CARACAS: ODIADA, AMADA, DESMEMORIADA Y SENSUAL

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CARACAS: Odiada, Amada, Desmemoriada y Sensual Autor: Tulio Hernández

“La ciudad que hemos construido es un eterno regreso al futuro”. José Ignacio Cabrujas Si un turista confiado se guía exclusivamente por las referencias históricas, partirá hacia Caracas, la capital de Venezuela, con la certeza entusiasta de que va a encontrarse con una ciudad vieja y cargada de memoria. La suposición del turista no es incorrecta. Caracas fue oficialmente fundada en el año de 1567, y sería lógico pensar que un poco más de cuatro siglos de existencia es tiempo suficiente como para convertir a una ciudad en una galería de su propia historia, tal como ocurre en La Habana y San Juan, las vecinas capitales del Caribe. Pero la realidad es otra, y debemos advertírsela tempranamente al turista para aminorar su desilusión. La Caracas que hoy conocemos y habitamos no conserva prácticamente ni una sola señal —un palacio o un monasterio, o por lo menos, una muralla, una columna o los restos de un viejo acueducto — que muestre, aunque sea como una referencia turística importada, el testimonio de sus cuatrocientos treinta y un años de vida como ciudad hispánica, o de los tiempos anteriores cuando su geografía sirvió como territorio de los pueblos indígenas con quienes se encontró el conquistador. Como si se tratara de una dama entrada en años que ha extirpado sistemáticamente de su rostro las inevitables señales de su experiencia y su vejez, Caracas se nos ofrece a la vista como una creación exclusiva del siglo XX, como un territorio específico de la modernidad y la post-modernidad periférica, interrumpido sólo ocasionalmente por uno que otro, solitario, acorralado y, seguramente, hasta falseado recuerdo del siglo XIX, y sólo en grado excepcional del XVIII o el XVII. Todo lo demás, lo que en ella hoy existe como espacio o condición significativa, lo que para bien o para mal la define y le asigna su personalidad, es el resultado de la acción humana realizada en lo que va de siglo y, para ser más precisos aún, desde mediados de la década de los años treinta en adelante. El tiempo anterior es sólo una ausencia, una referencia académica, o una certeza histórica sin escenario especial de realización.

Una ciudad eternamente nueva (Una cultura de la rapidez) Lo que mejor define a la ciudad que hoy habitamos, la circunstancia que con mayor fuerza ha modelado la personalidad de sus habitantes y las características de su urbanismo, hay que buscarlo en la velocidad. La Caracas de la segunda mitad del siglo XX es, precisamente, hija de la velocidad. Si lo peculiar de Ciudad


de México es la muchedumbre —la «demasiada gente»— que todo lo invade, y de São Paulo la monumentalidad que todo lo abruma, lo específico de Caracas es la velocidad con la que se producen los cambios de todo cuanto la constituye. Porque la velocidad de la que hablamos en el caso de Caracas no elude a esa mecánica de la prisa urbana expresada en la imagen de hombres y mujeres, de vehículos, patrullas y ambulancias que se desplazan siempre ansiosos en un espacio común. No. Va más allá y es de otro orden. La velocidad propia de esta ciudad es algo más parecido a un tiempo interior, a una estrategia del desasosiego, a una urgencia del tiempo histórico con el que sus habitantes y constructores, periódicamente, han intentado vencer la adversidad, liberarse del asedio de la naturaleza, o intentar, por fin, terminar un proyecto que ha sido sólo eso: la promesa irrealizable de una ciudad siempre inconclusa. Veloz fue la manera como en 1812, en medio de la lucha independentista, la ciudad en cuestión de un día quedó convertida en ruinas por la violencia de un terremoto que los sacerdotes católicos de entonces utilizaron como evidencia de la ira divina frente a quienes habían decidido independizarse de la tutela de su rey. Veloz, también, si nos atenemos al ritmo de los tiempos, fue el trabajo de urbanismo que en poco más de una década realice Antonio Guzmán Blanco, gobernante francófilo que asumió como reto obsesivo y civilizador convertir a Caracas en una réplica de París. Teatros, bulevares, plazas, iglesias, monumentos y estatuas, un acueducto, un observatorio meteorológico, hospitales, el Palacio Federal o Capitolio —todavía hoy sede del Congreso de la República—, muchos de ellos construidos sobre las ruinas de edificaciones preexistentes, cambian en esos pocos años el rostro de la ciudad que experimenta el aliento de un nuevo proyecto renovador y sus primeras pretensiones de convertirse en una gran capital. Y veloz, más veloz que todas las velocidades anteriores juntas, fue la desbocada pasión por la mudanza, la demolición y la construcción acelerada que la ciudad y sus pobladores fueron haciendo suya una vez que los chorros de petróleo que brotaban a borbotones en distintos lugares de Venezuela se transformaban en torrentes de dólares que vinieron a despertar abruptamente a la por entonces pequeña, austera y bucólica capital de un país que —a juicio de Mariano Picón Salas— había arribado a 1936 sin entrar todavía al siglo XX. De este último desenfreno es hija la ciudad del presente. Caracas, que había visto cómo se paralizaba por largas décadas, hasta olvidarse, el sueño urbanista que quiso convertirla en París tropical, entró desbocada en andas del petróleo al sueño de la modernidad. Otra vez, pero ahora en una escala inédita y descomunal, en menos de veinte años la ciudad quedó transformada para siempre. La vieja retícula que desde la fundación había definido su núcleo central se hizo trizas y la ciudad, como un animal liberado de su cautiverio, comenzó a corretear libremente por sus cuatro costados. El proceso ha sido febril. Desde la mañana de julio de 1947, día en que se inició la construcción de la Urbanización El Silencio, la primera de las grandes


