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Autoridades Nacionales D RA . C RISTINA F ERNÁNDEZ DE K IRCHNER Presidenta de la Nación D RA . N ILDA G ARRÉ Ministra de Defensa
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La construcción de la Nación Argentina El rol de las Fuerzas Armadas Debates históricos en el marco del Bicentenario 1810-2010
PUBLICACIÓN
DEL
MINISTERIO
DE
DEFENSA
DE LA
NACIÓN - REPÚBLICA ARGENTINA
AUTORES MORENO, OSCAR (COORDINADOR); ANSALDI, WALDO; BALZA, MARTÍN; BARRY, CAROLINA; BASUALDO, EDUARDO; BIANCHI, SUSANA; BRAGONI, BEATRIZ; BOSOER, FABIÁN; BROWN, FABIÁN E. A; DE MARCO, MIGUEL ÁNGEL; DE PRIVITELLIO, LUCIANO; DI TELLA, TORCUATO; FEINMANN, JOSÉ P.; FRADKIN, RAÚL; GALASSO, NORBERTO; GELMAN, JORGE; L ANTERI, SOL; LÓPEZ, ERNESTO; MATA, SARA E.; OLLIER, MARÍA M.; OYARZÁBAL, GUILLERMO A.; PAZ, GUSTAVO; PERSELLO, ANA V.; PLOTKIN, MARIANO B.; RATTO, SILVIA; RUIZ MORENO, ISIDORO J.; SABATO, HILDA; SAÍN, MARCELO; TIBILETTI, LUIS E.; VERBITSKY, HORACIO; WASSERMAN, FABIO.
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Publicación del Ministerio de Defensa República Argentina Azopardo 250 (C1107ADB) La construcción de la Nación Argentina: el rol de las Fuerzas Armadas/ Nilda Garré ... [et.al.]; coordinado por Oscar Moreno; edición literaria a cargo de Roberto Diego Llumá; con prólogo de Nilda Garré. - 1a ed. - Buenos Aires: Ministerio de Defensa, 2010. 506 p.; 21x16 cm. ISBN 978-987-25356-3-6 1. Historia Argentina. I. Garré, Nilda II. Moreno, Oscar, coord. III. Llumá, Roberto Diego, ed. lit. IV. Garré, Nilda, prolog. CDD 982
Fecha de catalogación: 19/03/2010
Coordinador: Oscar Moreno Diseño de tapas e interiores: Andrea P. Simons Revisión: Esteban Bertola Fotografía de tapas: Pedro Roth
Í NDICE
PRÓLOGO DRA. NILDA GARRÉ. MINISTRA DE DEFENSA..................................................... INTRODUCCIÓN OSCAR MORENO Nación y Fuerzas Armadas: notas para un debate....................... CAPÍTULO I (1810-1860) La Independencia y la organización nacional FABIO WASSERMAN Revolución y Nación en el Río de la Plata (1810-1860)...... RAÚL O. FRADKIN Sociedad y militarización revolucionaria Buenos Aires y el Litoral rioplatense en la primera mitad del siglo XIX................. JORGE GELMAN Y SOL LANTERI El sistema militar de Rosas y la Confederación Argentina (1829-1852)...................................................... SARA E. MATA La Guerra de Independencia en Salta. Güemes y sus gauchos....................................................................................... GUILLERMO A. OYARZÁBAL Una estrategia para el Río de la Plata. La escuadra argentina en el combate naval de Montevideo............................
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(Cabildo Abierto, de Pedro Blanqué, 1900) © 2010 Ministerio de Defensa La construcción de la Nación Argentina. El rol de las Fuerzas Armadas ISBN: 978-987-25356-3-6
Hecho el depósito que dispone la Ley 11.723. Ninguna parte de esta publicación inluído el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en forma alguna, ni tampoco por medio alguno, sea este eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin la previa autorización escrita por parte de la editorial. Impreso en Argentina.
CAPÍTULO II (1862-1880) La organización nacional y la modernización HILDA SABATO ¿Quién controla el poder militar? Disputas en torno a la formación del Estado en el siglo XIX......................... BEATRIZ BRAGONI Milicias, Ejército y construcción del orden liberal en la Argentina del siglo XIX................................................................ GUSTAVO L. PAZ Resistencias populares a la expansión y la consolidación del Estado nacional en el interior: La Rioja (1862-1863) y Jujuy (1874-1875)........ MIGUEL ÁNGEL DE MARCO De la Marina “fluvial” a la Marina “atlántica”............... CAPÍTULO III (1880-1930) La vida político-electoral y los movimientos populares SILVIA RATTO La ocupación militar de la Pampa y la Patagonia de Rosas a Roca (1829-1878)........................................................................... LUCIANO DE PRIVITELLIO El Ejército entre el cambio de siglo y 1930: burocratización y nuevos estilos políticos........................................................
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WALDO ANSALDI Partidos, corporaciones e insurrecciones en el sistema político argentino (1880-1930)............................................... ISIDORO J. RUIZ MORENO Vida política y electoral (1880-1930). El Ejército...... CAPÍTULO IV (1930-1943) La crisis del modelo agroexportador y la ruptura institucional NORBERTO GALASSO Las contradicciones en el Ejército durante el régimen conservador.................................................................................. FABIÁN EMILIO ALFREDO BROWN La industrialización y la cuestión social: el desarrollo del pensamiento estratégico en Mosconi, Savio y Perón................ ANA VIRGINIA PERSELLO ¿Qué representación? Elecciones, partidos e incorporación de los intereses en el Estado: la Argentina en los años de 1930....... MARIANO BEN PLOTKIN Políticas, ideas y el ascenso de Perón........................ CAPÍTULO V (1945-1955) El peronismo y el compromiso industrialista TORCUATO DI TELLA Industria, Fuerzas Armadas y peronismo...................... MARCELO SAÍN Defensa Nacional y Fuerzas Armadas. El modelo peronista (1943-1955).................................................................... SUSANA BIANCHI Hacia 1955: la crisis del peronismo..................................... CAROLINA BARRY El peronismo político, apuntes para su análisis (1945-1955)...... CAPÍTULO VI (1955-1976) La alternancia de los gobiernos civiles y militares. El partido militar y el peronismo. La influencia de las doctrinas extranjeras sobre las Fuerzas Armadas MARÍA MATILDE OLLIER Las Fuerzas Armadas en misión imposible: un orden político sin Perón............................................................................ ERNESTO LÓPEZ La introducción de la Doctrina de la Seguridad Nacional en el Ejército Argentino................................................................. LUIS EDUARDO TIBILETTI La sociabilización básica de los oficiales del Ejército en el período 1955-1976............................................................. JOSÉ PABLO FEINMANN Ilegitimidad democrática y violencia......................... CAPÍTULO VII (1976-1983) La dictadura militar y el terrorismo de Estado La Doctrina de la Seguridad Nacional y el neoliberalismo EDUARDO BASUALDO El nuevo funcionamiento de la economía a partir de la dictadura militar (1976-1982).................................................. FABIÁN BOSOER El Proceso, último eslabón de un sistema de poder antidemocrático en la Argentina del siglo XX.................................
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HORACIO VERBITSKY Fuerzas Armadas y organismos de derechos humanos, una relación impuesta. ................................. ................................... MARTÍN BALZA La Guerra de Malvinas....................... ....................................
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NOTAS BIOGRÁFICAS....................... .......................................................................
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P RÓLOGO D RA . N ILDA G ARRÉ M INISTRA
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D EFENSA
La construcción de la Nación Argentina. El rol de las Fuerzas Armadas es el resultado de la contribución de un conjunto de historiadores, periodistas, políticos y militares que fueron convocados a participar en el Ciclo Anual de Mesas Redondas organizado durante el año 2009 en el marco de las celebraciones por el Bicentenario de la Nación Argentina. El ciclo se organizó bajo una idea rectora: la conmemoración del Bicentenario debe impulsar la comprensión crítica de la historia viva de la Patria. A partir de este objetivo, desde el Ministerio de Defensa, se alentó el análisis acerca del desempeño de las Fuerzas Armadas en los acontecimientos decisivos de la historia argentina, con el fin de que éste permita, a las futuras generaciones, elaborar una valoración objetiva en la que se potencien los aciertos y se desalienten definitivamente los errores. Las siete mesas que se desarrollaron entre los meses de mayo y diciembre del año 2009 en el Salón de Actos del Ministerio y que fueron transmitidas por el sistema de video conferencia a distintas unidades militares, contaron con una audiencia poblada de jóvenes oficiales de las tres Fuerzas, algunos altos oficiales y personas de la vida política e intelectual. Es de destacar, en el conjunto de las participaciones, la inquietud y la rigurosidad demostradas en los análisis de las diferentes situaciones problemáticas de la historia argentina y del rol que en ellas desempeñaron las Fuerzas Armadas. El Ciclo Anual de Mesas Redondas se inscribe dentro del Plan Integral de Modernización del Sistema de Defensa impulsado por el Ministerio de Defensa, que se funda en el principio de conducción civil de los asuntos castrenses, que a su vez se sustenta en el enunciado de diez grandes líneas de acción, una de las cuales es el fortalecimiento de la vinculación del sistema con la sociedad civil. Esta línea de acción promovió el desarrollo de muy variadas actividades, pero todas ellas orientadas a la generación y difusión de un espacio de diálogo que resultara útil para favorecer el acercamiento de la ciudadanía en su conjunto al conocimiento de los hechos del pasado y a la recuperación de la memoria colectiva.
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La construcción de la Nación Argentina. El rol de las Fuerzas Armadas
El diseño del ciclo se gestó a partir de definir los más importantes nudos problemáticos de la historia argentina, en función de la construcción de la Nación y las funciones propias de las Fuerzas Armadas en cada una de aquellas situaciones. La primera de dichas coyunturas está dada por los procesos de la Independencia y de la organización nacional. La Revolución de Mayo se desencadenó en el Río de la Plata como un acontecimiento que no contó con un programa previamente formulado por sujetos sociales o políticos,1 pero que con el transcurrir del tiempo, sería constitutivo de la Nación y circunstancia de profundo análisis para cualquier perspectiva y desarrollo político futuro. De esta manera, una vez que la Revolución se produjo y se estableció la Primera Junta, fue necesario legitimarla. Si bien el gobierno se había formado en Buenos Aires, representaba a un territorio mucho mayor, al que ahora había que llegar para convencer a sus autoridades y pobladores.2 A partir de este momento, el rol que desempeñan las Fuerzas Armadas se vuelve significativo, ya que las nuevas autoridades, como afirma Halperin Donghi,3 deciden difundir la noticia de su gobierno en todas las ciudades del virreinato a través de expediciones militares; con lo cual la guerra se presentaba como un horizonte inevitable. Ésta problemática, que se discute en el libro, es posible definirla como la militarización del conjunto de la sociedad, y la forma en la que este proceso ha de signar la experiencia política de toda una generación. A esta coyuntura se agrega el análisis de los conflictos relacionados con la Guerra de la Independencia librada por los gauchos de Güemes y la batalla de Montevideo, donde una naciente armada de las fuerzas revolucionarias al mando del almirante Guillermo Brown derrotará a los realistas y liberará la región este del que fuera el virreinato del Río de la Plata. El segundo nudo considerado consiste en la coyuntura que se produjo durante la última parte del siglo XIX, en la que: “el Ejército restableció con rapidez el orden interno necesario para la puesta en marcha del plan de modernización y apresuró la unificación del país a pesar de que ello costó la autonomía real de las provincias”.4 La cuestión se discutió desde una moderna perspectiva historiográfica que parte de aceptar que la organización militar se encontraba constituida tanto por el ejército de línea como por la Guardia Nacional, y ambos componían el Ejército Nacional. Hilda Sabato afirmó, en su ponencia a la segunda de las mesas redondas –y lo reitera Oscar Terán, Historia de las ideas en la Argentina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, p. 25. José C. Chiaramonte, Orígenes de la Nación Argentina (1800-1846), Buenos Aires, Emecé, 1997, p. 133. 3 Tulio Halperin Donghi, De la revolución de Independencia a la Confederación Rosista, Buenos Aires, Paidós, 2000. 4 Haydée Gorostegui de Torres, La Organización Nacional, Buenos Aires, Paidós, colección Historia argentina (tomo 4), 2000. p. 93.
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en el artículo que se incluye en el presente volumen–, que sólo a fines del siglo, el predominio de las posturas centralistas condujo a privilegiar el fortalecimiento de los cuerpos regulares en detrimento de las milicias, para asegurar de esta manera el monopolio estatal del uso de la fuerza. La participación de los cuerpos regulares y las milicias en la construcción del orden liberal a finales del siglo XIX se analiza también en los conflictos de poder en la región de Cuyo. Los dos nudos que se analizan a continuación se inscriben en el período denominado como la “Argentina moderna” (1880-1930), considerado como un único período en términos económicos, con base en el modelo primario exportador y como dos subperíodos en el aspecto político divididos por la sanción de la Ley Sáenz Peña Así, el tercero de los nudos históricos se define a partir del emprendimiento llevado a cabo contra las poblaciones indígenas, con que se inicia el período de la “Argentina moderna”. Esta acción se basaba en un fundamento programático, compartido por los sectores dominantes de Occidente, según el cual las naciones sólo serían viables si contaban con una población blanca y cristiana. Esta idea se vincula con aquella afirmación de Juan Bautista Alberdi acerca de que: “somos europeos transplantados en América”. Mientras que en las Bases lo guía la convicción de que en Hispanoamérica el indígena “no figura, ni compone mundo”.5 Julio A. Roca emprendió una campaña agresiva para llevar la frontera desde el zanjón hasta los bordes del río Negro, combatiendo a los indígenas, utilizando los instrumentos de la modernización tecnológica como el telégrafo y el ferrocarril y la profesionalización de las Fuerzas Armadas. La eliminación física de los indígenas hasta más allá del río Negro significó la incorporación de 15.000 leguas de tierra productiva.6 Pero la incorporación de esas 15.000 leguas significó también: “según consta en la Memoria del Departamento de Guerra y Marina del año 1879, 1.271 indios de lanza prisioneros, 1.313 indios de lanza muertos en combate, 10.539 indios no combatientes prisioneros y 1.049 indios reducidos voluntariamente”.7 La cuarta problemática identificada y discutida en la misma mesa que la anterior está dada por la relación entre el Ejército –que tuvo, en este período de la historia argentina, un fuerte proceso de conversión a una sólida burocracia estatal y profesional– y la política en las modalidades que adquirió después de la sanción de la Ley Sáenz Peña y la posterior victoria de la UCR en 1916. Waldo Ansaldi sostuvo
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Oscar Terán, op. cit., p. 112. Ezequiel Gallo y Roberto Cortés Conde, La República conservadora, Buenos Aires, Paidós, colección Historia argentina (tomo 5), 2005, p. 42. 7 Silvia Ratto, Indios y Cristianos, Buenos Aires, Sudamericana, 2007, p. 183. 5 6
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La construcción de la Nación Argentina. El rol de las Fuerzas Armadas
en la tercera de las mesas –y lo afirma en el artículo incluido en el presente volumen– que: “entre 1880 y 1930 el país atravesó una situación de existencia de un Estado y una sociedad civil fuertes, relación que no terminó de consolidarse en tales términos. Hubo un progresivo fortalecimiento de la sociedad civil, pero fue un fortalecimiento corporativo. En ese contexto, el sistema político –con sus dobles mediación y lógica, partidaria y corporativa– acentuó la debilidad de los partidos y la fortaleza de las asociaciones de interés, díada que, a su vez, operó en el sentido de un creciente afianzamiento del poder y del papel del Estado”.8 El quinto de los nudos problemáticos se refiere al rol de las Fuerzas Armadas luego del golpe de Estado de 1930. A partir del gobierno presidido por el general Agustín P. Justo y del debate de las carnes se inicia en el país lo que Tulio Halperin Donghi denominó la “República del Fraude”.9 La influencia que ejerció este período sobre el Ejército afectó la moral y la opinión del cuerpo de oficiales: “se perfiló la tendencia a subordinar los valores profesionales a los problemas políticos, y los temas que antes se creían ajenos a la competencia de los oficiales se convirtieron en cuestiones de discusión cotidianos con efectos perjudiciales que fueron evidentes para el nivel profesional”.10 Además, este período histórico comprende otra coyuntura que requiere ser analizada: el modo de considerar el desarrollo industrial argentino, en tanto pilar fundamental para el crecimiento económico y el bienestar social. Tres hombres provenientes del Ejército fueron quienes se habrían de ocupar con mayor compromiso de esta cuestión: Enrique Mosconi, Manuel Savio y Juan D. Perón. Su ideario se incorpora, en este período, al de numerosos oficiales que se interesaron fuertemente por el manejo de los asuntos públicos. El sexto de los plexos problemáticos se puede ubicar históricamente durante el período del peronismo clásico. Una de las expresiones mas claras de Perón en relación con las Fuerzas Armadas figura en la conferencia que dictara en la Universidad de La Plata en 1944, que se incluye en numerosas publicaciones con el título de “El significado de la defensa nacional desde el punto de vista militar”, en la que desarrolló dos conceptos centrales: la “Nación en armas” y el desarrollo industrial argentino.
Waldo Ansaldi, “Partidos, corporaciones e insurrecciones en el sistema político argentino (18801930)”, en el presente volumen. 9 Tulio Halperin Donghi, La República imposible (1930-1945), tomo V, Buenos Aires, Ariel Historia, 2004. 10 Robert A Potash, El ejército y la política en la Argentina, 1928-1945, Buenos Aires, Sudamericana, 1981, p. 118. 8
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“La defensa nacional exige una poderosa industria propia y no cualquiera sino una industria pesada” afirmó Perón en aquella conferencia. Esta perspectiva hacía necesaria “la acción estatal, protegiendo a las manufacturas consideradas de interés estratégico, y la creación de la Dirección General de Fabricaciones Militares que contempla la solución de los problemas neurálgicos que afectan a las industrias radicadas en la Argentina”.11 Durante el período del peronismo clásico la relación entre el gobierno y las Fuerzas Armadas se estructuró a partir de la llamada Doctrina de la Defensa Nacional. Ésta se sustentaba en una concepción de la guerra muy convencional y limitada, en la que se preveían posibles confrontaciones bélicas localizadas con los países vecinos, particularmente con Chile y el Brasil. Estas dos hipótesis de conflicto configuraron el canon para la organización y el despliegue de las Fuerzas Armadas argentinas. La siguiente coyuntura se sitúa en el período político que se inaugura en 1955, con el derrocamiento del gobierno de Perón por las Fuerzas Armadas, en el que éstas ocupan el centro de la escena política, y concluye en 1973, a partir de la vuelta de un nuevo gobierno peronista. Al igual que el conjunto de la corporación política que se había opuesto a Perón y al movimiento peronista, las Fuerzas Armadas se dividen en cuanto a la interpretación acerca de su figura y perspectivas políticas y a la manera de vincularse con él y con el movimiento. Existe, por ejemplo, el proyecto de construir un peronismo sin Perón (Lonardi). Al mismo tiempo, existe otro proyecto que consiste en una maniobra de “desperonización”, fundada básicamente en la represión del movimiento (Aramburu). Estas dos concepciones atravesarán todo el período, incluido el primer intento de las Fuerzas Armadas de gobernar el país por ellas mismas, no de manera transitoria para reponer los valores democráticos supuestamente afectados sino con el fin de llevar adelante un modelo de país (Onganía). Este análisis permite delinear y comprender el séptimo de los núcleos problemáticos que fueron debatidos en el Ciclo Anual de Mesas Redondas. El octavo de los nudos problemáticos está definido por lo que se conoce como el gobierno del Partido Militar. El llamado Proceso de Reorganización Nacional asumió el poder con el objetivo expreso de restablecer el orden: esto implicó, en los hechos, la más brutal represión del conjunto de las organizaciones populares. Restablecer el orden, para el gobierno de los militares, consistió en eliminar físicamente todas las barreras que el pueblo había construido en defensa de los intereses nacionales. La represión fue ejecutada sin ninguna legalidad: no hubo detenidos, jueces, ni procesos. Existió la prisión, la tortura y la muerte decidida por los propios represores. Carlos Altamirano, Bajo el signo de las masas (1943-1973), Buenos Aires, Ariel Historia, colección Biblioteca del Pensamiento Argentino (tomo VI), 2001, p. 24. 11
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La construcción de la Nación Argentina. El rol de las Fuerzas Armadas
Un documento del Ministerio de Defensa del año 200712 afirma que las Fuerzas Armadas se habían volcado hacia la seguridad interior, el despliegue e inteligencia que: “alcanzó su máxima expresión bajo los años de la última dictadura militar con la conformación de las denominadas zonas y subzonas de seguridad interior, el despliegue de estructuras de inteligencia operativas, una fuerte vinculación operacional con las fuerzas policiales y de seguridad –respecto de las cuales ejercía efectivamente la conducción de este tipo de actividades– y el desarrollo de una estrategia contra subversiva que en gran medida escapó a los parámetros legales y morales y terminó configurando uno de los casos más significativos de terrorismo de Estado en la Región”. En relación con esta problemática, Horacio Verbitsky sostuvo en la mesa redonda –y lo reitera en el artículo que forma parte de este volumen– que: “la utilización de concepciones laxas y ambiguas de seguridad y de defensa y la asignación de tareas sociales para las Fuerzas Armadas en democracia conllevan un alto riesgo de violación de derechos fundamentales y pueden alterar la subordinación al poder civil”.13 El último de los nudos problemáticos que también se discutió en el marco de la última mesa redonda estuvo vinculado con la Guerra de Malvinas, que constituyó el primer conflicto entre dos naciones del mundo occidental luego de la Segunda Guerra Mundial. Esta guerra presentó en su desarrollo la increíble combinación de elementos novedosos con otros que se creían pertenecientes al pasado. Por una parte se produjo el debut del misil antibuque Exocet y el avión de despegue vertical Harrier; por otra parte, se llevaron a cabo combates nocturnos de infantería a bayoneta como eran habituales durante la Gran Guerra. En cuanto al comportamiento de las tropas, es de destacar que los soldados, en muchos casos con muy poca instrucción, demostraron una notable abnegación y se cubrieron de gloria enfrentando a una de las mejores unidades del mundo. Sin embargo, no ocurrió lo mismo en el ámbito de la oficialidad, donde si bien hubo una participación valerosa de numerosos jóvenes oficiales, también existieron muchos otros que se inclinaban en mayor medida a impartir sanciones a la tropa propia antes que ejemplos para sus subordinados. Los nudos problemáticos que hemos señalado intentan ofrecer un aporte a la necesaria discusión de la relación entre la construcción de la Nación y el papel de las Fuerzas Armadas. Modernización del Sector Defensa, Ministerio de Defensa, Buenos Aires, 2007. Horacio Verbitsky, “Fuerzas Armadas y organismos de derechos humanos, una relación impuesta”, en el presente volumen. 12 13
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Es de destacar también, que el Ministerio de Defensa desarrolla desde hace cuatro años, un proyecto de reforma y transformación del área de Defensa que incluye procesos en realización y en curso en las áreas legal, de planeamiento estratégico y doctrinario, de la educación, del sistema de justicia militar, de recuperación de la industria de la Defensa, de la racionalización presupuestaria, de la política de género y de las prácticas y la educación en derechos humanos y derecho internacional humanitario. Este proyecto impulsado durante las presidencias de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner ha hecho centro en la profundización del control civil del área de Defensa, en la verticalización a la autoridad constitucional de las Fuerzas Armadas como anhelo de generaciones de argentinos y de mayorías populares que procuraron durante décadas, concluir con el movimiento corporativo autónomo de una concepción militar tutelar del poder civil. Como esta idea tutelar surgió no solamente de políticas de poderosos grupos económicos, culturales, políticos y religiosos, sino de la construcción histórica que los mismos realizaron, contribuir a la revisión crítica y a la investigación histórica científica, con perspectivas plurales, ha constituido un aporte de esta cartera a la celebración reflexiva del Bicentenario. La perspectiva de un área de Defensa donde la responsabilidad directiva, pero también la participación activa de civiles, constituye un elemento fundamental para acentuar esa perspectiva democrática, nacional y popular, que da sustento social a la doctrina del ciudadano-soldado que es, en primer lugar un argentino con todos los derechos y las obligaciones del resto de sus compatriotas, luego funcionario público y, finalmente, un profesional militar comprometido hasta dar la vida en defensa de la Patria, la Nación y la República constitucional. Quedan atrás el tutelaje conservador con mirada subyugada por los conflictos de bloques y potencias subordinantes de la Argentina, pero también una idea anacrónica del supuesto abrazo “pueblo-Fuerzas Armadas” que encubriera en años recientes aventuras donde el pueblo era, en el mejor de los casos un invitado a través de la demagogia o, trágicamente, la víctima de represiones tan crueles como insensatas. Hay otra historia posible para el futuro que ya se visualiza con certeza en los mandos de las Fuerzas, en sus cuadros medios y, sobre todo, en las nuevas generaciones militares. Es la conversión de sus cuadros en un nuevo tipo de soldado. Pero para que esa historia se construya, el debate sobre el pasado castrense que permite recuperar capítulos fundamentales –en la Independencia– productivos en el apoyo al crecimiento nacional y los comportamientos heroicos en acciones equivocadas como la Guerra de Malvinas, se debe debatir el pasado desde otra mirada. La expuesta en estas jornadas y condensada en estas páginas no es, por
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cierto, la única posible. El Ministerio la pone deliberadamente en curso para que el progreso del intercambio y la investigación inauguren una nueva edad argentina de la Defensa, que la vincule definitivamente con América Latina y con el proyecto de la paz perpetua universal que el cincelador de la Constitución Nacional, Juan Bautista Alberdi, apuntalara en el siglo XIX en las páginas memorables de El crimen de la guerra. Que la reconciliación arribe de la mano de la justicia, la verdad y la memoria.
I NTRODUCCIÓN O SCAR M ORENO COORDINADOR
DRA. NILDA GARRÉ
Nación y Fuerzas Armadas: notas para un debate El Cabildo Abierto del 22 de mayo reunió a más de 250 vecinos, de los 400 convocados, y para consagrar a la Primera Junta, el 25 de mayo, resultó fundamental la participación de los regimientos militares que venían configurándose desde las invasiones inglesas, de allí la importancia de Cornelio Saavedra, jefe del Regimiento de Patricios.1 La Junta decidió difundir los contenidos de la Revolución a través de expediciones militares al resto de las ciudades que conformaban el virreinato del Río de la Plata. Lo que implicó una fuerte militarización de la sociedad a través del sistema de milicias. La guerra contra los realistas tuvo varios escenarios. En el norte los intentos de avanzar hacia el Alto Perú terminaron en 1815 con el desastre de Sipe-Sipe. Desde allí, Martín de Güemes al mando de sus Gauchos2 habría de rechazar año tras año las invasiones realistas. Mientras que la guerra hacia el este terminaría con el triunfo, en mayo de 1814, de la escuadra revolucionaria al mando de Guillermo Brown que derrotó a la escuadra realista. Allí tuvo su acta de bautismo la que sería luego la Armada Argentina.73 En 1816 se declaró la Independencia en el Congreso de Tucumán. En 1817, el Ejército Libertador cruzó la cordillera hacia Chile y con la batalla de Maipú dejó Oscar Terán, Historia de las ideas en la Argentina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008, p. 36. Sara Emilia Mata, Los Gauchos de Güemes. Guerras de la Independencia y conflicto social, Buenos Aires, Sudamericana, 2008. 3 En el sitio oficial de la Armada <www.ara.mil.ar> se afirma que son cuatro los acontecimientos que constituyen su historia: “La primera escuadrilla Argentina” (Azopardo y Gurruchaga) es de 1810 con asiento en el apostadero de Montevideo; la campaña naval de 1814 desarrollada por la Armada Argentina y comandada por el almirante Guillermo Brown, que libró la histórica batalla de Montevideo; las campañas corsarias (Brown y Bouchard) que contribuyeron, de manera definitiva, a la decadencia del comercio español; y la expedición libertadora al Perú que comandó el general San Martín. 1 2
22 INTRODUCCIÓN
Nación y Fuerzas Armadas: notas para un debate
liberado el territorio del país trasandino. En 1820, habiendo colapsado el gobierno nacional, el Ejército de los Andes marchó hacia la liberación del Perú. Al finalizar la Guerra con Brasil, en 1828, los unitarios, liderados por Juan Lavalle tomaron las riendas del poder en la provincia de Buenos Aires y fusilaron a la figura más importante del federalismo, Manuel Dorrego.4 En el período desde 1829 hasta 1853 se desarrolló la Confederación y el gobierno de Rosas.5 El triunfo de Rosas estuvo claramente vinculado con la politización de los hombres de campo. Él tuvo como objetivo la paz por una parte, y la representación de las masas que irrumpieron en la política. En síntesis, se logró la paz interior del país federal en la medida en que los caudillos creyeron que el interior había triunfado sobre Buenos Aires. Distinta fue la situación en el Litoral, allí la pacificación nunca llegó y, por el contrario, este conflicto conduciría a la derrota del rosismo. La gran alianza antiporteña, que se forjó en gran medida a partir del conflicto con Montevideo y las potencias con ingerencia en el Río de la Plata (Gran Bretaña y Francia), liderada por Urquiza derrotó a Rosas en Caseros. El triunfo de Urquiza, la sanción de la Constitución Nacional en 1853, los enfrentamientos con Buenos Aires que terminaron en Pavón, se constituyeron en la etapa previa a la formación del Estado nacional. El capítulo que analiza los sucesos ocurridos durante este período se conforma de cinco artículos: “Revolución y Nación en el Río de la Plata”, de Fabio Wasserman, que parte de aceptar el consenso acerca de la consideración de la Revolución de Mayo como hecho fundante de la Nación, para discutirlo a través de diversas perspectivas historiográficas en relación con el proceso a partir de un enfoque preciso acerca de la Nación. “Sociedad y militarización revolucionaria. Buenos Aires y el Litoral rioplatense en la primera mitad del siglo XIX”, de Raúl Fradkin, en donde se analizan los impactos y significados de la militarización revolucionaria que multiplicó las ya heterogéneas formaciones armadas con que contaba la colonia y la extrema politización de los sectores sociales populares. “El sistema militar de Rosas y la Confederación Argentina (1829-1852)”, de Jorge Gelman y Sol Lanteri, en donde se destaca que la militarización y politización de base rural constituyeron las piezas centrales de la autoridad estatal y del exitoso proceso de disciplinamiento social. El texto estudia el entramado militar-miliciano en los gobiernos de la etapa federal, y en sus dispositivos coercitivos. “La Guerra de Raúl O. Fradkin, ¡Fusilaron a Dorrego!, Buenos Aires, Sudamericana, 2008. Alejandro Cattaruzza, Los usos del pasado. La historia y la política argentina en discusión (19101945), Buenos Aires, Sudamericana, 2008, pp. 161-188, cap. 7: “Las huellas de Rosas”. 4 5
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Independencia en Salta. Güemes y sus gauchos”, de Sara E. Mata, en el que se confrontan los perfiles militares, sociales y políticos que presentó la Guerra de Independencia en la provincia de Salta. Güemes no defendió ninguna frontera, defendió la revolución de Buenos Aires y la independencia americana; el extremo norte de la provincia de Salta sería frontera recién a partir de 1821 y no antes. “Una estrategia para el Río de la Plata. La escuadra argentina en el combate naval de Montevideo”, de Guillermo Oyarzábal, en el que se da cuenta de los aspectos políticos y económicos que llevaron a formar la escuadra que libró la batalla de Montevideo derrotando a los realistas en el este. ___________ La modernización de la Argentina se desarrolló como una necesidad surgida frente a los dos procesos que se afianzaron a partir de 1860, la producción de productos agropecuarios que el mundo demandaba y la apertura del país a la inmigración europea. El período, que se extiende hasta aproximadamente 1880, se caracterizó por el afianzamiento del orden institucional y una profunda transformación del orden económico y social en el país. Se sucedieron en la presidencia tres personalidades por completo diferentes: Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento y Nicolás Avellaneda. La cuestión de la Capital, en el ámbito interno, y la Guerra del Paraguay, en el internacional, constituyeron los grandes conflictos del período. Durante la presidencia de Sarmiento se institucionalizó el Ejército Nacional. En esta creación se advierte la influencia de Mitre que había dado los primeros pasos para constituirlo luego de Pavón, al unificar la Guardia Nacional de Buenos Aires con otros grupos dispersos de la Confederación y transferir el Ministerio de Guerra al orden nacional. La constitución integral del cuerpo no ocurrió hasta 1864, una vez concluida la campaña contra el “Chacho” Peñaloza. El gobierno procedió de esta manera, a la creación de un ejército permanente y, también, de la Escuela Naval Militar. Si bien todo aquello que complementó a esta disposición (formas de reclutamiento, estructura jerárquica, reglamentos) se produjo posteriormente al decreto originario, sus lineamientos fundamentales y, por lo tanto, su origen institucional se encuentran en éste. Finalmente, la creación del Colegio Militar en 1869 y la ley de 1872, que estableció las nuevas formas de reclutamiento, antecedente directo de la conscripción obligatoria, fundaron las normativas que dieron forma definitiva a la institución en la Argentina moderna. En resumen, y en consideración de las diferentes perspectivas que el análisis permite, es posible afirmar, sin abrir juicios acerca de los métodos y de la opor-
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tunidad en particular, que “el Ejército restableció con rapidez el orden interno necesario para la puesta en marcha del plan de modernización y apresuró la unificación del país a pesar de que ello costó la autonomía real de las provincias”.6 Los cuatro artículos que componen este capítulo son: “¿Quién controla el poder militar? Disputas en torno a la formación del Estado en el siglo XIX”, de Hilda Sabato; este trabajo contiene una referencia a la organización militar en la Argentina del siglo XIX y su relación con el proceso de formación del Estado nacional, en la que se funda el análisis acerca de la cuestión de las luchas políticas y las guerras internas, así como la manera en la que éstas afectaron a la organización militar hasta finales del siglo. “Milicias, Ejército y construcción del orden liberal en la Argentina del siglo XIX”, de Beatriz Bragoni, estudia la centralidad del proceso de militarización y politización popular, y su impacto en la construcción de la pirámide de poder de los caudillos, que sucedió a la destrucción del poder central en 1820. También demuestra el modo en el que la inestabilidad del sistema de alianzas e inestabilidades interprovinciales coadyuvaron a la institucionalización del poder nacional durante el siglo XIX. “Resistencias populares a la expansión y consolidación del Estado nacional en el interior: La Rioja (1862-1863) y Jujuy (l874-1875)”, de Gustavo Paz, se trata de un trabajo que compara las formas de acción popular colectiva en dos provincias argentinas durante las décadas de la formación del Estado nacional. “De la Marina ‘fluvial’ a la Marina ‘atlántica’”, de Miguel Ángel De Marco, da cuenta de los enfrentamientos entre las marinas fluviales de Buenos Aires y la Confederación, hechos que determinaron, durante la presidencia de Sarmiento, la creación de la Escuela Naval Militar y con ésta el nacimiento de la Marina moderna. ___________ No es posible referirse al año 1880 sin considerar previamente la llamada “Conquista del desierto”. El avance de la línea de fronteras, entre los cristianos y los indios, después de Rosas, se realizó en dos etapas. El plan de Alsina que consistió en la construcción de una serie de fortines unidos entre sí por una zanja que extendió la frontera hasta lo que en la actualidad es el suroeste de la provincia de Buenos Aires; sin embargo, con la muerte de Alsina, Julio Roca, emprendió una
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campaña más agresiva con el fin de llevar la frontera hasta los bordes del río Negro, procediendo a la eliminación física de los indígenas.8 En 1880 asumió el gobierno el general Julio A. Roca y se origina el denominado proyecto de la Generación del 80. Las reformas institucionales fueron: en 1884 la Ley de Creación del Registro Civil, la sanción de la Ley del Matrimonio Civil y fundamentalmente, la ley 1.420 que universalizó la enseñanza primaria, que a partir de entonces debía ser laica, gratuita y obligatoria. El servicio militar obligatorio comenzó a regir una vez que el ministro de Guerra, el teniente general Pablo Ricchieri consiguió la promulgación de la ley 3.948; los conscriptos nacidos en 1880 constituyeron la primera clase que fue convocada. A su vez, el siglo XIX estuvo marcado por diferentes conflictos con Chile que culminaron con el acuerdo del 23 de julio de 1881, completado con el protocolo adicional de 1893. El punto principal del acuerdo fue que el límite entre ambos Estados lo constituía la Cordillera de los Andes y que la forma de delimitar la frontera era a partir del principio de altas cumbres que dividen aguas. La Argentina no podría tener puerto alguno sobre el Pacífico, ni Chile sobre el Atlántico. Sin embargo, en este acuerdo no se encontró el fin de la disputa. Ya durante los primeros años del siglo XX, la crisis económica aumentó la conflictividad social, que alcanzó su punto más alto con la huelga general de 1902 que paralizó a la ciudad de Buenos Aires. La respuesta del gobierno fue la sanción de la Ley de Residencia que permitía deportar a quienes perturbaran el orden público. La crisis y el avance de los sectores medios hicieron crecer en importancia al partido que mejor los representaba: la Unión Cívica Radical y a su líder don Hipólito Yrigoyen. Lo que impulsó al gobierno de Sáenz Peña a dictar una ley electoral que estableció el sufragio secreto y universal, con los padrones militares. En 1916, se realizaron los comicios en el marco de dicha ley electoral y triunfaron los radicales. Los sectores sociales que llegaron al gobierno con el radicalismo fueron “los hijos de la ley 1.420”. Los dirigentes del radicalismo surgieron de las profesiones liberales, el comercio y la producción que, a su vez, constituyeron las mayores posibilidades para el ascenso social. Pero quizás este origen, es el que provocaba en ellos un intenso deseo de integrarse de otra manera a las elites y fue lo que los inhibió para provocar los cambios en la estructura económica, que, según demostró Ezequiel Gallo y Roberto Cortés Conde, La república conservadora, Buenos Aires, Paidós, colección Historia argentina (tomo 5), 2005, p. 42. 8 Silvia Ratto, Indios y cristianos. Entre la guerra y la paz en las fronteras, Buenos Aires, Sudamericana, 2008, pp. 202-203. 7
Haydée Gorostegui de Torres, La Organización Nacional, Buenos Aires, Paidós, colección Historia argentina (tomo 4), 2000, p. 93. 6
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la historia, hubiera sido el único camino para mantener y profundizar la democracia formal nacida con la Ley Sáenz Peña.9 Se vuelve necesario un breve comentario acerca de la relación entre los radicales y los militares, porque hasta la sanción de la Ley Sáenz Peña ellos apostaban al cambio político a través de la insurrección, sólo como ejemplo se puede mencionar que en septiembre de 1889, en la creación de la Unión Cívica “[de la] cual surgiría el Partido Radical, cadetes uniformados participaron ostensiblemente del mitin”.10 Las tensiones sociales provenientes de la crisis financiera, la caída de los precios de los artículos de exportación y el desempleo, explotaron en dos situaciones colectivas, una de ellas fue la huelga general de trabajadores industriales en Buenos Aires (1919) que se inició en los Talleres Metalúrgicos Vasena. A la represión estatal se le sumaron los grupos civiles de la Liga Patriótica con una fuerte impronta antisemita. La otra situación que se produjo fue la huelga de los peones de las estancias en la Patagonia. La primera es la que se recuerda como la “Semana Trágica” y la segunda como la “Patagonia Rebelde”. En la represión que se produjo a partir de esos hechos, fundamentalmente en la huelga de los peones de las estancias en la Patagonia, el Ejército tuvo una decisiva participación. La defensa del sistema caracterizado por el ascenso social le proporcionó a Yrigoyen (1916-1922) un fuerte prestigio popular, con el que no contó su sucesor Marcelo T. de Alvear (1922-1928). En la mitad de la década de 1920 comenzó la embestida de los capitales norteamericanos, en concordancia con la expansión de Estados Unidos y la vacancia dejada por los capitales europeos. Todo ello actuó como revulsivo en la débil estructura económica del país. Estos signos, no fueron comprendidos por el gobierno de Alvear que se mantuvo apegado a normas y ritos propios del sistema económico tradicional. En su corto segundo período, Yrigoyen no logró adaptarse a los cambios de la vida argentina y mundial, no comprendió las transformaciones que se habían producido en el Ejército a partir de la politización que él mismo había provocado, ni que un grupo importante de sectores conservadores habían abandonado su fidelidad al sistema democrático y abrazaban con disimulo algunos de los principios del fascismo italiano. Finalmente no desarrolló ninguna estrategia en el nivel económico que le permitiera enfrentar la crisis mundial desatada en 1929. Entre las contradicciones propias de estos gobiernos radicales se debe destacar la defensa de la soberanía en materia energética, fundamentalmente en el accionar del general José Luis Romero, Breve historia de la Argentina, Buenos Aires, FCE, 1996, p. 127. Alain Rouquié, Poder militar y sociedad política en la Argentina, tomo I, Buenos Aires, Emecé, 1981, pp. 131-132. 9
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Mosconi al frente de YPF. Estas circunstancias confluyeron para hacer posible el triunfo del golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930. Los cuatros artículos que conforman este capítulo son: “La ocupación militar de la Pampa y la Patagonia de Rosas a Roca (1829-1878)”, de Silvia Ratto, donde se analiza el modo en el que la política de fronteras y la política respecto de la población aborigen se confundieron en una sola discusión. Éstas se desarrollaron de dos maneras: una consistió en el avance a través de la negociación que tenía como fin la incorporación de la población indígena al territorio conquistado. La otra, a partir de los avances militares que sometieran a la población originaria. “El Ejército entre el cambio de siglo y 1930: burocratización y nuevos estilos políticos”, de Luciano de Privitellio, se trata de un trabajo que investiga la relación entre el Ejército –luego de las transformaciones de 1890– y la política –a partir de los cambios de 1912–. El modelo militar que surge de la renovación se habría de transformar, fundamentalmente, en la década de 1930 a causa del impacto que provocaron las ideologías de origen europeo impulsadas por la crisis de entreguerras y del rol de la Iglesia católica dentro de la institución. “Partidos, corporaciones e insurrecciones en el sistema político argentino (1880-1930)”, de Waldo Ansaldi, demuestra que entre 1880 y 1930 el sistema político –con su doble mediación, la partidaria y la corporatista– acentuó la debilidad de los partidos y la fortaleza de las asociaciones de interés, lo que habría de operar un afianzamiento del poder estatal. El autor concluye afirmando que la extensión del derecho de ciudadanía política, la paulatina consecución de la ciudadanía social y la regulación estatal del conflicto social resultaron insuficientes para asegurar la transición entre el Estado oligárquico y el Estado democrático; el golpe de 1930, además, truncó ese proceso. “Vida política y electoral (1880-1930). El Ejército”, de Isidoro J. Ruiz Moreno, presenta una muy detallada descripción de las presidencias que se sucedieron durante este período, desde la primera de Roca hasta la segunda de Yrigoyen, y, asimismo, de las actuaciones de los diferentes partidos políticos; a partir de esta investigación se configuran las característica más destacadas de la denominada “Argentina moderna”. ___________ La crisis económica y financiera que se inició en la Bolsa de Nueva York el 29 de octubre de 1929 y que se extendió a todo el mundo occidental alcanzó pronto a la Argentina y fue la que le brindó el marco exterior a la restauración conservadora iniciada con el golpe del 6 de septiembre de 1930, encabezada por José E. Uriburu y consolidada durante el gobierno de Agustín P. Justo.11
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En el seno del gobierno existían dos tendencias: los nacionalistas de Uriburu y los conservadores de Justo, esta tensión se resolvió a favor de Agustín P. Justo en las elecciones de 1931. Gran Bretaña enfrentó la Crisis del 30 a partir de la fórmula buy british, que se concretó con los acuerdos de la Conferencia de Ottawa, en 1932. A través de éstos la exportación de carnes desde la Argentina hacia Gran Bretaña se vio perjudicada. En 1933, Julio Roca, vicepresidente de la Argentina, firmó junto con el presidente del Board of Trade británico, Walter Runciman, el pacto que la historia recordó como el de Roca-Runciman. A partir de ese pacto, a costa de los intereses nacionales, se acordó de manera satisfactoria la situación de los ganaderos y de los frigoríficos. En el frente interno se practicaron, parcialmente, las recetas keynesianas para la crisis en Estados Unidos, se crearon el Banco Central y las Juntas Reguladoras de los principales productos de exportación. El transporte, las compañías de electricidad12 y el petróleo fueron, durante el período, el territorio de disputa de los intereses norteamericanos y británicos. Finalmente, las consecuencias de la guerra y de la crisis dieron nacimiento al proceso de industrialización sustitutiva de productos de importación, asentándose físicamente en Buenos Aires, el Gran Buenos Aires y el Litoral. Este proceso de industrialización fue, en parte, la causa de los procesos de migraciones internas.13 La debilidad política del régimen, la importante presencia de una clase obrera industrial, la neutralidad ante la Segunda Guerra Mundial y la mejora en la situación económica durante la guerra abrieron la puerta al golpe de Estado del 4 de junio de 1943. Con el gobierno del presidente general Agustín P. Justo y posteriormente al debate de las carnes se ha de inaugurar en el país lo que Tulio Halperin Donghi denominó la “República del Fraude”.14 La influencia que ejerció este período sobre el Ejército afectó la moral y la opinión del cuerpo de oficiales, “se perfiló la tendencia a subordinar los valores profesionales a los problemas políticos, y los temas que Darío Cantón, José Luis Moreno y Alberto Ciria, La democracia constitucional y su crisis, Buenos Aires, Paidós, colección Historia argentina (tomo 6), 2000, pp. 121 y ss. 12 En materia de electricidad, la CADE, subsidiaria de SOFINA –con sede en Bruselas–, con mayoritario capital británico tenía una concesión que vencía en 1957. El Concejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires (en 1936) dictó dos ordenanzas, la primera alargó el plazo hasta 1971, la segunda obligó al Estado a comprar todos los bienes muebles e inmuebles de la compañía al vencimiento de la concesión. El diario La Vanguardia (del Partido Socialista) estimó entre 60.000 y 120.000 pesos lo que la compañía pagó cada voto en el Concejo. Nunca fue desmentido. 13 Gino Germani, Estructura social de la Argentina, Buenos Aires, Solar, 1965. 14 Tulio Halperin Donghi, La República imposible (1930-1945), tomo V, Buenos Aires, Ariel Historia, 2004. 11
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antes se creían ajenos a la competencia de los oficiales se convirtieron en cuestiones de discusión cotidianos con efectos perjudiciales que fueron evidentes para el nivel profesional”.15 Justo quería un ejército apolítico, al servicio, esta vez, de las autoridades legales y constitucionales: “Un ejército numeroso, bien organizado, dotado con armamentos modernos e instalaciones confortables es a priori profesional, despolitizado y difícilmente conmovible […]. Es por esto que la presidencia de Justo está jalonada por medidas apropiadas para asegurar el perfeccionamiento técnico de los cuadros, una mejor organización de las unidades y entrenamiento completo de las tropas”.16 En 1938, con la asunción de la formula Ortiz-Castillo, surgidos del fraude de 1937 se agotó el proceso que se pretendió restaurador en la década de 1930. Cuando Castillo, ante la imposibilidad física de Ortiz, se hizo cargo del gobierno, intentó utilizar a las Fuerzas Armadas en su proyecto de permanecer en la presidencia de la República. Allí se ha de generar el caldo de cultivo que explica el golpe militar del 4 de junio de 1943. Los militares que encabezaron el golpe no sólo se oponían a tener alguna responsabilidad en una amañada sucesión presidencial, sino que pensaban en la necesidad de una reconstrucción del proyecto nacional.17 El capítulo que abarca este período está compuesto por los siguientes trabajos: “Las contradicciones en el Ejército durante el régimen conservador”, de Norberto Galasso, en el que se investiga acerca de las diversas tendencias ideológicas y los cambios que se advierten en la historia del Ejército durante el siglo XX, a partir de aceptar que la mayoría de los oficiales provenían de la clase media, lo que explica por qué en su interior se manifestaron tanto tendencias conservadoras, como posiciones populares. “La industrialización y la cuestión social: el desarrollo del pensamiento estratégico en Mosconi, Savio y Perón”, de Fabián Emilio Alfredo Brown, da cuenta de la manera en la que estos tres hombres surgidos del Ejército entendían la necesidad de industrializar la Argentina, para poder enfrentar la cuestión social. Cuestión que durante el período se encontraba agudizada por los procesos de migración interna, fundamentalmente hacia el Litoral portuario. “¿Qué representación? Elecciones, partidos e incorporación de los intereses en el Estado: la Argentina en los años de 1930”, de Ana Virginia Persello, propone un análisis de las ideas y proyectos generados en el período que tenían por objeto separar la administración de la política, reglamentar la organización y el funcionamiento de Robert A. Potash, El ejército y la política en la Argentina, 1928-1945, Buenos Aires, Sudamericana, 1981, p. 118. 16 Alain Rouquié, op. cit., pp. 260-261. 17 Robert Potash, op. cit., pp. 289-340. 15
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los partidos así como reformar el régimen electoral reemplazando el sistema del tercio por la representación proporcional. Ideas propias de la democracia liberal, que pretendían superar la perversión que, para los portadores de estas ideas, habían implicado los gobiernos radicales. “Políticas, ideas y el ascenso de Perón”, de Mariano Ben Plotkin, desarrolla la idea de que fueron vanos los esfuerzos de peronistas y antiperonistas, por distintos motivos, de caracterizar al peronismo en sus dos primeros gobiernos como una ruptura total con la política y la cultura anteriores que habían caracterizado al país. Perón fue un producto de su tiempo y esto se demuestra en el desarrollo de este trabajo a partir de vincular algunas de las dimensiones de la ideología de Perón con el momento histórico en el que ella se formó. ___________ El 4 de junio de 1943, un conjunto de oficiales del Ejército tomó el poder sin resistencia alguna. Perón, uno de los coroneles de 1943, fue designado como subsecretario de Guerra y se hizo cargo del Departamento Nacional del Trabajo, que transformó en Subsecretaría de Trabajo y Previsión y desde allí tejió alianzas con los dirigentes sindicales. Las necesidades y la identidad del contingente de un millón de personas que entre 1936 y 1945 se alojaron en Buenos Aires y el Gran Buenos Aires fueron el objetivo principal de aquella articulación entre Perón y los dirigentes sindicales. Aquel contingente estaba formado por obreros argentinos y por lo tanto “dotados de franquicia electoral”.18 La influencia de Perón se afirmó en las relaciones con el Ejército y con las organizaciones sindicales. El crecimiento de Perón llevó a los sectores, autodenominados democráticos, a presionar a los militares hasta que lograron que el 9 de octubre de 1945 destituyeran a Perón y lo encarcelaran en la isla Martín García. El 17 de octubre de 1945 una muchedumbre obrera proveniente del Gran Buenos Aires y particularmente constituida por trabajadores de los frigoríficos de la zona de La Plata, Berisso y Ensenada ocupó pacíficamente la Plaza de Mayo y exigió la presencia de Perón. Los trabajadores liberaron a Perón, quien habló por la noche desde los balcones de la Casa de Gobierno y anunció su retiro del gobierno y su candidatura presidencial. El 17 de octubre había modificado el escenario político. La apertura del proceso electoral enfrentó a dos formulas: Perón-Quijano (figura proveniente del radicalismo) y la Unión Democrática, integrada por todos los partidos políticos existentes, desde los conservadores a los comunistas, con la fórmula radical alvearista integrada por: Tamborini-Mosca. 18
Tulio Halperin Donghi, op. cit., p. 31.
