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Cibercafé

Carlos Martín Briceño

El filo —seco, tajante, preciso— cae sobre la pierna derecha separándola del cuerpo. El muchacho levanta la macheta y nota que algunos residuos de carne se aferran al acero. Es un instrumento pesado, de hoja ancha, el mismo que cada viernes utiliza su madre para dominar los cartílagos y las zonas fibrosas del cerdo. La sangre burla sus precauciones, salpicando su ropa. Tiene que limpiarse el rostro con la manga de su camisa. Busca la hora en el reloj digital del cibercafé: 11:07 p.m. Si no se apura, perderá el camión de la basura. Sin titubeos continúa con la otra pierna, brazo derecho, brazo izquierdo, pelvis, hasta alcanzar el pecho. Se detiene. Es parecido a la tarea de siempre, incluso por el olor penetrante de la carne cruda y el acre corrosivo de la sanguaza. Y ahora hunde el filo en el esternón, de donde parte para abrir el mar rojo del abdomen. En contra de lo que acostumbra ha dejado la cabeza para el final. La dividirá en tres. Esa inquietante boca de labios rojos y delgados, jamás volverá a llamarlo naco, marrano.

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Diez bolsas de basura conteniendo los restos de la occisa fueron encontradas en el relleno sanitario, en las afueras de la ciudad.

Desde que la vio entrar al cíber llamó su atención. Como Erza Scarlet, su personaje favorito de anime, tenía el cabello largo y rojizo, las tetas firmes y levantadas, los labios apenas dibujados y un ligero estrabismo que intentaba disimular con un mechón de pelo que le caía, lacio, sobre el rostro. Era domingo, casi las nueve de la noche, hora en que sólo recibía la visita de un par de chamacos que babeaban ante el pornhub. La muchacha se acercó y con el sonsonete de voz característico del altiplano dijo que necesitaba una máquina. El encargado, que casi nunca abandonaba el mostrador, esta vez lo hizo con el pretexto de encender la más nueva de las computadoras, esa que la dueña reservaba para clientes frecuentes. Luego, para enseñarle el funcionamiento del teclado, pidió a la joven que tomara asiento. Se colocó detrás de ella y gozó del dulce aroma a jabón de su nuca. Habiéndose enterado de su nickname y del sitio donde solía chatear, regresó a su puesto.

A instancias de la madre, que se había presentado al lugar al no tener noticias de su hija, la dueña del cibercafé llamó a la policía.

¡Negro!

Oyó la voz carrasposa llamándolo desde lejos. Abandonó la hamaca, se quitó los audífonos y encaminó hacia el patio donde trabajaba doña Conchi. La encontró al fondo del terreno, a la sombra del árbol de aguacate, removiendo el contenido de la enorme olla en la que solía hervir las vísceras de los puercos. A su madre no parecía importarle mucho que hubiese ahora en la ciudad montones de supermercados donde podía conseguirse cualquier cosa. Semana tras semana, desde hacía más de una treintena de años, realizaba religiosamente el mismo ritual. La casa entera hedía a cerdo: doña Conchi, él mismo, sus ropas, el sudor de su cuerpo. Su mundo hedía a cerdo. Y mientras ella se empeñase en criar y “beneficiar” en el patio a sus propios puercos para la venta sabatina de chicharra, manteca y morcilla, iba a tener que aguantarse. Eran animales de poca edad, que ella misma escogía en una granja cercana y a los que no dejaba crecer con tal de que la carne no perdiera suavidad.

Ayúdame, Negro. Tengo que ir al baño, dijo doña Conchi, antes de cederle el madero. Procura que no se pegue.

El muchacho tomó el relevo y la vieja se alejó a toda prisa. Al hervir, el fuerte olor a grasa minaba el ambiente. Mientras removía aquel líquido espeso reconoció que, gracias al trabajo en el cíber, finalmente había comenzado a librarse de estas tareas que venía arrastrando desde su niñez. No le pagaban mucho, la patrona era tacaña, pero por lo menos, sábados y domingos los pasaba en el aire acondicionado, chateando con las estudiantes que eventualmente llegaban a perder el tiempo al negocio. Era de lo más fácil acercarse con sigilo hasta ellas, notar a qué sala de chat habían entrado para enseguida descubrir su sobrenombre y mandarles algún mensaje que las dejara intrigadas.

Al rato, la conversación cibernética subía de tono: bromas en doble sentido, una anécdota picante, algunas imágenes atrevidas. Mientras ellas no abandonaran la sesión, él, Trigún, persistía. Toda esa timidez que lo apocaba en persona se volvía desinhibición frente al teclado. Al cabo, cuando las respuestas iban haciéndose más y más espaciadas o le demandaban alguna fotografía, se retiraba: ¿nos vemos mañana? Trigún.

La madre de la fallecida dijo que su hija acudía con frecuencia a ese negocio por las noches a realizar trabajos de la escuela, aunque nunca imaginó que pudiese ocurrir una tragedia así.