intervenciones urbanas de entonces —1.000 apartamentos de dos, tres y cuatro habitaciones, 410 locales de comercio, y un concepto totalmente novedoso de uso y aprovechamiento del espacio urbano— hasta el día de hoy, las entrañas de Caracas han sido diaria y sistemáticamente removidas por una maquina que intenta echar la bases de un edificio, sembrar los pilotes del tramo aéreo de una autopista, o tallar los túneles por donde se desplazarán los vagones del metro. Desde ese día hasta hoy, ver cómo cae demolido un edifico de oficinas, un amplio cuartel, un espléndido hotel, una tenebrosa cárcel, el foyer de un viejo teatro guzmancista, una sala de espectáculos o una barriada tradicional, y cómo emerge en su lugar, en cuestión de meses, una nueva edificación, una avenida, o un deslumbrante conjunto de vidrio y metal, se convirtió en espectáculo rutinario; tanto como ver surgir complejas y extensas urbanizaciones en zonas que hasta ayer eran distantes haciendas o remotos espacios de veraneo. El clímax de este frenesí lo vivió la ciudad en la década de los cincuenta, cuando la vocación modernizadora del dictador Marcos Pérez Jiménez hizo eclosión. La ideología que animaba al régimen sustentada en criterios de eficiencia, en la idea de mejoramiento de la etnia a través de la incorporación de mano de obra calificada y extranjera, de modificación del entorno físico y de un culto a los más nuevos materiales, estéticas y tecnologías de construcción, amparado todo en las inmensas posibilidades de la renta petrolera siempre creciente, hizo de la ciudad un hervidero de la construcción. En el plazo de apenas un año, el dictador puso en servicio dos prodigios de la ingeniería vial, la Autopista del Este y la «supercarretera» Caracas-La Guaira, que dejaban boquiabiertos al resto de los latinoamericanos, junto a una lista interminable de obras entre las que se contaban las Torres del Centro Simón Bolívar —para ese momento, los edificios más altos de la ciudad—, y un numeroso conjunto de tréboles, puentes y distribuidores que en los sugestivos nombres que les asignaban —El Pulpo, La Araña, El Ciempiés— daban cuenta de su audacia técnica e ingeniería. Si el urbanismo francés del siglo XIX había sido la medida de los sueños de Guzmán, el concreto armado, la superautopistas y la osadía de la ingeniería constructiva norteamericana plegaban los de Pérez Jiménez. Los superbloques creados con el propósito explícito de acabar con la viviendas pobres, los conjuntos académicos como la Ciudad Universitaria, espacios culturales como la Concha Acústica de Bello Monte, el Paseo Los Próceres —escenario del culto a la nacionalidad, centros sociales pare la oficialidad como el Círculo Militar, atrevimientos arquitectónicos, como el Hotel Humboldt, construido en la cima del cerro El Ávila y unido, por un lado, a la ciudad y, por otro, a la costa marina, a través de un teleférico de panorámica visión, junto a decenas de avenidas — Andrés Bello, Nueva Granada, Sucre, Victoria, prolongación de la avenida Bolívar, San Martín, Urdaneta, Páez, Fuerzas Armadas, México, Paseo Los Ilustres, se convirtieron en lo símbolos de la nueva ciudad. A la acelerada transformación del paisaje urbano le corresponde de manera ineludible la del paisaje humano. El proceso de migraciones internas, que había