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El 24 de febrero de 1946, el peronismo llegó al gobierno con el 55% de los votos emitidos en todo el país. El gobierno de Perón dispuso de toda la legalidad, por su amplia mayoría en el Congreso, pero también de la legitimidad que le permitió su capacidad de movilización de los sectores populares. En el camino de la construcción de la hegemonía en el peronismo, Eva Perón jugó un papel protagónico desde la fundación de su mismo nombre, que se ocupó de una gigantesca tarea social, y a partir de la incorporación de un nuevo actor en el sistema electoral: las mujeres, a través del voto femenino. Finalmente, en esta construcción, tuvo un rol preponderante la sanción de la legislación obrera (Sueldo Anual Complementario, Vacaciones, Jubilación) y la tarea de los sindicatos, a través de las obras sociales. En el aspecto económico el peronismo se caracterizó por una fuerte intervención del Estado en la economía, que se manifestó en los dos Planes Quinquenales elaborados por el gobierno, así como en la creación del IAPI (Instituto Argentino de Promoción del Intercambio) con el fin de comercializar las cosechas de granos y asegurar el precio sostén a los pequeños y medianos productores.19 A su vez, se produjo el desarrollo de una burguesía industrial nacional, favorecida con los créditos del Banco Industrial y el fuerte consumo que producía la política de los altos salarios. Esta política económica se concretó definitivamente en 1947 con la nacionalización de los servicios públicos; de este modo, el gobierno hizo de la nacionalización de los ferrocarriles una bandera de la soberanía nacional.20 Uno de los mejores ejemplos en relación con la importancia de la industria nacional y su incidencia en el Ejército, durante el peronismo, es el de la Fábrica Militar de Aviones que estableció una industria que pronto se irradiaría hacia todo el continente. Fueron diez años de oro y esplendor en los que se concibieron el Pulqui II, el IA 37 y el IA 38, un cuatrimotor carguero de ala delta. Un viejo noticiero en blanco y negro de Sucesos Argentinos todavía permite ver al Pulqui I en el aire: el primer jet argentino es colorado, tiene una escarapela en el fuselaje, su nombre indígena quiere decir “punta de flecha” y hoy está en el Museo Aeronáutico de Morón, donde a veces lo repasan como para salir a volar, aunque ya sólo lo haga en el celuloide de Sucesos Argentinos.21 Las IAME (Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado) pasaron de la fabricación de aviones a la de automóviles. La producción automotriz se inicia El IAPI fue muy criticado porque destruyó el negocio de la intermediación que tanto había crecido durante los gobiernos de la restauración conservadora (Bunge & Born, Dreyfus, La Continental, etc.). 20 La nacionalización de los Ferrocarriles fue muy cuestionada por el monto de lo que se pagó y por la forma en que se realizó. 21 Véase <www.virtualcordoba.com.ar>. 19
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con el sedán para cuatro pasajeros denominado Institec y continuó con un pequeño vehículo utilitario que contaba con una cabina metálica de chapas perfiladas o moldeadas y una caja de madera con capacidad de carga para media tonelada. Había surgido el Rastrojero.22 A principios de la década de 1950 comenzó la decadencia del peronismo, una de las más grandes sequías que recuerde la historia argentina complicó las cosechas de 1950-1951 y 1951-1952 con lo que se vio afectado el desenvolvimiento normal de la economía, a lo que se debe agregar la impugnación de los militares y la Iglesia a la candidatura de Eva Perón a la vicepresidencia de la Nación, un proceso inflacionario que no hacía posible la inversión, y como consecuencia de este último la aparición del fantasma de la desocupación y la pérdida del salario real. De esta manera, casi como un símbolo, la muerte de Eva Perón (1952) cierra un ciclo del peronismo. A partir de 1952 la oposición lograba consolidarse. Las bombas en un acto en la Plaza de Mayo fueron respondidas con la quema del Jockey Club y las sedes de algunos de los partidos políticos. Parecía que desde allí no había retorno. Luego del enfrentamiento con la Iglesia, ésta se sumó decididamente al frente opositor. La quema de las iglesias constituyó el último acto del peronismo y abrió las puertas al golpe de Estado, que fracasó el 16 de junio de 1955 en el bombardeo a la Plaza de Mayo a cargo de aviones de la Marina, pero que finalmente triunfaría el 16 de septiembre de 1955.23 Los cuatro artículos que componen este capítulo son: “Industria, Fuerzas Armadas y peronismo”, de Torcuato Di Tella, en el que el autor plantea el interés que mostraban las Fuerzas Armadas por la industria, al mismo tiempo que los industriales comprendían la importancia de la relación con los militares en tanto éstos son proveedores naturales de los insumos necesarios, desde el acero hasta el transporte. El análisis del pensamiento industrial a partir de la producción del Instituto de Estudios y Conferencias de la Unión Industrial Argentina cubre gran parte de este aporte y refuerza lo antes expuesto. “Defensa Nacional y Fuerzas Armadas. El modelo peronista (1943-1955)”, de Marcelo Saín, parte de la premisa de que a partir de 1930 el poder militar se proyectó como uno de los protagonistas centrales del sistema político argentino. Según esta perspectiva, el marco conceptual e institucional en el que Perón, desde el gobierno, estructuró su vínculo con las
Véase <www.cocheargentino.com.ar>. Ver Carlos Altamirano, Bajo el signo de las masas (1943-1973), Buenos Aires, Ariel Historia, colección Biblioteca del Pensamiento Argentino (tomo VI), 2001. 22 23
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Fuerzas Armadas fue la denominada Doctrina de la Defensa Nacional, basada en dos ejes: por una parte, considerar una visión convencional y limitada de la guerra, fundamentalmente, el conflicto con los países vecinos; y el de “la Nación en Armas”. El trabajo de Susana Bianchi, “Hacia 1955: la crisis del peronismo”, da cuenta de las diferentes alternancias de la relación entre el peronismo y el catolicismo oficial; relación que oscila entre la Pastoral Colectiva de 1945 donde implícitamente se condenaba a la Unión Democrática y se apoyaba la candidatura de Perón, hasta el 11 de junio de 1955 cuando la celebración de la festividad de Corpus Christi se transformó en una de las más grandes manifestaciones en contra del gobierno de Perón. “El peronismo político, apuntes para su análisis”, de Carolina Barry, se propone analizar el modo en el que se estructuró el peronismo político y definir cuál fue el criterio para marcar y respetar las diferencias entre el Partido Peronista, el Partido Peronista Femenino y la Confederación General del Trabajo. ___________ El golpe del 16-22 de septiembre de 1955, contó con el apoyo del arco político antiperonista. En el interior de la fuerza militar se enfrentaron, nuevamente, los sectores nacionalistas-católicos y los sectores liberales. Los primeros impusieron al primer presidente de ese turno militar, el general (R) Eduardo Lonardi, quien durante el breve período del gobierno convocó a un hombre de la Restauración Conservadora para que asesorara al gobierno en materia económica. El Informe Prebisch propuso construir, a largo plazo, una Argentina industrial, más compleja y diversificada que la que se había heredado del peronismo. Para alcanzar ese objetivo resultaba necesario incrementar las exportaciones tradicionales elevando el ingreso del sector rural en su conjunto. Asimismo el país requería una modernización de la infraestructura productiva agraria que incluyera las relaciones laborales; la diversificación e integración de la estructura industrial argentina y, finalmente, la expansión de la explotación de combustibles, sin recurrir al capital extranjero. Sin embargo, este plan generó la resistencia de los sectores asalariados y de la pequeña industria, que permanecían fieles a Perón, y no complacía a los grandes sectores exportadores. Éstos constituyeron los límites que habrían de impedir cualquier despegue de la Argentina y el marco en el que habrían de desarrollarse los hechos políticos cambiantes que caracterizaron el período hasta 1973. El 13 de noviembre de 1955 asumió la presidencia el general Pedro E. Aramburu, que respondía a los sectores más cerrilmente antiperonistas. Fue intervenido el Partido Peronista, la Confederación General del Trabajo, las federaciones y los sindicatos; al mismo tiempo se produjo el secuestro del cadáver de Eva
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Perón. El 9 de junio, ante un intento de asonada se fusilaron y asesinaron a civiles y militares,24 entre ellos el jefe del movimiento, el general Juan José Valle. Se dictó el decreto 4.161 que transformó en delito la mención del nombre de Perón y de otras palabras vinculadas a esta extracción política. Se proscribió de la vida pública al conjunto de los dirigentes sindicales que habían actuado con anterioridad a 1955. El objetivo fue el de eliminar la identidad popular peronista y captar a ese conjunto de ciudadanos para la vida de otros partidos políticos democráticos. La respuesta popular consistió en la organización en la clandestinidad de lo que se conoció como la Resistencia Peronista, liderada inorgánicamente por John W. Cooke,25 que demostró la ineficacia de la política represiva. Ante estos fracasos, el gobierno decidió volver a la vida política de los partidos y para ello convocó a una Convención Constituyente a fin de modernizar la Constitución de 18531860 que se había restituido al derogarse la de 1949. Los peronistas decidieron votar en blanco y constituyeron la fuerza mayoritaria. La Convención Constituyente fracasó, así como también fracasó el intento de normalizar la CGT. Luego de los fracasos políticos, el gobierno decidió llamar a elecciones presidenciales. El 23 de febrero de 1958 fue elegido presidente de la Nación Arturo Frondizi, con el explícito apoyo del general Perón. Frondizi era un desarrollista. El “desarrollismo” suponía la necesidad de conciliar políticas de expansión industrial a través de una capitalización originada en los recursos externos con la vigencia de las prácticas electorales e instituciones típicas de la democracia representativa. El gobierno decidió iniciar una política de apertura al capital extranjero en la actividad petrolera y la inserción de algunas fábricas en líneas elegidas; los contratos petroleros constituyeron el eje del conjunto de su administración. Los conflictos con los trabajadores y los estudiantes desataron un accionar represivo que debilitó al gobierno, que debió aceptar un plan de estabilización económica y de austeridad que incorporó a Álvaro Alsogaray al gobierno. El plan aumentó tanto la recesión como el desempleo y, también, recrudeció el enfrentamiento con los obreros peronistas, lo que condujo a desempolvar un viejo instrumento represivo: el plan CONINTES, a partir del cual fueron a prisión miles de militantes populares. Sin embargo, el desarrollo económico, la conflictividad social y la inestabilidad política no fueron enfrentadas desde un unificado frente interno, debido a Rodolfo Walsh, Operación masacre, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1985. Juan D. Perón y John W. Cooke, Correspondencia, Buenos Aires, Papiro, 1972. 26 Osiris Villegas, Guerra Revolucionaria Comunista, Buenos Aires, Biblioteca del Círculo Militar Argentino, 1959. 24 25
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que los militares, que estaban embarcados en la guerra contrarrevolucionaria26 desconfiaban del accionar del gobierno y lo presionaban permanentemente a través de una fórmula propia de la época: “el planteo”. Los treinta y dos “planteos” militares le quitaron autonomía al Presidente, pero politizaron la Fuerza y a causa de esto favorecieron su fraccionamiento. A pesar de estos acontecimientos, el gobierno se sometió a una prueba muy importante: el 18 de marzo de 1962 enfrentó electoralmente al peronismo, y resultó derrotado, en especial en la provincia de Buenos Aires. Un nuevo planteo condujo a Frondizi a decretar la intervención federal en las provincias en las que había triunfado el peronismo, pero esto tampoco fue suficiente. Los militares lo arrestaron y recluyeron en Martín García el 29 de marzo de 1962. Mientras los militares que habían arrestado a Frondizi deliberaban acerca del camino a seguir, el senador por Río Negro, José María Guido a cargo de la presidencia de la Cámara de Senadores (por la renuncia anterior del vicepresidente Alejandro Gómez) se presentó ante la Corte Suprema y juró como presidente de la Nación. El nuevo presidente gobernó con los hombres de la Argentina tradicional, este interregno estuvo marcado por la incertidumbre y un nuevo estatuto para los partidos políticos, en el que se volvía a proscribir al peronismo; asimismo se produjo el anuncio del cese de las actividades de la CGT. Pero la incertidumbre se acentuó aun más a partir del enfrentamiento entre las facciones del Ejército que la historia recogió como el enfrentamiento entre “azules” y “colorados”, en cuya primera escaramuza, con el triunfo de los azules, fue emitido el comunicado 150 (redactado por el periodista Mariano Grondona y el coronel Aguirre) en el que se declaraba prescindentes a las Fuerzas Armadas del ejercicio del gobierno, aunque éste podía leerse, claramente, como un programa para gobernar. El 2 de abril se desató el enfrentamiento definitivo en el que los azules, al mando del Ejército, terminaron con los colorados y con la Marina. Posteriormente se convocó a elecciones ampliando la proscripción del peronismo. El 7 de julio de 1963, con una enorme cantidad de votos en blanco, la fórmula radical encabezada por Arturo Illia, derrotó la candidatura del general Aramburu. El gobierno de Illia se desenvolvió en un marco legal, aunque con escasa legitimidad de origen, lo que limitaba sus posibilidades de acción. En el ámbito económico estableció una línea, que desde el presente, puede caracterizarse como nacionalista, en tanto fueron adoptdas medidas tales como la anulación de los contratos petroleros y la modificación accionaria, a favor del país, de la empresa de energía SEGBA, que se había creado durante el gobierno del general Aramburu. Esto le valió a Illia el desagrado de los inversionistas extranjeros, al que rápidamente se sumó la Unión Industrial Argentina que se oponía al intervencionismo
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estatal en la economía, particularmente en la fijación de los precios. Situación que se agravaría con el envío al Parlamento de la Ley de Medicamentos que los consideraba como “bienes sociales”. Sin embargo, éste era un gobierno demasiado solitario en el mundo de las relaciones políticas. Así, apenas normalizada la CGT, el gobierno se vio obligado a afrontar un Plan de Lucha que inició ésta y que llegó a ocupar más de 11.000 fábricas. El enfrentamiento con el gobierno creció desde el sector de los empresarios que exigían la sanción del estado de sitio contra el Plan de Lucha. Comenzaron en ese momento las acusaciones por la lentitud del gobierno, crítica que se estigmatizó con el uso de la imagen de la tortuga. La aparición de un pequeño grupo guerrillero en el norte argentino fue reprimido (detención, juzgamiento y cárcel) de acuerdo a la legalidad vigente, sin recurrir a prácticas de contrainsurgencia, a partir de lo que se reafirmaban las características más importantes del gobierno. Los dirigentes sindicales peronistas iniciaron el camino del despegue de Perón, particularmente el más destacado de ellos, el secretario general de la Unión Obrera Metalúrgica, Augusto Vandor. Aunque todos los indicadores de la economía señalaban una muy buena performance del gobierno, se había iniciado a través de los medios de comunicación una campaña con el fin de quitarle legitimidad. La alianza de los sectores militares azules, los dirigentes sindicales que respondían a Vandor y los empresarios formaron un solo bloque y el 28 de junio de 1966, las tres Fuerzas Armadas, con el acuerdo explícito de la Iglesia destituyeron al presidente Illia. El liderazgo recayó en el general Juan Carlos Onganía, quien fue designado presidente de la República. En marzo de 1967 fue designado ministro de Economía Adalberto Kriegger Vasena, quien anunció uno de los programas más coherentes, desde el pensamiento conservador, que conoció la Argentina en la crisis. Se atacó decididamente la inflación mediante la racionalización del Estado, la reducción del déficit y el congelamiento de los salarios;27 asimismo fueron suprimidos los subsidios a las industrias y a ciertas regiones marginales. En marzo de 1968, la división de los sectores sindicales, en el marco del Congreso Normalizador de la CGT, permitió que surgiera una nueva conducción liderada por el dirigente de los Gráficos: Raimundo Ongaro, quien bautizó a su organización como la CGT de los Argentinos y rápidamente comenzó a editar el periódico CGT.28 Esta organización y su periódico dieron unidad al sinnúmero
de protestas obreras, de los sectores medios productivos (por ejemplo en Mendoza y en el valle del río Negro) y, al mismo tiempo, las unificaron con los reclamos estudiantiles. El conjunto de este movimiento confluyó en las protestas sociales en Córdoba el 29 de mayo de 1969 y fue conocido como el “Cordobazo”. La explosión tuvo tal impacto que modificó por completo el escenario, renunció Kriegger y Onganía se quedó sin discurso. En el campo de los movimientos sociales, se mantuvo la agitación en el interior y aparecieron las organizaciones armadas de distinto signo político. Un año después, los “Montoneros” secuestraron y dieron muerte al general Aramburu. Allí concluyó el primer turno presidencial de la dictadura. En junio de 1970, la Junta de Comandantes designa al general Roberto Marcelo Levingston que se “salió de libreto” e intentó encontrar otro camino político, apelando a lo que él llamaba la “generación intermedia”, por fuera de los partidos políticos tradicionales y designó ministro de Economía al doctor Aldo Ferrer. En marzo de 1971, una nueva movilización popular derrocó al segundo presidente de la autodenominada Revolución Argentina. De este modo, la movilización popular caracterizada como el “segundo Cordobazo” (el “Viborazo”) puso fin al segundo turno presidencial de la dictadura militar. El 22 de marzo, la Junta reasume el poder y designa presidente al general Alejandro Agustín Lanusse que intentó encontrar una salida política negociada y para ello implementó un programa que se denominó “Gran Acuerdo Nacional”. Los objetivos fueron tres: el repudio a la subversión; el reconocimiento de la inserción de las Fuerzas Armadas en el futuro esquema institucional y, particularmente, el acuerdo sobre la candidatura presidencial. Al mismo tiempo que estas negociaciones avanzaban, también crecía en importancia el accionar de las organizaciones guerrilleras. Los presos políticos pertenecientes a estas organizaciones planearon la fuga de la cárcel de Trelew, que fracasó organizativamente; y la Marina, el 22 de agosto, ejecutó ilegalmente a dieciséis presos políticos alojados en la base Almirante Zar. Allí se agotó la credibilidad del gobierno y el proyecto del “Gran Acuerdo Nacional”. El 17 de noviembre de 1972, Perón retornó al país y acordó29 con los líderes políticos una salida electoral, transformándose así nuevamente en el gran elector de la vida argentina. El peronismo acordó su fórmula con sus tradicionales aliados y se presentó a las elecciones del 11 de marzo de 1973 con la candidatura de CámporaSolano Lima, que resultaron elegidos con el 49,5% de los votos.
José Luis Romero, op. cit., pp. 178-179. Semanario CGT de los Argentinos, fundado por Raimundo Ongaro y Ricardo De Luca, y dirigido por Rodolfo Walsh. Editado por Página/12 y la Universidad de Quilmes.
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Todas las fuerzas políticas convocadas por Perón se reunieron en el restaurante Nino de Vicente López, provincia de Buenos Aires en la llamada “Asamblea de la Unión Nacional”, a la que también asistieron representantes de la CGT y la CGE.
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El gobierno de Cámpora se encontró sometido a la tensión interna propia del movimiento peronista, que contaba con dos actores principales: la juventud y los sindicalistas. Esa tensión creciente, condujo por un lado a la movilización de los sectores populares, la firma del acuerdo entre los empresarios y los trabajadores, y la organización de comandos de extrema derecha para la represión por fuera de la ley en el Ministerio de Bienestar Social que estaba a cargo de José López Rega. Ese enfrentamiento tuvo su punto culminante durante la masiva concentración en Ezeiza para recibir el retorno definitivo de Perón a la Argentina. Los sectores de derecha organizaron diferentes emboscadas donde murieron militantes de la Juventud Peronista e impidieron que Perón hablara al pueblo. Allí se inició el camino que conduciría a la renuncia de Cámpora y al enfrentamiento de la Juventud con Perón. Es a partir de ese momento que comienza a actuar la Triple A, organización de extrema derecha preparada para la represión ilegal, y que luego del triunfo de Perón habría de provocar algunos resonantes atentados mortales como el del diputado Rodolfo Ortega Peña o el intelectual Silvio Frondizi. Después de la renuncia de Cámpora es prácticamente plebiscitada la fórmula Perón-Perón. Con Perón en el gobierno se producen una serie de atentados de las organizaciones armadas a los cuarteles (Comando Sanidad en Buenos Aires, Formosa, Azul, Monte Chingolo) que desataron una represión a cargo del conjunto de las Fuerzas Armadas. Muerto el general Perón, durante el gobierno de su viuda, María Estela Martínez de Perón, se agrava la crisis institucional y económica. En relación con esta última, el punto más elevado consistió en el severo plan de austeridad que decide implementar su ministro de Economía, Celestino Rodrigo, resistido por los trabajadores organizados que habían logrado un importante aumento de salarios, y a partir del cual se desató un proceso inflacionario de magnitudes desconocidas en la Argentina (el “Rodrigazo”). Desde allí comenzó a tomar forma definitiva el golpe de Estado, apoyado por la Iglesia, los sectores dominantes de la sociedad e importantes sectores políticos. Los hombres de las Fuerzas Armadas estaban muy influenciados por: “Los generales y coroneles franceses que no sólo enseñaron una técnica (la división del territorio en zonas y áreas), la tortura como método de obtención de inteligencia, el asesinato clandestino para no dejar huellas, la reeducación de algunos prisioneros para utilizarlos como agentes propios. También propagaron el sustento dogmático de esa forma de guerra que llamaban moderna y el ambiguo concepto de subversión, entendido como todo aquello que se opone al plan de Dios sobre la tierra”.30
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Los cuatro artículos que componen este capítulo son: “Las Fuerzas Armadas en misión imposible: un orden político sin Perón”, de María Matilde Ollier, se trata de un trabajo que describe el período a partir de dos ejes fundamentales: uno se organiza en torno a la presencia concreta de los hombres de las Fuerzas Armadas en el gobierno de la República –con o sin consenso popular–, no sólo para gobernarla sino también para derrotar el enemigo interno. El otro eje que atraviesa el período, según afirma la autora, se refiere el descreimiento de las potencialidades de la democracia y de la política en tanto procedimientos, cuya consecuencia más importante consistió en que las elites construyeron sus alianzas en un terreno sin ley. “La introducción de la Doctrina de la Seguridad Nacional en el Ejército Argentino”, de Ernesto López, estudia la influencia francesa, que, según las precisiones historiográficas, estuvo presente en la filiación de la Doctrina de la Seguridad Nacional; el autor se atreve a afirmar que dicha influencia ya se encontraba presente desde 1955 en el intento de “desperonizar” al Ejército. “La sociabilización básica de los oficiales del Ejército en el período 1955-1976”, de Luis Eduardo Tibiletti, intenta brindar una perspectiva acerca de la formación que los oficiales del Ejército recibieron en el Colegio Militar de la Nación especialmente en dos direcciones: la que se relaciona con el aspecto ideológico-político y la que ayuda o dificulta la relación entre el Ejército y la sociedad en democracia. “Ilegitimidad democrática y violencia”, de José Pablo Feinmann, en cuya exposición el autor se sostiene en la hipótesis de que entre 1955 y 1973 no existió la democracia en la Argentina. Existió la ilegalidad, el sofocamiento y la falta de libertad. De este modo, durante dicho período la Argentina no logró constituirse legalmente, debido a la insistencia en la marginación de la fuerza mayoritaria del país y del líder de esa fuerza; movimientos que potencian la consideración acerca de ese líder hasta transformarlo en un objeto maldito. Luego examina el tema de la contrainsurgencia y la escuela francesa; para concluir, en un interesante intercambio de preguntas, realizando algunas anotaciones sobre la violencia. ___________ El llamado Proceso de Reorganización Nacional asumió el poder con el objetivo expreso de restablecer el orden. Esto implicó, en los hechos, la más brutal represión del conjunto de las organizaciones populares. Restablecer el orden, para el gobierno de los militares, consistió en eliminar físicamente todas las barreras que el pueblo había construido en defensa de los intereses nacionales. La represión fue Horacio Verbitsky, “Una proeza periodística”, en Marie-Monique Robin, Escuadrones de la Muerte, Buenos Aires, Sudamericana, 2005, pp. 7-8. 30
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ejecutada sin ninguna legalidad; no hubo detenidos, jueces, ni procesos. Existió la prisión, la tortura y la muerte decidida por los propios represores. Se implementó un infernal círculo de secuestro-tortura-delación-ejecución clandestina o cooptación como fuerza propia en la más absoluta clandestinidad, que dio pie al surgimiento de lugares de concentración y campos de tortura como la ESMA, El Vesubio, La Perla, Campo de Mayo y muchos otros. Una vez que se hubo forzado el silencio, se puso de manifiesto el otro objetivo de la dictadura: la transformación de la estructura económica, según la visión neoliberal que encabezaba el ministro de Economía, don José Alfredo Martínez de Hoz. Dicho de manera muy esquemática, el sentido de la transformación residía en la posibilidad de pasar de una Argentina industrial, con todos sus problemas, a una Argentina dominada por el capital financiero. A mediados de 1977 se puso en marcha la reforma que consistió: “básicamente, en una rápida liberalización de las tasas de interés bancarias y en una gradual, pero firme, eliminación de las restricciones al movimiento de capitales con el exterior”,31 que se habría de completar en 1980. Detrás de este proceso se encontraba el objetivo de terminar con el subsidio de los empresarios ineficientes por parte de los ahorristas, vía la regulación estatal, para, así, desarrollar un auténtico mercado de capitales. A mediados de 1978, la Marina y su comandante, Eduardo E. Massera, comenzaron a presionar con lo que en el período se denominó el “cuarto hombre”. En el fondo consistía en terminar con la excepcionalidad y a partir de ello que el comandante del Ejército, fuera también el presidente. Esto se sorteó, luego de muchos cabildeos, con el retiro de Jorge Videla del Ejército, su designación como presidente y Roberto Viola como comandante del Ejército, este último era hombre de buen diálogo con sindicalistas y políticos. Luego del chauvinismo del Mundial de Fútbol y el conato de guerra con Chile por el Canal del Beagle, resultaron vanos los intentos de vestir de nacional y popular a la dictadura. A principios de 1979 apareció “la tablita”32 que se complementaba con la apertura gradual del comercio. Esto ocurría en el marco de una gran dispersión salarial desde un “piso” administrado por el Estado. Los grandes empresarios seguían oponiéndose a este manejo de la economía y pedían volver a las propuestas de 1976: recesión y ajuste del gasto público. Al persistir el proceso inflacionario, el Ministerio de Economía apresuró las rebajas arancelarias dejando sin protección a la industria argentina; a partir de lo cual se produjo su gran quiebre, aunque debido a que la pro-
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tección comenzó a darse en forma de tomar posiciones en moneda extranjera, se sucede una muy rápida subida de las tasas de interés, lo que habría de concluir en la crisis financiera y la caída de los bancos. El 24 de marzo de 1981, asumió como presidente el general Roberto Viola, que había pasado a retiro en su Fuerza de la que ya era comandante el general Leopoldo Fortunato Galtieri. La situación económica y financiera se encontraba en una crisis que se agudizaba casi a diario, y nada de lo que hizo el gobierno sirvió para calmar el mercado financiero. Las estampidas y corridas provocadas por el atesoramiento de la moneda extranjera resultaban imposibles de contener a través de la devaluación.33 En noviembre Viola pide licencia por enfermedad y ocupa provisoriamente la presidencia el general Liendo. Éste le encargó a Domingo Felipe Cavallo, que para entonces ocupaba una de las subsecretarías del Ministerio del Interior, un conjunto de normas de reactivación económica. El experimento fracasó, sin embargo, de este modo, Cavallo comenzó su camino en la historia que lo tendría como hombre fuerte de la economía del país y como protagonista en la nacionalización de la deuda externa, la convertibilidad y el “corralito”, causa principal, del estallido de 2001. Prohibido el campo de la política, por la dictadura, se hacía necesario politizar la vida cotidiana. En ella se ponía en juego la misma subsistencia del ciudadano y la esperanza de la destrucción del autoritarismo. El ejemplo más singular fue el de los organismos de derechos humanos, en particular, las Madres de Plaza de Mayo, cuya práctica hizo –en la Argentina contemporánea– de un problema moral, un problema social y político. Allí tomó cuerpo la lucha resistente que obligó a los dirigentes políticos, mayoritariamente nucleados en la Multipartidaria, y a los dirigentes sindicales a asumir activamente el camino de la oposición, que había permanecido silenciada hasta 1980.34 El 22 de diciembre de 1981 asumió la presidencia el comandante en jefe del Ejército: Leopoldo Fortunato Galtieri. Galtieri se identificaba con la posibilidad de volver a 1976. Es decir, clausurar cualquier atisbo de salida político-partidaria. A comienzos de 1982 resultaba claro que buscaba impulsar el desarrollo de un movimiento propio (Movimiento de Opinión Nacional) para enfrentar a la Multipartidaria. Galtieri había llegado al gobierno en el momento en el que el sistema capitalista, a nivel mundial, se estaba reorganizando, decretando el fin del flujo fácil En medio de estas crisis, Sigaut pronunció un apotegma que ha quedado entre los grandes bloopers de la historia argentina, “el que apuesta al dólar pierde”. 34 Oscar Moreno, “Apuntes para una nueva forma de hacer política”, en Oscar Oszlak (comp.), “Proceso, crisis y transición democrática/2”, Buenos Aires, CEAL, 1984, pp. 29-43. 33
Marcos Novaro y Vicente Palermo, La dictadura militar 1976-1983. Del golpe de Estado a la restauración democrática, Buenos Aires, Paidós, colección Historia argentina (tomo 9), 2003, p. 220. 32 Establecía por ocho meses la variación futura del tipo de cambio a tasas decrecientes. 31
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de capitales y ocasionando que los acreedores persiguieran el cobro de las deudas. Éstos presionaron, a través de los organismos multilaterales de crédito, para la sanción de las políticas de ajuste que les permitieran cobrar los intereses de su deuda. Mientras tanto, el movimiento obrero dividido impulsó una concentración el 30 de marzo en la Plaza de Mayo. El movimiento fue duramente reprimido y la mayoría de los dirigentes convocantes fueron encarcelados. En concreto, el gobierno de Galtieri se enfrentaba a la oposición de la Multipartidaria, de los dirigentes sindicales, de los sectores industriales, de los sectores financieros nacionales y particularmente de los organismos de derechos humanos. Su continuidad política parecía difícil; y en esta situación se encuentra el fundamento por el que el régimen se embarcó en la aventura militar para recuperar las islas Malvinas. El 2 de abril de 1982, las tropas argentinas desembarcaron en las islas Malvinas y las ocuparon militarmente. La respuesta de Gran Bretaña fue la menos esperada por el régimen, primero lo derrotó diplomáticamente en el marco de la Naciones Unidas e inmediatamente organizó una importante fuerza naval y la dirigió hacia el Atlántico Sur. Estados Unidos, que hasta el 2 de abril permanecía neutral ante la guerra, decide apoyar técnica y militarmente a su principal aliado de la OTAN. Ante este panorama la Junta en conjunto con su canciller Nicanor Costa Méndez decidieron “fugar hacia delante” y enfrentaron la guerra. Esta decisión contó con una importante adhesión popular. La relación de fuerzas pareció cada vez más desfavorable para los argentinos; finalmente en junio, luego de la rendición de las tropas argentinas, la guerra terminó con el triunfo de las fuerzas británicas. La Guerra de Malvinas fue el primer conflicto entre dos naciones del mundo occidental luego de la Segunda Guerra Mundial, protagonizado por una potencia mundial contra una nación latinoamericana que había pretendido disputarle uno de sus últimos enclaves coloniales. En cuanto al comportamiento de las tropas, es de destacar que los soldados, en muchos casos con muy poca instrucción, demostraron una notable abnegación, se cubrieron de gloria enfrentando a una de las mejores unidades del mundo. Sin embargo, no ocurrió lo mismo en el ámbito de la oficialidad, donde si bien hubo una participación valerosa de numerosos jóvenes oficiales, también existieron muchos otros que se inclinaban en mayor medida a impartir sanciones a la tropa propia que ejemplos para sus subordinados. La consecuencia de la derrota militar fue la renuncia de Galtieri y el desprecio popular que ahora exigía la retirada de los militares. El general Reinaldo Bignone se puso al frente del gobierno, sin el consentimiento de la Marina y la Aeronáutica, para conducir la transición. La de 1982-1983 no fue una transición arrancada por luchas y movilizaciones populares contra la
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dictadura, como había sido la de 1973, se trataba esencialmente del resultado de la crisis interna del régimen. Fue una implosión del régimen militar que se había iniciado en 1976 y que concluyó en Malvinas. Ante la transición surgieron dos posiciones, por un lado, la de los viejos caudillos que no comprendieron que la relación entre lo civil y lo militar se había modificado a partir de Malvinas y por lo tanto esperaban negociar una salida electoral; y por el otro lado, la de una parte de la Democracia Cristiana, del Partido Intransigente, cuyo liderazgo absoluto asumió Alfonsín, posición que comprendía que la relación se había fracturado y que en el centro de la escena se encontraba la cuestión de los derechos humanos. Por lo tanto había que pelear y no negociar. Bignone, un hábil negociador, fijó rápidamente la fecha de elecciones y con eso apaciguó el frente interno. Al mismo tiempo que los partidos se preparaban para las elecciones (selección de candidatos, estrategias, etc.) el gobierno intentó salvar la grave situación económica. El primer tema a resolver consistía en el de la deuda privada externa, ya que los organismos bilaterales de crédito exigían a los países más que a los deudores. En primer lugar se procuró una reactivación inmediata vía la fijación de tasas de interés; las tasas comenzaron siendo negativas en alrededor del 20% mensual y aunque luego se moderaron, permanecieron siempre por debajo de la inflación hasta 1983. Éste fue el mecanismo para “licuar” rápidamente el endeudamiento de los particulares y las empresas, pero con una particularidad que no tuvo equivalencias en el tratamiento de las acreencias contra el Estado en manos de los grupos económicos. El endeudamiento externo se resolvió de manera aun más drástica a través de un seguro de cambio, que no se actualizaba al ritmo de la devaluación, con lo que las empresas descargaron en el Estado sus pasivos.35 Se había cumplido con los organismos internacionales y a través de ellos con el sistema financiero internacional. A partir de allí, las cifras del pago de la deuda externa constituyeron una “pesada carga” para todos los gobiernos hasta el presente. En lo inmediato el pago de los intereses de esa deuda subió del 8% del PBI al 40% de los ingresos públicos. Con un correlativo aumento del déficit público. Desde aquí y hasta fines de los años ochenta “la patria financiera” habría de configurarse como el enemigo de los políticos. La campaña electoral seguía su rumbo. Alfonsín, siendo aún precandidato, hizo pública una denuncia que haría carrera política: “el pacto militar-sindical” que con espíritu corporativo se transformaba en el obstáculo a vencer para llegar a un sistema democrático. Desde allí, los radicales reforzarían la idea de que era necesario democratizar la vida de los sindicatos.
