diríamos los votos). En lo referente al cuerpo, no le parecía bien a don Quijote que los gobernadores anduviesen con las uñas largas, sin haberse lavado, y con el traje desceñido y flojo; no era partidario de que los gobernadores se ocupasen en grandes comilonas, y advertía de los graves inconvenientes electorales que acarrea no ser moderado en la comida, la bebida y el sueño (“no te muestres, aunque por ventura lo seas, codicioso, mujeriego ni glotón porque en sabiendo el pueblo y los que te tratan tu inclinación determinada, por allí te darán batería hasta derribarte en el profundo de la perdición”). Finalmente el caballero andante aconseja, entre otras cosas de menor enjundia, no ensartar refranes (tratar de hacerse el gracioso), que hace la conversación “desmayada y baja”. A la vuelta de Fernando VII a España después de haber vivido bajo la protección de Napoleón, un grupo de diputados le dirigieron un manifiesto (que se llamó “de los persas” por la referencia con la que se iniciaba) que recordaba “era costumbre en los antiguos persas pasar cinco días en anarquía después del fallecimiento de su rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias les obligase a ser más fieles a su sucesor”, es decir, vamos a ser muy malos unos días para que nos demos cuenta de lo malo que es ser muy malos. Sin embargo para don Quijote no es tan malo ser malo. Y en ello sigue una vieja tradición filosófica que piensa que se es malo, sencillamente porque no se conoce la virtud, algo así como que los malos lo son porque les falta inteligencia, no son suficientemente listos; que la virtud es en sí misma tan atractiva que quien no la sigue es porque no la vislumbra, que de otra forma no se comportaría así. Es ésta una teoría que sin entenderla con excesos respalda mucha gente aun sin darse cuenta explícita de ello. Es la experiencia tan frecuente de tantos padres que apenas tienen inconveniente en reconocer que sus hijos son vagos o poco trabajadores pero no aceptan con facilidad que se les considere torpes o escasamente listos. Eso les molesta mucho: aceptan que sea rebeldes pero no que no que los tachen de torpes. De ahí la en principio sorprendente y excesiva insistencia, que casi se convierte en una cantinela, a Sancho en que en su gobierno, por ejemplo, hallen más compasión las lágrimas del pobre pero no más justicia que las informaciones del rico; lo de no cargues todo el rigor de la ley al delincuente que no es mejor la fama de juez riguroso que la del compasivo; o también que si doblare la vara de la justicia no sea con el peso de la dádiva sino con el de la misericordia. Y todos estos consejos adobados con “sé piadoso y clemente”, en consonancia con la muy primitiva y venerada tradición de proclamar como objetivo de las leyes evitar que el fuerte oprima al débil, hacer justicia “al huérfano y a la viuda”. Es ya el mensaje del código de Hammurabí, quizá la reglamentación más célebre y completa de toda la antigüedad. ¿Verdad que no parece que don Quijote fuera un pillín, que capta lo que hay detrás? Pues advierte a Sancho de que “si alguna mujer hermosa viniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos y considera despacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en llanto y tu bondad en sus suspiros”.

Publicado el día 16 de Febrero de 2007


196.- El rey de las ranas (y 4) Al parecer, según refiere Esopo, aquel famoso narrador y creador de fábulas de la antigüedad, a las ranas les estaba pasando algo parecido a lo que cuenta el historiador Heródoto de los medos, hace unos veinticinco siglos más o menos. El problema de esta gente era que vivían con demasiada anarquía y bastante desbarajuste entre ellos y así no era posible organizar la convivencia con ciertas garantías y ni podían irse al campo a trabajar, dejando las aldeas a disposición de cualquier pillastre que anduviera por ahí; Hasta que un día se hartaron y decidieron que la solución era designar un rey que se encargase de poner orden en sus vidas y cuidase de la seguridad de sus casas y posesiones mientras ellos se dedicaban a vivir tranquilos ocupados en sembrar y recoger el fruto del campo. Pues algo así les acontecía a las ranas, que vivían molestas por su propia anarquía, hasta que, al igual que los medos, decidieron que era necesaria la presencia de un rey. En lo que no coincidieron ambos protagonistas fue en el procedimiento: mientras los medos optaron por nombrar a uno “de entre nosotros”, las ranas, confiando en los dioses, enviaron unos embajadores a Júpiter, o Zeus, para pedirle que fuese él quien se lo adjudicase. El caso es que el dios se lo tomó a broma y les envió un tronco de madera que, aunque al principio por el golpe al caer al agua, asustó al colectivo, luego “llegaron a tal grado de confianza que, subiéndose a él, se sentaron encima, lo que les hizo comprender que poco podían esperar de alguien negligente”. Pues éste es el ejemplo que cita don Quijote cuando empiezan los consejos sobre el mando: hacer buenas leyes, pocas, que se cumplan y no dejarse guiar por la ley del encaje “que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos”. Bien es verdad que los griegos discutían, y no acabaron de ponerse de acuerdo, sobre cuál debía ser la mejor cualidad de las leyes, si ser buenas, lo que defendía Solón, o iguales para todos, que era la opinión de Clístenes. Pero aquí en el programa electoral de don Quijote lo importante era que el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas tenga el valor de hacer “que se guardasen porque las leyes que atemorizan y no se ejecutan viene a ser como la viga del rey de las ranas”, es decir, que toman como el pito de un sereno. En lo que concierne a la ley del encaje, que otros llaman la del embudo y que debía ser práctica común en la época, hay que advertir que se entendía como aquella opinión o decisión legal que se apoyaba en la disposición discrecional de quien tiene autoridad pero no se basaba en ninguna disposición oficial. Venía a ser como el resultado de las opiniones de los arbitristas, aquellos que con un café delante proclaman que, si los mayores problemas de nuestra sociedad son el paro y el terrorismo, la solución está en poner a todos los parados a buscar terroristas. Y en cuanto a que no sean muchas, también Tomás Moro en La Utopía asegura que los utópicos no tienen muchas leyes: “les basta con muy pocas y les parece una injusticia encadenar a los hombre tantas leyes que, además, no es posible leer y son muy difíciles de comprender”. Don Quijote se despide hablándole en latín: Amicus Plato, sed magis amica veritas (Platón, se refiere lógicamente al conocido filósofo griego, es amigo pero más lo es la verdad, es decir, hay que actuar de acuerdo a la verdad y no a los intereses de los amigos). Y, confiado en todo lo que se aprende mandando, le lanza: “Dígote este latín porque me doy a entender que después que eres gobernador lo habrás aprendido”. Amén.


197.- Dichosos malentendidos Aunque a veces es bastante complicado hacerlo y no siempre resulta útil o, por lo menos, provechoso y prudente, podemos aceptar de entrada que hablar es una de las actividades más valiosas que realizamos. Charlar y conversar nos facilita, sobre todo, dos cosas: saber cuál es nuestro puesto entre los demás, y advertirnos mutuamente, unos a otros, tanto los peligros que acechan a la vuelta de la esquina como la forma posible de atajarlos y resolverlos antes de que nos perjudiquen. El grave y espinoso aprieto que sin embargo encierra el lenguaje son los malentendidos: afirmaciones que no se entienden como se quieren decir, palabras que a uno se les escapan indebidamente, sentimientos que se interpretan de manera diferente al mensaje que llevan dentro. En fin lo que la experiencia nos enseña cada mañana o cada tarde. Y, especialmente, por la noche cuando todos los gatos son pardos. Dicen los expertos que lo que ocurre en realidad es que cuando mencionamos algo a alguien, cuando damos una indicación a otra persona, casi siempre ese acto de hablar incluye tres intenciones o tres propósitos, tres mensajes. Imaginemos que un policía de tráfico nos revela que una calle por la que pretendíamos pasar está cortada. Esa frase así: "esa calle está cortada al tráfico" significa y supone tres recados. El primero es una simple información, la transmisión de un dato que se estima que no conocíamos y que está contenido en la literalidad de las palabras: que la calle está cortada. La segunda intención del agente es mostrarnos la inmediata consecuencia de lo anterior, asegurarnos que no se puede circular. Y la tercera, manifestarnos su decidido propósito de que no va a aceptar que intentemos siquiera pasar por esa calle. En el ejemplo de un amigo, cuando la mujer le menciona al marido (o el marido a la mujer) en una fiesta: "son las 6 de la madrugada", de entrada le está transmitiendo al cónyuge una aclaración al decirle la hora que es. Pero además con esa frase le está indicando que es tarde, que desea o tiene que marcharse ya. Y, por último, lo que de verdad le importa, el propósito de irse ya de la fiesta. Esta complejidad del lenguaje que hemos inventados los humanos, que al tiempo que facilita las relaciones a su vez las complica quizá en exceso, nos obliga en el trato con los demás a estar siempre en guardia para averiguar qué es lo que los otros “nos quieren decir cuando nos dicen lo que nos diciendo”. Por motivos evidentes que más de una vez hemos experimentados todos, distinguir claramente estos tres niveles es una de las tareas más necesarias de la vida, al relacionarnos con los demás (y también con nosotros mismos, que muchas veces nos hacemos el juego casi sin darnos cuenta). El consejo que se nos da en esta tesitura consiste simplemente en preparar un papel, o un cuaderno, con tres columnas, en cada una de las cuales señalemos: qué han dicho, qué han querido señalar y qué se proponen conseguir. Si somos capaces de responder adecuadamente a cada una de las tres cuestiones, seguro que estaremos perfectamente informados y conseguiremos un cierto aval para andar por la vida con relativa seguridad. Para ayuda de los más despistados, conviene indicar que este tipo de lenguaje con trasfondo viene sobre todo en tres tipos de relaciones: en el ámbito de la vida pública con los discursos políticos, en los negocios, y en el lenguaje afectivo de conquista y reclamo. Y, dadas las crecientes complejidades de la vida, no queda muy claro a los entendidos en cuál de ellos es mayor la dificultad de enterarse de lo que nos cuentan.

Publicado el día 16 de Marzo de 2007


198.- A cañonazos ¡Menudo problema tenían los primeros cristianos en señalar la fecha de la Pascua de Resurrección! La dificultad procedía, como es obvio, de la carencia de un calendario universal entendido, ajustado y comprometido por todas las culturas y civilizaciones. Hasta el Concilio de Nicea, en el año 325, en que se señaló y se fijó el equinoccio en el 21 de marzo, cada iglesia local, como era lógico y por otra parte lo único posible, acomodaba la celebración de sus ritos a sus anuarios propios. Las dudas surgieron después cuando algunos científicos, verdaderos creyentes, se encontraron en el aprieto de tener que contradecir esa decisión técnica. Más de uno sufrió la zozobra y la pesadilla de ser considerados hereje por sugerir que las cuentas astronómicas no estaban bien hechas por el Concilio. A diferencia de la precisión horaria y de calendario, expresada ya en el reloj atómico, en que vive nuestro tiempo con toda su parafernalia, nunca, desde el comienzo de la historia, los neandertales o los cromañones sintieron la necesidad de vivir y de organizar sus actividades más allá de los ciclos y las fases de la Naturaleza. Y no sólo por no disponer de instrumentos técnicos adecuados (¿qué decir del reloj de arena o de agua de muñeca?) sino porque su existencia encerraba otra manera de sentir la vida. Mientras hay viejos idiomas que en sus verbos no conjugan el futuro, para el antiguo poeta griego, del siglo VI, Hesíodo, el tiempo de segar es “cuando el cardo florece, la cantarina cigarra hace resonar su dulce canto, las cabras están más gordas, el vino sabe mejor, las mujeres son más lascivas y los hombres más débiles”. Aseguran algunos socarrones, más o menos en serio, que el embrollo y la confusión se originaron a cuenta de los amores de César con Cleopatra cuando pasó por Egipto y por ese motivo se entretuvo, quizá más de la cuenta, en esas tierras. Esa circunstancia le proporcionó tiempo suficiente para charlar con los grandes sacerdotes y enterarse de que allí el calendario se había establecido de acuerdos a los movimientos del sol. Los egipcios, junto, entre otras culturas, con los mayas, fueron la primera civilización que se separó de la luna para elaborar sus cálculos del tiempo y se hizo partidario del sol. Impuesto por Roma el calendario solar, el enredo vino, como en el caso del calendario litúrgico, por la confluencia de ambas maneras de calcular, la de la luna y la del sol. Los libros cuentan que fue en el año 1874 cuando a Benjamín Franklin, en aquel momento embajador de Estados Unidos en Francia, se le ocurrió la idea de calcular el gasto por año que se ahorraría por el hecho de que los parisinos viviesen “durante todo el verano enteramente a la luz del sol”. Pero cómo convencerlos o incluso obligarlos a modificar sus hábitos de vida. A Franklin se le ocurrieron las sugerencias típicas y convencionales de cualquier mandatario público como implantar impuestos y multas a quien no aprovechase suficientemente la luz solar o controlar la compra de cera por familia y día. Y si no, “hacer que las campanas de las iglesias repiquen al amanecer y, de no bastar esto, disparar un cañonazo en cada calle a la salida del sol, para que todo el mundo despierte al mismo tiempo”. Claro que si lo que se va a ahorrar en energía hay que invertirlo en cañones, habremos un pan como unas tortas. La única ventaja que proporcionaría este sistema sería el de ampliar el negocio universal de la venta de medicamentos, mediante la producción de nuevas y terribles enfermedades, de las que una vez más no pueden participar muchos países. Y si no, que pregunten por África si ellos también sufren en sus carnes el mal del cambio de hora.

Publicado el día 30 de Marzo de 2007 (Viernes de Dolores)


199.- Ambrosio y Huarte o qué hacer Arduas y complejas pesquisas y fisgoneos vienen llevando a cabo algunos investigadores a cuenta de averiguar quién era este personaje cuya carabina le hizo ser tan inolvidable que ha pasado incluso a los libros. “Hombre chico y sin dinero, / enamorado y celoso, / eso la llaman en Cádiz / la carabina de Ambrosio”, es una de las versiones que se dan de este extraño acontecimiento. Una carabina cargada de cañamones y sin pólvora, se asegura en una publicación al uso. Pero la versión más afamada es la que manifiesta que el famoso Ambrosio, del que todo el mundo habla, fue un labriego, que parece que vivió en Sevilla a principios del siglo XIX. Un día, harto de que las cosas le fueran mal, las cosechas no fructificaran, y sobre todo no viera solución a sus problemas, se vistió de bandolero, cogió una carabina antigua que tenía en su casa y se echó a los caminos en busca de la fortuna. Pero no pudo conseguir nada: los viajeros a quienes pretendía asaltar, viendo sus modales, su cara de ingenuidad y su pésima estrategia, lo tomaban a broma y lo mandaban a su casa. Ambrosio echaba la culpa de su nula suerte a su carabina que no era capaz de hacerse respetar como era la obligación de un arma de ese prestigio. Comentaba una información el otro día que, a la hora de hacer colas, los españoles somos más impacientes y gastamos más tiempo que la media europea; que mostramos un comportamiento ejemplar durante la cola en comparación a los europeos ya que sólo el 22% damos señales de síntomas de rabia, ganas de maldecir, de empujar o de discutir con alguien, frente al 45% de media en los países del viejo continente; pero que somos de los que más abandonamos el establecimiento con las manos vacías y jurando más tajantemente no volver. Y aunque a más de uno les haya sorprendido, tampoco somos líderes en dedicar el tiempo de estar en cola para ligar: un 31%, cuenta la noticia, flirtea y charla con alguien que le interesa en busca de una cita, por debajo de la media europea, que es de un 41%, siendo italianos (81%) los que más y luego los alemanes (36%). Entonces, ¿como Ambrosio con la carabina? Una pregunta que cabe plantearse a la altura de esta contingencia es qué merece la pena si, al final, no hay resultados que llevarse a la boca o al bolsillo. Así se transforma en inútil la rebelión contra la fortuna, una envoltura que hace elegante lo que no es sino un desaire de los caprichos de la diosa, quien con el cuerno de la abundancia en la mano y los ojos vendados reparte al azar oficios y beneficios. Ya lo comentaba Quevedo: "yo he hecho lo que he podido; fortuna lo que ha querido". Aseguraba allá por el siglo XVI un eminente investigador que llegó a cortar en Baeza una peste, Huarte de San Juan en su “Examen de ingenios” que la mejor forma para engendrar hijos de grande entendimiento (que, declara, es el ingenio más ordinario en España) consiste en que los padres han de comer pan candeal, hecho de la flor de la harina y masado con sal. Que, si quisieran tener algún hijo de grande memoria, coman, ocho o nueve días antes de que se lleguen al acto de la generación, truchas, salmones, besugos y anguilas. Y de palomas, cabrito, ajos, cebollas, puerros, rábanos, pimienta, vinagre, vino blanco, miel y todo género de especias se hace la simiente caliente y seca y de partes muy delicadas que acabara engendrando un hijo de gran imaginación. Lo malo, según este conocido médico de entonces, es que “éstos, los de gran imaginación, están faltos de entendimiento y de memoria por lo que suelen ser muy perjudiciales a la república porque el calor los inclina a muchos vicios y males”. Aunque cuando menos se espera apunta que, “si se controlan, se transforman en personas más útiles que los que gozan de entendimiento o de memoria”. Así es que en estas condiciones ¡vaya usted a saber!

Publicado el día 20 de Abril de 2007


200.- Homenaje anónimo Decía Abril Martorell, aquel ministro de Economía con el gobierno de Adolfo Suárez, que los servicios públicos gratuitos no son “una buena escuela de ciudadanía”; que, cuando un ciudadano tiene acceso libre a una prestación pública sin abonar algo por su gestión, sufre la fácil tentación de minusvalorar esa tarea y, desde luego, apenas se ocupa de cuidarla para que esté presta para otra persona que la necesite después. Los denominados “desaciertos educativos del Estado de Bienestar” son uno de los debates hoy vigentes y están llevando a propuestas como el llamado copago y otras por el estilo. De todas maneras, lo que es evidente es que, amparándose en razones espurias, adulteradas y fraudulentas, son demasiados los ciudadanos al asalto de tesoro público. Sobradas las veces en las que en medio de una tragedia se escucha a los protagonistas del quebranto hablar de indemnizaciones, eso sí ¡faltaría más!, para evitar que vuelva a repetirse una desventura equivalente. Esta referencia y reflexión no tiene más que una sola finalidad: homenajear de la manera más alta, ensordecedora, rimbombante, honorable y ruidosa a una pareja cordobesa, por lo demás de referencia desconocida. La historia apareció en este Diario y puede resumirse así: al parecer, una mala gestión médica en una clínica de Córdoba pudo producir la muerte de un niño de poco más de dos meses de edad. Los padres demandaron al establecimiento con el único propósito de que éste reconociera, y anunciara a quienes pudieran tener necesidad de sus servicios, que no posee medios suficientes para atender urgencias pediátricas. No hizo falta el juicio porque así se acordó entre las partes. Pero esta “joven pareja” renunció a ejercer acciones penales y, sobre todo lo sorprendente, admirable, asombroso y fascinante es que en ningún caso solicitó dinero ni indemnización alguna: planteó la demanda sólo para evitar que volviera a ocurrir algo semejante, una nueva desgracia como la que ellos sufrieron. Y hasta cuidaron celosamente el anonimato, de manera que no hay pista alguna sobre su identidad. Probablemente con más frecuencia de lo razonable, quienes tenemos con periodicidad la posibilidad de acceder a estas tribunas públicas, solemos caer en largas y enojosas prédicas. Imaginando que un cierto conocimiento y estudio nos avalan, unas veces ponemos a caldo a cualquier autoridad pública y, otras, confiamos en convencer a la gente de que sea mejor, más alta y más guapa. Y así echamos nuestro cuarto a espadas mediante sermones que suelen ser perfectamente inútiles, y derivan a abstractas, premiosas y aburridas teorías. Por evitar, al menos por esta vez, este síndrome salvífico, lo mejor es dejar que los hechos hablen por sí mismos, que se sepa que ha habido una “joven pareja” que no ha tenido que hacer el esfuerzo de justificar a la opinión pública lo del dinero y el amor a los demás; que ha huido de la publicidad y ha renunciado a lucrarse de la desgracia contando por las impúdicas televisiones su desdicha e infortunio, mediante largas y prolijas descripciones indecentes; y, sobre todo, que de verdad se ocupó de evitar situaciones similares, lo que debía ser motivo de público reconocimiento. Ha pasado del tiempo del acuerdo judicial algo así como un par de meses, y ninguna entidad protectora de valores ha dicho nada, tampoco alguna autoridad pública se ha preocupado, al menos, de agradecer este gesto sin par de heroísmo ciudadano. Y lo más probable es que los protagonistas ni siquiera lean estas letras. Pero seguro que tendrán la conciencia un poco más tranquila y limpia que bastantes de nosotros. Y eso es una suerte.

Publicado el día 4 de Mayo de 2007


201.- Influir en el futuro Es bien sabido que, cuando el locutor reitera una y otra vez no sólo las cualidades del espectáculo que anuncia sino también en que el interés popular está en sus extremos más altos, está creando aquello que anuncia que ya existe. Insistirles a los entusiastas a los toros en que la corrida que se va a celebrar próximamente es grandiosa e impresionante y que toda la afición ya la vive con apasionamiento es precisamente una forma de encender la mecha del entusiasmo público por el acontecimiento pregonado. Asegurar que el partido será un éxito es la primera forma de fabricarlo. Es lo que un magnífico psicólogo norteamericano, Robert King Merton, llamó, en una referencia muy conocida y siempre citada, “la profecía que se cumple a sí misma”: “convencido, asegura, de que está destinado a fracasar, el angustiado estudiante dedica más tiempo a lamentarse que a estudiar, y después hace un mal examen”. Las predicciones del regreso de un cometa no influyen en su órbita pero el rumor de insolvencia de un banco puede llevar, y de hecho así ocurre, a la quiebra del mismo. Esta experiencia de modificar de alguna manera el resultado previsto de cualquier contingencia (que todos hemos vivido en más de una ocasión, seguro que en unos casos para bien pero en otras oportunidades para nuestra desgracia) viene como consecuencia, al decir de los sabios, de que los seres humanos respondemos no sólo a lo que realmente ocurre, que muchas veces no está muy claro, sino al sentido que tiene para nosotros. Dicho de otra forma más simple, siempre percibimos lo que pasa en la calle, en nuestra casa o en cualquier otro sitio de acuerdo a lo que afecta a nosotros, al margen de que en realidad las cosas tengan otro valor. El día ha sido blanco, negro o gris según cada uno de nosotros lo hayamos vivido, independientemente de cómo haya sido en realidad para los otros. Un partido de fútbol puede haber sido una desgracia si en el transcurso del mismo nos han robado la cartera o nos ha arrastrado una avalancha, aunque al vecino le haya parecido fantástico porque su equipo ha ganado, incluso con solvencia y superioridad. Es aquello de que la feria funciona según le va a cada uno. La buena, o mala, pata que tiene ese asunto (que a primera vista puede ser complicado pero que querámoslo o no está influyendo constantemente en nuestra conducta) es que nos obliga a ser optimistas y a convencernos de nuestras posibilidades para así poder intervenir de alguna manera en un buen resultado. Es tanta la influencia que podemos ejercer sobre el futuro y tan alta la capacidad de que disponemos para construir lo que va a ocurrir que esta circunstancia nos fuerza, mal que nos pese, a convencernos y convencer a los demás de que esa realidad soñada es posible. Como asegura don Ramón de la Cruz, aquel poeta algo olvidado, salvo en lo de que nada es verdad ni mentira…, en una poesía titulada precisamente “La santa realidad”: “Cultivando lechugas Diocleciano / ya decía en Salerno / que no halla mariposas en verano / el que mata gusanos en invierno”. Que es una manera más fina de recordar lo que aprendimos de pequeños sobre la diferente actitud de la cigarra y la hormiga. Volviendo a la situación descrita al principio del locutor que está animando a los aficionados para conseguir lo que anticipa como si ya existiese, podemos traer a colación que en un texto no muy conocido de don Juan Manuel, el “Libro infinido”, dice el autor que por tres cosas se conocen los grandes hombres sin necesidad de verlos directamente: una, por los “grandes hechos que hacen”; la otra, por la fama general que de ellos corre por el mundo; y, en tercer lugar, por las cartas y los mensajeros que envían.

Publicado el día 18 de Mayo de 2007


202.- Incoherentes Andaba Sancho demasiado fuera de sí y a punto de estrellar una silla en la cabeza del doctor Pedro Recio, que con textos de Hipócrates le impedía incluso probar alguno de los manjares que tenía en la mesa, cuando le llegó una carta en la que el Duque le anunciaba que cuatro personas habían entrado en la ínsula para “quitaros la vida”. No se acobardó ni atemorizó con esta inquietante noticia sin embargo el Gobernador, que insistía en que era al médico al que debería meterse en el calabozo “porque si alguno me ha de matar ha de ser él, y de muerte adminícula y pésima, como es la de hambre”. Y a don Quijote le escribe que lo único que ha descubierto “hasta ahora es a un cierto doctor que está en este lugar asalariado para matar a cuantos gobernadores aquí vinieren… como si no fuese mayor mal la flaqueza que la calentura”. En definitiva, abajo el médico y ya veremos después, una vez satisfecha el hambre, cómo nos ocupamos de los espías. En los momentos en los que nos aprietan diversas urgencias, cuando tenemos que optar por la flaqueza o la calentura, los seres humanos nos enfrentamos a lo que los expertos llaman un choque de motivaciones. Una situación por otra parte relativamente frecuente, aunque no siempre se viva con parecida intensidad. Uno no sabe si acudir al cine o al teatro, a una película o a otra, si pedir un bocadillo de anchoas o de calamares y si declararle su admiración a la vecina (o al vecino, según los casos) de arriba o al vástago del jefe. Tantas son las motivaciones que nos arrastran de acá para allá que dudamos quizá más de lo debido. Con lo que me queda del sueldo, qué pago antes, la casa, el coche o el video. Los sicólogos están convencidos de que el criterio que nos permite vencer en esas situaciones de incertidumbre son los intereses, que hacemos las cosas y elegimos los caminos de acuerdo a lo que nos produce beneficios, sin que a esa palabra haya que darle un sentido moral. Bueno pues el caso es que ahora se da una concurrencia social muy curiosa que parece echa por tierra esa teoría. Por simplificar: este fin de semana se producen dos acontecimientos de singular importancia y que de una u otra manera nos afectan, la constitución de los ayuntamientos y la jornada decisiva futbolística. Y en esa alternativa, ¿de qué están más pendientes los ciudadanos, de qué hablan y discuten mayormente? ¿Qué les motiva sobre manera? En una circunstancia como ésta, siempre aparece la fácil tentación del discurso moral, de la regañina a la gente por no preferir lo que en un hipotético orden de valores éticos se supone está más arriba y por tanto debería ser elegido. Es un recurso habitual y lógico de predicadores. Pero, aparte de que vaya usted a saber qué es y quién decide lo que es bueno, las cosas son como son. Y los sermones son ineficaces. El quid está en cómo esta preferencia, ni buena ni mala en sí misma, choca con el juego de intereses, es simplemente una solemne incoherencia. Ocurre que las consecuencias que se derivarán del resultado de los acontecimientos deportivos no afectarán para nada a nuestras vidas. Más allá de la emoción y la satisfacción, aparentemente infinitas, por el triunfo de los “nuestros”, nuestra vida de pobres o ricos, de sanos o enfermos y de trabajadores o parados, en nada se va a ver modificada. Aunque un poco más contentos, seguiremos cada uno en el mismo sitio y en las mismas condiciones. Lo que no acaecerá según sean unos u otros los que administren nuestras ciudades. Las decisiones de los ediles, y de los gobiernos que elijan, transformarán, para bien o para mal, muchos ángulos de nuestras vidas de cada día: servicios públicos; ordenanzas municipales; arbitrios o aranceles… ¿Será eso lo que llaman mis amigos del IESA (Manuel Pérez Yruela, Eduardo Moyano Estrada…) “la paradoja de la satisfacción”?

Publicado el día 15 de Junio de 2007


203.- Relativismo No se crea que es fácil tener un amigo relativista. Especialmente en esta época en la que ejercer de tal está tan mal visto. Porque hasta ahora, cuando se ocupaban de ello únicamente los filósofos, por cierto muy pocos porque la tesis apenas interesaba por irrelevante, la cosa no tenía problemas. Pero a día de hoy cuando tanta gente, en muchos casos importante, dedica sus esfuerzos en condenar tamaño desvarío (se supone, lógicamente, que después de aplicados y sesudos estudios sobre la cuestión) no deja de constituir un arduo problema. Es como haber sido en otros tiempos gnóstico, turco, cátaro o hasta leproso. Una desgracia para el propio sujeto, y hasta para los que le rodean, familiares y amigos. A quién se le ocurre tamaño despropósito. Pero así son las cosas. Él insiste una y otra vez en sus razones y no hay manera de convencerlo de que abandone esa maliciosa, perversa y disoluta opinión a pesar de los argumentos en contra que le doy. Porque de entrada ya hay uno muy importante, que los filósofos llaman, en un viejo latinajo, algo así como “contradicción en las propias palabras”. Es muy antiguo y se puede resumir más o menos así: ser relativista es defender que todo es relativo, pero, si esto es así si todo es relativo, también lo será la afirmación que asegura que todo es relativo; también será relativo que todo es relativo; luego si todo es relativo, no todo lo es. Y de esa forma no tiene sentido ser relativista. Pues ¡nada! Ni con una argumentación como ésta abandona su pensamiento. En este caso responde, primero, que todo esto no es sino un juego de palabras sin sentido; y, luego, que quién ha dicho que ser relativista es creer que no hay nada verdadero ni seguro. Aclara que quien diga cosas así es que no entiende nada sobre el particular; que ser relativista no es esa ignorancia, y hasta indecencia, que algunos señalan sin saber muy bien lo que están diciendo; que una persona medianamente culta no puede hablar sin más ni más de relativismo sin hacer las precisiones y distinciones indispensables (propias de toda filosofía rigurosa) entre los diferentes niveles y formas de entender así el mundo de los valores. Y que, por supuesto, nada de eso de que todo vale, que no haya ética y que poco menos sean unos disolutos y calaveras los que ven el mundo así. Lo que le molesta y se pregunta mi amigo es quién se ha inventado tan descomunal tontería y quién va diciendo por ahí algo tan falso y tan sin coherencia. El relativista, me dice una y otra vez, es aquel que, como todo el mundo, está convencido de que hay coincidencia en todas las culturas de algunos, muy pocos desde luego, valores sociales y morales universales pero que considera que su concreción es ya un elemento cultural. Y me pone el ejemplo de “no matarás”. Dice que ese principio es aceptado por todo el mundo pero que luego cada cultura lo interpreta de una manera diferente y que hay que ser respetuosos con esas singularidades; que, mientras en unos sitios está prohibida la pena de muerte, en otros consideran que debe mantenerse y que en eso está lo que se llama el aspecto relativo, pero no en lo sustancial, en que matar a alguien es intrínsecamente malo y pernicioso y condenable, Y lo mismo que me dice de este principio, me cuenta de la “fidelidad a la palabra dada” o de otros muchos modelos de normas morales. Propiamente dicho no hay ética relativista, lo que hay es una interpretación, una actitud respetuosa con las reglas éticas de cada cultura. Y sobre todo lo que no entiende mi amigo es que, sabiendo, como se sabe ciertamente, que hay miles de millones de galaxias en el Universo y, a su vez, dentro de cada una, miles de millones de estrellas (seguramente una inmensa mayoría de ellas con sistemas solares propios como el nuestro); e, incluso dentro de nuestra propia tierra, decenas de millones de especies de seres vivos, (vamos, que no pintamos nada en el Universo), los seres humanos seamos tan presuntuosos y tan soberbios de asegurar que poseemos la verdad absoluta; que, siendo tan pequeños en ese mundo infinito, nos atribuyamos la capacidad de saberlo todo y, sobre todo, saberlo, absolutamente de manera cierta. Incluso cuando los científicos han dicho por activa y por pasiva que hasta el espacio y el tiempo los ponemos nosotros y son una forma que tenemos de medir; y que ni siquiera son objetivos los colores que vemos en los objetos. El relativismo es, en su opinión, un antídoto de las excesivas seguridades, un remedio prudente ante los avances de las ciencias y una manera de ser humilde. (¿Acaso no tendrá algo de razón?). Publicado el día 21 de junio de 2007


204.- Vivan los buenos La verdad es que resulta consolador leer en los medios de comunicación cómo los gobiernos internacionales están inquietos por las terribles desgracias e infinitas tribulaciones, que parece que no pueden ser mayores, que sufren los palestinos. Y recompensa ver con qué afán, interés y buen criterio buscan el modo de resolverlas. De entrada han decidido que, como el grupo religioso fundamentalista Hamás es muy malo, hay que retirarle no sólo todo el apoyo político sino hasta los fondos de los impuestos que les corresponden a la Autoridad Nacional Palestina: piensan que el hecho de que haya ganado las últimas elecciones democráticas es un asunto menor, un error inocente del pueblo palestino que debió seguir apoyando, como siempre, a Al Fatah, la que ha sido la única fuerza política hasta ahora mientras que estos impresentables de Hamás han aparecido y crecido sólo de poco tiempo acá; que ya sabemos que, como dice, por ejemplo, M. A. Bastenier, Al Fatah es un pozo sin fondo de corrupción y desgobierno pero que eso es un pecadillo sin importancia; así como el que sus dirigentes ingresen directamente en sus cuentas corrientes más del 50% del presupuesto público es una travesura, por supuesto reprobable, pero que tampoco vayamos a exagerar las cosas. En cambio los dirigentes de Al Fatah reconocen a Israel, negocian, interrumpen las negociaciones, y vuelven a negociar en las diferentes mesas que se van celebrando por todo el mundo; y, si apenas han avanzado algo en esos tratos, no es porque no tengan interés sino porque las cosas son muy complejas e Israel es un hueso muy duro de pelar. Pero, si no fuera así, seguro que habría terminado la guerra, y todo sería ejemplar y fantástico. Hamás sin embargo es un grupo de fanáticos, que obligan a todo el mundo a cumplir los preceptos islámicos y hasta tratan de imponer la Sharía; que defienden la guerra religiosa, preparan mártires que den su vida en la lucha contra el mal, y buscan la destrucción del gran Satán, que no es otro que Israel. Bien es verdad que, como hacen en todas las naciones en las que no gobiernan, se preocupan de crear y hacer que funcionen escuelas y existan dispensarios para la salud; que barren las calles, imponen el orden público y sus líderes viven de manera austera y ejemplar. Pero eso no es sino populismo barato. Son los auténticamente malos. Israel, por su parte, que es de los buenos, bien es verdad que está realizando actuaciones que pueden llamarse de limpieza étnica pero es sólo por motivos lógicos de seguridad y para evitar que los palestinos, en unos años, ganen la guerra demográfica. A Al Fatah le puede hacer algunos regalos, como soltar 250 presos, que es un número exacto y fácil de recordar, o darles algo del dinero que es suyo, pero a Hamás ni agua. La preocupación de los buenos es que no saben cómo los fundamentalistas cada día tienen más apoyo popular, cada vez hay más gente y mejor dispuesta a todo lo que haga falta, incluyendo docenas de miles de adictos prestos a sacrificarse con heroicidad contra los infieles. Y no ven otra forma de impedir que se hagan dueños de la situación política pública que, como casi siempre han hecho los buenos, prohibir sus partidos políticos, como en Egipto y otros países, o anular las elecciones cuando los resultados los han llevado al poder, caso de Argelia, claro que eso naturalmente requiere gobiernos firmes y decididos, que incluso puedan transmitirse de padres a hijos, apoyados en ejércitos poderosos porque, si los malos ven síntomas de debilidad, pueden ser muy peligrosos; y también perseguirlos, acorralarlos y oprimirlos. ¿Qué otra cosa si no pueden hacer los buenos para combatir a los malos? No van a dejarlos libres que vayan por ahí como si tal cosa.

Publicado el día 29 de Junio de 2007


205.- Necesarios aduladores Tener algunos aduladores al lado parece una buena cosa. Muchas veces, imbuidos de un cierto tono de moralina, que, como dice el diccionario, es una moralidad inoportuna, superficial o falsa, condenamos sin más algunas conductas que no nos suenan bien. Disponer de un razonable grupo de aduladores en nuestro entorno es una interesante ventaja. Y no se crea que eso sea válido sólo para los cargos públicos, que cuando hablamos de este tema en seguida estamos pensando en los gerifaltes. En absoluto: la necesidad de tener a la mano una razonable cuadrilla de zalameros y panegiristas es para todos una tabla de salvación para los tiempos difíciles y un agradable gusto en cualquier momento. ¿Dónde si no puede encontrarse un depósito tan fértil de combustible para alimentar la autoestima? Estos días circula por ahí un anuncio basado en una clasificación de necesidades del ser humano, “la pirámide de Maslow”: pues no, más de un psicólogo está en desacuerdo radical con esa tabla porque coloca la autoestima más o menos como si fuera un lujo cuando es el pedestal imprescindible para sobrevivir. Conviene no obstante, por prudencia y buen sentido, evitar en esto todo tipo de empacho que las resacas y los reflujos no suelen ser agradables. Plutarco, un escritor famoso por sus biografías paralelas de personajes griegos y romanos, tiene entre sus obras morales y de costumbres un pequeño tratado titulado “cómo distinguir a un adulador de un amigo” y en él aporta algunos consejos de interés que pueden ser útiles para manejar este espinoso asunto y administrarlo con tino. Al tiempo que advierte que “son pocos entre muchos los que se atreven a hablar con franqueza más que a dar gusto a los amigos”, acaba asegurando que “no sólo dañan los que alaban inoportunamente sino también los que censuran”. Cuenta Séneca que el rey Cambises era aficionado al vino en demasía, que empinaba el codo más de la cuenta, y que un día uno de sus cortesanos tuvo la desventurada idea de reprochárselo. Que era vergonzoso –le dijo- ver ebrio a un rey en quien todas las personas tienen puestos los ojos y lo oídos. Pero Cambises, lejos de enfadarse le lanzó un reto. Verás, le dijo, Presaspes, que así se llamaba el consejero y amigo, cómo por más que beba nunca pierdo la cabeza y te demostraré que, después de beber, las manos y los ojos saben cumplir con su oficio. Y así fue. Tras unos largos trasiegos, mandó llamar al hijo de Presapes, “entonces flechó un arco y atravesó el corazón del muchacho, que dijo era donde apuntaba, y abriéndole el pecho mostró el dardo clavado en la víscera misma, y mirando al padre le preguntó si tenía la mano asaz segura. Él contestó que ni el mismo Apolo hubiera disparado flecha tan certera”. ¡Claro que el propio Séneca condena los lenguajes lisonjeros y alabadores! pero este ejemplo, que propone entre otros, no resulta afortunado porque le desmiente de su reproche: no debía producirle malos efectos a Cambises la bebida cuando era capaz de tan alto grado de acierto que ni el mismo Apolo, según sus palabras, lo hubiera hecho mejor. Y en ese caso ¿a qué tanta franqueza? Las lisonjas, los floreos y los piropos no sólo hacen la existencia más agradable sino que ponen un punto de calor y sensatez para la fortaleza del espíritu. Andar por la vida con la franqueza como divisa descompone más que construye. Y ya es hora de reivindicar, aunque sea sin gritos, los beneficios de los aduladores que, entre otras cosas, sirven para poner sonrisa, y olvidarse de la vida triste de quien está ocupado todo el día en amonestar a los demás. Además de ser una tarea desagradable, es solemnemente inútil.