El domingo siguiente Erza apareció de nuevo en el cíber. Llevaba el pelo recogido y un vestido negro de algodón, corto y ceñido al cuerpo. La observó detenidamente. Por la forma en que caminaba dedujo que estuvo bebiendo (así lo declararía posteriormente). A lo largo de la semana habían mantenido una conversación intermitente que, según él, los acercó. A ambos les gustaba el anime, también las películas de Quentin Tarantino, algunos cuentos de Lovecraft, la cerveza oscura y eran devotos de la música electrónica. Sólo faltaba el mutuo envío de fotografías, algo que trataría de evitar a toda costa. Desde su lugar, en completo silencio, sumido en la excitante clandestinidad del teclado, disfrutó la visión de aquel rostro claro, aniñado y de boca roja, cuya sonrisa estaba enmarcada por hoyuelos en las mejillas. ¿Qué se sentiría acariciarle las mejillas?, ¿besarla?, ¿morderle el lóbulo de la oreja?, ¿chuparle las tetas? Dispuesto a seguir representando el papel del enamorado anónimo, buscó a la joven en el chat.

En las madrugadas de verano, el calor y la ansiedad lo obligaban a abandonar momentáneamente la hamaca para dirigirse al patio, el único lugar de la casa donde soplaba algo de viento y era soportable el bochorno. Le gustaba echarse en una desvencijada silleta de playa, que nunca supo cómo llegó hasta allí, y encender un porro “nevado”. Fumaba con calma mientras escuchaba con detenimiento los murmullos de la noche: el

inconfundible ladrido de algún perro melancólico, el silbido del tren que se alejaba, el ulular eventual de una ambulancia. Ya apaciguado, en medio de la densa oscuridad, se encaminaba hasta el chiquero donde dormían los puercos. Los escuchaba respirar trabajosamente. Envidiaba la placidez en que transcurría la corta vida de aquellas bestias, sin nadie que los sobajara ni que los hiciera sentir menos. ¿Descansarían igual si supieran contadas sus horas? ¿Roncarían de la misma manera sabiendo próximo el agudo acero que habría de atravesarles el corazón? Al retirarse daba un último jalón al porro que apagaba con saña en el lomo de alguno de los animales. Cuando el dolor despertaba al cerdo que gruñía lastimero, volvía sobre sus pasos para retomar el sueño interrumpido.

¿Que tú eres quién?

Lo mira con asco. Es tarde, en el cibercafé no queda nadie más. Le cuesta trabajo entender lo que el encargado acaba de confesarle: que él es Trigún, el amigo virtual con quien estuvo chateando las últimas semanas. El rostro de la muchacha palidece. ¿Trigún este pendejo? ¿Este naco que está junto a mí? Las paredes del cíber parecen girar a su alrededor. Los oídos le zumban. Sólo porque está sentada se mantiene erguida. Putísima madre. ¡Pensar que le ha contado tantas cosas personales! Se repliega en su silla, toma su bolso con la intención de largarse. ¡Hasta le confió cuánto odia esta ciudad aburrida, calurosa y llena de moscos! ¡Qué estúpida! No quiere permanecer ni un minuto más allí.

Hazte un lado. Me voy.

Pero si apenas estamos empezando a conversar.

Apártate. Es tarde.

Los dedos de él intentan acariciarle el pelo. ¡Ni te atrevas a tocarme! Lo esquiva. Trata de ponerse de pie. El muchacho queda quieto unos segundos. Sonríe nerviosamente antes de soltar:

Dijiste que querías conmigo. ¿Estás idiota? ¿Nunca te has visto en el espejo, pinche marrano naco? ¡Sólo muerta me cogerías!

Trigún enrojece. Su respiración es ahora un bufido. Fija sus ojos en los de ella. ¿Qué chingados se cree esta huacha pendeja? ¡Jueputa!

El corazón de la joven palpita con fuerza. Acaba de darse cuenta de que nunca debió de haber dicho lo que dijo. Murmura algo para intentar calmar al otro, pero él ya no la escucha.

Cuando abre la puerta y se topa de frente con los uniformados, doña Conchi confirma sus sospechas: su hijo está metido en líos otra vez. Sí, había traído al mundo a un niño raro. Lo había tratado siempre de proteger ante la falta de un padre. Pero esta vez no estaba dispuesta a involucrarse, ni a rescatarlo en su descenso por los peldaños hacia la oscuridad. Muy mal la había pasado hace unos meses, extorsionada por impedir que lo fichasen por fumar mariguana. Hubo de pagar dieciséis mil pesos que no le sobraban. Para lo que sirvió. Aunque demostró que su hijo llevaba consigo sólo lo suficiente para su consumo personal, el muchacho pasó ciento treinta y cinco días en la cárcel. Por eso no le preguntó nada cuando apareció anoche buscando el cuchillo de hoja ancha, ni cuando, a primeras horas de la madrugada, lo escuchó regresar y meterse directo al baño. Intactos quedaron los tacos y el vaso de horchata que le había dejado sobre la mesa. Prefirió hacerse la dormida y adivinar, desde la telaraña de su hamaca, cada una de sus acciones. Lo sintió caminar y dirigirse al fondo del patio antes de tomar un largo regaderazo y luego deambular de un lado a otro como preparando una maleta. No abrió los ojos sino hasta el momento en que el muchacho encendió la luz y se acercó para anunciarle que tenía que irse a vivir un tiempo fuera, en Chetumal.

Hubiera sido mejor ignorar su paradero. ¿Por qué tuvo que venir a decírselo?

Ahora no tendrá más remedio que confesar.

A lo largo del proceso, Trigún revelaría que ni durante el asesinato ni la violación sintió nada. Estaba muy drogado para recordar algo, excepto que Erza lo había ofendido.

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