Paula Varas. Foto de José Watanabe incluida en La memoria del ojo. Cien años de presencia japonesa en el Perú. Lima: Congreso de la República, 1999.
La amenaza de la muerte y el erotismo En 1986 una severa enfermedad afecta la salud de José. Ese mismo año viaja a Hannover (Alemania), junto con su hermana Teresa, en busca de tratamiento. La familia, la casa, los amigos, reaparecerían en ese periodo para ofrecerse como un cuerpo cálido de protección y cobijo. A partir de allí la inminencia de su propia muerte lo interpelaría con insistencia. Así aparece en su escritura una aguda conciencia del lenguaje del cuerpo (ruidos orgánicos, fluidos corporales). Recluido en un cuarto de hospital que lo mantendría alejado de su idioma, el poeta sentiría ese lenguaje conectado a los sonidos de Laredo y del bosque alemán, y con ellos, al rumor esencial del mundo. En una entrevista diría que su ideal de muerte era aquel que disolvería su cuerpo en un paisaje, en algo mucho más grande que sí mismo (Molina 98
2003: 95). El erotismo al que vuelve en alguno de sus poemas seguiría esa ruta: una fuerza que desintegra al yo y lo lleva a un límite de goce que roza con el de la propia muerte. A causa de la enfermedad, además, su estilo iría mutando: “Le fui dando un ritmo más lento a mi poesía, que responde a mi propio físico” (Fangacio: 2019). Ello es evidente desde El huso de la palabra (1989), publicado luego de 18 años de silencio. Con este trabajo iniciaría un paciente reaprendizaje de una lengua que, según su testimonio, lo había abandonado durante la etapa más dura de la enfermedad y la depresión. Poemarios posteriores como Historia natural (1994) o Cosas del cuerpo (1999) consolidan una trayectoria de reflexión sobre el cuerpo. Ello inserta a Watanabe en una tradición conformada por poetas como César Vallejo, Jorge Eduardo Eielson o Blanca Varela.