Publicado el día 27 de Julio de 2007


206.- Pensamiento borroso Los libros de filosofía plantean el argumento de un grupo de personas que, cansadas de perder el tiempo en leer y escuchar un montón de informaciones inútiles, noticias y reportajes que no le servían para nada, decidió fundar una asociación a la que pudiera acudir gente que sufría el mismo mal y tenía ganas de hacer algo por impedirlo, una “Sociedad para la información inútil”. El objetivo era presionar a los agentes de todas esas historias y gacetillas inservibles e inanes para que dejaran de hacerlo o, al menos, pusieran menos interés en su tarea: no entendían cómo de un tiempo a esta parte se había ido extendiendo entre los informadores, profesionales o no, un vicio tan insulso y obtuso como ese. ¡Habiendo tantas cosas importantes de que informar, tantas noticias de verdadero interés! Y así decidieron dar el paso y constituir la corporación. Pero ¿tendrá interés un club de este tipo, se preguntaban? ¿Acudirán interesados o, por el contrario, únicamente vendrán cuatro, con lo que el efecto de presión social apenas tendrá éxito? El caso es que, tras hacer pública su propuesta, los organizadores se vieron tan desbordados con el número de solicitudes que tuvieron que poner un requisito para ingresar en la institución. Para afiliarse y disfrutar de los beneficios reservados a los miembros de la corporación, no bastaba con mostrar verdadero interés en ser socio del club como tampoco una queja generalizada y arbitrista del estilo “es que no hay nada en la televisión”, porque afirmaciones de este tipo son generalidades, opiniones y juicios con nulo valor probatorio. Era necesario mostrar, al menos, una información concreta plenamente inútil. Y aquí empezó el problema. Encomiable tarea dirá más de uno, al conocer esta iniciativa, sea real o figurada, ya que no están las cosas en este momento de la vida como para ocuparse en tareas definidas ya previamente como inservibles y baldías. Y así lo verán sobre todo quienes disponen de un esquema de vida tendente de manera permanente a sacar algún tipo de rendimiento a cada actividad que realiza o proyecto que pone en marcha. Eliminar lo innecesario, lo ocioso, dirán, es una buena acción. En lo que no caen en la cuenta quienes elogian o favorecen esta limpieza, casi de sangre, de lo que no es productivo es que lo que domina o califica como tal una información, un comportamiento, son los intereses del sujeto. Y ahí se entra en un terreno de arenas movedizo, sobre todo si a este término –intereses- se le quita, como debe ser, toda valoración moral, esa manía tan frecuente y tan escasamente científica. Los intereses son, como aseguran los sicólogos, las fuerzas que empujan las acciones humanas. Desde las mínimas como comer o dormir hasta las más exquisitas. Pero volviendo a la cuestión planteada más arriba, hay que concluir que los aspirantes al carné de inscrito revolvieron una y otra vez los medios de comunicación en busca de la noticia más inútil que pudieran encontrar, y en verdad que, al decir de los autores del asunto, la relación de informaciones aportadas por unos y otros era inmensamente larga y hubiera bastado para llenar páginas y páginas. Pero sin embargo, a pesar de esos datos, nadie pudo ingresar en la “Sociedad para la información inútil”. Ni siquiera el promotor y presidente encargado tuvo posibilidad de inscribir su nombre en la misma. Desde el momento en el que presentar una noticia de este tipo se había convertido en requisito para afiliarse, independientemente de su contenido, ya tenía una utilidad, servía para algo: para hacerse miembro del club.

Publicado el día 10 de Agosto de 2007


207.- Cartas al director (algunas) Si entender lo que pasa en la vida es ya de por sí un problema de envergadura, saber lo que se tiene que hacer sí que ya resulta algo casi imposible. Puede que en otros momentos de la historia los pensamientos y los sentimientos de la gente (no de toda por supuesto, que siempre hubo heterodoxias y herejías, en muchos casos muy relevantes) estuviesen enmarcados en principios generales muy claros y firmes. Pudiera haber sido de esa manera, que también sobre eso habría mucho que hablar. Pero en los tiempos en que nos movemos, cuando prácticamente han desaparecido hasta las llamadas ideologías que dominaron el siglo pasado; cuando conceptos como el de progreso e historicidad, los de naturaleza, realidad o verdad, y otros por el estilo que dirigen ciencias tan básicas como la sicología, presentan tantas aristas que de hecho resulta muy difícil saber de que están hablando quienes las utilizan (valga como ilustración la existencia de un libro, desde luego de lectura muy compleja, titulado “Teorías de la verdad en el siglo XX” que expone casi hasta treinta de ellas, acordes a los pensamientos de un buen montón de filósofos, por cierto de unos y otros extremos de arco ideológico); cuando la apertura del mundo hacia atrás en el tiempo y hacia adelante en el espacio ha puesto sobre la mesa tantas dudas, tantas preguntas que hoy por hoy ni siquiera es posible prever en qué momento podrán resolverse o, al menos aclararse, resulta cuando menos sorprendente y asombroso con qué seguridad se manifiestan personas que hablan como si lo supieran todo y además señalan, sin posibilidad de equivocación, qué es lo que hay que hacer. Quedan las religiones pero es obvio que éstas encierran en su interior muchas variantes, diversas interpretaciones y diferentes significados que se pueden apreciar en cuanto uno lee tres o cuatro periódicos o sintoniza media docena de emisoras de radio o de televisión. Pues en este contexto de expresar las máximas certezas ha aparecido últimamente un sector nuevo, el de los que escriben cartas al director en los periódicos. No es que sean todos y, por supuesto, los únicos pero de un tiempo a esta parte se encuentran verdaderos tratados filosóficos firmes, seguros y definitivos, sin una sombra por mínima que sea, de duda o cuando menos de titubeo. En otros tiempos las cartas al director eran un procedimiento que el ciudadano utilizaba como una especie de pasadizo o puerta trasera para llegar al poder, normalmente público, y contarle –exponerle, se decía- alguna cuita, algún problemilla o tal vez determinada demanda. A veces un problema algo más general pero casi siempre peticiones o quejas concretas. Ahora sin embargo si uno se entretiene un rato leyendo las cartas al director de varios periódicos, podrá observar cómo las peticiones, quejas y lamentos puntuales de antes se han sustituido por exposiciones doctrinales de filosofía, sociología, teoría urbanística y ética, sobre todo mucha ética y muchas normas de conducta. Pero no, como algún inadvertido pudiera suponer, haciendo algunos apuntes o precisiones más o menos afortunadas. En ningún caso. Lo que caracteriza a buena parte de las actuales cartas al director son la exposición de verdaderas tesis complejas apoyadas en una certeza sin margen de error. Apodícticas, como calificaban antiguamente los filósofos aquellas opiniones o puntos de vista que resultaban incontrovertibles. Y seguramente lo único que cabe es felicitarles por haberle tocado la lotería. Así lo pueden percibir personas que no tienen tantas evidencias y sí bastantes vacilaciones.

Publicado el día 24 de agosto de 2007


208.- La otra cara La capacidad que tiene la especie humana de poder simbolizar en una sola palabra un montón de personas, de cosas o de situaciones le supone, además de una suerte y un privilegio, una verdadera arma de destrucción masiva. No tener que referirse a cada caso, a cada amigo o a cada objeto, uno a uno, ha sido nuestra salvación: lograr incluir o representar en una sola palabra y poco más de un par de sonidos, mesa por ejemplo, todas las mesas reales, imaginadas, antiguas, que se puedan o se hagan en el futuro incluyendo las que nunca se harán; y que ese mismo término se pueda referir también a todo tipo de mesa, desde las más pequeñas, humildes e insignificantes a las especialmente grandiosas, lucidas o fastuosas; y así mismo a las de hierro, madera, plástico, etc.; y, por último, a las que se usan para comer, estudiar o cualquier otra actividad, parecería un milagro si no fuera porque ha sido un proceso natural de la evolución. Los expertos en temas de lenguaje atribuyen precisamente a esa posibilidad casi todo el desarrollo que ha experimentado la especie y el mérito de llegar a donde ha llegado (para lo bueno y lo malo). Permitirse utilizar lo que, sin muchas precisiones técnicas pero para entendernos, podemos llamar el lenguaje abstracto ha sido el arma que nos ha otorgado hacernos los dueños del mundo y someter a todo el planeta. Menudo trabajo tener que llamar a cada objeto o cada situación con un nombre distinto. Pero esa virtualidad, como ocurre con tantas cosas en la vida, tiene su otra cara, su aspecto negro, que incluso alcanza a ser tenebroso. Y donde se produce la perversión es, sobre todo, en los casos en que esa facultad se aplica a hechos sociales. Porque cuando queremos referirnos a un grupo de personas con una sola denominación como pandilla, club o cofradía nos estamos refiriendo a todos y cada uno de los miembros de esos conjuntos. Y ahí está el busilis: asegurar, por ejemplo, que la cofradía está agradecida a alguien, ¿significa que lo están todos los miembros de la misma o únicamente, como ha sucedido en tantas oportunidades, la junta directiva? La tesis es la misma que se da cuando se presentan realidades abstractas, desencarnadas, olvidándose de los miembros o elementos que las componen. Por poner algún ejemplo lejano para evitar confundir el rábano con las hojas, podemos acordarnos de la India. Hace unos días se ha celebrado un nuevo aniversario de su independencia y los comentarios han sido los tópicos: que si un país que merece entrar en el Consejo de Seguridad como miembro permanente; líder económico, y hasta se ha vuelto a recordar que posee la bomba atómica. Bien pero ¿qué es la India? Cuando utilizamos este término ¿a quién nos referimos?, sobre todo cuando hacemos construcciones gramaticales colocando el nombre del país como sujeto de una oración del tipo “La India piensa, o La India decide, o, tal vez. La India aprueba”. Pero no se crea que esta circunstancia sea sólo par asuntos de este nivel. También lo utilizamos cada uno en nuestra vida privada: “la familia está muy contenta, o desconsolada o agradecida”. Pero vaya usted a saber si cada miembro de esa familia también está contento, desconsolado o agradecido. Al final ¿qué pasa? Pues valga el titular de un periódico de estos días: en Argentina “los barrios marginales de la capital crecen sin control pese a la recuperación económica”; y también que, mientras La India piensa y consigue ser una superpotencia, varios cientos de millones de “indios” sobreviven con un euro al día, cuando lo consiguen; y, mientras el presidente de los Estados Unidos anuncia que se está triunfando (¿?) en Irak, hay miles de ciudadanos de ese país rotos de por vida de amargura en sus rostros, sus cuerpos y sus almas. Es la otra cara, nunca mejor dicho, de nuestra inteligencia.

Publicado el día 7 de septiembre de 2007


209.- Todos a llorar La reciente imagen llorosa del jugador de baloncesto Pau Gasol, más allá del lógico disgusto y desconsuelo que significaba, a nadie le ha impresionado ni ha sido motivo de comentario alguno. Quienes se han ocupado del asunto lo han hecho para analizar cómo se produjo el resultado deportivo, la frustración que representó no alcanzar algo que se suponía estaba a la mano, pero a nadie le ha resultado extraño que un hombre fuerte, grande, poderoso y acostumbrado a emociones briosas llorase en público, aunque otro gallo hubiera cantado si este trance hubiese ocurrido hace un par de décadas. Por el contrario, los medios de comunicación han estado estos días tan llenos de lágrimas que casi llegan a anegarse: junto a bastantes y diversos personajes de una u otra relevancia pública (deportistas, sobre todo), el giennense que agradecía llorando a sus vecinos el haber acudido a recoger el agua que en una tromba había inundado su casa. Y lo que faltaba: nada más y nada menos que el presidente de los Estados Unidos de América, el personaje del que se dice, con mayor o menor propiedad, que es el más poderoso de mundo, también ha mostrado que no le faltan corazón y entrañas para sufrir como los demás y llorar como cualquier hijo de vecino. La conocida por todos doctrina convencional de siempre era sin duda bastante restrictiva en cuanto a la manifestación pública de los sentimientos y las emociones. No sólo el llanto (Voltaire lo definía como el lenguaje mudo del dolor) sino cualesquiera otros gestos externos de los afectos eran desaconsejados. Un falso pudor, quizá mojigatería, y una extraña concepción del concepto de nobleza en el sentido de que a mayor estatus social era exigible más continencia expresiva argumentaban a favor de ese comportamiento. Al final de todas maneras nunca quedaba claro, a pesar de tantas novelas de los siglos XVIII y XIX ocupadas con esta temática, si lo que se exigía en esa educación era evitar la explosión hacia fuera de lo que se sentía o evitar el mismo sentimiento. El caso es que por una u otra razón, no parecía correcto en según qué personas y circunstancias, en este caso, llorar en público. Es obvio que de un tiempo a esta parte las cosas han cambiado notablemente como muestra la manera tan explícita de manifestar los sentimientos y las emociones amorosas. Desde el beso robado a la mirada del guardián del buen nombre de la dama hasta la naturalidad con que hoy se acentúan las explosiones amorosas media una concepción absolutamente diferente de las relaciones sociales. Llorar en público ya no sólo no es un acontecimiento singular y esporádico propio de determinadas personas y situaciones sino una conducta normalizada, que han posibilitado el cambio de algunos vectores: la democratización y consiguiente humanización de las estructuras dominantes del poder (el llanto de un jefe de gobierno ya no es signo de debilidad sino de solidaridad); una desvalorización de los sentimientos, que incluso son comprados, vendidos y pagados; un modelo de sociedad mucho más abierto, escasamente lúgubre; y sobre todo una nueva concepción de las debilidad. Hoy mostrarse débil resulta un valor, una virtud porque representa ser humano. Porque todo ello esta reñido con la espontaneidad que impone el presente, muy lejos de nuestros usos sociales quedan los estudios sicológicos y filosóficos sobre los llantos fingidos, y de nuestras costumbres han desaparecido ya hace mucho tiempo las plañideras, contratadas como rito (y también como lujo hasta el punto de que su número y condición era un signo externo concluyente sobre la prosapia de una familia o de un personaje). Séneca dijo en un texto tan conocido que ha pasado a considerarse aforismo y que aparece hasta en las consignas del día que “no hay mayor causa para llorar que no poder llorar."

Publicado el día 21 de septiembre de 2007


210.- No, si te parece Como todo el mundo sabe por experiencia propia y ajena, los humanos hacemos y decimos, con toda naturalidad y eficacia, tonterías (llamadas de otras muchas maneras como, por ejemplo, simplezas, necedades, dislates, despropósitos, tontadas y otras equivalentes, cada palabra desde luego con su matiz peculiar, que no todas significan exactamente lo mismo). Gómez de la Serna, en una greguería, lo asegura y hasta lo aconseja: en la vida, dice, hay que ser un poco tonto porque si no lo son sólo los demás y no te dejan nada. Pero en orden a iniciar una teoría fundada y fundamentada sobre este particular, podemos establecer provisionalmente cinco afirmaciones o tesis, de carácter universal, razonablemente ciertas. La primera es que todos decimos y hacemos a lo largo de nuestra vida un montón de tonterías (también este artículo puede ser una); la segunda afirmación es que, aunque haya cierto consenso en que algunas frases y cosas son sin duda dislates, por lo general la consideración de que si algo, que se dice o se hace, puede considerarse tal es en muchos casos subjetiva, es decir, que lo que para algunos es una solemne tontería, para otros puede ser una afirmación o una verdad como un templo; la tercera consideración es que todos estamos convencidos de que hay gente que dice o hace más tontadas y otros que menos: por supuesto que a nosotros mismos (salvo que andemos con la autoestima por los suelos) siempre nos excluimos del primer grupo, y hasta hay algunos exagerados que aseguran con toda la seriedad del mundo que ellos nunca en la vida han dicho o hecho alguna tontería (aunque probablemente pensar o decir eso puede que ya lo sea); la cuarta indica que no es cierto que los personajes públicos digan o hagan más tonterías que el resto de los mortales: lo que pasa es que, mientras las nuestras apenas se conocen más allá del círculo familiar o profesional, las de ellos, por razones lógicas, son mucho más famosas; y la quinta y última es que hay varias clases y géneros de tonterías, no sólo en su aspecto cuantitativo, es decir, unas son más formidables que otras, sino que pertenecen a diferentes variedades. Y para que el asunto no sea demasiado pesado, podemos poner como ejemplo una modalidad del decir, más frecuente de lo que a primera vista pudiera parecer, la de las obviedades. Se utilizan tanto en la vida privada como en la pública y los personajes conocidos tienen cierta tendencia a ellas en la creencia de que de esa forma se ganan el favor y el crédito de los ciudadanos. Aunque en una primera audición o lectura pueden no notarse, se distinguen de una manera muy sencilla: basta con aplicarle el truco del título: “no, si te parece”. “XX aboga por el pleno empleo”, dice un titular de este periódico de hace un par de semanas y uno en seguida está legitimado para pensar no, si te parece, vamos a luchar por el pleno desempleo. XX defiende que las viviendas tengan un precio razonable, dice otro al que la falta añadir que el tal XX se debió quedar absolutamente exhausto después de haber pronunciado esa frase maravillosa: no, si te parece, podemos abogar porque las viviendas sean cada vez más caras e inalcanzables para los ciudadanos. “España está por la modernización de Marruecos”: no, si te parece va a defender que sea un país rancio, anquilosado en la prehistoria. Como éstas, aparecen cada día en los medios de comunicación (“estamos por la participación”, “defendemos una verdadera justicia social”, etc.). Y en la vida privada en cualquier conversación el número es infinito. No es fácil de todas maneras definirlas. ¿Son los tontos los que hacen o dicen las tonterías? Ya advertía Voltaire que “la parte más filosófica de las historia es hacer conocer las tonterías cometidas por los hombres”. Menudo problema.

Publicado el día 5 de octubre de 2007


211.- Genocidio en Gaza 1. Lo que está ocurriendo en Gaza ha conseguido que hasta se agoten las palabras. Ya no queda más que decir de todo lo que se ha escrito, hablado y condenado. Sin duda para nada. Imposible describir los sufrimientos, angustias y tormentos ya acumulados que van desde los controles en cada esquina (que, como se ha contado tantas veces, también se aplican a las ambulancias) hasta, últimamente, la reducción del transporte de mercancías –incluidos alimentos para niños, y frutas- y de carburante. Ahora el gobierno de Israel ha decidido aplicar este procedimiento al suministro de energía eléctrica a la población civil. Y aunque técnicamente se pueda discutir el término, es un verdadero genocidio colocar a los ciudadanos como escudo para la guerra contra su gobierno, legítimo mediante elecciones limpias que nadie discutió, formado por la opción política llamada Hamás, que por supuesto es otra historia. Además de que tácticamente en un error propio de torpes porque es la mejor manera de fomentar la solidaridad con sus gobernantes, da la impresión de que lo que se busca es contrarrestar el avance demográfico (dicen los expertos que el arma verdaderamente poderosa que amenaza a los judíos de Israel) en esas tierras. Europa, que defiende la tesis de que el pueblo es soberano y nunca se equivoca, está enfadada con los palestinos por haber votado lo que votaron y acepta sumisa y calladamente el castigo colectivo. Mientras, los dirigentes del pueblo americano están entretenidos con la organización de una conferencia, la número no se sabe, de la que ya se dice que no se deben esperar sorprendentes resultados. Es probable que, como dice el intelectual y político Slomo ben Ami, uno de los pocos con sentido común por allí, Arafat se equivocó cuando rechazó la oferta de paz que negoció Clinton pero el presente no puede ser más deleznable. ¿Qué más se puede decir? (2. Por cierto, si uno sigue con cierto interés y atención el proceso de las elecciones a la presidencia de los Estados Unidos, podrá observar con razonable comodidad el diferente comportamiento de cada uno de los dos partidos principales, como es natural más allá de los diversos estilos propios. Mientras en el demócrata hay una confrontación notoria y conocida entre los diferentes precandidatos, incluso con debates públicos, las cosas no están ocurriendo de la misma manera en su contradictor partido republicano. En éste apenas se ofrecen candidatos ni se anuncian nombres. Fundamentalmente se habla del ex alcalde Nueva York y no mucho más. Desde luego que las perspectivas actuales, al decir de los analistas, no son muy halagadoras para esa formación y, en principio, puede pensarse que poca gente de relevancia notoria pueda estar dispuesta a concurrir a una carrera con la casi seguridad de perder pero, como dice el refrán, siempre hay un roto para un descosido y parecería lógico que más de un espontáneo aficionado a ser famoso o algún rico aburrido hubiera aparecido en el espacio social correspondiente. ¿Tendrán tal vez los republicanos algún candidato decidido pero oculto? En estos momentos su futuro resulta más bien negro pero en política ya se sabe cómo cambian las contingencias y, pues aun falta mucho tiempo (un año es un montón de eternidades) puede estar a la espera de mejor fortuna y aguardar a que escampe para darse a conocer, en el caso de que pueda ganar: de otra manera ya habrá más elecciones. ¿Quién podría ser esa persona? Hace ya un tiempo el actual dignatario Bush aseguró en una comparecencia que su hermano "Jeb" (John Ellis Bush) sería un buen presidente de los Estados Unidos. Sí, aquel que ofreció el paraíso terrenal y la edad de oro a los españoles si participábamos en la guerra de Irak.)

Publicado del día 2 de Noviembre de 2007


212.- Reconocer a los enemigos Aunque a primera vista, salvo que se pare uno a pensarlo, pudiera parecer sorprendente, la verdad es que grandes sabios en la historia han hablado con soltura y convencimiento de las bondades que ofrece tener enemigos y cómo esta circunstancia resulta provechosa y rentable para la persona. Apoyados en buenos y sólidos argumentos así como en ejemplos dignos de toda consideración, muchos sabios han defendido en sus escritos los beneficios que acarrea tener excelentes y selectos enemigos. Aunque hay que reconocer que la cosa presenta su complejidad. La primera tarea a resolver es la identificación de aquellos a los que podemos considerar tales, reconocerlos, porque si pasan a nuestro lado y no sabemos distinguirlo se nos escaparán sin duda las ventajas que puedan aportarnos. Pero eso no resulta tan fácil en las escaramuzas de cada día. Porque en las guerras convencionales el asunto está resuelto. Sabemos quién es el enemigo por el traje. No es que hayamos discutido con él sobre las cuestiones que nos separan y hayamos percibido que hay diferencias insalvables de criterio y que por tanto no queda más remedio que emprenderla a golpes. No, es simplemente que está vestido de otra manera. De enemigo. Por eso la primera tarea de un ejército es tener sastres, muchos sastres, que, haciendo la ropa, permitan definir y distinguir a los míos de los otros, a los amigos de los enemigos, o sea a los buenos de los malos. (Por cierto que se puede uno imaginar cuál no sería la dificultad técnica que tendrían en la antigüedad aquellos ejércitos tan numerosos -Aníbal, Alejandro Magno y no digamos ya Ciro o Darío- porque, claro, si todo el mundo iba vestido de harapos en aquellas batallas que consistían en el ataque personal de todos contra todos, a quién le clavabas el hacha si no podías distinguir a unos de otros). En las refriegas de cada día (y cada día, como es natural, hay refriegas) resulta necesario conocer el bando al que pertenecen cada uno de los contendientes. Es imprescindible saber quiénes son los amigos y los enemigos, es decir, los buenos y los malos, partiendo por supuesto del hecho de que los amigos son los buenos y los enemigos los malos. Es ésta una información que no se puede ignorar por lo temerario que resulta estar en un asunto y no saber la posición de sus protagonistas. Asistir, por ejemplo, a una reunión en la que se desconoce de antemano lo que piensan los demás interlocutores, si son o no amigos o conocidos entre ellos, qué talante tienen, si son conservadores o progresistas es cuando menos imprudente e insensato porque, a la hora de emitir una simple opinión sin más, se puede encontrar uno metido en una bronca sin buscarlo ni quererlo. Quien más, quien menos ha tenido en algún momento la experiencia de decir alguna cosa más o menos simple, por romper el hielo, y se ha encontrado de pronto con algún exaltado que, sin venir a cuento, le ha cubierto de improperios. Andar por la vida como si nada ignorando quiénes son los que están con uno o contra uno es, además de una torpeza inexplicable, correr un riesgo que puede resultar por otra parte innecesario. Una vez conocidos e identificados plenamente quiénes son los enemigos, a continuación lo que procede es clasificarlos en las diferentes categorías que hay, una tarea imprescindible para evitar en un tema tan proceloso como éste meterse en terrenos pantanosos. Porque, claro bien mirado, no todos los enemigos son iguales ni cualitativa ni cuantitativamente. Y, después una vez encasillado cada uno en el lugar adecuado dentro de la taxonomía correspondiente, se debe empezar la buena práctica que conduzca a conseguir los beneficios que supone esto, poseer buenos y espléndidos enemigos.

Publicado el día 16 de noviembre de 2007


213.- Existencia de los enemigos A algunos puede parecer exagerada la afirmación que asegura con firmeza y convencimiento que tener enemigos es una gran suerte por los beneficios que éstos producen. Pero no sólo no hay tal exageración sino que durante la historia bastantes notables en el saber han defendido esta teoría y aportado motivos a su favor. Y si ello es así, parece razonable cuando menos ocuparse en conocer sus motivos y analizar si tienen o no razón. Sin embargo es verdad que a mucha gente le parecer muy extraña esta opinión. Incluso es muy frecuente creer que tener enemigos es un mal asunto y muy perjudicial. Ello ocurre porque se ha venido entendiendo de manera más o menos implícita que no tenerlos es producto y consecuencia de la bondad de una persona, hasta el punto de que pudiera formularse una ley de convivencia sobre el particular. Una ley o principio general que se acepta por la mayoría y que se denomina “ley de la bondad perfecta” que más o menos viene a decir así: el número de enemigos que tiene una persona es inversamente proporcional al índice de su bondad, de forma que a más enemigos menos bondad, apacibilidad o mansedumbre y, al contrario, quien careciera de enemigos es porque posee el mayor grado de estas cualidades. Es tan buena persona, sería otra manera de presentarla, es tan buena persona que ni siquiera tiene enemigos. Pero ¿es esto así? ¿Puede achacarse a algo ajeno a nuestra voluntad el que tengamos ambientes de enemistad contra nosotros sin que hayamos hecho nada por fabricárnoslos? Este principio que parece relativamente aceptado no lo es tal si nos paramos un poco a considerarlo porque en muchos casos el sujeto es ajeno a que le salgan o no por ahí enemigos, es algo con lo que uno se encuentra sin más aunque otras veces sea la consecuencia de nuestros actos. Valgan dos ejemplos que vienen muy bien al caso: uno es el de aquel intelectual griego que justificó la muerte de un semejante aduciendo que su extrema magnanimidad le hacía la vida insoportable. El otro es un rasgo muy importante del famoso militar y estadista Temístocles –el que venció en la batalla de Salamina- que, a pesar de sus propios éxitos, rabioso con el hecho de que hubiese sido Milcíades y no él el vencedor de la famosa batalla de Maratón, confesaba cuando le preguntaban por qué estaba tan demacrado que esa envidia no le dejaba dormir) El sabio Quilón (uno de los siete sabios de Grecia que, como se sabe, fueron veintitantos) le preguntó a uno que declaraba que no tenía enemigos si tampoco tenía ningún amigo, y con ello quería mostrar que no era posible encontrarse en esa situación, salvo que viviese aislado de todos. Y es que se puede encontrar, atestiguaba Plutarco, el de las vidas paralelas, “un país como se cuenta de Creta sin animales salvajes pero un Estado que no produzca envidia, celo o rivalidad, pasiones que son las más capaces de engendrar amistad, hasta ahora no ha existido”. Y también Plutarco cuenta de un político que, estando entre los vencedores, aconsejaba a sus compañeros, que no expulsaran a todos los adversarios sino que dejasen algunos “para que no empecemos a tener diferencias con los amigos, por estar privados completamente de enemigos”. El asunto se complica mucho más si atendemos a los dos niveles de enemistad que suelen darse en las relaciones con los demás y que los que se ocupan de estas cosas suelen distinguir. Porque una cosa es disponer de enemigos propiamente tales, diríamos enemigos heavy, que, siendo los verdaderamente peligrosos, tampoco son tan frecuentes, y muy otra tener personas a los que, sin llegar a tanto, les caemos mal, en ocasiones hasta muy mal: son los enemigos light, una versión más ligera o blanda de este tipo de situaciones. Así las cosas, ¿se puede sacar beneficio de esta realidad?

Publicado el día 30 de Noviembre de 2007


214.- Utilidad de los enemigos Establecido como algo natural el hecho de que no es posible estar libre de tener enemigos, se trata como es lógico de aprovecharse de la tal circunstancia. Porque parece de sentido común que, si algo desagradable y amargo acontece y no hay manera de quitarlo de en medio, lo razonable es buscar algún camino o procedimiento para hacerlo rentable. Así los enemigos, que no sólo aparecen sin que uno haga nada por fabricárselos sino que incluso muchas veces somos nosotros mismos los que los producimos y construimos. Lo decía, hablando de este mismo tema en el diario El País hace unos días Manuel Cruz, que el enemigo sería aquel a quien nosotros nos resistimos a aceptar, al que, desde nuestro miedo, declaramos como tal. Entonces de lo que se trata es de ser lo suficientemente perspicaz para sacar réditos de esa realidad. Lo propuso hace ya muchos siglos el historiador Jenofonte, que es propio de una persona inteligente sacar provecho “incluso de los enemigos”, de los que difieren de uno. Y se adjudica a Antístenes, un filósofo de la antigüedad, la afirmación de que los que quieren salvarse necesitan de amigos auténticos o enemigos ardientes: pues los unos amonestan a los que se equivocan y los otros, al censurarlos, los alejan del error. Y para proporcionar un último ejemplo de anécdotas de los antiguos, (que por cierto suelen ser muy jugosas y aparecen por todas partes), valga ésta del famoso tirano de Siracusa Hierón que, tras ser agraviado por un antagonista a cuenta del mal olor de su boca, de su halitosis, llegó a su casa y reprochó a su mujer que ella no se lo hubiera advertido antes y tener que enterarse de su defecto por alguien que se le oponía de mala manera. De acuerdo con esta doctrina, los enemigos y aquellos a quienes caemos mal no fuerzan a ser mejores. Para evitar su crítica, para escaparnos de su censura y sus vapuleos, procuramos tener más control de nosotros mismos; para sustraernos de sus denuncias e imprecaciones, lo mejor es tener una vida virtuosa y un comportamiento lo más ajustado posible a los buenos principios. (Claro que, hablando de estos asuntos, resulta imprescindible referirse no únicamente a las personas: también se trata de sacar rendimiento de cosas, animales y asuntos adversos, de situaciones desapacibles y cuando menos fastidiosas. Ya lo aconsejaban los llamados autores clásicos cuando proponían aprovechar la fuerza incluso de los objetos peligrosos y los elementos desfavorables e infortunados, aprovecharse de las calamidades y las desventuras. Y es éste un consejo que uno puede encontrar a lo largo de la literatura en cualquier autor que se haya ocupado del bienestar del hombre, seguramente porque intentar sacar bien del mal sea por una parte la única respuesta posible, a la que hemos adornado con el elogio de inteligente ). Se adjudica al famoso Diógenes un dicho (“propio de un filósofo y un político”) la respuesta a la pregunta de cómo podré vengarme de mi enemigo: “siendo tú mismo bueno y honrado”. Que es lo mismo que decir que si uno se siente tentado a acusar a otro de algún defecto o alguna maldad, debe evitar precisamente aquello que critica a los otros. Aunque ya se sabe sin embargo que lo que peor toleramos en los demás son los defectos que precisamente tenemos nosotros, el tacaño a quien aguanta con más dificultad es al tacaño, el triste al desangelado y el pesado a quien no hay manera de quitarse de encima. Pero a fin de cuentas así, dice Plutarco, las cosas que son perceptibles y claras a todo el mundo es posible aprenderlas antes de los enemigos, que desde luego perciben mejor nuestras calamidades, que de los amigos y familiares.

Publicado el día 14 de diciembre de 2007


215.- Sermones navideños Si a lo largo de los ritos y las celebraciones del año hay un momento propicio y apropiado para los sermones ese es la Navidad. En la liturgia civil de estos días proliferan por doquier prédicas, pláticas y peroratas de personas de bien que se lamentan, con espíritu depurado e impoluto, de los malos comportamientos que tiene la mayoría la gente. Son personas de varia condición, de orígenes muy diversos y con diferentes lenguajes, pero todos ellos preocupados por lo que consideran un grave deterioro de lo que significan y simbolizan estas fiestas. Estas denuncias tienen un doble soporte, que en algunos casos van juntos. Uno consiste en traer a colación que el llamado espíritu navideño de origen tradicional se ha perdido y transformado en una actitud generalizada de materialismo, dejando a un lado los orígenes religiosos de estos días. El otro, sin interesarse de este aspecto religioso, se justifica en censurar exclusivamente el delirio que llaman consumista en el que ha caído la humanidad, una especie de locura colectiva de comprar como sea no sólo objetos materiales sino también usos y maneras de felicidad, deseada y ofrecida pero artificial, ficticia y fingida. Piensan que incluso todo ese cúmulo de buenos deseos que agotan los espacios electrónicos no es sino marketing puro, una forma deshumanizada y falsa de buenos modales externos, únicamente una fórmula más de cortesía fingida y mercantilizada. En consecuencia unos y otros tratan de animar a la comunidad a abandonar estos pecados sociales con discursos llenos de buena voluntad y mejor entusiasmo redentor. Elaboran amonestaciones y diatribas aprovechando cualquier resquicio en el que puedan reproducir sus argumentaciones. Y aunque a algunos sermoneadores se les ve el plumero de que están deseando terminar sus diatribas para llegar antes de que cierren las tiendas, la mayoría de los predicadores ofrecen la imagen de buena voluntad. ¿Tienen éxito estas proclamas? ¿Consiguen el anhelo de convencer a los mortales a que sean buenos y abandonen la senda perniciosa del malgasto, el despilfarro y la ofensa a los que no tienen nada? La impresión es de que no mejoran el comportamiento general, que el colectivo pasa de sermones y de augurios del fin del mundo o venida del Anticristo, y se enreda una y otra vez en los mismos comportamientos. Que mientras, empujados por ese afán de alguna manera justiciero, lanzan al mercado de las ideas censuras y reproches sinceros y honestos hablando de paz y amor, la gente corre por los comercios, y las últimas noticias aseguran que es la época en la que se producen más divorcios, un 40% del total del año. Así son las cosas. No se trata de desanimar a nadie pero no arreglan nada. Apenas nunca en la historia, salvo momentos muy especiales, los regaños solos han cambiado el signo de los tiempos, prácticamente siempre han sido esfuerzos inútiles e improductivos. Sólo tranquilizan la conciencia del que los pronuncia que les hace sentirse bien y con el deber cumplido. Aunque pueda resultar descorazonador, en las actuales Navidades las quejas por la mala conducta casi universal se han transformado en un adorno más navideño, como las luces de las calles y los villancicos de los centros comerciales. Si no hay Navidad sin consumismo, tampoco lo hay sin discursos moralizantes e instructivos, del todo inservibles. (Por eso mismo este artículo es tan perfectamente inútil, porque no convencerá a ningún sermoneador de que aparque sus fervores. Su única posible ventaja es que inaugure un nuevo tipo de discursos inservibles, lamentando la ineficacia de los sermones navideños y convirtiéndose en un nuevo adorno para estos días. Y así todos estaremos aun más entretenidos).

Publicado el día 28 de diciembre de 2007


216.- Optimistas de calendario Si es verdad eso de que todas las personas y todos los colectivos tienen su momento de gloria, las ceremonias y celebraciones del comienzo del año pertenecen a los optimistas del calendario. Ya se sabe que sin una mínima dosis de optimismo no se puede vivir y por eso todos estamos de una u otra manera en la nómina de quienes perciben al menos una rendija de bienestar en el futuro pero, aunque en todos y cada uno de nosotros anide una partícula de ilusión y contentamiento, hay gente que ve no ya una resquicio sino el mundo entero. Y ellos son los dueños y protagonistas del cambio de calendario, de la magia de los números y las fechas, de la medición humana del tiempo. Su presencia y notabilidad estos días se aprecian por doquier y, junto con los oradores de los sermones navideños, son sus principales referentes ideológicos. Y si la tarea de éstos es lamentarse del deterioro y consumismo de la Navidad, la de los optimistas del calendario consiste en formular planes de mejora y perfeccionamiento en la conducta, determinar la voluntad de ser cariñosos con los demás, y prometer que desde las cero horas del nuevo año –no antes ni después- serán buenos por fin. Son, en palabras de José A. Marina, los que tienen una “anticipación agradable”, acomodada en nuestra civilización actual al día uno de enero. Y, confiados en esa perspectiva, aprovechan como si fuera natural y tuviese algo que ver con el destino del universo, lo que simplemente es un sistema de contabilidad. Deben ser los descendientes de aquella personas que, cuando el año empezaba el primer día de Marzo, seguían los mismos ritos y casi idénticas ceremonias. La verdad es que en determinados casos los propósitos se cumplen y las intenciones consiguen su finalidad: todos conocemos a personas que con esta ocasión dejaron de fumar, se apuntaron a un gimnasio o transformaron su rostro en una sonrisa permanente de amabilidad con los demás. Pero esa circunstancia no les borra de la lista. Confiaron y acertaron. Hicieron realidad o consumaron esa anticipación agradable. Los otros son los que se encuentran con que esa posibilidad se ha diluido con el paso de los días y la tan citada anticipación agradable ha sido desmentida por los hechos. Ello quiere decir que hay, cuanto menos, dos tipos o clases de optimistas por sus resultados o sus consecuencias. El peligro está en que esos efectos puedan afectar a su autoestima. (Sicólogos de relevancia hay que, al hablar de necesidades y clasificarlas en primarias y secundarias, colocan entre las primeras las que tiene que ver con la alimentación y similares, sin caer en la cuenta de que la hoy llamada autoestima es aun más imprescindible porque con ella por los suelos uno no espera a morirse de hambre sino que antes de ese circunstancia ya se ha tirado por el balcón). El comediógrafo griego Antífanes aseguraba que en cierta ciudad hacía tantísimo frío en invierno que las palabras se helaban inmediatamente después de ser dichas y luego, desheladas, la gente oía en verano lo que había dicho en invierno, una situación que ponía en evidencia demasiadas afirmaciones de cada uno cuando se escuchaban pasado el tiempo, que, como se sabe, casi todo lo cura o lo complica. (Menos mal que este autor, que escribió un montón de comedias irónicas, era lo que hoy llamaríamos, por decirlo de una manera fina y académica, un guasón y así puede que esa noticia no tuviese visos de realidad. Y si el artículo anterior sobre los sermones navideños era tan inútil como ellos, éste no va a la zaga, vista la costumbre inveterada de querer empezar a ser buenos que a casi todo el mundo le infecta).