comenzado desde mediados de los años treinta, se va intensificando paulatinamente. La población crece rápidamente; tanto que el Departamento Libertador que tenía en 1936 unos 203.342 habitantes, lo encontramos ya en 1950 con la cifra de 623.703. En apenas catorce años la población había sufrido un incremento del 300%. Pero la tasa de crecimiento sube no solamente con el aporte de inmigrantes del interior del país. No tardaron otros contingentes humanos en buscar cobijo en la misma ciudad. En un proceso que comienza en la década de los cuarenta, pero que se desencadena con furiosa intensidad en los cincuenta, Caracas se convirtió en una suerte de nueva Meca, en una versión local de sueño americano que atrajo a emigrantes de diversas regiones del mundo, especialmente de Europa Occidental y el Medio Oriente, y años más tarde de Colombia y otras naciones vecinas, a formar parte de la aventura alimentada por el embrujo de la renta petrolera. Se calcula que entre 1952 y 1957 habían ingresado al país unos 45.000 inmigrantes, la mayoría de ellos concentrados en Caracas. La capital de esos años, así lo recuerdan aún los primeros inmigrantes, era un lugar ideal para reconstruir la vida, para comenzar de nuevo. Las ofertas de trabajo eran infinitas, la mano de obra para construir carreteras, edificios, autopistas, indispensable. El país estaba despoblado y el Estado mismo en vez de poner trabas, se encargaba de eliminarlas a través del Instituto Técnico de Inmigración y Colonización. En Caracas, por millares, aprendieron a convivir en ciudades, y a inventar una nueva cultura: peones del llano al lado de cultivadores portugueses de Funchal y Madeira; campesinos de Los Andes junto a comerciantes libaneses o albañiles italianos; pescadores de Sucre y Nueva Esparta con artesanos gallegos, cocineros vascos o braceros andaluces que huían de la pobreza, de las secuelas de la guerra o de persecuciones políticas. Eso sin mencionar a los norteamericanos, trinitarios y guyaneses que venían a incorporarse a las labores propias de la extracción petrolera, los alemanes que venían migrando, de manera más selectiva desde el siglo pasado, y los judíos, rusos o chinos que se iniciaban en la prestación de diversos servicios propios de la vida urbana. O, lo que ocurrió más tarde en la década de los setenta, cuando los colombianos, regales o no, se contaban por más de un millón y la cifra aumentaba con la avalancha de ecuatorianos, peruanos y sureños. Pero a diferencia de lo que ocurrió en otros países —Brasil o Perú, por ejemplo, con los japoneses— no hubo una nacionalidad que privara en volumen e influencia sobre las demás. Una mano invisible se encargó de que existiera un mínimo de equilibrio entre los grupos recién llegados. Tampoco se creó en la ciudad nada equivalente a Little Italy, Chinatown o los barrios latinos y coreanos de las ciudades norteamericanas. Lugares donde los inmigrantes reprodujeron la atmósfera y la escenografía de sus ciudades de origen, funcionando como islas protectoras que facilitaban la adaptación a la nueva nacionalidad y a la cultura sajona que establecía las reglas de juego a quienes llegaron después. En Caracas, en cambio —y esto es en parte por ser Venezuela un país que apenas terminaba de consolidarse como un verdadero Estado nación, portador de una cultura nacional aún incipiente e insegura— todos sus habitantes, los


autóctonos y los nuevos, fueron aprendiendo simultáneamente a convivir en una modalidad de vida urbana que era novedosa y en cuya construcción participaban todos, quedando sus aportes mezclados y confundidos para siempre. De ese encuentro, de esa particular avalancha multicultural, surgió una manera diferente de ser caraqueño y también venezolano. Una manera, resultante del mestizaje permanente que seguramente aún no ha terminado de cristalizar, pero cuyo estilo particular está signado por la disposición hacia la mezcla, lo híbrido, lo nuevo y probablemente hacia el kitsch, el barroco, lo falseado como expresión estética particular. A este acelerado y nuevo mestizaje —que vino a multiplicar el que ya había ocurrido a partir del arribo europeo a nuestras costas en 1498, y el que ocurrió posteriormente con la llegada de la humanidad africana— se le adjudica ese melting poting de la sensualidad que hizo aparecer entre nosotros una nueva arquitectura de los cuerpos, tonalidades de ojos, coloraciones de la piel y conformaciones de los rostros que ha contribuido a forjar el mito contemporáneo que ha hecho famosa a las mujeres venezolanas en la pasarela mundial de los concursos internacionales de belleza. El otro territorio en donde se expresa feliz y contradictoriamente este festín multicultural es en la gastronomía. Sin ser precisamente una ciudad cosmopolita, ni por razones turísticas, comerciales, o precisamente migratorias, Caracas ofrece desde hace muchos años una calidad y una diversidad gastronómica sorprendente. Uno de los grandes placeres que ha desarrollado el habitante de Caracas es el de salir a comer, entre otras razones, porque sin esfuerzo alguno, con conocimiento de causa, puede optar entre las variantes de la comida española, china, francesa, alemana, japonesa, libanesa, desplazarse hacia los secretos de la comida india o thai, por las vecindades de la comida mexicana, peruana y cubana, refugiarse en una de las tradicionales areperas, el fastfood tradicional de los venezolanos, o simplemente entregarse a las dictaduras de McDonald's o alguna cadena similar. Lo único realmente difícil es encontrar un buen restaurante de comida típica venezolana y, mucho menos, caraqueña a pesar de que esta última es de una gran riqueza y ha sido recogida en recetarios de exitosa circulación editorial. Pero ésa es otra expresión de las profundas contradicciones culturales de la ciudad. José Ignacio Cabrujas, destacado dramaturgo y columnista de opinión ya desaparecido, autor de un revelador ensayo sobre la identidad de Caracas, logró ilustrar el síndrome de la confusión que este peculiar proceso de mestizaje y concentración aluvional genera en el caraqueño.

