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erEl concierto póstumo de Chet Bak

El concierto póstumo de Chet Baker

Alfonso Nava

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Este impulso de autoaniquilación de las obras de arte —su más íntima tendencia— que las empuja hacia la forma inaparente de lo bello, es el que incesantemente excita las supuestamente inútiles disputas estéticas Theodor Adorno, Minima Moralia

El mito de la genialidad autodestructiva ha sido uno de los más rentables y singulares de nuestra así llamada “cultura pop”. Lo redituable proviene de la inconclusión, de lo fácil que es seguir explotando futuros posibles y expectativas, la continuidad de lo póstumo. Lo singular, entre otras cosas, proviene de la dispersión moral con que calibramos lo “genial”, como una larga resaca del romanticismo preburgués al que aludía Thomas Mann en su Doktor Faustus. El reino de los artistas no es de este mundo y por ello hemos aprendido a disculparles el mal carácter (en el menor de los casos), a mitificar la autoaniquilación y el carácter transgresor (como dictaba el programa obligatorio que se impusieron ciertas vanguardias francesas) como condiciones didácticas del artista que persigue el riesgo, que recorre la locura y los infiernos, para así frisar los bordes del gran arte. Hay de casos a casos: del extremismo moral de Simone Weil o la estremecedora historia de Robert Schumann, donde hay una estrecha vinculación entre una obra tan drástica como la vida que la ejemplifica, a las redituables fábulas de lo que hoy en la música pop se sigue nombrando como “El club del 27”.

La inmensa (por extensión y por el extenuante trabajo de documentación) biografía de Chet Baker, Deep in a Dream, escrita por James Gavin, debate en esos términos la percepción que hoy, más que persistir por vías naturales, es la que parece publicitarse respecto a un trompetista que habita una perpetua disonancia: el hombre del rostro dulce continuamente acusado de abusador, traidor y junkie; el del trompetista probablemente dotado que sin embargo nunca salió de

los standards y baladas con una voluntad más bien conservadora; el “Angelo” para los italianos, el “James Dean” del jazz como aún lo venden algunas disqueras que cobran las regalías que en vida le jinetearon a Baker; la voz dulce y suave que, junto a Julie London, habría inspirado a João Gilberto para con ello convertirse en padrino del Bossa Nova. Gavin entra profundo, evitando las infusiones románticas de productos como la apologética película Born to Be Blue (Canadá, 2015), para terminar encontrando los pies de barro, la pregunta respecto a si la categoría de lo genial no es acaso más bien un caso clínico y un constructo cultural medianamente vacío, con consecuencias trágicas para el círculo más íntimo.

La tragedia de Baker por consecuencia de sus diversas adicciones es muy conocida y Gavin evita la tentación de psicoanalizarla o de fundamentar el origen en su complicado contexto familiar. Biógrafo de otras personalidades trágicas del mundo del jazz como Lena Horne y Peggy Lee, lo que sí ubica es un síndrome común de insatisfacción, de evasión, de diversas tensiones (incluyendo la racial) y, desde luego, un ámbito de disponibilidad al por mayor de drogas y alcohol. Mucho se ha dicho, quizá sobre todo después de The Great Gatsby, sobre ese gran telón de alegría, lujuria y maravilla que ocultaba los miedos, incertidumbres e injusticias de la sociedad estadounidense de la posguerra. La alegría del swing y sus evoluciones, al menos hasta el bebop, recurrentemente es tratada como una música de evasión, de mero entretenimiento, el ruido de fondo para la falsa alegría de los balls.