Publicado el día 11 de enero de 2008


217.- La desazón del barbero El caso es que en aquel lejano país los gobernantes habían decidido exigirle a la gente que se ocupara de su imagen personal y cuidara con esmero su higiene. Y para garantizar que eso se ejecutaba con buen criterio profesional, acordaron, entre otros procedimientos, que el barbero cortara el pelo a todos los ciudadanos. Dicho de otra manera, esos gerifaltes, al hilo de la pulcritud corporal, establecieron dos disposiciones: la primera, que todos los ciudadanos sin excepción debían cortarse el pelo, y la segunda que nadie se lo hiciese a sí mismo sino que fuese exclusivamente el barbero oficial el que lo efectuase. Esta historia, que arranca con apariencia de fábula, y que a menos que no se sepa no es real, es una construcción artificial elaborada como modelo de estudio por un importantísimo filósofo y matemático inglés, y propone un problema arduo y de cuando menos muy compleja solución, como conocen los estudiantes de estas disciplinas. El conflicto aparece en relación al barbero que acaba siendo el mártir de esta ficción, pues difícilmente podrá eludir el incumplimiento de la ley: por una parte, ha de cortarse el pelo como los demás ciudadanos pero, al mismo tiempo, no podrá llevarlo a cabo pues la segunda regla le prohíbe hacérselo a sí mismo. El tema propuesto tiene derivaciones matemáticas relacionadas con la teoría de conjuntos, y también sociales, políticas e ideológicas. Dejando a un lado las primeras, la posición del barbero enroscado en su propia contradicción ha sido propuesta como ejemplo de hasta qué nivel de antítesis y paradoja insuperable puede acarrear cualquier proceso endogámico que, además, trate de justificarse a sí mismo con postulados pretendidamente teóricos e ideológicos. Este personaje representa el perfil de quien está cerrado sobre sí mismo y se mueve en coordenadas diferentes del resto de la gente, una referencia que ahora que estamos metidos en procesos electorales, viene a la mano como es el caso de los aparatos de los partidos. Sus decisiones manifiestan por lo general un nivel de interiorización tan notorio que acaban aislados y reproducen la fatalidad del barbero del paradigma, que ha de vivir además en su soledad. Si ya son arcanas y misteriosas las razones por las que algunos ciudadanos repiten y repiten en puestos públicos indefectiblemente sin que nadie haya conocido jamás el trabajo que realizan mientras otros notables gestores desaparecen de la plaza pública de manera misteriosa, donde más se aprecia su alejamiento de la realidad social y la obediencia exclusiva a sus propias leyes es en la confección de las listas cerradas para las elecciones. Baste un caso de plena actualidad: el ejercicio simultáneo por una misma persona de más de un cargo público, agravado además si cada uno exige la presencia en una ciudad diferente. Frente a los discursos internos de los aparatos, la lógica ciudadana –encuestas sobre el particular las ha habido a montones- no considera razonable y justificado este supuesto. Como si nadie más estuviese preparado, es hasta una significativa falta de respeto a los miles de ciudadanos, jóvenes especialmente, a los que se les excluye de una tarea de servicio público en la que progresar mientras se propicia el estrés de quienes tienen que estar a cada rato en un sitio diferente y haciendo un trabajo distinto. A los aparatos de los partidos, como al barbero de marras, les ocurre lo que a Alicia en A través del Espejo, que crean su propia lógica y su propio lenguaje, y refuerzan que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

Publicado el día 25 de enero de 2008


218.- ¿Qué supusieron los exámenes? En su momento, en la Edad Media, los exámenes fueron un procedimiento revolucionario. Hasta entonces la promoción social estaba vinculada, como es natural, en primer lugar al nacimiento y, secundariamente, en determinados momentos a la riqueza. Fueron los exámenes los que permitieron a los pobres y a los hijos de los campesinos alcanzar los grados académicos correspondientes. Es más: los exámenes permitieron burlar un pensamiento muy antiguo que determinaba que el ascenso social iba en contra de la voluntad divina. Durante muchos siglos se creyó que, si Dios hubiese querido que alguien fuese rico o poderoso, los habría hecho nacer en una familia de estas condiciones y por tanto era un pecado gravísimo tratar de salir del lugar natural en el que a cada le había situado el destino o la Providencia. Pero los exámenes, públicos y privados según el rango al que se deseaba acceder, acabaron barriendo toda esa ideología y transformándola en su revés. Hoy, al contrario de entonces, pensamos que tratar de superarnos a nosotros mismos, de rebasar el nivel social en el que hemos nacido es una virtud de las más notables y encomiásticas que podemos ejercer, incluso una obligación moral y social. A la gente joven se le insiste en el deber de buscar caminos mediante el esfuerzo y el tesón diciéndoles que el objetivo de una vida noble es prepararse para servir a la sociedad en aquello que ella nos demande. Pero a diferencia de entonces, cuando los exámenes sólo se utilizaban para cubrir determinados puestos (normalmente vinculados a los grados docentes y lo que hoy llamaríamos universitarios) nuestra cultura ha llenado casi todo el espacio público y privado de exámenes. Quedan pocos rincones en los que este procedimiento no sea el que discrimina y sanciona la capacidad de toda persona para ocupar un determinado puesto o engancharse en algún tren de trabajo, profesión o diversión. Sorprendentemente sin embargo hay por ahí algunos puestos principales en los que no se someten a sus aspirantes a sistemas oficiales: es el caso de los políticos y otros responsables públicos cuyas decisiones por lo general afectan a casi todos los ciudadanos pero que a lo más son seleccionados por cooptación. Como contrate sugerente y sugestivo, los exámenes se han convertido en un universo por sí mismos que abarca casi todos los ámbitos de la vida humana. De la solemnidad y gravedad de aquellos escenarios medievales en los que unos y otros debían utilizar protocolos especiales mientras se desarrollaban ceremonias litúrgicas grandiosas y fastuosas, se ha pasado a un par de folios llenos de preguntas que alguien y con alguna finalidad ha de contestar. Son, además de la puerta para muchos sistemas de promoción social y profesional, una terapia, incluso se les utiliza como un juego. Y, a veces, como un firme despropósito. Cuando en una televisión pública, dentro de un concurso que se precia de cierto nivel cultural en razón de las preguntas que plantea, se pregunta por un objeto que se utiliza para no mojarnos por la calle cuando llueve, y ofrecen leas tres primeras letras del nombre que se busca –par- el examen se convierte en un insulto y una falta de respeto a los ciudadanos. No se crea no obstante que todo este cambio de mentalidad, en especial lo referente a eso del lugar natural de cada uno, se produjo con naturalidad y en un santiamén. Antes al contrario, unida esta idea a otras del mismo estilo ocasionaron durante siglos sangre, sudor y muchas lágrimas: condenas a muerte, torturas y otras que es mejor no recordar. Las razones de los defensores de dejar las cosas como estaban eran terribles y tremendas, que si se estaba burlando la voluntad de Dios retorciendo la tarea y el puesto encomendado a cada uno; que si el fin del mundo; que si las consecuencias de los exámenes modificaban el orden social y moral... Y visto desde hoy, ¿para qué todo ese lío?

Publicado el día 8 de febrero de 2008


219.- Palabras y promesas Aunque lo lógico y lo esperable es que el incidente filosófico, y también político, no vaya por supuesto a servir para nada ni a tener ninguna repercusión práctica y la campaña continúe por los mismos caminos por lo que transita, la verdad es que, seguro que sin pretenderlo, los dos candidatos demócratas a la presidencia de los Estados Unidos han planteado una cadena de cuestiones terribles y enormes enlazadas entre sí (1) en relación al valor del lenguaje y las palabras, (2) a lo que representa la comunicación en el terreno social y (3) incluso a las bases en que se asienta la acción política. Desde luego que su utilidad va a ser nula no sólo por la complejidad de lo que se ha puesto sobre la mesa y cuando ya lo de cada día impide mirar mucho más adelante, sino también porque ya se encargarán todos los que tienen intereses y beneficios en que las cosas sigan como están. Pero ahí queda para la reflexión y alguien a quien interesen estos asuntos tenga en qué entretenerse. Parecería poco razonable de todas maneras olvidar la discusión dada el alcance y la magnitud de lo sugerido. El caso es que, aunque en Estados Unidos el estado de bienestar es más bien raquítico y más un que cada uno se busque la vida, algo muy diferente de lo que acontece en Europa, los candidatos tienen cosas que ofrecer a sus votantes. Más los demócratas que los republicanos porque éstos últimos son escasamente partidarios de más estado pero en definitiva siempre hay remedios que prometer y consuelos que asegurar. Así es que, metidos ambos candidatos en su guerra particular, han mantenido el siguiente forcejeo dialéctico que en el pragmatismo de la campaña ha tenido sin embargo escaso eco, según parece. Obama, ha dicho Hillary Clinton, sabe pronunciar discursos, pero no ofrece soluciones: "no se trata de pronunciar discursos, no se trata de estar siempre bajo los focos; se trata de ser capaces de hacer los cambios que permitan mejorar la vida de los ciudadanos". Obama por su parte ha defendido el valor de las palabras como instrumento revitalizador del entusiasmo de una nación: "¡No me digan que las palabras no importan! 'Tengo un sueño', ¿qué son, sólo palabras? 'Todos los hombres son creados iguales'. ¿Son sólo palabras? 'No tenemos que tener miedo a nada más que al miedo mismo'. ¿Son sólo palabras?, ¿sólo discursos? Por supuesto que los discursos por sí mismos no sirven, pero también es cierto que si no conseguimos inspirar al país para que vuelva a creer, no importa cuántas propuestas presentemos ni cuántos planes propongamos en marcha". Palabras o promesas, he ahí la primera cuestión aunque sólo aparente. En todo caso como las promesas también son palabras, el dilema está en si palabras o promesas en palabras. Lo que ocurre sin embargo es que, dicho de esa manera, alguien poco atento puede caer en la trampa de decir: en definitiva ¡bah, palabras!, queriendo manifestar que a éstas se las lleva el viento, cuando, por el contrario, la palabra dada ha sido desde los códigos mesopotámicos, muchos siglos antes de nuestra era, y aun lo sigue siendo, especialmente sobre todo en algunas culturas a las que calificamos como escasamente desarrolladas, el aval más genuino y firme para ofrecer credibilidad. El problema de fondo no son las palabras o su posible falsa identidad. Lo que de verdad se dilucida en la acción política es lo que se dice, cómo se dice, cuándo se dice y quién lo dice. Y luego, para colmo, en una encuesta que publicó hace unos días el diario El País se asegura que apenas un 8% recuerda las promesas que están haciendo los partidos políticos.

Publicado el día 22 de Febrero de 2008


220.- Campañas electorales Las campañas electorales parece que tienen una mala imagen. Por unas u otras razones hay muchos intelectuales y teóricos (incluyendo naturalmente en este colectividad a los arbitristas, y también a los amantes de la conversación y la disputa ante un buen café o una placentera copa de vino) que las censuran y menoscaban con indudable afán y firme desvelo. Que si hay mucho ruido y pocas nueces porque prima más la frase hecha que la reflexión profunda; que generan despilfarro en montajes y alharacas innecesarias; que no atienden a temas de interés principal; o que mueven más los sentimientos que la razón pura. En definitiva quejas basadas en motivos, aparentes o reales, y subjetivos u objetivos, sobre la ceremonia que ahora nos tiene en ascuas. Por supuesto que estos y otros puntos de vista son dignos de toda consideración. Y tampoco todas las tareas que se ejecutan estos días están llenas de excelencia. Pero tal vez sea precavido proponer una lectura diferente de las campañas electorales simplemente con el ánimo de avisar de cómo se pueden colar entre estas opiniones algunas consideraciones antidemocráticas. Porque todos tenemos una inclinación natural a culpar a los demás de nuestros errores y desaciertos, y como coartada fácil para justificar el abandono de nuestras obligaciones sociales viene muy cómodo utilizar algunos de los argumentos arriba enunciados. Eso tan viejo de: mientras los demás y los sistemas no sean perfectos, yo no intervengo porque, si lo hago, se puede mancillar mi pureza ideológica, vale para este caso. En lo referente a la formación, para reflexionar con detenimiento y rigor los complejos asuntos que inciden gravemente en las sociedades actuales, hay en todo tiempo y lugar multitud de posibilidades y recursos para todos aquellos que deseen hacerlo. Resulta difícil de entender esta queja en una sociedad en la que veintitrés millones de españoles mayores de 10 años reconocen que no leen nunca, dice Gonzalo Pontón. Cómo pretender que en una quincena se profundice en temas tan complejos, dificultosos y de resonancia colectiva como el diseño de lo que se quiere que sea Europa; las consecuencias demográficas y de identidad personal en el sí ó no al multiculturalismo; las derivaciones éticas, sociales y económicas de una política tributaria; o la calidad de la educación y la sanidad. Y en cuanto a la acción pasa lo mismo. Son muchos los ciudadanos que se quejan de que los responsables públicos sólo llaman a los ciudadanos una vez cada cuatro años y eso dicho así puede sonar a expresión demagógica: para participar en los asuntos públicos, cualquiera dispone de multitud de instituciones, corporaciones y entidades. Desde las asociaciones de vecinos la gama es infinita. Quien no participa es porque no quiere. Por supuesto está en su derecho pero luego no vale criticar que no haya caminos de participación. Por otra parte, tampoco los partidos y los líderes son nuevos ni han aparecido de la noche a la mañana sin que se sepa lo que piensan y son capaces de hacer ellos y sus partidos. El objetivo de las campañas electorales con su parafernalia, escenografía, maquinaria y ruido no puede ser otro que, mediante los sentimientos, estimular la participación de los ciudadanos en las votaciones, remediar en lo posible esa enfermedad social que sorprendentemente a muchos parece natural, que es la abstención, cuando en una sociedad responsable debería ser un defecto vergonzante aunque sólo sea por la radical insolidaridad que demuestra. Los asuntos graves ya deben estar previamente clarificados. En todo caso la vida pública, como la privada, la construyen seres humanos y por tanto vive llena de carencias, errores y desaciertos propios de nosotros mismos, de nuestra especie.

Publicado el día 7 de marzo de 2008


221.- El juicio de residencia Es a todas luces claro y evidente que el que los cargos públicos no sean vitalicios obedece a la exigencia de que los ciudadanos puedan aprobar o reprender y censurar la eficacia y rentabilidad social y política de su gestión, vamos si han hecho bien lo que tenían que hacer o se han dedicado a lo que no debían y les estaba vetado. Salvo quienes justificaban el poder como venido de Dios, todos los tratadistas de la ciencia política lo justifican con toda claridad. Leer, por ejemplo, la Política de Aristóteles es encontrarse en una página sí y en otra también la expresión “rendir cuentas” como un latiguillo insistente. De esto no parece haber ninguna duda y todos aceptamos y entendemos esta regla de juego como principal. Conviene sin embargo hacer una matización especialmente significativa. Y ésta es que la referida rendición de cuentas tiene que ser naturalmente personal y, como dicen los carnés, intransferible. Es decir, que cada responsable público, en una buena teoría política, debe explicar a los ciudadanos qué ha hecho o dejado de hacer en el tiempo en que ha ejercido ese trabajo. De otra manera sería como la confesión colectiva de los pecados o aquello otro de abrir la boca dentro del coro sin saber qué es lo que se está cantando. Agarrarse a la confusión del todos a la vez es en el fondo es un fraude moral de la ley. El caso es sin embargo que en nuestro país funcionan las listas cerradas y esa circunstancia (cuyas ventajas e inconvenientes no es el momento de plantear) permite a muchos gestores públicos escamotear la calificación de los ciudadanos. El sofisma es tan grueso y la falacia tan evidente que apenas requiere refutación. Amparados en los votos de un partido, hay personajes conocidos de todos que han camuflado y camuflan graves o muy graves errores políticos personales que deberían haberles apartado de la política casi de por vida. Ya dice Montaigne que hay que distinguir entre las culpas que tienen origen en nuestra debilidad y las que proceden de nuestra malicia: por eso ese abandono de la política nada tiene que ver con la responsabilidad, por ejemplo, penal y no es lo mismo una catástrofe humanitaria que una inadvertencia política pero ambas hipótesis justificarían esa renuncia. En un caso por respeto a los que han sufrido y en otro por las consecuencias de que una administración pública cambie de color político durante años y años. Es claro que el ministro del Interior, en cuyo mandato se fugó el entonces presunto delincuente Luís Roldán, no estaba de guardia esa noche en el calabozo ni conducía el furgón pero hizo lo que debía hacer y se ganó los respetos y la consideración de todo el mundo. Durante muchos siglos, en realidad hasta el comienzo del XIX con la Constitución de Cádiz que lo suprimió, estuvo vigente en el derecho castellano un procedimiento que se denominaba “juicio de residencia”. Consistía en que, al término del desempeño de la tarea que había ejercido, todo funcionario público debía someter su actuación a una revisión pública en la que se escuchaban todos los cargos que hubiese contra él y los elogios que hubiese merecido su trabajo. Era una fiscalización, un sistema de control habitual y ordinario que en ningún caso implicaba inicialmente culpabilidad alguna del funcionario en cuestión. Se hacía a todos y quienes eran nombrados para alguna tarea ya conocían de antemano que, a la finalización del mismo, deberían pasar por ese trance, desde los virreyes y presidentes de audiencia hasta los alcaldes y alguaciles. Por supuesto que no se trata de repetir miméticamente y al detalle aquel procedimiento cuyo desarrollo no respondería a los patrones sociales, judiciales y culturales de hoy pero, con todas las variantes que hiciera falta, sería una medida que facilitaría la higiene moral y política de los asuntos públicos.

Publicado el día 24 de Marzo de 2008


222.- Salarios en las AA.CC La huelga de funcionarios de Justicia ha puesto sobre la mesa, directa e indirectamente, con toda crudeza un par de asuntos del máximo interés político y social. Son dos temas aparentemente diferentes pero conectados en la raíz entre sí, y no es que hayan aparecido así de pronto pero, por la razón que sea, apenas han ocupado espacio en el debate de la plaza pública. La cosa ha venido a cuento de la reclamación de dichos funcionarios de que sus condiciones laborales y salariales se igualen a las que disfrutan los trabajadores en las Comunidades a las que ha sido transferida la gestión de la Justicia. Dejando a un lado el ángulo sindical y de legitimidad que cada colectivo tiene para utilizar los argumentos que considere más legítimos y favorables, de las dos cuestiones planteadas una se refiere a las diferencias salariales y socio-laborales producidas entre los trabajadores públicos, disparidad laboral y salarial bien entre las diferentes Comunidades Autónomas entre sí, bien entre éstas y la Administración Central del Estado. La otra materia de no menos interés es la desequilibrada transferencia de competencias que da origen a situaciones de lo más variopintas: ámbitos de la gestión política y administrativa transferidos a unas Comunidades sí y a otras no, lo que produce un desequilibrio organizativo y político de envergadura. La decisión política de configurar el Estado español en Comunidades Autónomas, tomada en su día al más alto nivel, ha producido muchos efectos conocidos de todos en la organización social y consecuencias tanto a nivel colectivo como personal. Y una de las más significativas fue que quebró uno de los principios generales básicos de la vida pública española, la norma considerada de extrema relevancia que decía que todo español por el mismo trabajo recibiría el mismo sueldo o salario y gozaría de las mismas condiciones laborales. Ya no es así: salvo unos mínimos, que en cierto modo obedecen más a la cultura occidental, no está vigente ese principio en todos los casos: la Constitución Española y su desarrollo legislativo en la práctica lo suprimió. La transferencia de competencias exclusivas a las Comunidades Autónomas de la gestión de algunos contenidos de gobierno contravino, seguramente para siempre, esa forma de entender las relaciones laborales. Cada Comunidad tiene su propio gobierno, del color político que sea, y su propio presupuesto. Y todas gozan de soberanía para aplicar sus inversiones y sus gastos de personal como lo crean más conveniente. De otra manera dejarían de ser entidades políticas y se convertirían en oficinas de gasto público. Si, por ejemplo, una de ellas considera que la medicina es una prioridad decisiva, tiene capacidad jurídica total para doblar el sueldo de los médicos si así lo cree conveniente y, al mismo tiempo, mantener sólo subidas acordes al IPC a los profesores, por citar algún otro colectivo. Y otra Comunidad puede hacer lo contrario. De esta manera se puede producir, y de hecho así está ocurriendo, un abanico de salarios y condiciones de trabajo en la misma tarea o profesión dentro del territorio español. Probablemente no fue una decisión primaria, buscada expresamente, pero sí derivó de manera inevitable. Antes las diferencias eran económicas porque, como es natural, nunca fue ni pudo ser idéntico el nivel de vida en todas partes. Siempre ha habido diferencias estructurales, por ejemplo, entre la vida rural y la de las grandes ciudades y es frecuente encontrarse con estadísticas que señalan cómo un mismo producto en un supermercado puede casi duplicar el precio en otro. Pero esto es otra historia muy diferente.

Publicado el día 4 de Abril de 2008


223.- Ideas o personas La verdad es que la vida pública está llena de frases que se repiten una y otra vez y que facilitan la convivencia y las buenas relaciones pero que no tienen un sentido pleno ni hay que tomárselas al pié de la letra. Cuando nos encontramos a alguien comiendo y nos ofrece participar (nos dice si queremos) sabemos que por lo general es una expresión cortés que no hay entender en su literalidad. Mas en esa larga relación de expresiones hay un grupo muy particular que podríamos llamar, utilizando una palabra de moda (pero aun no admitida por la Academia), buenismos. Son proclamas para el espacio público que conllevan un tono moralizante y se entiende no sólo que el que las pronuncia está afirmando algo bueno sino que también, naturalmente por contagio, quien lo dice también lo es. La cuestión sin embargo con este tipo de dichos es que rezuman tanta bondad que en ocasiones resultan hasta sospechosas. Y lo peor es que incluso algunos de ellas, al analizarlos con cuidado, hasta se puede apreciar que no tienen sentido en lo que significan, que son locuciones para la galería, sea cual sea la intención de quien los utiliza. Muestras y prototipos de este jaez los hay en todas partes y en todos los ámbitos de la vida. Valga este ejemplo para no alargar la relación: cuando al futbolista que pasa más horas de suplente que de titular le pregunta la prensa qué piensa de su situación, la respuesta es siempre la misma. Como si no le importara en absoluto su propia carrera personal, sobre todo en una profesión tan corta que cada día que pasa sin jugar es casi una tragedia, lo que invariablemente se dice es: “ yo en realidad lo que quiero es ayudar al equipo”. Una frase de esta clase es la que proponen todos los grupos políticos en determinadas ocasiones, por lo general si tienen que renovar todo su aparato: lo primero que importan son las ideas, luego las personas. Y así se quedan tranquilos los afirmantes. Cierta izquierda, que tiene la mayor tendencia a teorizar la suele utilizar con más frecuencia. Ahora le ha tocado apoderarse de ella a la derecha y ya empieza a ser santo y seña. ¿Tiene sentido en sí misma la frase? ¿Es factible hacer lo que significan esas palabras? ¿Se puede en verdad discutir de ideas y no de personas? Las ideas, parodiando en cierto modo la imagen y el pensamiento de Platón, no están en un armario, almacén o biblioteca a dónde uno se acerca a coger aquellas que más le convencen o le agradan. Las ideas están situadas en la mente de cada uno de manera que, cuando en una discusión se están apoyando ideas, cada uno está defendiendo lógicamente las suyas, lo que significa que discutir qué ideas deben prevalecer es lo mismo que discutir qué personas han de predominar. De otra forma pudiera ocurrir al término del supuesto debate y cuando ya se ha construido el edifico ideológico que, en una escena que sería grotesca al par que sorprendente, alguno de los autores del edificio de pronto se de cuenta y acabe diciendo: ¡anda, pero si las ideas que he defendido no son las mías, las que llevo dentro y en las que creo! ¡Pues he hecho un pan como unas tortas! ¿Qué hago ahora? O me cambio de chaqueta, es decir, de ideas o desaparezco del mapa político. Decir que primero las ideas y luego las personas es de entrada una manera de anunciarse a sí mismo como honorable, sensato y generoso. Puede que, en el mejor de los casos, se sea sincero y se quiera ser honrado al proclamarlo pero dialécticamente no es más que una frase externa. Hay gente que alguna que otra vez lo hace y seguro que es honesto, tal vez ingenuo, incluso desconocedor de la dialéctica. También cabe que sólo busque una estrategia. Pero lo que ya resulta sorprendente son esas personas que se pasan la vida pregonándolo porque, en el mejor de los casos, son unos pesados.

Publicado el día 18 de Abril de 2008


224.- Criticar al poder Por las razones que sean, y parece que son muchas, la verdad es que, como no podía ser de otra manera, el poder tiene mala prensa, una imagen cuando menos discutible y vidriosa. Da igual la clase que sea, si doméstica, local, nacional o mundial por señalar la gama más amplia, pero en realidad parece casi una moda estudiar sus maldades intrínsecas, aprovechar cualquier oportunidad para criticarlo, explicar con análisis juiciosos sus efectos devastadores, o simplemente hacerle burlas. Y esta actitud parece en principio que tiene un cierto sentido. En el ámbito práctico, en lo cotidiano, todos sentimos al fin y al cabo, con bastante frecuencia en el juego y desarrollo de nuestra vida, de manera claramente perceptible, su fuerza, su dominio y hasta sus desmanes. Y en estas circunstancias es lógico tratar de quitarse el peso de encima o, al menos, hacer guiños al destino para elevar nuestra autoestima, que siempre el poder trata de poner en cuestión. Y por supuesto, también en el plano teórico, es imprescindible y necesario plantear toda clase de críticas dada su propensión a sobrepasar sus propios límites, que en definitiva es su misma esencia y razón de ser. Cuando el que manda decide algo, tiene que ser por su propia voluntad ya que, si perteneciese por derecho lo que está dando, sería un ejercicio de justicia pero nunca de poder. Por eso cuando se analizan sus comportamientos hay que mirar con lupa sus entresijos porque un objetivo decisivo en su conducta, quizá lo que más le importa, es fortalecerse por encima de todo. Ya lo ha dicho más de un filósofo: para evitar que se pierda el bien común por culpa de algunos, el poder tiene que realizarse de manera absoluta. De esta manera, por la práctica y por la teoría, nos encontramos ante un fenómeno sociopolítico que necesita, para su salud y la de todos, el contrapeso tanto de la crítica doctrinal como de la picardía y la chanza. Es preciso e ineludible, bien por la vía de sesudos análisis bien por el procedimiento de broma y guasa, hacerle algunas cosquillas al poder, una tarea que además resulta tan gratificante. Esa es la razón por la que hay tanta gente ocupada en lo que es una actividad bastante placentera, cómoda, que libera de culpa y responsabilidad al que lo hace, y que cada vez es menos nada peligrosa cuanto más lejano y más alto está. Sin embargo, y precisamente por todo lo anterior, también puede resultar higiénico hacer un contrapeso a esas imprecaciones. Algo así como criticar a los críticos. Aunque no sea nada más que para burlarse de los burladores. Que estimular la sonrisa, salvo por sistemas ofensivos o vejatorios, es una de las terapias preventivas más beneficiosas. Y así, como defensa del poder, se podrían poner sobre la mesa datos como su capacidad transformadora del desorden o caos en orden o cosmos, su habilidad para que las cosas estén a punto y en su punto, o incluso relatar y pronosticar los males que sobrevendrían en el caso de que éste no existiese. Porque en ese caso la vida sería imposible. Claro que para ser coherentes también hay que aceptar que se critique a los que critican al poder porque no sería justo lo contrario. Y, puestos a ello, también que se critique a los que critican que se critique..., es decir, todos críticos de todos. Una forma de vida dinámica y saludable porque a la crítica le pasa lo que al placebo que, no teniendo poder curativo por sí mismo, remedia las enfermedades por la sugestión de los pacientes. Lo malo es que el poder se dedique a hacer de las suyas, mientras todos andan con las críticas y las críticas de las críticas...

Publicado el día 2 de Mayo de 2008


225.- La carrera política Aseguran quienes ocupan su tiempo en esas cosas que entre los países desarrollados España es en términos generales el que antes jubila a sus políticos; que, salvo algunas excepciones por cierto muy notorias, los responsables públicos de nuestro país son los que ejercen responsabilidades públicas con menos edad; que con carácter general España consume vorazmente generaciones de ciudadanos cada vez más jóvenes en puestos de altísimo cometido político. El asunto de la prisa y de la incorporación de los jóvenes a los puestos de mando es hoy un tema de conversación y análisis que no tiene sentido referir aquí pero da la impresión de que a veces se ha perdido el sentido de la realidad cuando hay trabajos, y no precisamente físicos, en los que tener treinta años es ya ser un viejo. Allá las empresas y sus demandas laborales pero la dirección de los asuntos públicos, entre otras razones por la universalidad de sus efectos, debe tener, parece, otros criterios, empezando por distinguir entre gestión y organización, entre manejar papeles y defender los valores y las principios de una comunidad local o nacional. Dicho de otra manera, nada tiene que ver la tarea de senador con la de un edil, por citar algún ejemplo obvio. En un caso sería bueno leer lo que dice Richard Sennett y, en el otro, recordar a Albert Hirschmann cuando habla del derecho de voz. Los romanos, que muchas veces se nos olvidan las enseñanzas de los que ya pasaron por nuestros caminos, tenían establecido lo que en latín se llamaba el “cursus honorum”, algo así como el camino para llegar los puestos de privilegio: cursus, como el curso de un río, es algo vivo, que se transita y se recorre, y honorum, ya se sabe, la cualidad que tienen los magistraturas del Estado, los puestos relevantes en la república. Para que se entienda: la vida política era una carrera en la que, como en todas, se empieza por el primer peldaño y se acaba, paso a paso, en la cima. Como explica cualquier manual que uno maneje, el cursus honorum era la denominación de la carrera política que establecía el orden y la jerarquía por la que se regían las magistraturas romanas, así como el modo de cumplirlas y estipulaba su ordenación de menor a mayor rango y la edad mínima para desempeñar cada uno de los cargos. El cursus honorum era una carrera siempre ascendente por la que se escalaba de acuerdo a las exigencias específicas y la edad requerida en cada uno de sus pasos. Su filosofía era muy sólida y significativa, muy de sentido común: no se puede llegar arriba saliendo de la parte de arriba, para alcanzar la cima hacen falta la experiencia, la madurez y la sabiduría del que ha transitado por la vida y se ha manchado muchas veces de barro. Tratar de colarse, de quemar etapas a base de saltarse controles es un grave error para el interesado pero sobre todo para los intereses comunes. La conducción de los asuntos que afectan a toda la comunidad no puede estar en manos de quienes apenas han salido de las faldas de su madre. Los ciudadanos tienen derecho a exigirlo. ¿Cómo puede llegar a senador, por ejemplo, quien ha empezado ayer a afeitarse? Habría que recordar la referencia al escalafón del viejo chiste del monaguillo cuando muere el Papa. Era tan sabio el sistema que la carrera política disponía de salidas laterales, una forma de oxigenar el escalafón, y favorecía dos aspectos: al ser una verdadera carrera, no se podía decir que a ella acudían los que nada tenían que hacer. Y evitaba lo que ahora le pasa a algunos, que acumulan tantos cargos que a veces no dan abasto y tienen que andar renunciando a unos para coger otros, lo que no da una buena imagen ni de ellos ni de sus promotores. Y es un descanso para estos pobres.

Publicado el día 9 de Mayo de 2008


226.- Pero… ¿qué es una discocaseta? Si, con el fin de asesorarnos bien ante el asunto que nos proponemos analizar, preguntásemos a los famosos sabios y filósofos Platón y Aristóteles qué es una discocaseta, probablemente se encogerían de hombros. Y no es que no tuvieran salones de baile, que documentos hay que las acreditan y hasta ferias como las nuestras (menudas las que armaban, por ejemplo, con ocasión de los Juegos Olímpicos y otras festividades) con que se entretenían los griegos y los romanos que a fuer de considerarlos clásicos pensamos que eran unos aburridos. Y ambos, que han sido y siguen siendo luz y guía del mundo entero, probablemente no sabrían contestarnos. Lo seguro es que nos invitarían a profundizar en el concepto para un mejor conocimiento técnico de la realidad. El camino es sin duda analizar los elementos que componen la palabra básica: discocaseta. No podemos hacer aquí una extensa y prolija investigación sobre este tema tan complejo pero sí apuntar algunas pistas. Una discocaseta debe ser obviamente algo que une disco y caseta. ¿De qué manera? Puesto que caseta representa un objeto mayor que disco, debemos suponer que es el disco el que está en la caseta y no al revés. ¿Así, sin más implicaciones? No lo parece. En ese caso un almacén de discos debería significar una discocaseta cuando en el contexto en que se usa coloquialmente es otra cosa, lo que nos lleva a pensar que el término disco se refiere, por supuesto al soporte pero también y sobre todo al sonido que transporta. Porque, imaginemos, en la presunción que fuera posible una caseta en la que siempre cantaran voces humanas y orquestas en directo, ¿sería una discocaseta? Podemos pensar que no (aunque vaya usted a saber). Vale por tanto, en este momento de la investigación, que la referida es una caseta que utiliza discos (no entramos si de vinilo o de otra materia) para suministrar sonido, se entiende que agradable y por tanto llamado música. Pero ¿qué más? ¿Será una caseta por principio clandestina y camuflada, dados los grandes males que acarrea? No podrá ser por supuesto una caseta joven de las señaladas en las disposiciones vigentes porque no es lógico pensar que los responsables, cambiándole simplemente el nombre, se hayan animado a permitir una calamidad tan deplorable y denostada por todos como ésta. Entonces viene ahora la pregunta clave: qué la distingue de una caseta, digamos, convencional para que ésta no sólo esté autorizada sino que sea casi un símbolo de la feria y ella sea objeto de anatema, censura y reprobación de tantos. Ahí está el busilis y la cuestión. ¿En qué se diferencian? No podemos pensar que en la bebida porque por una reducción al absurdo en todas las casetas se sirve alcohol a todo el que la pide. Tampoco que la regalen: al contrario, uno de los graves borrones y pecados que achacan a las llamadas discocasetas es que buscan el negocio como si hubiese alguien en el mundo, salvo los eremitas que vagaban por el desierto, que no pretenda ganar unos euros. ¿Acaso quienes trabajan en las casetas renuncian a sus beneficios obtenidos limpiamente? ¿No ha sido tradicional que asociaciones, cofradías, sindicatos y hasta partidos políticos aprovechen estas y otras festividades similares para hacer un poco de caja, siendo aceptado este hecho por todos? ¿El tipo de música? En ningún caso: basta darse una vuelta por la feria para apreciar cómo la mayoría de las casetas pone casi todo el tiempo una música que en nada desmerecería de la que dicen utilizan las llamadas discocasetas. Quizá algo más añeja. ¿Será talvez que su gestión actual esté contaminada subrepticiamente por unos prejuicios políticos y sociales que pretenden hacer de ella bandera ideológica, como decía el director de este periódico el pasado domingo? A ver si con tanto hablar de méritos, superioridad moral y valores la verdadera feria consiste en ese debate teórico. Porque es curioso cómo, por ejemplo, leyendo Diario Córdoba, en el que aparecen todas las ferias de Córdoba, en ninguna nadie hable ni se preocupe de cómo es y menos aun de cómo deber ser. Simplemente se la disfruta.

Publicado el día 30 de Mayo de 2008, viernes de feria


227.- PISA y los profesores Pasó PISA, llamado propiamente “Informe del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes”. La ejecución y luego publicación del informe se ha alejado en el tiempo lo suficiente para que haya quedado en el olvido y sólo reaparezca de vez en cuando en forma de pulla dialéctica contra cualquier gobierno con competencias en educación. Pasó PISA, se hicieron públicos sus resultados y se aseguró por la mayoría de los que hablaron de ello (se notaba demasiado que más de uno sólo había leído los titulares de los periódicos), apoyándose en el puesto que nuestro país ocupaba en los índices, que el sistema educativo no funciona bien, más bien que funciona mal. Y, a partir de este dato y esta valoración, cada uno sacó las conclusiones que estimó oportunas. Y fue una pena porque el acontecimiento apenas produjo rédito social. Todo quedó en un discurso sobre, ante, cabe, por, para y hacia la corporación, el sistema educativo, sin que apenas se apuntaran otros caminos ni se otearan horizontes diferentes de los que podía mostrar “El Castillo”, que de tantos discursos tan iguales casi sonaban al agrimensor de Kafka. Debate social apenas hubo. Y del debate político, como casi siempre, poco se sacó, tal vez nada, por la inveterada costumbre de que las cosas sean blancas o negras según lo dice el gobierno o la oposición. Todo el mundo dirigió su mirada reprobadora y su dedo acusador a quien quedaba convencionalmente convertido en acusado. Pero nadie miró para sí, nadie ajeno al sistema educativo asumió responsabilidades ni planteó los cometidos generales en la formación de sus miembros. Tampoco los profesores, seguramente por pudor y porque no pareciera que rehuían el bulto, abrieron el capítulo de agentes de la educación. Hoy queda en el inconsciente colectivo clima suficientemente favorable para que los diversos y casi infinitos sermoneadores de todo tipo y clase que circulan por los medios de comunicación sigan pidiendo y exigiendo impunemente desde sus tronos de sabiduría que el sistema educativo, la corporación, “El Castillo”, explique en sus programas a los niños la distinción de los diversos tipos y variedades de vinagre y su uso adecuado a cada plato, que es la última tontería y sandez que se acaba de escuchar estos días. ¿Tan difícil resulta entender que, salvados algunos aspectos técnicos, el encajamiento en un orden social de los nuevos miembros que llegan sólo es posible desde la sociedad en su conjunto? ¿Cómo puede hablarse y exigirse a los alumnos disciplina y respeto si están viendo todos los días los improperios y lindezas que determinados parlamentarios lanzan sin cautela ni consideración, impidiendo hablar a quien le corresponde con la insultante excusa del debate político? ¿O la imagen intolerable de aquel parlamentario haciendo mofa pública de su expulsión en el salón de plenos, que luego pasó por todas las emisoras de radio y televisión justificando con sorna y jarana su indisciplina y falta de respeto a la autoridad cuando, si ésta se hubiese equivocado, debió utilizar procedimientos jurídicos pero siempre respetuosos? ¿Tiene legitimidad moral para exigir al sistema educativo, más allá de que enseñen la raíz cuadrada o la vida Alfonso VI, quien pasa horas ante el televisor engrosando la cuenta de resultados de entidades que defienden que lo que importa en la vida es la fama al precio que sea, que lo demás no sirve para nada y que se puede vivir de insultar, aumentando el sueldo percibido en razón del incremento de los ultrajes? ¿Sabe que está destrozando la motivación de miles de alumnos el personaje público, por muy significativo, docto, distinguido y reputado que sea, incluso más si tiene estas cualidades en alto grado, cuando sale a los medios de comunicación contando que él era el gracioso de la clase y que no estudiaba nada?

Publicado el día 13 de Junio de 2008


228.- Una fรกbula de ahora


229.- Una carta de la Consejera (1) Efectivamente, la consejera de Salud me ha escrito una carta personal. Bien sé que la circunstancia de venir consignada a imprenta permite deducir con bastante verisimilitud que lo ha hecho a su vez a muchos, o a algunas otros, semejantes, lo que por otra parte es normal, pero este detalle no empece que sea en efecto lo que digo más arriba, una carta personal que viene a mi nombre y a mi casa ¿Y qué me querrá decir la Consejera de Salud, pensé inmediatamente, para enviarme un texto por este procedimiento tan inusual siendo la costumbre que, cuando un responsable de la cosa pública quiere transmitir alguna información de relevancia a los ciudadanos, lo hace mediante los vehículos convencionales de los medios de comunicación? Pues en ella me dice que llega el verano (cosa en la que yo la verdad no había caído, metido como estaba en tanta lectura sobre la destrucción que los humanos estamos haciendo de la Naturaleza que ya no sabe uno ni en qué latitud o longitud está, que si los polos se deshielan en invierno, éste se convierte en caluroso y no sé cuántas cosas más...) y también me asegura que, a pesar del cambio climático, esta etapa será calurosa, que no me crea esos cuentos chinos, que el verano es verano como ha sido toda la vida y el calor, como debe ser, está casi a la vuelta de la esquina. Y por tanto que ojo, que me cuide. Y esto es lo que me ha puesto tan nervioso que ya no vivo en mí. ¡Y yo, ingenuo, que creía que evitar el calor y por ende la muerte por sus golpes era una actividad sencilla y fácil para la que sólo bastaba el sentido común! pues esa carta y su folleto hermano me han llevado a creer que lejos de mí tal opinión, que eso de cuidarse del calor es algo muy complejo. La prueba está por lo pronto en la multitud de normas y principios que hay que aprenderse primero y observar después, muchos y diferentes admoniciones y advertencias. Y una idea que me está como crujiendo por dentro es pensar en qué graves peligros he estado en veranos anteriores cuando o la carta no me llegó o si por contrario no le hice el caso que requería una empresa de tamaña importancia. ¡De buena me librado!, le digo a todos mis vecinos y amigos. Sin saberlo, he corrido un riesgo terrible al no tener delante la relación de, ya digo, recomendaciones milagrosas y portentosas que me liberarán de morir por el calor ¡Ahí es nada! (¿Y de morir por otra cosa, por ejemplo porque te pille un coche, te caiga una teja o simplemente te de un infarto también te libran esos consejos?, me dicen algunos amigos de esos que siempre miran las cosas por el lado malo. Y es que hay gente que ya es tan ambiciosa que lo quiere todo. Con salvarme del calor ya es bastante... si lo consigo, que no es nada fácil aunque los incrédulos crean lo contrario. Y la verdad es que la epístola (dejando a un lado lo de las comas y los puntos, en este caso no sobre las íes, que por mi manía algo achacosa ya me gustaría glosar) debo admitir que, por su contenido y su dialéctica, en principio me ha dejado tan convulsionado por dentro y por fuera como no supuse en un principio que me ocurriera. Incluso he de reconocer que me han desorientado de manera exagerada: me han parecido algo confusos en su desarrollo lógico y hasta diría contradictorios en algunas afirmaciones. Pero lo más probable es que estos extremos y esta incomprensión y dislate mental que me ha producido se deba a que, a pesar de haberla estudiado con el detenimiento y la afabilidad que merece un escrito de este fuste, aun no haya alcanzado a averiguar el sin duda superior y valioso mensaje que seguro que albergan. No se puede olvidar que, como decían los clásicos, no todos los entendimientos están preparados para todas las ideas.