“A veces —escribió nuestro autor— asomo la cabeza en el trayecto que separa de mi trabajo y me hago tan habitual como un florentino. Animo el día con un café italiano, honradamente sudado en una Gaggia sobre el mostrador de una panadería de portugueses, cuya especialidad es el pan gallego. Suelo comprar la prensa en el kiosco de un canario, prematuramente inválido, y saludo a mi charcutero de Treviso, apasionado por las especialidades catalanas. Recorro la buhonería de El Cementerio con


la certeza de no encontrar nada autóctono y escucho en mi reciente memoria la ponderación de un vendedor de cuchillos cuzqueño, realmente impresionado por lo que el denomina «el eterno filo alemán». Ingreso a una autopista que muy bien puede conducirme a Detroit, y selecciono el opus 3, número 11, del telúrico Vivaldi. Una musa romana me saluda, siempre y cuando sea capaz de entender el yeso y no andar con demasiados miramientos. Estaciono frente al auto mercado Cendrillón, regentado por unos madeirenses, y saludo a la conserje dominicana en trance de regresar a su patria por una gravedad nonagenaria. Entonces me pregunto dónde estoy sino en el centro de una historia por la que Erasmo de Rotterdam quebró alguna lanza” (1).

El destino de la ciudad En medio de todas estas transformaciones del paisaje humano y de la ciudad construida, la suerte de la ciudad quedó definitivamente echada en esos años cincuenta. A partir de allí se gestó, en esta nueva etapa que aún no sabremos cuanto durará, la grandeza y la miseria de la nueva Caracas. Lo que vino después ya estaba incubado y fue irreversible. La ciudad creció y se ha multiplicado hasta hoy con una velocidad mayor a cualquier intento de planificarla o dotarla de un sentido de futuro. Ni reglas ni exigencias. Cada quien ha tratado de acomodarse en ella de acuerdo a sus posibilidades, su talento, su avaricia, su sensibilidad o su desdén. Los emigrantes pobres conforman un «cinturón de miseria» que la dictadura perezjimenista intentó contener y que la democracia naciente, en su indefectible populismo, decidió estimular y hasta proteger. Los grandes proyectos de intervención urbana que existieron en tiempos de la dictadura no se llegaron a ejecutar, o se realizaron sólo a medias. Mientras que los sucesivos gobiernos democráticos que, a partir de 1958 se estrenaron en el ejercicio del poder, abandonaron rápidamente y sin explicaciones toda pretensión de digerir, organizar o armonizar los cambios que ante sus ojos se estaban produciendo cada vez con mayor intensidad. No ocurrió en Caracas nada siquiera parecido a los procesos que han permitido en algunas ciudades que los edificios, las calles y las plazas practiquen un diálogo que generan conjuntos armónicos fáciles de identificar. No hubo ni la mano fuerte que impusiera un criterio de planificación, como en París o Barcelona, ni alguno de esos acuerdos tácitos, como los ocurridos en Venecia, Nueva York o en los pueblitos de Los Andes venezolanos, que conducen al diálogo, la uniformidad o la armonía entre lo privado y lo público construido. La ciudad que se formó y que — ahora mucho más sólida, no será tan fácil volver a demoler— ratificó la vieja vocación caraqueña por la amnesia histórica; instauró un novedoso gusto por lo descomunal y lo moderno; enseñó a convivir en aparente y mutuo desinterés la miseria con la opulencia, la infinita belleza con la fealdad cruel, el orden con el caos, la ruralidad tradicional (en vastas zonas de Caracas, misteriosamente, millares de gallos cantan por las mañanas, como si estuviéramos en pleno campo) con la celeridad post-urbana (la que se vive en la belleza nocturna de autopistas