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M. Novaro y V. Palermo, op. cit., p. 527.
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Alfonsín, ya como candidato y luego de haber derrotado masivamente a los viejos balbinistas representados por Fernando de la Rúa, puso en el centro de la escena la cuestión de los derechos humanos y con ese fin le dio identidad a una fórmula para considerarlos, distinguiendo en el marco de la dictadura entre quienes habían impartido las órdenes y quienes las habían cumplido;36 pensando quizás, en reducir los juicios por las violaciones de éstos sólo a los altos mandos. Por su parte, en el peronismo ninguno de los precandidatos (Robledo, Saadi, Menem) tuvo la fuerza suficiente para imponerse sobre los otros. Con lo que el gran elector fue el movimiento sindical y, en particular, Lorenzo Miguel, el secretario general de Metalúrgicos, que en el Congreso Partidario ungió la fórmula Luder-Bittel; y apoyando luego la candidatura de Herminio Iglesias para gobernador de la provincia de Buenos Aires. El 30 de octubre el doctor Raúl R. Alfonsín fue elegido presidente contando con el 52% de los votos. Los cuatro artículos que componen este capítulo son: “El nuevo funcionamiento de la economía a partir de la dictadura militar (1976-1982)”, de Eduardo Basualdo, trabajo que tiene como propósito realizar un somero análisis de la vinculación que mantienen la política económica y algunas de las transformaciones estructurales más relevantes que se desplegaron en el período. Como allí se advierte, no se trata de hacer un recuento detallado de ambos aspectos de la relación, sino de analizar el modo en el que sus contenidos más generales se vincularon con el patrón de acumulación de capital que rigió hasta el año 2001. “El Proceso, último eslabón de un sistema de poder antidemocrático en la Argentina del siglo XX”, de Fabián Bosoer, propone una descripción de la incidencia que tuvieron las relaciones cívico-militares en el interior de la elite del poder y en la política exterior argentina. Asimismo pretende plantear la relevancia que tuvo un determinado sistema de creencias fraguado en la socialización cívico-militar y su influencia en el modo de hacer política de la dirigencia. “Fuerzas Armadas y organismos de derechos humanos, una relación impuesta”, de Horacio Verbitsky, en cuya primera parte de la presentación se ocupa de la relación entre los organismos de derechos humanos y las Fuerzas Armadas, que fuera impuesta por el secuestro, por parte del personal militar, de miles de jóvenes que reaparecieron con vida. La segunda parte está destinada a explicar el surgimiento del Partido Militar a partir de la incapacidad de los sectores económicos y sociales dominantes argentinos de transformar su hege-
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La llamada “doctrina de los tres niveles de responsabilidad”.
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monía y su prestigio social en poder político por medios democráticos. “La Guerra de Malvinas”, de Martín Balza, se trata de un trabajo en el que el autor efectúa un desarrollo del conjunto de los aspectos que rodearon a la guerra, partiendo de una afirmación que aquí se repite: “Las Malvinas son incuestionablemente argentinas desde el punto de vista histórico, geográfico y jurídico, la forma de recuperarlas es el diálogo entre las dos partes. La guerra no es una obra de Dios”.
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CAPÍTULO I 1810-1860 La Independencia y la organización nacional
CAPÍTULO I 49 1810-1860 L A I NDEPENDENCIA
Y LA ORGANIZACIÓN NACIONAL
Revolución y Nación en el Río de la Plata (1810-1860) FABIO WASSERMAN I NSTITUTO R AVIGNANI UBA / CONICET
La Revolución de Mayo como mito de orígenes de la Nación Argentina Uno de los pocos motivos de consenso que persisten en una sociedad tan dividida como la argentina es la consideración de la Revolución de Mayo como un hecho fundacional de la nación. Se trata en ese sentido de una suerte de mito de orígenes en el que para muchos estaría cifrado el sentido de toda nuestra historia nacional. De ese modo resulta inevitable que las miradas dirigidas hacia el proceso revolucionario se encuentren condicionadas por las diversas concepciones acerca de la nación argentina que se fueron forjando a lo largo de su breve historia. El tramo más reconocible y significativo de esta historia de las representaciones sobre la nación argentina es el que se inicia entre fines del siglo XIX y principios del XX. Recordemos que en esas pocas décadas cobró forma lo que algunos autores dieron en llamar la “Argentina moderna” que surgió como resultado de la conjugación de diversos procesos como la consolidación del Estado nacional, el desarrollo de una economía capitalista plenamente integrada al mercado mundial y la inmigración masiva a partir de la cual se forjó una nueva sociedad. Fue precisamente durante esos vertiginosos años cuando comenzó a cobrar mayor predicamento la idea esbozada en la obra historiográfica de Bartolomé Mitre según la cual la Revolución de Mayo debía considerarse como el momento de alumbramiento o toma de conciencia de la nacionalidad argentina que, al igual que su territorio y su destino de grandeza, habrían comenzado a delinearse durante el período colonial.1 Así, y a diferencia por ejemplo de Alberdi o de Esta interpretación, si bien fue esbozada en algunos textos anteriores, recién aparece desplegada en la tercera edición de su Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina publicada en 1876-1877. Al respecto puede consultarse Fabio Wasserman, Entre Clio y la Polis. Conocimiento histórico y representaciones del pasado en el Río de la Plata (1830-1860), Buenos Aires, Teseo, 2008, cap. XII. 1
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Sarmiento para quienes la nación argentina constituía un proyecto cuya orientación sólo podía provenir del futuro, Mitre sostenía que su rumbo ya había sido configurado en ese pasado, razón por la cual se hacía necesario elaborar un relato histórico que fuera capaz de desentrañarlo. Esta forma de pensar a la nación argentina a través del prisma ideado por el historicismo romántico tuvo y aún tiene una gran importancia. Pero no sólo por su capacidad para dotar de una identidad nacional a las poblaciones heterogéneas, sino también porque dicha perspectiva permitió legitimar al Estado nacional argentino que entonces se encontraba en vías de consolidación. Cabe destacar que esta legitimidad proviene del principio de las nacionalidades que, surgido en Europa durante la década de 1830, se caracteriza por aunar una idea étnica o cultural y una política de nación. Este principio se basa en la suposición de que existen pueblos reconocibles por poseer determinados rasgos distintivos y un territorio que le están predestinados o que les corresponde por razones históricas. Cada uno de estos pueblos constituiría así una nacionalidad que, como tal, tiene derecho a erigir un Estado nacional soberano para que la represente políticamente. Desde este punto de vista que rigió y aún suele regir nuestra comprensión del presente y del pasado, la Revolución de Mayo sólo podía ser una expresión de la nacionalidad argentina que procuraba emanciparse del dominio colonial para poder constituirse en una nación soberana. En verdad, esta interpretación terminó de consagrarse alrededor de 1910 en el marco de las discusiones acerca de la nación y la identidad nacional que se suscitaron durante los festejos por el Centenario. Su éxito se puede apreciar en su rápida difusión y en su perduración que la convirtieron en una suerte de sentido común de la sociedad argentina, pero también en su capacidad para admitir los más variados contenidos y orientaciones sin que mayormente se pusiera en cuestión su asociación con el origen de la nación. Aunque por ese mismo motivo ya no podía haber consenso en la caracterización de la Revolución y en la de sus protagonistas, temas en torno a los cuales se entablaron a lo largo del siglo XX numerosas polémicas históricas que eran también políticas e ideológicas pues estaban teñidas por las diferentes ideas acerca de la nación que tenía cada sector o autor. De ahí que estas disputas tendieran a organizarse en torno a polos antagónicos que obligaban a tomar partido por uno u otro: Saavedra o Moreno; Buenos Aires o el interior; movimiento popular o elitista; origen civil o militar; influencia del pensamiento ilustrado francés o de la neoescolástica española. Ahora bien, desde hace algunos años los historiadores comenzaron a plantear que la nación es una construcción reciente y no un sujeto que atraviesa toda la historia, la expresión de una esencia atemporal o una entidad predestinada a
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constituirse como tal. Este cambio de perspectiva coincidió con la necesidad de revisar la idea transmitida durante generaciones según la cual la Revolución de Mayo había sido la expresión de la nacionalidad argentina oprimida o de algún agente histórico capaz de representarla (ya sea la elite criolla, la burguesía portuaria, el pueblo, un sistema de ideas o valores, etc.). Es que esa nacionalidad no sólo era entonces inexistente sino que, así planteada, también era inconcebible. De ese modo, como veremos a continuación, también se puso en cuestión la relación de causalidad entre nación y revolución, procurándose dar además otro tipo de explicaciones sobre las causas de esta última y de los conflictos que le siguieron. La Revolución en el marco de la crisis de la monarquía Este cambio de enfoque preside buena parte de los estudios recientes sobre el proceso revolucionario. En efecto, la trama que le dio origen tiende a explicarse en el marco de una progresiva crisis económica y política que estaba jaqueando a la monarquía española, la cual se fue potenciando por su poca afortunada participación en los conflictos entre Francia e Inglaterra a comienzos del siglo XIX. Esta creciente debilidad se hizo evidente en el Río de la Plata cuando las autoridades coloniales se mostraron impotentes para defender sus dominios durante las invasiones inglesas de 1806-1807. Sin embargo, es bueno advertirlo, eran muy pocos los que entonces pusieron en duda la legitimidad del dominio español o, al menos, la pertenencia de América a la Corona. Esta crisis, que se había ido agudizando en forma acelerada a partir de 1805 con la derrota de la Armada Española en Trafalgar, se hizo irreversible a partir de 1808 como consecuencia de la acefalía provocada por las Abdicaciones de Bayona que, promovidas por Napoleón Bonaparte, derivaron en el desplazamiento del trono de los Borbones y en la coronación de su hermano José. Este cambio de dinastía, si bien fue aceptado por algunas autoridades, concitó un fuerte rechazo a ambos lados del Atlántico. En España se produjeron levantamientos populares como reacción a la presencia de las tropas francesas, mientras que el estado de acefalía tuvo como consecuencia que en los reinos y provincias de la península se erigieran Juntas de gobierno basadas en la doctrina de la retroversión de la soberanía a los pueblos. Aunque con dificultad, estas Juntas lograron ponerse de acuerdo y crearon una Junta Central que se puso al frente del gobierno. En América también se crearon algunas Juntas con diversa suerte (México y Montevideo en 1808; Chuquisaca y La Paz en 1809), pero en general se mantuvieron las estructuras de gobierno colonial, se juró lealtad a Fernando VII que permanecía cautivo y se reconoció a la Junta Central como órgano legí-
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timo de gobierno que, además, había hecho una convocatoria a las Cortes en la que los pueblos americanos tendrían una representación minoritaria. Este estado de cosas se modificó en 1810 cuando comenzaron a llegar a América las noticias sobre el arrollador avance de Napoleón en España, la disolución de la Junta Central y la creación en su reemplazo de un Consejo de Regencia. En varias ciudades americanas se desconoció el Consejo y se proclamó que, ante la ausencia de toda autoridad legítima, la soberanía debía ser reasumida por los pueblos, promoviéndose en consecuencia la creación de Juntas para que gobernaran en nombre de Fernando VII, tal como sucedió en Buenos Aires durante la Semana de Mayo que culminó con la elección de la que pasó a la historia con el nombre de Primera Junta. De ahí en más, y ante el desconocimiento mutuo de las Juntas y de las autoridades virreinales que mantuvieron su fidelidad a los gobiernos metropolitanos, la crisis de la monarquía devino en una compleja y extensa guerra civil durante la cual se fueron erigiendo nuevas unidades políticas que no respetaban necesariamente la traza de las divisiones administrativas coloniales. La soberanía de los pueblos y la creación de una nueva nación Los protagonistas de este proceso en el territorio rioplatense no fueron la nación o la nacionalidad argentina, sino los pueblos que se consideraban soberanos o depositarios de la soberanía ante la ausencia del monarca legítimo. Cabe señalar en ese sentido que en la tradición hispánica se reconocía como “pueblos” a las comunidades políticas que tenían un gobierno propio y una relación de sujeción con el monarca como podían ser las ciudades, provincias o reinos. En el virreinato rioplatense estos pueblos eran las ciudades pero entendidas no tanto como un asentamiento humano o un ejido urbano, sino más bien como un cuerpo político con autoridad propia que en este caso eran los Cabildos. Ahora bien, que los pueblos se consideraran como sujetos soberanos no implicaba en modo alguno que no existiera un concepto político de nación o que éste careciera de importancia. De hecho, los criollos nacidos en el virreinato rioplatense, al igual que el resto de los americanos, se consideraban miembros de una nación: la nación española que estaba integrada por la totalidad de los reinos, provincias y pueblos que le debían obediencia a la Corona. Sin embargo, el enfrentamiento entre los gobiernos americanos y los representantes de las autoridades españolas en América, derivó rápidamente en una lucha contra la metrópoli durante la cual comenzó a invocarse el derecho a constituir nuevas naciones. Este deslizamiento fue posible porque el concepto político de nación tenía entonces otro sentido que el actual, pues hacía referencia a las poblaciones
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regidas por un mismo gobierno o unas mismas leyes sin que esto implicara necesariamente ninguna forma de homogeneidad étnica o de identidad cultural, religiosa, lingüística o histórica. Dicho de otro modo: la nación como cuerpo político no dependía ni se fundamentaba en la existencia de una población con rasgos en común ni en la posesión de un territorio delimitado de antemano tal como lo sostiene el principio de las nacionalidades. Además, y en el marco de los procesos revolucionarios que estaban sacudiendo al mundo desde fines del siglo XVIII, se había ido difundiendo la idea de que la nación era una asociación que debía constituirse por la voluntad de sus miembros que eran los verdaderos soberanos y no los monarcas. Y era en virtud de esta concepción que los pueblos rioplatenses podían dejar de pertenecer a la nación española de la que se consideraban colonias, para pasar a constituir una nueva nación o, tal como ocurriría en el caso del virreinato rioplatense, cuatro naciones: Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia. Esto permite entender por qué numerosos historiadores prefieren referirse al Río de la Plata y no a la Argentina durante la primera mitad del siglo XIX, procurando así evitar el anacronismo que implica considerar a esa nación como una entidad preexistente a la Revolución o que heredó sin solución de continuidad el virreinato. De hecho si hay un rasgo que caracteriza al período posrevolucionario es la indeterminación con respecto a qué pueblos debían organizarse políticamente como nación, cuestión que no se resolvió hasta la segunda mitad de ese siglo. Pero no sólo no era claro qué pueblos se iban a asociar entre sí para constituirse como naciones, sino que también estaba en discusión de qué modo lo harían. En ese sentido es posible distinguir dos tendencias aunque las propuestas concretas solían combinar elementos de una y otra: la de quienes promovían la creación de una nación indivisible de carácter abstracto y compuesta por individuos, y la de quienes consideraban que debía conformarse a partir de un acuerdo entre los pueblos soberanos. Ambas concepciones animaron respectivamente las propuestas unitaria y confederal, aunque debe tenerse presente que no eran formulaciones puras pues, por ejemplo, los unitarios también consideraban que la retroversión de la soberanía había sido a los pueblos, pero que éstos habían decidido constituirse como una nación en 1810 o en 1816. La nación no era entonces un sujeto ya constituido, sino que más bien podría considerarse como un horizonte al que se aspiraba a llegar a través de la sanción de una Constitución que debía dar cierre al proceso revolucionario a partir de institucionalizar la libertad y la independencia proclamadas entre 1810 y 1816. Pero en torno a ese punto de llegada había agudas diferencias ideológicas y de intereses que dieron lugar a una extensa disputa en la que se puso en juego
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no sólo su delimitación espacial (qué pueblos y territorios debían integrar dicha Constitución), sino también social (qué sectores la componían, cuáles estaban excluidos, cómo se concebían las relaciones sociales) y política (qué derechos y obligaciones tenían sus miembros, cómo se los concebía y se los representaba). Como veremos a continuación, buena parte de los conflictos que desgarraron a los pueblos del Plata durante la primera mitad del siglo XIX y que nosotros reconocemos en nuestra historia nacional como guerras civiles o conflictos entre unitarios y federales, estuvieron vinculados de un modo u otro con esta disputa. De la Revolución a la Confederación: los poderes políticos entre 1810 y 1830 Durante la década revolucionaria algunos sectores procuraron centralizar el poder, entre otras razones, para poder desarrollar con éxito la Guerra de Independencia. Dicho propósito entró en contradicción con las pretensiones soberanas de los pueblos que a veces podían expresar tendencias confederales como el artiguismo. Sin embargo, en otras ocasiones sólo se trataba de la búsqueda de una mayor autonomía que, incluso, podía darse a través de una relación más estrecha con el gobierno central. Éste es el caso, por ejemplo, de las ciudades subalternas que procuraban librarse de su sujeción a las ciudades capitales como Jujuy en relación con Salta, o Mendoza en relación con Córdoba. El fracaso de la Constitución centralista de 1819 y la derrota y disolución en 1820 del poder central encarnado en el Directorio, marcaron el fin de esta etapa en la que se hizo evidente la dificultad para erigir un orden político que desconociera la soberanía de los pueblos. Sin embargo, la situación se había modificado pues las ciudades ya no conformaban esos sujetos soberanos sino que a partir de ese momento, éstos fueron constituidos por las provincias. Cabe advertir que estas provincias eran entidades por entero novedosas que surgieron de un doble proceso: por un lado, la desintegración de las antiguas provincias-intendencias y, por el otro, la incorporación de las campañas a la representación política que hasta entonces se había circunscrito a las ciudades. Si la desintegración de las intendencias se debió a que se trataban de estructuras administrativas que no lograban expresar verdaderas unidades políticas, sociales y económicas, la incorporación del mundo rural a la representación política fue consecuencia de la importancia que este espacio había ido adquiriendo en el marco de los procesos de movilización social desatados por las guerras de independencia y las civiles. Ahora bien, este proceso de “provincialización” no puede comprenderse solamente a la luz del accionar de los caudillos que erigieron su poder apelando a la coerción, el carisma o el clientelismo, sino que se produjo en un marco de insti-
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tucionalización del poder político que en muchos casos había antecedido el ascenso de estas figuras a los primeros planos de la vida pública. Este proceso de institucionalización se fue afianzando en la década de 1820 cuando las provincias establecieron sistemas republicanos representativos y procuraron constituirse en Estados al asumir atribuciones soberanas que eran reconocidas en los pactos que celebraban entre sí. Ahora bien, esto no implicó en modo alguno que desapareciera del horizonte la posibilidad de constituir una nación, aunque su alcance no era un objetivo predeterminado sino un motivo de constantes debates y disputas. Estos conflictos tenían como protagonistas a las provincias, razón por la cual los proyectos de organización nacional no podían soslayar el reconocimiento de su carácter soberano, tal como quedó expresado en la Ley Fundamental dictada por un Congreso Nacional a principios de 1825. Para entender mejor esta cuestión, y las concepciones acerca de la nación que expresaban los hombres de esa época, resulta útil repasar algunos de los numerosos debates suscitados durante los tres años que duró el Congreso. Entre ellos me detendré brevemente en el que se entabló en mayo de 1825 con motivo de la creación de un Ejército Nacional ante la inminente guerra con el Imperio de Brasil por la Banda Oriental que había sido incorporada a la misma como Provincia Cisplatina. El debate comenzó en la sesión número treinta y uno del 3 de mayo, cuando la comisión que había examinado el proyecto presentó una propuesta que acordaba con la formación de un ejército de poco más de seis mil soldados. Entre otras modificaciones incorporadas por la comisión como por ejemplo la de fijar un límite de cuatro años para los enganchados, se sugería que los oficiales superiores fueran elegidos por el Ejecutivo Nacional para asegurar la unidad y la dependencia de la autoridad central, pero que los que tuvieran un rango igual o menor al de Teniente Coronel debían serlo por las provincias pues en caso contrario éstas difícilmente aceptarían aportar contingentes. Más allá de la tensión entre los poderes locales y el poder central en construcción que procuraba ser subsanada mediante este tipo de transacciones, durante el tratamiento de la ley también se puso en discusión la propia existencia de la nación. Al presentar el proyecto, el clérigo porteño Julián Segundo de Agüero planteó retóricamente que no podía existir una nación sin un Ejército Nacional. Esto fue rebatido por otro clérigo, el salteño Juan Ignacio Gorriti, quien se permitió invertir su planteo al señalar que lo que no puede existir es un Ejército Nacional sin una nación. Es que si bien Gorriti compartía con Agüero la aspiración de crear un Estado unitario, entendía que hasta que no se diera ese paso no podría hablarse con propiedad de la existencia de una nación:
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¿Cuándo se ha formado la nación señores? ¿Cuándo se constituyó? ¿Cuándo se aceptó la constitución? ¿Cuándo se puso en práctica? Sin estos antecedentes la nación no existe, porque es suponer existente un ser antes de los atributos constitutivos; es suponer existente una asociación antes de 2 estar aseguradas las condiciones en que se ha de fundar.
Esto tuvo como consecuencia el recrudecimiento de las luchas políticas y militares entre las facciones conocidas desde entonces como unitarios y federales de las que salieron triunfantes estos últimos a comienzos de la década de 1830.
Para que existiera una nación, argüía Gorriti, los representantes de las provincias debían sancionar una constitución, vale decir, formar un pacto acordando en forma voluntaria y explícita las reglas que regirían sus relaciones. Es por ello que a pesar de la inminencia de la guerra estimaba que la creación de un Ejército Nacional era inconducente pues primero debía constituirse la nación. En ese sentido le parecía un error formar un ejército pues si las provincias no se constituían no se sabría a qué nación pertenecería y, por lo tanto, de dónde saldrían sus fondos, a quién habría de obedecer, etc. Esta intervención generó una polémica que se prolongó en la sesión siguiente y en la cual intervinieron varios diputados señalando que la nación existía aunque no estuviera del todo constituida. Como prueba citaban el Acta de la Independencia, se referían al propio Congreso, a la voluntad de los pueblos y de los ciudadanos, o a los acuerdos firmados con otras naciones. Algunos alegaban que se había constituido en 1810 y otros en 1816. En lo que aquí interesa, y más allá de estas diferencias, todos acordaban en el origen pactado de la nación como cuerpo político, mientras que en ningún caso se concebía que pudiera tratarse de una entidad preexistente a la propia Revolución. El Congreso siguió avanzando en esa misma línea y al año siguiente decidió crear el Poder Ejecutivo Nacional que encomendó a Bernardino Rivadavia, a la vez que dictó una Constitución unitaria cuya aprobación puso a consideración de las provincias. Fue entonces cuando se advirtieron los límites de esta presunción sobre la existencia de una voluntad nacional ya constituida, pues éstas y otras resoluciones similares provocaron un fuerte rechazo por parte de numerosas dirigencias provinciales. Pero no sólo en el interior: los sectores dominantes de Buenos Aires impugnaron la nacionalización de su aduana y su puerto y la división de la provincia para erigir a la ciudad como capital de la nación. De ese modo, y en el marco de una aguda crisis potenciada por la torpe negociación llevada a cabo con el Brasil, se produjo la disolución de las autoridades nacionales.
Este desenlace afianzó aun más a las soberanías provinciales como ámbito de institucionalización del poder, sin que esto implicara en modo alguno su aislamiento. Por un lado, porque las elites locales siguieron manteniendo fuertes vínculos entre sí. Por el otro, porque la mayor parte de las provincias tenían serias dificultades políticas y económicas para poder sostener una autonomía plena. Esta tensión entre el mantenimiento del status soberano y la necesidad de crear una instancia mayor que las contuviera se expresó en la organización de una Confederación. Este nuevo orden tuvo como base el Pacto Federal firmado por los gobiernos litorales en 1831, al que durante los años siguientes se fueron adhiriendo las otras provincias, ya sea por convicción, interés o imposición, pues la Confederación fue progresivamente hegemonizada por Buenos Aires y por la facción federal rosista. Si bien durante esos años no desapareció del horizonte la posibilidad de erigir una soberanía nacional, existía consenso en el reconocimiento de las soberanías provinciales y en el hecho de que un acuerdo entre ellas constituía el punto de partida ineludible a la hora de elaborar cualquier proyecto de organización, incluso en el caso de aquellos que quisieran apelar al entonces novedoso principio de las nacionalidades como los jóvenes románticos de la Generación del 37. De ese modo, y si se deja de lado el Estado unitario que para ese entonces era considerado de forma casi unánime como inviable, este reconocimiento podía implicar diversas alternativas: a) mantener el status soberano en forma indefinida y, en caso de que fuera necesario, celebrar pactos o acuerdos específicos, ya fueran bilaterales o multilaterales (solución adoptada durante gran parte de la década de 1820); b) unirse mediante un pacto en una Confederación que reuniera a algunas o todas, delegando atribuciones soberanas como las Relaciones Exteriores en un Ejecutivo Provincial (solución adoptada en las décadas de 1830 y 1840); c) realizar esa unión con Estados que no pertenecían a la Confederación como el Uruguay, el Paraguay o Bolivia (alternativas esbozadas en numerosas ocasiones); d) constituir un Estado federal que reconociera a la vez la soberanía de las provincias y la soberanía nacional con preeminencia de esta última (solución que se terminaría imponiendo jurídicamente tras la sanción de la Constitución de 1853 y políticamente tras la derrota de Buenos Aires en 1880 que permitió la definitiva consolidación del Estado nacional).
Emilio Ravignani (ed.), Asambleas Constituyentes Argentinas, tomo I, Buenos Aires, Peuser, 1937, p. 1.313. En ésta y en todas las citas se modernizó la ortografía. 2
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Lo notable es que estas opciones no fueron patrimonio de ningún sector, pues era habitual que más allá de su pertenencia facciosa, ideológica o regional, los políticos y publicistas esgrimieran diversas posiciones según cuáles fueran las circunstancias en las que estuvieran actuando. Es por ello que en muchas ocasiones las calificaciones de unitario o federal, si bien no son arbitrarias, dificultan la comprensión de los conflictos y de los intereses en juego. Consideremos a modo de ejemplo los cambios de posición entre Buenos Aires y algunas provincias como Corrientes, cuyos voceros se alternaban en argüir la primacía de la Nación sobre cualquier poder provincial a fin de poder defender mejor sus intereses. Esa necesidad permitió, por ejemplo, que a principios de la década de 1830 el líder correntino Pedro Ferré fuera el primero en enunciar en la región un programa de organización nacional que en cierto modo estaba emparentado con el principio de las nacionalidades aunque no le diera ese nombre, cuando se trataba también de uno de los mayores adalides de la defensa de las soberanías provinciales.3 En su reverso, la dirigencia porteña podía argüir, como lo hizo entonces a través del publicista Pedro de Angelis, que La soberanía de las provincias es absoluta, y no tiene más límites que los que quieren prescribirle sus mismos habitantes. Así es que el primer paso para reunirse en cuerpo nacional debe ser tan libre y espontáneo como lo sería para Francia el adherirse a la alianza de Inglaterra.4 Y, sin embargo, pocos años después ese mismo gobierno y sus publicistas podían negarle no sólo a las provincias sino también al Paraguay toda pretensión soberana al alegar que formaban parte de la Confederación Argentina. Esta inconstancia, si bien resulta fácil de comprender cuando se atiende a las circunstancias políticas, no puede considerarse como una mera actitud cínica. En tal sentido resultan reveladoras algunas posiciones esgrimidas por el político y publicista unitario Florencio Varela en su exilio montevideano desde las páginas de El Comercio del Plata, donde llegó a defender o a tolerar alternativas muy disímiles en relación a lo que hacía a la organización que debían tener las provincias rioplatenses. Así, y ante la posibilidad planteada en 1846 de que se formara un nuevo Estado que agrupara a Corrientes y Entre Ríos –y, potencialmente al
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Uruguay y el Paraguay–, sostuvo que aunque esa resolución no lo satisfacía ya que consideraba más conveniente luchar por el libre comercio y la libre navegación en el seno de la comunidad argentina, no podía hacerle objeciones de principio ya que las provincias eran soberanas y podían hacer ese tipo de pactos si les 5 convenía. Pocos meses más tarde retomó este razonamiento pactista, aunque modificó su contenido al sostener que las provincias “forman una asociación que ha pactado constituirse en nación independiente pero que todavía no se ha constituido”.6 Casi un año más tarde profundizaba aun más esta idea de nación al señalar que “en nada pensamos menos que en dividir las provincias, en desmembrar la nacionalidad argentina, representación en América de tantas glorias militares, civiles y administrativas”.7 Estas oscilaciones deben entenderse no sólo como expresión de una modalidad que hacía del pacto entre entidades soberanas el fundamento de la constitución de los poderes políticos, sino también a la luz del enfrentamiento con el régimen rosista, objetivo que para sus opositores opacaba toda otra consideración. De ese modo las posturas en relación a la posible organización de las provincias podían ir modificándose al compás de las alianzas que se sucedían en el afán por derrotar a Rosas. Pero no es eso lo que aquí interesa sino su consideración como propuestas válidas, capaces de ser enunciadas, argumentadas y defendidas públicamente, ya que formaban parte del horizonte de posibilidades en lo que se refería al ordenamiento político, territorial e institucional de la región. El Estado federal y el Estado de Buenos Aires: 1852-1862 La derrota del régimen rosista a comienzos de 1852 sentó nuevas condiciones para la organización de los pueblos del Plata. En ese marco la cuestión nacional se ubicó en el centro del debate público pues si bien siguieron teniendo una gran importancia los sentimientos e intereses locales, se hizo cada vez más patente la necesidad de constituir un orden político e institucional capaz de contener a todas las provincias. Las discusiones se centraron por tanto en la forma en la que debía constituirse la nación y en su relación con los poderes locales. Pero contra lo esperado y deseado por muchos que preferían culpar a Rosas por no haber permitido un avance en la organización nacional, ese desenComercio del Plata, Nº 207, Montevideo, 20 de junio de 1846. Comercio del Plata, Nº 361, Montevideo, 23 de diciembre de 1846. El destacado pertenece al original. 7 Comercio del Plata, Nº 592, Montevideo, 8 de octubre de 1847. 5
Un análisis del programa de Ferré en José Carlos Chiaramonte, Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la Nación Argentina (1800-1846), Buenos Aires, Ariel Historia, 1997, pp. 231-246. 4 El Lucero, Nº 843, Buenos Aires, 17 de agosto de 1832. 3
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lace no fue inmediato. En efecto, el triunfo en febrero de 1852 de las fuerzas dirigidas por el entrerriano Justo José de Urquiza en la batalla de Caseros dio lugar pocas semanas más tarde a un acuerdo entre las dirigencias provinciales que se agruparon bajo su liderazgo y dieron forma a un Estado federal que se institucionalizó en 1853 con la sanción de una Constitución y la creación de autoridades nacionales. Esta resolución fue resistida por la dirigencia de Buenos Aires que no quería resignar el control de la Aduana y el Puerto. Más aun, la provincia no sólo logró mantener su soberanía y su autonomía, sino que también se dictó una Constitución en 1854. Las relaciones entre ambos Estados fueron tensas, con momentos de acercamiento y otros de enfrentamiento como la batalla de Cepeda, en 1859, en la que triunfaron las armas nacionales. Este resultado motivó que al año siguiente se reformara la Constitución en una Convención de la que también participó Buenos Aires. Tras su aprobación, Bartolomé Mitre, que entonces ejercía la gobernación de la provincia, hizo explícito el vínculo que a su juicio unía ese momento con el pasado revolucionario: Hoy recién, después de medio siglo de afanes y de luchas, de lágrimas y de sangre, vamos a cumplir el testamento de nuestros padres, ejecutando su última voluntad en el hecho de constituir la nacionalidad argentina, bajo el imperio de los principios.8 Los conflictos sin embargo no se acallaron, y en septiembre de 1861 Buenos Aires logró imponerse en la batalla de Pavón frente a un adversario debilitado por diferencias internas y dificultades económicas, por lo que meses más tarde el propio Mitre pudo asumir la presidencia de la nación unificada. Claro que la historia no acabó ahí, pues aún debieron pasar varios años para que pudiera constituirse un sistema de instituciones nacionales cuyo poder fuera incontestable en todo el territorio. En efecto, los enfrentamientos en torno a la organización nacional y al lugar de los poderes provinciales se prolongaron al menos hasta 1880 cuando se produjo la consolidación del Estado nacional que, no casualmente, suele simbolizarse con la derrota sufrida por las fuerzas de Buenos Aires a manos del Ejército Nacional que se había fortalecido durante esas dos décadas. Una vez consolidado el Estado nacional pudo imponerse una concepción Ricardo Levene (ed.), Lecturas históricas argentinas, tomo 2, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1978, p. 322. 8
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de la Nación Argentina como único sujeto soberano. Sujeto al que los historiadores (pero no sólo ellos) comenzaron a dotar de un pasado cada vez más lejano y, por tanto, preexistente al proceso revolucionario que sería considerado de ahí en adelante como ese momento fundacional en el que la nacionalidad cobró conciencia de sí para sacudir el yugo colonial. La Revolución de Mayo se constituyó así en el mito de orígenes de la nación argentina y, por lo tanto, en motivo de recurrente disputa acerca de su sentido, alcances y proyección tal como sigue sucediendo hoy día en vísperas de la conmemoración de su Bicentenario.
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Y LA ORGANIZACIÓN NACIONAL
Sociedad y militarización revolucionaria. Buenos Aires y el Litoral rioplatense en la primera mitad del siglo XIX R AÚL O. F RADKIN UNLU / UBA
En 1821 el liberal español Miguel Cabrera de Nevares presentaba ante las Cortes una memoria a favor del rápido reconocimiento de una “independencia concedida” a las colonias. Cabrera acababa de pasar dos años en Buenos Aires y de su experiencia porteña extraía algunas conclusiones. Me interesa recuperar una de ellas: acá todos son guerreros, todos han nacido con diversas ideas, todos saben pelear, todos se escenden en el odio contra los españoles, odio que es mucho mas encarnizado que el que tenían entonces contra los ingleses. Hay una generación enteramente nueva: los niños que entonces tenían diez años, en el día mandan regimientos y divisiones.1 Lo que Cabrera estaba describiendo era la masiva militarización de la sociedad y cómo ella signaba la experiencia política de toda una generación. Registraba, así, una de sus dimensiones que ya analizó Halperin Donghi hace tiempo: la “carrera de la revolución” había constituido una elite política basada en su autoridad militar. Su ubicación en el escenario social era compleja en la medida que mientras se separaba de los sectores sociales dominantes que estaban sufriendo profundos desequilibrios establecía nuevos lazos sociales con los sectores sociales ampliamente movilizados, conformando un triángulo por demás inestable.2 1
Miguel Cabrera de Nevares, Memoria sobre el estado actual de las Américas y medios de pacificarlas, escrita de orden del Excmo. Sr. D. Ramón López Pelegrín, Secretario del Despacho y de la Gobernación de Ultramar y presentada a S.M. y a las Cortes extraordinarias por el Ciudadano Miguel Cabrera de Nevares, Madrid, Imprenta de don José del Collado, 1821, pp. 201-202. 2 Tulio Halperin Donghi, Revolución y guerra. Formación de una élite dirigente en la Argentina criolla, Buenos Aires, Siglo XXI, 1972; y “Militarización revolucionaria en Buenos Aires, 1806-1815”, en Tulio Halperin Donghi (comp.), El ocaso del orden colonial en Hispanoamérica, Buenos Aires, Sudamericana, 1978, pp. 121-157.
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Pero esa nueva dirigencia era sólo una de las dimensiones de la militarización. Otra, era la extrema politización de los sectores sociales populares que no habría de anularse cuando la dirigencia revolucionaria proclamó el fin de la Revolución sino que se iba a acrecentar y profundizar hasta imprimirle a la lucha política rioplatense una ineludible marca plebeya.3 Una y otra serían incomprensibles sin atender a una tercera dimensión: la militarización revolucionaria multiplicó las ya heterogéneas formaciones armadas con que contaba la colonia así como sus tradiciones militares y milicianas. Intentaremos aquí analizar sus impactos y significados y lo haremos tratando de cotejar la experiencia porteña con las que vivieron las sociedades del Litoral rioplatense. Dada la complejidad del tema, las que siguen son sólo unas notas introductorias. Legados coloniales Para esta evaluación se impone una breve consideración inicial: ¿hasta qué punto la militarización era exclusivamente el resultado del ciclo revolucionario abierto por las invasiones inglesas? Como es sabido, la organización de la defensa de las colonias se había mantenido sin alteraciones sustanciales entre fines del siglo XVI y mediados del XVIII cuando la Corona adoptó una nueva concepción que incluía, entre otros aspectos, la dotación de regimientos regulares y el “arreglo” de las milicias. Fue por entonces que tomó forma el Ejército Imperial en América, un ejército de Antiguo Régimen atravesado por pautas corporativas y estamentales que limitaban su profesionalización y que terminó por estar compuesto de una tropa reclutada mayoritariamente en las colonias y por una oficialidad que, excepto a niveles del generalato, tenía mayoritariamente ese origen.4 En el esquema de defensa que se diseñó, los cuerpos veteranos debían encargarse de la defensa de algunos puntos precisos y las milicias de las ciudades, las fronteras con los indios, el orden interno y servir de fuerzas auxiliares. Por ello, la mayor parte de las fuerzas veteranas eran de infantería y la caballería casi completamente miliciana.