230.- Que tiene razón la Consejera (2) Como no hay nada en este vida que sea todo verdad o todo mentira, todo útil o todo inútil, sino que las cosas son por lo general grises más que blancas relucientes o negras de carbón, hay que reconocer que la carta personal que la consejera de Salud ha remitido a muchos ciudadanos, poniéndoles sobre aviso de un fenómeno natural, el calor, tiene también su lado bueno porque, quizá sin pretenderlo, advierte de un obstáculo y un trastorno que los habitantes de algunas ciudades vamos sufriendo cada vez con más intensidad y que ya parece irreversible. Más que sobre el calor y el sol, (según he escuchado a los geólogos, la última glaciación ocurrió en torno a hace unos 80.000 años) es la filosofía que vierte sobre la sombra lo realmente de especial interés. Y el caso es que en ello parece que tiene algo de razón cuando me dice que evite salir en las horas de más calor (que, asegura, son las que median entre las 11 y las 17 horas) pero que, si no tengo más remedio que hacerlo, que debo procurar estar en la sombra, aunque, digo yo, eso no requiere que alguien se tome la molestia de preocuparse por mi persona, porque es algo que ya hago por mí mismo de manera espontánea y natural cuando aprietan los rayos solares sobre la cabeza. El problema y la dificultad que acompaña sin embargo a este propósito de buscar la sombra viene por otro motivo, no por desidia o dejadez que, como digo, es algo que ya intento y que siempre he hecho y advierto a todo el mundo haciéndolo: el caso es en algunas ocasiones que, tal como se está poniendo las cosas en los últimos años, es muy complicado, peliagudo y laborioso encontrarla. Porque hasta un tiempo no muy lejano lo normal en Andalucía es que se hicieran, por ejemplo, las plazas como una que hay en Córdoba muy cerca de las Tendillas, que se llama Emilio Luque y que era una forma de urbanismo propio de la región. Con una vegetación humilde y nada complicada pero con toda la magia de producir sombra y bienestar que ríase usted de otros lugares a lo mejor más famosos y conocidos internacionalmente. Pero esa plaza, que recuerda el verso de Juan Ramón “todo está en paz. El jardín, fresco”, y alguna otra que van quedando por ahí como en silencio para no hacer ruido y que se note demasiado su presencia no vaya a ser que... ya es arqueología, memoria de un tiempo, más que pasado moribundo si no fallecido definitivamente. Es en eso en lo que lleva razón la Consejera: en que debo buscar la sombra porque ¡la verdad! se ha puesto tan por las nubes que poco falta para que algún avispado “aparcacoches” cobre por ofrecer un rincón durante un rato. Y ello porque en los últimos años las cosas han cambiado totalmente. Ahora, se supone que acordes a los nuevos tiempos, en Córdoba las calles y las plazas se construyen, por lo que se ve, para que permanezcan estables, inalterables e indelebles por los siglos de los siglos, con mármol puro y duro y evitando esos desagradables objetos llamados árboles o jardines que llenan todo de hojas y manchan el impoluto suelo. Ahora todo se edifica como la plaza de La Compañía, la Avenida del Aeropuerto o el descampado de la Estación que ya me gustaría disponer de fondos para alquilar sombreros, paraguas o gorros para todo aquel que quiera transitar por ellas, como dice la Consejera, de 11 a 17 horas, incluso antes o después. El caso es que mientras muchos ciudadanos se hunden en una impotencia frustrante viendo cómo cambia el urbanismo (cronológicamente parece que el último desafuero ha sido en Bellavista en El Naranjo) llenándose de palabras encubridoras, que suenan a solemnes y encumbradas, o cambiando los nombres como, por ejemplo, circuito por parque, los diferentes responsables de la cosa que van pasando por los lugares en los que se toman las decisiones, se desconoce por qué razón toleran y hasta parece que pudieran estar orgullosos de cómo van desapareciendo las sombras en verano. Ahí está el busilis ¡encontrar una!

Publicado el día 25 de Julio de 2008


231.- Si nos estamos volviendo débiles (3) A lo mejor es que nos estamos volviendo, o nos hemos vuelto ya, más débiles, más canijos o más enclenques y pachuchos, a pesar de que vivimos en muchas mejores condiciones, bastantes más años, el gasto sanitario de los países crece permanentemente y disponemos de cuantiosos medios y servicios. O ¿será quizás que simplemente somos más cómodos, más caprichosos y blandos y ya no aguantamos ni una y estamos dispuestos a los mayores sacrificios y heroicidades con tal de que no nos falte de nada y tengamos a la mano todo lo que nos apetezca, incluido un buen tiempo meteorológico y, a medio plazo, un buen clima? Porque más allá o más acá de las rachas, que diríamos los no enterados, o los ciclos, de que hablan los expertos, de sequías o años muy lluviosos (asegura, por ejemplo, Domínguez Ortiz que se admite hoy que con el siglo XVII empezó en toda Europa, y quizá en todo el hemisferio norte, una época fría que duró hasta mediados del siglo XIX) calor, lo que llama calor, hace el mismo de siempre y ahí están los termómetros para confirmarlo: no hemos entrado en una nueva era geológica ni la Tierra ha decidido cambiar de orientación. Tampoco los dioses inmortales del Olimpo han decretado castigar a los efímeros, como nos llama el autor trágico griego Esquilo, con mucha ironía o mala intención, a los seres humanos. Vamos, que sin entrar en remilgos de datos técnicos, no es razonable pensar que en todo el período de democracia haga más calor que en tiempos de Franco ni, por poner alguna referencia, tampoco cuando la Primera República, llegaron los Borbones, España ganó al turco en Lepanto o Alfonso VI tomó Toledo a los moros. Calor, o frío, pues unos años más y otros menos, por lo general calor en verano y frío o nieve en invierno (que también el clima tiene sus manías y sus antojos, y parece que, salvo achuchones de vez en cuando a los termómetros subiéndolos más de lo deseable o bajándolos hasta resultar incómodos, no gusta andar cambiando sus hábitos y costumbres). Así es que, como toda la vida, toda nuestra vida, sudando en verano. Y de esa forma han sobrevivido generaciones que se han apañado con la tríada clásica (el ventilador, el botijo, con su fórmula matemática para producir agua fresca al hombro, y el abanico) y sus estrategias colaterales, tales como cerrar las ventanas durante el día para que no entre el calor. El problema serio, filosófico y político, que plantean, no ya la carta de la consejera de Salud a los mayores, indicándoles que el calor es peligroso y que tengan cuidado, y los masivos mensajes que llegan desde todos los medios de comunicación, no es el calor porque en el fondo lo que dicen unos y otros son vulgaridades que casi resultan ofensivas a cualquier mente con sentido común y un poco de autoestima. Advertir lo que se advierte en esos mensajes y aconsejar lo que se aconseja es tan nimio, tan baladí, superficial y tan simple que da vergüenza ajena que se inicien telediarios, con recomendaciones de que nos pongamos a la sombra, llevemos ropa veraniega porque sacar los abrigos en esta época es muy perjudicial (como el agua del Oeste en La verbena de la Paloma) y llevemos una botella de agua, que tal parece que una supuesta y maquiavélica “corporación secreta mundial aguada” paga por cada segundo o carácter escrito que se le presta de atención. Y así una y otra vez, con todo lo que está cayendo, y no precisamente de soflama veraniega, por el mundo y por nuestra casa. Es algo que va mucho más allá, que curiosamente ha encontrado en el calor un instrumento fácil y cómodo de demagogia de baja intensidad, y que unos y otros, cada uno actuando de acuerdo a sus intereses, utilizan para reforzar el control ideológico y una parte significativa de la tarta del comercio mundial. ¿Más débiles? Habrá que analizar si de mente o de cuerpo.

Publicado el día 22 de agosto de 2008


232.- Lo que les ocurrió a los Xhosa (y 4) Relataba John Carling, hablando de los riesgos virtuales, que en marzo de 1856 una profetisa quinceañera de la gran tribu Xhosa en el sur de África tuvo una visión. A su gente le esperaba un futuro feliz, abundante, la Edad Dorada. Pero primero tendrían que hacer un épico sacrificio. 'Anunciad que todo el ganado debe ser exterminado', fue el mensaje de la niña a la tribu, 'porque las vacas han sido infectadas por la brujería.' Tras un largo debate, cuentan los historiadores, la tribu obedeció. En agosto de ese mismo año mataron entre 150.000 y 200.000 vacas. Más de 20.000 personas murieron de hambre. En aquel debate cuyo fin fue tan desafortunado, porque los Xhosa siguen esperando que el cielo descienda a la tierra, los jefes de la tribu hicieron lo que John Adams, profesor del University College London, define como el cálculo implícito en todo riesgo: 'Evaluar si la posible recompensa justifica el posible daño'. Hasta aquí John Carling. Parece claro, para nosotros, que los jefes de la tribu se equivocaron sin más porque sus resultados fueron tan perniciosos para la tribu y la ruina casi acaba con toda su etnia. Pero, analizados los acontecimientos con estricto rigor lógico no parece tan evidente su desacierto, sobre todo si nos colocamos en el momento del proceso en el que están debatiendo los protagonistas qué decidir. Desde hoy, pronosticando sobre el pasado y con lo listos que somos, no nos cabe más que sorprendernos de cómo pudieran haber hecho esa tontería. Las cosas sin embargo no son tan fáciles y su yerro no obedeció a una mala aplicación del principio “de recompensa por daño”. No hubo error de cálculo en cuanto al provecho y rendimiento que les pudiera llegar. Cualquiera de nosotros, como decía el chiste de Diario Córdoba del miércoles (“Mi ambición es tan grande que daría todo lo que tengo por tenerlo todo”) hubiera pensado lo mismo: ¿qué valen unos miles de vacas frente a la felicidad eterna, total y definitiva? En el juego del equilibrio entre lo que se jugaban y lo que iban a ganar, su decisión fue perfecta. Su equivocación obviamente fue otra, que aplicaron un paradigma que no tenía fundamento ni consistencia teórica. El error estuvo en creer, primero, que el cielo vendrá en algún momento sobre la tierra y, después, en que bastaba ese módico precio para conseguirlo. Pero ¿quién hubiera podido convencer a esa buena e ingenua gente de que se movían en un terreno equivocado? Nadie. Era su forma de entender la vida. Desde el principio con los conocimientos de que disponía, la tribu necesitó ir formando una explicación sobre el origen del mundo, de los dioses, de su manera de ser y de comportarse y del sentido de la naturaleza. ¿Les debió ser difícil a los Xhosa asimilar la derrota? Probablemente, no. El jefe superior de los brujos achacaría, como siempre ocurre en estas situaciones, el fracaso de la operación a algunos pecados, y así daría una vuelta más al tornillo del control de la mente mediante un período de purificación. Cuando los prejuicios son irracionales (y casi siempre lo son), todo se justifica y los argumentos racionales no sirven de nada. Controlar a la gente para que no se desmande y haga lo que interesa ha sido siempre la primera tarea del poder, lo que se consigue de manera eficaz y definitiva convenciendo hasta la médula a la gente, como lo estaban los Xhosa. Y con el instrumento de siempre, sólo que ahora con un toque de modernidad: el miedo difuso, que llaman los técnicos. El miedo es la emoción más fácil de estimular y la que genera más rentabilidad a los intereses, en los dos sentidos, del poder. Basta aplicarlo, por ejemplo, a la salud y así lo que en principio es razonable, acaba en psicosis colectiva que genera servidumbre y dineros, esclavitud y gasto. Y ya tenemos las dos patas del poder: el dinero y la mente, control ideológico y negocio. (A lo mejor va a ser verdad aquello que aseguran que escribió Aldous Huxley que “la medicina ha avanzado tanto que ya nadie está sano”). En todo caso me he quedado esperando una nueva carta de quien fuere, advirtiéndome de los peligros del síndrome posvacacional que, según advierte uno a través de los medios de comunicación ¡de todos a todas horas!, debe ser peor que todas las pandemias medievales juntas y quizá a la vez Asmodeo, Armagedón, la Bestia... y cualquier día alguien saldrá diciendo que, si es tan grave, pues ¡eliminemos las vacaciones! Publicado el día 5 de septiembre de 2008


233.- Grandes relatos Hasta hace no mucho los grandes relatos eran las historias que las diferentes civilizaciones se contaban, generalmente de memoria y que luego, cuando apareció la escritura, empezaron a leerse. ¿Cómo hubieran podido vivir las generaciones sin entretenerse narrando con pelos y señales la proeza de la caza del último león que se comieron o recordando la lucha de Júpiter con los Titanes? Lo más importante que hizo Ulises en su vida no fueron tanto las proezas en sí mismas que tuvo que superar con inteligencia y poder casi divino para volver a su casa sino la posibilidad de que millones de personas a través de los siglos pudieran disfrutar de su narración. Y desde entonces hasta hoy nuestra imaginación y nuestros sueños han vivido pegados a grandes relatos de intrigas, reales o falsificadas o inventadas del todo, imprescindibles como el comer para llenar espacios de nuestra existencia y, sobre todo, estimular las expectativas de sentirnos como si fuéramos nosotros los protagonistas de esas heroicidades. De un tiempo acá sin embargo el significado de la expresión “grandes relatos” ha cambiado por completo y se utiliza para algo muy diferente de esas historias antiguas. Ahora con esas dos palabras los estudiosos se refieren a las teorías que explican el mundo, la naturaleza y la vida de una manera total y completa. Las religiones, valgan como ejemplo, dan una explicación de todo cuanto acontece, de lo pasado y del futuro, que si esto es así por este motivo y esto otro por uno diferente; luego uno podrá creer o no, que eso es otra cuestión, pero son un gran relato, como lo han sido otras teorías que han circulado por la historia de la raza humana. Lo que pasa es que de la misma manera que hay explicaciones generales a disposición de cada uno, también cada persona tiene su propia teoría, su propia explicación de lo que pasa, de si la vida merece la pena o no, de que la sociedad está bien o mal organizada, qué es el amor, en qué deben gastarse los dineros públicos, si es o no razonable la infidelidad, el trapicheo o trabajar lo menos posible. Sobre esto y todo lo demás cada uno de nosotros tenemos un convencimiento, una explicación, una opinión, un punto de vista y es a eso a lo que se llama gran relato personal o, de otra manera, una teoría personal. Todos, salvo que estuviésemos seriamente discapacitados, tenemos una idea del mundo, (es en verdad lo que parece nos distingue de los animales) un pensamiento que dirige nuestros actos y sin el que no podríamos vivir porque seríamos autómatas. Todos somos un punto redichos, bueno en verdad unos más que otros, cuando hablando explicamos nuestras teorías personales: ¡A mi me lo vas a decir! Como si yo no supiera que el gobierno ha hecho eso para justificar que no hace lo otro; o esto otro: vamos, que tú crees que yo no me he dado cuenta de las triquiñuelas del jefe, como si me hubiese caído de un nido. La vida vale, los curas son, los políticos dicen. O acercándonos a algo más próximo: mi suegra hace, el vecino de arriba se dedica en verdad, mi cuñada promete, ¡si lo sabré yo! Lo principal sin embargo de las teorías personales, para que tengan credibilidad, es desde luego que estén fundamentadas. Si, al asegurar uno algo, se ha informado previamente y sabe de lo que está hablando, vamos, si son fantasías o por el contrario hay razones para defenderlas. Por eso resulta muy agradable cuando uno encuentra (casi diría sin pensárselo, en plena calle y como quien no quiere la cosa) a alguien, como el amigo Diego Arévalo en su taxi, que habla con conocimiento de causa y datos suficientes, por ejemplo, de Al-Mundir y de Abdalá, aquellos dos emires cordobeses hermanos, tío-abuelo y abuelo uno y otro, de Abderramán III; y de flamenco y de la literatura árabe. Y, aunque el mucho saber a veces puede ser una lata como le ocurre a esa amiga que, al ser tan buena profesora, le aprueban en seguida todos sus alumnos y, como resultado de su buen hacer, se queda sin trabajo cada dos por tres, siempre es bueno recordar aquello de Baltasar Gracián que hay que tratar de ser persona de sustancia porque eso es al final lo que vale.

Publicado el día 19 de septiembre de 2008


234.- Los humildes, los sub-mileuristas ¡Cualquiera se atreve en el mundo de hoy a discutir, minusvalorar o poner en entredicho al tren de alta velocidad, al AVE! ¡Cualquiera se lanza a la plaza pública cuestionando las inversiones y subvenciones que se presupuestan y adjudican a este invento que hace un tiempo se convirtió en el santo y seña de la eficacia productiva, modernización de las estructuras comerciales y en definitiva del futuro de la humanidad! Sería como oponerse al progreso en forma de un aldeanismo primitivo, inculto, tosco, rudo, basto... Y es que el AVE está dominando cada día más espacios sociales hasta el punto de que se ha convertido en icono o representación de esta época, no ya sólo en avances científicos y técnicos, que por supuesto, sino, sobre todo y especialmente, sociales. Esta forma de viajar representa a día de hoy una manera más elegante de vida, una especie de síntoma de distinción e incluso una forma de identificar a los integrados satisfactoriamente en el sistema. ¿Usted no ha viajado nunca en Ave? pues forma parte de los desheredados de la Tierra, los excluidos o los dalit la casta intocable de los fracasados (a pesar de que algún miembro haya podido destacar en la política o en la vida civil). La cosa es tan obvia que ya está incluso sobrepasada, es decir, que ha superado la emoción de los primeros momentos y se ha convertido en algo tan normal, tan cotidiano y trillado que seguro que más de un lector que esté sobre estas líneas pensará que esta reflexión está fuera de lugar, que ya es casi vulgar desplazarse en AVE, tan rutinario que ni siquiera es un indicio de poder o categoría social. ¡Todo el mundo lo hace! ¡Si, según las estadísticas, aumentan por cientos de miles sus usuarios! (aunque nunca se sabe, como en el partido aquel de Corea contra Portugal en los mundiales de Gran Bretaña, si son gente diferente o los mismos repitiendo una y otra vez). Pues precisamente por todo esto la noticia es precisamente en viceversa: que hay personas y familias que aún no se han subido nunca a un AVE, que hay gente, mucha más de lo que a primera vista pudiera parecer, que no han cumplido con ese ritual burgués de probar este rincón del progreso. Hay quien lo ha hecho de manera excepcional, algo así como quien se viste de fiesta para un acontecimiento singular y extraordinario: “el mes que viene vamos a hacer un viaje en el AVE, vamos a estrenarlo, hemos hecho unos ahorrillos... así es que hay que planchar la ropa de domingo, ir a la peluquería y arreglarse para la fiesta”. Pero otra gente ni siquiera eso. De la misma forma que casi todos los que formamos la mayoría más o menos acomodada no soñamos cada día en comprar un velero de esos que nos muestran las fotografías de los famosos (aunque en muchos casos vaya usted a saber) porque eso pertenece a otra galaxia, así ocurre con el AVE para muchas personas, que está ahí pero como si no estuviera, que ni siquiera se ha conmovido con su existencia. Los datos son sencillos y una buena estadística puede corroborar esta apreciación: la situación social de estas personas, que por supuesto están integrados en el sistema, se lo impide absolutamente. ¿Cómo puede pensar en acometer tamaña aventura cualquier jubilado que tenga una pensión de 600 u 700 euros? ¿Cómo desplazarse entonces? “Es que los trenes convencionales de largo recorrido, dirá un pulcro y emperifollado ejecutivo de sueldo y gratificaciones infinitas, no son rentables”. Y entonces empieza uno a proferir que cómo es posible una sociedad tan cínica que ahogada en el despilfarro superlativo (público y privado), no puede perder unos millones de euros, seguro que no demasiados, en cubrir con trenes de largo recorrido el país para que la gente humilde, los medio o sub-mileuristas, también pueda visitar a su familia o hacer una excursión. Porque hoy disponemos de mucha tecnología, hemos dejado los nuevos y eternos trasbordos a los humildes en lo que para ir desde Málaga a Bilbao hay que pasar por Valencia, dormir... Y ¡viva el progreso! (Y en honor a la justicia debo confesar que esta reflexión me la sugirió mi amigo de Puente Genil Bernabé Fernández).

Publicado el día 3 de octubre de 2008


235.- Bailén en Córdoba Hablando de lo que académica y colegialmente se llama la guerra de la Independencia, expertos hay que aseguran que lo de Bailén, es decir, la batalla de ese nombre en un terreno adyacente a esa localidad que fue decisiva para que el rey José Bonaparte abandonase Madrid y a continuación el reinado, tiene sentido porque hubo antes lo de Córdoba. “Lo de Córdoba” ya se sabe: el saqueo a que fue sometida, quizá el más duro, sangriento y cruel entre los que haya recibido alguna ciudad. La historia es conocida pero no viene mal recordarla de manera simple y escolar para quienes no están al tanto de estas cosas: a primero de junio de 1808, los franceses habían penetrado en Andalucía por Sierra Morena con la intención de llegar hasta Cádiz, entre otros motivos, a salvar a una parte de su armada allí fondeada, pero en el camino, ante las noticias de que estaba preparándose en Andalucía un movimiento de organización defensiva, deciden modificar su ruta y ocupar Córdoba. Ya se había producido en ese momento el levantamiento de Mayo y por las ciudades de Andalucía se estaban creando juntas provinciales o locales para dirigir el pronunciamiento contra ellos. El momento es bastante confuso ideológicamente pero parece predominar, junto a las tres corrientes de “pensamiento” más significadas (el absolutismo y la reacción; los liberales; y los afrancesados), un movimiento popular, tal vez, como dice un ilustre historiador, un intento de ocupar el vacío de poder provocado por la marcha del rey a Francia y la invasión militar. El caso es que tras arrasar nuestra ciudad (el 7 de junio de 1808, tras la batalla de Alcolea en la que no se les puso parar, en Córdoba se produjo “un asalto feroz seguido de un brutal saqueo: violaciones, robos, asesinatos y asaltos, seguidos de toda destrucción y robo del patrimonio”), el ejército francés retrocedió hacia el Norte y junto a Bailén se produjo la derrota el 19 de julio. Fue tan terrible su actuación en Córdoba que los moros de Cádiz escribieron a su obispo: “Papá Obispa: Los hijos de Alá por su primer Profeta oran al amanecer el día; ayunan y abstienen de picardías para que morir Napoleón, y morir por Cristianos fortes. Saber, pues, Papá Obispa, que Franceses son muy perros, y en Córdoba cortar a María la cabeza, y sacar ojos con espadas. Ellos ser picaros, y a Christo, que vosotros creer en la hostia, pisar, escupir, y vender por una piseta; y mear en los jarros de facer Misa. Ha, Papá! Nosotros Moros no estar pícaros, y creer mucho a Españoles, no burlar vuestra Religión, y arrodillar quando pasa tu Dios: pedir pues en justicia por tu Alá, quitar pronto los Moros que Santiago tener bajo el Caballo, y poner Franceses endiños, por ser más malos que los Moros, que no pisar, no escupir, ni cortar la cabeza a María. Nosotros pedir mucho a Alá por Cristianos para matar endiños Franceses, y si conceder lo que nosotros pedir con justicia, dar nosotros Trigo, Caballos, Alfanjes y Morillos”. Este año se cumple el bicentenario de la batalla. Estimulado tanto por el Ayuntamiento de la ciudad como por la iniciativa civil, que ha creado un mundo de época en torno a ese acontecimiento, se ha celebrado la conmemoración con toda clase de fiestas, galas y evocaciones, en especial, la recreación de la propia batalla en la que se han simulado los percances y contingencias que ocurrieron o pudieron ocurrir en aquella ocasión. El próximo día 25 de este mes, sábado, invitados por la Casa de Jaén en Córdoba, el Ayuntamiento de Bailén, acompañado de un centenar de bailenenses, va a representar en las calles de Córdoba (Vial Norte, a partir de las 11 de la mañana) una escenificación, algo más modesta pero muy lucida y brillante: desfilarán en traje de época al ritmo de las melodías y los instrumentos de entonces, leerán un manifiesto, simularán escaramuzas, dispararán salvas de ordenanza y darán un concierto. La misma historia pero ahora en cronología al revés.

Publicado el día 17 de octubre de 2008


236.- A la cuarta pregunta No está nada claro de dónde proviene el dicho “estar la cuarta pregunta”. Sesudos y cerebrados investigadores andan a la gresca por razón de defender alguna de las muchas teorías que se proponen para esclarecer el origen de tamaña cuestión y el motivo por el que se refiera la cuarta y por qué no la tercera, la vigésima o, puestos a engrandecer el problema, la sexagésima. Que en el uso ordinario decir que se está a la cuarta pregunta expresa andar sin blanca es algo que no ofrece duda alguna y apenas hay discrepancia. Incluso las enciclopedias que explican el sentido de las frases que se utilizan en la conversación coinciden en atribuirle el mismo significado: “estar a la cuarta pregunta es estar sin dinero”. O, como aventura algún diccionario más optimista, “con muy poco”, eso sí, sin fijar cuanto se considera “poco”, que ahí está la madre del cordero. Pero, ¿por qué a la cuarta y no a la primera cuando eso de andar sin fondos es casi lo primero que se nos ocurre si hacemos un balance de nuestra vida, de nuestros méritos y de nuestras capacidades? Antes, mucho antes de aplicarnos cualquier estudio de personalidad o algún tipo de diagnóstico para saber qué somos, a dónde vamos, de dónde venimos o qué significa nuestra vida, empezamos, no tenemos más remedio, reconociendo la verdad más verdad de todas nuestras verdades: estamos sin dinero. Y no sólo reflexionando sobre nuestra personalidad apreciamos desde el principio que estamos a la cuarta pregunta sino que basta con leer declaraciones y entrevistas de personajes de la más diversa clase y condición para observar que, salvo casos singulares y escasos por cierto, en cuanto empieza el cuestionario o la declaración, antes que nada aseguran que el negocio está muy mal, las cosas no han venido bien, hemos tenido muchos problemas y dificultades, no ha respondido bien la clientela, es muy difícil ganar dinero con este negocio... ¿Alguien conoce a alguien que haya dicho “estamos en una época de esplendor”, “los negocios marchan estupendamente” o “nos estamos haciendo de oro? Pues eso. Entonces, volviendo al debate, inquieren los sabios: ¿por qué a la cuarta y no a la primera que es como debieran ser las cosas? Algunos, más piadosos, aseguran que el origen está en la cuarta petición del catecismo del padre Astete cuando se refiere a la explicación del Padrenuestro. Otros, más laicos, piensan de otra manera. Fernán Caballero, por ejemplo, dice que se deriva de los interrogatorios... para acreditar pobreza: “Cuarta. Si sabe el testigo y le consta que la parte que lo representa es pobre, sin poseer bienes raíces ni rentas, por manera que cifra su subsistencia absolutamente en el producto de su personal trabajo” (explicación curiosa pues acreditan pobreza esos desgraciados que para sobrevivir necesitan trabajar. Iribarren, autor consagrado en explicar estas cosas, propone su propia teoría y dice que se refiere a un formulario que había en los juzgados: “1. Nombre y edad; 2. Patria y profesión; 3. Religión y estado; 4. Rentas”, y siempre que en el juicio salía alguna pregunta sobre el estado económico se contestaba remitiéndose a los declarado en “la cuarta pregunta”. Dada la trascendencia del asunto, algunos han querido implicar a los sabios de la zarzuela “El rey que rabió” cuyo diagnóstico sobre el perro que no bebe el agua que le ofrecen es que o bien el perro está rabioso o, simplemente, no tiene sed. Pero no está claro si un diagnóstico de ese tipo en algo tan tremendo como no tener dinero será suficiente para aclarar la cuestión. Visto lo cual y todos los antecedentes en este terrible dilema, hemos de concluir que lo prudente y adecuado sería sustituir la cuarta pregunta por la primera y, por esta vez y sin que sirva de precedente, quitarle la razón al pueblo soberano que debió llamar primer y nunca cuarta. Es que las cosas son tan evidentes como esta consulta: ¿de dónde viene el nombre de la capital de Uruguay? Pues eso no... De “Monte VI de Este a Oeste”. Así que vaya usted a saber.

Publicado el día 21 de noviembre de 2008


237.- ¿Peligra la evolución? (1) Pero, bueno, se está preguntando estos días más de uno por supuesto no versado en economía: esto de las crisis ¿a qué se debe? ¿A cuento de qué ocurren las crisis? ¿Es que son inevitables? ¿Por qué, quién lo ha dicho y a cuento de qué?¿A qué viene eso de que hay ciclos, de que de vez en cuando, como una especie de pandemia necesaria anunciada, aparece inexcusablemente una crisis en el horizonte amenazando a la humanidad? ¿Es que esto no tiene arreglo y ya hay que saber que, cuando se haya superado ésta y pase un poco de tiempo, vendrá otra necesariamente? ¿O, por el contrario, todo este lío lo formamos los humanos? ¿Lo de las vacas flacas y las vacas gordas depende de que hay hombres que intencionalmente lo provocan o es algo inevitable por encima de la voluntariedad humana, una especie de maldición irremediable de la historia? Dicho de otra manera, las crisis ¿las producen los seres humanos de forma voluntaria o, por el contrario, obedecen a factores superiores que no podemos controlar? Las crisis ¿nacen o se hacen? Y, claro, de la respuesta a esa cuestión dependen muchas cosas, prácticamente todo. No hace falta decir que si todo este embrollo y desbarajuste se inicia por la determinación de los hombres pues algo habrá que hacerles a quienes así lo deciden. Pero, si por el contrario, la tribulación proviene como un ladrón en medio de la noche, infectando todo lo que toca, haciéndose dueña de la plena realidad y contra la que apenas se puede nada (salvo esperar que pase el tiempo, desear que el chaparrón no sea demasiado intenso y que se vaya o se cure lo antes posible) pues estamos apañados. En este caso pues tendremos que ponernos en manos de poderes mágicos que nos salven ya que nosotros, nuestra especie, escasa capacidad posee para cambiar el devenir de la evolución y de la vida si es que está escrita de esa manera. Si las crisis nos viene impuestas como por el destino, por la historia que domina el mundo y la naturaleza, pues habrá que pedirle a Dios que nos coja confesados porque ¿qué otra cosa? Ahora bien si detrás de todas estas bambalinas está la decisión de algunos que son los han dado lugar al rifirrafe, pues entonces las cartas pintan de otro color y se pueden manejar otras posibilidades. Si las crisis no vienen impuestas por la evolución sino que las producen unos individuos tales pues como mínimo habrá que intentar desenmascararlos. Y ya que estamos haciendo tantas preguntas, podemos indagar e interesarnos por quiénes son esos listos que la producen y los motivos que tienen para comportarse de esa manera. ¿Son los poderosos? ¿Poderosos en qué? ¿Acaso son los ricos los que producen las crisis con la intención de hacerse cada vez más ricos? Porque uno en su ignorancia e ingenuidad se plantea: ¿dónde está ese dinero que antes teníamos todos y ahora no aparece? ¡No habrá desaparecido por arte de birlibirloque!, parece. Lo lógico es pensar que alguno, o algunos, lo habrán retirado del mercado y lo habrán guardado en alguna parte. O sea, que se han hecho riquísimos y nos han dejado a todos a dos velas. El origen de los ricos ya lo conocemos y de dónde han salido. Lo contó hace un par de siglos (17121778) el filósofo Rousseau, el del libro sobre la educación llamado “Emilio”, en un escrito cuyo título lo dice todo: “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres”. En este trabajo explica que la cosa vino cuando a un listo, en realidad él le llama el primer individuo al que, tras cercar un terreno, se le ocurrió decir “esto es mío” y encontró a gentes lo bastantes simples como para hacerle caso. El caso es que los ricos los ha producido la evolución y no está claro que deban desaparecer como una subespecie... pero eso es ya otro artículo.

Publicado el día 5 de diciembre de 2008


238.- ¿Peligran los ricos? (2) ¿Desaparecerán los ricos con la crisis o, por el contrario, permanecerán? Incluso ¿se harán mucho más ricos? ¿Peligra, con toda la marabunta que hay liada, esta subespecie humana económica y social o, al revés, quedará más firme de lo que estaba antes? ¿Y se aumentará su número? ¿Surgirán nuevos ricos y aumentará o disminuirá su número y su gente? ¿Se habrá modificado mucho su nómina o quedarán los de siempre? ¿Habrá nuevos ricos, como los hay después de cada sorteo de lotería o subsistirán las mismas caras de toda la vida? ¿Tendrán que rehacer su stock de mercancías almacenadas en el depósito las revistas del corazón, los que confeccionan las listas “altos, guapos y rubios”, digamos ricos, o los libros y semanarios que publican las agudas y profundas frases que en momentos de inspiración dicen? Porque sin duda la crisis acabará un día. De eso no se debe tener ninguna duda. Habrá una mañana nueva en la que, como en “La Peste”, la epidemia se alejará para volver “al ignorado cubil de donde ha salido, y las puertas de la ciudad se abrirán por fin al amanecer de una hermosa mañana, saludadas por el pueblo, los periódicos, la radio y los comunicados” de los responsables. Después vendrán las horas de alegría que seguirán a la apertura de las puertas. Y la plaga y el azote se habrán acabado. Los medios de comunicación, gritarán ¡esto se ha concluido! y las televisiones comenzarán sus telediarios con un breve, escueto pero significativo: ¡la crisis ha terminado!, mientras al fondo se escuchará un sonido similar al que produce el descorche de una botella de champaña o de cava... o de sidra, que para todo habrá y de todo habrá que proveerse con el ruido que hace. Y entonces será el momento del recuento, de hacer la lista de los que subieron y los que bajaron; de los que ganaron, por ejemplo, dando conferencias por todas partes para explicar sus pensamientos sobre la crisis o vendiendo recetas para la dolencia y de los que perdieron porque habían vivido alegremente y, como la cigarra, se habían entretenido en cantar y no guardar mientras la Naturaleza daba frutos por doquier. (Mientras esto acontece y pervive la crisis, los ciudadanos de a pie, quienes tienen la desgracia de no ser expertos ni conocedores avezados de los mecanismos económicos, están aprendiendo un montón con todo este lío que se ha montado. Comer, como aseguraba el otro día un gracioso, puede que menos, pero la sabiduría está subiendo de lo lindo. Teorías, doctrinas, proposiciones, opiniones, inducciones y deducciones llenan los espacios de la opinión pública y están aumentando sin duda el acervo cultural de la sociedad. Como hongos en época propicia, una cantidad de expertos -los que ya había de siempre y los que han surgido de pronto hasta debajo de las piedras por el milagro de una varita mágica que hubiera abierto la entrañas de la tierra-, como pocas veces se habían visto por aquí, ocupan sus afanes y su tiempo en explicarnos qué es lo que está pasando. Es la cara amable de la crisis que incluso hasta los articulistas y los que hablamos y escribimos en alto, tenemos facilitado el camino y ya no hay que andar buscando temas raros por ahí para llenar unas cuartillas o un rato de radio). Sin embargo a pesar de todo las preguntas, las graves cuestiones, siguen ahí y no parece que vayan a ser resueltas: que si las crisis obedecen a guiños del destino de los que es imposible liberarse o a decisiones de los hombres, se supone que ricos, que desde luego con mala intención están jugando con todos. Y luego que si los ricos, con un protagonismo especial pero significativo arriesgan algo en el mercado de la vida. ¿Qué pasará de ellos? de momento valga esta metáfora de Campoamor: “¿Qué mal, doctor, le arrebató la vida?” / Rosaura preguntó con desconsuelo. / “Murió –dijo el doctor- de una caída.” / “Pues ¿de dónde cayó?” “Cayó del cielo”

Publicado el día 19 de Diciembre de 2008


239.- Crisis e información Una de las diferencias más notables con respecto a tiempos pasados, que automáticamente se ha acabado convirtiendo en una ventaja democrática, es la inmensa cantidad de información que está produciendo esta crisis. Los sociólogos lo podrán confirmar con más precisión pero nada más que los miles de comentarios de ciudadanos que llenan los periódicos en los que se da opción para opinar, y esto ocurre prácticamente en todos, ya suponen un acervo de reconocible consistencia. En esta oportunidad el acontecimiento o la crisis en su versión teórica han salido de los depósitos del saber y se ha convertido en una naturaleza al alcance de todas las aseveraciones. Es una diferencia de cuando a los ciudadanos, en crisis anteriores, sólo y nada más le quedaba la posibilidad de meter la mano en el bolsillo y, tras comprobar sus escasas pertenencias, pedir al camarero que sustituyera el medio de vino por una copa. Esta vez no es así porque, al tiempo de ejercer el cambio de demanda al camarero, el ciudadano puede permitirse explicar su propia teoría o doctrina sobre lo que está pasando. Y esto no significa sin duda la marginación de los expertos, que tienen otros trabajos y otras tareas como, por ejemplo, ajustar el diagnóstico y el tratamiento, y determinar cuándo y en qué dosis aplicarlo. Pero la trascendencia de esta crisis es el haberse convertido en democrática gracias a los medios de comunicación. Desde ahora las graves decisiones sobre el mercado difícilmente van a quedar entre cuatro paredes, por más que sigan haciéndose en la clandestinidad: siempre habrá un micrófono oculto o un periodista que contará lo que está pasando. No es la primera vez en la que de un acontecimiento se hacen cargo los ciudadanos pero sí unos de los más relevantes en los últimos tiempos. En el fondo viene a ser una revolución que apenas se esperaba y que sirve como consagración de la opinión pública. De esta forma lo que hasta ahora siempre ha sido un fenómeno simplemente económico se ha convertido principalmente en un suceso social no ya por la implicación y las consecuencias de padecerlo, por los cambios de comportamiento de la gente que provoca y el rompimiento de rutinas que organizan la vida, sino porque todos y cada uno tenemos un juicio, un punto de vista derivado de una información (democrática por libre, espontánea y participativa) que ha permitido naturalmente conocer elementos y vectores antes vedados al común de los mortales y encerrados en un sepulcro de siete llaves que ahora están al alcance de cualquiera interesado en conocerlos. De esta manera es cómo se ha posibilitado que haya tantas creencias y tantos convencidos de que las crisis se originan y producen por la voluntad humana en múltiples variantes, que no son como la peste en que “una mañana el Doctor Rieux, al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera” o cuando “aquella misma tarde en el pasillo del inmueble cuando vio surgir del fondo oscuro del corredor a una rata de gran tamaño...” Todo este torrente de conocimiento público permite saber, o cuanto menos sospechar, como una de la primeras conclusiones en esta reflexión, que no hay un demonio sobrehumano que nos impone una crisis cada cierto tiempo, que no hay tribulaciones periódicas inevitables producidas por el materialismo histórico y el destino insuperable de la historia sino que lo que acontece, también a cada tiempo, es algo tan sencillo como que unos dominadores deciden adueñarse de todo lo que pueden, y de esta forma empiezan tiempos malos para la mayoría. Dicho de otra manera, lo que da la impresión, después de leer y estudiar un rato largo, es que hay personas que, cansadas de ganar mucho, aún quieren mucho más y de esta manera rompen el equilibrio y la baraja.

