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Tríptico
detrás de nuestra bestia iba quedando un paisaje imposible, devastado.
II
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¿Los oyes, padre? Han entrado en el patio de la casa. Han entrado en la noche, mientras nosotros conversábamos a la mesa. ¿Puedes oírlos? Hablan con voces de antes de las voces; el suyo es un lenguaje que precede a la calle, los muros y al jardín de infancia.
Arrastran en sus sílabas el aire de los muertos. Pronuncian, con gritos sordos, el primer idioma, el último. ¿Los oyes? Pr onuncian, sin abrir la boca. (N o tienen rostro, no tienen labios.) Sus mano s prefiguran nuestras manos.
En otros días amé
la magnific encia de los edificios derruidos. En viejos días amé
las ciudades c onsumidas por la flama.
¿Lo recuerdas? El fuego era mi elemento.
De niño hice arder papeles, maderos viejos, hojas secas. Hice arder los restos del almendro que talaron
después de una terrible plaga de gusanos. El trópico se encendía sobre nosotros: yo quise convocar el incendio en el incendio.
Al fondo del jardín, la abuela vigilaba el pan en el horno de barro.
Hoy la ciudad arde con ruido de metralla.
¿Las oyes, padre? Suenan sirenas a lo lejos.
Sus luces entran por la ventana: su pupila azul, su pupila roja nos observan —el soplo del fuego, la crepitación del aire. ¿Las oyes? Cantan sirenas a lo lejos. Entonan canciones del hielo y de la flama. Intentan arrastrarnos hacia su dominio.
Pero el poeta
me toma por el brazo en el arquitrabe; me recuerda:
“no te adentres dócilmente en la noche apacible”.
Afuera,
la ciudad ar de en rumores suaves. La ciudad se consume en un horno de barro.
Han entrado a la casa, padre. Sin rostros, sin labios, han derr amado el contenido de las piedras. ¿Puedes oírlos? Su presencia no es visible y, sin embargo, en la s ombra presiento pasos sordos que atraviesan la estancia.
En la sombra se acuestan en mi cama, y murmur an en su lengua y al c errar los ojos
me obligan a p ensar en edificios que el viento desploma.
Me incitan a soñar con ciudades arrasadas por la flama.
III
Y cuando fuimos niños, mi hermana y yo podíamos cruzar las vías, por donde corrían los trenes petroleros. Los niños que fuimos, sin recelar de la máquina, de nadie. Porque, quién iba a hacernos daño, cuando el agua fue clara e inocente. Las vías separaban nuestra casa de la escuela, bajo el sol del trópico. Íbamos de la mano: uno, dos, uno, dos, sobre la viga ardiente, guardando el equilibrio en nuestro uniforme azul y blanco. Porque el agua fue clara, y pudimos beber de ella, bajo los almendros. Bajo la clara sombra avanzaban, los niños que fuimos, sin temor de la máquina y los hombres. Nadie nos tocó. Cruzamos la vía, cuando el agua fue inocente. Y nosotros, y ese pedazo de tierra que era nuestra, y nuestra ciudad, y nuestro país —un país solar—: nosotros tocamos nuestras manos infantiles, bajo la suave claridad de los almendros.
Llaves de hierro fundido. Imagen: Friedrich Haag (Wikimedia Commons)
Tres llaves
Abril Castillo Cabrera
Pedro perdió la llave y ahora estaba atrapado en el pórtico que daba a la playa. Empezaba a llover y al pie de la escalera no tardaría en llegar el mar crecido.
Pedro estaba en un limbo. Si la llave estaba tirada en la arena, las olas la devorarían tan pronto como comenzara a llover de verdad. Una verdadera aguja en un inmenso pajar. ¿Bajar antes de que eso pasara o esperar a su mamá bajo el techo del portón? Sabía que cuando ella llegara, lo regañaría. Siempre le pasa lo mismo. Es la tercera llave que pierde en el verano. Pero el verano ya iba a terminar. Ya estaban a fines de septiembre. Como si eso le diera otra oportunidad. Cada estación fuera el reinicio de algo.
Si Pedro bajaba a buscar entre la cada vez más húmeda arena, ¿qué le haría a las bolsas de papel con la compra? La mesa del pórtico se había roto hacía unos días, habían metido las sillas. No. No podía dejarlas en el escalón ni en el piso. La comida se arruinaría. Lo único que su mamá le pidió. Le dolía que ella leyera su distracción como falta de amor. Que siempre que cometía esos errores ella lo hiciera sentir como un mal hijo. Como si todo a cada paso fuera una prueba y él siempre fallara. Prefirió dejar las bolsas. Aún el piso no estaba tan mojado. Si conseguía correr y encontrarlas a tiempo…
¿En qué momento se le habrían caído? Pedro dejó las bolsas lo más cerca que pudo de ese techo de vigas que poco hacía por detener la entrada del agua, y bajó los escalones de dos en dos, de tres en tres.
Le gustaba la lluvia. A él en el fondo no le importaba mojarse. Se quitó las chanclas y sintió la arena embarrársele entre los dedos. Los pies hundirse, el mar llegar a donde él empezaba a caminar, el principio de la escalera. Trató de ver algo metálico, algo enterrado. Se hincó cada cinco pasos, cada seis. Caracoles, envases, una lata llena, una zanahoria que probablemente él mismo perdió en el camino.