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Ahora bien, la “Ordenanza de su Majestad para el regimiento, disciplina, subordinación y servicio de sus ejércitos” de 1768 –un cuerpo normativo que orientó la vida militar hispanoamericana hasta bien avanzado el siglo XIX– contemplaba la existencia junto a los cuerpos veteranos permanentes y de refuerzo de dos tipos de milicias: las nuevas –llamadas “milicias provinciales”, “disciplinadas” o “regladas”– y las antiguas, generalmente denominadas “urbanas”. Ese sistema de milicias –la piedra angular del nuevo orden que los Borbones pretendían instaurar–5 buscaba transformar las antiguas milicias sostenidas y comandadas localmente en una estructura mejor entrenada, que prestara servicio en espacios mucho más amplios que la defensa de la propia localidad y que quedara subordinada a los mandos militares veteranos. Sin embargo, los resultados fueron muy dispares y, para las autoridades militares imperiales, desalentadores.6 ¿Hasta qué punto estos rasgos dan cuenta de la experiencia rioplatense?7 Por lo pronto, no puede obviarse que el gasto fiscal con fines militares fue un componente central de la prosperidad de Buenos Aires.8 De este modo, la ciudad tuvo una importante presencia de fuerzas veteranas que en la década de 1760 llegaron a superar los 4.600 efectivos para una ciudad que apenas rondaba los 24.000 habitantes. Sin embargo, esa dotación no se mantuvo y para 1781 todo el virreinato contaba con sólo 2.500 veteranos permanentes. Además su distribución era muy desigual: en la capital se encontraba el 13,6%; en Charcas, momentáneamente, el 12,3%; y en la costa patagónica un 6,8%; en cambio, en Montevideo estaba acantonado el 38,4% y si sumamos todas las fuerzas veteranas en el territorio oriental (en Colonia y Maldonado, principalmente) llegamos al 66,3%. Es decir, que la mayor parte del virreinato carecía de tropas veteranas, en Buenos Aires su número había decrecido sustancialmente y la mayor parte se encontraban en la Banda Oriental, particularmente en Montevideo. A ello deben agregarse las enormes dificultades para cubrir sus plazas, tanto que para 1802 cuando debía haber 4.300 efectivos sólo estaban cubiertas 2.500. Pero, además, en esta estimación se incluyen los Blandengues de la Frontera que constituían el 5
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Un panorama actualizado de esta decisiva cuestión en Raúl O. Fradkin (comp.), ¿Y el pueblo dónde está? Contribuciones para una historia popular de la revolución de independencia en el Río de la Plata, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2008; y en Raúl O. Fradkin y Jorge Gelman (comps.), Desafíos al Orden. Política y sociedades rurales durante la Revolución de Independencia, Rosario, Prohistoria Ediciones, 2008. 4 Juan F. Marchena, “Sin temor de Rey ni de Dios. Violencia, corrupción y crisis de autoridad en la Cartagena colonial”, en Juan F. Marchena y Allan Kuethe (eds.), Soldados del Rey. El Ejército Borbónico en América Colonial en vísperas de la Independencia, Castellón, Ed. Universitat Jaume I, pp. 31-100.
Manuel Chust y Juan F. Marchena, “De milicianos de la Monarquía a guardianes de la Nación”, en Manuel Chust y Juan F. Marchena (eds.), Las armas de la Nación. Independencia y ciudadanía en Hispanoamérica (17501850), Madrid, Iberoamericana, 2008, pp. 7-14. 6 Allan Kuethe, “Las milicias disciplinadas en América”, en Juan Marchena Fernández y Allan Kuethe (eds.), Soldados del Rey..., op. cit., pp. 101-126; y “Las milicias disciplinadas ¿fracaso o éxito?”, en Juan Ortíz Escamilla (coord.), Fuerzas militares en Iberoamérica, siglos XVIII y XIX, México, El Colegio de México/El Colegio de Michoacán/Universidad Veracruzana, 2005, pp. 19-26. 7 El estudio más completo sigue siendo Juan Beverina, El Virreinato de las Provincias del Río de la Plata. Su Organización Militar, Buenos Aires, Círculo Militar, Biblioteca del Oficial, 1992. 8 Lyman Johnson, "Los efectos de los gastos militares en Buenos Aires colonial", en HISLA, Nº IX, 1987, pp. 41-57.
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41% de los veteranos realmente existentes. Esos Blandengues eran un cuerpo de origen miliciano transformado en veterano en 1784 aunque de modo muy limitado: generalmente carecían de armas de fuego, se solventaban con recursos locales y se reclutaban entre la “gente del país” obligada a vestirse por su cuenta y a montar en caballos propios. No extraña, por lo tanto, que la defensa frente a las invasiones inglesas hubiera de descansar en las milicias. Pero, ¿cómo eran estas milicias? Se trataba de un conjunto extremadamente heterogéneo que incluía milicias “disciplinadas”, “urbanas”, “compañías sueltas” de caballería, unidades de pardos y mulatos libres y milicias indígenas. De este modo, la reforma miliciana borbónica aunque cobró nuevo impulso con el reglamento de 1801, no abarcó ni a todas las milicias ni a todo el virreinato y estaba en sus comienzos cuando todo el orden político y militar regional se vio bruscamente alterado en 1806. Para entonces, el número de milicianos creció exponencialmente, pero ese crecimiento se operó siguiendo el modelo de las milicias “urbanas”. En síntesis, a fines de la colonia las fuerzas veteranas eran decrecientes, escasas, mal equipadas, desigualmente distribuidas y en la práctica su única caballería eran los Blandengues. Mientras tanto, el “arreglo” de las milicias fue incompleto, no logró uniformarlas ni subordinarlas pero no por ello dejaban de tener un peso decisivo en las estructuras locales de poder.9 Las guerras de la revolución y la militarización Estas condiciones prefiguraron las características de las fuerzas que confrontaron a partir de 1810 en el espacio rioplatense. Pero, para comprender mejor su naturaleza, es preciso despojarse –al menos– de dos imágenes convencionales. Por un lado, aquella que describe el enfrentamiento entre realistas y revolucionarios como una confrontación entre un ejército europeo profesional y un ejército americano formado de voluntarios. Por otro, aquella que describe la confrontación entra las fuerzas de Buenos Aires y el artiguismo como un enfrentamiento entre nuevos ejércitos profesionales y porteños contra un conglomerado de fuerzas irregulares. Ambas convenciones estereotipan y simplifican un proceso que fue extremadamente más complejo.
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Un análisis detallado en Raúl O. Fradkin, “Tradiciones coloniales y naturaleza de las fuerzas beligerantes en el litoral rioplatense durante las guerras de la revolución”, ponencia al II Encontro da Rede Internacional Marc Bloch de Etudos Comparados em História, Porto Alegre, 22 al 24 de octubre de 2008.
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Tres premisas orientan nuestro argumento: 1) los ejércitos se formaron a partir de las estructuras y tradiciones preexistentes y expresaron sus variaciones regionales; 2) si se toma en cuenta la composición social de las tropas puede observarse que las guerras de la revolución no fueron tanto una confrontación entre europeos y americanos sino una guerra civil10 y que las tropas de Buenos Aires tuvieron una alta proporción de efectivos reclutados en otras jurisdicciones; 3) la revolución trajo consigo una guerra mucho más larga y cruenta de lo que podía imaginarse en un comienzo y a través de ella adquirió sus características: esa guerra destruyó recursos y erosionó jerarquías sociales pero también ayudó a forjar identidades, solidaridades y mecanismos de movilización. En este sentido, fue una experiencia social y política de masas de máxima intensidad y amplitud. Las fuerzas realistas de Montevideo estaban compuestas por la reducida dotación de veteranos, una parte de los Blandengues y los cuerpos milicianos de la ciudad y alrededores. Para organizar la resistencia su gobierno apeló al reclutamiento forzoso de hombres libres y de esclavos y multiplicó las milicias, entre ellas los cuerpos “emigrados” refugiados en la ciudad que provenían de las áreas rurales y eran comandados por sus propios jefes. Esa situación no fue completamente transformada por los contingentes de refuerzo enviados desde la península que llegaron con su capacidad muy menguada por las deserciones y sublevaciones.11 De este modo, al momento de su capitulación en 1814, Montevideo contaba con 5.340 efectivos: 3.154 veteranos y 2.186 milicianos.12 En Buenos Aires la revolución se nutrió principalmente de las milicias que emergieron de las invasiones inglesas y que eran cuerpos de naturaleza híbrida construidos sobre el modelo de las milicias urbanas pero de servicio permanente, remuneración continua, goce del fuero y sin subordinación alguna a las fuerzas veteranas. A partir de ellas, la revolución intentó forjar nuevos ejércitos veteranos 10
No se dispone para Montevideo de datos tan precisos como los que existen en relación con el ejército limeño para el cual se ha calculado que entre 1810 y 1825 había nacido en América el 35% de los oficiales veteranos y el 80% de los milicianos, mientras que tenía ese origen entre el 70% y el 90% de la tropa. Debe tenerse en cuenta que en ese ejército tuvieron un papel descollante las milicias indígenas comandadas por sus propios jefes, al punto que el general Pezuela se quejaba de que entre sus soldados “raro era el que sabía hablar castellano” (Julio M. Luqui-Lagleyze, “Por el Rey, la Fe y la Patria”. El ejército realista del Perú en la independencia sudamericana, 1810-1825, Madrid, Adalid, 2006, pp. 48-49). 11 Juan Marchena Fernández, “¿Obedientes al rey y desleales a sus ideas? Los liberales españoles ante la ‘reconquista’ de América, 1814-1820”, en Juan Marchena Fernández y Manuel Chust (eds.), Por la fuerza de las armas…, op. cit., pp. 143-220. 12 “Estado de la Fuerza Militar que existía en la plaza de Montevideo” (1814), en “Colección de los documentos oficiales relativos a la ocupación de la plaza de Montevideo en 23 de junio de 1814”, en Andrés Lamas, Colección de Memorias y Documentos para la historia y la geografía de los pueblos del Río de la Plata, tomo I, Comercio del Plata, 1849, p. 108.
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apelando a una matriz borbónica e introduciendo algunas de las novedades que suministraba el modelo napoleónico. El intento parece haber sido incompleto pero impregnó la visión de la oficialidad revolucionaria y su autoconciencia. Esa oficialidad, surgida de la convergencia de jefes de milicias, líderes políticos, algunos oficiales de los ejércitos del Rey y otros extranjeros, terminó por concebirse a sí misma como el núcleo dirigente de la sociedad y al Ejército como la base de sustentación del nuevo Estado. Pero, a su vez, la formación de esos ejércitos –que suponía una movilización varias veces superior a las efectuadas en la época colonial– afectó decididamente a las plebes urbanas y a los sectores populares rurales. Un dato lo muestra: a fines de la colonia la infantería veterana no superaba los 2.500 efectivos, a fines de 1811 la revolucionaria pasaba los 5.000 y para 1817 superaba los 13.000. ¿Cuánto pesaba este esfuerzo sobre los habitantes de Buenos Aires? No es fácil calcularlo pero debe considerarse que en 1815 la jurisdicción tenía 6.600 efectivos de línea (4.650 de Infantería, 900 de Artillería y 1.100 de Caballería), unos 4.000 milicianos en la ciudad y sus arrabales y, al menos, unos 1.000 milicianos activos en la campaña, aunque podían movilizarse otros 4.000. Es decir, alrededor de 11.000 hombres movilizados en su territorio cuando la población era de 92.000 habitantes, un 12% aproximadamente. Ese masivo reclutamiento se realizó siguiendo las prácticas coloniales aunque legitimado por un nuevo discurso político y con una extensión tal que afectó el cumplimiento de las normas tradicionales. Así, al enganche voluntario se sumó inmediatamente el contingente compulsivo que afectaba sobre todo a los sectores populares rurales fijándose cuotas de reclutas y destinando al “servicio de las armas” a los infractores de las leyes. En tales condiciones, la creciente necesidad de reclutas convirtió a las autoridades revolucionarias en muy dependientes de la colaboración efectiva de las autoridades locales y puso en tensión sus relaciones mientras amplificaba los contenidos asignados a la figura de la vagancia.13 Pero había una novedad mayor: el reclutamiento de esclavos adquirió tal envergadura que erosionó el régimen de esclavitud. A su vez, se apeló a la utilización de los prisioneros de guerra como reclutas y a la sustracción de milicianos –particularmente los libertos– para completar las plazas veteranas faltantes.14 En tales condiciones, diversas tensiones atravesaban a los nuevos ejércitos y una en particular: la resistencia de los milicianos a convertirse en veteranos. Y no
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podía haber sido de otro modo pues la población tenía bien en claro las diferencias que debía haber entre una y otra forma de organización militar así como sus respectivas connotaciones sociales. Sin embargo, la transformación de las milicias en cuerpos veteranos no fue el único desafío puesto que la dirigencia revolucionaria tuvo que embarcarse simultáneamente en una masiva ampliación de las milicias y consagrar el principio del alistamiento general. Y ello profundizó la necesidad de contar con la cooperación de las autoridades locales. Por lo tanto, la militarización revolucionaria no puede ser considerada simplemente como la transformación de los cuerpos milicianos en ejércitos de veteranos sino que incluyó como un capítulo central la ampliación y la multiplicación de las milicias. Para ello esa dirigencia apeló al modelo borbónico y a partir de 1817 las “milicias disciplinadas” se denominaron “nacionales” mientras que las “urbanas” pasaron a llamarse “cívicas”. ¿Qué las distinguía? Para las milicias “nacionales” se mantuvo en vigencia el reglamento de 1801, gozaban de sueldo y fuero, se buscaba que estuvieran comandadas por una plana mayor veterana y que tuvieran como “comandantes natos” a los intendentes y sus subdelegados. En cambio, las “milicias cívicas”, no gozaban de sueldo ni de fuero, prestaban un servicio de defensa local y debían estar al mando de los cabildos. Las contradicciones entre ambos sistemas se manifestaban en una cuestión central: los integrantes de las milicias “nacionales” eran considerados “soldados del Estado” y debían acudir “al auxilio y reposición de los ejércitos de línea” mientras que las “milicias cívicas” debían actuar sólo “dentro del recinto” de las ciudades, las villas y los pueblos.15 De esta manera, los primeros ejércitos revolucionarios constituían un aglomerado inestable y heterogéneo, estructurado a partir de un reducido núcleo veterano y de milicias locales, que reproducían en su interior las tramas sociales que hacían posible el reclutamiento y la conformación de sus jefaturas intermedias. En esas condiciones, sus relaciones con el ampliado servicio miliciano tendían a ser tensas y conflictivas. Y, en especial, lo fueron los ejércitos de Buenos Aires en el Litoral. Esta situación contradictoria puede advertirse con claridad a través de un ejemplo: el Ejército de Observación sobre Santa Fe. Este ejército llegó a tener más de 3.000 hombres y estuvo integrado por un núcleo de veteranos entre los cuales se destacaban los regimientos de infantería compuestos mayoritariamente por “negros”, una buena parte de las milicias bonaerenses de caballería y unidades milicianas de “emigrados” de Rosario,
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Raúl O. Fradkin (comp.), El poder y la vara. Estudios sobre la justicia y la construcción del estado en el Buenos Aires rural, 1780-1830, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2007, pp. 99-128. 14 El mejor análisis al respecto: Gabriel Di Meglio, ¡Viva el Bajo Pueblo! La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la Revolución de Mayo y el Rosismo, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2006.
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Pocos autores han hecho hincapié en esta decisiva cuestión. Con lucidez, recientemente ha llamado la atención Mariano José Aramburo, Buenos Aires ciudad en armas. Las milicias porteñas entre 1801 y 1823, Tesis de Licenciatura, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 2008.
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Coronda y Paraná estructurados en cuerpos separados y dotados de sus propios jefes.16 Era algo bien distinto de un ejército regular y porteño y evidencia las limitaciones que tuvo la formación de un ejército “profesional”. Los sucesos acaecidos a partir de 1819 habrían de demostrarlo: el ejército –al igual que el del norte– se desintegró siguiendo los patrones regionales de reclutamiento y jefaturas intermedias que conformaban su entramado subyacente. El dilema de la dirigencia revolucionaria residía en que mientras tenía cada vez más al ejército regular como base de sustentación no podía sino multiplicar las fuerzas milicianas y depender de su colaboración. Las consecuencias se hicieron notar de inmediato: la dependencia de la influencia política local, la necesidad de “negociar” tanto las condiciones y los momentos del servicio como la obtención de “auxilios”, la extensión del fuero que reforzaba el papel de los jefes, su reticencia a emprender campañas ofensivas, etc. Lo que se ponía de manifiesto era que las tradiciones milicianas expresaban una tensión intrínseca: forjadas en torno a la defensa de cada comunidad territorial, las milicias permitían movilizar lazos y recursos, sustentar jefaturas y liderazgos locales y eran muy eficaces para una guerra defensiva. Pero, en cambio, eran refractarias a los requerimientos de la guerra ofensiva en escenarios alejados que respondían más a las necesidades del Estado que a las de las comunidades y que, por lo tanto, suponían un desplazamiento de recursos y una subordinación a las jefaturas superiores. En tales condiciones, las milicias servirían de apoyatura a la formación de nuevos liderazgos locales y en ese proceso podían dar lugar a situaciones bien diferentes: en muchas ocasiones se convertían en una suerte de espejo militarizado de los entramados y las jerarquías sociales locales; en otras, resultaban del quiebre de esas jerarquías y permitían el ascenso a posiciones de mando de sujetos provenientes de estratos más bajos.17 En cualquier caso, la tensión con los jefes del Ejército fue creciente. Así lo reconocía Manuel Belgrano cuando en abril de 1816 advertía “la oposición que existe entre soldados y paisanos acerca de esta guerra” y cuando al año siguiente señalaba que “los anarquistas han conseguido cimentar la idea de que no hay necesidad de Ejército para destruir a los enemigos”.18 El “anarquismo”, el término preferido por la dirigencia directorial para calificar las tendencias federalistas, no 16
Raúl O. Fradkin y Silvia Ratto, “Conflictividades superpuestas. La frontera entre Buenos Aires y Santa Fe en la década de 1810”, en Boletín Americanista, N° 58, 2008, pp. 273-293. 17 Raúl O. Fradkin y Silvia Ratto, “Territorios en disputa. Liderazgos locales en la frontera entre Buenos Aires y Santa Fe (1815-1820)”, en Raúl O. Fradkin y Jorge Gelman (comps.), Desafíos al Orden…, op. cit., pp. 3760. Ana Frega, “Caudillos y montoneras en la revolución radical artiguista", en Andes. Antropología e Historia, Nº 13, 2002, pp. 75-112. 18 Belgrano a Álvarez Thomas, Rosario, 5 de abril de 1816; y Belgrano a José de San Martín, Tucumán, 26 de septiembre de 1817, en Epistolario belgraniano, Buenos Aires, Taurus, 2001, pp. 291 y 336-337.
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era sólo una oposición a una forma de gobierno sino también a esos ejércitos y al estilo de mando de su oficialidad por parte de comunidades territoriales que encontraron en las tradiciones milicianas una orientación y un sustento para legitimar sus reclamos. ¿Qué puede mostrarnos el análisis de las fuerzas “anarquistas”? La insurgencia oriental extrajo el núcleo de su fuerza armada de los Blandengues y de las milicias rurales, sobre todo de las “compañías sueltas” que si no fueron directamente su sustento organizativo la dotaron de un formato al que apelar. Sin embargo, intentó también forjar un ejército. En ese intento un lugar relevante lo ocuparon las llamadas “Divisiones Orientales”. Eran unidades de caballería que aglutinaban partidas de milicias territoriales y que permitían reunir una fuerza equivalente a un ejército de Buenos Aires. Además, ese ejército contaba con una reducida artillería y al menos con dos divisiones de infantería, fue dirigido desde campamentos centrales y constituyó sus propios regimientos veteranos. Para ello apeló al enganche de voluntarios, levas de vagos, incorporación forzada de esclavos y libertos o indulto a “pasados” y desertores. Las diferencias con los regimientos “porteños” residían en que éstos estaban mejor armados, remunerados y financiados. Esa diferencia remite a su diferente grado de estatidad y de allí que las Divisiones Orientales no perdieran su matriz miliciana. Ahora bien, esas Divisiones contaban con sus “milicias auxiliares” y eran de dos tipos. Por un lado, las que defendían cada poblado y cada partido, siguiendo el modelo de las milicias “urbanas” o “cívicas”. Pero, a diferencia de Buenos Aires, contaban con las milicias auxiliares que suministraban los pueblos misioneros y las parcialidades indígenas aliadas. Se recogía de este modo una antigua experiencia del Litoral rioplatense. Las fricciones entre los insurgentes orientales y los jefes militares de Buenos Aires ilustran los conflictos subyacentes. En 1812 Sarratea no sólo pretendía el desplazamiento de Artigas y la subordinación de sus oficiales sino también transformar a esas milicias en cuerpos veteranos y que los Blandengues se convirtieran en un regimiento de infantería de línea.19 Ello derivó en un conflicto mayor: para los jefes orientales Sarratea “hizo desparecer de nra vista el carácter de auxiliadores, que apreciabamos en las tropas”20 mientras que para Sarratea las fuerzas auxiliares debían ser esas milicias orientales y aquellas que no se convirtieran en cuerpos veteranos debían transformarse en milicias “disciplinadas”.
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Sarratea al jefe del Estado Mayor, Arroyo de la China, 3 de septiembre de 1812, en Archivo Artigas, tomo X, p. 156. Jefes del Ejército Oriental al gobierno, Barra del Ayuí, 27 de agosto de 1812, en Archivo Artigas, tomo IX, pp. 45-47.
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Lo que nos interesa subrayar es que esa resistencia no provenía sólo de los jefes orientales sino que anidaba en los pueblos rurales y la ejercían tanto los que adherían al artiguismo como aquellos que obedecían al gobierno de Buenos Aires. Además, esa resistencia tenía un corolario: esos pueblos invocaban su derecho a “elegir” al comandante militar que los gobernaba tanto como sus jefes invocaban su derecho a elegir su comandante. Esta concepción de “pueblo armado” se oponía a la imperante entre las autoridades directoriales del miliciano como “soldado del Estado”.21 Eran dos modos radicalmente distintos y opuestos de entender las relaciones entre milicianos y jefes, entre milicias y veteranos y entre comunidades rurales y Ejército. ¿Cómo eran estas “elecciones”? Poco sabemos al respecto pero las evidencias sugieren que se realizaban por “aclamación” y que recogían la tradición de las milicias urbanas coloniales de “elegir” a sus comandantes. Sus consecuencias políticas eran ineludibles y quizás ningún ejemplo lo exprese mejor que el reclamo que le hicieron al gobierno de Buenos Aires los milicianos emigrados de Coronda que estaban afincados en San Pedro en 1822: no sólo se negaban a desalojar esas tierras sino que lo hicieron reclamando su derecho a convertirse en un “pueblo”.22 Este choque de concepciones ilumina sentidos más profundos de los discursos políticos. Para el Directorio estas concepciones eran la expresión del “anarquismo” que veía encarnado en el artiguismo. Para el artiguismo, las pretensiones del gobierno y el ejército directorial eran la expresión de un nuevo despotismo, el “despotismo militar”. Sin embargo, no conviene situar estas disputas sólo en el plano de los discursos o de los conflictos entre regiones. Por lo pronto, porque expresaban realidades materiales apremiantes: a medida que el reclutamiento y el aprovisionamiento de las tropas se fue descargando con mayor intensidad sobre las áreas rurales la imposición de auxilios, el reclutamiento compulsivo, la apropiación de caballadas y ganados, el saqueo de establecimientos productivos y de poblados, el desplazamiento forzado de poblaciones, se convirtieron en parte inseparable de las guerras en el Litoral. Eran, a un mismo tiempo, tácticas de combate, métodos de represalia y modos de mantener a las tropas y satisfacer sus demandas. En tales condiciones, a las poblaciones rurales no les quedaban demasiadas alternativas para evitar las depredaciones que producían los ejércitos y ellas aparecen recurrentemente como un factor central que explica los cambios en el alineamiento político de esas poblaciones. En consecuencia, este tipo de guerra implicaba para las poblaciones rurales desafíos y exigencias que amenazaban las bases materiales de su orden social local justamen-
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te cuando el orden político se estaba desmoronando. Para estas poblaciones, sometidas a crecientes dificultades de abastecimiento, al aumento de las cargas, contribuciones, auxilios y obligaciones, a las incursiones de fuerzas beligerantes con su secuela de saqueos y desplazamientos forzados, la guerra era la causa de tamañas dificultades pero también parece haber sido el único medio efectivo para que unos preservaran sus bienes y otros –muchos más– aseguraran su misma subsistencia. Dicho de otro modo, si la guerra amenazaba el orden social local, afrontarla decididamente terminaba siendo el único medio de preservarlo.23 Ello suponía la imperiosa necesidad de preservar los márgenes de autonomía local y en este sentido conviene advertir que estas tensiones atravesaban las relaciones entre gobierno, ejércitos y comunidades territoriales en cada espacio. No parece ser casual que su intensidad fuera menor en Buenos Aires que en el espacio Litoral porque aquí la estrategia de poblamiento de los Borbones había derivado en la formación de una miríada de pueblos, muchos de ellos con estatuto de villas, dotados de sus propios cabildos y sus milicias. Y tampoco lo fue que se expresara intensamente en los pueblos misioneros que contaban con instancias de autogobierno y con sus propias formaciones milicianas. En Buenos Aires, sólo Luján ostentaba esa condición y la subordinación de las milicias al Ejército fue notablemente mayor. De alguna manera, entonces, al Directorio se le reprodujeron los dilemas de la reforma borbónica y mientras no lograba convertir a todas las milicias en “disciplinadas” veía cómo recuperaba vigor el modelo miliciano más tradicional. Pero esa revitalización de una antigua tradición servía de canal para la diseminación de las nociones más radicales y revolucionarias. No podemos dejar de anotar que posteriormente cada vez que entrara en colapso una formación estatal volvería a replantearse la confrontación entre una concepción del Estado basada en la autoridad del Ejército y otra que encontraba en las milicias su base de sustentación.24 Después de la Revolución El Directorio y el artiguismo se desintegraron durante la crisis de 1820 y de ella emergió un variopinto proceso de formación de entidades estatales soberanas que adoptaron el nombre de provincias y que supuso la reorganización de las fuerzas
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Agustín Beraza, El pueblo reunido y armado, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1967 Raúl O. Fradkin, “¿‘Facinerosos’ contra ‘cajetillas’? La conflictividad social rural en Buenos Aires durante la década de 1820 y las montoneras federales”, en Illes i Imperis, Nº 4, 2001, pp. 5-33. 22
Un desarrollo más amplio de esta decisiva cuestión en Raúl O. Fradkin, “Las formas de hacer la guerra en el litoral rioplatense”, en Susana Bandieri (comp.), La historia económica y los procesos de independencia en la América hispana, Buenos Aires, Asociación Argentina de Historia Económica/Prometeo Libros, en prensa. 24 En este sentido resulta imprescindible la consulta de Hilda Sabato, Buenos Aires en armas. La revolución de 1880, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008.
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militares y milicianas.25 Las improntas de las tradiciones coloniales y revolucionarias signaron esas diversas reconstrucciones y explican en parte sus diferencias. Por lo pronto, en algunas provincias –como en Buenos Aires– esa tarea se emprendió a partir de los restos de los ejércitos directoriales y de las estructuras milicianas que les habían servido de fuerzas más o menos subordinadas; en otras –como en Santa Fe o Entre Ríos pero también en el Estado Oriental– esas entidades estatales emergieron de la confrontación con esos ejércitos y tuvieron como punto de apoyo a las milicias. A partir de 1821 el nuevo Estado de Buenos Aires procedió a una completa reorganización institucional que incluyó a sus fuerzas de línea y sus milicias. Las primeras fueron reducidas y reorientadas hacia la defensa de la frontera con los indios, de modo que para 1823 el ejército regular contaba con unos 3.100 efectivos. Dos años más tarde eran 3.800 y de ellos, unos 1.800 tenían destino en la frontera y pertenecían a los Regimientos de Húsares, Blandengues y Coraceros. Nada expresaba mejor la combinación de tradición e innovación que estas denominaciones. Pero las novedades eran notorias: la caballería rondaba el 50% de los efectivos veteranos –cuando antes no había superado el 20%– y en su mayor parte estaba en la frontera. Las milicias también fueron sustancialmente modificadas.26 En la ciudad fueron disueltos los cuerpos cívicos y sustituidos por una Legión Patricia de vecinos a la que más tarde se sumó un batallón de Pardos y Morenos. Todas las fuerzas milicianas quedaron bajo el mando directo del gobierno provincial y tendió a diluirse la distinción entre distintos tipos de milicias, se anuló el goce del fuero militar y cobraron mayor centralidad los regimientos de caballería de campaña. De este modo, para 1826 la provincia contaba con un caballería miliciana de 5.000 alistados y una infantería miliciana de 4.000. Como puede verse, los milicianos activos triplicaban prácticamente a los veteranos. No sólo por razones financieras sino porque se pretendía imponer su completa subordinación al ejército regular y para ello se dispuso que la milicia activa podía ser convocada para suplir la carencia de efectivos del ejército permanente, cada unidad de infantería miliciana estaba dotada de un cuadro veterano y que cada regimiento de caballería veterana tendría agregado un escuadrón miliciano. Lo que se estaba tratando de construir era un tipo de relación entre fuerzas veteranas y milicianas que ni la reforma borbónica ni la dirigencia revolucionaria había logrado imponer por completo. 25
José C. Chiaramonte, Ciudades, Provincias, Estados: Orígenes de la Nación Argentina (1800-1846), Buenos Aires, Ariel, 1997. 26 Carlos Cansanello, “Las milicias rurales bonaerenses entre 1820 y 1830”, en Cuadernos de Historia Regional, Nº19, 1998, pp. 7-51.
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Y esta pretensión se manifestó con claridad y puso en evidencia todas las tensiones que suponía cuando esas fuerzas debieron servir de base a la formación de un Ejército Nacional para la guerra contra el Imperio del Brasil. Primero se buscó que cada provincia pusiera a disposición sus fuerzas de línea y se dispuso que “serán admitidas en el Ejército con los jefes y oficiales que les corresponda, siempre que estos cuerpos vengan en clase de tales”.27 Se buscaba, así, conformar una fuerza de 7.620 plazas, un ejército mayor a cualquiera de los anteriores y aun así en 1826 se intentó un reclutamiento adicional de 4.000 efectivos más. De este modo, ese ejército nacía como un conglomerado de fuerzas provinciales que debía subordinarse a un mando superior. Pero este patrón inicialmente definido chocó con la tendencia a la centralización y a la homogeneización que se impuso en 1826: se dispuso que todas las milicias provinciales quedaran a disposición del nuevo gobierno nacional y que fueran declaradas nacionales todas las tropas de línea. No sólo la magnitud distinguía a este ejército de los anteriores: además, el 60% de sus tropas eran de caballería. La magnitud del esfuerzo que suponía y el costo social que implicaba no tardó en ponerse en evidencia y las tensiones sociales cobraron una intensidad desconocida hasta entonces en las áreas donde se descargaba la enorme presión enroladora, particularmente en Buenos Aires.28 La experiencia no dejaba de ser contradictoria pues combinaba una adaptación a las formas de hacer la guerra que emergía de la experiencia americana y conformaba un ejército que tenía como sustrato las unidades militares y milicianas regionales mientras contaba con una oficialidad impregnada de nociones y valores de los ejércitos napoleónicos. El fin de la guerra lo puso en evidencia: la transformación del ejército en una suerte de “partido militar” que resolviera la lucha política volvió a poner en el centro las tensiones entre su proclamado carácter nacional y su matriz provincial así como las tensiones entre el ejército veterano y las milicias. De este modo, la guerra civil desatada en Buenos Aires fue también una confrontación entre el ejército regular y las milicias rurales. Pero en esa confrontación se ponía de manifiesto algo más: esas milicias rurales no eran ya las únicas fuerzas rurales sino que actuaban junto a partidas irregulares de “montoneros” y a fuerzas indígenas aliadas.29 Si estas características no eran nuevas para el Litoral rioplatense, en Buenos Aires eran una novedad completa. 27
Registro Nacional, Año de 1825, pp. 29-33. Raúl O. Fradkin, La historia de una montonera. Bandolerismo y caudillismo en Buenos Aires, 1826, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006. 29 Pilar González Bernaldo, “El levantamiento de 1829: el imaginario social y sus implicancias políticas en un conflicto rural”, en Anuario IEHS, N° 2, 1987, pp. 135-176. Raúl O. Fradkin, ¡Fusilaron a Dorrego! O cómo un alzamiento rural cambió el rumbo de la historia, Buenos Aires, Sudamericana, colección Nudos de la historia argentina, 2008. 28
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Rosas llegaba así al poder a fines de 1829 poniéndose al frente de un masivo y heterogéneo alzamiento rural y legitimado inicialmente por su condición de Comandante General de Milicias. Su desafío no era menor: debía disciplinar tanto a las facciones elitistas como a las fuerzas populares que lo habían llevado al poder y mientras tanto tenía que reconstruir un ejército provincial. Analizar cómo lo hizo excede nuestras posibilidades aquí pero conviene esbozar su trazo más grueso. El nuevo ejército se reconstruyó y su oficialidad fue depurada sistemáticamente; las milicias fueron subordinadas completamente como fuerzas auxiliares y en ellas volvían a tener un lugar relevante las unidades de negros libres. Pero la novedad sustancial estaba en la integración de las fuerzas indígenas integradas al dispositivo de defensa al punto que para 1836 en los fuertes de frontera había una fuerza compuesta de 817 hombres de línea, 904 milicianos y 2.360 indígenas que eran también milicianos.30 Para tener una idea más precisa de su importancia conviene recordar que en ese momento el total de milicianos movilizados en la provincia era de 1.415 y las tropas de línea de unos 3.065. Como puede advertirse, los efectivos veteranos eran de magnitud semejante a una década antes pero ahora estaban concentrados en la ciudad y la defensa de la frontera descansaba en las milicias y en las fuerzas indígenas auxiliares. Pero el Estado provincial que Rosas conducía demostró que tenía la capacidad para ampliar sus fuerzas con enorme rapidez y para 1841 contaba con 10.777 efectivos entre los cuales había 914 oficiales, 2.085 suboficiales, 5.222 soldados y 2.445 milicianos sin contar a los indígenas: es decir, había un soldado cada 5 varones adultos y, si se considerara a la milicia pasiva la relación sería de uno cada tres. El Ejército, de este modo, representaba el 85,8% del personal estatal remunerado y si se consideran las fuerzas policiales ese porcentaje llega al 96%.31 Esa transformación expresaba una de mayor alcance: la consolidación de una formación estatal que había logrado cobrar fuerte autonomía frente a la sociedad.32 De este modo, el rosismo lograba llevar a cabo una tarea que no habían podido cumplir ni las autoridades borbónicas ni las revolucionarias ni los unitarios: construir un ejército en el cual predominaran las fuerzas veteranas y que estuviera dotado de un conjunto bien subordinado y disciplinado de milicias auxiliares. Si se considera las condiciones de su llegada al poder resulta claro algo más: había logrado 30
Silvia Ratto, “Soldados, milicianos e indios de ‘lanza y bola’. La defensa de la frontera bonaerense a mediados de la década de 1830”, en Anuario IEHS, N° 18, 2003, pp. 123-152. 31 Juan Carlos Garavaglia, Construir el estado, inventar la nación. El Río de la Plata, siglos XVIII-XIX, Buenos Aires, Prometeo libros, 2007, pp. 227-265. 32 Jorge Gelman, Rosas bajo fuego. Los Franceses, Lavalle y la Rebelión de los Estancieros, Buenos Aires, Sudamericana, 2009.
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limitar la autonomía de las milicias y reorganizar el ejército veterano que pasó a ser “el núcleo del sistema militar de la provincia”.33 Debido a ello, Buenos Aires pudo constituir una suerte de ejército confederal que subordinaba a las fuerzas de otras provincias y que le permitía conformar grandes unidades de combate que desplegaran una guerra ofensiva lejos de su territorio y, además, hacerlo durante largos años. Sus enemigos advertían la magnitud del cambio: de este modo, si en 1849 Andrés Lamas sostenía que “Rosas ha verificado un cambio profundo en la guerra de estos países” y “ha comprendido la superioridad, incontestable, de las tropas regladas y de la guerra regular”,34 Sarmiento atribuía en 1852 a esta transformación una de las explicaciones de su derrota porque la montonera había dejado de ser el “alzamiento espontáneo de aquellas masas de jinetes inquietas y ociosas”.35 Lo que Sarmiento estaba registrando era el cambio sustancial que el rosismo había logrado producir en las relaciones entre Estado y sociedad y el notable contraste que ofrecían las situaciones al comienzo y al final de la hegemonía rosista puesto que desde 1835 “disciplinaba rigurosamente sus soldados, y cada día se desmontaba un escuadrón, para engrosar los batallones”.36 ¿Qué había sucedido mientras tanto en el Litoral? Acotemos sólo una observación que ilustra los cambios y el peso de las tradiciones. El ejemplo entrerriano muestra una trayectoria bien distinta: los 10.000 hombres que Urquiza podía movilizar hacia 1851 eran en su mayor parte milicianos organizados en divisiones de caballería pero sometidas a un régimen de servicio casi permanente al punto de que casi la totalidad de la infantería del llamado Ejército Grande era brasilera. Pero, ¿cómo se había logrado organizar una masiva fuerza de milicias de caballería en servicio casi permanente? Recurramos otra vez a Sarmiento quien, a pesar de no ocultar su rechazo a este tipo de organización militar, identificó algunas de las claves: en el Entre Ríos sale a campaña todo varón viviente propietario o no, artesano, enfermo, hijo de viuda, hijo único, sin ninguna de las excepciones que las leyes de la humanidad, de la conveniencia pública han establecido para la organización de la milicia. 33
Tulio Halperin Donghi, Guerra y finanzas en los orígenes del Estado argentino, Buenos Aires, Prometeo, 2005, p. 162. 34 Andrés Lamas, Apuntes históricos sobre las agresiones del dictador argentino don Juan Manuel de Rosas contra la independencia de la República Oriental del Uruguay. Artículos escritos en 1845 para El Nacional de Montevideo, Montevideo, 1849, p. V. 35 Domingo F. Sarmiento, Memoria enviada al Instituto Histórico de Francia sobre la cuestión décima del programa de trabajos que debe presentar la 1° clase, Santiago de Chile, Imprenta de Julio Belin y Ca., 1853. 36 Domingo F. Sarmiento, Facundo, Buenos Aires, CEAL, 1967, pp. 237-238.
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Esas milicias, sustentadas en un alistamiento completamente generalizado, eran de infantería en las villas y la caballería estaba formada por la “población de cada departamento de campaña”. De su condición miliciana no parece haber dudas: esos soldados, decía, se visten a sus expensas, y se presentan al campamento con dos, tres o cuatro caballos si se les pide así. Estas tropas no reciben salario nunca, ni aún cuando están de guarnición en las ciudades. Para la manutención de las tropas se provee de ganado, por una lista de vecinos del departamento, según su cupo, por devolución del cuero y del sebo.37 Ninguno de estos atributos puede sorprender pues remiten a las antiguas y arraigadas tradiciones. Sin embargo, hacen necesario agregar algo más para comprender el modo en que este sistema podía funcionar. El Estado entrerriano se basaba en un denso entramado de relaciones sociales completamente militarizadas en el que ocupaban un lugar clave los comandantes departamentales. Ellos constituían el gobierno efectivo de cada territorio y eran quienes debían asegurar la movilización de los milicianos y de los recursos para su aprovisionamiento. El régimen funcionaba como un sistema de flujos que intercambiaba prestaciones militares de los campesinos a cambio de acceso a los recursos y cierta protección de las familias y suponía, por lo tanto, una cierta negociación a nivel local.38 A la inversa de lo que ocurría en Buenos Aires, el ejército entrerriano seguía siendo una fuerza de neta matriz miliciana organizada en divisiones de caballería reclutadas en cada departamento y que contaba con una dotación mucho menor de veteranos. Su base de sustentación eran esos comandantes departamentales cuyo origen puede rastrearse en la reforma borbónica y cuya centralidad constituía un legado de la era revolucionaria hasta convertirse en la pieza clave del sistema político e institucional. Curiosamente, el nuevo ejército que se forjaría en Buenos Aires después de 1852 para enfrentarlo tendría como base de sustentación en nuevo tipo de milicias: la Guardia Nacional. Y, sobre esa nueva matriz miliciana, Buenos Aires forjaría un nuevo ejército que habría de triunfar en Pavón y después serviría de sustento a la formación del Ejército Nacional que terminaría por suprimir las fuerzas milicianas y provinciales.