Publicado el día 2 de enero de 2008


240.- Un recordatorio Visto como están las cosas, poco tiempo le va a quedar al presidente electo de los Estados Unidos para gobernar. Sólo la organización, ni siquiera la lectura desde todo punto imposible, de consejos, sugerencias, propuestas e indicaciones que estamos brindando la interminable y casi infinita relación de comentaristas, articulistas, escritores, analistas políticos nacionales e internacionales y demás le ahogarían en papeles y le impedirían ejercer la responsabilidad asumida. Es natural. Esta novedosa y sorprendente oferta de consejos y exhortaciones parece derivada de un consenso muy generalizado de que con su tarea se abren nuevos tiempos y se da cumplimiento al deseo que mucha gente tiene de enterrar un estilo de vida que parece agotado, (siempre desde luego que a mi no me toquen lo mío). Ya veremos. Parece obvia de todas formas la existencia de esperanza casi universal en un seguro mejoramiento. En estas condiciones sociales, de pensamiento globalizado gozosamente casi único, no parece sensato poner chinitas, sobre todo si uno entiende que se está en el buen camino y que las escasas decisiones concretas anunciadas aseguran una correcta dirección. Pero sin duda hay realidades de las que callarse puede ser un gravísimo delito moral. La estrategia política, los movimientos tácticos en las relaciones internacionales son necesarios e imprescindibles pero tienen un límite humano y derivadamente ético. Es un genocidio lo que se está cometiendo en Gaza. Ya han muerto casi mil ciudadanos y hasta la ONU ha denunciado crímenes imposibles de entender al sentimiento de las personas. ¿Un pogromo en su acepción clásica al revés? El embajador israelí, por ejemplo, ha hablado en televisión y ha denunciado actuaciones espantosas de Hamás. Puede que tenga alguna razón pero hay una circunstancia que lo deja en total evidencia: el tópico de luz y taquígrafos. ¿Por qué no permite Israel periodistas en la guerra? Mucho habrá de ocultar. En medio de este baño de sangre, falta y está faltando una palabra de sensibilidad compasiva, piadosa. No política, tampoco comprometida en el juego de relaciones internacionales. Ni siquiera un anticipo de la estrategia prevista. Humanitaria, similar, al menos, a aquella en la que se solidariza con quienes en verdad están sufriendo la crisis económica. ¿Tendrá esta actitud algo que ver con la visita a Israel del entonces candidato a la presidencia a principios del mes de julio del año pasado? Así la vieron los medios de comunicación de todos los signos ideológicos y políticos. Valgan unos ejemplos. 1. “Obama se alinea con la línea dura de Israel y advierte a Irán sobre su programa nuclear. El candidato demócrata a la Presidencia de EEUU, el senador Barack Obama, ha mostrado, durante su estancia en Jerusalén y su visita fugaz a la ciudad palestina de Ramala, a Israel que sigue la misma política de Estados Unidos desde hace años”. 2. “Obama aseguró que era un "amigo" de Israel y de sus partidarios judíos estadounidenses, y que no les presionaría para continuar con las concesiones de paz con los palestinos”. 3. “Obama ofrece apoyo incondicional a Israel - El senador sólo dedicó una de las 14 horas de su visita al presidente palestino”. 4. “Obama apoya ante el 'lobby' judío que Jerusalén sea la «capital indivisible» de Israel”, aunque algo más adelante matizó: "sigo diciendo que Jerusalén será la capital de Israel. Lo he dicho en el pasado, y lo repito. Pero también digo que se trata de una cuestión ligada al resultado final de las negociaciones de paz entre israelíes y palestinos”. Todo eso y mucho más es lo que dijo la tele, comentaron las emisoras de radio y escribieron los periódicos y las revistas: apoyo total e incondicionado a Israel. Por supuesto que no se oculta que era en campaña electoral; que desde el partido demócrata se entendía que era necesario mostrar una imagen de “duro”, más duro que los duros republicanos para ganar el voto judío... ¡Ojalá sea un gesto y un discurso electoralista! Por sorprendente que parezca, esperemos que en esta oportunidad este adjetivo sea provechoso.

Publicado el día 16 de Enero de 2009


241.- La raíz cuadrada por cantiñas Todas las informaciones apuntan a que, cuando aquellos dos embozados se acercaron, la mañana del Domingo de Ramos del año 1766 en una plaza madrileña, a los soldados que patrullaban y que esta simple acción acababa en toda una sublevación del pueblo de Madrid, esto no era un lance surgido de manera espontánea y un poco como “quien no quiere la cosa que luego se complica y mucho”. Para un espectador no advertido aquello era un simple incidente pero para la población, que venía sufriendo cada vez más hambre y demás penalidades básicas, el roce con la fuerza pública se convirtió en una chispa cuya mecha estaba más que untada de aceite. Hablamos, naturalmente, del muy mencionado “Motín de Esquilache” pero bien pudiera haber sido otro el ejemplo a la mano. Lo que importa es tener presente que todas las revoluciones con cierto marchamo de solidez son procesos que se van desarrollando poco a poco en el ánimo de la gente y dominando el pensamiento del pueblo... hasta que explotan. No sería proporcionado ni medido, en el tema que presentamos, dejar caer como sin más que pueda estar incubándose entre los nuestros un motín y, menos aún, una revolución. ¡Menudo lío y tamaña imprudencia sería decir algo así! Palabras tan graves no son en absoluto aplicables a lo que nos trae aquí pero sí que hay síntomas suficientemente palpables de que se va extendiendo un cierto malestar, advertido por quienes tienen el oído preparado para esta prédica, de desagrado y molestia insufribles cuando menos. Porque en otros momentos sociales, cuando poner ciertas pegas estaba muy mal visto y muchos optaban por ejercer de prudentes, era un tema de muy baja voz. Pero ahora, con otros horizontes, no sólo ya se comenta sin mesura y comedimiento, sino que se escribe y se dice en voz alta, cada vez con más frecuencia y más claridad… en ocasiones con cierto coraje… y hasta una interlocutora lo clavó la otra noche al mismísimo Presidente (con medidas palabras como se deben decir las cosas de verdadero interés), que ya está bien, por citar algunos ejemplos, de diecisiete instrucciones para la caza (que, como en el chiste, se salga uno de la frontera…); diecisiete reglamentos taurinos (que tienen que ir los banderillero memorizando las correspondientes variaciones de los artículos mientras van de una plaza a otra); o diecisiete sistemas de vacunación… que con la salud no se juega y en este punto es donde la gente está empezando a ponerse más seria. No se puede olvidar que la sanidad se ha convertido en una ideología dominante del hombre contemporáneo. Y es que, rizando el rizo, es tanta la variedad administrativa de nuestro país que, como en los catálogos de plantas y flores, seguro que en los organismos centrales deben existir vademécum en abundancia en los que, en caso de cualquier menudencia, el funcionario ha de mirar qué parte diferente de la gestión está transferida a cada autonomía. Para no entrar de momento en un análisis más detallado de teoría política, baste advertir que aquí han pasado dos cosas la mar de significativas. Una, confundir la velocidad con el tocino, y las graves y ponderadas teorías del Estado con la venta de ajos o el desove de los peces. Y la otra es que toda esa marabunta de gestión ha multiplicado al infinito los altos cargos, tan altos y tan cargos. Porque, claro, puestos a ser autonomistas de verdad, de los de “lo que yo hago, lo hago yo solo y nadie más”, aprovechando lo del Pisuerga..., pues ha ocurrido lo ocurrido, que ya que los estudiantes tienen que aprender lo de los matrimonios y demás pues que, al mismo tiempo, se entrenen en el inglés y de esta forma se matan dos pájaros de un tiro. Y, profundizando en esta línea autonomista, los andaluces podemos darle gracejo a las terribles y duras matemáticas acomodándolas a los palos, no los fundamentales que son muy serios, del flamenco y seguro que de esta forma, además de desarrollar otras cualidades, les resulta más asequible la enseñanza de las cuentas.

Publicado el día 30 de enero de 2009


242.- Nuevas desgracias A pesar de lo que asegura el pensador alemán Ulrich Beck sobre los terribles riesgos que corre nuestra especie y las adversidades que nos amenazan, la opinión quizá más prudente es la que defiende que, aunque hay peligros universales imposibles de controlar, todo momento histórico añade, al tiempo que resuelve, alarmas y desgracias propias. Es un largo debate el que hoy día hay sobre este asunto pero valga aceptar, sin necesidad de más matices, que recientes y flamantes infortunios, producto de las nuevas tecnologías, nos amenazan y atormentan de manera desconsiderada. Unos, de manera ruidosa y estrepitosa. Otros, con sigilo, sin grandes alharacas, pero a fin de cuentas como el mosquito que en la fábula de Esopo tiene atemorizado al elefante. Pongamos el ejemplo del pequeño empresario que apoya parte de sus negocios en internet, ¿qué ocurre cuando el sistema se hunde y pierde la comunicación y las ventas unos cuantos días o el caso de un grupo familiar que mantiene sus contactos por el mismo sistema y vive pendiente de informaciones afectivas de mucho interés? Revolucionados andan estos días los ciudadanos ante las “lecturas estimadas” en los recibos de la luz o, dicho de manera más fina, la factura de la electricidad. ¿Y cuando una empresa de telefonía decide “crear” un nuevo servicio y sin más ni más lo pasa al cobro de un buen número de clientes sin que éstos lo hayan demandado? ¿Y las argucias “legales” pero injustas que utiliza alguna banca para su propio beneficio? El problema más serio que plantean estos nuevos usos comerciales, cuyas consecuencias cívicas estamos ya empezando a observar, es cómo están destruyendo circuitos básicos de la moralidad política civil produciendo un desarme ético de la sociedad. Cuando el ciudadano se da cuenta, porque lo sufre en propia carne, de que los llamados errores no son tales sino que los propios mecanismos organizativos los producen; advierte que una reclamación le costará más que lo reclamado y percibe los fabulosos beneficios de esas empresas a base de cuantías ingresadas, pequeñas sin duda pero de un volumen incalculable cuando los sumandos son casi infinitos; descubre la existencia de un sistema comercial que le desprecia, le explota y lo utiliza sin conmiseración y del que no cree las “explicaciones”; siente un desagradable desamparo sintiendo que las instituciones públicas, cuando menos, toleran estas amarguras de cada día mientras hablan con palabras vacías de grandiosos ideales y colosales transformaciones del mundo; se entera de los sueldos y estipendios que se asignan los directivos (que son los que diseñan los artificios contables); y otras muchas añagazas bien conocidas, se resquebraja su conciencia social y en seguida empieza a legitimar como mecanismo de defensa el fraude. No hace falta llegar a los extremos de aquel profesor universitario USA cuya pureza de espíritu le llevaba a la obligación moral de ver todos los anuncios como una forma de pagar la propia televisión pero el referido desarme moral acaba creando una sociedad de tramposos, en la que cada uno trata de buscar como sea la compensación que cree justa y merecida. No hace mucho tiempo en un periódico provincial andaluz aparecía esta “carta al director” que muestra bien a las claras el “estado de peste”, que diría Michel Foucault, a que nos han llevado estas decisiones radicalmente perversas: “Esta mañana”, contaba, “he desayunado con un amigo de la infancia. Lo primero que me ha dicho es que se ha divorciado de su esposa. Yo, extrañado, le he preguntado cómo ha sido, porque hace pocos días estuvimos juntos y no observé nada raro. Me ha respondido que los trámites de divorcio han durado un mes y medio. Por la tarde, me he encontrado con Antonio... Le he visto un poco nervioso y le he preguntado a qué era debida su intranquilidad. Me ha dicho que lleva tres meses intentando darse de baja de una compañía telefónica y no hay manera... el mundo está al revés, te puedes divorciar en un mes, y en tres no hay manera de darse de baja de una compañía telefónica”.

Publicado el día 13 de febrero de 2009


243.- El barullo Vaya un barullo de cosas y asuntos que hay sobre la mesa de la vida pública. Son tantos, con tan diversas variantes y diferentes matices que apenas hay posibilidad de estar un poco al día en lo más relevante de cada historia, acontecimiento o suceso. Ahora lo último es el chino, que se va a incorporar al sistema educativo, aunque ¡eso sí! con carácter de asignatura optativa. Podría haberse propuesto, por ejemplo, el bantú que es un idioma primordial en África hasta el punto de que casi es el ochenta por ciento del suahili y además hay que suponer que la africanidad, que la tenemos aquí al lado, en cualquier momento despertará y entonces ya veremos. Pero no, las autoridades que lo han decidido aventuran y profetizan, como no podía ser de otra manera, el poder que va a ir adquiriendo el imperialismo chino y no es cosa que nos coja desprevenidos. Así es que a estudiar chino, bien entendido que siempre que no afecte a principios de más alta importancia. (Se supone que, como insistía tanto Gila recordando cómo empezaban los viejos manuales del inglés, con el estudio de frases, de la que “mi sastre es rico” siempre era la primera). Bromas aparte, el problema está en que la agenda pública de que disponemos, vayamos por donde vayamos y elijamos lo que elijamos en los diferentes medios de comunicación (incluyendo naturalmente internet y sus derivados), no sólo está a tope sino que de una u otra manera mezcla y embrolla lo que pasa en la calle y en vida porque entrevera asuntos de alto interés y relevancia con otros de menor cuantía creando un tejer y destejer que ya querría para sí Penélope, la esposa de Ulises. Y, peor todavía, enredando en la misma trama los datos básicos e importantes con otros intrascendentes y que para lo único que sirven es sólo para distraer de lo principal. En estas condiciones es lógico que más de uno se pregunte, aprovechando algún momento de calma o que los revoltosos están descansando, cómo entender y cómo encajar toda esta realidad tan variopinta, con luces de tan múltiples colores y señales de extravagantes sentidos. ¿Qué está pasando? ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Será un tsunami social que nos va a arrastrar a todos de una vez? Desde luego que un biólogo de la categoría de David L. Hawksworth tiene muy claro que “la recuperación de la vida tras una extinción podría no incluir al hombre”, que es algo así como aseguran otros científicos: que estamos aquí casi por azar, gracias al meteorito que acabó con los dinosaurios hace 65 millones en la península de Yucatán. De todas maneras, pensándolo despacio y analizando ordenadamente todo el aluvión de lo que está pasando, no hay por qué deducir que vaya a acontecer algo malo de importancia (aunque hacer afirmaciones de este calibre es de los más peligroso y si no que se lo pregunten al anabaptista del “Cándido” de Voltaire) porque la caída del Sol, como dice Astérix, no tiene por qué ser mañana. Así es que, visto lo visto y lo que hay detrás en los tiempos pasados, lo más aconsejable es no alterar nuestro espíritu por mucho que sea el ruido que nos llega. Por traer la opinión y el testimonio de alguna autoridad histórica, de las que desde luego hay relación casi infinita, valga este párrafo del padre Feijoo en el “Teatro crítico universal”: “En cuanto a la virtud y el vicio, tomando una por otro en sujetos determinados, fueron tantos los errores de los pueblos, que se tropieza con ellos a cada paso en las historias... y los extravagantísimos errores que en materia de religión, policía y costumbres se vieron y se autorizaron...”. Y sin embargo aquí sigue la especie humana cada día más metida en un progreso, que a algunos les puede parecer desastroso pero que, como en el caso de Galileo, ahora cuando menos respetado por las autoridades eclesiásticas, tiene visos de ser imparable. Y cada día aparecen por cientos pruebas a favor de la evolución.

Publicado el día 27 de Febrero de 2009


244.- Camino de algún remedio A lo que parece y por lo que se ve cada día, hay bastante gente que está convencida de que la nuestra, ésta en la que nos ha tocado vivir, es una época de confusión y, sobre todo, de atolondramiento, a la que se ha venido a añadir para más lío, alboroto y complicación la vilipendiada y zaherida crisis económica. Y aunque en la vida hay grados en todo (unos más y otros menos) da la impresión de que son bastantes los que consideran que el mundo después de una edad de oro ya terminada va dando cada día más traspiés. Son quienes consideran y repiten una y otra vez que la humanidad ha perdido la orientación y el rumbo de lo que a todas luces y sin ningún género de duda es bueno. Como si, antes y siempre, todo hubiese estado clarísimo para quienes vivían en períodos ya considerados históricos. Colocados en esta posición trascendental como si se tratase de una tribuna de las que dan prestigio y solvencia, lo curioso del caso es que cuando vuelven la vista a lo de cada día, a lo cotidiano, en un primer acercamiento y si uno no se fija bien, al ruido que hay, perciben que en medio de la calle al mismo tiempo varios barullos (especialmente al menos dos) hasta el punto de que uno intenta acallar al otro o, en todo caso, hacerlo menos intenso. Decía hace tiempo la historiadora Carmen Iglesias que casi todo el mundo tiende a creer que vive en una época de crisis, que el suyo, el de su vida que le resulta tan importante, es un tiempo confuso en el que las cosas no están demasiado claras y en el que distinguir entre el mal y el bien muchas veces no está tan claro. Utilizando un símil, podemos decir que al fin y al cabo no es lo mismo ver los toros desde la barrera que en medio de la plaza, que, cuando leemos lo que pasó en otros tiempos pasados, percibimos una imagen más de totalidad que si entramos en la minucia de cada día. En Grecia ya se sabe: andaban con sus asuntos entre ellos, sus dimes y diretes, sus cosas buenas y sus marrullerías, incluidas sus guerras para que no faltara de nada, y también ¡cómo no! sus teatros, sus libros de literatura y sobre todo su manera de entender la vida y de interpretar la naturaleza, cuando de pronto llegó Alejandro Magno y montó un imperio de padre y muy señor mío que los puso en un brete, les rompió muchos de sus esquemas mentales y gran parte de lo que venían pensando y creyendo sobre la vida y la muerte desde hacía muchísimo tiempo. Pongamos un ejemplo para ir abriendo camino: decían las malas (o buenas, vaya usted a saber) lenguas de entonces que Porfirio, un filósofo muy importante de la época post-alejandrina, se había casado con Marcela no para tener hijos de ella sino para que lo que ya tenía, parece que cinco hijos y dos hijas, pudieran ser educados ya que el padre de los de su esposa había sido un gran amigo suyo. Y conste que estamos hablando de una época en la que a Máximo, un colega suyo de la filosofía le “infligieron la más severa de las penas: lo multaron con una suma de dinero tan fuerte que un filósofo difícilmente nunca podía haberla oído siquiera mencionar”. Bueno, esto es como en una orquesta, en la que se puede entender que hay muchos sones si consideramos aisladamente el sonido que produce cada uno de los instrumentos, o que únicamente hay un canto o una entonación interpretando a su vez a la orquesta completa como una unidad. Puntos de vista en definitiva. Para clarificar un poco el horizonte y averiguar hacía dónde se dirige la senda, incluso si la hay o no, lo primero a suponer es que no hay barullos diversos sino que son lo uno y siempre el mismo aunque unas veces casi rompan los tímpanos y otras apenas sea un zumbido de abeja. “me niego a afirmar que la miel sea dulce, pero puedo confirmar que me pare dulce”, decía todo serio y formal Timón de Fliunte.

Publicado el día 13 de Marzo de 2009


245.- La falacia de las elecciones Cuenta Rousseau al principio del “Emilio” que el lacedemonio Panderetes se presentó para ser admitido en el Consejo de los Trescientos y que, rechazado, se marchó a su casa todo contento de que en Esparta hubiese trescientos hombres de más mérito que él. Rousseau lo cree sincero. Ésta es la noticia resumida: “en el mes de Junio, una vez constituidas las Cortes tras las últimas elecciones generales, 305 de los 350 diputados habían pedido compatibilidad, alguno al parecer obligado por razones institucionales, para ejercer actividades al margen del escaño. Ahora, añadidas nuevas peticiones, ya sólo quedan 33 con dedicación exclusiva”. Es decir, que salvo esos treinta y tres diputados (¿perezosos?, ¿ingenuos?, ¿desprendidos?, ¿ricos?, ¿especialmente honestos?), todos los demás atienden sus negocios privados al mismo tiempo que sus responsabilidades públicas. Muy clarito para los despistados, no hace mucho se contaba en los medios de comunicación que un determinado político que hasta ese momento había ocupado puestos relevantes de gestión pública debería pasar a un segundo nivel de responsabilidad para de este modo poder “hacer patrimonio” ya que aun no disponía de él. Le parecía que era lo razonable, lo que tenía que hacer alguien que, a pesar de todo, desde muchos años atrás siempre había disfrutado de sueldos y cobertura económica especialmente holgada y al alcance de muy pocos ciudadanos. Pero debía entenderse que ello no había sido suficiente para “adquirir patrimonio”. Dejando a un lado el que ellos mismos se compatibilizan a ellos mismos, (eso de que quien compatibiliza al compatibilizador buen compatibilizador será, es como aquello que se dice de “el gato al rato, el rato a la cuerda, la cuerda al gato etc.”) lo más sorprendente es que esa travesura, que acaba siendo felonía, y un desorden institucional, apenas ha inquietado a la gente, a los medios de comunicación... y ni siquiera a los que ganan dinero con la basura... Ya se ha dicho en algún otro sitio: que acudan sólo y voten los portavoces, ¿para qué los demás? En la Grecia de Pericles, la Grecia de mayor tono político, en la que tras el triunfo del partido democrático hasta llegó a hablarse del “pueblo tirano”, los magistrados dependían del pueblo para su elección, eventual reelección, posible destitución y para rendir cuentas de su trabajo. Entonces era obligatorio al final del mandato dar cuenta ante Helida, un tribunal popular ante el que todos temblaban. Lo de rendir cuentas era doctrina política común: Aristóteles en la Política entendía sin más énfasis que esa era una de las tareas y obligaciones propias de los magistrados. ¡En este aspecto aquello era otra cosa! Pero con todo lo que hay que hacer en el país, todo lo que se necesita hablar con la gente, todos los asuntos que hay que analizar, estudiar, discutir y decidir ¿cómo es posible que los parlamentarios puedan estar enfangados en sus negocios privados? ¿Habrá algún ciudadano europeo que disponga de sentido común razonable que se crea que la tarea de un legislador, que forma parte de los poderes del Estado, con pleno rendimiento en sus obligaciones (y no digamos nada “con la que está cayendo”) facilita además tiempo, no para gestionar alguna que otra cosa de poca monta sino para hacer patrimonio personal? ¿Habrá algún ciudadano europeo que disponga de sentido común razonable que acepte, por muy seguidor de Schumpeter que sea (para quien la democracia sólo es un juego formal y los ciudadanos sólo tienen la obligación de elegir a sus representantes), que ir en unas listas y salir elegido es una patente de corso que permita al mismo tiempo “hacer patrimonio” y ocuparse de las altísima responsabilidad de organizar la vida de todos los ciudadanos? Así se explican, entre otras, cosas tan incomprensibles como la exhibición de los portavoces que han de levantar la mano antes de cada votación para que quien ha de tocar el timbre sepa qué opción es la que corresponde. ¡Que es muy enojoso equivocarse!

Publicado el día 27 de Marzo de 2009


246.- Dos filosofías de la vida Es una experiencia común que en nuestra vida y nuestra relación con los demás siempre están presentes de una u otra manera las cuestiones morales o éticas, lo que se llama lo bueno y lo malo. Bien para justificar comportamientos nuestros, afirmando que son honorables y honrados, bien para reprochar o defender conductas ajenas, constantemente estamos utilizando en nuestras conversaciones, tertulias y hasta en nuestros silencios, estos calificativos u otros similares, que nos han inculcado desde niños y que, como sentencias o dardos aplicados a la conducta humana, manejamos para legitimar o condenar. Pero hay momentos en los que determinados acontecimientos resaltan la atención a estos asuntos de tanto interés. Es lo que aconteció hace unas semanas cuando se supo del éxito del nacimiento de un niño que, además de vivir como ser humano, venía al mundo con la tarea de facilitar la curación de su hermano, episodio singular que ha sido recriminado por diversas instancias y personas, aunque da la impresión, y así parecen demostrarlo las encuestas y sondeos sobre el particular, que ha recibido el aprobación y el beneplácito de la mayoría de la gente (e incluso aceptada por algún líder político no precisamente progresista). ¿Cómo entender el reproche y la condena más enérgica de instituciones y personas que se consideran a sí mismas depositarias de la buena y única moral? ¿Cómo puede explicarse la naturalidad con que la gente en general legitima una acción de ese tipo –la selección de embriones para salvar la vida de un hermano- frente a quienes, agarrados a una regla pretendidamente eterna e inamovible, por supuesto interpretada por ellos, la condenan sin dudar lo más mínimo? Bueno, este reproche tiene su justificación en una manera de entender la historia, la naturaleza humana y la organización mental de los problemas éticos y morales. “A muchos les parece -dice Rafael del Águila, un ilustre filósofo español recientemente fallecidoque si creemos profundamente en algo maravilloso, si lo convertimos en proyecto de acción práctica, si lo llevamos al mundo de la política y tratamos de realizarlo, todo irá bien. Pero los ideales son peligrosos, no lo duden”. Pues ahí está la cuestión. Porque hay dos maneras de entender la moral, dos perspectivas para calificar los hechos de las conducta humana, para valorar el comportamiento de los seres humanos. Una, que procede de algunos filósofos griegos y que ha tenido buena acogida en la mentalidad occidental, vincula la moral a leyes fijas de la razón pura y dura, ajenas a todo lo que suene a vida, sentimiento o afectividad, fría y rígida; universal, que no atiende el dolor personal; que rompe o fracciona al ser humano en dos: en la razón o el entendimiento por una parte y, por otra, los sentimientos y las emociones; y sin más da, por supuesto la preeminencia a la razón. Leyes por tanto sin vida y sin humanidad. Pero junto a esa ética, de mesa y gabinete, de principios que se derivan exclusivamente de la razón, como en un proceso matemático-mental, hay otra, propuesta por algunos filósofos no menos importantes, que toma al ser humano en su totalidad, sin excluir ninguna de sus facultades, sean racionales o afectivas; se apoya en un cierto sentido común de los miembros de una sociedad; una filosofía llena de inteligencia, sabiduría, buen juicio y cordura, y que se construye día a día a través de los acuerdos y los consensos, incluyendo las discrepancias, de todos, y sólo se aprende en la vida y en lo concreto. En todos los libros y manuales de filosofía se cuenta la anécdota que le ocurrió al primer filósofo y científico de Occidente, Tales de Mileto (el mismo del famoso “Teorema de Tales”). Esopo nos cuenta que Tales tenía por costumbre salir a caminar por la noche y contemplar las estrellas y una vez por descuido, mirando para arriba, se cayó en un pozo en el momento en que pasaba por allí una muchacha. Ésta, al ver lo ocurrido, le dijo: “pero hombre, ¿tú que intentas ver lo que hay en el cielo y no ves lo que hay en la tierra?".

Publicado el día 11 de Abril de 2009


247.- Los grandes ideales Aunque a primera vista pudiera parecer lo contrario, los grandes y maravillosos ideales encierran un grave riesgo y una alarmante amenaza. A diferencia, al parecer, de los animales, los seres humanos vivimos enredados en aspiraciones, ilusiones, expectativas y afanes con la esperanza de que las cosas y nosotros mismos mejoremos en todo lo posible. Son cosas de la vida que nos afectan a nosotros y a quienes están a nuestro lado. Incluso cuando nos enteramos de los problemas, de lo mal que viven y de las injusticias que padecen otras gentes lejanas, también echamos jaculatorias de buena voluntad esperando que las cosas se les arreglen. Pero una cosa son todos estos buenos deseos y sueños legítimos que llenan nuestra vida y nuestros quehaceres, y otra muy diferente lo que podríamos llamar los grandes ideales para la humanidad, que hasta podemos y, tal vez debemos, escribir con mayúsculas: La Justicia, el Bien, el Amor... etc. Son valores absolutos, maravillosos, irreprochables, impecables y perfectos. Precisamente éstos, por el trato que le damos y el manejo que hacemos de ellos, son amenazadores y muy alarmantes. Rafael del Águila lo expresa de una manera terminante: “Los ideales son peligrosos, no lo duden”. Y otro gran filósofo del siglo XX, Isaiah Berlin, nos ha enseñado que a menudo estos más nobles ideales que animan a los hombres –justicia, libertad, paz- son irreconciliables entre sí, y que por tanto el triunfo absoluto de uno conlleva la absoluta derrota del otro. Es una lección tristísima, dice Javier Cercas, pero también inapelable. Parece claro que esta maldad no viene de ellos mismos ya que en el fondo no son sino ideas que bullen por ahí y que nos sirven de referente de bellos y hermosos horizontes. Su perversidad se deriva del uso lamentable y perverso que hacemos los humanos, los seres humanos. Porque, pareciendo a primera vista que encierran los mejor de lo mejor, acaban siendo utilizados como arma arrojadiza precisamente contra las esperanzas sencillas que llenan nuestra vida de cada día. Un ejemplo lo explica mejor que todo. Decir o pretender que la "única vía eficaz para luchar contra el sida es una renovación espiritual y humana de la sexualidad", unida a un "comportamiento humano moral y correcto...” es lo mismo que afirmar: ahí tenéis, eso ocurre porque no sois buenos, porque no lleváis una vida espiritual y humana de la sexualidad como debe ser; estáis sufriendo por haberos portado mal; sólo en el momento en que hagáis las cosas como se deben hacer, resolveréis el problema del sida; mientras tanto, de ninguna manera. El único modo, el exclusivo camino, el solo procedimiento para enfrentarse a esa epidemia es ser perfectos, bueno, que los africanos sean perfectos: lleven como se debe una vida espiritual auténtica, y amen y ejerzan la sexualidad como se debe. Pero, la pregunta es obvia, mientras no acaban de ser perfectos, ¿qué pasa?; mientras no renueven espiritual y humanamente la sexualidad, ¿qué? y ¿conseguirán alguna vez esa renovación...? ¿puede ser perfecto alguna vez el hombre? ¿cuándo? ¿quedará alguno en el momento en que esa situación ideal se produzca o ya habrán muerto todos de sida? El problema de los grandes ideales es que se acaban convirtiendo en grandes manipulaciones. Sin contar los heridos o mutilados, se baraja la cifra de alrededor de doscientos millones las personas que han muerto violentamente en el siglo XX víctimas del intento de implantar en el mundo alguno de los grandes ideales que harían al hombre perfecto: una ciencia precisa, una identidad indudable, un racismo científico... que dieron lugar al nazismo, el Gulag, el fundamentalismo religioso, los nacionalismos, el imperialismo... Pero parece que no hay remordimiento ni, menos aún, propósito de enmienda. Todavía quedan por el mundo líderes, puros e implacables, dispuestos a que mueran todos los que hagan falta con tal de no dar su brazo a torcer, seguir aceptando la aberración de que el fin justifica los medios, y sin querer enterarse de que, mientras llega a ser perfecto, un preservativo puede hacer feliz y salvar a cualquier ciudadano anónimo.

Publicado el día 1 de mayo de 2009


248.- Gestos políticos Hace un tiempo en un ayuntamiento había dos concejales que, siendo de grupos políticos diferentes, eran más o menos amigos personales. Un día uno de ellos hizo una crítica en un periódico a algunos compañeros del grupo de su amigo. Aunque el asunto era más bien baladí, éste, sorprendido por aquella declaración, le preguntó cómo había dicho tal cosa, sabiendo además que era mentira. “Es que algo hay que decir” (se entiende en contra de los miembros del otro grupo político) fue la respuesta. Este “es que algo hay que decir” muestra la indolencia y la rutina de muchos, quizá demasiados, comportamientos políticos que ayudan, y mucho, a deteriorar la imagen de los servidores públicos. Como aquel contertulio que se cree gracioso y sólo conoce un par de chistes que reitera a cada rato sin haberse preocupado nunca de renovar el guión, bastantes de quienes ejercen esa digna tarea se repiten una y otra vez sin poner siquiera un gramo de originalidad o idea fresca ante los acontecimientos que le asaltan. Varios sucedidos han acontecido en los últimos tiempos (un cambio de gobierno, la investidura de presidentes autonómicos) y en todos ellos se ha repetido milimétricamente el guión que se espera. Ni en un punto se ha salido nadie. Se ha reafirmado una liturgia mimética, llena de obviedades, de frases hechas y esperadas que sólo suscitan hastío en los ciudadanos. “No le ha convencido al jefe de la oposición el discurso del candidato”. “Ha sido un discurso magnífico, espléndido, definitivo”, asegura el miembro del partido del gobierno. Pero ¿acaso hay alguien que espere que vaya a ocurrir algo diferente a lo establecido?, vamos ¡que el jefe de la oposición, por citar un caso, está esperando con interés y curiosidad el discurso del candidato “por si le engatusa con sus bondades”!; quien no consiguió escaño en las últimas elecciones ¿qué análisis va a hacer de la situación y qué propuestas de mejora va a sugerir sino que haya un nuevo proceso electoral? Y ya en el paroxismo ¿tan torpes son algunos líderes vascos que no se dan cuenta del ridículo que están haciendo en Madrid comportándose como niños caprichosos enfadados y transformados de la noche a la mañana en los más radicales opositores ante cualquier propuesta del Gobierno, sea ésta sensata o no? Sabido es que Filipo, rey de Macedonia, sentía verdadera admiración por la cultura de Grecia y deseaba por encima de todo conquistarla. Y lo mismo le ocurría con Bizancio. Por considerarlas tan superiores a su propia cultura, Filipo ansiaba por encima de todo sentirse y verse como su líder. Una vez, cuando se dirigía a una acción militar contra Bizancio se encontró con León de Bizancio, sofista del máximo prestigio y, al preguntarle éste, “dime, Filipo, ¿por qué motivo inicias esta guerra?”, cuentan que le contestó: “tu patria, por ser la más hermosa, me ha inducido a amarla y por eso vengo a las puertas de mi amada”. “No suelen ir con espadas a la puerta de la amada los que merecen ser correspondidos; pues los enamorados no precisan instrumentos bélicos sino musicales”, fue la respuesta que recibió de León. Por supuesto que nadie puede esperar que quien está en la oposición espere a ver si le persuade el discurso del gobierno pero ¿no sería más lógico y respetuoso decir la verdad en lugar de poner “cara de atención, gesto de reflexión” y hacer un teatro de tan escaso nivel artístico? El problema está en que se nota demasiado, que la gente en seguida se da cuenta de que lo que se dice en estos casos no es verdad, y eso hastía y genera un cierto ambiente de cutrez impropio de su categoría. Ya denunció hace tiempo John L. Austin que los usos del lenguaje implican lo que se dice, lo que se quiere decir y lo que se quiere que se haga. Es decir, los intereses (legítimos o no, eso es ya otra cuestión), sus intereses, envueltos en una “metáfora mentirosa”, por utilizar una expresión de Álex Grijjelmo. Que para sacar pecho y dar imagen se necesita mucha inteligencia y mucho ejercicio de la misma. Que se lo digan a Filipo, que aunque engatusó a bastantes con sus buenos propósitos, tuvo que aguantar a su adversario más sobresaliente, Demóstenes, con las filípicas, que aun se estudian en nuestros días.

Publicado el día 15 de mayo de 2009


249.- La parábola de la esfera "Hay hombres", dice Pío Baroja en "Zalacaín el aventurero", para quienes la vida es de una facilidad extraordinaria. Son algo así como una esfera que rueda por un plano inclinado, sin tropiezo, sin dificultad alguna". Personas a quienes la lotería genética, en expresión que puso de moda "La generación X", ha brindado la posibilidad de poder ocuparse de los asuntos de la vida, sin tener que prestar atención al propio camino; gente que sólo tiene que estar ocupada de los acontecimientos porque el deslizamiento en la pendiente natural ya les lleva adelante sin sobresaltos. Esta teoría de la esfera es un referente imprescindible que hay que tener siempre a la vista para entender no sólo los comportamientos individuales sino para poder clarificar, con cierta aproximación al menos, los movimientos sociales y políticos que ocurren a nuestro alrededor. Porque de lo que aquí se trata no es que las cosas les salgan bien a algunas personas o a algunas colectividades; no es un problema de resultados ya que también a trompicones se puede dar uno de bruces con la suerte. El asunto está en que cuando la esfera está llena de esquinas por todas partes, esta condición empuja a que el propio desarrollo de las cosas sólo pueda hacerse con dolor y con tensión, y en esas circunstancias son la contradicción y la paradoja los únicos instrumentos válidos para gobernar el timón del destino. En el caso de las vidas individuales, públicas o desconocidas del gran público, los ejemplos de una u otra fortuna se encuentran a cada paso. Hablando de todo esto, es famosa y obligada la cita de Favorino de Arelate, que fue uno de los más célebres filósofos y sofistas que pasaron su vida en el marco del Imperio Romano, y del que son muy conocidas las tres paradojas que, según relato de Filóstrato, contaba de sí mismo el propio filósofo: ser galo y tener mentalidad de griego; ser eunuco y sufrir un proceso por adulterio; y haberse enfrentado a un emperador y estar vivo. En cuanto a los grupos políticos y sociales también vale la teoría y no debe sorprender que mientras hay quienes ruedan sin aristas, a otros no les cabe más solución que estar cuestionándose permanentemente a sí mismo, una circunstancia que les impide diseñar el camino del futuro. Ahora bien, se pregunta Pío Baroja, "¿es talento, es instinto o es suerte? Los propios interesados aseguran ser instinto o talento; sus enemigos dicen casualidad, suerte, y esto es más probable que lo otro, porque hay hombres excelentemente dispuestos para la vida, inteligentes, enérgicos, fuertes, y que, sin embargo, no hacen más que detenerse y tropezar en todo". Hay un ensayo de respuesta cuando a continuación recuerda que "un proverbio vasco dice: "El buen valor asusta a la mala suerte". Y esto es verdad a veces..., cuando se tiene buena suerte". Y es en "Los pilotos de altura" cuando intenta revisar su posición con las palabras de Chimista: "La suerte", traduce de un dicho también vasco, "que hay que tener, se tiene" pero "la fortuna quiere que se la busque". Sin embargo es claro que este marco no tiene por qué ser necesariamente un problema. Lo que sí hace falta es convencerse de que hay que navegar con esa dificultad de origen para estar más atentos a los guijarros del camino. Y saber que hay que ocupar un tiempo razonable en limpiar los recodos para evitar los tropezones en la bajada. Aseguran algunos que en tiempo de guerra los médicos militares siguen la que se llama "regla de la triage", que más o menos dice así: a los heridos que no tienen solución, no se les atiende; a los leves tampoco; y únicamente se interviene a los graves o a los muy graves y siempre en la proporción de que puedan salvarse. Y como resulta que en esto de las piedras también hay grados, tal vez lo prudente sea sentirse como enfermo grave o muy grave pero con posibilidades de curación ya que, como dice el refrán, sobre negro no hay tintura. Porque de esa forma es más fácil encontrar arreglo con uno mismo. Que ya es bastante.

Publicado el día 22 de mayo de 2009.


250.- Los satisfechos Desde que nos fuimos acostumbrado al ruido de la crisis, no dejan de oírse por todas partes voces, parece que muy convencidas, asegurando que con estos contratiempos sociales y económicos ya se ha demostrado sobradamente que el “neoliberalismo” (término de todas maneras con cierto tufillo de revoltijo) no es la solución capaz de organizar y de crear una sociedad, no ya más justa sino ni siquiera viable comercialmente, que esa doctrina se ha descubierto como aberrante y debe por tanto desterrarse de la vida pública y privada. Y no sólo se escucha este mensaje sino como complementario este otro: que ya se han dado pasos para sustituirlo por otro sistema más beneficioso, más hacedero y, por supuesto más justo por más social. Y puede que tengan razón quienes esto dicen y que no sólo se haya llegado a este convencimiento por parte de la opinión pública, los interesados y los responsables políticos sino que de verdad se estén dando pasos para corregir tal aberración que nos ha llevado a donde nos ha llevado. Puede ser. Pero desde una visión exterior y por supuesto nada especializada, da la impresión de lo contrario, de que, si a lo mejor a la hora de la digresión teórica se puedan decir muchas cosas buenas, lo que en realidad se está haciendo es más de lo mismo y apenas se han corregido los males de lo que llaman eso, neoliberalismo. Aunque los límites siempre son algo imprecisos como no puede ser de otra manera tratándose de perfiles sociológicos, en la política moderna, dice el economista J. K. Galbraith que en nuestras sociedades avanzadas hay dos grupos de desigual poder e influencia por lo que la democracia se ha convertido en algo imperfecto. Por una parte están los favorecidos, los potentados y los ricos sin excluir la burocracia empresarial ni los intereses comerciales, y, por otra, los social y económicamente desposeídos, junto con un considerable número de quienes, por inquietud y compasión, acuden en su ayuda. Y ¿qué quieren los primeros, los satisfechos, los impecables conservadores que dice Rafael del Águila? Pues lo que se está haciendo. La “mayoría satisfecha”, que se caracteriza entre otras cosas por su condena del Estado, sólo acepta su intervención precisamente para el gasto militar y para el rescate financiero, es decir cubrir los déficits que provoca, cuyo último ejemplo significativo ha sido el rescate de la GM. Lo demás, los llamados gastos sociales, sólo crean vagos. No se puede olvidar que esta “mayoría satisfecha” por razones prácticas y salvo movimientos espectaculares, que aparecen de vez en cuando, es la que gobierna. Lo dice Galbraith: los ricos y los acomodados tienen influencia y dinero. Y votan. Los conscientes y los pobres tienen número pero muchos de los pobres no votan. Los satisfechos se convierten en mayoría social, aunque sólo sumen una parte menor de ciudadanos, porque votan. Hay democracia pero es la democracia de los afortunados, se trata de un combate desigual. De otra manera irían las cosas si votasen: serían reclamados y sus exigencias cubiertas. Y mientras, lógicamente, porque se está llevando a cabo precisamente lo que quiere la mayoría satisfecha, la derecha está entretenida en otra cosa, cuyo máxima figuración son las “menores” de Berlusconi (no olvidemos que hablamos de Europa). Es como cuando en los partidos de fútbol a un equipo le interesa perder y se dedica a congelar el juego, a llevar el balón al banderín de córner para que pase el rato o a producir faltas y quejas todo el tiempo. Mientras, para la izquierda europea, controlada en la campaña electoral, a lo que parece, por los expertos en relaciones sociales (acomodados a sus rutinas de manual, repitiendo de corrido y sin analizar frases hechas de viejos libros de texto e incapaces de innovar o imaginar si quiera que se puede reinventar la sociedad) que aseguran que en elecciones es peligroso amenazar a la comunidad de satisfechos, les están pintando bastos en estas elecciones. A lo mejor es porque en el fondo practica, porque la cree acertada, la teoría irónica de Galbraith de que con cuanta más generosidad se alimente al caballo con avena, más granos caerán en el camino para los gorriones. ¿Qué pasó, por ejemplo, con la Carta Social?