Tal vez la llave la había tirado en la tienda. Tal vez un gato la había encontrado en la banqueta y había jugado con ella, la habría arrastrado calle arriba y ahora quien la viera tendría frente a sí un metal sin sentido. Tal vez una tortuga desovando la habría arrastrado al fondo del hoyo que es ese útero en la tierra que construyen, y la llave se empollaría junto con sus tortugas. Esas tortugas que la tortuga madre jamás llegaría a conocer. Tal vez su llave matara a alguna de esas tortugas bebés. No podía hacer nada en ese caso. Ya estaba enterrada la llave. Tal vez nunca tuvo la llave. Tal vez la llave estaba adentro de la casa, sobre la mesa. ¿Por qué no se asomó? Tal vez su madre vio la llave olvidada y se la llevó para darle una lección. Otra lección. Siempre lecciones que Pedro jamás aprendería. Los lentes se le empañaban y las gotas le dificultaban ver. Se los quitó y fue peor.
Empezó a patear la arena, las olas, la lluvia. Se hincó abatido y revolvió esa pasta en que se había convertido la playa sin encontrar nada. Se sentó vencido. La lluvia arreció como esperaba. Las gotas duras contra la mollera, los brazos, las piernas. Empezó a llorar. Las gotas punzantes contra sus manos, la nuca, la nuca, la nuca. Gritó desesperado. Un grito animal. Las gotas contra la cara, los párpados, los ojos. El mar llegando hasta él, mojando sus pies, sus muslos, sus nalgas, su cintura.
Se acostó con los ojos abiertos. Ésa era otra prueba. Perder la tercera llave.
Se puso los lentes sobre el pecho. La lluvia seguía pero él dejó de llorar. El ruido del agua en la lluvia, en el mar, en sus ojos. El ruido de un grito. Su nombre. Pedro. Pedro. Pedro. Entre la borrasca, alcanzó a entrever lo que podría ser la figura de su madre. No distinguía tampoco su voz por el ruido del mar.
Era momento de enfrentarla. De regresar. De aceptar que había perdido. Strike tres. Resignado, Pedro se levantó y caminó con calma entre las olas que rompían en la playa.
No diría nada. Ella siempre entendía sin palabras cuando algo había fallado. Pedro no abriría la boca y su madre sabría por qué estaba ahí afuera. Su madre sabía todo de antemano. Cómo hacerlo sentir mal, nada. Cómo anularlo.
Subió las escaleras y, como pudo, con la playera hecha una sopa, intentó secar sus lentes. La grasa se embarró más en el cristal. Se los puso.
No veía bien. Le pareció ver el rostro de su madre radiante.
Se acercó a ella y la encontró también empapada. Parada escalera arriba, junto a la puerta.
¿Qué no lo iba a regañar? Pensó en cómo pedirle perdón esta vez. Qué sacrificios prometerle. Podría decirle que ahora él se encargaría de hacer la compra siempre, también de vuelta a la ciudad, pero qué confianza quedaba en su madre ahora.
Que él cocinaría y lavaría los trastes. Siempre se dividían esas tareas, pero él podía hacerlas las dos. No había riesgo ahí.
Le compraría un perro y él lo pasearía, él lo alimentaría y su madre sólo tendría que mimarlo y quererlo. Pedro lo entrenaría. Haría un mejor trabajo que consigo mismo y lograría que fuera un perro obediente y perfecto.
O le daría a su primogénito. Le prometía que tendría un primogénito, aunque en el fondo Pedro no quisiera casarse nunca y menos tener hijos. Pedro se dio cuenta de que por primera vez parecía que su madre no lo veía. Que estaba de lleno metida en ella misma. ¿Por qué sonreía? Quería ser empático, pero no sabía si estaba siendo sarcástica, así que prefirió no decir nada, no preguntar.
¿Dónde estabas, Pedro? Perdí la llave, ¿puedes creerlo? Entre los dos hemos perdido tres llaves este verano. Y ahora, míranos, ambos llenos de lluvia.
Ella no dijo nada. Sólo lo abrazó. Tomó la lata que aún traía Pedro en la mano y la echó en una de las bolsas casi desechas de papel. ¿Dónde estabas?, le volvió a preguntar. Pedro sintió que en el fondo no tenía que responder. Porque en ese mismo fondo tampoco quería saber por qué su mamá sonreía. Se sentía tan feliz de sentirla ahí aparte, ya no encima de él, siendo ella. No quería traerla hacia sí. Quería respirar un momento.
Se separó la playera pegada al cuerpo. Sintió frío cuando la soltó y se volvió a adherir a su piel. Un solo instante basta.
No encontraba el momento para decirle que él también había perdido su llave. Quería extender sólo un poco más ese momento.
Se quitó los lentes y atoró una pata en la playera. Los lentes pegaron con algo metálico en su esternón.
La llave colgada. La llave puesta todo el tiempo. Un lazo. Sonrió. Abrió la puerta y juntos metieron lo que quedaba de la compra, el papel desbaratado, las manos llenas de comida. El cielo comenzaba a aclarar.