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Domingo F. Sarmiento, Campaña en el Ejército Grande, Bernal, UNQ, 1997, pp. 160-163. Roberto Schmit, Ruina y resurrección en tiempos de guerra. Sociedad, economía y poder en el oriente entrerriano postrrevolucionario, 1810-1852, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2004. 38
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B IBLIOGRAFÍA BEVERINA, Juan, El Virreinato de las Provincias del Río de la Plata. Su Organización Militar, Buenos Aires, Círculo Militar, Biblioteca del Oficial, 1992. CHUST, Manuel y Juan F. Marchena, “De milicianos de la Monarquía a guardianes de la Nación”, en Manuel Chust y Juan F. Marchena (eds.), Las armas de la Nación. Independencia y ciudadanía en Hispanoamérica (1750-1850), Madrid, Iberoamericana, 2008. DI MEGLIO, Gabriel, ¡Viva el Bajo Pueblo! La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la Revolución de Mayo y el Rosismo, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2006. FRADKIN, Raúl O., “Tradiciones coloniales y naturaleza de las fuerzas beligerantes en el litoral rioplatense durante las guerras de la revolución”, ponencia al II Encontro da Rede Internacional Marc Bloch de Etudos Comparados em História, Porto Alegre, 22 a 24 de octubre de 2008. HALPERIN DONGHI, Tulio, Revolución y guerra. Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla, México, Siglo XXI, 1979. _________________ (comp.), El poder y la vara. Estudios sobre la justicia y la construcción del estado en el Buenos Aires rural, 1780-1830, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2007. MARCHENA, Juan F., “Sin temor de Rey ni de Dios. Violencia, corrupción y crisis de autoridad en la Cartagena colonial”, en Juan F. Marchena y Allan Kuethe (eds.), Soldados del Rey. El Ejército Borbónico en América Colonial en vísperas de la Independencia, Castellón, Ed. Universitat Jaume I. SARMIENTO, Domingo F., Facundo, Buenos Aires, CEAL, 1967. ________________________, Campaña en el Ejército Grande, Bernal, UNQ, 1997.
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Organizada la República bajo un plan de combinaciones tan fecundas en resultados, contrájose Rosas a la organización de su poder en Buenos Aires, echándole bases duraderas. La campaña lo había empujado sobre la ciudad; pero abandonando él la estancia por el Fuerte, necesitando moralizar esa misma campaña como propietario y borrar el camino por donde otros comandantes de campaña podían seguir sus huellas, se consagró a levantar un ejército, que se engrosaba de día en día, y que debía servir a contener la República en la obediencia y a llevar el estandarte de la santa causa a todos los pueblos vecinos. D OMINGO F. S ARMIENTO 1
Así describía, uno de los mayores críticos del rosismo y exiliado político como Sarmiento, la importancia de la cuestión militar y el rol del Ejército en el forjamiento del poder de Rosas y del orden federal, de cara a la Confederación Argentina y a los países vecinos. De hecho, el gobierno de Juan Manuel de Rosas (1829-1832 y 18351852) afrontó intermitentemente conflictos internos con otras facciones del federalismo porteño y con los “unitarios”, con otras provincias y potencias extranjeras, hasta que fue derrocado por el Ejército Grande liderado por Justo José de Urquiza, caudillo de la provincia de Entre Ríos, en febrero de 1852. Si bien muchos aspectos concernientes al rosismo así como a otros “caudillismos rioplatenses” han sido objeto de revisión historiográfica en las últimas décadas,2 es dable destacar que la militarización y la politización de base rural 1
Domingo F. Sarmiento, Facundo. Civilización y barbarie, Buenos Aires, Emecé, 1999 (1845), p. 273. Noemí Goldman y Ricardo Salvatore (comps.), Caudillismos Rioplatenses. Nuevas miradas a un viejo problema, Buenos Aires, Eudeba, 1998. 2
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–comenzada en Buenos Aires desde las invasiones inglesas en 1806-1807 y profundizada a partir del proceso revolucionario de 1810 y en la década de 1820– constituyeron piezas centrales de su afianzada autoridad estatal y de su exitoso proceso de ordenamiento y disciplinamiento social. En este texto nos centraremos en el entramado militar-miliciano del rosismo y de los gobiernos de la etapa “federal”, y en sus dispositivos coercitivos, aunque es necesario aclarar que los estudios que han revisado la construcción política de esta etapa han puesto de manifiesto un conjunto de elementos institucionales, discursivos, ideológicos, que estos gobiernos debieron desplegar de manera de alcanzar consensos y niveles de legitimidad, para construir un orden estable que la sola coacción no hubiera logrado imponer. De esta manera, aquí abordaremos las principales medidas y conflictos de tipo militar, siguiendo un orden cronológico desde su ascenso al poder provincial en 1829 hasta su derrocamiento en 1852. Como veremos, su numeroso ejército de línea3 –financiado principalmente mediante los importantes ingresos aduaneros provinciales provenientes del comercio exterior– le permitieron mantener largas y costosas campañas extraterritoriales, a la vez que fortalecer el poder de Buenos Aires frente al resto de la Confederación, aunque las milicias y los “indios amigos” constituyeron las fuerzas principales en la frontera, articulándose al sistema mediante distintas políticas y contribuyendo a disminuir el gasto fiscal en una época de “guerra constante”.4 En términos comparativos aquí hay un fenómeno clave que ayuda a entender muchos de los avatares de la historia argentina del momento y de su desarrollo posterior: los ejércitos necesitan reclutas y pertrechos y éstos se consiguen con dinero. Mientras Buenos Aires disponía de cuantiosos recursos originados en la aduana, que le permitieron costear un importante núcleo militar profesional y movilizar temporalmente a numerosos ejércitos milicianos, el resto de los Estados provinciales tenían unas finanzas en general paupérrimas, que los obligaba a descansar sobre muy modestos destacamentos fijos y sistemas de milicias movilizadas sobre la base de contraprestaciones a veces de difícil consecución. En numeÉste ha sido referido como “el más importante experimento disciplinario de la posindependencia” (Ricardo Salvatore, “El mercado de trabajo en la campaña bonaerense (1820-1860). Ocho inferencias a partir de narrativas militares”, en Marta Bonaudo y Alfredo Pucciarelli (comps.), La problemática agraria. Nuevas aproximaciones, tomo I, Buenos Aires, CEAL, 1993, p. 63). 4 Tulio Halperin Donghi, Guerra y finanzas en los orígenes del Estado Argentino (1791-1850), Buenos Aires, Prometeo Libros, 2005 (1982). De hecho, durante el lapso 1829-1852 se han contabilizado quince años de guerra contra ocho de relativa paz (Eduardo Míguez, “Guerra y Orden social en los orígenes de la Nación Argentina, 1810-1880”, en Anuario IEHS, Nº 18, Tandil, UNCPBA, p. 18). 3
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rosas ocasiones sus gobiernos dependieron de transferencias financieras realizadas por los gobiernos de Buenos Aires, cuando no tuvieron que acudir a recursos y armamento proveniente de gobiernos exteriores como fue el caso de la ofensiva final emprendida por Urquiza contra Rosas.5 De esta manera, en muchas provincias interiores se observan procesos de reducción de las ya escasas fuerzas militares regulares a favor de formaciones de tipo miliciana. Y, si bien es cierto que parte de este proceso se puede explicar por la creciente ruralización de la vida política, no menos cierta es su vinculación con la escasez de recursos fiscales que obliga a esos gobiernos a adecuar la movilización militar a esa pobreza.6 El legado de la “feliz experiencia” y los inicios del sistema militar rosista Luego de la primera década revolucionaria, cuando el Directorio porteño y su intento centralista fue derrotado por los caudillos del Litoral, la conformación política en trece provincias autónomas (catorce a partir de la separación de Jujuy de Salta en 1834), dio origen en Buenos Aires al gobierno de Martín Rodríguez, que implementó una serie de importantes reformas institucionales, religiosas y militares, que con algunos cambios continuaron durante toda la primera mitad del siglo. De hecho, la reforma militar de 1821 fue mantenida, aunque resignificada por el gobierno de Rosas. Ésta incluyó la baja de más de doscientos oficiales del ejército de línea y su pase a retiro conforme la antigüedad de su servicio y la reorganización del servicio miliciano para acompañar a las fuerzas regulares, que se orientaron a la defensa de la frontera en pleno proceso de “expansión ganadera”.7 La Ley de Milicia de diciembre de 1823 estableció la distinción entre la activa y la pasiva, recayendo la primera sobre los hombres preferentemente Para ilustrar esto baste mencionar que hacia 1840, mientras las provincias mejor dotadas fiscalmente como Córdoba, Corrientes o Entre Ríos, recaudaban cifras cercanas a los 100.000 pesos plata al año, y las más pobres apenas lograban entre 10.000 y 30.000 pesos, Buenos Aires conseguía ingresos por cerca de dos millones de la misma moneda. De esta manera el gobierno de Rosas disponía de más recursos que todas las otras provincias sumadas (Juan Carlos Garavaglia, “Guerra y Finanzas un cuarto de siglo después”, prólogo a Tulio Halperin Donghi, Guerra y finanzas en los orígenes del Estado Argentino (1791-1850), op. cit., p. 10). 6 Silvia Romano, Economía, sociedad y poder en Córdoba. Primera mitad del siglo XIX, Córdoba, Ferreyra Editor, 2002. 7 Tulio Halperin Donghi, “La expansión ganadera en la campaña de Buenos Aires (1810-1852)”, en Desarrollo Económico, vol. 3, Buenos Aires, IDES, abril-septiembre de 1963, pp. 57-110; Marcela Ternavasio, “Las reformas rivadavianas en Buenos Aires y el congreso general constituyente, 18201827”, en Noemí Goldman (dir.), Revolución, República, Confederación (1806-1852), Buenos Aires, Sudamericana, colección Nueva Historia Argentina (tomo 3), 1998, pp. 159-199. 5
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solteros con arraigo en el país o los casados que tuvieran menos hijos, entre los diecisiete y los cuarenta y cinco años, para suplir la insuficiencia del ejército permanente en la defensa y seguridad del territorio. Su enrolamiento se efectuaría con la intervención de la justicia civil en ocho años de servicio pero sin estar obligada una misma fuerza a prestar más de seis meses de auxilio continuo, y mientras éste durase recibirían la misma paga que el ejército regular en cumplimiento del código militar. En tanto, la milicia pasiva comprendería a los habitantes de edad entre los cuarenta y cinco y los sesenta años y sería convocada sólo ante casos de invasión o rebelión. Fuera del alistamiento activo se encontraban los enfermos impedidos de cumplir el servicio y los extranjeros transeúntes, entre otros.8 Junto con los principales ministros de gobierno, Bernardino Rivadavia y Manuel José García, Juan Manuel de Rosas –conocido propietario rural vinculado a Juan N. Terrero y Luis Dorrego y primo hermano de una de las familias de comerciantes coloniales más ricas de Buenos Aires, los Anchorena– fue adquiriendo visibilidad política mediante su inicial adhesión al Partido del Orden y su posterior filiación al federalismo. Nombrado Comandante General de Milicias de la Campaña en 1827, Rosas fue acumulando poder y relaciones personales con diferentes sectores sociales, que lo llevaron al ascenso a la gobernación provincial en 1829. En efecto, paralelamente a la revolución del 1° de diciembre de 1828, que derrocó a Dorrego, un movimiento de base rural con la intervención de soldados, paisanos de distinto origen, peones, indígenas, etc., en el que confluyen la reacción al golpe unitario y al fusilamiento del popular Dorrego, los efectos disruptores de la guerra con el Brasil, una sequía muy aguda, entre otros factores, termina siendo encauzado por Rosas hacia sus propios objetivos, quien llega así a su primer gobierno, proclamándose heredero de Dorrego.9 El primer gobierno de Rosas, que asumió con “facultades extraordinarias” y que culminó en 1832, se caracterizó por la construcción de alianzas con los gobernadores de otras provincias –llegando a ser el representante de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina creada mediante el Pacto Federal de
Carlos Cansanello, De súbditos a ciudadanos. Ensayo sobre las libertades en los orígenes republicanos. Buenos Aires, 1810-1852, Buenos Aires, Imago Mundi, 2003, p. 80; y Registro Oficial de la Provincia de Buenos Aires, Buenos Aires, Imprenta del Estado, 1823. 9 Pilar González Bernaldo, “El levantamiento de 1829: el imaginario social y sus implicaciones políticas en un conflicto rural”, en Anuario IEHS, Nº 2, Tandil, UNCPBA, 1987, pp. 137-176; Raúl O. Fradkin, “Algo más que una borrachera. Tensiones y temores en la frontera sur de Buenos Aires antes del alzamiento rural de 1829”, en Andes, N°17, Salta, 2006, pp. 51-82. Véase también el trabajo de R. Fradkin en este volumen. 8
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1831–,10 la realización de préstamos financieros a otras provincias como Santa Fe a modo de cooptación política y la generación de consensos tanto con las elites como con los sectores subalternos urbanos y rurales para reconstruir las bases de poder del Estado. Es dable destacar que si bien en la década de 1820 Rosas había apoyado originalmente al Partido del Orden, dominado por personas de vocación liberal y centralista, luego se proclamó heredero del federalismo dorreguista, aunque intentando conciliar también con los sectores propietarios centralistas o unitarios, para tratar de mantener el difícil equilibrio entre las diversas facciones políticas coetáneas. Además de estas medidas, la llamada “campaña al desierto” de 1833-1834 constituyó un hito fundamental dentro de su estrategia de poder y de acceso a su segunda gobernación provincial a partir de 1835. La expedición militar fue realizada en acuerdo con otras provincias y con el gobierno chileno de Manuel Bulnes para expandir la frontera y persiguió a los indígenas que no se aliaran al gobierno, al tiempo que generó vinculaciones relativamente duraderas y pacíficas con los que sí lo hicieron. Las tres Divisiones del Centro, Derecha e Izquierda fueron comandadas por los jefes Huidobro –en Cuyo y Córdoba–, Aldao –en Mendoza y San Luis– y el mismo Rosas en la pampa bonaerense respectivamente, implicando la movilización de 4.000 hombres de tropa y 13.000 caballos. Durante la expedición, que se extendió de marzo de 1833 a marzo del año siguiente, la relación de acercamiento y cimiento de la fidelidad entre Rosas con sus principales oficiales, soldados y caciques “amigos” fue muy importante, al punto que se refería sobre la división de vanguardia que: “Lo más notable que se advertía era la perfecta armonía entre todos y cada uno de los que componían, tanto aquella benemérita fuerza, como los que se le habían agregado”.11 Varios de los jefes militares más destacados de la etapa que se abre en 1835 con la vuelta de Rosas al poder, parecen haber forjado una relación de estrecha confianza con el Restaurador en esta campaña. La campaña militar logró consolidar los asentamientos al sur del río Salado, al tiempo que extendió el área susceptible de ser colonizada en el centro y sur de la provincia, pasando de 29.970 km2 controlados por la sociedad “hispano-criolla” en 1779 a 182.665 km2 a inicios del decenio de 1830, aunque con Firmado entre Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes como respuesta a la Liga Unitaria del Interior, cuyos integrantes se fueron sumando también luego de la derrota unitaria, reguló las relaciones interprovinciales hasta la sanción de la Constitución de 1853. 11 Juan Manuel de Rosas, Diario de la expedición al desierto (1833-1834), Buenos Aires, Plus Ultra, 1965 (1833-1834), p. 131. 10
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un retroceso importante luego de 1852.12 Paralelamente, su finalización cristalizó la relación con los principales caciques “amigos” iniciada desde la década de 1820, como los “pampas” Juan José Catriel y Juan Manuel Cachul, incorporados al “negocio pacífico de indios”. Esta política implicaba una contraprestación de bienes y servicios entre el gobierno y algunas tribus, mediante la cual las segundas recibían entregas periódicas de ganado (equino y vacuno), vestimenta y artículos de consumo denominados “vicios de costumbre” (yerba, azúcar, aguardiente, tabaco, sal, etc.) y debían formar contingentes auxiliares en las milicias provinciales, así como cumplir otras tareas (chasques, trabajo rural, etc.). Los “indios amigos” que aceptaron estas condiciones se establecieron dentro de la zona de frontera cercana a los fuertes o pueblos, aunque este asentamiento no implicó ni la permanencia estable de los grupos ni la transferencia formal de terrenos a éstos durante el lapso rosista, por más que las tribus catrieleras manifestaron una gran continuidad en su asentamiento territorial en la región austral de Azul, Tapalqué y Olavarría hasta finales de la centuria.13 Al regreso de la campaña y con el acceso a su segunda gobernación con las “facultades extraordinarias” y la “suma del poder público”,14 Rosas realizó una depuración de las fuerzas de línea heredadas de la etapa anterior con oficiales cercanos, aunque su sistema de defensa militar seguía reposando centralmente en los cuerpos milicianos de la ciudad y la campaña, a los que se sumaban los “indios amigos”, con quienes debía negociar continuamente su lealtad y servicio armado en la frontera, valiéndose centralmente de su propia relación personal y de las autoridades políticas y militares regionales. Estas figuras fueron nodales debido a su rol de intermediarias entre el gobierno provincial y las sociedades rurales, controlando y generando consensos con los diferentes sectores socioétnicos mediante la entrega de tierras fiscales, ganado, etc., a cambio del servicio de armas y de otras contribuciones para la manutención de la federación rosista.15 Juan Carlos Garavaglia, Pastores y labradores de Buenos Aires. Una historia agraria de la campaña bonaerense 1700-1830, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1999, p. 41. 13 Silvia Ratto, “Una experiencia fronteriza exitosa: el ‘negocio pacífico’ de indios en la provincia de Buenos Aires (1829-1852)”, en Revista de Indias, vol. LXIII, Madrid, CSIC, 2003, pp. 191-222; Sol Lanteri y Victoria Pedrotta, “Mojones de piedra y sangre en la pampa bonaerense. Estado, sociedad y territorio en la frontera sur durante la segunda mitad del siglo XIX”, en Estudios Trasandinos, Mendoza, Asociación Chileno-Argentina de Estudios Históricos e Integración Cultural, 2009, en prensa. 14 Atribución que le confería los tres poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial). 15 Sol Lanteri, “Un vecindario federal. La construcción del orden rosista en la frontera sur de Buenos Aires. Un estudio de caso (Azul y Tapalqué)”, tesis doctoral, Tandil, IEHS-UNCPBA, 2008. 12
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La crisis del sistema y su respuesta Este sistema militar y miliciano fue puesto a prueba con dos sucesos especialmente críticos para el orden fronterizo y la propia continuidad del régimen, como los malones sucedidos en 1836 y 1837, así como por la revolución de los Libres del Sur de 1839. El malón de agosto-octubre de 1836 fue llevado a cabo por una coalición de indios boroganos en alianza con los “chilenos amigos” liderados por Venancio Coñuepan, que se habían levantado previamente en Bahía Blanca, junto con ranqueles y el apoyo de Calfucurá, y tuvo como corolario el aprisionamiento de la familia de Catriel y otros caciquillos, el robo de 5.000 cabezas de ganado y el asesinato de algunos vecinos de Tapalqué, pese a que parte del botín se recuperó posteriormente. El de enero de 1837 tuvo una envergadura aun mayor y se produjo sobre la región de Azul, Tapalqué e Independencia también por parte de esta coalición de boroganos, ranqueles y “chilenos”, que robaron estancias, reses, tomaron cautivos y mataron personas; atacando luego Bahía Blanca y otros lugares del sur. En el sofocamiento de estos ataques, los “indios amigos” fueron medulares, constituyendo la mayor proporción de las fuerzas militar-milicianas de la región, junto con los vecinos y los soldados regulares. Se ha estimado que Azul y Tapalqué aunaban una gran cantidad de efectivos en comparación a Federación, 25 de Mayo, Independencia y Bahía Blanca, nucleando 1.311 hombres en 1836 –sobre un total general de 4.081– de los cuales 899 (68,6%) eran “indios amigos”, 390 milicias (29,7%) y sólo 22 (1,70%) fuerzas regulares. En tanto, para 1837 el guarismo se había incrementado, pero manteniendo las proporciones anteriores, pues de un total de 1.613 individuos, 900 eran “indios amigos” (56%), 660 milicianos (40,7%) y sólo 53 soldados regulares (3,3%).16 Esta relevante defensa territorial por parte de los cuerpos fronterizos ante las invasiones de “indios enemigos” también se repitió luego, con otro episodio crítico para la estabilidad del régimen rosista –generado, a diferencia de los anteriores, fundamentalmente dentro de sus propias filas– como fue el levantamiento de los Libres del Sur en noviembre de 1839. La rebelión de los estancieros sureños –causada, entre otras cuestiones, por los efectos negativos que el bloqueo francés del puerto porteño estaba produciendo en los intereses del sector ganadero exportador, la reforma fiscal y de la enfiteusis, así como el masivo reclutamiento militar gubernamental– fue referida categóricamente como “la Silvia Ratto, “Soldados, milicianos e indios de ‘lanza y bola’. La defensa de la frontera bonaerense a mediados de la década de 1830”, en Anuario IEHS, Nº 18, Tandil, UNCPBA, 2003, pp. 123-152. 16
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expresión más dramática de una coyuntura de crisis de las bases de sustentación del poder de Rosas”17 y produjo una gran movilización social de distintos sectores desde el mismo momento de su descubrimiento –en octubre de 1839– hasta principios de 1840. Se ha podido calcular que en vísperas de la batalla de Chascomús, producida el 7 de noviembre de 1839 y que definió en gran medida la victoria para el bando federal oficial, el total de las fuerzas militar-milicianas de la provincia de Buenos Aires en la campaña y la frontera ascendía a 6.736 personas, siendo mayoría de línea pero con un importante componente de las fuerzas milicianas en los regimientos de milicias de caballería, especialmente en el 5° y el 6°, con jurisdicción en el área austral. Según estos guarismos y el total de población estimada en la campaña bonaerense para 1838, el servicio activo habría comprendido aproximadamente al 7,6% del total, aunque si sólo se considerara el conjunto de hombres en la edad requerida, la proporción sería mucho mayor; lo que muestra de forma elocuente la gran capacidad de movilización y reclutamiento que tuvo la federación rosista.18 Estas cifras coinciden en líneas generales con las referidas para 1837 y 1841, pues para la primera fecha las fuerzas milicianas de los seis regimientos de milicias de campaña fueron estimadas en un total de 2.267 individuos, y para la segunda en 1.576, aunque junto a las fuerzas regulares esta cifra ascendía a 4.054. Y según se ha podido valorar, el monto de milicianos de los seis regimientos de caballería de campaña era de 2.269 para 1839, y junto a los veteranos ascendía a 4.368.19 Ajustando aun más estos números, la zona de Azul y Tapalqué, que constituyó el foco sofocador de la rebelión, comandada por el hermano del gobernador, Prudencio Rosas, revistaba a principios de noviembre de 1839 un monto de 1.809 hombres, de los cuales 967 eran regulares y 842 milicianos, que correspon-
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Sol Lanteri, “Un vecindario federal...”, op. cit. Según escribía el juez de paz de Azul al edecán del gobernador: “En este momento que son las tres de la tarde acaba de recibir el que firma la nota que incluye del teniente Coronel Dn. Bernardo Echeverria que el dia 13 del corriente marcho de este punto con el mayor Dn. Eugenio Bustos y cuatrocientos Indios amigos –y ciento y tantos Soldados de este punto y Tapalqué– y un apra [sic] de Artilleria á tomar alos enemigos de la Libertad é Indepe. Americana los Salvages unitarios Sublevados el indicado Fuerte y cortarles la retirada hacia Bahía Blanca a los derrotados en Chascomus, según lo había indicado era conveniente esta medida el Ciudadano Dn. Pedro Rosas y Belgrano. El infrascripto espera que al elevarlo US. al superior conocimto. Del Exmo Sor Governador […] manifieste mi cordial felicitación por el triunfo conseguido sobre los salvages unitarios en el Fuerte Indepa. que espresa la adjunta nota” (Archivo General de la Nación [AGN], X, 20-10-1, carta de Capdevila a Corvalán, Fuerte Azul, 15 de noviembre de 1839, el destacado es nuestro). 22 Jorge Gelman, Rosas bajo fuego. Los franceses, Lavalle y la rebelión de los estancieros, Buenos Aires, Sudamericana, 2009. 21
Jorge Gelman, “La rebelión de los estancieros. Algunas reflexiones en torno a los Libres del Sur de 1839”, en Entrepasados, Nº 22, Buenos Aires, 2002, p. 113. 18 Sol Lanteri, “Un vecindario federal...”, op. cit. 19 Hacia 1837 la composición miliciana fue muy parecida a la de 1839 en los seis regimientos de campaña, excepto en el 3° que fue mayor en 1839, y en el 5° que lo fue en 1837: 150/162; 480/414; 470/851; 290/250; 317/105; 560/487, respectivamente (Silvia Ratto, “Soldados, milicianos e indios...”, op. cit., p. 142). En tanto, en 1841 las proporciones serían de 162/128; 414/497; 851/262; 250/320; 105/0; 487/369 –considerando seguramente un error de transcripción que repitió el regimiento 4° dos veces en vez del 5°– por lo que se observa coincidencia salvo también en el 3° y el 5° (Juan Carlos Garavaglia, “Ejército y milicia: los campesinos bonaerenses y el peso de las exigencias militares, 1810-1860”, en Anuario IEHS, Nº 18, Tandil, UNCPBA, 2003 p. 181. Citado en Sol Lanteri, “Un vecindario federal...”, op. cit., pp. 297-299).
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dería casi al 27% del total general de fuerzas militares provinciales en 1839 y al 21,6% de regulares y el 37,1% de milicianos respectivamente.20 La participación armada de vecinos, soldados e “indios amigos” en defensa de la causa federal fue relevante, al sumar más de 500 efectivos en conjunto según referencias de los propios protagonistas, y constituyendo, junto con Monte, los bastiones más fieles en el resguardo de la federación durante el levantamiento.21 Lo que también puso de relieve la rebelión de los Libres del Sur, es que el entramado militar del rosismo, que parecía tan imponente, no dependía exclusivamente de la disciplina de unos cuerpos militares férreamente subordinados al Estado o al gobierno, sino también –y en alta medida– de los apoyos diversos que el mismo alcanzaba en los distintos sectores de la sociedad. La profesionalización y separación de los cuerpos armados de la sociedad, aun de su máxima oficialidad, era insuficiente y su participación de un lado u otro en situaciones de crisis como ésta dependían más de su ubicación en un complejo entramado de redes sociales y políticas, que de su mera ubicación en una cadena de mandos. La invasión de Lavalle por el norte de Buenos Aires en el año 1840 puso todavía más de relieve que la capacidad de coerción militarizada dependía en gran medida de los apoyos sociales que el gobierno de Rosas pudiera recibir. Mientras el general unitario recibía el sostén de sectores medios y de la elite rural del norte de la campaña, a medida que se avecinaba a la ciudad y tomaba asiento en las zonas más campesinas, empezaba a sentir el vacío y la hostilidad de la población. Al punto que, pese a algunas victorias militares, no lograba incorporar nuevos soldados entre los derrotados quienes, según su propia confesión, desertaban o se volvían a Santos Lugares, para reincorporarse a las tropas de Rosas.22
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La rebelión de los Libres del Sur y la invasión de Lavalle tuvieron como corolario un fuerte enfrentamiento del gobierno de Rosas con las elites que habían adherido mayormente a sus enemigos, una ampliación de su base social y una fuerte depuración de la oficialidad reestructurada con fieles adeptos a la causa y reforzando el peso de las tropas regulares sobre las milicianas.23 La derrota de las elites parece favorecer una mayor separación del Estado y la sociedad, y la consolidación de un gran ejército federal bajo el mando de una oficialidad incondicional a Rosas, con el cual lanza a la vez una campaña de control sobre las provincias del interior que se resistían al influjo del federalismo rosista.24 La trascendencia de esta fuerza militar de Buenos Aires en la coyuntura que aquí se abre es palmaria y se encuentra por ejemplo referida en el periódico federal de Córdoba, El Restaurador Federal, cuando reconoce que para enfrentar la sublevación unitaria allí producida a fines de 1840, el gobierno de esa provincia ha hecho recurso al gigantesco ejército enviado por Rosas: “son por último más de 24.000 hombres de armas los que han jurado sostener la integridad de nuestro territorio […] sin contar con más de 1.500 hombres que tiene en campaña nuestro Gobernador propietario”.25 Más allá de la veracidad de la cifra de las tropas porteñas, lo que resalta este párrafo es la insignificancia relativa de las tropas cordobesas. Quedan pocas dudas de que el dominio que Rosas alcanza en la década del 40 sobre el territorio de la Confederación expresa en buena medida esta desigualdad en la capacidad de movilización militar, que a la vez tiene estrecha relación con la abismal diferencia de sus recursos fiscales y su capacidad económica. De esta manera, muchos de los gobernadores de los Estados provinciales del interior van a depender cada vez menos de las redes de alianzas locales y de la capacidad de movilizar en ellas recursos propios, que del apoyo que les brinde el poderoso gobernador de Buenos Aires… Dentro de esa crítica coyuntura, signada por profundos conflictos de orden interno y externo, la Coalición del Norte significó la guerra entre varias provincias del interior –Tucumán, Salta, Catamarca, La Rioja y Jujuy– con Buenos Aires durante 1839-1841. Descontentos por la dureza del régimen y su monopolio de las relaciones exteriores, los gobernadores de esas provincias intenHacia año 1841 se ha estimado la relevante existencia de 836 oficiales, 1.979 suboficiales y 5.107 soldados, más 111 empleados en el ejército regular (Juan Carlos Garavaglia, “Ejército y milicia...”, op. cit., p. 159). 24 Jorge Gelman, Rosas bajo fuego..., op. cit. 25 Citado en Silvia Romano, Economía, sociedad y poder en Córdoba. Primera mitad del siglo XIX, Córdoba, Ferreyra Editor, 2002, p. 302.
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taron derrotar a Rosas. Tras la muerte del gobernador tucumano Alejandro Heredia (que gobernó durante 1832-1838) –que había controlado Jujuy, Salta y Catamarca con su “Protectorado”, siendo el hombre fuerte de Rosas en el norte– el ejército provincial fue reorganizado, apelándose tanto a las milicias urbanas como a las departamentales rurales, y nombrándose al general Lamadrid como jefe de las Fuerzas Armadas de la provincia. Uno de los dos “Ejércitos libertadores” de la coalición que se encontraba a su mando reunió aproximadamente 915 individuos, entre cívicos y soldados de línea, siendo el otro comandado por el general Lavalle, que venía en retroceso de su intentona fallida de Buenos Aires. Sin embargo, estos cuerpos no pudieron hacer frente al gran ejército rosista liderado por el oriental Oribe, Ibarra y Aldao, derrumbándose la coalición en 1841 y retornando el norte a la órbita rosista con la asunción del gobernador tucumano Celedonio Gutiérrez, en octubre de ese mismo año.26 Conflictos externos Paralelamente a los sucesos descriptos, en 1837 la Confederación Argentina declaró la guerra a la Confederación Peruano-Boliviana creada en octubre de 1836, en respuesta a la invitación de Chile. Las causas centrales de este conflicto fueron la disputa de Tarija por la provincia de Salta y los antiguos desentendidos y enemistades entre los países beligerantes, como la contribución de armamentos que Santa Cruz había realizado a la Liga del Interior en 1831 y demás cuestiones. A diferencia de otros eventos coetáneos, los resultados de este conflicto bélico no fueron del todo favorables para el ejército rosista, al obtener la victoria el Ejército Chileno, que a principios de 1839 provocó la disolución de la confederación andina y coadyuvó a la caída de Santa Cruz. De hecho, este conflicto bélico, si bien amparado por Rosas, fue en verdad costeado por los propios cuerpos de las provincias del norte, como Tucumán, donde se ha destacado que el gasto militar significó el 60% de las erogaciones totales provinciales durante ese momento, generando la movilización de 5.000 hombres y una alta dispensa en sueldos militares, que creció aun más posteriormente.27
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Flavia Macías, Armas y política en el norte argentino. Tucumán en tiempos de la organización nacional, tesis doctoral, Universidad Nacional de La Plata, 2007. Véase en especial el cap. 1: “Armas, milicias y Comandantes. La configuración del Poder Ejecutivo y del Ejército Provincial en la primera mitad del siglo XIX (1832-1852)”, disponible en línea: <www.historiapolitica.com>. 27 Ibid., pp. 16 y 50. 26
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Además de las disputas con los países linderos, el gobierno de Rosas mantuvo enfrentamientos con potencias ultramarinas, como Francia y Gran Bretaña. Con una serie de argumentos circunstanciales que escondían la competencia de la primera con la segunda y su voluntad de obtener en Buenos Aires las mismas ventajas que Gran Bretaña había obtenido por el tratado de amistad de 1825, en marzo de 1838 Francia inició un bloqueo del puerto porteño que duró hasta octubre de 1840. La escuadra francesa también se apoderó de la isla Martín García y tuvo injerencia en los principales ríos del Litoral, produciendo importantes perjuicios económicos a la Confederación. Por citar un ejemplo elocuente, se ha estimado que si Buenos Aires exportaba unos 360.000 cueros vacunos de su puerto en 1838, estos cayeron abruptamente a 8.500 y 84.000 en 1839 y 1840 respectivamente, con igual tendencia declinante en la salida de otros productos pecuarios como los cueros baguales, la lana y el tasajo, que recién se recuperaron a partir de 1841.28 La reducción de los ingresos aduaneros provinciales produjo además el aumento de la presión fiscal interna y la disminución del gasto público. Con todo, la alianza francesa con los “unitarios”, Corrientes y el Uruguay finalizó con el tratado Arana-Mackau, mediante el cual se dispuso la finalización del bloqueo, la devolución de la isla Martín García y el reconocimiento francés a la Independencia del Uruguay. A partir de entonces se produjo un lapso de relativa estabilidad en Buenos Aires hasta mediados del decenio de 1840, cuando comenzó el bloqueo anglofrancés al puerto porteño durante 1845-1848. Esta vez, ambas potencias actuaban de consuno y amparadas por varios actores de la región como el Brasil imperial o el Paraguay, que buscaban terminar de una vez con la voluntad de ingerencia rosista sobre el Uruguay, que se encontraba sitiando Montevideo con un ejército al mando de Oribe, a la vez que intentaban forzar la libre navegación de los ríos interiores que Buenos Aires controlaba. En esta ocasión la movilización y el gasto militar se incrementaron –aunque de forma proporcional con respecto de la etapa anterior, ya que el ejército de 1841-1844 no se anuló durante la época de la “guerra permanente”– alcanzando el 61,95% del total respectivo durante 1845-1848.29 La flota conjunta europea inició el bloqueo del puerto en septiemMiguel Rosal y Roberto Schmit, “Las exportaciones pecuarias bonaerenses y el espacio mercantil rioplatense (1768-1854)”, en Raúl O. Fradkin y Juan Carlos Garavaglia, En busca de un tiempo perdido. La economía de Buenos Aires en el país de la abundancia 1750-1865, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2004, p. 164. 29 Los gastos militares habrían comprendido para el Estado de Buenos Aires el 32,2% en el período 18221824; el 35,17% en 1835-1836; el 55,74% en 1837-1840; el 43,75% en 1841-1844; el 61,95% en 18451848 y el 53,07% en 1849-1850, según Tulio Halperin Donghi, Guerra y finanzas, op. cit., p. 245. 28
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bre de 1845 ante la negativa de Rosas de levantar el sitio que estaba realizando a Montevideo. Con todo, las tensiones habían precedido a la declaración oficial del bloqueo, pues en agosto de 1845 la escuadra anglo-francesa había apresado a gran parte de la confederada. El 20 de noviembre de ese mismo año, la flota confederada intentó frenar en Vuelta de Obligado el paso de las naves británicas que querían incursionar y abrir el río Paraná a la navegación externa. Si bien finalmente pudieron pasar y escoltar a los buques mercantes europeos, lo sucedido luego mostró los límites del apoyo del Litoral frente acciones como ésta, que se suponía beneficiaría a sus economías, al liberarlas del yugo mercantil porteño. La excepción fue el caso correntino en el que Ferré volvía al gobierno para intentar una nueva escalada antirrosista con apoyo paraguayo (y brasileño), siendo derrotado con bastante rapidez por las tropas que dirigía Urquiza, todavía fiel bastión de la confederación rosista. Por fin, luego de tres años de disputa, en marzo de 1848 Gran Bretaña levantó el bloqueo y mediante el tratado Arana-Southern, la intervención inglesa al Río de la Plata se levantó el 24 de noviembre de 1849, haciéndolo Francia un año más tarde por el tratado Lepredour-Arana. La isla Martín García fue devuelta, se reconoció la navegación del río Paraná como un asunto interno a los intereses de la Confederación y Oribe fue reconocido como presidente legítimo del Uruguay. La batalla de Caseros y el fin de la experiencia rosista Luego de largos años al mando del gobierno provincial y confederal y atravesando con mayor o menor éxito todos los acontecimientos narrados, el poder de Rosas fue disputado directamente desde el interior de sus propias filas. El 1° de mayo de 1851, Justo José de Urquiza, gobernador de la provincia de Entre Ríos, emitió un “Pronunciamiento” en el que expresaba la voluntad que tenía su provincia de reasumir las facultades delegadas al gobierno bonaerense hasta que se produjera la definitiva organización constitucional de la república. A los intereses de Entre Ríos se sumaron posteriormente la provincia de Corrientes y los gobiernos del Uruguay y el Brasil, que consolidaron su alianza mediante un tratado firmado el 29 de mayo de ese año, según el cual se acordaba la consolidación de la Independencia del Uruguay y la configuración de una alianza armada contraria a los intereses de Rosas y Oribe. Quizás no previendo acertadamente la real amenaza a su poder que esta alianza significaba, Rosas no ordenó la organización de la defensa militar de Buenos Aires sino hasta fines de 1851, cuando comenzó el bombardeo de la costa del Paraná por parte de naves brasileras. Finalmente, ambos bandos se dieron
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batalla en los campos de Monte Caseros, el 3 de febrero de 1852, saliendo victorioso el Ejército Grande. Según ha sido referido por varios autores, las guarniciones rosistas –fundamentalmente veteranas y de “no menos de 10.000 hombres” congregados desde fines del año anterior–30 junto con los “indios amigos”,31 no llegaron a dar plena batalla frente a sus opositores,32 cuyas fuerzas estaban compuestas centralmente por cuerpos milicianos. Se ha estimado que en vísperas de Caseros, se produjo un gran reclutamiento en Entre Ríos, llegando a reunir más de 10.000 hombres entre infantería, artillería y especialmente caballería. Este reclutamiento habría comprendido entre el 60% y el 70% del total de población masculina mayor a 14 años, canalizando el oriente entrerriano per se a 1.778 individuos en 1849, que representaban el 49,66% de todos los hombres de entre 15 y 60 años de la región, de los cuales el 71% eran milicianos y sólo el 29% tropas de línea.33 A este núcleo de fuerzas milicianas de Entre Ríos se sumaban otros miles del Litoral, así como de los ejércitos brasileños y orientales. Y si bien el grueso de las tropas provenía de la provincia de quien dirigía la alianza, resultaba fundamental el apoyo en infraestructura militar del Brasil (especialmente su Armada), así como los recursos económicos que el Imperio le brindaba. Ricardo Salvatore, “Consolidación del régimen rosista (1835-1852)”, en Noemí Goldman (dir.), Revolución, República, Confederación (1806-1852), op. cit., pp. 377-378. 31 Es sabido que la participación militar de los “indios amigos” no era verdaderamente deseada por Rosas, en base a experiencias pasadas como la sucedida luego del derrocamiento de los Libres del Sur, cuando produjeron desmanes y robos de hacienda en las propias estancias federales. Según ha sido referido, el mismo gobernador llegó a decir entonces: “Ya sabe usted que soy opuesto a mezclar este elemento entre nosotros, pues que si soy vencido no quiero dejar arruinada la campaña. Si triunfamos, ¿quién contiene a los indios? Si somos derrotados, ¿quién contiene a los indios?” (citado originalmente en John Lynch, Juan Manuel de Rosas, Buenos Aires, Emecé, 1997 (1981), p. 309; en Jorge Gelman, Rosas bajo fuego..., op. cit., p. 205). 32 Domingo F. Sarmiento, Campaña en el Ejército Grande, Bernal, UNQ, 1997 (1852). 33 Roberto Schmit, Ruina y resurrección en tiempos de guerra. Sociedad, economía y poder en el Oriente Entrerriano posrevolucionario, 1810-1852, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2004, p. 177. La importancia de los cuerpos milicianos frente a los regulares en las distintas provincias de la Confederación Argentina, a diferencia del nutrido ejército regular porteño, también ha sido referida para Corrientes y Córdoba, donde se ha destacado el relevante papel de los comandantes de milicia departamental en el primer caso y la gran movilización militar-miliciana durante el gobierno aliado de Manuel López en el segundo. Véanse Pablo Buchbinder, Caudillos de pluma y hombres de acción. Estado y política en Corrientes en tiempos de la Organización Nacional, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2004; y Silvia Romano, op. cit., respectivamente. Del mismo signo eran las tropas que movilizaba Quiroga en los años 20 y 30, centradas en los llanos riojanos (Noemí Goldman y Sonia Tedeschi, “Los tejidos formales del poder. Caudillos en el interior y el litoral rioplatenses durante la primera mitad del siglo XIX”, en Noemí Goldman y Ricardo Salvatore (comps.), Caudillismos…, op. cit.). 30
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Por su parte, las fuerzas rosistas a fines de 1851 fueron estimadas en un total de 7.500 soldados en la División Norte, 5.800 efectivos en la División Centro, 2.800 en la Sud, 17.800 soldados en la ciudad –entre milicianos de policía y tropas veteranas– y 12.700 veteranos más alojados en Palermo y Santos Lugares.34 Sin embargo, éstas no parecen haber logrado una movilización para enfrentar a la coalición enemiga con la misma energía que diez años antes, en que la federación rosista derrotó a enemigos también muy poderosos. A partir de la derrota de Caseros, Rosas se exilió en Inglaterra hasta su muerte, acontecida en 1877, al tiempo que se inició la experiencia de la Confederación, con sede política en la ciudad de Paraná y al mando de Urquiza, hasta la definitiva organización de la república con la inclusión de Buenos Aires desde 1862. Cabe señalar que la organización del ejército de línea que realizó Bartolomé Mitre a partir de entonces se hizo centralmente sobre la estructura del de Buenos Aires, y los “nuevos” jefes y oficiales surgieron de los que habían peleado contra Rosas durante la campaña al Ejército Grande, y luego a favor de Buenos Aires durante la secesión.35 Sin embargo, algunos oficiales, pese a haberse pasado de bando o haber continuado en la función militar con los gobiernos posteriores, no olvidaban el gran sentimiento de fidelidad que Rosas había logrado cimentar con ellos mediante incentivos materiales (entrega de tierras fiscales, ganado, medallas, honores, exenciones impositivas, etc.) y el capital simbólico que significaba el trascendental lugar de pertenencia que la oficialidad militar tenía dentro de la federación rosista. En las propias palabras de un oficial federal que, sobreviviendo a la batalla de Caseros, le escribía al propio Rosas durante su exilio, desde San Nicolás, más de veinte años después: Sabe Vd. que he sido militar y no político; como tal, mi adhesión siempre es profunda hacia Vd. y mi más íntimo deseo sería verlo y abrazarlo, pero ya que esto es imposible desde aquí tengo el placer de saludarlo, deseándole toda la felicidad y que cuente con el profundo cariño de su más afectísimo servidor y amigo.36
Comando en Jefe del Ejército, Reseña histórica y orgánica del ejército argentino, tomo I, Buenos Aires, Círculo Militar, 1971, p. 385. 35 Véase el trabajo de Hilda Sabato en este volumen. 36 Carta de Prudencio Arnold a Juan Manuel de Rosas, San Nicolás, 20 de abril de 1873, en Prudencio Arnold, Un soldado argentino, Buenos Aires, Eudeba, 1970 (1893), p. 126, citada en Sol Lanteri, “Un vecindario federal...”, op. cit., pp. 312-313. 34
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El sistema militar de Rosas y la Confederación Argentina (1829-1852)
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Y LA ORGANIZACIÓN NACIONAL
La Guerra de Independencia en Salta. Güemes y sus gauchos* S ARA E. M ATA UNSA / CONICET
Revolución de Mayo en Buenos Aires y Guerra de Independencia constituyen, para la historiografía argentina, dos términos estrechamente unidos en tanto los sucesos que tuvieran lugar en 1810 en la capital del virreinato del Río de la Plata habrían de desencadenar una guerra que tendrá lugar fundamentalmente en las provincias altoperuanas y en la provincia de Salta, resultante esta última de la fragmentación de la Intendencia de Salta del Tucumán dispuesta por el director supremo Gervasio Posadas en agosto de 1814. En el transcurso de la misma, la Declaración de la Independencia de las Provincias Unidas de América del Sur, en la ciudad de Tucumán el 9 de julio de 1816, a la vez que afirmaba el sentido anticolonial de la guerra expresaba un anhelo que sólo podría conseguirse con la derrota del poder realista en América del Sur. Triunfaba así un proyecto político más amplio y radical que excedía a la jurisdicción del ex virreinato, hasta ese momento el escenario de la revolución rioplatense. En el transcurso de los años que mediaron entre 1811, cuando Juan José Castelli al frente del Ejército Auxiliar del Perú se detuvo en el río Desaguadero –límite del virreinato del Río de la Plata con el del Perú–, y enero de 1817 cuando José de San Martín emprendió el cruce de los Andes, la guerra desencadenada en los espacios andinos del ex virreinato impulsó cambios estratégicos de envergadura. A principios de 1814 y luego de la segunda derrota en el Alto Perú del Ejército Auxiliar enviado por Buenos Aires, José de San Martín, quien había reemplazado como jefe de ese ejército a Manuel Belgrano dispuso enfrentar a los realistas que ocupaban el territorio salto-jujeño, desarrollando *
Proyecto PIP CONICET 7063 y PICTO Agencia 36715.