Publicado el día 6 de junio de 2009


251.- Loor y gloria para Silvio Berlusconi Por lo que se nota, al menos a primer vista, parece que han escandalizado a mucha gente las fotografías, y consiguientemente las fiestas y bacanales del jefe de Gobierno y “rico máximo y principal” de la república italiana Silvio Berlusconi. Las críticas, aunque han surgido de diferentes trincheras y diversos discursos, por lo general han versado sobre la mezcla del uso de lo público y lo privado usándolo todo como fortuna propia; el ejercicio de la censura a la prensa mediante el recurso al fiscal para que requise las fotos e impida su publicación; y algo que se ha dicho, no muy explícito sin duda porque no hay datos que lo avalen, salvo la denuncia, puede que resentida, de su esposa, o ya ex, sobre relaciones con menores. Y todo eso adobado con una crítica generalizada a los votantes italianos sobre la enormidad de nominar, bien que algo menos que en las anteriores elecciones, a ese monstruo (aquí hay matices en cuanto a la condena moral) de inmoralidad. ¡Minucias, en definitiva! A todo esto hay que añadir para quienes no lo sepan o no le recuerden que, si bien las maldades que se le atribuyen no son del mismo jaez, en estas últimas elecciones el señor Berlusconi ha elegido un procedimiento similar al del Partido Popular en España: solicitar el perdón de la opinión pública presentándose como candidato y encabezando la lista de su partido al Parlamento Europeo y entendiendo que si la daban su confianza en las urnas ello era prueba de que aceptaban su modo de vida y no les parecía mal su comportamiento, vamos, que le perdonaban todo y no le hacían culpable de nada, lo que según esa teoría han hecho cumplidamente. Dice Gilles Lipovetsky que la postmodernidad, “se caracteriza entre otros muchos rasgos por ser aquella en la que el individualismo hedonista y personalizado se ha vuelto legítimo y ya no encuentra oposición, dicho de otro modo, que la era de la revolución, del escándalo, de la esperanza futurista, inseparable del modernismo, ha concluido”. Y probablemente lleve toda la razón. Porque, si bien se mira, no se aprecia entre los ciudadanos signos manifiestos de reproche a lo que significa la vida y la conducta de ese líder social. Más aún puede incluso pensarse que la publicación por parte de El País de algunas de esas fotografías no sólo no le ha servido para rebajar sus expectativas electorales sino que puede que éstas se le hayan mejorado. Desmenuzar ante la opinión pública las pruebas evidentes de su vida de esplendor lejos de llevarle a la execración moral, como algunos ingenuos y fuera de toda realidad podían imaginar, le ha elevado varios puestos en el altar de la popularidad, la admiración, el entusiasmo y la devoción por una vida llena de éxitos indiscutibles. Es lógico todo esto y nadie debe extrañarse de que acontezca lo que está ocurriendo. Dejémonos de pamplinas, de discursos morales vacíos y sin alcance práctico y pongamos delante de nuestro conocimiento qué modelo de sociedad estamos promoviendo y practicando todos, unos más que otros, pero al fin y al cabo todos. Lo que proponemos de manera descarnada y sin hipocresías es un tipo de vida cómodo, de tarea sencilla, en el que sin esfuerzo llegue dinero fácil, popularidad inmediata no como resultado sino como medio de enriquecimiento, y triunfo a la mano. Cada uno podrá buscar las excusas que quiera si es que piensa que lo está haciendo mal pero (por citar un ejemplo periodístico de los muchos a los que se podría echar mano) cada espectador que ocupa su asiento para ver los programas de telebasura, por cierto especialmente promovidos por las televisiones del sr. Berlusconi, cada uno de ellos con nombre y apellidos está propiciando este modelo de vida y de valores que se ha adueñado del patio común de los ciudadanos. Es curiosa la descripción de afirmar que se están perdiendo los valores. Dicho sea con todo respeto es una solemne tontería esa afirmación: lo que está ocurriendo es que se están favoreciendo otros que están dado a origen a una nueva manera de ser y de comportarse. Porque valores siempre los hay. Y en ese nuevo formato de vida y costumbres Silvio Berlusconi es el triunfador de campeones y tanto más admirado cuanto más número uno. Gloria y loor por tanto al siempre maravilloso y dominador don Silvio Berlusconi. Publicado el 19 de junio de 2009


252.- Gaza, otra vez La Audiencia Nacional ha proclamado pública y oficialmente que en Israel están investigando una matanza en Gaza del año 2002, que afecta a siete responsables militares israelíes, entre ellos el entonces ministro de Defensa Benjamín Ben Eliécer. Y aunque a algún escéptico (que siempre hay por la calle maliciosos y desconfiados que no se creen los que les dicen las sabias autoridades) le pueda parecer una broma, macabra por supuesto, el órgano judicial lo ha asegurado con toda la prosopopeya, seriedad y énfasis adecuada a tal afirmación. Y a lo mejor hasta es posible que, pasados algunos años, el tribunal israelí dicte sentencia y, de la misma manera que ocurre cuando, por ejemplo, declara ilegal un asentamiento, la edificación continúe como si tal cosa. En todas las oportunidades en las que hablamos, más que de palestinos aunque todos merecen una consideración distinguida, de Gaza, vienen a la memoria los versos de Baudelaire en “Lo irremediable”: “símbolos claros (el infeliz embrujado, el condenado, el navío atrapado), cuadro perfecto / de una suerte irremediable / que hace pensar que el Diablo / ¡siempre hace bien todo lo que hace!”. Cada día, en cada oportunidad en la que llegan informaciones, noticias, y reseñas, éstas vierten lo mismo, dicen lo mismo y cuentan lo mismo: no hay solución al drama, posiblemente el más duro, que están sufriendo seres humanos en la Tierra. Como en una plaza sitiada, al estilo de Maquiavelo, o los tres septenarios del Apocalipsis, los habitantes de Gaza sufren el cerco amurallado de los tres peores enemigos que una sociedad pueda echarse encima. El primero, uno exterior que no hay engaño, marrullería, mentira, perversidad, inmoralidad, vileza, indecencia, iniquidad, infamia o abuso que no haya cometido y del que, gracias a la infiltración de la prensa, cada día se descubren más maldades. (El otro día se ha sabido que militares israelíes se han visto forzados en conciencia a “denunciar el maltrato que sufren los palestinos” contando cómo "la opinión común entre los soldados del batallón X es que los árabes son animales salvajes que deben ser destruidos"). Un segundo enemigo, en este caso interior, es la detestable “nacional-religiosidad”, que, dicha de una manera académica, es fundamentalismo, pero que en la conversación sincera se expresa con más acierto como “fascismo religioso”, la más dura y lamentable dictadura con el argumento tan repetido por todo el mundo de declararse portavoz de Dios. Y completa el arco de iniquidad la connivencia nuestra, la de los buenos, los demócratas, los adalides de los respetos humanos. Para colmo el problema de Gaza, de los palestinos es que importan hasta las horas porque, mientras, se les echa de casa en Jerusalén, se amplían los asentamientos, y se les roba la tierra y el agua. Es posible que algún fiel lector amigo pueda reprochar que este artículo ya ha sido escrito en alguna otra ocasión. Tiene razón. Por supuesto que no contiene las mismas palabras, los mismos términos y los mismos datos pero encierra igual maldición e idéntico anatema para todos aquellos que son responsables de lo que pasa, fundamentalmente para el pueblo israelí que ha elegido a unos representantes (da igual al partido al que pertenezcan porque todos están sentados en el mismo gobierno y dicen que el pueblo nunca se equivoca) que están hablando de proponer “un año de prisión para cualquiera que se oponga por escrito a la «existencia de Israel como Estado judío y democrático»” y hasta tres años de cárcel para quienes “conmemoren la Nakba [catástrofe], el término que emplea la población palestina para referirse a la desposesión y la expulsión que implicó para 700.000 de ellos la creación del Estado de Israel en 1948”. No faltan motivos graves cada día para recordar a Thomas Hobbes (“el hombre es un lobo para el hombre”) pero los límites intolerables en que viven, por llamarlo de alguna manera, los habitantes de Gaza merecería un recordatorio cada mañana en los informativos.

Publicado el día 4 de Julio de 2009


253.- Tráfico El manejo de los sentimientos siempre ha sido una de las tareas más delicadas que los seres humanos podamos hacer. Siendo, en la doctrina clásica, mucho más importantes las llamadas potencias del alma, la razón y la voluntad, y por tanto de mayor exigencia de cuidado y atención, es sin embargo la vida emotiva, la vida afectiva la que más nos solicita y reclama cuidado al ponerla entre manos. Ya lo dice José Antonio Marina: “nada nos interesa más que los sentimientos porque en ellos consiste la felicidad o la desdicha”. Y a este mundo parecen apuntar los comportamientos de los aparatos del Estado responsables del tráfico hasta el punto de que a veces da la impresión de que cualquier desacuerdo, cualquier disidencia con la línea de pensamiento impuesta resulta una heterodoxia lamentable o, al menos, de mal gusto. Pero no es así en ningún caso. ¿Se puede hablar serenamente de que exista o haya una política de tráfico? ¿Una política con fines, metodología, presupuesto, instrumentos y coordinación pública? Difícilmente. Lo que uno descubre en cuanto analiza medidas y sistemas de tráfico es exclusivamente la represión, el escarmiento y el control. No parece que haya otra tarea que llevar a cabo ni otra actuación. Por supuesto que colateralmente se van mejorando algunos sistemas pero una política de Estado con todos los elementos necesarios para poder ser calificada como tal no se encuentra en el espacio público. Ni en los organismos centrales ni tampoco en lo que se llaman regiones periféricas del Estado. Lo único que está sobre la mesa es una coerción cada vez más intensa con el sujeto de la conducción por parte de la Administración general del Estado y una ausencia manifiesta por lo obvia de todos los demás poderes públicos como si no hubiese otras muchas cosas que hacer, que corregir, que proclamar, que legislar, que atender, que poner en orden. ¿Es que nadie ha caído todavía en la cuenta de en cuántas oportunidades se queda en la carretera todo el fin de semana la señal en amarillo de 20, o 30, o 40 kilómetros por obras? ¿Hay algún ejemplo más obvio de cosas que hay que rectificar y sin que el conductor sea el culpable? Valgan dos ejemplos suficientemente significativos. El primero más inmediato: ¿Ha habido alguna corporación local que, para estimular o facilitar la vida social de sus ciudadanos, haya tomado alguna iniciativa en relación a los medios de transporte que permitan volver a casa a quien se ha tomado una copa? La segunda tiene un mayor contenido político y aquí sólo puede sugerirse. Ya se sabe que siempre que se habla de administración, y más aún de la Administración, los oyentes empiezan en el acto a bostezar y eso en el mejor de los casos y si no se enfadan. Incluso hace ya demasiado tiempo que muchos intelectuales consideran de bajo nivel teórico ocuparse de estudiar asuntos relacionados con este asunto. Pero no tienen razón porque la política es un lenguaje de terribles efectos sociales. Un ejemplo paradigmático de cómo decisiones aparentemente organizativas encierran dentro una concepción ideológica y política del más alto nivel es precisamente el tráfico: ¿Para cuándo un ministerio de tráfico? Quienes conocen el funcionamiento de las administraciones saben que la única efectiva manera de coordinar una acción pública es implicar a todos los sectores afectados en una única tarea política, y eso se consigue en una mesa como la del Consejo de Ministros, donde están todos los protagonistas. Mientras tanto, mientras esto no se haga, cada parcela de la Administración irá por su lado con los desajustes que vivimos a cada rato. Sorprendentemente es la primera vez que en el tráfico (en toda la Administración del Estado) se premia a los buenos aumentando los puntos. ¡Albricias, con todo lo que significa social y políticamente esa medida!

Publicado el día 17 de julio de 2009


254.- Ir a la raíz (1) A lo mejor no es así pero puede que estemos en una nueva ocasión enfrascados en discursos cada vez más coherentes y con sentido pero más alejados de la realidad. Puede que, como en tantas otras oportunidades, al final todo quede en aguas de borrajas y ni siquiera se de un paso real en la dirección correcta. Puede, y esto sería lo más trágico, que ni siquiera sea posible mejorar lo que son las cosas en la orientación adecuada. Canceladas por el momento, o al menos aminoradas, las demandas de un cambio legislativo y un endurecimiento de las penas a los menores en razón de la gravedad de lo que han hecho, el foro ha empezado a llenarse de propuestas aparentemente más serenas y con un contenido lo suficientemente atractivo para convencer a casi toda la gente: hemos de aceptar y entender como humano -propone por lo que se lee y se ve la opinión común- que el entorno de las víctimas formule propuestas firmes y urgentes encaminadas a modificar la legislación aumentando las penas y los castigos a los culpables; nos explicamos que es una reacción muy lógica que debe ser recogida con cariño pero que conviene, al menos por ahora, aparcar porque la razón, se dice, aconseja no legislar “en caliente” y además no parece conveniente y ni siquiera es eficaz llenar las cárceles de niños delincuentes. Centrar el debate en discutir sobre el cambio de edad penal de los más jóvenes, asegura la reflexión que se ha acabado imponiendo, es querer poner parches al problema –para disimularlo, para tranquilizarnos- pero no es abordar el problema en su última raíz. Así es como de momento ha quedado descartada en términos generales cualquier acción legislativa o punitiva inmediata y se ha impuesto el buen tono, el saber propio de una sociedad madura que, aunque lo comprenda, en ningún caso se deja llevar por la precipitación para tomar decisiones de importancia penal y social. “Si hay que cambiar la ley, pues cambiémosla pero no a partir de un caso mediático”, explican. Y así ¿en qué consiste este argumento de evitar el atolondramiento, la ligereza y plantear el asunto con sentido y madurez, ir al fondo del problema que se ha suscitado? “Lo que deberíamos hacer es preguntarnos qué está pasando, qué nos ocurre, por qué se producen situaciones como las vividas, si es que estamos haciendo mal las cosas como sociedad, como conjunto responsable colectivamente para que ocurran casos tan espantosos, algo que parece bastante probable a la vista de sus consecuencias”, vienen a decir estas propuestas juiciosas Y no debemos andar por el buen camino, repiten, porque de otra manera no se producirían estas conductas tan deleznables, ni cada dos por tres nos llegarían noticias lamentables de esta calaña. “Ello es una prueba fundada de que no sólo es que no estamos obrando con acierto sino que incluso estamos equivocándonos del todo”, de que hemos abandonado el buen camino y los viejos principios que nunca debimos olvidar (esa extraña manía de pensar y creer, sin ningún fundamento histórico ni científico, que hubo una edad de oro), y de lo malos que somos todos, (bueno, casi todos porque aunque la mayoría por humildad, delicadeza o prudencia lo hace sin señalar, por el contrario hay quienes, encaramados en el púlpito de su refulgente y espléndida virtud, lanzan rayos y truenos como un Júpiter enfadado culpando a unos y a otros -el gobierno como responsable de todas las cosas malas que hacemos todos suele ser una referencia muy estimada- menos a sí mismos ¡faltaría más!). En esas estamos y ésta parece la opinión dominante (desde luego expuesta con templaza y con mesura no vaya a ser que nos atormentemos en demasía y sin estridencias) que casi se ha convertido en pensamiento único y en el juicio de valor mejor visto social e ideológicamente. Y ya está. Impuesto en el foro del debate general este buen discurso sobre la deriva moral, lleno el ambiente de lamentaciones como si estuviéramos reviviendo otra época de profetas bíblicos, que parece que han reaparecido con su dedo acusador, saturados de recomendaciones morales, (aunque puede detectarse un tufillo sospechoso de que la pregunta está empezando a ser más retórica que sincera) cabe plantearse ¿y ahora qué?

Publicado el día 31 de julio de 2009


255.- Si hay alguna solución (2) Descartada, parece pues en principio, una modificación inmediata y “en caliente” de la legislación (que, además, “no va a arreglar nada”) con ocasión de las graves barbaridades cometidas por menores sin responsabilidad penal, la segunda parte del discurso que se ha impuesto, y a la que parece apuntarse la mayoría de la gente, en principio parece dar imagen de coherente. Aunque ahora con lo de la playa y el verano estamos en otras cosas y casi se ha olvidado el tema, más o menos lo que se ha dicho y repetido por muchos de los que se consideran con capacidad y conocimiento es que el intríngulis y la raíz de todo ese problema está en que como sociedad, como colectividad, nos estamos equivocando. No es posible otra explicación, aseguran: “si pasa lo que está pasando, es porque todos en conjunto estamos haciendo algo mal”; y estas conductas tan deplorables se explican en “los errores que estamos cometiendo”; que no es que la legislación esté mal planteada o haya que masacrar a estos pequeños delincuentes, es que, dice la gente de pensamiento, tenemos que analizar con serenidad y calma la situación y, visto lo que hay que corregir, ponernos a la obra: es la única forma de que todo quede resuelto porque, hecho el diagnóstico y conocido el camino, ya todo será coser y cantar; o sea que como únicamente corrigiendo nuestros desajustes podemos evitar que se repita lo que no debería repetirse, pues mejoremos lo mejorable, rectifiquemos lo rectificable, anulemos lo anulable y desechemos lo desechable. Dicho de otra manera más simple: tomemos la buena senda y empecemos a hacer las cosas como deben hacerse, es decir, bien. Y ¿qué es lo que “estamos haciendo mal” para que ocurra todo esto? Lo primero es que nuestra sociedad no es precisamente un dechado de virtud y así estamos dando un mal ejemplo a los jóvenes. La segunda parte es que, con esta experiencia, la educación familiar, escolar y social que estamos impartiendo y los programas de prevención desde las correspondientes instancias e instituciones no funcionan o lo hacen muy mal: no estamos educando bien y ahí está el núcleo de la cuestión. En verdad que todo lo anterior (que debería ir entrecomillado porque son expresiones sacadas de aquí y de allí) es un resumen, mejor o peor resuelto, de tantas y tantas opiniones y explicaciones como se han propuesto y formulado en esta ocasión. Opiniones y explicaciones a primera vista llenos de sentido común y de sensatez pero que, vistas en su totalidad (y con algunas excepciones dignas del mayor aprecio y respeto) tienen más de apariencia que de verdad, más de palabras hueras que de contenidos serios, más de echar balones fuera que de comprometerse en resolver algo. Dicho de una manera breve y escueta: lo que mucha gente ha venido a decir es que tenemos que ser buenos y educar bien a nuestros hijos porque el día que así lo hagamos ya no habrá acciones lamentables y desgraciadas; que cuando seamos perfectos y hagamos todo bien, ya no habrá problemas. Por supuesto que no es fácil coger el toro por los cuernos y desde luego muy espinoso precisar soluciones a problemas complejos pero lo que aquí ha pasado globalmente es que la arenga buenista, que se dice ahora, el alegato moral absoluto, lleno de bellas y hermosas frases e ideas, se ha convertido en una estrategia, consciente o inconsciente, para evadir soluciones reales y válidas. En lugar de callarse si no se tienen respuestas, con una prédica y una argumentación aparentemente veraz, inteligente y pertinente se ha vuelto a utilizar el lenguaje de lo ideal y del ensueño como un modo de evasión de la realidad pero ¡no nos engañemos! no sólo inútil sino lamentable. Gritar “¡a ser buenos todo el mundo!” es una de las formas más tristes y cínicas de dejar las cosas como son porque, ¿cómo y de qué manera empezamos a “hacer las cosas bien”?, ¿habrá que iniciar una cruzada?, ¿tal vez un movimiento revolucionario? Parece obligado denunciar la trampa que se nos ha tendido para quitarse de en medio y dejar las cosas como están. Porque lo del recurso a la escuela requiere mayor atención.


256.- Recordando a Tomás Moro Descartada, parece pues en principio, una modificación inmediata y “en caliente” de la legislación (que, además, “no va a arreglar nada”) con ocasión de las graves barbaridades cometidas por menores sin responsabilidad penal, la segunda parte del discurso que se ha impuesto, y a la que parece apuntarse la mayoría de la gente, en principio parece dar imagen de coherente. Aunque ahora con lo de la playa y el verano estamos en otras cosas y casi se ha olvidado el tema, más o menos lo que se ha dicho y repetido por muchos de los que se consideran con capacidad y conocimiento es que el intríngulis y la raíz de todo ese problema está en que como sociedad, como colectividad, nos estamos equivocando. No es posible otra explicación, aseguran: “si pasa lo que está pasando, es porque todos en conjunto estamos haciendo algo mal”; y estas conductas tan deplorables se explican en “los errores que estamos cometiendo”; que no es que la legislación esté mal planteada o haya que masacrar a estos pequeños delincuentes, es que, dice la gente de pensamiento, tenemos que analizar con serenidad y calma la situación y, visto lo que hay que corregir, ponernos a la obra: es la única forma de que todo quede resuelto porque, hecho el diagnóstico y conocido el camino, ya todo será coser y cantar; o sea que como únicamente corrigiendo nuestros desajustes podemos evitar que se repita lo que no debería repetirse, pues mejoremos lo mejorable, rectifiquemos lo rectificable, anulemos lo anulable y desechemos lo desechable. Dicho de otra manera más simple: tomemos la buena senda y empecemos a hacer las cosas como deben hacerse, es decir, bien. Y ¿qué es lo que “estamos haciendo mal” para que ocurra todo esto? Lo primero es que nuestra sociedad no es precisamente un dechado de virtud y así estamos dando un mal ejemplo a los jóvenes. La segunda parte es que, con esta experiencia, la educación familiar, escolar y social que estamos impartiendo y los programas de prevención desde las correspondientes instancias e instituciones no funcionan o lo hacen muy mal: no estamos educando bien y ahí está el núcleo de la cuestión. En verdad que todo lo anterior (que debería ir entrecomillado porque son expresiones sacadas de aquí y de allí) es un resumen, mejor o peor resuelto, de tantas y tantas opiniones y explicaciones como se han propuesto y formulado en esta ocasión. Opiniones y explicaciones a primera vista llenos de sentido común y de sensatez pero que, vistas en su totalidad (y con algunas excepciones dignas del mayor aprecio y respeto) tienen más de apariencia que de verdad, más de palabras hueras que de contenidos serios, más de echar balones fuera que de comprometerse en resolver algo. Dicho de una manera breve y escueta: lo que mucha gente ha venido a decir es que tenemos que ser buenos y educar bien a nuestros hijos porque el día que así lo hagamos ya no habrá acciones lamentables y desgraciadas; que cuando seamos perfectos y hagamos todo bien, ya no habrá problemas. Por supuesto que no es fácil coger el toro por los cuernos y desde luego muy espinoso precisar soluciones a problemas complejos pero lo que aquí ha pasado globalmente es que la arenga buenista, que se dice ahora, el alegato moral absoluto, lleno de bellas y hermosas frases e ideas, se ha convertido en una estrategia, consciente o inconsciente, para evadir soluciones reales y válidas. En lugar de callarse si no se tienen respuestas, con una prédica y una argumentación aparentemente veraz, inteligente y pertinente se ha vuelto a utilizar el lenguaje de lo ideal y del ensueño como un modo de evasión de la realidad pero ¡no nos engañemos! no sólo inútil sino lamentable. Gritar “¡a ser buenos todo el mundo!” es una de las formas más tristes y cínicas de dejar las cosas como son porque, ¿cómo y de qué manera empezamos a “hacer las cosas bien”?, ¿habrá que iniciar una cruzada?, ¿tal vez un movimiento revolucionario? Parece obligado denunciar la trampa que se nos ha tendido para quitarse de en medio y dejar las cosas como están. Porque lo del recurso a la escuela requiere mayor atención.

Publicado el día 29 de agosto de 2009


257.- Cada uno, sus razones (y 4) Como si fuese una consecuencia natural, quienes con unos u otros términos proponen soluciones ideales y utópicas para el espinoso asunto de la violencia de los menores, acaban siempre reclamando el mismo arreglador del desaguisado: es la educación, dicen, la única escapatoria. Pero este recurso a la escuela, además de tópico y sin sentido, es enormemente injusto ¡como si el sistema educativo no estuviese ya haciendo lo que se espera y se le demanda! Reclamar su ayuda, echarle la carga de renovar y reparar todos nuestros cualesquiera disparates morales parece una posición de buen tono, algo sensato, pero es innecesario porque la escuela, los sistemas educativos ya ejercen plenamente sus responsabilidades, son casi lo único limpio que queda en las sociedades actuales y bastante tarea tienen con contrarrestar los “ideales” que propone la realidad que les rodea. Valga un apunte nimio: cada famoso, incluso los serios que lo son por su trabajo, que sale en la televisión, y más si lo hace contando que a lo que se dedica es porque a él eso de las matemáticas y la lengua... o porque era el gracioso de clase, destruye millones de actuaciones de los docentes. Precisamente el problema viene porque los mensajes que los menores (y todos, también los adultos) reciben fuera de la escuela, el ruido que producen las estructuras mediáticas, comerciales, de filosofía de vida, y de reglas de juego son la otra cara, justo lo contrario de lo que se aprende en clase. Las pautas que se ofrecen para manejarse por el mundo contradicen abierta y totalmente el discurso de la educación. No está el problema ni el remedio en ella sino fuera, en la calle, en la casa, en la televisión, en el consumo, en el ejemplo reiterado y excesivo de los personajes públicos, en las prédicas llamadas realistas, y a veces sin pretenderlo hasta en la insinuación subyacente y subliminal de muchos proyectos legitimistas y liberadores. No nos engañemos. Con estos materiales poco o casi nada se puede hacer. Desde luego con mensajes como el de “hemos de estudiar la educación que les estamos dando”, sin más, sin precisar quién, cuándo, cómo (porque decir todos es lo mismo que decir nadie, una tautología contraria, que dicen los filósofos) es una forma especialmente elegante, y seguro que atrevida, de lavarse las manos. Pasa como, por ejemplo, con el discurso maximalista a pleno pulmón de tantos redentores de que hay que conciliar la vida familiar y la laboral: bien de acuerdo ¡cómo no!, pero de qué manera, a qué ritmo, con qué plazos... quién le pone el cascabel. Sólo con una voluntad general, con una decisión de planificar y llevar a cabo un proyecto colectivo que implique a responsables públicos (en un informe del Poder Judicial se pone de manifiesto que “6.000 sentencias de menores no se ejecutan por falta de medios y que la falta de centros, educadores y recursos terapéuticos...”) y a la sociedad civil (hacen falta miles de familias de acogida, colectivos de padres que trabajen en una misma dirección inequívoca...), porque sicólogos y pedagogos sensatos saben lo que hay que hacer, se podrían mitigar muchas situaciones. Y aquí, en este desgraciado asunto, es triste pero va a ocurrir como en los pecados colectivos, que entre todos la mataron y ella sola se murió. Porque no es un tema prioritario (salvo las bullas de cuando acaece algo significativo) ni siquiera para un pacto social y ni una comisión técnica que al menos juntara el dinero que hay y homogeneizara los múltiples y diversos tratamientos. Y porque a fin de cuentas todos tenemos razones para seguir como estamos, mientras no nos toque la china de manera muy cercana. Y lo de Pozuelo es una vieja variante, anacrónica por repetida. ¿Qué pasa con las ofertas internacionales de vacaciones en España que incluyen noches de borracheras como gancho para sus clientes más jóvenes? No hace mucho Alicia Jiménez, en el Periódico de Cataluña, comentaba que “los nuevos focos de atracción son un poquito más hard: alcohol, droga y la posibilidad de arrearle un mamporro a algún municipal heroico”. Seguro que los turoperadores dirán que ellos también tienen familia a la que alimentar.


258.- Argumentos morales Resulta cuando menos sorprendente que una multinacional, cuyo objetivo propio es su cuenta de resultados y de la que hasta el momento se desconoce que tuviese alguna preocupación por el medio ambiente, de pronto se torne ecologista de primera línea y preocupada en extremo por la preservación de la naturaleza hasta el punto de modificar su sistema de entrega de mercancías (que casualmente regalaba a sus clientes y ha sido sustituido por otro que cobra religiosamente). Y ocurre esta circunstancia cuando además, a lo que parece, dicha empresa sigue utilizando con toda naturalidad como recipiente para otros muchos productos, que expende mediante el pago correspondiente, el mismo o semejante material que, lógicamente, debe tener idénticos inconvenientes y desventajas medioambientales. Puestas así las cosas, puede pensarse que la insistente y cansina campaña publicitaria que ha puesto en marcha con el supuesto objetivo de convencer a las masas del desastre ecológico que son las bolsas de plástico (que ya se conocía que lo eran pero que, como en tantos otros productos comerciales, se hace la vista gorda para no complicar más los beneficios empresariales y el paro laboral) obedece en realidad, además de a intereses comerciales, a la justificación de una mala conciencia. Es la falacia aquella de los latinos que decía que quien se justifica sin necesidad, algo tiene que ocultar. Resulta curioso pero hace unos días la Consejera de Salud reconoció que existe una "importante presión de la industria farmacéutica y tecnológica para que los ciudadanos adquieran productos contra la gripe A” aunque señaló que no cree que esta presión sea producto de "una conspiración mundial para la aparición de esta nueva enfermedad", por lo que estamos donde muchos suponían: es posible que la gripe de referencia actual no haya sido producida expresamente para aumentar la cuenta de resultados de la industria farmacéutica pero la campaña propagandística a nivel mundial es evidente que, como ya ha ocurrido en otras oportunidades, no tiene otro propósito. De esta manera la preocupación por nuestra salud no pasa de ser una expresión de cortesía de dudoso gusto (y ahí está como ejemplo el debate por la sanidad en los Estados Unidos). Lo lamentable de estos procedimientos es que utilizar argumentos morales para llevar a cabo un acto o una actividad impropia o injustificable, o cuando menos siendo benévolos dudosa, es una doble felonía. Por una parte por echar mano de referencias que afectan a lo más inviolable de la persona y, por otra, por el engaño y la trampa que puedan encerrar. Pero no son únicamente los intereses comerciales los que utilizan esta estrategia. Cada día nos encontramos declaraciones de unos y otros explicando con supuestas argumentaciones éticas actitudes que es claro que no obedecen a lo que están diciendo. Y no se crea que este hábito sea propio sólo de políticos, algo que injustamente se aduce en más de una ocasión. Es verdad que algunos lo practican más de lo deseable, pero no lo hacen menos otros muchos personajes públicos de todos los colores y condición. No es sin embargo que las cosas estén especialmente mal en este momento de la historia. Acudir a valores intangibles y superiores para justificar intereses perversos ha sido una práctica común y habitual que por exitosa ha servido en demasiadas situaciones. Camuflar la avaricia de poder de un tirano con el amor a la patria para conseguir que la gente sencilla entregue su vida por algo que ni le va ni le viene o echar mano del nombre de Dios son prácticas que requieren más de una reflexión. Pero, como ya advertía Epicuro hace veintitantos siglos (el que comete una injusticia sabe que no siempre estará oculta), esta estrategia tiene tan poca consistencia ideológica y teórica, es tan débil argumentalmente que cada vez hay más observadores advertidos que la descubren con facilidad, con lo que, además de desacreditarse, acaban haciendo un pan como unas tortas. Y así afortunadamente menos gente se la cree.

Publicado el día 26 de septiembre de 2009


259.- Un alto en el camino Como un rito obligado en una liturgia social, es absolutamente imprescindible que de vez en cuando hagamos un hueco entre los ruidos de la calle y recordemos que el poder está ahí, que sigue vivo, que es inevitable y que hay que buscar medios para saber cómo tratarlo. Es preciso hacer oídos sordos, como una ceremonia indispensable e ineludible, al barullo de las peripecias y los acontecimientos de cada momento y guardar en la plaza pública un minuto de reflexión sobre el poder, no vaya a ser que, ocupados en tantos menesteres y tantos frentes, nos acabemos olvidado de lo que está en el fondo de todo lo que pasa y nos pasa a nosotros, a unos y a otros, porque luego puede ser demasiado tarde. Ya se sabe que un rato de recogimiento, que exige dejar a un lado las bullas interiores (en forma de indignación, lamento, desánimo y también, en momentos, sueños) es complicado porque es muy fácil distraerse con los griteríos y algarabías exteriores que no se paran ni un momento y amenazan con acabar con la tranquilidad de todos. En verdad no basta con las estridencias y las explosiones de la que llamamos civilización moderna sino que personajes públicos de todos los colores y todos los pelajes gritan y gritan sin parar. Y así con todo este estropicio por medio resulta muy complicado pararse un momento para poder decir que ¡ojo!, que no nos olvidemos de que el poder está ahí y que eso hay que tenerlo siempre en cuenta. Es sin embargo muy necesario advertir a este respecto que, del hecho de que el poder no ha ejercido su protagonismo a lo largo de toda la historia con los mismos caracteres de dominio, no debe deducirse que siempre se ha presentado, y se presenta, de la misma manera. Precisamente saber reconocerlo entre sus diferentes ropajes es una cualidad que resulta enormemente útil, no ya porque puede reportar beneficios externos sino, al menos, por la tranquilidad interna que proporciona el tener claro el terreno en el que se juega el partido. Conviene recordar que pensamiento único siempre lo ha habido desde que el hombre por primera vez hizo teoría de la praxis e, incluso, desde que empezaron a consolidarse las estructuras sociales y políticas. Siempre hubo pensamiento único y éste no ha sido más que uno, es decir, el pensamiento del poder. Envuelto en uno u otro guión, a fin de cuentas la ideología dominante, como se decía hasta ahora, sólo ha tenido un discurso lineal, que no ha sido otro que el del poder. Hay que tener muy presente que el poder, el que sea, todo poder, impide que nadie se distraiga. El poder se comporta como dicen que hacía Filagro de Cilicia, un sofista del siglo II, que, si alguna vez se adormilaba alguno de sus oyentes mientras hablaba, le pegaba una bofetada. Naturalmente para que no olvidara quién era el que mandaba y cómo había que atender a sus reclamos, no fuera que alguien perdiera el rumbo y se olvidara de quién lleva la banca en el juego. Y ello a pesar de que asegure Montaigne que “nada empacha tanto ni es tan molesto como la abundancia. ¿Qué lujuria no se asquearía en presencia de trescientas mujeres a su disposición o qué placer podría sacar de la caza alguien que saliera al campo en compañía de siete mil halconeros?”. Y así, como ha sido siempre, para que no nos olvidemos que está (porque, aunque se halle agazapado, le es imprescindible saber que sabemos que está y dónde se ubica cada uno) de vez en cuando da algún golpe sobre la mesa y nos deja trastabillados y aprovecha ese momento para jugar con distintos ropajes y artificios. Unas veces se puede vestir, por ejemplo, de millones de euros; en ocasiones, en mano invisible del mercado; otras, de grupo identitario; muy a menudo, de patrón del infierno. Y hasta de pregonero de la ciencia y sostenedor del próximo Apocalipsis.

Publicado el día 19 de octubre de 2009


260.- Nada de absolutos Pues el asunto de que se trata es de que estamos todos juntos, asentados los unos a los otros porque eso de andar solos en una isla desierta es muy arduo, complicado y hasta peligroso. Y, como vivimos así y además unos son altos; otros, gruesos; bastantes, pequeños y hay hasta gigantes, ocurre que, si no hacemos un esfuerzo serio y razonable para encajarnos y cada uno tenga su sitio, se nos puede caer todo el tinglado. Como pasa con los que van en el metro o se suben a un globo: que necesitan acoplarse. De esta manera, montados en una nave espacial viva como un organismo que es La Tierra, por utilizar el lenguaje de la hipótesis gaia, que no tiene plataforma ni base en la que aterrizar, mientras avanzamos sin podernos detener, necesitamos hacer todos un esfuerzo de colaboración y de renuncia porque nadie se descuelgue y todos los pasajeros dispongan de un lugar mínimamente confortable. No es fácil por supuesto llevar a cabo esta tarea de acomodo pero se agrava porque en este viaje, por principio, ni hay jefe de estación, director de vuelo y ni siquiera acomodadores, lo que da origen a muchas complicaciones y a tener que ir rectificando a cada rato. Todo este relato, que en principio puede parecer una alegoría, es una descripción sociológica en lenguaje familiar, y propone y describe una referencia ideológica de la forma de convivencia que los griegos decidieron llamar democracia y que, por su propia naturaleza, nunca está cerrado ni aclarado ni vivido del todo. Así las cosas, la democracia de entrada no es sino el estatuto que elabora la colectividad para organizar la convivencia y hacerla incluso grata y hasta rentable, considerando que todos hemos de caber y que, como ocurre en el relato cada uno tiene su principio de individuación. La democracia así entendida es un instrumento, un denominador común, que regula pensamientos e intereses. Lo que pasa es que para hacer ese reglamento es imprescindible manejar algunos supuestos teóricos acordados que acaban constituyendo lo que se llama una ética social, lo que definimos como valores públicos. Por ejemplo, hemos aprendido la utilidad y ventaja de la cooperación y entonces hemos llevado a cabo la creación de un amistoso sistema de ayuda mutua, de que hablaban hace ya mucho tiempo, entre otros, Desmond Morris porque, tal como defienden los sociobiólogos, una sociedad de tramposos acaba destruyéndose a sí misma. De ahí ha surgido la familia de virtudes de la solidaridad. En democracia no hay valores absolutos. Hay personas que creen en valores absolutos y personas que no; personas que creen en lo que llaman ley natural fija y estable, y personas que consideran que la humanidad se hace poco a poco desde el horizonte nuevo de la evolución. Y las unas tienen que aceptar que existan las otras y deben facilitarles su propio desarrollo personal y colectivo. Y las otras tienen que aceptar que existan las unas e igualmente deben facilitarles su desarrollo personal y colectivo. Mas la democracia no valora las acciones como buena o malas: eso lo hacen las diversas doctrinas que hay en el mercado ideológico. Lo único que señala es lo que se puede hacer y lo que hay que evitar, con la finalidad de buscar y tratar de encontrar un camino para la convivencia, para que todos, piensen como piensen, puedan vivir juntos. Y es ahí ese esfuerzo que acaba siendo un comportamiento ético y moral. Cuando algo se autoriza, simplemente se está reconociendo que hay un colectivo ideológico y social que lo demanda pero en ningún caso se afirma que ello sea bueno o malo absolutamente. ¿Quién se atrevería y con qué autoridad? Eso lo decide cada uno con su conciencia y sus creencias. De todas maneras es necesario reconocer que la forma de vida en común se construye poco a poco, mezclando aciertos y tropiezos porque así es la especie humana. Y buscando, como describe Rousseau “un acuerdo admirable entre el interés y la justicia”. Que es más o menos lo que decía Solón: “yo he unido las leyes con los intereses de los ciudadanos, y así ellos creen que les trae más ventajas el obrar con justicia que el quebrantarlas”.