aéreas flanqueadas por irreales vallas de neón); los gestos y gustos urbanísticos del primer mundo con el caos y las privaciones del tercero, y, sobre todo, permitió que tanto los gobernantes como las diversas migraciones, las internas y las externas, expresaran sus sueños, sus miedos y sus complejos en la estética de las viviendas y de los objetos que las adornan y les dan su calidez. De allí que el estilo de la ciudad, si es que acaso lo tiene, sea precisamente su falta de estilo, o la arbitraria y, en algunos casos, maravillosa, coexistencia de múltiples estilos. Tan caraqueños pueden resultar la peculiar, carencial e ingeniosa arquitectura con la que los pobladores de menores recursos han intentando construir con solidez sus viviendas en las empinadas faldas de los cerros que rodean la ciudad, como ese portento de la integración entre arquitectura, arte y naturaleza, logrado por Carlos Raúl Villanueva en el campus de la Ciudad Universitaria, donde la maestría suprema de Calder, Arp, Vasarely, Léger, Otero o Manaure dialogan íntimamente con la vegetación, la luz y los colores del trópico. Caraqueños sin distingo son tanto el silencio mantuano y la sobriedad de líneas coloniales que se respira en la Hacienda que es hoy el Centro Cultural La Estancia, ubicada a pocos metros de uno de los centros financieros y comerciales de la ciudad, como el collage de grises edificios residenciales, galpones industriales, monótonos centros comerciales, y enclaves de barrios pobres, que se ha ido armando en vastas zonas de la ciudad que no encontraron jamás una vocación definitiva. Caraqueña es la deslumbrante escena de un atardecer en la Estación Zoológico, en Caricuao, cuando las luces de los vagones que se desplazan a cielo abierto, a más o menos diez metros sobre el nivel de una amplia plaza, se confunden con los tonos violetas de un sol ya moribundo creando una escena cinematográfica digna de Win Wenders. Tanto como el buen «lejos» que muestra la ciudad nocturna cuando los miles de bombillos encendidos de los «ranchos» hacen crear la ilusión de una dulce y gigantesca réplica de un nacimiento navideño que nada o poco tiene que ver con las batallas que, casi a diario, se escenifican en el corazón maltrecho de estos barrios. Indiscutiblemente caraqueña es, por ejemplo, la concentración en un mismo espacio —en lo que se ha dado en llamar corazón cultural de la ciudad de las inconfundibles, verticales y ligeras formas de una mezquita, erigida al frente de las pesadas y circulares formas de una iglesia católica maronita en construcción, a pocas cuadras apenas de la opaca exterioridad de una sinagoga que hace esfuerzos por pasar desapercibida, y a pocos metros, exactamente a sus espaldas, sin diálogo posible con los dos edificios neoclásicos, y el ala moderna y funcional, que sirven de sede a tres de los más importantes museos del país. Eso sin contar que en las inmediaciones se encuentra el Complejo Cultural Teresa Carreño, una de las más importantes salas de espectáculos y centro de servicios culturales de la ciudad y del país, cuya arquitectura divide las opiniones de la ciudad, y el Parque Central, la más desmesurada intervención de la democracia en la ciudad. Un complejo habitacional, comercial y cultural en el que conviven las dos torres más altas de Caracas, con diez torres menores pero igualmente voluminosas, creando una verdadera ciudad tan fascinante como apocalíptica con servicios de iglesia, hoteles, centros comerciales, y dos de los más modernos y funcionales museos de la ciudad, el de los Niños y el de Arte Contemporáneo. Pero que nadie piense que la vocación demoledora, el asedio de la amnesia, o la


mezcla irresoluta de estilos que produce grandes sufrimientos o profundas melancolías entre los caraqueños. Es cierto que existió y aún existe una cierta cultura nostálgica por lo que los mayores llamaron «La ciudad que se nos fue» (la previa a los años cuarenta), y que en los años setenta y ochenta se inició un movimiento de conciencia ecológica y urbanística que se propuso recuperar, humanizándola, la ciudad, cuyas propuestas siguen vigentes. También lo es que el caraqueño promedio vive quejándose de su ciudad, y sin embargo, muy pocos son los que se atreven a condenarla o abandonarla para siempre, y muchos los que se empeñan en encontrar razones para amarla aun en medio de sus violentas contradicciones y de sus grandes incomodidades. El mismo José Ignacio Cabrujas, en uno de sus tantos desplantes, describió muy bien esa condición cuando imaginaba que, si el Padre Eterno hubiese lanzado sobre Caracas el mismo fuego destructor con el que castigó los pecados de Sodoma, los caraqueños, en vez de huir despavoridos como los pobres sodomitas, le hubiesen gritado al creador: «¡Buena idea! Así la volvemos a hacer!». Tomas Eloy Martínez, el autor de Santa Evita, por largos años residente de Caracas, escribió algunas vez: «La ciudad es como es, desordenada y absurda, pero si fuera de otro modo, los caraqueños no podrían amarla tanto» (2). Y Gabriel García Márquez, quien después de vivir en Caracas confesaba la inmensa pasión que la ciudad desató en él: «Una de las hermosas frustraciones de mi vida —escribió en 1980— es no haberme quedado a vivir para siempre en esa ciudad infernal. Me gusta su gente a la cual me siento muy parecido, me gustan sus mujeres tiernas y bravas, y me gusta su locura sin límites y su sentido experimental de la vida» (3).