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allí una guerra de guerrillas.1 Esta decisión resultó definitoria para la dinámica de la Guerra de Independencia en los Andes del sur. Fueron responsables de implementar esta estrategia Martín Miguel de Güemes, militar natural de Salta a quien José de San Martín nombró Teniente Coronel de Vanguardia emplazado en la frontera sur de la jurisdicción de la ciudad de Salta y Apolinario Saravia, capitán de Milicias de la provincia de Salta en el departamento de Guachipas al sur del valle de Lerma. De esta manera Salta y Jujuy se incorporaron “a la guerra de montaña” y de recursos que se libraba desde 1811 en las Provincias Altoperuanas. Pocos meses después, luego de abandonar la jefatura del Ejército Auxiliar del Perú, San Martín fue designado gobernador de Cuyo, donde comenzó a organizar fuerzas militares con la finalidad de cruzar los Andes para batir a los realistas en Chile y el Perú. La derrota por tercera vez del Ejército Auxiliar del Perú a fines de 1815, fortalecerá la estrategia sanmartiniana, e impulsará la declaración de la independencia en los momentos más difíciles y complicados de la revolución. En esta oportunidad nos interesa presentar los perfiles militares, sociales y políticos que presentó la Guerra de Independencia en la provincia de Salta, por dos importantes razones. La primera por cuanto la misma ocasionó un proceso insurreccional que descubrió las profundas tensiones que agitaban a la sociedad local favoreciendo la construcción del liderazgo político y militar de Martín Miguel de Güemes. La segunda en virtud de la representación que de la autoridad del Ejército Auxiliar alcanzara Martín Miguel de Güemes entre los grupos insurgentes altoperuanos y la importancia que reviste su muerte en 1821 durante la definición del actual territorio de la República Argentina. Al momento de la Revolución y ante la necesidad de fortalecer al ejército que desde Buenos Aires marchaba hacia el Alto Perú, el gobernador Chiclana dispuso en Salta levas con la finalidad de reclutar hombres para el Ejército Auxiliar. Se crearon asimismo nuevos cuerpos de milicias tales como la de los Cívicos, integrado por miembros de la elite y la de los Pardos y Morenos, ambas en el ámbito urbano, mientras que las milicias rurales aumentaron el número de hombres. Entre quienes en septiembre de 1810 se abocaron con entusiasmo a la tarea de organizar estas milicias rurales se encontraban importantes estancieros que constituían la oficialidad de las Milicias Regladas de fines de la colonia o de las milicias voluntarias alistadas en ocasión de las invasiones inglesas, en tanto es notorio el desplazamien-
Fue Manuel Dorrego quien aconsejó a San Martín acerca de la inutilidad de mantener tropa de línea en Salta ponderando las posibilidades que en cambio ofrecería la ofensiva sorpresiva de grupos milicianos. 1
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to o la ausencia de otros y la designación de nuevos jefes.2 De esta manera, si bien las milicias coloniales constituyeron las bases de la movilización iniciada en 1810, la militarización tendiente a apoyar al Ejército Auxiliar del Perú, ofrecerá nuevas alternativas de poder al abrigo de la adhesión a la causa de Buenos Aires y hará posible la incorporación de nuevos actores sociales al campo militar.3 En estos primeros momentos, el pago del prest o salario debido a los soldados enrolados sirvió de aliciente, aun cuando la deserción, al igual que en el resto de los territorios del interior del virreinato fue frecuente. No es posible evaluar en qué medida influyó en estas primeras movilizaciones la experiencia militar previa brindada por las Milicias Regladas y la presencia de un batallón del Regimiento Fixo de Buenos Aires en Salta. De cualquier modo, es posible observar que aun con escaso o nulo entrenamiento militar, los cuadros jerárquicos de estas estructuras militares revalidaron y legitimaron sus cargos en el ejército que organizaba Buenos Aires, en dos instancias de importancia: el reclutamiento a nivel local y su incorporación como oficiales al mando de milicias en el Ejercito Auxiliar. Pero también es preciso considerar las expectativas y experiencias adquiridas por los hombres que, por su condición de milicianos, lograron autorización para portar armas y gozaron de un fuero que los sustraía de las justicias ordinarias y les brindaba posibilidades de negociación, a pesar de las asimetrías de la relación jerárquica. En efecto, el fuero militar, fuente de desavenencias y espacio de negociación, adquiere en este contexto bélico mayor significación en tanto a través de él se habrán de dirimir espacios de poder entre autoridades civiles y militares. La autoridad ejercida por los Alcaldes y los estancieros y hacendados sobre la población rural se resintió visiblemente frente a las posibilidades concretas de sustraerse de ella por parte de peones y arrenderos sujetos a la milicia.4
Entre los ausentes se encontraba el capitán de Milicias Voluntarias de Caballería de esta Capital Francisco Javier de Figueroa, quien en 1807 ofreció vestir, armar y correr con los gastos de traslado de una compañía de cien hombres hasta Buenos Aires para defender la capital del virreinato (Archivo General de la Nación [AGN], Sala X, Guerra, 43.8.2). Su entusiasmo no se reiteró en 1810. En cambio su hermano Apolinario habría de colabor ar con el capitán don José Antonino Fernández Cornejo en reclutar y acuartelar soldados en la Hacienda de San Isidro propiedad ubicada en la frontera perteneciente a este último (AGN, Sala X, 43.7.9). 3 Sara Mata de López “Guerra, militarización y poder. Ejército y milicia en Salta y Jujuy. 18101816”, en Anuario IEHS, Nº 24, Tandil, 2009, en prensa. 4 Sara Mata de López, “Tierra en armas. Salta en la Revolución”, en Persistencias y cambios. Salta y el Noroeste Argentino. 1770-1840, Rosario, Prohistoria & Manuel Suárez editor, 1999. 2
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De cualquier modo, entre 1810 y 1812 las milicias de Salta tuvieron un protagonismo escaso. Desconocemos el apoyo que pudieron haber brindado en febrero de 1813, cuando el ejército de Belgrano, libró una batalla decisiva en las proximidades de la ciudad de Salta, logrando recuperar Salta y Jujuy del dominio realista. En esa oportunidad, colaboraron oficiales y milicianos salteños que siguieron al derrotado ejército de Castelli, cuando en agosto de 1812 y ya al mando de Belgrano, emprendió desde Jujuy la retirada hacia Tucumán. Los testimonios de Manuel Belgrano en los difíciles meses de 1812 muestran a una sociedad local renuente a prestar su apoyo al Ejército Auxiliar del Alto Perú.5 En sus Memorias póstumas, José María Paz justifica la decisión de Belgrano de liberar a los prisioneros realistas luego de la victoria obtenida en Salta, ante la imposibilidad de vigilar a tantos hombres ya que “en aquel tiempo ese elemento popular, que tan poderoso ha sido después en manos de los caudillos era casi desconocido; en consecuencia los generales poco o nada contaban fuera de lo que era tropa de línea”.6 Los testimonios relativos al escaso entusiasmo por participar o sumarse a las milicias no se agotan en las percepciones desencantadas de los jefes revolucionarios. En los primeros días de febrero de 1813 fue apresado por los realistas en el valle Calchaquí, en ocasión de intentar reclutar gente del valle, Mariano Díaz, natural de Sinti, comandante de Armas de la Provincia de Atacama y oficial del Ejército de Buenos Aires. Trasladado en calidad de prisionero hasta Oruro después de la derrota sufrida por Pío Tristán en ese mismo mes de febrero en Salta, reconoce la comisión ordenada por Belgrano y su fracaso “por oposición que le hicieron sus moradores”. Del sumario se desprende además que fue capturado por la decisiva oposición de los habitantes del valle que “en San Carlos, el día tres a la madrugada lo atacaron los moradores del país y lo obligaron a retirarse”.7 No sólo indiferencia sino también hostilidad. La defección a la causa revolucionaria tampoco fue absoluta. La comunicación clandestina con el ejército estacionado en Tucumán permitió a Belgrano
“[Q]uejas, lamentos, frialdad, total indiferencia y diré más odio mortal, que estoy por asegurar que preferirían a Goyeneche cuando no fuese más que por variar de situación y ver si mejoraban. Créame Ud. el ejército no está en pais amigo [...] se nos trata como a verdaderos enemigos” (Citado en Bartolomé Mitre, Historia de Belgrano y de la independencia argentina, Buenos Aires, Anaconda, 1950, p. 219). 6 José María Paz, Memorias póstumas, tomos I y II, Buenos Aires, Emecé, 2000, p. 79. 7 Archivo General de Indias, Sevilla [AGI], “Causa criminal seguida de oficio contra el Reo Mariano Díaz acusado por caudillo de insurgentes y de haber cometido los asesinatos, robos y saqueos que constan de esta sumaria”, Diversos, Ramo 1, N°1. 5
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contar con información acerca de las fuerzas realistas y en los montes y en los cerros del valle de Lerma y la frontera con el Chaco, las partidas milicianas interferían las comunicaciones y secuestraban mercancías y víveres que llegaban para la provisión de la ciudad. Si bien la base de operaciones de estas milicias se encontraba en Tucumán, muchos de ellos eran salteños conocedores del terreno, condición indispensable para este tipo de acciones. Si en 1812 los pobladores, en su mayoría, miraron con indiferencia e incluso muchos con entusiasmo la presencia del ejército real, en 1814 las circunstancias fueron diferentes. En 1814 no contaron con los apoyos políticos y económicos de los cuales habían gozado en 1812, en parte porque las principales familias realistas habían emigrado en 1813 hacia el Perú junto con el derrotado ejército del Rey y en parte porque Joaquín de la Pezuela, el jefe realista que ocupó Salta en esta oportunidad actuó con extrema severidad incautando bienes y persiguiendo a todos aquellos sospechados de apoyar a la causa revolucionaria. Carentes del apoyo que pudieran brindarles comerciantes y estancieros adictos, se vieron en la necesidad de proveerse de víveres y de ganados, especialmente mulas y caballos, procediendo a la requisa y saqueo en las estancias del valle de Lerma. Corría el mes de febrero cuando alrededor de cuatrocientos hombres integrantes de varias partidas españolas al mando de un vecino de Salta, incorporado al ejército realista y por lo mismo conocedor del territorio, se internaron en el valle de Lerma en búsqueda de provisiones y en la requisa de ganados procedió a confiscarlos tanto de las estancias como de los pequeños y medianos productores, fueran éstos arrenderos o propietarios de tierras, los cuales vivieron con indignación el saqueo al que eran sometidos por los hombres del Rey. El paisanaje no sólo resistió la requisa sino que, en no pocas ocasiones, asaltaron las partidas realistas con la finalidad de recuperar su ganado. Aun cuando el relato de los hechos, realizado con posterioridad, plantea la resistencia a los saqueos realistas como una reacción casi espontánea, alentada por algunos estancieros del lugar, la decidida participación de Pedro José de Zavala, quien en 1811 revistaba en la Compañía de Chicoana del Regimiento de Voluntarios de la Caballería de Salta modera la interpretación de la resistencia como una simple reacción ante el saqueo.8 La existencia de milicianos que con toda probabilidad participaron en la batalla de Salta y las vinculaciones que indudablemente varios de ellos conservarían con los jefes de las milicias que operaban en las serranías de Guachipas, partido al sur del valle de Lerma, permiten suponer que, además del movimiento
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AGN, “Milicias de Salta, 1811”, Sala X, 22.3.5.
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espontáneo de defensa de sus bienes, entre las razones que llevaron a la rebelión se encontraría una red de relaciones que la incitaba. La rebelión de los vecinos de Chicoana se enmarcó rápidamente en las directivas del Ejército Auxiliar, y en la estrategia diseñada por Manuel Dorrego y José de San Martín e implementadas en el valle de Lerma por Apolinario Saravia, capitán de Milicias de Guachipas. Poco después, Martín Miguel de Güemes con las milicias que había logrado reunir y organizar ayudado por algunos estancieros de la frontera del Rosario, acosó a las fuerzas realistas en las proximidades de la ciudad de Salta y estableció sobre ella un férreo cerco que dificultó el aprovisionamiento no sólo del Ejército sino también de la población que residía en la ciudad. En julio de 1814, un destacado vecino de Salta, Pedro Pablo Arias Velásquez en una carta dirigida al exiliado obispo Videla del Pino comentaba que en la ciudad “las gentes que quedaron asta aora están saliendo o fugando con mil riesgos y trabajos por la suma miseria que el sitio de nuestros gauchos tiene a aquel pueblo sin dejarles dentrar nada en víveres”. 9 La caída de Montevideo en poder de Buenos Aires y los serios reveses militares sufridos por los realistas en el Alto Perú debidos al accionar del general José Antonio Alvárez de Arenales y los jefes insurgentes Padilla, Cárdenas, y muchos otros, convencieron al general realista Joaquín de la Pezuela de la inutilidad de intentar desplazarse hacia Tucumán, desafiando a las milicias salteñas, para enfrentar al Ejército Auxiliar que allí se encontraba. El desabastecimiento y el peligro de tener que rendirse ante la vanguardia que dirigía Martín Miguel de Güemes, le indujeron a retirarse, abandonando definitivamente Jujuy en el mes de agosto de 1814, para enfrentar un penoso viaje, en invierno y con escasas pasturas, en dirección al Alto Perú. Si bien el hostigamiento a las fuerzas realistas y el cerco impuesto por el campesinado ya incorporado voluntariamente en las milicias rurales no fue tan sólo obra de la población rural del valle de Lerma ya que desde la Frontera del Rosario se sumaron las milicias reunidas por Martín Miguel de Güemes, fueron los paisanos del valle de Lerma quienes adquirieron en esta resistencia mayor protagonismo. Estos paisanos voluntarios comenzaron a ser identificados como “gauchos”, denominación que adquirió así una clara connotación militar.10 Expulsados
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los realistas, y después de la experiencia adquirida permanecieron movilizados en el marco de las desavenencias entre el ejército de Rondeau y el gobernador Güemes. La crisis de 1815 será una de las razones por las cuales la insurrección se sostuvo articulándose en el proyecto político de Martín Miguel de Güemes. Debido al ascendente militar logrado en la resistencia a la ocupación realista de 1814 y al triunfo logrado en Puesto del Marqués en abril de 1815 Güemes consiguió, a su regreso a Salta y luego de pasar por Jujuy y tomar de su maestranza seiscientos fusiles, hacerse designar gobernador de la provincia de Salta.11 Desde el gobierno y desafiando las órdenes del Directorio y del jefe del Ejército del Norte se dedicó a organizar cuerpos de línea, entre ellos los Infernales y sobre todo las milicias cívicas de gauchos en la campaña de Salta, Jujuy y Orán.12 Con el fin de concretarlo se enfrentó duramente con el Cabildo de Jujuy, que además se negaba a reconocer su designación. En el centro de la disputa se encontraba el otorgamiento del fuero militar a los milicianos. Tanto el Cabildo de Salta como el de Jujuy insistían en negar los beneficios del fuero a los gauchos cuando no se encontraran en acción. En septiembre de 1815, al concluir la organización de las Milicias Cívicas de Gauchos y los cuerpos de línea, Güemes contaba con fuerzas suficientes para desafiar a las autoridades de Buenos Aires y del Ejército Auxiliar. El fuero, a pesar de la resistencia ofrecida por la elite, operó de manera permanente. Su concesión fue el resultado de la negociación implícita entre el paisanaje incorporado a las milicias y los sectores revolucionarios de Salta que apoyaban a Güemes. No cabe duda de que comprendieron cabalmente la necesidad que de ellos tenían para afianzar su proyecto político. Cuando en marzo de 1816 las fuerzas militares de Rondeau tomaron la ciudad de Salta y declararon a Güemes traidor a la revolución, una partida de gauchos sorprendió y derrotó a una avanzada del Ejército Auxiliar, tomando su armamento. Luego de este revés y acosado por el cerco que las milicias de Güemes realizaban a la ciudad impidiendo su abastecimiento, Rondeau accedió a formalizar un pacto en Cerrillos, localidad próxima a la ciudad de Salta. Poco después el Gobernador, luego de una reunión con los más importantes propietarios rurales, acordó “eximir” ínterin durase la guerra del pago de los arriendos con Aprovechó así el vacío de poder que experimentaba el Directorio en Buenos Aires y la partida del Gobernador de Salta incorporado al ejército de Rondeau en marcha hacia el Alto Perú. Al dejar la ciudad, Hilarión de la Quintana, había depositado en el Cabildo funciones propias del gobernador. 12 Sara Mata de López, “La guerra de independencia en Salta y la emergencia de nuevas relaciones de poder”, en Andes: Antropología e Historia, Nº 13, CEPIHA, Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Salta, 2002, pp. 128-129. 11
AGN, Culto-Sala X, 4.7.2. 10 Fueron Dorrego y San Martín quienes comenzarían a llamarles así, estableciendo probablemente una velada analogía con los “gauchos” de la Banda Oriental que al mando de José de Artigas luchaban contra los realistas en Montevideo. Coincide con esta apreciación Luis Güemes, Güemes documentado, tomo 7, Buenos Aires, Plus Ultra, 1982, p. 437. 9
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lo cual es evidente que el poder ascendente de las milicias lograba arrancar concesiones a la elite propietaria de Salta.13 La insurrección adquiriría así los ribetes de un movimiento social que se fue intensificando en el transcurso de la guerra contra los realistas. Y será también en el transcurso de la guerra que irá transformándose en la expresión armada de un proyecto político, y con ese sentido gran parte de esta movilización habrá de perdurar varias décadas más, luego de concluida la Guerra de Independencia. La importancia que adquirieron los cuerpos milicianos de la provincia de Salta se refleja en la cantidad de hombres que las integraban. En 1818 las fuerzas militares de Güemes incluían cuerpos de línea como Artillería y Caballería (Regimiento de Infernales, Partidas Veteranas, Coraceros, Partidas Auxiliares, Granaderos) y Escuadrones de Gauchos pertenecientes a la jurisdicción de Salta, de la Frontera del Rosario, del valle de Cachi, de Jujuy, de la quebrada de Humahuaca, y en un solo escuadrón los gauchos de Orán, Santa Victoria, San Andrés y la Puna. Estos Escuadrones de Gauchos eran las Milicias Regladas de la provincia y al igual que los cuerpos militares gozaban del fuero permanente. Conformaban un total de 6.610 hombres, una fuerza indudablemente importante.14 Resulta interesante observar que los cuerpos militares contaban con un total de 551 soldados, mientras que los 15 escuadrones gauchos sumaban 4.888 milicianos. Es decir que el peso de la resistencia a los realistas recaía indudablemente en las Milicias Provinciales.15 Pero más significativo aun resulta comprobar que de esos 4.888 hombres, 2.090 correspondían a los escuadrones del valle de Lerma, es decir que el 44% de los gauchos correspondían a los partidos de Chicoana, Guachipas y Rosario de los Cerrillos donde, a fines del período colonial, se concentraba la mayor parte de la población rural del valle en calidad de pequeños propietarios, arrenderos y agregados y donde también la tensión en torno a la tierra era intensa.16 No resulta casual entonces que la movilización desatada por la Guerra de Independencia derivase luego en insurrección, la cual fue rápidamente capitalizada por Güemes al incorporarla en las Milicias Cívicas o Escuadrones Gauchos
Sara Mata de López, “Tierra en armas. Salta en la Revolución”, op. cit. “Milicias de Salta al mando del General Güemes”, en Luis Güemes, Güemes documentado, tomo 8, Buenos Aires, Plus Ultra, 1984, pp. 22-43. 15 Sara Mata de López, “Paisanaje, insurrección y guerra de independencia. El conflicto social en Salta 1814-1821”, en Jorge Gelman y Raúl O. Fradkin (comps.), Política y sociedad en el siglo XIX, Rosario, Prohistoria, 2008, p. 70. 16 Sara Mata de López, Tierra y poder en Salta. El noroeste argentino en vísperas de la independencia, Sevilla, Diputación de Sevilla, colección Nuestra América, 2000. 13 14
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que organizara en 1815. También allí, a fines de la colonia, se radicó población indígena tributaria procedente del Alto Perú para quienes la abolición del tributo dispuesta por el gobierno revolucionario, a partir de 1812, pudo impulsar a sumarse a la defensa del mismo ingresando a las milicias. Si en abril de 1815 Güemes se presentó en Puesto del Marqués comandando una división de mil hombres, de los cuales quinientos pertenecían a las milicias gauchas del valle de Lerma,17 es indudable que éstas sumaron muchos voluntarios a sus filas en el transcurso de 1815, cuando decididamente capitalizó la insurrección incorporándola a los Escuadrones Gauchos de las Milicias Provinciales. A pesar de no contar con cifras confiables en relación con la población de Salta y su jurisdicción, es factible arriesgar que 2.090 gauchos representarían prácticamente a todos los hombres en condición de tomar las armas. La movilización era, de este modo, masiva.18 A mediados de 1816 Manuel Belgrano, nuevamente general del Ejército Auxiliar del Perú, aceptó con serias reservas la guerra de montaña como única alternativa posible para enfrentar a los realistas en los territorios del ex virreinato del Río de la Plata.19 De esta manera, la insurrección salteña, organizada ya en las estructuras militares dadas por su Gobernador pasaron a formar parte de la guerra que libraban las guerrillas en el Alto Perú y el Ejército de Buenos Aires no volvería a transitar el territorio de la provincia de Salta.
Carta de Agustín Dávila a Martín Torino, Jujuy, 3 de marzo de 1815, en Luis Güemes, Güemes documentado, tomo 2, Buenos Aires, Plus Ultra, 1979, p. 292. 18 En 1816, Juan Adam Graaner de visita en Salta reconoce que respecto a la población sólo se tienen noticias muy vagas, y que según los datos que ha obtenido la ciudad tendría unos 6.000 habitantes (Juan Adam Graaner, Las provincias del Río de la Plata en 1816, Buenos Aires, El Ateneo, 1949). En 1825 un viajero inglés, José Andrews, calcula para la ciudad y su campaña un total de 14.500 habitantes (Viaje de Buenos Aires a Potosí y Arica en los años 1825 y 1826, Buenos Aires, La Cultura Argentina, Vaccaro, 1920). A fines de la colonia las cifras también son dispares. El censo de 1778 indica un total para Salta, curato rectoral y campaña de 11.565 habitantes correspondiendo al valle de Lerma 3.265. Si a estas cifras sumamos parte de la población del curato rectoral que se encontraba en las quintas, chacras y estanzuelas que rodeaban el centro urbano, podríamos estimar alrededor de 5.000 habitantes en el área rural del valle. El crecimiento de población en las últimas décadas coloniales puede constatarse por la migración de población indígena altoperuana y también por los datos que brinda Malespina en 1789 que consigna para Salta y su jurisdicción un total de 22.389 habitantes (Edberto Acevedo, La intendencia de Salta del Tucumán, Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, 1965, p. 322). 19 AGN, Sala X, 4.1.3 17
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Al finalizar el año 1816, la revolución rioplatense atravesaba momentos muy difíciles. Los realistas habían consolidado su control sobre las principales ciudades altas peruanas que no volverían más a estar bajo el poder de los revolucionarios porteños. Los principales líderes de la insurgencia altoperuana habían muerto y el movimiento revolucionario se encontraba desarticulado. El desembarco en Lima de disciplinadas tropas militares al mando del general José de la Serna, destinadas a recuperar para la monarquía española los territorios sublevados, hacía prever mayores peligros a las endebles Provincias Unidas del Río de la Plata. Si bien la provincia de Salta soportó entre 1817 y 1821 sucesivas invasiones, la que tuvo lugar en enero de 1817 fue la más peligrosa para el destino de la revolución, cuando tropas realistas al mando del general La Serna, avanzaron sobre Jujuy y ocuparon la ciudad de Salta. El objetivo militar de La Serna era Tucumán, ya que su plan consistía en obligar a San Martín a abandonar Cuyo para auxiliar al Ejército allí estacionado, dando así oportunidad al ejército realista que se encontraba en Chile para cruzar los Andes y unirse con el suyo, con la finalidad de destruir a las fuerzas militares porteñas y recuperar el virreinato del Río de la Plata. Mientras que La Serna se internaba en la provincia de Salta, José de San Martín emprendía el cruce de los Andes con destino a Chile. Comenzaban así a fallar las previsiones de los jefes realistas. Un mes después, el triunfo de San Martín en Chile, generó zozobra e incertidumbre. De todas maneras, debieron de haber evaluado la debilidad del ejército de Belgrano estacionado en Tucumán al no contar ya con la posibilidad de ser socorrido por el de San Martín y la importancia de sorprender y propinar una derrota que podría llegar a ser fundamental para recuperar al insurrecto virreinato del Río de la Plata. Estas consideraciones debieron de pesar en las disposiciones que el virrey Pezuela hiciera llegar a La Serna, ordenándole que si estaba en actitud y haciendo un esfuerzo como lo requería el caso, dispusiese un rápido movimiento con toda su fuerza sobre el Tucumán para deshacer la poca que tenía el General enemigo Belgrano, y se retirase después a su posición de Jujuy en observación de las conductas de los portugueses que se habían introducido hostilmente en Montevideo y Banda oriental el Río de la Plata y se creía que fuese en combinación con los de Buenos Aires y de mala fe, sin embargo de que al propio tiempo se estaban tratando los casamientos de nuestro Rey Fernando y el Infante Don Carlos con dos infantas Portuguesas.20
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Pero avanzar hacia Tucumán resultó mucho más difícil de lo esperado. En la provincia de Salta una vez más, el control de la campaña quedó en manos de los gauchos y de Güemes, quienes impidieron el abastecimiento de la ciudad y de las tropas enemigas. A pesar de ello, una partida enemiga intentó llegar a Tucumán eligiendo para ello el camino menos frecuente ante la imposibilidad de hacerlo por el camino real de la frontera o a través del valle de Lerma dada la peligrosidad de las guerrillas gauchas. A sabiendas de que en el valle Calchaquí contaban con mayores adhesiones y que allí la insurrección no era tan generalizada, eligieron atravesarlo para bajar a Tucumán. Llegar hasta ese valle no resultó sencillo ya que para hacerlo debieron internarse varias leguas hacia el oeste por el valle de Lerma donde las milicias gauchas demostraron nuevamente su eficacia en hostigar a las partidas realistas. Acosados permanentemente, sin posibilidades de encontrar alimentos y diezmados, no se atrevieron a atravesar la quebrada de Escoipe, paso obligado hacia el valle Calchaquí. El retorno hasta Salta fue aun más fatigoso. Imposibilitados de avanzar, cual era su intención y asediados en la ciudad de Salta, finalmente La Serna dispuso el retiro de sus tropas hacia el Alto Perú. La derrota sufrida por La Serna fortaleció aun más el liderazgo de Martín Miguel de Güemes, al demostrar la eficacia de las guerrillas gauchas para enfrentar al ejército realista. Las sucesivas invasiones realistas carecieron ya del sentido estratégico militar que alentaron a las anteriores de 1812, 1814 y 1817, limitándose a ser incursiones destinadas a proveerse de ganados y mulas. La guerra se transformó así en una guerra de recursos. Sintieron el peso de la misma los comerciantes y los hacendados de Salta. Los primeros porque no sólo vieron interrumpido el comercio con el Alto Perú sino porque también debieron realizar préstamos forzosos al Estado provincial para cubrir los gastos que demandaba el sostenimiento de los hombres movilizados y los segundos porque además de las confiscaciones de ganados se vieron privados del servicio personal y del pago de los arriendos de quienes se encontraban enrolados en las milicias. Facundo de Zuviría escribiría en 1818 que los hacendados “solo ven en los defensores de la patria, como en quienes la invaden, hombres que talan sus campos, destruyen sus frutos, arrean y consumen sus ganados y cargan sobre ellos inmensas contribuciones”.21
20 Joaquín de la Pezuela, Memoria de Gobierno de Joaquín de la Pezuela, virrey del Perú. 1816-1821, edición y prólogo de Vicente Rodríguez Casado y Guillermo Lohmann Villena, Sevilla, Publicaciones de la Escuela de Estudios Hispano-americanos de Sevilla, 1947, p. 119. 21 Archivo y Biblioteca Históricos de Salta [ABHS], “Presentación del ciudadano Facundo de Zuviría a nombre de D.Dr. José Ignacio de Gorriti”, Armario Gris, fs. 8 y 8v.
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Mientras que la oposición de la elite al gobernador Güemes aumentaba y las conspiraciones en su contra involucraban incluso a sus capitanes y hombres de confianza, el temor que las invasiones realistas producían en el vecindario de Salta contribuía a preservarlo en el poder. Uno de los objetivos de Güemes era coordinar, como jefe de la Vanguardia del Ejército porteño, las acciones llevadas a cabo por las guerrillas altoperuanas. Era ésta también la aspiración de Manuel Belgrano, quien como general del Ejército Auxiliar del Perú confirmaba desde Tucumán los cargos militares de los insurgentes altoperuanos propuestos por Güemes. Tanto Martín Miguel de Güemes como Manuel Belgrano debieron aceptar la imposición de las jefaturas en las guerrillas admitiendo la imposibilidad de designar a sus jefes. Estas fuerzas irregulares trataron de todos modos de darse una estructura y organización militar. José Santos Vargas, tambor en la guerrilla de Ayopaya nos brinda en su diario relatos ilustrativos acerca de estos esfuerzos, de la manera en que elegían a sus jefes, de la participación indígena y de la importancia que tenía pertenecer al Ejército de Buenos Aires.22 Si bien el Ejército Auxiliar del Perú no retornó nuevamente a esos territorios, tanto Belgrano como Güemes abrigaron la esperanza de poder concretar una nueva expedición que fortaleciera en un movimiento de pinzas el avance de San Martín en el Perú. Las condiciones materiales del Ejercito Auxiliar acantonado en Tucumán y las limitaciones de Güemes para desplazarse hacia el Alto Perú, postergaron este proyecto. Güemes intentó, sin embargo, organizar acciones conjuntas con los jefes de la guerrilla de Ayopaya. En enero de 1821, los jefes realistas informaban al Ministro de Guerra acerca de los peligros que acechaban a la causa del Rey en el Alto Perú “No es Exmo., San Martín y sus satélites los únicos enemigos que tenemos. Son mayores y de más consideración los que por desgracia de esta guerra abundan ya en todas las capitales, pueblos y aún en las más pequeñas aldeas”. Luego de comentar cómo habían logrado abortar la sedición de tropas de la vanguardia realista que pretendían “asesinar al Comandante General, Jefes y Oficiales de la vanguardia y llamar después al caudillo Güemes que viniese a apoderarse del Alto Perú”,23 refiere acerca del complot destinado a contrarrevolucionar a Oruro, el cual fue descubierto por haber “sido interceptados en el despoblado de Atacama unos pliegos que el caudillo Chinchilla dirigía al de la misma clase Güemes”. El fin de este complot era, además de matar a todos los decididos por
José Santos Vargas, Diario de un comandante de la independencia americana. 1814-1825, transcripción, introducción e índices de Gunnar Mendoza, México, Siglo XXI, 1982. 23 El destacado me pertenece. 22
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la causa del Rey y asaltar la Maestranza para proveerse de pólvora, fusiles y otros útiles de guerra, “llevarse la tropa y con ella engrosar la fuerte gavilla de Chinchilla y revolver las provincias de la Paz y Cochabamba y por consecuencia todo el distrito de Buenos Aires”. Frente a estas evidencias no duda en afirmar que “el plan de los enemigos es combinado y general”.24 La importancia de Martín Miguel de Güemes en la Guerra de Independencia que se libraba en territorio altoperuano incluyendo a Salta y Jujuy se evidencia en el tratamiento que le da Joaquín de la Pezuela, a la sazón virrey del Perú. En octubre de ese año siguiendo la Real Orden del 11 de abril de 1820 nombró Comisionados para “que traten y conferencien con las autoridades de las citadas provincias del Río de la Plata”, con el fin de tratar el reconocimiento de la Constitución española. Entre las instrucciones que les entrega dispone sobre todo tratarán de ganar por todos los medios posibles al Gefe de la Provincia de Salta D. Martin de Guemez pues la incorporación de este en nuestro sistema, acarrearia ventajas incalculables por su rango y por el gran influjo que ha adquirido sobre los pueblos de su mando.25 La crisis política que enfrentó a las provincias del ex virreinato con Buenos Aires en 1820 y la disolución del Ejército Auxiliar del Perú significó también, ante la inexistencia de un poder central, abandonar a su suerte a la provincia de Salta y a la insurgencia altoperuana que combatían a las fuerzas realistas, también ellas debilitadas. En ese contexto la oposición al gobierno de Martín Miguel de Güemes cobró impulso. El 24 de mayo de 1821, en ausencia de Güemes,26 el Cabildo lo destituyó del gobierno argumentando que
Refutación que hace el Mariscal de Campo D. Jerónimo Valdez del Manifiesto que el Teniente General D. Joaquín de la Pezuela imprimió en 1821 a su regreso del Perú. Publica su hijo Conde de Torata, Madrid, Imprenta Viuda de M. Minuesa de los Ríos, 1895. Documento justificativo número 15 del tomo I, pp. 141-145. 25 AGI, Indiferente, 1570. 26 A principios de 1821 Güemes decidió avanzar contra Bernabé Araoz, gobernador de Tucumán. Varias fueron las razones que precipitaron esta decisión, entre ellas la separación de Santiago del Estero de Tucumán y la decisión de Aráoz de invadirla así como la de impedir el envío de dinero que desde Santiago remitían para ayudar a equipar a las fuerzas militares de Salta. 24
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La Guerra de Independencia en Salta. Güemes y sus gauchos
Desde su colocación en el gobierno, sus primeros empeños fueron perpetuarse en él; engañar a la muchedumbre, alucinarlas con expresiones dulces sin sustento [...] invertir el orden; disponer de las propiedades a su antojo [...] ser el principal motor de la anarquía seminada en las demás provincias que forman el continente.27 La Revolución del Comercio como fue denominado el intento de destituir a Güemes por parte del Cabildo no prosperó por cuanto las milicias continuaron reconociendo la autoridad del Gobernador. Dos semanas después, el 7 de junio una partida realista ingresó a la ciudad sorprendiendo a Güemes e hiriéndole cuando al galope de su caballo buscó salir de la ciudad para refugiarse en su campamento. Una semana después fallecía. Los honores que la oposición a Güemes brindó al general realista Pedro Antonio de Olañeta dan cuenta del grave enfrentamiento que aquejaba a la sociedad de Salta, el cual no debe atribuirse tan sólo al deterioro económico o a la necesidad de restablecer el comercio con el Alto Perú. Si bien éstas indudablemente constituían razones importantes, el control social y la búsqueda de una propuesta política viable en el marco de la crisis institucional que aquejaba a las Provincias Unidas del Río de la Plata fueron también responsables de la alternativa elegida por la clase dirigente de Salta. Las negociaciones, de carácter secreto, entre la oposición a Güemes, autodenominada “Patria nueva”, y el jefe realista, culminan con la firma de un armisticio en julio de 1821 mediante el cual se garantizó el retiro de las tropas realistas más allá de la quebrada de Purmamarca, se dispuso la designación de un gobernador sin la presión de las tropas y se facilitó la adquisición de vituallas y ganados a las fuerzas realistas, quienes pagaron por ellas a los comerciantes y los propietarios que las facilitaron. Ante la ausencia de un gobierno central la provincia de Salta, representada por el Cabildo, se constituyó en sujeto de soberanía negociando el retiro de las tropas realistas y renunciando a continuar la Guerra de Independencia, con lo cual el proyecto de San Martín de reforzar con la vanguardia del disuelto Ejército Auxiliar del Perú una avanzada hacia el Alto Perú, se hizo trizas. Se fracturó también la vinculación que en tiempos de Güemes existía entre las guerrillas altoperuanas y la provincia de Salta. El armisticio definió una frontera entre territorios que a partir de su firma se diferenciaron políticamente. Las guerrillas altoperuanas y su enfrentamiento con el ejército realista quedaron aisladas y con la conclusión de la Guerra de Independencia en 1824 las Provincias
del Alto Perú se pronunciarían por declararse un Estado independiente. A partir de la Declaración de la Independencia de Bolivia los límites políticos establecidos en el armisticio de 1821 fueron definitivamente, y más allá de algunas modificaciones posteriores, la frontera norte del país construida por la revolución como afirmara Tulio Halperin Donghi hace ya varias décadas.28 El extremo norte de la provincia de Salta sería frontera recién a partir de 1821 y no antes. Güemes no defendió ninguna frontera, defendió la revolución de Buenos Aires y la independencia americana.