Publicado el día 23 de octubre de 2009


261.- Lo de los 18 años (1) Encerrar la enseñanza en un sistema que, además sea frío y rígido, es uno de los procedimientos más directos para subvertir y torcer la transmisión cultural, entendiendo por cultura todo lo que la humanidad conoce o hace como resultado de haberlo aprendido de otros seres humanos. Bien es verdad que últimamente dicen los paleontólogos que en el proceso evolutivo de nuestra especie la carga genética es tan determinante que cubre casi todas nuestras conductas y comportamientos y eso se demuestra con las noticias que aparecen casi todos los días en los medios de comunicación anunciándonos el descubrimiento del gen que explica por qué nos gusta la cerveza, preferimos trasnochar o escuchamos música clásica. Pero nos queda de todas maneras banda suficiente para la comunicación cultural que, además, como se sabe, es mucho más ágil, rápida y expedita: y no sólo eso sino que, como dice, Francisco Ayala, el científico español que trabaja en Estados Unidos, durante los últimos milenios la humanidad ha adaptado el ambiente a sus genes mucho más frecuentemente que sus genes al ambiente. Tener que esperar a que se produzca una mutación genética para llegue a todos un cambio es demasiado lento mientras que cualquier descubrimiento es conocido universalmente en minutos. La vida del ser humano está montada de esta manera sobre los avances que el conocimiento va proporcionando, adquiridos mediante la observación y experimentación a lo largo de la historia y su transmisión a las siguientes generaciones. El asunto que nos trae en este momento a colación está estrechamente unido a esta reflexión, por otra parte tan elemental y simplista. El hombre, como especie, conoce muchas cosas de sí mismo y del medio ambiente en el que se desarrolla su vida (por supuesto desconoce más aún pero ahora no se trata de esto) que le han permitido hasta el momento sobrevivir e incluso dominar la Tierra. Saberes y conocimientos que es imposible enumerar pero que todos juntos forman el patrimonio cultural colectivo universal. De todas las cosas que sabemos, desde que con un abrigo nos guarnecemos del frío hasta los intrincados problemas de la mecánica cuántica o el desarrollo del genoma humano, desde que el agua calma la sed, dos más dos son cuatro o que el Universo se inició con el Bing Bang; desde las cosas más simples de la vida cotidiana hasta aquellas que exigen una capacidad intelectiva privilegiada, unas son agradables y otras ásperas; algunas aburridas pero otras interesantes; conocemos cosas que son una lata y también otras que resultan atractivas, simpáticas y hasta muy gratas. Pero, sobre todo, unas nos interesan más porque están más vinculadas a nuestros deseos personales y colectivos, los gustos de cada uno o también a la utilidad que nos proporcionan. Conocer los ritos nupciales de los nativos de Tahití probablemente resulte superfluo a la mayoría de la gente pero no ocurrirá así con la técnica de colocar una bombilla o el camino que recorre el cauce del Guadalquivir, aunque eso de los ritos nupciales citados tenga mayor interés a medio plazo porque sirva para configurar mejor nuestras relaciones sociales. Viene toda esta retahíla a cuento del asunto de extender o no la escolaridad obligatoria y obligada. Ocurre que del cúmulo de conocimientos, unos, por la razón que sea, los hemos seleccionado para transmitirlos mediante un procedimiento preciso y ordenado, con un tiempo dedicado expresamente a su aprendizaje, unos recursos determinados y una metodología sistemática. Forman lo que se llama el currículo de la escuela y dan contenido al sistema educativo. Con ligeras variantes se consideran de obligado conocimiento por todos los ciudadanos y una preparación para un mejor rendimiento social y económico. También, como no podía ser de otra manera, una manera de ayudar a las personas a encontrar mejor el sentido de la vida y entender los principios que rigen la vida natural. El resto, lo que no está en ese libro, que cada uno los busque y lo aprenda por su cuenta. Mientras no revisemos y aclaremos estas y otras cuestiones así de simples y de elementales, lo de la edad es secundario.

Publicado el día 9 de noviembre de 2009


262.- Una revolución indispensable (2) Parece elemental que, si se obliga a alguien a acudir a un sitio, es porque previamente se ha visto la necesidad, la conveniencia o el provecho de hacerlo, más todavía si impulsar esa exigencia genera un montón de problemas, bastantes desajustes y hasta un gasto considerable. Plantear que la enseñanza obligatoria alcance hasta los 18 años (¿por qué no hasta los 17, los 19 o los 22, por decir algo?) tiene escaso sentido si no es como consecuencia de una reflexión previa en la que se ha percibido que en el sistema actual hay carencias determinadas, universales e imprescindibles para la formación, y que éstas se pueden subsanar por ese procedimiento. Resulta obvio que, antes de hablar de edad o de límites cronológicos, debería plantearse si hay algo que se deba enseñar o hacer con todos los ciudadanos y que ahora no tienen cabida en el trecho en vigor. Y, ¡ojo! cuando se habla de conocimientos, se está hablando de conceptos, relatos, competencias, de habilidades y de destrezas o pericias, en definitiva de formas y sistemas útiles para la supervivencia personal y colectiva, material y espiritual. Sólo después de tener clara esa tarea a llevar a cabo tiene sentido hablar de tiempo de prolongación. Pero ¿cómo determinar todo esto?, ¿cómo averiguar lo que falta por saber?, ¿cómo dilucidar de entre lo que hay que conocer qué debe llevarse a la escuela y qué es mejor dejarlo a que cada uno se apañe como pueda? Una muestra: el tratamiento de facebook y las redes sociales y casi biológicas que produce ¿debe entrar en el currículo o es preferible dejarlo al arbitrio de cada ciudadano? El problema es que no está nada claro qué conocimientos deban integrarse en el compendio de saberes obligatorios y universales, y cuáles convenga dejar a que cada uno los busque por su cuenta. Quienes no han tenido, o no tienen, una cercanía significativa a los centros de poder educativo no pueden imaginar los tremendos intereses de todo tipo (como ideológicos, económicos, de prestigio y de poder) que circulan alrededor de lo que se debe y se puede, o no se debe ni se puede, enseñar en los espacios sociales integrados en el sistema. Después viene lo otro, cómo gestionar la tarea sin caer en un corporativismo ideológico que sólo lleva a la rigidez, al puro esquematismo, a la noticia de que tantos miles o millones se han sentado en las aulas. La enseñanza y el aprendizaje tienen un lugar natural en la calle, en los bares, en la familia y en los amigos. Y esta observación conduce a pensar que, a estas alturas de la vida pública y las condiciones de todo tipo de los sujetos afectados, ampliar la edad escolar será en general una nueva y conflictiva fuente de conflictos sociales. Esta decisión tiene una mayor carga social que escolar. Porque los lenguajes entre sistemas son muy difíciles y en ocasiones casi imposibles. Quiérase o no acaban siendo mundos heterogéneos, con lenguajes y discursos diferentes y estilos que nada tienen que ver entre sí. Si es verdad lo que aseguran los lingüistas E. Sapir y Benjamín Lee Whorf, que el pensamiento depende del lenguaje y que por ello no es posible la traducción de unos textos que tienen su guarida en un contexto cultural y geofísico muy diferentes, los sistemas están condenados a no entenderse. Precisamente uno de los ejemplos que extreman esta divergencia casi insalvable es la relación entre el laboral y el educativo. No olvidemos que el sistema educativo actual no es sino un alargamiento por universalización de aquel que estaba concebido para las élites. Nada ha cambiado sino el gigantismo. ¿Qué hacen, por ejemplo, los ordenadores en clase?, ¿para qué están, si el sistema sigue consistiendo en que hay alguien que posee el conocimiento y su tarea es trasmitirlo sin más? En Córdoba sin embargo ha finalizado hace unos días una experiencia, al tiempo educativa y administrativamente tan revolucionaria, que no se entiende cómo no se ha convertido ya en patrón universal y en icono ideológico de quienes gobiernan estos terruños. ADSAM ha sido su gestora y un muchacho de apariencia complaciente su fiero procurador. Publicado el lunes 23 de noviembre de 2009


263.- Hablando de rutinas (3) Entiendo que tiene razón Luís Carreto en su último libro, recientemente aparecido, cuando, tras referirse a la realidad virtual, la globalización y la inmediatez de la información, dice que mientras tanto “los métodos de enseñanza continúan basándose en la transmisión de conocimientos del profesor al alumno; apenas se nos estimula a usar la curiosidad, aprender por cuenta propia, desarrollar nuestra percepción personal sobre la realidad y contribuir en la construcción del conocimiento”. Y parece tenerla porque denuncia (una vez más, como otros muchos también han hecho en otras oportunidades) la urdimbre cerrada y el funcionamiento casi esclerótico de la llamada ordenación escolar o, dicho de otra manera más frecuente, sistema educativo: tan estables y estáticos son sus patrones, viene a decir hablando de las universidades, que se da la paradoja de que, mientras la mayoría de la nueva información se origina en éstas, los estrenados conocimientos tardan un mundo en pasar a las aulas, hoy por hoy el santuario del saber. El busilis está en los principios pero sobre todo en las rutinas. El primer caso proviene de que el sistema de enseñanza respira mediante una organización miméticamente diseñada y aplicada que confunde el “todos igual” con el “todos de la misma manera”, sin atender las diversas inseguridades, fragilidades y perturbaciones que acarrean y arrastran muy a su pesar muchos alumnos. Los niños taínos, que vivían en Quisqueya, la isla que Colón bautizó como “La Española”, no tenían nada que estudiar y se dedicaban a hacer ruido por turnos entre la vegetación para evitar que los pájaros dieran buena cuenta de lo que la Naturaleza les ofrecía para vivir. Pero estudiar, nada de nada: era una época en la que el saber tenía corto recorrido y además lo poseían y administraban sólo los cortesanos y los chamanes. En esas condiciones la transmisión cultural no requería esfuerzos supletorios y casi era suficiente atenerse a los ritos y a las costumbres. Nada había que inventar porque todo estaba explicado con la cólera o la sonrisa de los dioses. Es lo bueno que tienen las sociedades cerradas, que todo está acoplado y así funciona. Pero otro gallo es el que canta en las sociedades abiertas, en las que no hay dogmas y encima el territorio se va abriendo cada día y a cada rato; cuando lo que se conoce hoy, ya es antiguo mañana y las nociones que ayer se dieron por válidas ya hay indicios suficientes de que hay que dejarlas a un lado o, por lo menos, cambiarle la forma y el color. En nuestros espacios sociales se da, y no hay pistas de que vaya a arreglarse, un desencuentro, ideológico y funcional, de fines y de medios, entre los sistemas básicos que dan vida y energía. Cuando se inventa una máquina cada mañana, para que el conocimiento de su existencia y de cómo funciona, de qué beneficios laborales proporciona y cuáles son sus resultados económicos lleguen al sistema educativo, tienen que pasar siglos, tantos que, cuando alcanza su objetivo, ya está trasnochada. Y de esta forma toda la riqueza de la sociedad abierta, que decía hace ya demasiado tiempo K. Popper, produce con el “todos igual, todos de la misma manera” una copia bastante aproximada a la de los niños taínos. Lo de las rutinas es otro cantar. Son viejas, están acomodadas, facilitan las decisiones y no complican la vida. ¿Habrá alguna tan rutilante como que las películas sigan proyectándose en las salas cinematográficas dobladas, como se decidió un día en beneficio de la censura, cuando apenas hay bilingües entre nosotros? Pero no importa. Luego llegan las evaluaciones con que nos regalan las entidades europeas y de sus malos resultados sólo hay que culpar a los maestros para que el automatismo y la costumbre sigan funcionando. Pero nadie, o casi, se pregunta si lo que se enseña es lo que hay que enseñar, o incluso si hay algo que enseñar, en los templos designados para ello. Y eso rompe precisamente una de las leyes básicas de la transmisión cultural: la que dice que una cosa es la comunicación de una novedad y otra muy diferente su aceptación.

Publicado el día 7 de diciembre de 2009


264.- Los subjuntivos (4) Según el ya antiguo testimonio de Ramón J. Sender, la americana Nancy, que había venido a España a hacer una tesis, decide contar sus peripecias a una prima suya: “Ayer me presentaron a dos muchachos, escribe, en la calle Sierpes y yo, que andaba con problemas de gramática, pregunté al más viejo: “Por favor, ¿cómo es el imperfecto de subjuntivo del verbo airear?”. El chico se puso colorado y cambió de tema. ¿Por qué se puso colorado? Me suceden cosas raras con demasiada frecuencia, sigue, los hombres son muy amables pero no los entiendo. A veces se ruborizan sin motivo. O se ponen pálidos. Sobre todo cuando les pregunto cosas de gramática”. Y aunque con cualquier repaso y comparación histórica que hagamos hay que reconocer que cada vez sabemos más y hay más gente que sabe más, parece bastante improbable que, si repetimos la experiencia de Nancy, tengamos mejor fortuna que ella. Pocas respuestas acertadas vamos a conseguir si preguntamos por la calle el tiempo de ese verbo (que no es ninguna tontería) y hasta es muy posible que el interlocutor desconozca incluso de qué hablamos cuando preguntamos por “el tiempo de un verbo”. “Sabes menos de ese asunto, decía un enfadado conversador, que los de Salsa Rosa del imperfecto de subjuntivo”. Bromas aparte, esta situación sugiere varias preguntas correlativas. La primera, en qué sentido resulta significativo que una altísima parte de la población ignore la teoría de los subjuntivos de los verbos; la segunda hace referencia a si, a pesar de ese desconocimiento, sabe utilizarlos adecuadamente; y si la atención prestada a estos procedimientos ha suplantado el verdadero aprendizaje necesario para la vida, que es entender un texto que uno se echa a la vista o poder engarzar una conversación con cierta coherencia. Esta monserga gramatical viene a cuento de la reciente sugerencia de prolongar la enseñanza obligatoria hasta los 18 años y quiere advertir del peligro de que una decisión que es primariamente social, económica y política, un camino para enraizar mejor a las personas en el mundo profesional y laboral, se acabe encerrando torpemente en el espacio social educativo, por lo que ya estén empezando los codazos (especialistas, autores, editoriales...) para ver qué puede meter cada uno de su asignatura (incluyendo poder y negocio) en los años a alargar. De ser así, lo más probable es que la gente tendrá que seguir estudiando los subjuntivos como canción machacona; desconocerá el placer de la poesía mientras aprende de memoria las fechas de nacimiento y los avatares biográficos de los autores; será incapaz de enjaretar un discurso sencillo pero ajustado; y se verá forzada a desplegar el mundo virtual por su cuenta, con todas las consecuencias que ello puede acarrear. El debate sobre si tiene sentido y en qué sentido lo tiene la ampliación de la educación obligatoria hasta los 18 años, podría ser una oportunidad de oro para buscar en todo el sistema educativo, desde los primeros niveles de la escuela hasta los más altos, fórmulas que eviten en lo posible la “juventud superflua” de que habla U. Beck, juventud que vive en el gueto del último eslabón de las habilidades sociales y operativas y que teniendo, por la razón que sea, el estatus social más bajo, queda atrapado en el desempleo permanente y la ayuda social. Es éste un camino factible para provocar que la Universidad ofrezca, por ejemplo, la taxonomía de valores imprescindible en líneas generales que Luís Carreto propugna en “Más empresa y menos Estado”. El diseño valdrá si se rompen las barreras de sistemas y la vieja ortodoxia escolar se abre a fórmulas imaginativas como tiempos parciales, o aulas fuera de los centros educativos... Claro que muchos lo creerán una locura. Reclama muy enfadado Max, el protagonista de “Luces de Bohemia”, que ha sido detenido y torturado de manera injusta, simplemente por “la arbitrariedad de un legionario, a quien pregunté, ingenuo, si sabía los cuatro dialectos griegos. ¡Suponerle a un guardia tan al altas Humanidades! responde el ministro antiguo amigo suyo. Era un teniente, reclama Max. “Como si fuese un Capitán General. ¡No estás sin culpa!”. Pues eso es.

Publicado el día 21 de noviembre de 2009


265.- Cada día, cada año Cuando se celebraron las últimas elecciones al Parlamento Europeo, inmediatamente después el espacio social se llenó de voces que deploraban la escasa participación de los ciudadanos en esa votación y los lamentos se tradujeron por lo general en reproches y quejas sobre ese comportamiento, se supone que deplorable. ¿Justificados? Por supuesto que depende de la perspectiva (política, social...) en la que uno sitúe pero resultó curioso que, para explicar el desaguisado electoral, nadie adujera como explicación el “reclamo antropológico”, es decir, la condición humana que subyace a cada votante. La teoría es muy simple y sencilla. A cada sujeto le llegan demandas de todo tipo, clase y condición (incluyendo por supuesto que compre en Navidad y haga todos los regalos de que sea capaz para Reyes) entre las que están las de su ser natural como tal, como persona. Y una de ellas es lo apremiante de la vida y de la existencia, de acuerdo con el proverbio de “no te jactes del día de mañana pues no sabes qué traerá consigo ese día”, una variante del “carpe diem” (agárrate al momento). No es fácil que la gente responda y se involucre si se le plantea una propuesta de que se ocupe de algo grandioso y extraordinario si es muy distante en el espacio vital y muy a largo plazo en el tiempo mientras las cosas de cada día apremian: la letra de mañana de la hipoteca, los garbanzos de mediodía y los suspensos del hijo, que se estropee el teléfono o venga equivocado el recibo de la luz. ¡Eso sí que son problemas y angustias dignas de atender! El agobio de la inmediatez. No olvidemos que gobierna nuestra vida el “sistema de recompensa”, la red de dispositivos cerebrales que está detrás de gran parte del comportamiento humano. Todo lo que nos gusta, nos gusta por ese sistema de recompensa. De no ser así, el sexo y la comida no tendrían el menor atractivo para nadie, como tampoco las bellas puestas de sol ni los cuadros de Picasso. (Las drogas, por ejemplo, son trucos químicos para activar ese circuito sin necesidad de que ocurra nada placentero en el mundo real). Por eso desde este punto de mira no debe sorprender lo que ha pasado en Copenhague. ¿Qué se podía esperar?, ¿acaso alguien, con serenidad y sentido de la proporción y la oportunidad, confiaba en que saliese una voz diciendo: ¡paradlo todo! que ya vamos a empezar a ser buenos, a cambiar todos los sistemas de manufacturas industriales, abandonar todos los productos contaminantes, olvidar el principio del crecimiento económico incesante y empezar una nueva vida? Y mientras conseguimos ser buenos y perfectos ¿qué hacemos con los coches, las lavadoras, ¡ah! y las flatulencias de las vacas?, ¿de qué comemos y cómo nos calentamos en invierno? Porque, para colmo, cada día somos más en La Tierra y ya casi ni cabemos. O, volviendo a lo de las votaciones, es como dirigirse a la gente y decirle que, olvidándose de lo inmediato, piensen en un futuro de unas docenas de años en que Europa será una comunidad social, sin particularismos y con un proyecto común, cuando ¡vaya usted a saber! qué pasará en 50 años, si Europa existirá, si estará islamizada, o tal vez ocupada por los chinos, que es fama universal que no se mueren. ¡Claro que el ser humano tiene la capacidad de proyectar! Pero no sería prudente olvidar que “predecir es muy difícil, sobre todo el futuro", ironizaba el gran físico Niels Bohr mientras Bertrand Russell aseguraba que “un pesimista es un imbécil antipático y un optimista, un imbécil simpático porque ninguno de los dos sabe lo que va a pasar”. ¿Qué ocurriría, se preguntaba el catedrático emérito Ramón Bayés, si, por ejemplo, cambiáramos la relación temporal gestación / orgasmo? El bebé aparecería entre las sábanas, sin orgasmo alguno que lo precediera, inmediatamente después del coito; en cambio, la percepción del orgasmo -de la misma calidad, intensidad y duración que los actuales- se experimentaría al cabo de nueve meses, ¿cuáles creen que serían las consecuencias de este cambio temporal entre conducta y consecuencias?” Pues habrá que imaginarlo. ¡Pero si todavía había quien no había retirado el almanaque de 2008!

Publicado el 5 de enero de 2010


266.- Lo de las identidades Según una crónica periodística de hace un par de años, Ana Ponikvar, una traductora jubilada y viuda de 80 y tantos años, sin moverse de su casa, ha vivido en siete países diferentes. Desde el Imperio Austrohúngaro hasta la actual Eslovenia, país de la Unión Europea. Pero lo más atractivo no es tanto la afiliación administrativa o el color de su documento de identidad, siete en el transcurso de su vida, sino que en ese período de tiempo ha tenido que cantar otros tantos himnos nacionales, hacer la genuflexión ante otros tantos iconos y, sobre todo, defender otras tantas filosofías de vida. Esta señora se ha visto obligada a soportar, entusiasmarse, denigrar o enaltecer otros tantos conjuntos de valores. ¡Vaya usted a saber! Siete países, siete regímenes políticos, siete colectivos de autoridades, y siete formas y maneras de vivir la vida. ¡Menuda transformación mental, ideológica y vida social! La verdad es que el mundo ha sido y es, por utilizar una expresión feliz de Roberto Musil, un manicomio babilónico no sólo por los lenguajes orales, lo que cada uno habla, sino sobre todo por la multitud de formas y maneras de enfrentar la vida y de entender la muerte, que no es sino el punto de referencia para comprender todo lo que hacemos y sentimos, y a lo que llamamos de muchas maneras y formas: identidades sociales, tribus, clanes, razas o pandillas. Y, en un lenguaje más cultivado, Estados y naciones. Por más que se quiera uno desgajar de lo que nombramos como sus raíces, la casta, el linaje y la etnia siempre están ahí para identificarnos, para fotografiarnos entre los nuestros. Y así lo expresan nuestros modos y costumbres que son el testigo de cómo sentimos las pasiones y las acciones del hombre. Fernando Riaza apuntaba que esta manera de ser se describe de dos formas. Una, sicológica, cuando se habla del carácter, del temperamento, del alma de un pueblo, lo que suele ocurrir en situaciones en las que el grupo busca y exige mayor autonomía y menor dependencia de otros poderes superiores: normalmente pasa cuando una sociedad desea tener un Estado a su nombre o, al menos, suficiente margen para organizar sus cosas sin intromisión ajena. La otra manera de manifestar lo que somos como colectivo es mediante un conjunto de valores, un proyecto moral: aquello en lo que creemos, nuestros derechos y nuestros respetos, que se aprecia en cómo nos casamos y elegimos pareja, qué hacemos al nacer o cómo elegimos a nuestras autoridades. A la vista de todo esto, el Presidente francés, que representa al Estado y también políticamente a la derecha, ha planteado una pregunta pública a todos los ciudadanos que puede resultar inquietante: ¿conseguiríamos definir lo que somos y lo que nos señala en el mundo como franceses?, ¿seríamos capaces de describir los rasgos que definen nuestra identidad de nación?, ¿nos atreveríamos a dedicar un rato a pensar en qué consiste lo que somos? Y ha encargado de coordinar este quehacer a un ministro de su gabinete, que en seguida ha abandonado en un rincón los aspectos sicológicos y se ha ido a dejar claro que la sociedad francesa representa, mantiene y exige cinco valores del todo indeclinables: libertad; igualdad; fraternidad; laicidad y democracia. Y ese marco, que seguramente compartirán no sólo casi todos los franceses sino la inmensa mayoría de europeos, es básico e inamovible. Hasta aquí, perfecto. Pero lo que hace sospechar de los propósitos del Presidente francés y, como en el caso del humo, deja entrever un cierto fuego subterráneo es que haya encargado de esta tarea, compleja y difícil de alto nivel teórico, precisamente al ministro de Inmigración. Lo que no está ni bien ni mal pero sí que lleva a otro escenario, a un diferente contexto en la línea de lo que describe Ulrich Beck como nacionalismos introvertidos. ¿Podría relacionarse esta trama con el grito de trabajadores que el día de Cataluña gritaron a las instituciones que se dejaran de monsergas de identidades catalanistas y se ocuparan del paro, que es lo principal? En todo caso esto demuestra una vez más que el verdadero y último problema es, como decía Bertolt Brech, que en cualquier país me puedo morir de hambre.

Publicado el 18 de enero de 2010


267.- La pauta de la negligencia Una de las condiciones de las guerras entre los maring, un antiguo pueblo tribal de Oceanía cuyo modo de vida ha sido muy estudiado por los antropólogos, es que tan pronto como se produce la muerte de un combatiente, hay una tregua de dos o tres días para que los guerreros puedan permanecer en sus aldeas ocupados en los ritos funerarios y glorificando a sus antepasados. El rito guerrero comienza eligiendo la zona del bosque en la que va a tener lugar la batalla y sigue los pormenores previstos en tradiciones milenarias. Si en algún bando alguien muere, hay que convocar a los espíritus para que atiendan al recién llegado. Luego, una vez cumplidas estas formalidades litúrgicas que, entre otras finalidades, les sirven para asegurar su identidad colectiva, vuelven a la lucha. Recordar estas cosas, acercarse al conocimiento de los modos y las formas de comportamiento de los primitivos puede resultar inútil para mucha gente. Acostumbrados, sobre todo, como estamos a que se nos llene la boca hablando de la riqueza, la complejidad y la sutileza de la vida y la cultura moderna, nos parece que los ritos antiguos son equivalentes, por su aparente simplicidad, a juegos de niños. Pero el campo de nuestras miserias, de nuestras incapacidades y de nuestro pequeño mundo personal y colectivo tiene los mismos esquemas y las mismas componendas que aprendieron nuestros abuelos hace unos cientos de miles de años. Tal vez por eso no nos parece que estemos imitando a los maring. Aunque nos empeñemos en negarlo y tratemos de ocultarlo. Pero hemos hecho lo mismo, incluso peor que ellos. Habíamos elegido el lugar del bosque para el combate, estábamos en plena batalla; ha ocurrido una muerte; y nos hemos replegado unos días a celebrar los ritos funerarios. Sin embargo en lugar de glorificar a nuestros antepasados para que reciban con bien el alma de nuestro difunto, nos hemos dedicado a crear discursos exculpatorios, a canturrear lamentaciones y a mirar para otro lado. Tenemos una liturgia muy pobre para estos menesteres. La de los maring es mucho más fascinante y sugeridora. A nosotros no se nos ha ocurrido otra alternativa que seguir el consejo de los que viven del pensamiento débil, aquellos que creen que con hacer una fiesta de banderitas, un domingo de primavera, por la tolerancia ya se es tolerante. Como si no existieran las leyes de la termodinámica. Marvin Harris, un antropólogo de alto prestigio intelectual, explica la existencia de determinados hechos culturales, incomprensibles o cuando menos extraños a primera vista, mediante el fenómeno que llama "la pauta de negligencia". ¿Cómo se explica, por ejemplo, que en la India, donde la vaca es sagrada, sobrevivan más bueyes en los primeros momentos después del parto?. Visto esto desde fuera es lógico porque éstos son animales con mucha mayor rentabilidad pero a ningún nativo se le ocurrirá reconocer que falta a sus obligaciones culturales de defensa y respeto por la vida de la vaca. Lo que le ocurre es que sin darse cuenta (¿?) presta menor atención, pone menos cuidado en hacer lo que debiera. Es la pauta de la negligencia que consiste en que la gente se desentiende, se descuida y, haciendo como que hace, sin quererlo ni proponérselo se despreocupa de sus obligaciones. Es un movimiento reflejo, de resultado inconsciente pero de origen voluntario y casi siempre culposo. Pasa lo mismo con el infanticidio femenino encubierto en muchas civilizaciones antiguas, que los protagonistas niegan lo que sus obras hacen: una pequeña diferencia en la sensibilidad de la madre a los llantos de los hijos que solicitan alimento o protección podría explicar por acumulación el desequilibrio total en la razón entre varones y hembras. Todos jugamos a la pauta de la negligencia. En esto la cultura sí que se ha hecho demasiado compleja para hacernos viable el que podamos tapar con cierta facilidad nuestras equivocaciones. El problema viene porque las más de las veces nos descubren el descuido cuando ya no tiene remedio.

Publicado el día 2 de febrero de 2010


268.- Las perplejidades de Lope Estremera Un antiguo legajo y unos cronicones cuentan, allá por la Edad Media, la historia de Lope Estremera Garcíez, un hijo de un labrador castellano que, a base de muchas horas de trabajo y ahínco y alguna que otra colleja del maestro, había pasado de aprendiz y alcanzado el grado de oficial en el taller de la herrería que había en su burgo. No había sido nada fácil y la prueba era que allí estaban a su lado Martín, Yago o Rodrigo que no lo habían conseguido, aunque éste último estaba a punto de ser nombrado sacristán que es un oficio seguro y en el que hasta se puede hacer carrera. El taller trabajaba bien, aunque hacía tiempo que no había guerras y ya se sabe que en tiempos de paz la demanda de herrerías baja considerablemente, pero no podían quejarse. Estando así las cosas, de pronto se corrió la voz de que venía una nueva peste dispuesta arrasar con los campos, los ganados y las personas, y Lope se acordó de otra que aconteció cuando era pequeño y que se había llevado por delante al músico, al cantero, a la hilandera y al espartero. Esta vez vio que algunos amigos y familiares iban cayendo poco a poco y lo más grave fue cuando vinieron órdenes del obispo de que se suspendieran las obras de la catedral que estaban muy como para terminar, y, aunque a él de momento le iba para ir tirando bien, un día la epidemia alcanzó a su maestro herrero por lo que hubo que cerrar la herrería. Y aquí empezó su vía dolorosa. Un poco vengativo casi sin quererlo, que luego se confesó con el preste de ese pecado, pensó: ¡qué le vamos a hacer! las pestes vienen de vez en vez y ¡bueno! una peste afecta a todos, incluido el Papa y el Emperador, nadie se libra. Ya lo dice y lo canta “La danza de la muerte”, que todos, papa, rey o obispo sagrado / cardenal o duque y conde excelente / el emperador con toda su gente / que son en el mundo... Y para remediarla hay que tomar las precauciones de siempre. Pero de pronto la noticia se completó: ¡no! esta peste era muy diferente de todas las que los antiguos contaban que habían sucedido. En ésta estaban inmunizados y quedaban libres de sufrirla algunos oficios como los monjes, sacristanes y los regentes de los colegios. También gozaban de este favor los grandes nobles, mercaderes y prestadores que, aunque algunos de sus campos tuvieron que dejarlos baldíos, la verdad es que a fin de cuentas en su mesa no faltaban capones, cochinillo y lechazo y disponían de buenas telas; y hasta podían hacer algunas peregrinaciones para la salud de su alma y así mejor alcanzar el cielo. Lope andaba sorprendido y extrañado por lo que estaba ocurriendo. Pero su sorpresa, dicen las crónicas, llegó al total cuando supo que el único ¡único! remedio (al menos eso fue lo que dijeron) para la peste era que los amigos que estaban trabajando tenían que sufrir más privaciones y los que, como él por la desgracia de la muerte del herrero, no disponían de otro auxilio que de las hospederías para pobres tenían que acudir en menos ocasiones. Y no lo entendía cuando además tanto él como los suyos siempre se habían cuidado de la higiene y otras normas preventivas para evitar que viniese la peste otra vez. Pero eso es lo que aseguraban los doctores, hasta los de París y Coimbra, entendidos del caso en salud y epidemias, y se enfadaban mucho si Lope y sus familiares y amigos protestaban lo más mínimo, amenazándoles con que la peste iba a ir a peor si no se cumplían esas recetas y hasta que iban a ir de cabeza a las calderas de Pedro Botero. O sea, que había venido la peste sin que ellos tuviesen culpa alguna pero era el sufrimiento en sus carnes y en sus hambres la única forma de cortarla, la única manera de erradicarla. Es verdad que algunos consideraban que Lope no era muy inteligente, eso cuentan las historias, y que solo sabía de herrar picas y hacer hierros, que por cierto los hacía muy bien. Pero otros no lo veían así y le consideraban inteligente. Pero no comprenden que a estas alturas Lope Estremera Garcíez siga sin entender cómo es posible que la nueva peste que se ha extendido y que respeta a los poderosos y demás, solo se pueda curar pasando él hambre como si fuera una purga.

Publicado el 15 de febrero de 2010


269.- Buenos y sabios En la vida de cada día nos topamos, quizá con más frecuencia de la que desearíamos, con gente que parece que no tiene otra que hacer que echar sermones a los demás para denunciar las cosas que a su juicio no están bien hechas o que, al menos, no se hacen como a ellos les parecería razonable. Son los que se han declarado a sí mismos, oficial y públicamente, buenos al tiempo que sabios porque conocen la virtud y cómo conseguirla y que, por estar dotados de esas cualidades tan notables, se consideran obligados a señalar a todo el que se pone a tiro, los caminos torcidos por los que transita el mundo, cómo las cosas están cada vez peor, lo mal que lo hace el gobierno (el que sea) y especialmente lo desastrosa que está la televisión. Al margen de lo latoso que esto resulta, lo peor es que en la mayoría de los casos quienes se ocupan en estos menesteres se pierden en frases más o menos altisonantes, en el recitado de tópicos o en juicios de valor tan absolutos que terminan por no tener ningún sentido. Y lo que ya resulta grotesco acontece cuando se trata de aportar remedios a las dolencias que detectan. Si ya las grandes y majestuosas simplificaciones, en el momento de hacer un diagnóstico de la realidad, resultan excesivas por terminantes y ampulosas, la falta de alternativas reales es desde luego una de las posturas más cómodas que se pueden adoptar en este terreno de las relaciones humanas. Andar criticando siempre, pero sin sugerir cómo de una manera precisa pueden mejorarse las cosas con decisiones concretas, es una de las tareas más cómodas a que uno pueda dedicarse. Una forma de sentirse superior a los demás, como el rey de Tracia que, según cuenta Montaigne, para distinguirse de la plebe, había decidido profesar una religión distinta a la de sus súbditos: tenía un dios privado para él solo mientras despreciaba las divinidades de sus vasallos. En este juego sin embargo los más peligrosos son los arbitristas, aquellos que, como dice el diccionario, inventan planes disparatados para resolver en un momento los grandes problemas de la humanidad o de la delincuencia o simplemente del tráfico. Después se quedan tan tranquilos y se marchan a casa convencidos del deber cumplido. Y lo son porque pueden embaucar a distraídos, convenciéndoles de que todo el monte es orégano. Cuenta Ítalo Calvino en la novela "El vizconde demediado" las andanzas de un personaje medieval, el vizconde Medardo de Torralba, que en la lucha contra los turcos tuvo la desgracia de que su cuerpo, y su alma, se partieran en dos, quedando en un lado lo que llamaríamos el vizconde malo y en la otra el bueno. El caso es que el primero era capaz de todas las maldades juntas que el ser humano es capaz de imaginar: engaños, traiciones y toda clase de crueldades con quienes se iba topando por donde pasaba. La parte buena, sin embargo, era lógicamente otra cosa y tenía un comportamiento diferente, buscando siempre la forma de ayudar a unos y a otros, especialmente a los que consideraba más desfavorecidos. Lo malo es que con su mejor intención acababa estropeando las buenas acciones que hacía, como en el caso del pobre al que regaló su muleta y éste acabó haciéndola astillas en las espaldas de su mujer. Pero lo peor es que estaba adornado de una pesadez tan alarmante que resultaba fastidiadísimo y con sus sermones aburría con quien se encontraba. El asunto no tiene fácil solución y la curación de esta enfermedad tan dañina y perjudicial (para los demás) ofrece escasas perspectivas de éxito. La única terapia posible es colocarles en los lugares en los que realmente se tienen que dejar las palabras hueras y vacías y hay que tomar decisiones ejecutivas. Pero desgraciadamente no hay muchas ínsulas Barataria. Sí resulta por el contrario más fácil en la variante de la televisión: basta con ponerles delante un folio y un lápiz e impedir que se levanten hasta que rellenen una parrilla semanal, de siete días a veinticuatro horas, con los programas que deberían dar las televisiones para que se las pueda juzgar altamente beneficiosas. Es una experiencia enriquecedora y una curación definitiva. Y está experimentada suficientemente.

Publicado el día 1 de marzo de 2010


270.- Repaso de geología Hablando de la vida, lo normal es que veamos e interpretemos las cosas del mundo y de la naturaleza desde nuestro experiencia humana, o a lo más desde la del grupo, porque apenas nos es posible hacerlo de otra manera: las catástrofes naturales o las temperaturas cuando aseguramos que hace un calor o un frío como no lo ha hecho nunca y casi ni recuerdan los más viejos del lugar. Nuestro horizonte vital es el que es y, además, las urgencias de cada día nos absorben más de la cuenta, dados los parámetros en que hemos decidido vivir. Pero la naturaleza y el mundo funcionan con otros ritmos muy diferentes de los de los humanos. Nuestras cuentas, los balances que hace nuestra especie, son una fruslería y una menudencia si los comparamos con las magnitudes del cosmos que casualmente es el escenario en el que vivimos. Cojamos un manual de geología y otro de historia y recordemos unas cuantas cosas que son materia de trabajo de cualquier estudiante. Lo primero lo podemos referir al suelo que tenemos bajo nuestros pies y que nos sustenta. Los océanos, según afirman los geólogos, nacen, evolucionan y mueren mientras que los continentes viajan, se desplazan y chocan entre sí en un continuo devenir. Por citar algún caso concreto, aseguran que en un cercano plazo de cincuenta millones de años el continente africano se va a partir en dos, apareciendo el que ya llaman “mar africano”. También que, por dos veces al menos, la última hace algo más de doscientos millones de años, se ha producido en el planeta lo que se llama una pangea, es decir, una situación en la que todas las tierras han estado juntas, formando un solo continente, y que ahora se camina a otra nueva. Y hablando de temperaturas, hay que hacer las cuentas cuando menos por siglos. Por ejemplo, se pueden citar cosas como que, prescindiendo de la tendencia general de enfriamiento del planeta y la disminución de las precipitaciones, si sólo nos atenemos a los últimos cientos de miles de años y a lo que ahora es Europa, ha habido hasta cuatro períodos glaciares, apoderándose el hielo de casi todo el territorio hasta el punto de que los renos llegaron a Granada. Y que desde hace unos diez mil años estamos en una época que llaman interglacial, es decir, en la que los hielos se han retirado hacia el norte y se ha dulcificado la temperatura. También en referencia a ciclos de menor entidad, que la Edad Media se caracterizó por ser cálida y que desde hace algo más de un siglo estamos saliendo de un momento frío que comenzó en el siglo XV y permitía andar en Londres sobre el río Támesis que estaba permanentemente helado. ¿Hay alguna razón para que estos ritmos naturales no se repitan? De los catorce mil quinientos millones de años que tiene de edad este universo, nuestra especie humana, a la que pertenecemos nosotros, (que llaman de cromañón o sapiens sapiens) sólo tiene unos cincuenta mil años. Y que lo que, con más o menos exactitud llamamos civilización, no empezó como mucho hasta hace diez mil años cuando se descubrió la agricultura y la ganadería, en la que fue posiblemente la más grande revolución que hemos hecho los humanos, llamada el Neolítico. Para orientarnos en la vida, para buscar la manera de situarnos, utilizamos los servicios de muchos profesionales. Pero tal vez, como aquellos líderes antiguos que llevaban siempre detrás a un personaje que le iba recordando permanentemente sus limitaciones y su calidad de mortal, ahora, cuando la ciencia nos puede aportar suficientes conocimientos fundamentados, sería interesante que siempre tuviéramos cerca un geólogo y un paleontólogo para que nos recuerden esta historia vieja y nos ayuden a situarnos en el contexto de este universo al que pertenecemos. De esta manera, ensanchando horizontes, seríamos capaces de aprender su majestuosidad y magnificencia y que somos una especie minúscula, tal vez en trance de desaparición muy próxima por nuestros propios errores. Y esto a lo mejor nos sirve de algo.