De sucursal del cielo a capital del infierno Sin embargo, también cuenta el caraqueño con amplios territorios de la certidumbre. Uno de ellos, que le acompaña a través de los tiempos, y al que se adhieren con pasión su más sensibles visitantes, proviene de la certeza y la satisfacción profunda de vivir en medio de una naturaleza prodigiosa. Por eso, cantarle a la naturaleza de Caracas —a la belleza de sus valles, la armoniosa estabilidad de su clima, los azules deslumbrantes de sus cielos, el exotismo de sus aves, la caricia lejanamente marina de sus vientos, la exuberancia de sus árboles, al tono siempre cambiante de sus verdes, y sobre todo a la peculiar topografía que conforman un valle ubicado al pie de una gran montaña y un cerco de colinas que le protegen y le dominan como si se tratase de palcos pensados para


contemplarla— ha sido una pasión común de viajeros y lugareños, no importa de cuál período de su historia estemos hablando. Es lo que se percibe en los calificativos, a los ojos de hoy desmesurados y románticos, a los que se recurrió para denominar a la ciudad: «Sucursal del Cielo»; «Odalisca rendida a los pies del Sultán enamorado»; «El lugar de la eterna primavera». En ellos las bondades de la ciudad quedan asociadas, no a sus virtudes arquitectónicas, a la calidad de su urbanismo, a la obra construida por el hombre, sino a la lujuriosa belleza del lugar que había tomado por asiento. De este modo, para Caracas, en tanto que invención urbana, la naturaleza se convierte a la vez en un enemigo y un aliado. De un lado, tanta belleza natural nos salva, nos compensa, nos protege y nos redime de la cacofonía y la violencia urbana, nos hace más digna y tolerable la vida en la ciudad. Del otro, y por contraste, nos empuja a vivir ignorando o subestimando lo que la ciudad también tiene de hermoso y de grandioso, de amable, íntimo y celebratorio, pues en su esplendor —el de la naturaleza— no hace otra cosa que recordarnos que la obra construida no le es digna, que no hemos sido capaces de emularla. Blanca Strepponi, poeta y ensayista que ha compartido sus días entre Buenos Aires y Caracas, lo explica con propiedad:

«A la inversa de Buenos Aires donde la naturaleza no tiene presencia, pertenece al mundo imaginario, en Caracas, sitiada por la naturaleza, es la ciudad la que está ausente. Y la derrota de la naturaleza, su venganza por haber perdido su valle, nos es devuelta en forma de desapego» (4). Paradójicamente, en el momento en que la ciudad alcanza un desarrollo importante —cuando la magnitud de lo construido alcanza dimensiones de gran ciudad, la vida cultural se hace más rica, las posibilidades educativas se multiplican, pero también lo hacen los problemas, las dificultades, el tráfico, la violencia, el déficit de los servicios públicos. Uno de los cronistas de la ciudad, Carlos Eduardo Misle, describe con contundente frase el itinerario simbólico de la ciudad: «de sucursal del cielo a capital del infierno». La ciudad eternamente condenada al modelo armónico de la naturaleza que no llega a superar; la dificultad de enmendar que no hay vuelta atrás y que el verdadero ambiente de lo humano, el único con el que debemos saldar cuentas, el que no podemos postergar, es la ciudad.

Para comprender la ciudad que habitamos No basta con hacer historia o sociología de la ciudad, la vida cotidiana de Caracas resulta incomprensible si no la dibujamos como la presencia reiterada de por lo menos diez protagonistas insoslayables; sin ellos sencillamente estaríamos hablando de otra ciudad.