B IBLIOGRAFÍA ACEVEDO, Edberto, La intendencia de Salta del Tucumán, Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, 1965. ADAM GRAANER, Juan, Las provincias del Río de la Plata en 1816, Buenos Aires, El Ateneo, 1949. ANDREWS, José, Viaje de Buenos Aires a Potosí y Arica en los años 1825 y 1826, Buenos Aires, La Cultura Argentina, Vaccaro, 1920. DE LA PEZUELA, Joaquín, Memoria de Gobierno de Joaquín de la Pezuela, virrey del Peru. 1816-1821, edición y prólogo de Vicente Rodriguez Casado y Guillermo Lohmann Villena, Sevilla, Publicaciones de la Escuela de Estudios Hispano-americanos de Sevilla, 1947. GÜEMES, Luis, Güemes documentado, 9 tomos, Buenos Aires, Plus Ultra, 1972-1984. HALPERIN DONGHI, Tulio, Revolución y guerra. Formación de una élite dirigente en la Argentina criolla, Buenos Aires, Siglo XXI, 1972. MATA de LÓPEZ, Sara, “Tierra en armas. Salta en la Revolución”, en Persistencias y cambios. Salta y el Noroeste Argentino. 1770-1840, Rosario, Prohistoria & Manuel Suárez editor, 1999. MATA de LÓPEZ, Sara, Tierra y poder en Salta. El noroeste argentino en vísperas de la independencia, Sevilla, Diputación de Sevilla, colección Nuestra América, 2000.
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ABHS, “Mensaje del Cabildo de Salta a los ciudadanos, 24 de mayo de 1821”, Fondo Documental Dr. Bernardo Frías, Carpeta 10, Documento 148. 27
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La Guerra de Independencia en Salta. Güemes y sus gauchos
1810-1860 L A I NDEPENDENCIA __________________, “La guerra de independencia en Salta y la emergencia de nuevas relaciones de poder”, en Andes: Antropología e Historia, Nº 13, Salta, CEPIHA, Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Salta, 2002. __________________, “Paisanaje, insurrección y guerra de independencia. El conflicto social en Salta 1814-1821”, en Jorge Gelman y Raúl O. Fradkin (comps.), Política y sociedad en el siglo XIX, Rosario, Prohistoria, 2008. __________________, “Guerra, militarización y poder. Ejército y milicia en Salta y Jujuy. 1810-1816”, en Anuario IEHS, Nº 24, Tandil, 2009, en prensa. MITRE, Bartolomé, Historia de Belgrano y de la independencia argentina, Buenos Aires, Anaconda, 1950. PAZ, José María, Memorias póstumas, tomos I y II, Buenos Aires, Emecé, 2000. VARGAS, José Santos, Diario de un comandante de la independencia americana. 1814-1825, transcripción, introducción e índices de Gunnar Mendoza, México, Siglo XXI, 1982.
Y LA ORGANIZACIÓN NACIONAL
Una estrategia para el Río de la Plata. La escuadra argentina en el combate naval de Montevideo1 G UILLERMO A NDRÉS OYARZÁBAL O FICIAL
DEL
E STADO M AYOR (ARA) / UCA
Hacia 1814, las derrotas de Manuel Belgrano en Vilcapugio y Ayohuma, el crecimiento de la tensión entre las autoridades de Buenos Aires y el caudillo oriental José Gervasio Artigas y el fortalecimiento de la posición del gobernador Gaspar de Vigodet en Montevideo, habían puesto en peligro el éxito de la causa revolucionaria. Pero si como se señala, la situación militar era dramática, los asuntos de política exterior no eran menos graves, José Napoleón claudicaba en España y el retorno de Fernando VII, antes tan improbable, dejaba de ser una quimera. La Asamblea General Constituyente había señalado el camino de la definitiva separación de la Península, pero ante la nueva situación internacional, hasta los principios justamente declamados se encontraban en discusión. Por entonces, el gobierno de Buenos Aires dudaba de su capacidad para continuar y profundizar las acciones de guerra. En enero de 1814 Gervasio Posadas, fue designado Director Supremo de la Provincias Unidas, inaugurando así un régimen de gobierno unipersonal en reemplazo del triunvirato existente. Por otro lado José de San Martín que estaba preparando su ejército con la clara intención de proyectar operaciones de fondo allende los Andes y el Perú, presionaba a las autoridades para que declararan la Independencia. El nuevo mandatario se encontró en el centro de un dramático escenario. Después de dos años, Montevideo parecía indiferente al asedio de las tropas de Rondeau y Artigas que hasta ese momento lo había acompañado en las operaciones, definitivamente desencantado por el curso que tomaba la política de Buenos Aires decidió retirarse. El autor ha desarrollado esta conferencia sobre la base de su libro Guillermo Brown, Buenos Aires, Librería-Editorial Histórica, 2007. 1
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Mientras los acontecimientos se precipitaban Carlos de Alvear actuaba con firmeza, y atento a las circunstancias que imponían acciones contundentes, gestó una estrategia de aliento que puso inmediatamente en marcha. Advirtió entonces que el sitio terrestre sobre Montevideo desgastaba las fuerzas militares criollas en un esfuerzo vano, toda vez que el control del Río de la Plata continuara en manos realistas: “Así pues –explicaba en sus memorias– era preciso una escuadra para apoderarse de tan importante punto con cuya ocupación podíamos mirar como asegurada la causa de la libertad”.2 La idea se difundió con rapidez y en poco tiempo logró el apoyo de figuras influyentes para la conformación de una escuadra. Mientras Alvear dibujaba el plan definitivo, Juan Larrea, en su papel de secretario de Hacienda, actuaba como un verdadero artífice sin librar ningún aspecto a su suerte. Evaluó las posibilidades de alistar un componente de guerra con los barcos de Buenos Aires pasibles de ser armados y envió agentes de inteligencia a Montevideo para obtener una descripción precisa de las capacidades navales del enemigo. Mientras que el primero se preocupó por convencer a Posadas de la aptitud y factibilidad del proyecto, Larrea logró interesarlo por su aceptabilidad. Presentó en un acabado informe las características, cantidad y costos de los buques que debían adquirirse, la relación de capitanes y marinos a contratar y propuso finalmente la financiación del empresario naviero norteamericano Guillermo Pio White. En febrero, mientras se trabajaba activamente para el acondicionamiento de las unidades y se reclutaban las dotaciones, una escuadrilla realista compuesta de diez buques al mando del capitán de navío Jacinto de Romarate se aproximó amenazadoramente a Buenos Aires. Aunque la modesta fuerza naval siguió su camino rumbo a la isla Martín García, la intimidación causó conmoción entre los porteños. Con la precipitación que imponían las circunstancias se embarcaron tropas de línea y hasta en algunos casos se previó la zarpada. Aunque nada ocurrió, la experiencia fue una muestra de las dificultades de todo orden que se deberían superar. En efecto, las tropas mostraron su contrariedad por las tareas que estaban llamadas a desempeñar y las condiciones de la vida a bordo, y en la primera noche algunos se sublevaron “pidiendo a gritos el inmediato desembarco”. En dos de los buques la violencia de la protesta se tornó en contra de los capitanes, quienes debieron abandonar sin más las unidades a su mando. La misma desaprobación fue acompañada por el pueblo de Buenos Aires y hasta el Director Supremo, en todo punto temeroso, llamó a Alvear para sugerirle la cancelación de lo actuado, afirmando Carlos de Alvear, “Narraciones”, en Gregorio F. Rodríguez, Historia del General Alvear, 17891852, tomo I, Buenos Aires, G. Mendesky e hijo editores, 1913, p. 457. 2
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que todo el mundo miraba ese proyecto como el más solemne desatino, que la irritación que causaba era inmensa y que sus resultados iban a ser que la sublevación de las tropas embarcadas se extendiera hacia las de tierra.3 Como fuera, Posadas tenía enfrente una voluntad inquebrantable y volvió a ser seducido por las promesas, esperanzas y convicciones de su sobrino Alvear El problema más sensible había radicado en la elección del hombre destinado a conducir la escuadra. Tres eran los candidatos, Benjamín Franklin Seaver, norteamericano preferido de White; Estanislao Courrande, un conocido corsario francés; y Guillermo Brown, un marino irlandés que operaba en el Plata desde 1809 y que actuaba desde diciembre de 1813 sin designación alguna junto con Alvear y Larrea.4 La gravedad del movimiento de Artigas, el descontento popular y las dudas que albergaba el propio Director Supremo, constituían una advertencia que no podía ser ignorada. Las circunstancias habían confirmado la necesidad de completar las dotaciones, mantener la disciplina, apurar el alistamiento y lanzar sin dilaciones la campaña. Dentro de este esquema, la designación del comandante naval se hizo apremiante y el 1° de marzo de 1814 fue nombrado Guillermo Brown, con el grado de teniente coronel, al mando de la Escuadrilla Nacional. Según el plan trazado por Alvear la recuperación definitiva de Montevideo sólo sería posible si por mar se cerraba la salida a los realistas. Esto implicaba el dominio del Río de la Plata por la escuadra patriota, pero para ello era imprescindible eliminar el poder naval español en la región. La isla Martín García que por su situación estratégica constituía la llave de los dos grandes ríos del litoral y un punto desde donde se podían proyectar operaciones navales, en los últimos cinco meses había sido reforzada por los realistas con emplazamientos artilleros y una poderosa guarnición, que controlaba los canales de paso y los principales accesos, convirtiéndose en un eventual punto de apoyo para Montevideo. Brown era consciente de que un ataque naval sobre aquella plaza, tendiente a controlar las aguas de la región, sólo sería posible si antes conquistaba Martín García y sobre el esquema de ese plan se puso en marcha. Carlos de Alvear, “Narraciones”, op. cit. Véanse Ángel Justiniano Carranza, Campañas Navales de la República Argentina, tomos 1 y 2, Buenos Aires, Departamento de Estudios Históricos Navales, 1962, p. 230; Teodoro Caillet Bois, Historia Naval Argentina, Buenos Aires, Emecé, 1944, pp. 86-88; y Miguel Ángel De Marco, Corsarios Argentinos, héroes del mar en la Independencia y la guerra con el Brasil, Buenos Aires, Planeta, 2001, pp. 82-85. 3 4
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Aquel mes de marzo, la escuadra compuesta por la fragata Hércules, donde Brown izó su insignia, y seis buques de distintas características y capacidades zarpaban luego de una serie de movimientos en busca del enemigo. El comandante estaba convencido sobre la perentoriedad de obtener una victoria en Martín García, seguro de que en Montevideo se preparaba una fuerza de apoyo superior para hacer inconquistable la isla. Según los partes de guerra el enemigo contaba con trece buques acoderados en el fondeadero sudeste de la isla, con sus proas defendiendo el canal de entrada. Una fuerza significativamente superior a la propia, y a la que debían sumarse también la amenaza de los emplazamientos terrestres. Todo esto vuelve difícil explicar la decisión de forzar el combate sólo por aquel convencimiento de que los tiempos se agotaban, pero la orden fue dada y a pesar de la evidente inferioridad militar argentina las fuerzas navales se enfrentaron. En Martín García la escuadra patriota fue decididamente derrotada, la mayor parte de los buques se replegaron eludiendo el combate, dos comandantes murieron y la fragata Hércules, acribillada por la metralla, terminó en Colonia para ser reparada. Mientras esto ocurría, el Jefe naval visitó personalmente cada buque subordinado “hablando al honor de sus capitanes, reprochándoles su falta de fe en el triunfo, estimulándoles a la acción desesperada y dándoles nuevas instrucciones”.5 El proyecto que seguía era tan arriesgado como la fallida empresa de días pasados, pero la experiencia conformaba una estimable carta a su favor. Brown concibió una operación de desembarco que, curiosamente, sostenía sus probabilidades de éxito en la acción conjunta y disciplinada de cada buque de la escuadra. Según el plan, la fuerza de desembarco compuesta por ciento diez hombres de marinería y doscientos treinta de tropa, debía reducir la isla mientras la escuadra distraía a los buques españoles con maniobras de ataque y abordaje. La operación iniciada en el sigilo de la noche fue tan sorpresiva como contundente. Al amanecer las principales posiciones estaban en poder de las fuerzas patriotas. A pesar de la importancia estratégica de Martín García su ocupación apenas modificó la situación existente, pues la escuadra española aunque dividida, se mantenía prácticamente intacta. Romarate, impedido de volver a Montevideo decidió remontar el río Uruguay en procura de medios que le permitieran pasar
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a la ofensiva y en Soriano estableció contacto con Artigas, quien accedió a prestarle apoyo. Mientras tanto, Vigodet preparaba apresuradamente una división al mando del capitán de navío José Primo de Rivera. En lo inmediato se tuvo conciencia de la oportunidad que se presentaba, pues divididas aunque no vencidas las fuerzas navales españolas, era necesario actuar rápidamente. Por otra parte, Artigas se había transformado en un peligroso enemigo con control en la Banda Oriental, Entre Ríos y Corrientes. El comandante naval estaba convencido de la necesidad de acabar con el caudillo para asegurar la victoria: Es menester confesarlo –le escribía a Larrea desde Colonia el 20 de marzo– que el remedio puede aplicarse sin pérdida de tiempo, cuando hay, como sucede actualmente tanta tropa en Buenos Aires. Trescientos o cuatrocientos hombres de dicha capital, desembarcados en esta banda del río, pronto limpiarían la costa del rebelde y sus cuadrillas que han causado perjuicios considerables, pues a no haber sido ellos jamás el enemigo habría podido evadirse aguas arriba. Me veo obligado para seguridad de esta ciudad a guarnecerla con gente de la escuadra, por lo tanto considere Ud. la urgencia de enviar una fuerza con toda premura [...] es poco más que imposible conseguir carne aquí a causa de Artigas y sus secuaces.6 La amenaza de la escuadra realista de Rivera y su inminente salida condicionaba las decisiones del comandante argentino, que entre dos fuegos, se vio obligado a dividir la escuadra. Según sus palabras, “ansioso” por apoderarse del enemigo y “temeroso” de que Romarate volviese a Montevideo por el Canal de las Conchas, mandó una fuerza de cinco buques en su persecución. Mientras tanto, y con el propósito de formar un componente disuasivo que mantuviera al enemigo en puerto, Brown concentró a su alrededor el grueso de la escuadra. Afirmado en sus convicciones la fluida correspondencia que mantenía con Larrea se hacía cada vez más perentoria y apasionada: “Ya que se ha iniciado la lucha por agua, no debe Ud. omitir esfuerzos y emplear toda su energía para que se termine de la propia manera... puedo asegurar al país entero, que tomé cartas en ella con la firme resolución de vencer... Y a pesar de la tunda que ha recibido el Hércules estoy resuelto a no volver a puerto antes de dar un golpe mortal”. Guillermo Brown a Juan Larrea, Colonia, 29 de marzo de 1814, en Academia Nacional de la Histoia, Documentos del Almirante Brown, tomo I, Buenos Aires, Comisión Nacional de Homenaje al Almirante Guillermo Brown, 1958, p. 62. 6
Hector Raúl Ratto, Historia del Almirante Brown, tercera edición, Buenos Aires, Departamento de Estudios Históricos Navales e Instituto de Publicaciones Navales, 1985, pp. 36-37. 5
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En contra de quienes opinaban que la escuadra debía salir aguas arriba para apoyar la pequeña fuerza destacada contra Romarate, que terminó vencida en Arroyo de la China, Brown insistía en el bloqueo de Montevideo y le escribía a Larrea:
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Pero sucede que no todos tenían la misma fe en la victoria, además veían en aquella acción otra temeraria maniobra y se conformaban con el inacabado triunfo logrado en Martín García o en la probable gloria que traería una acción más exitosa en las lejanas aguas del río Uruguay. Para el Comandante, en cambio, todos los esfuerzos debían centrarse en el punto estratégico vital: la plaza de Montevideo. La vehemencia de los planteos de Brown cobraban sentido ante la actitud vacilante del Directorio, que en esos días, absurdamente convencido de la carencia de recursos propios, seguramente conmovido por la derrota de Arroyo de la China e inclinado a evitar mayor derramamiento de sangre decidió ceder ante Vigodet, y propuso un armisticio. Pero Vigodet, que apoyado por la opinión del Cabildo sobredimensionaba las dificultades de Buenos Aires, se hizo grande ante la declarada debilidad del otro, y finalmente rechazó la propuesta. Con el quiebre de las negociaciones no quedaban razones para justificar la inacción, y Posadas debió ceder a las presiones de Brown, Alvear y Larrea, los más convencidos de la viabilidad de la empresa. La ocupación de Martín García había cambiado sustancialmente las condiciones del teatro de operaciones y el plan del gobierno, tratado antes tan desaprensivamente, cobraba sentido hasta en los espíritus más reticentes. Para asegurar la defensa y cubrir la retaguardia del ejército sitiador, Colonia fue reforzada con dos batallones de granaderos de infantería, un escuadrón de granaderos a caballo y cuatro piezas de artillería y el 19 de abril una fuerza bloqueadora compuesta por cinco buques, entre los que se encontraba la fragata Hércules, ocupaba sus posiciones en la línea frente a Montevideo. Ante la inmovilidad de los realistas, el cerco se fue cerrando y mientras se
desmoralizaba el espíritu de la guarnición española crecía la confianza de los patriotas. El control del río mostró sus efectos positivos y en poco tiempo fueron interceptados y apresados los barcos provenientes de la costa uruguaya, del Brasil, el Perú y Patagones, que con su tráfico habían mantenido la plaza en la posibilidad de despreciar el sitio terrestre que ahora cobraba sentido. Por otra parte pese a la opinión difundida sobre la sólida organización de la escuadra española, sus buques estaban cargados de problemas y tanto el reclutamiento como el mantenimiento de la disciplina y el adiestramiento exigían esfuerzos notables. En mayo, el gobierno de Buenos Aires en conocimiento de las intenciones realistas decidió precipitar los acontecimientos. Alvear fue designado para reemplazar a Rondeau en el mando del ejército sitiador y se embarcó en compañía de José Matías Zapiola con un batallón de infantería y dos escuadrones del regimiento de granaderos a caballo; cuando no quedaban dudas de la inminencia del combate decisivo, la escuadra argentina se arrimó hasta la ensenada de Santa Rosa donde fueron embarcados piquetes de los cuerpos de French y de Soler, reforzando las guarniciones de a bordo que habrían de enfrentar un abordaje. El 14 de mayo la fuerza naval española zarpó del apostadero de Montevideo con la intención de forzar el combate, enfrentándose a la escuadra patriota. El combate naval de Montevideo, como dio en llamarse a la cadena de acciones que comenzaron el 14 en el Buceo y finalizaron el 17 de mayo, fue el punto culminante de un plan estratégico operacional trazado cuidadosamente por Alvear y orientado debidamente por Brown y Larrea, para acabar con el sitio terrestre y ocupar el último bastión español en territorio argentino. La dispersión y la parcial destrucción de la escuadra de Vigodet cerraron para los realistas todas las posibilidades de recuperación; a partir de ese momento la rendición de la plaza de Montevideo parecía sólo una cuestión de tiempo. El 19 de junio Alvear mandó un ultimátum: “si para mañana no se rinde la plaza, o si se derrama una gota de sangre en estas veinticuatro horas, serán pasados a cuchillo toda la guarnición y todos los habitantes de Montevideo”.8 La advertencia cerraba definitivamente todos los caminos y cuatro días después se firmó la capitulación. El saldo positivo fue extraordinario, se tomaron 8 banderas de los regimientos españoles, casi 6.000 prisioneros, entre los que se contaban medio millar de oficiales, 18 buques de guerra y 80 mercantes, 10.000 fusiles, 1.500 quintales
Guillermo Brown a Juan Larrea, Colonia, 3 de abril de 1814, en Academia Nacional de la Historia, op. cit., p. 66.
8
La importancia de enviar una fuerza aguas arriba no será, a mi juicio, comparable o tan buena como la de destacar la escuadra frente a Montevideo […] puedo asegurarle que tan sólo el mejor de los motivos me induce a desear que toda la fuerza se encuentre frente al puerto enemigo.7
7
Carlos de Alvear, “Narraciones”, op. cit.
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Una estrategia para el Río de la Plata. La escuadra argentina en el combate naval de Montevideo
de pólvora, 213 cañones de bronce y 965 de hierro. Romarate cuya escuadra había quedado aislada en aguas del Uruguay, finalmente firmó con la Provincias Unidas una capitulación honrosa que le permitió volver a España con su gente. La ocupación de Montevideo tuvo consecuencias profundas y beneficiosas para la causa revolucionaria y la estrategia planteada desde Buenos Aires. Al caer el principal bastión realista de la región, el gobierno del Directorio pudo centrar sus planes militares en el norte y prestar verdadera atención al incipiente ejército que preparaba San Martín en Mendoza. Como si fuera un escalón imposible de eludir, los sucesos del Río de la Plata centrados sobre la Banda Oriental, dinamizaron el curso de la guerra, permitiendo que hombres, medios y recursos orientaran sus capacidades hacia las grandes empresas libertadoras de América del Sur.
B IBLIOGRAFÍA CAILLET BOIS, Teodoro, Historia Naval Argentina, Buenos Aires, Emecé, 1944. CARRANZA, Ángel J., Campañas Navales de la República Argentina, tomos 1 y 2, Buenos Aires, Departamento de Estudios Históricos Navales, 1962. DE ALVEAR, Carlos, “Narraciones”, en Gregorio F. Rodríguez, Historia del General Alvear, 1789-1852, tomo I, Buenos Aires, G. Mendesky e hijo editores, 1913. DE MARCO, Miguel Ángel, Corsarios Argentinos, héroes del mar en la Independencia y la guerra con el Brasil, Buenos Aires, Planeta, 2001. OYARZÁBAL, Guillermo, Guillermo Brown, Buenos Aires, Librería-Editorial Histórica, 2007.
CAPÍTULO II 1862-1880 La organización nacional y la modernización
CAPÍTULO II 125 1862-1880 L A
ORGANIZACIÓN NACIONAL Y LA MODERNIZACIÓN
¿Quién controla el poder militar? Disputas en torno a la formación del Estado en el siglo XIX H ILDA S ABATO 1 UBA / CONICET
Introducción En la historia del Estado en América Latina, el monopolio de la violencia por parte de un poder central se ha considerado un paso decisivo. La adquisición estatal del control efectivo del uso de la fuerza se ha analizado como un proceso acumulativo, que en varios casos sólo habría culminado hacia fines del siglo XIX, con el fortalecimiento de las instituciones militares centralizadas en torno a un Ejército Nacional. La Argentina no ha sido una excepción ni en su historia ni en su historiografía. Afirmación del Estado y conformación del Ejército se han considerado como procesos graduales estrechamente entrelazados, que habrían culminado hacia 1880 con la disolución de las milicias provinciales y la definitiva subordinación de la Guardia Nacional. Dentro de estos marcos interpretativos, la atención de los estudiosos estuvo dirigida al Ejército como institución. En cambio, se prestó escasa atención a otras formas de organización militar, en particular a las milicias, pues se entendía que su vigencia conspiraba contra el proceso progresivo de consolidación estatal. Para la segunda mitad del siglo XIX, éstas aparecían como fuerzas subordinadas y destinadas inexorablemente a debilitarse; es decir, residuales. En los últimos años, esta tendencia se ha comenzado a revertir, dando lugar a una creciente producción sobre ése y otros aspectos del pasado militar, que ha servido de inspiración para Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (Programa PEHESA del Instituto Ravignani) y CONICET. 1
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estas páginas.2 En ellas, me referiré primero a las formas de organización militar en la Argentina del siglo XIX, en particular a partir de la sanción de la Constitución de 1853, y a su relación con el proceso de formación del Estado nacional. A continuación, exploro las diversas concepciones vigentes en el período acerca del uso de la fuerza y la naturaleza del poder estatal, las disputas generadas en torno a esa cuestión a partir de luchas políticas y guerras internas y externas, y las transformaciones que fueron teniendo lugar en materia militar hasta finales de ese siglo. Ejército profesional y milicia La organización militar en la Argentina de esos años fue consagrada por la Constitución de 1853 y reglamentada por leyes y decretos posteriores. Se apoyaba sobre dos pilares principales: el ejército de línea y la Guardia Nacional, que juntos componían el Ejército Nacional. El primero era de índole profesional y operaba bajo la comandancia suprema del presidente de la República. La Guardia, en cambio, reclutaba ciudadanos y aunque en última instancia debía responder al mismo comando nacional, estuvo en general controlada por los gobiernos provinciales. Ambas instituciones tenían funciones diferentes y, sobre todo, representaban dos formas distintas de entender el poder de coerción del Estado. Esta dicotomía no era una novedad argentina ni latinoamericana. La convicción de que la defensa de la República tanto de los enemigos externos como internos correspondía a los propios ciudadanos, y que encomendarla a un ejército profesional abría las puertas a la corrupción y la tiranía se remonta a las repúblicas clásicas. Ese principio, sin embargo, se vio con frecuencia impugnado por quienes sostuvieron la conveniencia y mayor eficiencia de contar con profesionales para la guerra. Esta diferencia de criterios abrió paso al ensayo de distintas soluciones. En nuestras tierras, en el siglo XIX se recurrió a una combinación de los dos sistemas –cuerpos regulares y milicias–, lo que dio lugar a una coexistencia generalmente conflictiva. Sólo a fines del siglo, el predominio de las posturas centralistas llevó a privilegiar el fortalecimiento de los primeros en detrimento de las segundas, para asegurar así el monopolio estatal del uso de la fuerza. En Hispanoamérica, la institución de la milicia se remonta a los tiempos de la colonia, cuando la Corona española, que mantenía fuerzas regulares en sus territorios, también fomentó la creación de batallones integrados por los habitan-
Existe una amplia bibliografía sobre estos temas referida a diferentes países de América (del Norte y del Sur) así como del resto del mundo. 2
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tes de cada lugar para la defensa local. En el Río de la Plata, estas milicias se organizaron de manera más sistemática a partir de 1801, cuando se estableció que todos los varones adultos con domicilio establecido, debían integrarlas. Apenas unos años más tarde, en 1806 y 1807, sus batallones –engrosados por miles de voluntarios– jugaron un papel clave en la derrota de los ingleses en su intento de ocupar Buenos Aires.3 Las milicias habían llegado para quedarse. Su presencia resultó clave durante la Revolución de Mayo y a partir de entonces quedarían asociadas a la aventura que se iniciaba, la de la ruptura del orden colonial y de construcción de formas republicanas de gobierno. Por entonces, la institución pasó a considerarse un pilar de la comunidad política fundada sobre la soberanía popular.4 Y si bien después de la Revolución, las necesidades que impuso la guerra llevaron a privilegiar la formación de cuerpos profesionales, algo más tarde las milicias fueron reapareciendo tanto en Buenos Aires como en otras ciudades del antiguo virreinato y fueron reguladas por el Reglamento Provisorio de 1817, dictado por el Congreso de las Provincias Unidas. Cuando en 1820 cayó el gobierno central, las provincias mantuvieron el sistema de milicias ajustado a las disposiciones de aquel reglamento. Después de Caseros, y del dictado de la Constitución en 1853 que organizó la República, el gobierno de la Confederación Argentina intentó nuevamente la creación de Fuerzas Armadas a escala nacional, a las cuales debían contribuir todas las provincias. Se estableció así la formación de un Ejército Nacional inteTulio Halperin Donghi, Revolución y guerra. Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla, Buenos Aires, Siglo XXI, 1972; y “Militarización revolucionaria en Buenos Aires, 1806-1815”, Tulio Halperin Donghi (comp.), El ocaso del orden colonial en Hispanoamérica, Buenos Aires, Sudamericana, 1978; Gabriel Di Meglio, “Milicia y política en la ciudad de Buenos Aires durante la Guerra de Independencia, 1810-1820”, en Manuel Chust y Juan Marchena (eds.), Las armas de la nación. Independencia y ciudadanía en Hispanoamérica (1750-1859), Madrid, Iberoamericana, 2007; y ¡Viva el pueblo! La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la revolución y el rosismo, Buenos Aires, Prometeo, 2007; Carlos Cansanello, De súbditos a ciudadanos. Ensayo sobre las libertades en los orígenes republicanos. Buenos Aires, 1810-1852, Buenos Aires, Imago Mundi, 2003. 4 Los ejemplos de Estados Unidos y Francia fueron importantes en ese sentido. El derecho del ciudadano a portar armas en defensa de su patria fue uno de los pilares del modelo político anglosajón, incorporado a la constitución de los Estados Unidos en su segunda enmienda. En la Francia revolucionaria, la Guardia Nacional se consideró “la soberanía nacional en acto, la expresión visible y armada de la nueva fuerza opuesta al absolutismo real” y se asoció con la ciudadanía. Existe abundante bibliografía sobre estos casos. Véanse, entre otros, Edmund Morgan, Inventing the People. The Rise of Popular Sovereignty in England and America, Nueva York y Londres, Norton, 1988; y Pierre Rosanvallon, Le sacré du citoyen, París, Gallimard, 1992. 3
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grado por el ejército de línea, de carácter profesional; las milicias provinciales, para garantizar el orden local, y una nueva institución, la Guardia Nacional, sobre el principio de la ciudadanía en armas. La creación de ésta daba carácter nacional a una institución que, como la milicia, había sido hasta entonces netamente local. De acuerdo con la nueva legislación, de 1854: “Todo ciudadano de la Confederación Argentina desde la edad de 17 años hasta los 60 está obligado a ser miembro de alguno de los cuerpos de Guardias Nacionales”.5 Aunque la organización de esos cuerpos quedaba a cargo de los gobiernos provinciales, dependían del poder central y, como fuerzas de reserva, debían auxiliar al ejército de línea cuando les fuera requerido por las autoridades nacionales. Sin embargo, con frecuencia las provincias manejaron esos recursos militares con bastante autonomía.6 Las fuerzas regulares también tenían su historia. Como hemos dicho, las hubo durante la colonia, las guerras de independencia y después. En la década de 1850, el presidente Urquiza propuso un ejército para la Confederación, pero apenas contó con el que había formado en Entre Ríos para dotar sus filas. Y cuando Bartolomé Mitre llegó a la presidencia de la República en 1862, hizo algo parecido: a partir de la estructura militar de Buenos Aires sentó las bases del ejército de línea. En las décadas siguientes, ese nuevo ejército, ampliado para incorporar reclutas y oficiales de diferentes lugares del país, actuó en distintos frentes, desde la defensa de las fronteras y la represión de levantamientos armados contra el poder central, hasta la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay y la campaña de ocupación de la Patagonia y el Chaco. Desde el gobierno nacional se hicieron esfuerzos por reglamentar la carrera militar y formar a los oficiales, así como por dotar de recursos y equipar a las fuerzas. Hacia 1880, este ejército contaba con una tropa regular de cerca de 10.000 hombres,
Registro Oficial de la República Argentina, tomo III, 1883, p. 109. Flavia Macías, “De ‘cívicos’ a ‘guardias nacionales’. Un análisis del componente militar en el proceso de construcción de la ciudadanía. Tucumán, 1840-1860”, en Manuel Chust y Juan Marchena (eds.), Las armas de la nación. Independencia y ciudadanía en Hispanoamérica (1750-1859), Madrid, Iberoamericana, 2007. El artículo 67º, inciso 24, de la Constitución Nacional de 1853 establecía entre las facultades del Congreso Nacional: “Autorizar la reunión de la milicia de todas las provincias o parte de ellas, cuando lo exija [la] ejecución de las leyes de la Nación, ó sea necesario contener insurrecciones ó repeler invasiones. Disponer la organización, armamento y disciplina de dichas milicias y la administración y gobierno de la parte de ellas que estuviese empleada en servicio de la Nación, dejando á las provincias el nombramiento de sus correspondientes jefes y oficiales y el cuidado de establecer en su respectiva milicia la disciplina prescripta por el Congreso”. 5 6
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con una estructura jerárquica establecida, con una organización que cubría todo el territorio, y con equipamiento a la altura de los tiempos.7 En casi todas las instancias en que intervino el ejército de línea, también lo hizo la Guardia Nacional. Pero la coexistencia entre ambas instituciones no fue fácil, pues si bien cada una de ellas tenía fines específicos definidos por la legislación, en la práctica éstas se superponían. Representaban, además, dos modelos diferentes de organización militar –en términos de su composición, estructura y funcionamiento– y de concebir la defensa y el poder del Estado. Esta convivencia perduró, con algunos cambios, hasta finales de siglo cuando se instauró un tercer modelo (inicialmente esbozado en las leyes de 1894 y de 1895, y más tarde confirmado por la ley de 1901) basado en la conscripción obligatoria para el reclutamiento de soldados, bajo el mando de oficiales y suboficiales profesionales. La Guardia Nacional En el diseño institucional del Ejército Nacional la existencia de una fuerza profesional se combinaba, entonces, con una reserva que si bien debía responder al mismo comando, en la práctica estaba descentralizada: la Guardia Nacional. Ésta representaba, además, la “ciudadanía en armas” y ocupaba un lugar material y simbólico diferente al del ejército de línea. Por una parte, la Guardia se consideró un espacio legítimo de participación ciudadana y se convirtió en un actor político fundamental. Las redes militares y políticas tejidas en torno a ella jugaron papeles destacados en las luchas por el poder, tanto en tiempos electorales como de revolución. Por otra parte, desde el punto de vista simbólico, las milicias figuraron desde muy temprano en el discurso patriótico argentino. La actuación de los regimientos coloniales de Buenos Aires contra los ingleses primero y algo más tarde en la Revolución de Mayo se convirtió en una referencia mítica en la historia de la República. La “virtuosa milicia” estaba integrada por ciudadanos libres con la obligación de portar armas en defensa de su patria, una obligación que era a su vez un derecho, un deber y hasta un privilegio. Tal fue la retórica oficial en torno a las milicias y más tarde a la Guardia Nacional, pero ella también formó parte del imaginario colectivo de amplios sectores de la población que se identificaban con el papel del ciudadano armado y conocían las diferencias simbólicas y prácticas entre esa figura y la del soldado de línea.8 Oscar Oszlak, La formación del Estado argentino. Orden, progreso y organización nacional, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1982, caps. 1 y 2. Entre 1863 y 1881 el ejército regular se componía de doce batallones de infantería, doce regimientos de caballería y tres unidades de artillería (Comando en Jefe del Ejército, Reseña histórica y orgánica del Ejército Argentino, Buenos Aires, Círculo Militar, 1971). 8 Hilda Sabato, La política en las calles. Entre el voto y la movilización. Buenos Aires, 1862-1880, 7
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Así, mientras la figura del soldado profesional y pago se asociaba con frecuencia a la del mercenario, la del miliciano, en cambio, portaba el aura del ciudadano. A esa distinción clásica de resonancias republicanas, se sumaba una connotación de índole social o sociocultural. El soldado profesional se asimilaba al pobre que se alistaba porque no tenía otro medio posible de vida o, aun peor, al delincuente, “vago y malentretenido” –en los términos de la época– reclutado por la fuerza, “destinado”. Milicianos eran, en cambio, todos los ciudadanos, lo que jerarquizaba en principio a la propia fuerza y a sus integrantes. La ley también fijaba diferentes derechos y obligaciones. Estas diferencias en varios planos no necesariamente se correspondían con clivajes efectivos. En términos de su composición social, las milicias también reclutaban mayoritariamente, aunque no de manera exclusiva, a varones provenientes de las capas populares de la población. Sus derechos eran con frecuencia violados. La arbitrariedad en el reclutamiento, la falta de paga, el servicio extendido mucho más allá de los plazos estipulados, las privaciones materiales, los castigos físicos y el traslado fuera de la región daban lugar a protestas personales y motines colectivos. Inspiraron, además, toda una literatura de denuncia de las iniquidades del “contingente” y, en particular, del servicio de frontera. En cuanto a sus funciones, con mucha frecuencia se superponían con las de los soldados y entonces era difícil distinguir entre una y otra fuerza. Aun así, Guardia Nacional y ejército de línea respondían a principios diferentes, que resultaban claros para los contemporáneos. Quienes defendían a los milicianos de los abusos del sistema, lo hacían señalando la violación de los principios sobre los cuales éste debía fundarse. Por su parte, la retórica de la ciudadanía en armas cumplía un papel importante en la vida política, y las milicias funcionaban, además, como redes concretas de organización política. Y sobre todo, eran una fuerza parcialmente descentralizada, que fragmentaba el poder militar. Jefes militares La combinación de diferencias y superposiciones manifiesta en las funciones del Ejército de línea y de la Guardia Nacional, también era visible en la organización de sus mandos. Sólo en la década de 1870, durante la presidencia de Buenos Aires, Sudamericana, 1998 (2ª edición, 2004); “El ciudadano en armas: violencia política en Buenos Aires (1852-1890)”, en Entrepasados, Nº 23, Buenos Aires, 2002; “Milicias, ciudadanía y revolución: el ocaso de una tradición política. Argentina, 1880”, en Ayer. Revista de Historia Contemporánea, Nº 70, Madrid, 2008.
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Sarmiento, se crearon instituciones destinadas a dar una formación sistemática a los oficiales militares: el Colegio Militar y la Escuela Naval. Por lo tanto, durante el período que nos ocupa, los jefes surgieron de la llamada “carrera de las armas”, de carácter práctica y política. Así, la formación del ejército de línea en tiempos de Mitre se hizo, como ya señalamos, sobre la base de la Guardia Nacional de Buenos Aires, y sus jefes y oficiales surgieron de allí. A ese conjunto, se agregaron luego otros oficiales, confirmados en la acción, tanto en el frente interno como en la frontera y sobre todo, en la guerra contra el Paraguay.9 En cuanto a la Guardia Nacional, los perfiles no eran demasiado diferentes, ya que si bien no había una carrera formal equivalente a la del Ejército, los que fungían como comandantes fueron, con frecuencia, figuras civiles pero con trayectoria práctica en el campo de la acción guerrera y muchas veces, con grado en el Ejército. Tanto en una como en otra institución, los jefes operaban en medio de una trama de relaciones y solidaridades horizontales y verticales que se desarrollaban a partir de la propia acción militar y política y que alimentaban el espíritu de cuerpo, dando prestigio a algunos de sus jefes por sobre otros y estableciendo vínculos entre oficiales que favorecían el reconocimiento corporativo. Éste no era, sin embargo, excluyente. En efecto, la mayoría de estos jefes y oficiales tenían, además de su historia militar, actuación política y pública, como hombres de partido, legisladores y periodistas, entre otros. Por lo tanto, identificarlos –como se ha hecho con frecuencia– simplemente como “militares” puede dar lugar a confusiones y anacronismos. En efecto, los alcances y límites de esa profesión estaban todavía en definición. Pues si bien existía una carrera posible en el Ejército y en la Guardia Nacional, más que de una formación profesional sistemática o de un escalafón jerárquico estricto, ésta dependía sobre todo de la actuación en el campo de batalla y de las conexiones y lealtades político-partidarias. Esa carrera no era, por otra parte, incompatible con otras “profesiones”. Esta situación puede, quizá, explicar otro rasgo común a muchos de los jefes: su identificación con la fuerza no era corporativa y podía quedar subordinada a otras identidades. Así, por entonces nadie se sorprendía frente a alineamientos fundados sobre identidades y lealtades políticas (y aun personales) que tenían precedente sobre la carrera militar. Al mismo tiempo, y aunque pueda parecer paradójico, aquéllas con frecuencia se forjaban o se fortalecían en el seno
9 Tulio Halperin Donghi, Proyecto y construcción de una nación (Argentina 1846-1880), Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1980; Oscar Oszlak, op. cit.
