WAISMAN, MARINA

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MI ANFITRIONA EN CÓRDOBA Graciela María Viñuales

Durante unos quince años, asuntos personales y de trabajo me llevaron con asiduidad a Córdoba. Prácticamente en todas esas ocasiones, me alojé en 10 de Marina. Yaya tenía allí mi rincón particular, mi pieza, mi lugar en la mesa, mi sillón ... y hasta mi "caja fuerte", que hoy puedo dar a conocer: un tomo de las Vidas paralelas de Plutarco. Porque con Marina, todo se hacía sencillo, hasta la delicada tarea de guardar unos pesos (ley) que debían pagarse unos días después ... "Cualquier libro te servirá" me había dicho con tranquilidad. La misma tranquilidad que me fue dando muchas veces en las que yo debía enfrentar asuntos que no me resultaban fáciles. Ella siempre actuaba amparándome, ayudándome, dándome consejos. Sobre todo en los primeros viajes, cuando yo desconocía bastante el medio cordobés. Por eso, llegar a Córdoba era para mí un remanso. Su casa estaba siempre abierta a los amigos, a los colegas y a la gente joven. Las tertulias de aquellos años nos enriquecían a todos y nos ayudaban a emprender nuevos proyectos. Recuerdo especialmente cuando se preparaba el curso de pos grado del 78 y cuando se organizaban las tareas de intervención en la Casa de las Huérfanas. Lugar destacado tenían las reuniones con los colaboradores más inmediatos o con colegas llegados de otras provincias o países. No olvidaré nunca una noche con ella y Dick Alexander en la que, después de tratar los conocidos temas de historia, arquitectura y patrimonio que siempre tocábamos, la velada terminó con piano y canciones. Pero otras noches las pasábamos solas, tratando de paliar con tazas de caldo y sendos ponchos los rigores del invierno cordobés. Allí la charla se hacía más íntima y, como buenas mujeres, nos contábamos cuentos familiares y comparábamos épocas y costumbres. Supe así de su madre, una señora bajita que estiraba -hasta hacerla transparente- una masa que hacía las delicias de propios y extraños. Supe también del bajísimo perfil que hacia mediados de siglo debía tener una mujer embarazada, tanto era así, que en la facultad no recordaban ninguna de sus maternidades. Ella agregaba que por entonces, todo debía ser disimulado. Si yo debía pasar un fin de semana por allí, casi siempre teníamos algún paseo en puerta: visitar a hijos y nietos, dar una vuelta por las casas de las cuñadas, caminar por Villa Allende, ir a ver la casita que con tanta ilusión estaba construyéndose en las afueras. Lógicamente, también podía haber una vuelta más larga en auto o en algún ómnibus más o menos destartalado. Allá marchábamos a Alta Gracia, a Santa Catalina o a conocer alguna capillita "del tiempo de la época", como nos dijera un cuidador con toda solemnidad. Por las noches, el paseo podía incluir teatro, concierto y hasta ciertas escapadas gastronómicas. Esto último, prácticamente no ocurría para la hora del almuerzo, ya que su famosa Tita nos tenía listos ñoquis o pollo, entre otras de sus especialidades. Tita era analfabeta (decía que no le hacía falta saber leer) y Marina ya tenía todo un código para dejarle dicho 10 que debía comprar y cuántos serían los comensales, código que nunca fallaba. De aquellos años guardo recuerdos muy gratos, dificiles de expresar. Atravesamos la dictadura, se formó el Instituto, se comenzaron los cursos de posgrado, yo me curé del asma y en todos aquellos momentos la casa de Marina fue un refugio, en el que también fueron recibidos mis hijos en más de una ocasión. Por todo ello, más allá de una colega a la que respeté, estará siempre esa mujer con la que pude conversar de muchos temas, reflexionar y compartir horas imborrables.


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