Caracas es: El cerro el Ávila La montaña a la que el caraqueño le rinde pleitesía, a cuyos pies y bajo cuyo cobijo nació y ha existido siempre la ciudad. A la que venera como un tótem sagrado, con la que dialoga día a día tratando de adivinar sus formas secretas, sus colores siempre cambiantes, sus caídas de agua que brotan y desaparecen según un calendario inesperado. Para los caraqueños se trata de algo más que una montaña que le protege, le separa y le une al Mar Caribe. Es su gran compañera, un lugar siempre a mano desde donde contemplar, en todo su esplendor, de Norte a Sur, el resto de ciudad o a donde puede escaparse de excursión, a hacer ejercicio o a dedicarse a imaginar. El Ávila es una de las formas de religiosidad del caraqueño, cristiano por tradición cultural, pero panteísta por su imposición. Se escucha con frecuencia: «No se podría vivir en Caracas si no existiera El Ávila». El automóvil El objeto de veneración que definió el perfil urbanístico y la hegemonía absoluta del American way of life en la nueva ciudad. Aunque venido a menos por la conciencia que Caracas ha ido adquiriendo de sí misma, por la construcción del Metro, y por el fin de la ebriedad de dólares petroleros, el automóvil ha sido otro de los cultos caraqueños, uno de sus más obsesivos símbolos de status, y el dictador mayor de su urbanismo durante las décadas de los cuarenta, cincuenta, cuando la ciudad se fue ensanchando generosamente para los vehículos mientras se estrechaba despiadadamente pare los peatones, hasta prácticamente expulsarlos de toda posibilidad de «flanear». Los automóviles en Caracas, si hablamos proporcionalmente, crecieron a mayor velocidad que sus habitantes. Un ejemplo: según la «Encuesta Metro 82», de la C.A. Metro de Caracas, entre 1996 y 1982 la población de Caracas aumentó en un 66,4% mientras que el numero de vehículos particulares casi se triplicó aumentando de aproximadamente 158.000 unidades a un total cercano al medio millón. En 1996 había un vehículo por cada 11 habitantes; en 1982 por cada 3,2. Sin embargo, hoy en día, para bien de la ciudad, en un proceso exactamente inverso, quitarles paso a los automóviles para cedérselos a peatones, trotadores y ciclistas se considera una de las grandes conquistas ciudadanas. Los motorizados Son los mensajeros en motocicleta. En la ciudad se cuentan por miles y representan el único espécimen ciudadano libre de la condena de las trancas del tráfico, pues las eluden desplazándose como silbos en medio de las hileras paralelas de vehículos, o arribando a la puerta de sus viviendas en su propio caballo, sin depender del transporte colectivo. En cada semáforo se encuentra siempre un grupo de ellos esperando el cambio de luz con la misma tensión que los competidores esperan la señal de partida; también se reúnen en bandadas — como «pajaritos», dijo el poeta Aquiles Nazoa—, debajo de los puentes para


protegerse de la lluvia, o, en gesto de solidaridad mecánica, alrededor del automovilista que ha osado aunque sea rozar a uno de su estirpe. No se trata sólo de un género que usa la «moto» como medio de trabajo. El motorizado es, primero, un servicio sin el cual la ciudad, que desconoce las virtudes del correo postal, colapsaría. Luego, un astro del equilibrio, un mártir de la acrobacia, que cuenta sólo con su propios reflejos para sortear los obstáculos y adelantar entre los autos sin siquiera rozarlos. Después, una amenaza perenne para el automovilista que no sabe por dónde aparecerá alguno. Es, además, portador de una estética al vestir —casco, bluyines, franela y lentes oscuros— y una manera de hablar —donde la moto es una princesa— que lo convierte en un arquetipo de la calle caraqueña. La pasión de bailarlo todo Ya sean los muertos, las calles, o la salsa. En la Caracas de comienzos de siglo, y todavía en algunos lugares, «bailar» los muertos es casi una obligación. En los entierros, las urnas en los hombros de amigos y familiares, se mecían hacia delante y hacia los lados, en disciplinada coreografía que los cargadores oficiaban para expresar su afecto al difunto, ofreciéndole el tributo supremo: bailar por última vez. La tradición no es casual, puede jurarse que el talento mayor del caraqueño, su mejor forma de expresión, se encuentra en el baile. Bailan rítmica y espontáneamente las mujeres mientras caminan por las calles, tanto como bailan los hombres que en singular coreografía disfrutan visualmente de su andar. Se baila en los bautizos, en las primeras comuniones, en los matrimonios, en los juegos de béisbol, en los actos políticos, en las reuniones íntimas. Se baila con los niños, con la suegra, con la abuela y con la madre de los amigos. Todo lo que suena se baila, pero, sobre todo, se baila la salsa. En ella se expresa el ritmo real de la ciudad, el que mejor responde a su frenesí y mediante el cual las gentes más humildes logran a través de una ars erotica de incomparable calidez, vengarse de la abstracción de las diferencias. El baile forma parte del culto del cuerpo caraqueño, la realización colectiva de su sensualidad, expresada en una necesidad interior del movimiento como instrumento de comunión con los demás. El rancho Es el nombre que reciben las casas de los pobres, técnicamente conocidas en los medios burocráticos como «viviendas no consolidadas». El rancho, una vivienda provisional con esperanzas de ser definitiva. Hecha en una primera fase de materiales «desechables», especialmente de cartón piedra y zinc, tiende a «consolidarse» en una segunda, con materiales más sólidos. Es, junto a las elevadas Torres del Centro Simón Bolívar y las de Parque Central, el símbolo más preciso de la ciudad. En ranchos vive más de la mitad de la población caraqueña y su lugar privilegiado de ubicación son los «cerros», término con el cual el desprecio de las clases medias y altas designa a las colinas donde habitan los pobres, reservando el termino colinas para los cerros que ocupan sus urbanizaciones. El rancho tiene tanto peso en el imaginario caraqueño, que Pedro León Zapata lo inmortalizó instalando uno de ellos, con absoluto realismo, en la sala más grande del Museo de Arte Contemporáneo. Alí Primera, el más