Publicado el día 10 de marzo de 2010


271.- El anuncio del payaso Los cronistas deportivos tienen por costumbre asegurar que, cuando en un equipo hay problemas, la señal de que la solución está al caer, naturalmente con el despido del entrenador, es que el presidente o alguno de los mandamases atestigüe que confían plenamente en el técnico: lo normal, indican, es que, al poco de esa declaración, poco menos que al día siguiente, ya esté firmando el sustituto. Lo que, dicho de otra manera más simple, significa que confianza en el entrenador es lo mismo que cese. Una manera de simplificar los trámites, de decir lo que quiero decir pero no digo, diciéndolo. No tendría sentido que para dejar entrever que se va a cambiar al técnico, hubiese que explicar la filosofía de Aristóteles, el directivo de marras hiciese una treta ante el público o se disfrazase de ninfa. Y menos aún que en cada ocasión fuese diferente el procedimiento de anunciar tan dura decisión. Así, todos de acuerdo: confianza en el entrenador y a continuación cesante. Y ya está, nada de más cábalas. Al fin y al cabo algo por el estilo hacemos cada uno en toda nuestra vida. La necesidad de facilitar las relaciones sociales obliga permanentemente a crear estereotipos que sitúen a cada uno en un sitio y nos ayuden a la comunicación. Suponer de antemano los valores que va a defender el ecologista sobre un vertedero, el revolucionario sobre la transformación de la sociedad o el torero sobre las corridas de toros es harto beneficioso para la tranquilidad colectiva. Del pesimista, que se lamenta de casi todo lo que ocurre, esperamos seguro una visión negativa de cualquier acontecimiento; un animoso nos empujará en una dirección reconfortante; al que consideramos aburrido, le tememos por su pesadez; a quien valoramos como generoso, nos atrevemos a pedirle lo que necesitamos; y de quien es prudente, esperamos su consejo acertado. Esta circunstancia es sin duda uno de los factores que hacen más fácil y cómoda la vida. Pero toda esta teoría adquiere una especial significación cuando se trata de la vida pública y sobre todo del discurso político. Como al fin y al cabo cada uno acabamos siendo la imagen que proyectamos ante los demás y ante nosotros mismos, el primer y principal objetivo de cualquier líder, en el terreno de que se trate, es conseguir que el estereotipo o la categoría en la que los demás le clasifiquen, sea acorde a lo que cree que es bueno, rentable y útil para el ejercicio de un trabajo que requiere tanto cuidado. Y sobre todo que a fin de cuentas fundamenta la mayoría de las veces su eficacia en el juicio que la gente hace él porque de todos es sabido, y sin necesidad de recurrir a los clásicos consejos de Maquiavelo, cuánto importa a quien gestiona los asuntos de los demás, la impresión que se tiene de su trabajo y de sus cualidades. Pero todo esto encierra un gravísimo peligro que puede acabar destrozando toda la teoría. Recuerda Ortega y Gasset una anécdota, muy analizada en filosofía, que permite apreciar las consecuencias de cómo un mensajero no previsto puede modificar tan radicalmente el sentido del lenguaje: en un circo estaba desarrollándose la función de la tarde, con todas las localidades llenas, cuando se produjo un incendio en un vestuario. El director, no teniendo a mano a otra persona que pudiera anunciar a los espectadores lo que estaba pasando y que organizase el desalojo del local, lo encargó al payaso. Pero el público, creyendo que era una bufonada más, lo tomó a broma y se quedó en su sitio. Las consecuencias fueron catastróficas y toda la gente quedó calcinada. Los espectadores no fueron capaces de entender el cambio de mensaje o de papel que una circunstancia imprevista había producido, de manera que cuanto más se esforzaba el payaso en avisar de lo que estaba pasando y más muecas hacía para anunciar el peligro, más risa provocaba en el público. El problema de fondo es el carácter unilineal del mensaje que termina llevando al abismo a todos los actores del cuento. Como tantas veces se ve, desde el patio de butacas o desde el gallinero, que ocurre a personajes públicos que luego al primer envite se acaban quemando sin entender por qué.

Publicado el día 26 de marzo de 2010


272.- Hablar de los políticos A lo que se ve en la vida de cada día, hablar mal de los políticos en general parece que ha llegado a ser un signo de distinción social y de imagen del que lo practica; hacerlo del gobierno (en cualquier nivel de la Administración Pública) una muestra de superioridad intelectual; deslegitimar al gobernante legal, una muestra de inteligencia sobrada pues supone averiguar los motivos internos y subjetivos del obrar del mandatario; y ya, si la opinión va adobada de algún improperio personal, no necesariamente ofensivo pero sí en muchos casos, la guinda de lo que algunos llaman la crítica política. Llevar a cabo esta tarea en alguna de las cuatro variantes, y en otras más o menos derivadas de ellas, es un ejercicio, desde luego tan legítimo, salvo en los epítetos o calificativos injuriosos, como impune, que goza de determinado fervor popular. Ya se sabe que, como dice Roberto R. Amarayo, “desde la noche de los tiempos hasta hoy mismo, el oficio de político no ha gozado de muy buena fama”, por lo que no es de extrañar que sus ejecutores gocen de un ascenso continuado en la escala de desprestigio o de descenso en la de la credibilidad. Es lo que asegura la información de que “los políticos” (dicho así) son el tercer problema en importancia para los ciudadanos (en 2007 ocupaban el quinto puesto y después pasaron al 4º), mientras que en el índice de solvencia y crédito compiten con instituciones religiosas en ver de cuál de las dos se fía menos la gente. Siendo esto así, convertido en un fenómeno social de tamaña magnitud, a pesar sorprendentemente de la displicencia con que ha sido tratado por sus protagonistas, bien valdría apuntar un par de observaciones. Y la primera, por exigencias del guión, debe ser la concerniente al mismo término de políticos: ¿quiénes son los políticos?, ¿a qué figura pública llamamos políticos? pues parece necesario expresarse con rigor, no en balde está en juego nada menos que el sistema de poder social; ¿cuál debe ser la característica que les define?, ¿acaso, por ejemplo, el presidente de una federación deportiva que alimenta su presupuesto solo de dinero público y de la venta de la marca España, elegido por un tipo de cooptación, al que nadie controla y con la ventaja de no saber lo que es tener una oposición, solo con el afán de expulsarle del sitial no es político, quizá camuflado?. Una segunda admonición al pairo es que, frente a las tareas descritas al principio, más de interés sería para el bien común el poco frecuente rechazo de una decisión política con rigor, firmeza, argumentación y hasta justificada indignación; o hacer una propuesta concreta sobre cómo se puede resolver un determinado problema cierto que la sociedad en general o un sector de la misma está sufriendo: ambas iniciativas son un ejercicio intelectual o teórico, un suceso extraño por su rareza. Pero, en definitiva, lo que no tiene vuelta de hoja es que, si ellos están ahí es porque los ciudadanos los han preferido, en bastantes casos con nocturnidad y alevosía. ¿Por qué razones elegimos a quienes elegimos? Si los que están ejerciendo tareas públicas se han convertido en un problema, pues ¡escojamos a otros! Que se volverán iguales... Pues tendremos que ir nosotros si es que no queremos que esto explote de pronto: esa es la más pura lógica política y cívica. Hace unos días, con ocasión de la Semana Santa, un bien intencionado locutor trataba de extraer del ánimo de un muchacho, encargado de hacer sonar ininterrumpidamente la campana al comienzo de una procesión, los íntimos sentimientos que albergaba en su interior. E insistía, sin darse cuenta de la incapacidad del muchacho en expresarse (¡algo que muchas veces es tan difícil para cualquiera!) hasta que le planteó la pregunta definitiva: “Y tú ¿qué sientes cuando vas tocando la campana?”. “Yo, tilín, tilín”, le respondió con toda naturalidad. Lo aclaró Juan de Mairena: “Nunca toméis el rábano por las hojas, si es que, como parece deducirse del dicho popular, no está en las hojas el natural asidero del rábano”. Pues eso.

Publicado el día 9 de abril de 2010


273.- Qin Shi Huang A lo que parece, según los viejos relatos, una vez Qin Shi Huang no tomó las uvas de fin de año y evitó con ello la tensión propia de la ceremonia de la finalización de un año en la vida cósmica, en la vida histórica, en la vida social y en la vida personal. Desde ese momento Qin Shi Huang nunca pudo saber los años que hacía que nació y desconoció quiénes de sus antepasados descubrieron la magia, la pólvora, la agricultura, el arte de gobernar y la astrología. Como si no hubiese nacido en el tiempo, Qin Shi Huang, desde que tomó esa decisión, negó a su parentela y renunció a las estupideces de su infancia. Qin Shi Huang, que coexistió, sin saberlo, con Arquímedes, Aníbal y Escipión, decidió que la historia empezaba con él y que por tanto no había un pasado que recordar. Qin Shi Huang, o Tzintzom como le llama fray Juan González de Mendoza (historiador que, sin haber estado nunca allí, escribió la Historia del Gran Reino de la China simplemente con los relatos que le contaban los viajeros), fue el primer emperador chino, como él se hizo llamar para recrear el principio del tiempo y la historia después confirmó. Pertenecía a la dinastía de los Qin, por cierto de duración bastante breve, que reinó un par de siglos antes de nuestra era. Dos acciones singulares marcaron su poder. La decisión de construir la Gran Muralla, de quinientas leguas de largo, para atrincherar su reino y separarlo de lo que estaba fuera, y ordenar que se quemaran todos los libros anteriores a su reinado para apagar, con esa decisión, toda la memoria del pasado, como si antes de él no hubiera habido sino la nada. Sin saberlo, este rey chino negó a los dinosaurios, al Australopiteco y al homo habilis. ¡Y eso que no llegó a leer a Darwin!. Comentando estas dos circunstancias, la de quemar los libros y construir la muralla, Jorge Luís Borges opina que esto nos daría la imagen de un rey que empezó por destruir y luego se resignó a conservar, o la de un rey desengañado que destruyó lo que antes defendía. Porque el tema de fondo de este cuento es si tiene sentido meterse en berenjenales a cuenta del tiempo o tirar por la cuesta de la vida como si tal cosa; si se construye para destruir o se destruye para edificar. Qin Shi Huang, o Tzintzom, no tuvo problema ninguno y echó a contar la historia desde él mismo aunque no se sabe si por huir del pasado o por seguir dando tumbos en el vacío del futuro como si fuera presente. Parece prudente recordar a este respecto que el olvido del pasado y el comienzo de una nueva vida es una tarea que le viene sobrevenida a quienes siempre tienen dentro de sí el amargor de la eterna culpabilidad, esa acción determinada del hombre, en palabras de Castilla del Pino, mediante la cual se viola el principio rector del “hacer debido”, es decir, no comportarse conforme a lo que es indebido. Otros, no se sabe si más afortunados, sólo resucitan el pasado cuando el tiempo les marca los grandes cambios señalados por los planetas en su deambular cansino en torno al Sol. Y unos pocos, o muchos según se vea la película, únicamente tienen como presente el futuro sin darse cuenta de que sólo se es desde lo que cargamos a nuestras espaldas a la hora de nacer. Ya lo decía el trágico griego Sófocles, por boca de Electra, que necio es quien olvida a sus progenitores que acabaron lamentablemente. (Algunos historiadores aseguran que, a la hora de quemar los libros, Qin Shi Huang, o Tzintzom, separó aquellos que trataban "de principios", a los que mandó al fuego, de aquellos otros que llamó "prácticos" que decidió mantener con vida, distinción que sólo algunos de los muchos que en la historia se ocuparon después en la misma tarea se atrevieron a hacer). Ulises y Aquiles, dos de los grandes héroes, si no los más, de la guerra de Troya, trataron de esquivar su presencia recurriendo a ardides y artimañas casi grotescas. Ulises simuló estar loco arando la arena de la playa. Aquiles se disfrazó de doncella hasta que un movimiento espontáneo le delató. Es pena que Qin Shi Huang, o Tzintzom, al renunciar al tiempo anterior, no los hubiese conocido.

Publicado el día 27 de abril de 2010


274.- La venganza de la televisión Aunque con otras de menor rango, la televisión se inventó, como es bien sabido en general, con el propósito preferente y esencial de que todos pudiéramos dormir a pierna suelta y con la conciencia tranquila. Porque, como resulta que el mundo parece que no anda bien y no es fácil arreglar las malandanzas de los humanos y tampoco tenemos tiempo ni ganas de ponernos a mejorar las cosas, en esas condiciones y considerando que es imprescindible para el buen negocio de nuestro sueño buscar algún compadre a quien echarle las culpas de todo lo malo que pasa en el planeta, inventamos la televisión para tener delante alguien a quien, como hacen los niños, poder decirle: "ha sido ese". Y asunto resuelto. Así la televisión es la culpable de la violencia que hay en el mundo, de la mala educación y de la falta de valores, de que la gente robe o mate, de que las familias rompan su armonía por no hablar, de que los niños ni estudien, ni desarrollen la imaginación ni la memoria, ni sean capaces de leer un libro. En definitiva, de todos los males morales que dominan la faz de la Tierra. Y si la causante es la televisión, cada uno de nosotros podemos estar tranquilos porque esto quiere decir que somos buena gente, que no estamos en la lista de los culpables del deterioro moral universal. Y hasta tenemos la posibilidad de dedicarnos en algunos ratos libres a predicar contra ella para que todo el mundo vea no sólo que no somos responsables de nada sino que hasta denunciamos públicamente al origen de todos los males. Y con este convencimiento podemos ya dormir tranquilos. Es lo que hacemos las más de las veces. Dice Caballero Bonald que las inocencias son siempre negativas y que no empieza uno a ser un buen entendido en asuntos ciudadanos hasta que no se han perdido. Pero esta ventaja moral y sicológica tiene un precio, no nos ha venido gratis. El sueño relajado y distendido por la conciencia liberada de responsabilidad moral no es un regalo libre de cargas y de peaje. Cuando menos lo esperábamos, nos hemos quedado sorprendidos por esta tasa que nos hemos visto necesitados de pagar. Y aquí viene el problema, el desagrado y el mal sabor de boca. Es como una especie de venganza del destino que reprime una mueca de ironía y deja el eco de su sonrisa burlona y sardónica. Esta televisión, a la que pensábamos achacar todo el oprobio moral, ha acabado mofándose de los humanos de una forma sibilina y cruel. Y para eso sólo ha tenido que hacer una cosa: mostrarnos a nosotros mismos como somos, proyectando una imagen de lo que somos en realidad: chismosos, violentos, acalorados, vengativos, descreídos y hasta despiadados con nuestros semejantes. Todo eso que llamamos basura de la televisión no es sino la imagen real de nuestra forma de vivir y de comportarnos en el mundo y en la vida. La televisión nos ha devuelto nuestra propia imagen, una imagen de nosotros mismos que nos desagrada y, a veces, hasta nos inquieta. Y así ha empezado la tortilla a darse la vuelta, a repercutir en nosotros justamente de lo que pretendíamos despojarnos. De forma que ese enemigo público al que habíamos encomendado que limpiara nuestra conciencia colectiva ha acabado recordándonos que lo que vemos en la pantalla no es sino nuestro propio retrato, la manera como hacemos las cosas. Nadie inventa nada, las historias que oímos y vemos son los relatos de nuestra vida, el reflejo de lo que somos, la biografía explícita de la especie humana. Y, naturalmente, no nos gusta, no nos gustamos. ¡Qué le vamos a hacer!. Hemos querido pasarnos de listos, nuestro sueño se ha vuelto pesado y hemos empezado de nuevo a roncar. En lo sucesivo tendremos que ser más cautelosos y precavidos a la hora de criticar lo que pasa en la pantalla y nos molesta porque esa es la historia del hombre, nuestra propia historia. Decía Quevedo que "si es delito saber quién ha pecado, / los vicios escudriñen los curiosos: / y viva yo ignorante e ignorado". Pero esa estrategia ha resultado fallida.

Publicado el día 7 de mayo de 2010


275.- ¿Estoy enfermo? ¿Estaré gravemente enfermo del pensamiento viendo cómo cada vez tengo más vacilaciones sobre todo?, ¿me ocurrirá lo que cuenta Diógenes Laercio que decían de Metrodoro Quío que afirmaba que ni siquiera alcanzaba a Sócrates con eso de que no sabía sino que él “aún no sabía que nada sabía?, ¿se adueñará, por citar algunas de mis grandes dudas, la guerrilla maoísta del gobierno en La India por haber conseguido matar a 35 personas que casualmente pasaban por una carretera en la que habían puesto una bomba?, ¿conseguirá Jodorkovski con la huelga de hambre que ha iniciado en la cárcel que Putin, el jefe del gobierno, permita su liberación?, ¿y lo de la lengua songhay, de la que la Diputación ha editado una gramática? ¿podré llegar a dominarla correctamente o me ocurrirá como con el inglés al que ya he tenido que renunciar?, ¿o el mapudungun, el idioma de los mapuches de Argentina y Chile, que Diario Córdoba citaba en una entrevista a una indígena, Verónica Huilipán, y del que me ha llegado un diccionario? ¿Y el asunto ese, ahora tan principal y tan gravísimo, de los mercados, que nos tiene a todos tan preocupados porque dicen los entendidos que vienen a por nuestro dinero y nuestros capitales, lo que me ha puesto muy en vilo temiendo que voy a perder los mil euros que he conseguido ahorrar en estos últimos años?, ¿acaso no van a peligrar si se enteran del número de mi cuenta corriente y de la sucursal de la caja de ahorros donde los tengo guardados?, ¿será verdad eso que he oído a un experto de que quieren adueñarse de nuestro país y que andemos todos vestidos de harapos, que nos venderán ellos mismos aunque parece que a buen precio?, ¿y que quieren hacer lo mismo con Grecia a pesar del Partenón o de Aristarco, el primero que se dio cuenta de que era la Tierra la que da vueltas alrededor del Sol?, ¿qué o quiénes son esos mercados?, ¿tienen carné de identidad, nombre y apellidos o son, como decía Adam Smith una mano invisible?, ¿y, si son invisibles (que es lo mismo que inmateriales), se colarán por las ventanas como hacen los Reyes Magos?, ¿utilizarán el anillo de Giges, que narra Heródoto, ese que hace invisibles a quienes se lo ponen y que los filósofos lo han utilizado como ejemplo de que el ser humano hace el bien hasta que puede hacer el mal cuando «se hace invisible»?, ¿dónde viven?, ¿en cuevas subterráneas o andan por la calle como si tal cosa?, ¿no estaré cayendo en una paranoia cuando, al pasear, me fijo en las caras de la gente y siempre me estoy preguntando: será ese señor un mercado?, ¿o aquella muchacha que luce un buen tipo?, ¿pero entonces por qué viste tan lucida?, ¿tal vez para despistar, aprovechándose de que suena raro eso de un mercado en minifalda?, ¿y no deberían llamarse, si son personas, más que mercados, mercaderes? ¿Y lo que dicen de dónde viene este lío que se ha montado? ¿Pues no cuentan que porque unos empleados de bancos norteamericanos, deshonestos, se dedicaron a dar hipotecas a quienes no las podían pagar y unos peticionarios que debieron decir ancha es Castilla (bueno, ancha es Nevada o Michigan que a estos efectos da igual), es por lo que yo tengo que reducir mi paga?, ¿pero si yo no he ido en mi vida a USA? ¿cómo me van a haber dado a mí una hipoteca, que además he oído decir que llaman “basura”, con lo cuidadoso que soy que todas las tardes, de 20 a 22 horas, coloco mis bolsas cada una en su sitio?, ¿o acaso es que entre todos tenemos que pagar lo que ellos no devolvieron?, ¿se podría establecer, si es cierto eso de que todo empezó donde dijeron y, metiéndome a filósofo, la cadena de causas y efectos, que decía Aristóteles, para que, partiendo del primer error, se explique a dónde hemos llegado?, ¿será parecido a aquello con lo que amenazaba el maestro de párvulos a Juanito que, por haber robado un cromo, le auguró que sería un terrible criminal, o el “efecto mariposa” de que hablan algunos sabios y que es, en fino, lo mismo? ¿Serán un síndrome de “peligro de muerte” éstas y otras muchas dudas que me asaltan y que a lo mejor cuento en otra ocasión para que alguien me las aclare?, ¿estaré enfermo, en cuyo caso ya no seré culpable o, por el contrario, me habré convertido en un réprobo relativista?, ¿y cuánto de malo es ser eso porque me da el tufillo que hay gente que habla de ello sin haberse leído ni un texto escolástico?, ¿será más malo que ser anarquista y revolucionario, que antes era lo peor que se podía ser, según la gente de bien?

Publicado el día 21 de mayo de 2010


276.- Y ahora, el escéptico En verdad que tener un amigo íntimo relativista era una de las mayores desgracias que podían acaecerle a uno porque dicha enfermedad, o lo que sea, ha estado tan denostada que hasta hoy era lo peor que se podía ser. Pero ya se sabe que también las maldades y los vicios tienen su momento de gloria y triunfo, más o menos en las tres fases clásicas de todos los movimientos sociales: empiezan poco a poco a colarse entre la gente, después se ponen de moda y luego acaban cayendo en el olvido y nadie se acuerda de ellos, en unos casos porque consiguen rehabilitarse socialmente, como ha ocurrido, por ejemplo, con la homosexualidad que ya ha resuelto su situación, y otras veces porque son superados por otros deslices o yerros aun más perniciosos. Lo de relativista, aun siendo algo tan peligroso como sin duda lo es, está empezando ya la tercera fase porque cada día hay menos gente que lo recuerda y las posiciones de condena empiezan poco a poco a rebajar su intensidad y su frecuencia. Pero por supuesto que este olvido casi circunstancial no rebaja un ápice su gravedad. Ahora lo que empieza a ser a asomar la nariz, con todo el lío que hay montado con lo de la crisis y demás, es ser escéptico. Así, sin más miramientos: volverse escéptico, algo parecido a lo que familiarmente llamamos un descreído. Y tener un amigo en estas condiciones sí que es algo difícil por no decir imposible. Porque el relativista, con más o menos dudas, cree en algo de alguna manera pero el escéptico es que ya no cree en nada. Es como el del chiste ese que dice que se escapa un toro y que, entre todos los que se ven obligados a correr, hay cojo; y ¡claro! todo el mundo, que el cojo, el cojo... hasta que éste se harta y grita: “digo yo que el toro pillará a quien quiera”. Tener al lado a un amigo escéptico es un verdadero tormento: que dice uno que para la estabilidad de España debe haber elecciones ya, pues él en seguida: “mentira, lo que pasa es que teme que esto pueda mejorar y más vale pájaro en mano...”; que otro asegura que ahora no son lo importante pues también, “que mentira, que lo que pasa es que teme perderlas y prefiere esperar a ver si escampa y entonces ya veremos quién gana”; que empiezan a insultar a la gente y luego se dan cuenta de que lo han hecho mal y se arrepienten y piden perdón... “mentira igualmente: lo que pasa es que ya lo tienen calculado y, como cada día hay quince o veinte personas que piden perdón porque se ha puesto de moda, pues ¡a vivir que son dos días!; que a los jugadores de la selección de fútbol, dada la trascendencia del campeonato para los valores colectivos, la repercusión mundial de este deporte y la existencia de primas por ganar..., pues nada: me dice que le parece muy bien todo eso pero que seiscientos mil euros por jugador, cien millones de pesetas para cada uno, por ganar el campeonato le parece una locura de amores patrios y demás, que una gratificación más prudente sería menos desvergonzada y menos insultante para tanta gente, que la prueba está en que, según las agencias de noticias, es con mucho la selección mejor gratificada...; y no quiero seguir contando lo que me dice de todo esto; y hasta piensa que Israel, con lo del otro día, es un Estado genocida y no cree lo que dijo su embajador en España, que los soldados tuvieron que disparar en defensa propia porque los voluntarios casi los aniquilan. Y su osadía ha llegado a tal grado que ya no cree ni que haya crisis. “Para crisis en serio, me dice, la que se dio en Egipto allá por el año 2500 cuando era faraón Asiquis, parece el sucesor de Micerino el que da nombre y demás a una de las tres famosas pirámides. Lo cuenta el historiador Heródoto y mira lo que dice”: que “ante la gran escasez de dinero en circulación que hubo durante su reinado, se promulgó una ley, en virtud de la cual uno sólo podía recibir un préstamo dando como garantía el cadáver de su padre; y a esta ley se agregó, además, esta otra: quien facilitaba el préstamo se convertía, de paso, en dueño de toda la cámara mortuoria del contrayente; y si el que ofrecía la susodicha garantía no quería devolver el préstamo, sufría la siguiente sanción: el deudor en cuestión no podía, a su muerte, recibir sepultura en la tumba paterna hipotecada ni en ninguna otra, y tampoco podía enterrar a ningún otro miembro de su familia que hubiese fallecido”. “¿Es eso una crisis como Dios manda o no?”, me dice. Y a ver qué le contesto.

Publicado el día 6 de junio de 2010


277.- Austeridad y despilfarro Se iban a casar una muchacha y un muchacho, con la parafernalia y complejidad de un acto planeado con toda la carga tradicional. Por ello la boda debía celebrarse en el pueblo de la novia, una localidad no mayor de 500 habitantes y de esos núcleos de población en los que la jerarquía local supone una connotación enclaustrada. El caso es que mientras los progenitores de los casaderos preparaban el banquete nupcial, los padres del muchacho, que procedían de una gran población, observaron con sorpresa que el perfil del banquete, que se suponía estaban negociando con la hostelería local, excedía de manera desorbitada de la capacidad de colación de cualquier ciudadano en exceso voraz e insaciable y entonces se atrevieron a proponer una rebaja de contenidos, que no de precio, para evitar un despilfarro astronómico como parecía que se avecinaba. ¡No, gritaron los paisanos, en el pueblo tiene que quedar claro quiénes somos y nuestro banquete debe pasar a la historia como en el que más comida sobró! Cómo acabó este cuento, por otra parte tan repetido, es fácil de suponer. Si cuando nuestros antepasados andaban desnudos por las cavernas, el jefe, para que se conociera bien quién era, se colocaba un pluma en la cabeza, ahora en el segundo milenio el signo de prepotencia en una sociedad cerrada es organizar un convite en el que sobre la mayor cantidad posible de comida (que luego habrá que tirar naturalmente). La novedad que se ha producido en algunas sociedades modernas desarrolladas es que el excedente ha perdido los dos réditos y las dos ventajas que la historia de la evolución le había adjudicado. Cuando en un colectivo se han producido sobrantes, éstos han servido para llevar a cabo las transacciones que compensasen las propias carencias, el trueque ha sido a fin de cuentas el principio del comercio, es el te doy lo que me sobra para que mes lo que me falta. Y, si no era posible el negocio, han servido para el propio disfrute del colectivo, para darse una fiesta o un festejo, vamos, una alegría. Negocio y goce siempre que sobraba algo. Pero las cosas han cambiado de manera radical. Los humanos somos una especie social y todas las especies sociales tienen jerarquías, posiciones, grados y rangos. La posición y la jerarquía social son esenciales para tener acceso a recursos importantes desde el punto de vista adaptativo, para sobrevivir con holgura. Cuando algunos critican con cierta ligereza la disputa por el sitio, olvidan que es un principio básico de la lucha por la subsistencia. Garantizarse un puesto en el escalafón social, es asegurarse los instrumentos básicos de la producción y la reproducción. Y como en esta pugna vale casi todo, los excedentes se han convertido, en las sociedades opulentas que pueden producirlos, en signo social, en un elemento de jerarquía social. La austeridad privada ha dejado de ser considerada un mérito social mientras que ser capaz de despilfarrar supone categoría y prestigio público. Y aplicada a la colectividad, esta teoría es un síntoma claro de cómo las sociedades mediterráneas, además del medio ambiente, se han sentido influidas de manera negativa por unas doctrinas, que no es el momento de analizar, pero que han sido profundamente nefastas (“¡tranquilo, esto es Grecia, me dijeron en cuanto llegué!”, contaba en este Diario un cordobés que había ido a vivir a ese país con el programa Eramus). Ya nos hubiera venido bien haber estudiado el famoso y ya muy viejo libro “Ética protestante y el espíritu del protestantismo”. Mientras hemos recibido lecciones de sumisión, de obediencia y de asentimiento, se olvidaron de la autonomía, la responsabilidad personal, la civilización del trabajo y del esfuerzo. No es coincidencia que los países con más problemas sean del Sur de Europa. Lo que ya no puede ser y no sabe uno si llorar o reír, considerarlo despilfarro o austeridad, es que hasta los talibanes se puedan considerar como indicio o muestra de prosperidad, al hilo de lo que decían los miembros de una pequeña tribu afgana, que se quejaban de ser tan pobres y estar tan lejos “que, por no tener, no tenemos ni talibanes”.

Publicado el día 18 de junio de 2010


278.- Pues pido perdón ¡Oiga!, dijo al otro lado del teléfono una voz recriminadora y rezongona, que parecía salida de alguno de los Mitos de Cthulhu de Lovecraft y compañía, “¡oiga!” ¿queda alguien en esa casa que aún no haya pedido perdón? Y ¡claro! ante esa pregunta, inesperada, inusual e insólita únicamente fue posible el silencio como respuesta. El silencio y, en “el cárdeno resplandor de una luz desmayada y el murmullo insidioso de las aguas tenebrosas” el miedo y el pavor. “¡Pero si lo ha pedido hasta Blatter...!” y menos mal que se perdió en la noche, esperemos que para siempre, porque el tono amenazante iba creciendo por segundos. Era verdad. Ya antes lo habían hecho personajes tan singulares y dispares como, por ejemplo, deportistas, artistas, políticos, padres de familia, toreros, escritores, músicos, clérigos, jefes de Estado... y hasta el Papa, pero no estaba en esa relación el presidente de la FIFA, nada menos que el señor Blatter, ese personaje que circula por la vida con más poder que un jefe de Gobierno, impide que uno pueda acudir al fútbol con una camisa con marca, maneja sin ningún control popular ni público un presupuesto muy superior al de muchos países, se ampara en una legislación y un sistema judicial propio que no respeta al de los Estados, como ocurrió no hace mucho cuando amenazó a España con dejarla fuera de los circuitos futbolísticos si el gobierno no permitía, como tuvo que hacer, que el presidente Villar incumpliera para su conveniencia nuestras leyes, es elegido por cooptación, pues ese señor Blatter, nada más y nada menos que en la cima del poder quizá más alto de la tierra, ha salido a la opinión pública a pedir perdón a Inglaterra y a Méjico por los errores arbitrarles que todo el mundo conoce. La relación era ya tan larga y tan prolongada que casi parecía infinita pero faltaba ese personaje singular que está también en la lista. Y es que esto de pedir perdón se ha convertido poco a poco en una ceremonia tan cotidiana, tan frecuente y reiterada que casi no pasa un rato sin que aparezcan personajes de toda clase y condición solicitando el clemencia y merced. Todo principió cuando hace unos años se empezó a exigir a las instituciones que hicieran público su pesar por los posibles o reales deméritos y errores que sus responsables de épocas pasadas hubieran podido cometer, el gobierno de España por las tropelías con los indios de América, la Iglesia Católica por el proceso a Galileo, o el gobierno alemán por los crímenes de la época nazi, por citar algunos casos más sonados de entonces. Pero después, poco a poco, salvo en contadas y muy dignas ocasiones merecedoras de todo apoyo y consideración, se ha ido convirtiendo en una declaración más o menos rutinaria, con muchos visos de auto-exculpación y escasos motivos para ser creíble. Es como si se hubiera convertido en un requisito, una aduana que hubiese que pagar para ser considerado famoso de pro. Y, como es natural, una liturgia tan repetida es muy fácil que acabe en chabacana y poco fiable. Porque además parece necesario recordar, por ejemplo, que, de acuerdo con la doctrina clásica de todos los códigos morales, el propósito de enmienda, el dolor de corazón, el poner remedio para que no vuelva a ocurrir... son elementos imprescindibles para que tenga eficacia dicha súplica. Pero ¿cuántos explican estos “detalles”? Y por cierto, ¿de cuántos se sabe que después hayan preguntado si se les ha perdonado? Bien es verdad que Baltasar Gracián en su Oráculo Manual aconseja “el arte de dejar estar las cosas” porque, a su juicio, muchas veces los males empeoran con los remedios. “El buen médico, dice, debe saber tanto para recetar como para no recetar, pues a veces el arte consiste en no aplicar remedios”. Pero de todas maneras, como nadie es perfecto y para evitar una nueva llamada de teléfono terrorífica, lo más prudente es pedir perdón, mostrar verdadero dolor de corazón, asegurar que se tomarán todos los remedios para evitar que vuelva a suceder, formular la promesa de ir preguntando a todo el mundo si en verdad me perdona... y demás requisitos necesarios para hacerlo eficaz, que a fin de cuentas es lo que importa. Por eso pues pido perdón.

Publicado el día 2 de julio de 2010


279.- ¿Es virtuoso el Estado? Hace unos días en una de las muchas encuestas de calle que realizan los medios de comunicación un muchacho de diecisiete años manifestaba desdeñoso que él desde luego no le debía nada a nadie, ni al alcalde ni al gobierno, “a nadie”, decía. Y la verdad es que la consolidación del Estado de Bienestar ha dado lugar, entre otras cosas, a que se haya creado la conciencia colectiva de que este tipo de organización social y política es “lo que tiene que ser”. ¿Cómo no va el Estado a proporcionar sanidad pública universal, escuelas para todos, o seguro de desempleo para quienes no consiguen un trabajo?, es lo “natural”, para eso están los gobiernos y los gobernantes, diría mucha gente en una utilización abusiva una vez más y de una manera absolutamente gratuita y hasta ignorante del término natural. Fue la acción política de la izquierda europea en su momento, y la de todas las demás después, la que consiguió, mediante la presión y la compañía de una determinada ideología social, que el Estado dejara de ser asistencial, movido sólo por la buena voluntad de algunos gobernantes misericordiosos que con algún resto presupuestario se limitaban a crear y sostener, en muchos casos con ayudas privadas y de instituciones religiosas, casas de pobres, hospitales de caridad o inclusas pero siempre conscientes de que sus obligaciones no iban más allá de eso. Porque durante toda la historia de la humanidad a nadie (filósofos, pensadores, teóricos políticos...) se le ocurrió nunca pensar o argumentar o defender que es un deber de justicia por parte del Estado atender a las necesidades básicas de la comunidad de ciudadanos. El caso es que ahora es opinión común indiscutible que el Estado, por sí o por estructuras delegadas como las ONG, por ejemplo, tiene la obligación irrenunciable de proporcionar los servicios considerados básicos para una vida digna. A la vista de esta nueva teoría y en la seguridad de que actuamos de manera razonable, los ciudadanos hemos hecho con carácter general en los últimos tiempos una evidente transferencia al Estado, a las instituciones públicas, de lo que podemos llamar la vieja y antigua ayuda mutua, que a través del Estado de Bienestar la Administración pública ha asumido. Convencidos de que es a él a quien le cumple la responsabilidad de ejercer esta obligación, le hemos cedido bagajes y herramientas en la confianza de quedar liberados de una tarea de protección y de servicio que durante siglos hemos llevado a cabo como individuos o como familia o como grupo social. Lo que ha originado un nuevo marco de relaciones humanas, culturales y de mentalidades, un moderno reparto de papeles, que, además, a los ciudadanos ofrece ventajas evidentes tanto desde el punto de vista teórico como desde la práctica. No es ya aquello de que cada familia sentara a un pobre a la mesa por Navidad. Una persona caída en el suelo en la calle por la razón que fuese no es de nuestra responsabilidad ni nos crea conciencia de culpa, más allá de alguna conmiseración, porque debe ser atendida por los servicios públicos, que están para eso, y los ciudadanos, si es algo que ha surgido de improviso, cumplen con su obligación avisando a los encargados de arreglar el desaguisado que, además, tienen los medios adecuados para ello. Incluso las instituciones públicas empujan a las personas a liberarse de la responsabilidad de ayudar a los demás, aduciendo razones de profesionalidad de quienes están capacitados para atender con eficacia el problema que ha surgido. De esta manera lo que antes era una acción humanitaria, se ha transformado en una conducta profesional. Algo que ni es bueno ni es malo pero que supone un cambio total del punto de vista sobre el ser humano, una nueva antropología y la existencia de una estructura teórica e ideológica muy diferente a los que han sido los modos comunes de pensamiento en los siglos pasados. Lo que hasta hoy ha sido propio de personas ha pasado a ser una cualidad de instituciones, del Estado. Ahora lo que importa no es que la gente sea solidaria sino que lo sea el Estado. Que éste atienda las necesidades de los ciudadanos y que lo haga con prontitud y eficacia. Desde la aparición del Estado de Bienestar, casi antesdeayer, la solidaridad ha dejado de ser una virtud individual, incluso grupal o colectiva, y ha sido transferida a un ente abstracto que es el Estado.

Publicado el 16 de julio de 2010


280.- Más de 16.000 polígamos Y de la poligamia ¿qué?, podría ser la nueva pregunta a hacer a la vista de las discusiones que ocupan el espacio público. Porque anda todo el mundo muy ocupado opinando sobre lo del velo, que si el burka no o el burka sí, pero lo de la poligamia ha pasado de largo sin una referencia ni una mala opinión. Nada, de la poligamia nada. En Francia el asunto, en forma de poliginia (un hombre con varias esposas) ha saltado de improviso cuando se supo que una mujer, que acababa de ser sancionada por conducir con niqab, formaba parte una familia de este tipo aunque la realidad legal consistía en que el marido sólo está casado administrativamente con una de sus esposas, casualmente francesa, mientras que las demás se alojan en viviendas contiguas. Puede que el cristianismo lo repruebe, ha venido a decir el protagonista varón, pero en Francia no están prohibidas las amantes; si lo estuvieran... Y, como es natural, ya se ha armado el embrollo y el enredo. Se habla de ya de un número que oscila de 16.000 a 20.000 familias que viven en esta modalidad. Pero ¿y en España? Ya se ha dado una cifra en el país vecino pero ¿la tenemos aquí?, ¿cómo podríamos aclimatar esa cantidad, en virtud de la población?, ¿o es que, salvo en el caso de Marruecos y Túnez, que tienen convenios bilaterales con España sobre cómo proceder con las pensiones de viudedad, firmados en día por los gobiernos de UCD y el PP, no hay familias polígamas, no existe poligamia? Algunos expertos dicen que por aquí andamos más remisos, ¿será verdad?, ¿tal vez porque está prohibida y castigada con penas de cárcel, casualmente como en Francia? Lo que sí es verdad es que España y Francia no forman parte de esa cincuentena de países en los que está legalizada, casi siempre en la forma de poliginia y en algún caso de poliandria. En nuestros dos países no es posible una familia poligámica formal y recta, reconocida por el Estado y declarada en el momento del matrimonio. Aquí no sería posible la situación del presidente de Sudáfrica que, con cuatro esposas oficiales, ha llegado incluso a plantear un problema de protocolo (y al que por cierto le han reprochado su infidelidad matrimonial al tener un hijo con una mujer diferente de sus esposas, de lo que ha tenido que pedir perdón públicamente). En España y en Francia dicen que no hay caso pero da toda la impresión de que a la vuelta de muchas esquinas hay pistas más que suficientes de que podemos encontrarnos con situaciones de poligamia orgánica, entendida como aquella en la que todos los miembros de la familia están de acuerdo con la situación aunque luego, para evitar el castigo de la ley, se adopten unas u otras fórmulas de encubrimiento. De éstas hay maneras o sistemas suficientemente imaginativas que apenas permiten su clasificación: como, por ejemplo, mezclar matrimonios civiles y religiosos, uniones celebradas en diversos países o simples situaciones de hecho como vivir todos juntos y que cada uno interprete la relación como le parezca, que si hermanos o primos o lo que sea. Y luego está la inorgánica que encierra algo más de informalidad, porque conlleva algún tipo de preeminencia afectiva real o supuesto (ya se sabe que uno de los requisitos de la poligamia islámica es la obligación de completa igualdad entres las esposas) pero puede ser tan cabal y, al mismo tiempo, tan comprometida como la que más. Por los años cincuenta el jefe de mi padre, persona distinguida y de familia notable, industrial de nivel medio-alto, mantenía amorosa y económicamente, además de a su legítima esposa, a tres amantes, cada una con piso propio y a las que visitaba prácticamente todos los días. La situación, aunque no salía en los periódicos, era conocida de todo el mundo pues, cuando acudía a alguna casa, lo hacía a plena luz del día sin ocultarse de ninguna manera y saludando a todos los conocidos con los que se encontraba por la calle. Las malas lenguas dijeron que en aquellos tiempos 500 pesetas mensuales por cuatro casas más las distinciones a la esposa oficial fueron la causa de su ruina. Pero eso es otra historia. ¿Poligamia orgánica?, ¿poligamia inorgánica? Desde luego no un juego de fin de semana sino una situación muy semejante a la que ha dado origen a este asunto. ¡Ah! y queda pendiente, entre otras modalidades, el matrimonio grupal.

Publicado el 9 de agosto de 2010


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