En ese marco, por ejemplo, los entrevistados de Gavin definen al “cool” de Miles Davis como la creación de un ritmo grato y energético, alegre incluso, pero que destilaba un soterrado frenesí violento. Una suerte de evasión o, acaso, transferencia. Jack Sheldon, contrapunteando a Davis con Baker, afirma: “La música de Miles podía ser también bella, pero era bastante siniestra”. Diríamos que el cool es aquello de lo que Kafka le escribe a Milena Jesenská: “Nadie canta con tanta pureza como los que están en el más profundo infierno; su canto es lo que creemos el canto de los ángeles” y tal frase podría aplicarse a ese estilo emocional con que Baker adoptó el “cool”, como necesidad análoga de expresar una cierta furia y sufrimiento cuyo origen Gavin no intenta siquiera adivinar (Gavin se atiene a documentar los hechos, no a fabular desde ellos o analizarlos psicológicamente), aunque luego nos ofrece claves que nos podrían llevar a la idea de que el carácter trágico de Baker no carecía de cierta impostación. Y la mejor evidencia parece encontrarla no tanto en sus acciones, donde ciertamente la tragedia abunda (en el relato de Gavin, Baker se va convirtiendo gradualmente en un sobreviviente, un desamparado que siempre está en líos con la policía, sus caseros, sus acreedores, sus dealers), sino en su música. En los diversos relatos de las dinámicas de Baker en estudio suelen convivir un músico desaseado y a veces sin rastro de talento al que le enmiendan la plana con parches y retoques de otros trompetistas en la consola de edición, al tiempo que contemporáneos como Coltrane y el propio Davis le reprochan que su único objetivo es “crear música bella y mantenerla simple”. Los diversos episodios parecen revelar a un músico ciertamente dotado (que toca de oído, que reflexiona sus notas y se sabe acoplar a talentos como Gerry Mulligan o su eterno rival, Stan Getz) que parece empeñarse menos en revolucionar su arte que en mostrar esta idea de que no existe genialidad aséptica. Que lo cool es no ser aburrido en la vida, aunque sea así con el instrumento. El chico rudo y temperamental de las fotos de Herman Leonard que canta baladas en un tono dulce y ligeramente (deliberadamente) desafinado es una imagen que, aún en medio del caos de su vida, parece cultivada cuidadosamente como la imagen de los punks perfectamente calculada por Malcolm McLaren para los Sex Pistols.

Y no obstante esta probable farsa, no dejamos de ver un sufrimiento auténtico que parece provenir de una necesidad constante de cariño y aprobación. Pero que esto se revele no es usado por Gavin para disculpar al trompetista. Quizá el

Deep in a Dream: la larga noche de Chet Baker. James Gavin México, Reservoir Books, 2018, 576 pp.

mejor momento del músico ocurre cuando se narran sus breves días como benefactor de Charlie Parker, su héroe personal, cuya tragedia es casi idéntica. Pero en adelante estas necesidades llevan a Baker a una cadena de abusos y de dependencias nocivas con todas sus parejas sentimentales y socios de negocio. Baker parece generar en sus cercanos una necesidad de rescate, de protección, de cobijo continuamente traicionados (Baker permite el encarcelamiento de su primera esposa en Italia, abandona a amigos en plena sobredosis, roba casas de conocidos, acaba con la fortuna de Ruth Young, una de sus más incondicionales parejas, etcétera) y de pronto aquí pareciera surgir una pregunta que sale de los márgenes del libro: ¿no seríamos los fans de Chet Baker otras víctimas parecidas de ese influjo, fans necesitados de mostrar empatía y cobijo a esa voz que resuena como desde el más profundo infierno? Considero que ese tema colateral ronda al libro: esa cierta dependencia que los fans generamos sobre ciertas figuras a las que necesitamos ver geniales, autodestructivas, exploradores de esos infiernos que no queremos tocar. Ya sea por admiración genuina y no pocas veces por condescendencia, quizá recurrimos a esas figuras para sentirnos mejor frente a nuestra propia posibilidad de la maldad o de la decencia, para calibrarnos mejor. ¿Queremos rescatarlos o atestiguar la degradación? Otra obra que ensaya agudamente el carácter romántico, Humboldt’s Gift de Saul Bellow, ensaya así la dinámica de estos artistas decadentes a los que llama “mártires bufos”:

Existen (los artistas) para poner de relieve la enormidad del horrible embrollo y justificar el cinismo de aquellos que declaran: “Si yo no fuese tan mal nacido, corrupto e insensible, rastrero, ladrón y buitre, tampoco podría resistirlo. Fíjate en esos hombres tiernos y sensibles, los mejores entre nosotros. Ellos sucumbieron, pobres locos”.

Sin poner en duda el talento de Baker, Gavin deja sobre la mesa datos que parecen cuestionar si acaso los consumidores de ciertos productos culturales solemos sobrevalorar el talento para obtener de ciertas historias alguna fábula moralizante, mártires bufos en cuya degradación encontremos, por contraste, una conclusión reafirmadora de la vida. Como si buscáramos fracasos épicos para seguir ignorando los del hombre sencillo que vemos diario en la calle, en la vida, fracasos mucho más parecidos a los nuestros.

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