importante cantante de protesta que haya tenido el país, le convirtió en pieza de sentimiento colectivo a través de una canción que hablaba de lo triste que «suena la lluvia en los techos de cartón». Y en las Escuelas de Arquitectura se le ha estudiado para intentar descubrir las técnicas constructivas que le permiten colonizar tan escarpados e inestables terrenos. Unos gobiernos los maquillan para que desde lejos parezcan villas mediterráneas, otros los ocultan detrás de gigantescas vallas, muchos han querido mudarlos para que no afeen la belleza del valle. Pero ellos siguen allí, firmes, estables, señalando con su dedo acusador a la ciudad del exceso y el nuevo riquismo militante. La ciudad obviamente tiene más elementos que la distinguen. Se puede pensar en el monumento a María Lionza; en los elevados-puentes que aparecen y desaparecen en una sola noche del propio centro de la ciudad; en la movilidad de los monumentos, que en cosa de una década, depende del gobernante, son mudados de una plaza a otra; en la pasión colectiva del béisbol; en el esplendor de los banquetes que las familias adineradas ofrecen en sus casas que suenan con Miami; en el asedio de la violencia que, como un Dow Jones trágico, tiene un personaje oficial que todos los domingos por la tarde anuncia la cifra oficial de homicidios, o en la riqueza de la vida cultural de la ciudad, cada vez más plena de salas de conciertos, museos, galerías, que permiten al caraqueño escoger entre grandes y pequeños espectáculos, exposiciones, y performances de todo tipo.

¿De dónde el enamoramiento? La pregunta es pertinente. Se la escuché a Farruco Sesto, poeta, arquitecto y alguna vez planificador de la ciudad. Se la hacía a sí mismo luego de leer sus conclusiones sobre la ciudad: «Si digo que como máquina, no funciona. Como libro de historia, no recuerda. Como proyecto sigue estando en blanco. Y a pesar de ello, nos queremos». Entonces, se pregunta Farruco, «¿Quién puede explicar el enamoramiento?» La pregunta es colectiva. La respuesta no la sabemos. Puede atribuírsele a la belleza impoluta de sus cielos azules, a la vitalidad de una ciudad siempre apasionada y siempre en emergencia, a una maldición indígena, a la sensualidad que lo invade, a un masoquismo esencial, a su espíritu levantisco e igualitario. Pero en el fondo de todo está la eterna seducción de una ciudad que nos empuja o nos lleva con su velocidad a no sabemos dónde. Una ciudad que exhibe como ironía mayor, su condición de haberse construido mirando de espalda al pasado y que, sin embargo con el tiempo, ha demostrado no tener la más mínima capacidad de imaginar su futuro. Tal vez la amamos por el deseo de un imposible, por la atracción de lo no realizado o porque —como decía José Ignacio Cabrujas—, la ciudad que hemos construido es algo que nos espera, que intuimos como un logro, como el sitio donde seremos capaces de recordarnos. Nada más.


Una mirada sobre la ciudad de caracas

Caracas: Odiada, Amada, Desmemoriada y Sensual

Tulio Hernández

(1) José Ignacio Cabrujas: «La ciudad escondida», en Caracas, Fundación Polar: Oscar Todtmann Editores. Caracas, 1988. (2) Tomás Eloy Martínez: «Caraqueños», en Así es Caracas, Editorial Ateneo de Caracas. Caracas. Caracas.1981, s/n (3) Gabriel García Márquez: «Memoria feliz de Caracas», en Así es Caracas. Editorial Ateneo de Caracas. Caracas. 1981, s/n. (4) Blanca Strepponi: «Nuestra naturaleza es mental», en La ciudad como escenario y materia prima de la colección artística. Espacios Unión, Caracas, 1966, p.14. Esta información es extraída de el libro «Dallas?…Caracas?» de Jaume Plensa.


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