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mismo de las instituciones armadas, pues el Ejército y la Guardia constituyeron espacios de sociabilidad donde se construían y reproducían redes políticas.10 En suma, durante buena parte del siglo XIX las fuerzas militares fueron parte de la vida civil y política argentina y no funcionaron como un estamento diferenciado del resto de la población. Sus jefes, aun en el caso de los oficiales de carrera profesionales del ejército de línea, estaban asociados a otras actividades y se reconocían en ellas. La identificación corporativa del “militar”, tan habitual en el siglo XX, resultó –por lo tanto– de un desenvolvimiento posterior. Ejército Nacional Si hasta aquí hemos considerado a la Guardia y el ejército de línea como instituciones que tenían sus propias lógicas de organización y funcionamiento, en las páginas que siguen atenderemos a su actuación en los marcos de un único Ejército Nacional. En los años de la llamada “organización nacional”, éste se desempeñó principalmente en tres frentes: interior, exterior y de frontera, y consumió parte importante del presupuesto del gobierno nacional. En efecto, los gastos en el rubro “Guerra y Marina” superaron el 50% del total en los años de mayor actividad de la década de 1860; bajaron para estacionarse en torno al 40% en la siguiente; después de un pico del 47% en 1880, volvieron a disminuir a porcentajes en torno al 25% en el resto de esa década y aun más en la siguiente.11 En el primer frente, el interno, las disputas políticas incluyeron el despliegue de la fuerza como una herramienta recurrente, pues la violencia (en ciertos formatos y con ciertas reglas) ocupaba un lugar aceptado en la vida política del período. En ese marco, se observa que el derecho del ciudadano a resistir el despotismo fundamentó muchas de las luchas del siglo XIX: según una concepción muy difundida en la época, cuando los gobernantes abusaban del poder, el pueblo (los ciudadanos) tenía no sólo el derecho sino la obligación, el deber cívico, de hacer uso de la fuerza para restaurar las libertades perdidas y el orden originario presumiblemente violado. La mayor parte de las revoluciones de esas décadas se sostuvieron sobre esos principios.12 Así, el cargo de “despotismo” o “tiranía”
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fue usado por quienes por diversas razones (no siempre adjudicables a comportamientos efectivamente “despóticos”) estaban disconformes con el gobierno local o nacional de turno y entendían que podían (y debían) actuar en consecuencia por la vía armada. Según esa visión, correspondía a las milicias y la Guardia Nacional un rol fundamental pues representaban a la ciudadanía en armas, rol que no dudaron en asumir en levantamientos y revoluciones. Por su parte, si bien al ejército de línea le cabía en cambio el papel de brazo armado del gobierno nacional, con frecuencia parte de sus efectivos figuraron entre las fuerzas que se levantaban contra el orden imperante. Así ocurrió en muchos de los levantamientos de la década de 1860, donde las “montoneras” funcionaron como milicias y fueron encabezadas por quienes habían sido (y a veces seguían siendo) comandantes de Guardias Nacionales y donde oficiales del ejército de línea podían aparecer en uno y otro lado de la trinchera, según alineamientos regionales de complicada geografía. Esos enfrentamientos muchas veces se interpretaron como conflictos entre un Estado central y fuerzas que se oponían a su creciente poder. La historiografía reciente, sin embargo, analiza estas guerras en términos más complejos, ya que las alianzas políticas entre dirigentes provinciales, regionales y “nacionales” muestran un escenario que no puede reducirse apenas a dos términos contrapuestos. En dicho escenario, el Ejército Nacional estaba atravesado por brechas político-militares: no sólo la Guardia no respondía necesariamente al mando central y dependía de los alineamientos provinciales y regionales, sino que aun el ejército de línea, supuestamente bajo el comando del Presidente, muchas veces se encontraba partido por rivalidades entre jefes que a su vez tenían lealtades previas a las que debían al Estado nacional.13 En el frente externo, el principal conflicto fue, como sabemos, la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay. La Argentina movilizó para la ocasión su ejército de línea, que al comenzar la contienda tenía unos 6.500 hombres, a la vez que convocó a una parte de la Guardia Nacional hasta completar unos 25.000
Existe una abundante bibliografía sobre estos conflictos. Entre los más recientes, que han inspirado estas reflexiones, véanse en especial María Celia Bravo, “La política ‘armada’ en el norte argentino. El proceso de renovación de la elite política tucumana”, en Hilda Sabato y Alberto Lettieri (comps.), La vida política en la Argentina del siglo XIX. Armas, votos y voces, Buenos Aires, FCE, 2003; Tulio Halperin Donghi, Proyecto y construcción..., op. cit.; Gustavo Paz, “El gobierno de los ‘conspicuos’: familia y poder en Jujuy, 1853-1875”, en Hilda Sabato y Alberto Lettieri (comps.), op. cit.; y los textos reunidos en Beatriz Bragoni y Eduardo Míguez (comps.), Un nuevo orden político. Provincias y Estado Nacional, 1852-1880, Buenos Aires, Biblos, en prensa. 13
Hilda Sabato, Buenos Aires en armas. La revolución de 1880, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008. 11 Oscar Oszlak, op. cit., pp. 112-114. 12 Esta concepción –que reconocía también sus variantes– estaba en sintonía con algunos de los lenguajes políticos que circularon en Hispanoamérica del siglo XIX; se vinculaba con viejas convicciones pactistas y de cuño iusnaturalista a la vez que se realimentaba en nuevas combinaciones con motivos provenientes de las matrices liberal y republicana. Y se articulaba con otros conceptos clave como los de representación y opinión pública (Elías Palti, El tiempo de la política. El siglo XIX reconsiderado, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007). 10
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hombres en total. Las tropas argentinas tuvieron su compromiso más fuerte en los primeros años ya que, hacia el final, sólo quedaban unos 4.000 efectivos en ese frente. La guerra fue larga, costosa en hombres y recursos, y muy controvertida desde el principio. Si bien el gobierno de Mitre inicialmente recibió apoyos de diferentes sectores, incluso de quienes en Buenos Aires se presentaron entusiasmados como voluntarios, también encontró resistencias fuertes que, a medida que el gobierno nacional presionaba por reclutar, se convirtieron en rebelión activa en distintos lugares del país. Guardias nacionales de varias provincias se opusieron por fuerza a la movilización y parte de los efectivos de línea y guardias de otras provincias fueron asignados a reprimir esas resistencias. Mientras tanto, en el frente paraguayo la situación era muy difícil, y si bien a la larga los aliados salieron triunfantes militarmente, los costos humanos y materiales fueron altísimos. Desde el punto de vista militar, sin embargo, los historiadores han coincidido en señalar que la guerra fortaleció al Ejército Nacional como institución y en consecuencia, contribuyó a consolidar el Estado. Al transformar un conflicto que inicialmente era de índole partidaria en un enfrentamiento entre naciones, la guerra generó nuevas alianzas y lealtades no sólo entre la oficialidad sino aun entre la tropa. También, al poner a prueba el aparato militar en una contienda de envergadura, fortaleció las relaciones de mando y obediencia, redibujó jerarquías, y creó nuevos liderazgos internos. Finalmente, la represión de los rebeldes contribuyó a debilitar en gran medida la capacidad de resistencia de las fuerzas de varias provincias, en especial en las regiones del NOA y del Litoral.14 Desde el punto de vista político, por su parte, si bien Mitre y su partido quedaron muy golpeados por las vicisitudes de la guerra y por las críticas que despertó su accionar, el alineamiento del gran líder federal Urquiza con el gobierno nacional abrió paso a una nueva etapa política. La presidencia de Sarmiento fue, en ese sentido, un momento clave, no sólo porque su candidatura se desmarcó de los clivajes tradicionales entre liberales y federales, sino porque, además, una vez en el poder se ocupó de tomar medidas destinadas a modificar la organización militar vigente en pos de una mayor centralización y del reforzamiento y la jerarquización del ejército de línea. En consonancia con ello, buscó debilitar la autonomía con que las autoridades provinciales manejaban la Guardia Nacional y afirmar su subordinación al poder central. El tercer terreno de acción fue la frontera con las sociedades indígenas. La existencia de territorios de contacto y de disputa con diferentes naciones indíge-
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Tulio Halperin Donghi, Proyecto y construcción..., op. cit.; Oscar Oszlak, op. cit.
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nas venía de larga data. En las décadas que nos ocupan, el gobierno central y los de provincia continuaron manteniendo fronteras móviles con dichas naciones, y relaciones que alternaban la negociación y la confrontación. Dentro del amplio espectro de acciones que los gobiernos desplegaban en ese sentido, las militares eran recurrentes. Para operar en ese terreno, recurrían tanto a fuerzas del ejército de línea como de la Guardia; estas últimas inicialmente correspondían a las provincias con frontera en disputa, pero a partir de 1870 se dispuso que todas las provincias tendrían que contribuir a ese esfuerzo. Hemos mencionado ya las resistencias y las protestas que hubo en torno a la movilización de milicias en la frontera y a los abusos a que dio lugar ese sistema, que fue materia de controversia política permanente. Más que detallar esas fricciones me interesa, en cambio, marcar un punto de inflexión en la política fronteriza: la que tuvo lugar con la decisión de ocupar militarmente los territorios de la Patagonia y el Chaco. La campaña de ocupación implicó un importante cambio en la política hacia las sociedades indígenas, por parte de un gobierno que buscaba fortalecer el poder central, controlar efectivamente el territorio que consideraba bajo su soberanía y reducir a la obediencia a quienes se opusieran a la potestad estatal. El presidente Avellaneda estuvo dispuesto a otorgar al Ejército Nacional la dosis de poder necesaria para alcanzar esos objetivos, un ejército más centralizado, modernizado y disciplinado que el de las décadas anteriores. A su vez, esa guerra colocó a la institución en un lugar de gran visibilidad, y el éxito obtenido (en relación con los objetivos planteados) le dio prestigio no sólo a la fuerza sino también a sus jefes, en especial a Julio Roca, quien a pesar de su alto perfil profesional, operó también, y muy activamente, en el terreno político y pronto se lanzó a la candidatura presidencial. Frente a ese Ejército aparentemente cohesionado luego de la llamada “Campaña del Desierto” podría pensarse que los días de la fragmentación militar habían terminado. Sin embargo, como veremos, la modernización no alcanzó para acabar con los conflictos que involucraban tanto disputas partidarias como principios políticos. Así, poco después se desató una contienda que mostró hasta qué punto aquella fragmentación seguía vigente. La revolución de 1880 En el año 1880 los argentinos debían elegir presidente de la República. Luego de varios meses de discusiones y negociaciones en torno a las candidaturas, dos nombres quedaron en firme: los de Julio A. Roca, ministro de Guerra, y Carlos Tejedor, gobernador de la provincia de Buenos Aires. La disputa que siguió
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involucró no sólo las movilizaciones habituales en tiempos de elección, sino también conflictos violentos en varios lugares del país y una última confrontación armada en Buenos Aires. A poco de iniciada la carrera electoral, Tejedor anunció que su provincia no aceptaría la imposición de una candidatura “gubernativa” y que iniciaría la “resistencia”. Convocó, entonces, a la Guardia Nacional a ejercicios doctrinales. El gobierno nacional, en la persona de su ministro del Interior, Domingo F. Sarmiento, respondió de inmediato: las provincias no tenían potestad para movilizar la Guardia, que reclutaba ciudadanos pero servía de reserva a las fuerzas regulares y debía responder a éstas. El gobernador, sin embargo, insistió en sus prerrogativas y decidió, además, apelar a la población civil para que se nucleara en torno de cuerpos de voluntarios, según el viejo modelo de las milicias. El gobierno nacional, en cambio, volvió a reclamar para sí el monopolio de la fuerza, tomando la iniciativa de elevar un proyecto de ley al Congreso referido a la Guardia Nacional. Allí se establecía que ésta “no podrá ser convocada por las autoridades provinciales, ni aún para ejercicios doctrinales, sino por orden del P. E. de la Nación” y se ordenaba licenciar inmediatamente todos los batallones provinciales. En el gabinete hubo desacuerdos, pero de todas maneras, el proyecto pasó al Congreso, con un mensaje presidencial donde se afirmaba que el régimen federal no admitía otras fuerzas que no fueran las de la Nación. También en la Legislatura de Buenos Aires se trató un proyecto en el mismo sentido.15 Se pusieron así en escena diferentes concepciones acerca de la organización y el control sobre los recursos militares y del papel que el Estado nacional y las provincias debían tener en relación con el uso legítimo de la fuerza. La posición del presidente Avellaneda y del candidato Roca se fundaba sobre una concepción fuertemente centralista en la materia. Los rebeldes porteños, en cambio, se oponían a la concentración del poder de fuego en el ejército profesional y abogaban por una distribución de ese poder entre éste y las milicias, institución que representaba a la vez a las autonomías provinciales y a la ciudadanía en armas. Esta postura no sólo era sostenida por Tejedor y sus amigos políticos, sino también por muchos de sus adversarios que, como Leandro Alem, si bien se opusieron a la rebelión encabezada por el gobernador, no coincidían con los centralizadores en que la convocatoria a la Guardia fuera prerrogativa del gobierno nacional. Finalmente, los proyectos centralistas no fueron aprobados ni en la Legislatura de la provincia ni en el Congreso. Y si en ambos casos sus miembros introdujeron
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Hilda Sabato, “Milicias, ciudadanía y revolución...”, op. cit.; Buenos Aires en armas..., op. cit
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medidas para frenar a Tejedor y la revolución en Buenos Aires, no estuvieron dispuestos, en cambio, a suscribir la doctrina del Ejecutivo Nacional que retaceaba la potestad de las provincias y sus gobernadores en relación con las milicias. Todas estas discusiones revelan que hacia 1880 no había consenso respecto a la completa centralización del poder militar en manos del gobierno nacional. La controversia se dio sobre todo en relación con el grado de control que las autoridades de provincia debían tener sobre la Guardia Nacional, pero remitía a una cuestión más amplia acerca de cómo concebir el poder del Estado. Finalmente, esta controversia no se dirimió a través de las palabras, sino de las armas. Poco tiempo después de la sanción de esas leyes, los rebeldes porteños movilizaron de todas maneras la Guardia Nacional de la provincia y los batallones voluntarios de milicias. Contaron para ello no sólo con el apoyo creciente de la población de Buenos Aires sino con la colaboración de varios prestigiosos oficiales del ejército de línea. Si bien ellos habían participado de campañas militares encabezadas por el propio Roca, en esta ocasión pidieron la baja de la institución para poder liderar las tropas porteñas en su resistencia a la “imposición” de la candidatura del General apoyada por el gobierno nacional. Éste, por su parte, preparó su defensa convocando a los regimientos de línea y a la Guardia de varias provincias, los que en junio de 1880 se impusieron a los revolucionarios en sangrientos combates a las puertas de la ciudad. A esa derrota militar siguió la derrota política, con consecuencias de largo plazo para la organización de la República. Entre las primeras medidas adoptadas por el flamante gobierno del presidente Roca estuvo la ley promulgada el 20 de octubre de 1880 que prohibió “a las autoridades provinciales formar cuerpos militares bajo cualquier denominación que sea”. Modelos Así terminaba una larga historia de ambigüedades y controversias en torno a la organización militar y al control del uso legítimo de la fuerza. Aunque después de ese año de 1880 hubo otras revoluciones y la Guardia Nacional, en varios casos, volvió a actuar con autonomía del centro, el criterio dominante a partir de entonces privilegió la concentración efectiva del poder militar. Durante décadas, ese modelo había competido en desventaja con uno diferente, que pretendía un sistema menos vertical y más fragmentado, en el que ese poder fuera compartido entre el gobierno nacional y los provinciales. El primero implicaba el fortalecimiento
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del ejército de línea, formado por soldados profesionales, mientras que el segundo insistía en la necesidad de preservar la institución de la milicia basada en el principio de la ciudadanía armada. Si bien resulta sin duda excesivo ver en las propuestas que se enfrentaron en el año 1880 la expresión de dos modelos alternativos de Estado y de república, lo cierto es que pusieron de manifiesto que había maneras diferentes de pensar la defensa, el uso de la fuerza y la concentración del poder de coerción.16 También, el lugar de los ciudadanos en la vida política. El desenlace del año 1880 resultó en el predominio de una sobre otra. No se trató, sin embargo, del resultado lineal de un proceso progresivo de formación del Estado, sino del triunfo de un tipo de Estado y de un estilo de república por sobre otros posibles, que estuvieron en juego durante varias décadas. Esa afirmación estatal encontró todavía impugnaciones en las décadas finales del siglo, que si no pudieron poner en jaque la preponderancia ya establecida del gobierno central en materia militar, generaron enfrentamientos y perturbaciones no siempre fáciles de controlar. La solución definitiva ocurrió poco después, a partir de la modificación radical del sistema en su conjunto. La instauración del servicio militar obligatorio y la constitución de un ejército con mandos profesionales y tropa de reclutas fueron las bases de un nuevo modelo de defensa que regiría en la Argentina durante casi todo el siglo XX.
Sobre este punto resulta sugerente el análisis sobre el caso norteamericano realizado en Daniel H. Deudney, “The Philadelphian System: Sovereignty, Arms Control, and Balance of Power in the American States-Union, circa 1787-1861”, en International Organization, año 49, Nº 2, primavera de 1995. 16
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ORGANIZACIÓN NACIONAL Y LA MODERNIZACIÓN
Milicias, Ejército y construcción del orden liberal en la Argentina del siglo XIX B EATRIZ B RAGONI UNCU / CONICET
En la Argentina de mediados del siglo XIX la construcción del Estado nacional era todavía un asunto pendiente. El pacto político sellado en la Constitución jurada en 1853, y reformada en 1860, si bien constituyó un hito decisivo en el proceso de unificación política, no resultó suficiente para asentar un orden político estable entre las provincias argentinas. Éste habría de sobrevenir treinta años después cuando el sistema de alianzas y rivalidades que habían dominado el escenario posterior a Caseros, cediera su paso a la emergencia de un sistema político nacional liderado por una nueva clase política que, imbuida de los preceptos liberales, hizo primar la autoridad de la nación por sobre cualquier poder rival o competencia.1 Las milicias y el Ejército se convirtieron en actores cruciales aunque no exclusivos de ese proceso. No sólo porque el factor represivo resulta un ingrediente insustituible de todo poder estatal moderno sino porque la Revolución de la Independencia hizo de ellas los vehículos de integración y participación política popular que trastornaron por completo los canales de transmisión de autoridad y poder prevalecientes en el antiguo régimen colonial, convirtiéndose en un dilema crucial del orden posrevolucionario. Aun más, aquella sociabilidad guerrera disparada con la Revolución representó una experiencia colectiva que incluyó a conglomerados de individuos y grupos sociales nunca antes conocida en el espacio rioplatense, y sujeta a una movilidad territorial por incentivos políticos sin 1 Tulio Halperin Donghi, Proyecto y construcción de una nación: Argentina, 1846 1880, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1984. Natalio Botana, El Orden Conservador, la política argentina entre 1880 y 1916, Buenos Aires, Sudamericana, 1979; y La tradición republicana, Buenos Aires, Sudamericana, 1984.
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precedentes con capacidad de generar identidades nacionales no necesariamente idénticas a las que habrían de prevalecer después de 1830. Ahora bien, si caben pocas dudas sobre la centralidad de aquel formidable proceso de militarización y politización popular, no resulta menos relevante advertir su impacto en la erección de la pirámide caudillesca que sucedió a la pulverización de las Provincias Unidas en 1820 al hacer descansar sobre esos contingentes inestables de milicias cívicas movilizadas, el nervio transmisor de la acción política colectiva que superó en mucho las bases sociales del rosismo alcanzando la casi completa geografía de la Argentina criolla. Menos aun ha de sorprender que la emergencia de esos liderazgos no resultaba del todo independiente así como tampoco los marcos institucionales o normativos que organizaban los precarios y/o desiguales poderes provinciales convertidos en flamantes soberanías independientes, ni tampoco el complejo sistema de alianzas y hostilidades interprovinciales que estructuraron, aun en la inestabilidad, la institucionalización del poder nacional en el siglo XIX. En las últimas décadas la historiografía ha mejorado la comprensión del violento y creativo proceso de construcción estatal edificado entre 1852 y 1880: de Jujuy a Corrientes, de La Rioja a Mendoza, de Tucumán a Santa Fe, de Entre Ríos a Buenos Aires emanan evidencias firmes de las formas asumidas por ese radical proceso de transformación, de integración política y territorial que hizo del archipiélago de provincias un edificio republicano capaz de subsumir las tradiciones políticas que hasta entonces habían sido pensadas de convivencia imposible. En ese resultado, las elites provinciales cumplieron un papel protagónico: no sólo en lo que atañe a la edificación de los poderes públicos en el variado mosaico de poder de la Argentina independiente, sino en relación a la compleja trama de relaciones de negociación y conflicto que contribuyeron a conducir cadenas de obediencia al interior de cada fragmento del espacio político argentino, para hacer de ellas un resorte decisivo de la conquista de obediencia al Estado nacional en detrimento de sus rivales. En cualquiera de los casos, las evidencias reunidas sobre diferentes experiencias políticas provinciales han puesto algunos reparos a las vertientes historiográficas que hacían del poder central un actor externo a las situaciones provinciales, o que en última instancia, y tal como lo advirtió Natalio Botana, terminaban asociándolo de manera directa con el predominio de la provincia de Buenos Aires. Mirado en detalle, ese denso proceso de estructuración política
Beatriz Bragoni, Los hijos de la revolución. Familia, poder y negocios en Mendoza en el siglo XIX, Buenos Aires, Taurus, 1999. 2
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pone en evidencia el resultado de un proceso de ida y vuelta a través del cual las elites locales debieron traccionar la obediencia de la periferia a su favor, al tiempo que se vieron obligadas a resignar las posiciones adquiridas, o bien integrarse a un nuevo actor colectivo –la elite política nacional– la cual pasaría a ocupar un papel primordial en el también nuevo estado de cosas. En tal sentido, el proceso de centralización política que redefinió las relaciones entre nación y provincias en el ciclo político que se clausura en 1880, difícilmente pudo eludir sino que tuvo que disponer de prácticas e instituciones políticas creadas primero en la dimensión local de poder, y que su efectiva transferencia propició la conducción de cadenas de autoridad de la periferia al centro político.2 En ambas instancias las milicias y el Ejército habrían de operar decididamente al arbitrar dispositivos claves en función de un mandato constitucional que para hacerse efectivo debía modificar radicalmente el protagonismo que había adquirido en décadas anteriores, y aceptar en última instancia la subordinación al Estado nacional y al poder civil. No obstante, y como ha señalado Hilda Sabato, el problema conduce a un terreno escurridizo en cuanto en la Argentina que siguió a Caseros casi ningún dirigente político o aspirante a serlo, podía eludir echar mano a la movilización miliciana o cívica en cuanto constituía un resorte clave de intervención pública por representar un canal de transmisión del régimen representativo que aparecía estructurado por un concepto de ciudadano armado que unía el ejercicio electoral con la defensa de la patria.3 Estas breves advertencias resultan necesarias a la hora de abordar rasgos característicos del papel de las Fuerzas Armadas en la formación del Estado argentino, y del sistema político nacional que contribuyó a ese resultado. Generalmente, la preeminencia del protagonismo militar en la cultura política argentina ha sido interpretada como herencia intacta del patrimonialismo del antiguo régimen colonial, o por la pervivencia de la militarización de una sociedad civil nacida a la vida política con las revoluciones de independencia y las guerras civiles.4 En su lugar,
Hilda Sabato, “El ciudadano en armas: violencia política en Buenos Aires (1852-1890)”, en Entrepasados. Revista de Historia, año XII, Nº 23, 2002, pp. 149-169; y su reciente Buenos Aires en armas. La revolución porteña de 1880, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008. Véase también, Flavia Macías, “De civicos a guardias nacionales. Un análisis del componente militar en la construcción de ciudadanía. Tucumán, 1840-1860”, en M. Chust y J. Marchena (eds.), Las armas de la nación. Independencia y ciudadanía en Hispanoamérica (1750-1850), Iberoamericana-Vervuert, 2007, pp. 263-290. 4 Véase a modo de ejemplo, Carlos Floria y César García Belsunce, Historia de los argentinos, Buenos Aires, Kapelusz, 1975. 3
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en la Argentina posterior a Pavón (1861) el poder de las armas aparece estrechamente unido a la construcción del Estado liberal en el cual gravitan con igual vigor el afianzamiento del orden político interno, la poderosa transformación política y militar disparada con la guerra internacional (1865-1870) y el giro de la estrategia ofensiva contra las parcialidades indias de la frontera entre 1879 y 1882. Ese triple frente de guerra que se sucede casi de manera simultánea en la casi completa geografía del país, fue el que exigió una formidable movilización de hombres y de recursos. Oscar Oszlack precisó los costos de semejante empresa política concluyendo que los gastos nacionales destinados al Ministerio de Guerra y Marina oscilaron entre el 55% y el 65% del presupuesto oficial entre 1863 y 1868.5 Dicha evidencia si resuelve eficazmente el peso de la inversión estatal en la esfera militar, no explica las modalidades que ésta adquirió en la conquista del orden político y en la formación del Estado nacional. En las páginas que siguen el lector ha de enfrentarse a un desarrollo analítico que distingue algunas experiencias en procura de responder tres interrogantes centrales: ¿Qué papel cumplieron las Fuerzas Armadas en esa construcción política? ¿Qué transformaciones habrían de experimentar las milicias y el Ejército ante la consolidación del orden liberal? ¿Qué mecanismos sirvieron a la subordinación del poder de las armas a la égida del Estado nación? Coacción y política en el interior argentino Como bien se sabe, el éxito de Bartolomé Mitre, y el repliegue del entonces líder del federalismo Justo José de Urquiza a su bastión entrerriano, fueron decisivos para retomar la ruta trazada a partir de Caseros en pos de asentar un principio de autoridad estable entre las provincias argentinas. A pesar de las polémicas que aún repercuten en la historiografía, la victoria de las fuerzas porteñas optimizó las posibilidades de Mitre de unificar el país bajo el liderazgo de la provincia hegemónica. No sólo Mitre confiaba en la inminencia de un resultado que devolvía a Buenos Aires un lugar de privilegio en la confección de la autoridad nacional. Para entonces eran muy pocos los que podían poner reparos al entusiasmo depositado en la adopción de los principios republicanos como remedio seguro para abandonar la barbarie y transitar la senda de la civilización. Crear el nuevo orden era el programa inminente y esa situación debía traducirse en una efectiva integración política que requería subordinar poderes en competencia. Si la Oscar Oszlack, La formación del Estado argentino. Orden, progreso y organización nacional, Buenos Aires, Planeta, 1997. 5
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Constitución reformada en 1860 daba el marco legal para solventar las bases de la nueva institucionalización, el nuevo poder contaba con instrumentos para conquistarla: al ejercicio de la coacción física debía sumarse una activa intervención política en las provincias rebeldes para crear gobiernos locales afines a su dominio. Una mirada de mediano plazo permitió corregir la expectativa abierta con Pavón. Los levantamientos federales del oeste andino y la guerra internacional en la que el país se vio envuelto a partir de 1865 desplegaron una serie de tensiones políticas y territoriales que no sólo puso fin al programa unitario y liberal originario sino que además trazó un nuevo mapa para los herederos de la tradición federal. Así, mientras el conflicto internacional despertaba el fervor patriótico entre los grupos dirigentes de Buenos Aires y ganaba la adhesión de los gobiernos aliados de Santa Fe y de la Entre Ríos gobernada todavía por Urquiza, en las provincias del centro oeste argentino la situación habría de diferir exhibiendo un pulular de insurrecciones armadas que enarbolaron el cintillo punzó en rechazo al gobierno nacional. Para ese entonces, la rebeldía se había desparramado de Catamarca a La Rioja, avanzó desde Cuyo a la Córdoba rural, y alcanzó el Litoral a través de una verdadera proliferación de “revoluciones” armadas, y desafíos a la autoridad de diferente calibre (como el memorable “desbande de Basualdo” que simboliza la fractura del liderazgo de Urquiza), poniendo en jaque al gobierno nacional, y contribuyendo a resquebrajar los liderazgos políticos que habían prevalecido hasta entonces. Frente a la expansión territorial del movimiento, y la aspiración de los rebeldes de “llegar si es preciso a las puertas de Buenos Aires”,6 el gobierno nacional envió una división del ejército de línea del frente paraguayo para reprimir la marea revolucionaria. Esa intervención militar que fue también política, no sólo estaría destinada a preservar o “conquistar” la obediencia de esa dilatada geografía a la esfera de la autoridad nacional; también habría de gravitar en las tradiciones políticas argentinas erigiendo un nuevo estilo político y un nuevo liderazgo dispuesto a catapultar cualquier desafío a la autoridad nacional. Por consiguiente, la Argentina política que emergerá de ese atribulado proceso habría de ser muy distinta a la imaginada por los vencedores de Pavón. En ese lapso, el sistema de poder argentino habría de rehacerse en beneficio de la edificación de un centro de poder autónomo sobre la base de un proceso de negociaciones y conflictos del que tampoco saldría invicta la poderosa provincia de Buenos Aires. La expresión pertenece al coronel Manuel Olascoaga, jefe del Estado Mayor Revolucionario de la revolución de los colorados (1867). Véase de mi autoría, “Cuyo después de Pavón: consenso, rebelión y orden político (Mendoza, 1861-1874)”, en Beatriz Bragoni y Eduardo Míguez (eds.), La formación del sistema político nacional argentino, 1852-1880, Buenos Aires, Biblos, en prensa. 6
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Al interior de esa combinación estratégica entre coacción y política, y entre provincia y nación, habrían de gravitar decididamente la participación de las Guardias Nacionales al tratarse de actores políticos susceptibles de ser movilizados a favor del orden legal, o en su defecto para dar curso a la rebeldía. Si focalizamos por un instante la experiencia política resultante en las provincias cuyanas, y más precisamente en Mendoza, es posible apreciar el variado repertorio de estrategias políticas y militares instrumentadas con el fin de afianzar el nuevo orden político. El 9 de noviembre de 1866 un grupo de federales que habían sido excluidos del gobierno de notables depuso a las autoridades legales de Mendoza, y se hizo del poder provincial. La leva ordenada por el gobierno nacional para engrosar las filas del frente paraguayo fue el detonante del movimiento que ganó adhesión en la ciudad, y se extendió de inmediato en la campaña desnudando un arsenal de prácticas y estilos políticos inaugurados desde la Revolución. Como solía ocurrir en la mayoría de los casos, a la destitución del gobierno y al control de la Sala de Representantes, le siguió la sustitución de los subdelegados de los departamentos de campaña por hombres adictos al nuevo estado de cosas en cuanto esas magistraturas se convertían en un canal decisivo de transmisión entre el centro y la periferia al centralizar o reunir funciones relevantes de control personal y territorial. De ellos dependía la confección de las papeletas de reclutamiento, el registro electoral, la clasificación fiscal y otras funciones de justicia. Aunque las autoridades destituidas de Mendoza buscaron el apoyo del jefe del ejército de línea acantonado en el sur, el éxito de los rebeldes se tradujo en una poderosa movilización miliciana que les permitió avanzar a San Juan e instalar también un gobierno rebelde después de saldar la deuda con algunos oficiales del Ejército que prestaron su adhesión a las jefaturas insurrectas. Poco después, la vecina provincia de San Luis se hacía eco de la marea insurgente dirigida por “los colorados” a través de la destitución del gobierno legal con lo cual se ponía nuevamente de manifiesto el precario capital coactivo de los gobiernos provinciales. De tal forma, y en conexión con los levantamientos de Felipe Varela, los colorados cuyanos accedían al control de los gobiernos provinciales a la espera de una hipotética respuesta de Urquiza que estuvo lejos de ser favorable.7 La expansión territorial del movimiento no podía pasar desapercibida por el gobierno nacional en cuanto ponía en evidencia no sólo las magras condicio-
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nes locales para sofocar los bastiones rebeldes; la inestabilidad política mostraba a todas luces los límites concretos de la autoridad nacional en el interior rural argentino como resultado del fracaso relativo de la “política de pacificación” dirigida por Mitre desde 1861. Esa convicción o diagnóstico condujo al ministro Rawson a diseñar la estrategia represiva que previó la movilización de fuerzas nacionales, y la cooperación de los gobiernos aliados de Tucumán, Santiago del Estero y Catamarca. Mientras éstos debían asediar el influjo de Felipe Varela en las provincias del norte, el coronel José María Arredondo habría de derrotar al puntano Juan Saá en San Ignacio (1º de abril 1867) con una tropa integrada por 3.800 hombres entre soldados de línea y milicias o guardias nacionales. Pero esa conquista militar no garantizaba en sí misma ni el avance sobre Cuyo ni menos aun el control efectivo en las provincias con capacidad de hacer estable la obediencia al poder de la nación. En una conocida carta dirigida por el ministro Rawson al presidente Mitre, habría de manifestarle que la represión debería recaer especialmente en el ejército de línea, y para ello debían robustecerse las fuerzas del general Wenceslao Paunero con guardias nacionales de Santa Fe facilitadas por el gobernador Nicasio Oroño ante la dificultad de avanzar desde el río Cuarto en función de la inestabilidad existente en Córdoba para reclutar guardias nacionales y de los magros recursos enviados por el gobierno nacional.8 Aunque el éxito de Arredondo despejó el avance de Paunero sobre Cuyo, el restablecimiento del orden político no estuvo exento de dificultades. Entre el arsenal de instrucciones que debía ensayar, el comisionado nacional estaba habilitado a movilizar los guardias nacionales de las provincias pudiendo “usar de ella en la forma y el número que considere necesario”.9 En plena marcha Paunero había tomado medidas con resultados poco satisfactorios. El decreto a través del cual el gobierno nacional había declarado traidores y desertores a todos aquellos que no se presentaran ante la autoridad no había tenido el efecto esperado en el trayecto seguido entre Córdoba y San Luis. Frente a esa evidente resistencia –cuyas motivaciones residían en liderazgos rurales ligados al “Chacho” Peñaloza muerto en 1863– la apuesta del general uruguayo fue mayor al conceder el indulto a todo aquel guardia nacional que abandonara el estado de rebeldía a favor de la autoridad legal.10
Correspondencia de Rawson al presidente Mitre, 18 de febrero de 1867. Decreto del 21 de noviembre de 1866 (arts. 1 y 3), Luis H. Sommariva, Historia de las intervenciones federales en las provincias, Buenos Aires, El Ateneo, 1929. 10 Registro Oficial de la Provincia de Mendoza, Mendoza, Imprenta del Constitucional, 1866, p. 15. 8
Correspondencia de los “Jefes de la Revolución en la Provincia de Cuyo”, Carlos Rodríguez y Felipe Saá a Urquiza, febrero de 1867, en Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde, Felipe Varela contra el imperio británico, Buenos Aires, Sudestada, 1966, p. 334. 7
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Con todo, el avance de las tropas nacionales a Mendoza se tradujo en la restitución de autoridades preexistentes a la rebelión y en una serie de medidas intermedias orientadas a restaurar la lealtad del poder local a la autoridad de la Nación (más allá de Mitre). No resulta extraño que la sustitución de subdelegados y el nombramiento de jefes adictos en los cuerpos armados de ciudad y campaña encabezaran la agenda del comisionado nacional junto con otras medidas de vital importancia: en particular, restableció la ingerencia del poder central en materia de impuestos y sustrajo al poder local la jurisdicción judicial para los delitos de sedición o rebelión.11 Por consiguiente, el restablecimiento del orden político mendocino había requerido de acciones coordinadas y complementarias entre poder local y poder central. Esa dinámica de poder parece ilustrar, además, que la intervención militar y el arbitraje estratégico entre coacción y política descansaba en un complejo tejido de instituciones y líderes territoriales con capital político suficiente como para inclinar la balanza a favor de la obediencia o para dar curso a la rebeldía. De ese delicado equilibrio de fuerzas dependía incluso la todavía inestable autoridad de la Nación en los bastiones del interior, y esa razón permite apreciar el carácter parcial de la “fuerza militar”, en sentido estricto, en beneficio de márgenes de negociación al interior del funcionamiento del sistema de alianzas políticas y personales de las que no escapaban ni las elites locales, ni los personeros del poder central como tampoco los líderes políticos que aspiraban a encabezar la pirámide política del país. Los comicios nacionales de 1868 permiten apreciar el peso relativo de esas mediaciones personales en los procesos de inclusión/exclusión al cuerpo político. En ellos habrían de gravitar –entre otros actores igualmente relevantes– el liderazgo de los jefes y oficiales del ejército de línea arribados al interior para ejecutar la pacificación mitrista –conocidos como “procónsules”–, al operar en el sostenimiento de los “gobiernos electores” con el fin de suministrar la mayoría en el colegio electoral y garantizar la sucesión presidencial. Ese desempeño político recostado de igual modo en el poder de las armas y la movilización electoral resultó eficaz en los trabajos electorales que ubicaron a Sarmiento como presidente. El patriarca de la política mendocina, Francisco Civit, lo describió del siguiente modo en carta a Pedro Agote (1867):
Eduardo Zimmerman, “En tiempos de rebelión. La justicia federal frente a los levantamientos provinciales, 1860-1880”, en Beatriz Bragoni y Eduardo Míguez (eds.), La formación del sistema político nacional argentino, 1852-1880, op. cit. 11
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Por lo que podido leer en los diarios que se publican en la República, por lo que he oído en Buenos Aires, antes de regresar a mi provincia y por los trabajos que creo han hecho y siguen haciendo procónsules de que han venido al interior en persecución de las montoneras, se ve que los candidatos que reúnen más opinión hasta el momento son Sarmiento y Alsina. Para agregar de inmediato: Es indudable que por el primero hay trabajos mucho más avanzados y bien preparados que por el segundo. Los hombres de sable que han pasado por las Provincias de Cuyo, Córdoba y La Rioja se han preocupado más de la cuestión electoral que de la extinción de los filibusteros que han estado a punto de disolver la nación. Arredondo, Paunero, Miguel Martínez y otros han hecho gobernadores que trabajen y sostengan la candidatura de Sarmiento. La influencia de estos procónsules es innegable y si se retiran dejarán las cosas preparadas de manera que los gobernadores no cambien a menos que vengan nuevas influencias y nuevos procónsules. La elección de Sarmiento en la Provincia de Cuyo, en La Rioja y Córdoba, la veo más que probable, segura. La voluntad de los gobiernos es el todo. A partir de 1870 un nuevo consenso erigido entre los notables habría de sepultar esa forma de hacer política. Para ese entonces, el tucumano Nicolás Avellaneda capitalizó esa relación de fuerzas en el interior y en porciones de la opinión de Buenos Aires, convirtiéndose en el candidato con mejores chances para suceder al sanjuanino Domingo Faustino Sarmiento en la más alta magistratura del país. Como antes, los trabajos electorales volvieron a mostrar la ingerencia de los hombres armados en la producción del sufragio, y los resultados electorales que dieron el triunfo a Avellaneda pusieron en evidencia la emergencia de una arquitectura política casi sin fisuras entre las provincias argentinas. Ese nuevo tipo de cohesión política –reunido en el denominado Partido Nacional– habría de ser impugnada por quienes abrigaban todavía la aspiración de resolver por la vía armada, la conducción del país. Esas controversias se hicieron visibles en Mendoza al convertirse en escenario de una lucha política que mostraba la disputa al interior de los grupos locales por ocupar posiciones relevantes en las estructuras del poder local, y de la mutua capacidad de movilización de recursos y hombres para la acción política que habría de exigir la intervención de arbitrajes externos para afianzar de manera definitiva el orden interno.
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En rigor, las tensiones se retrotraían al año anterior cuando las elecciones de gobernador habían mostrado por primera vez la competencia electoral entre dos grupos políticos que hasta el momento habían formado parte del “gobierno de los notables” en medio de un violento clima de hostilidades y de una intensa movilización política en la ciudad y la campaña que incluyó debates en la prensa, mítines, bailes e invitaciones personales.12 Pero la disputa estaba lejos de quedar circunscripta a un asunto doméstico en la medida que los comicios nacionales introducían un vector adicional que sumó tensiones a las ya existentes. Mientras los reunidos alrededor del candidato oficial, Francisco Civit, terminaron inclinando su adhesión al Partido Nacional que apoyaba la candidatura de Avellaneda, los incluidos en la red política liderada por el ex gobernador Carlos González Pintos, reafirmaron y mantuvieron su opción por Mitre. El tono violento que asumió la movilización electoral tuvo su corolario pocos días después cuando al conocer los resultados adversos del candidato opositor, el coronel de la Nación acantonado en San Rafael, Ignacio Segovia, se rebeló contra las autoridades provinciales dirigiéndose a la ciudad donde un piquete de caballería liderado por gonzalistas también había impugnado el resultado electoral. La respuesta del presidente Sarmiento fue inmediata y contundente: declaró el estado de sitio en la provincia y ordenó el avance de Teófilo Iwanovsky a Mendoza para terminar con los insurrectos. Aunque la intervención nacional fue decisiva, el control político del territorio requirió de ajustes normativos e institucionales de notable impacto: en 1872 la Ley de Municipalidades había prescripto la elección directa de los municipales en los departamentos de más de 5.000 habitantes modificando la antigua práctica política que otorgaba al gobernador la facultad de nombrar a los subdelegados de campaña. Esa modificación –de indiscutida inspiración alberdiana– había introducido novedades territoriales de la cuales no casualmente el gobernador Francisco Civit se haría cargo al proponer una nueva reforma municipal de carácter “transaccional”, a través de la cual el Ejecutivo recuperaba la atribución de nombrar los subdelegados postergando el precepto constitucional que establecía la elección directa para el gobierno municipal.13 Esa medida que reforzaba la centralización del poder fue acompañada de regulaciones políticas medulares para controlar la población que incluyó el restablecimiento de la “papeleta de conchabo” para el servicio doméstico en la ciudad.
Beatriz Bragoni, Los hijos de la revolución..., op. cit. Dardo Pérez Guilhou, “Instalación del régimen municipal en Mendoza”, en Revista de Humanidades, tomo XXXVI, Universidad Nacional de La Plata, 1961, pp. 73-87. 12 13
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Entre tanto el clima político provincial había acumulado nuevas tensiones entre los desplazados de la red de poder local y el círculo gubernamental provincial que había negociado con relativo éxito su integración al conglomerado de políticos provinciales que postulaba a Avellaneda como candidato a ocupar la presidencia del país. En febrero de 1874 las elecciones de diputados nacionales dieron el triunfo al oficialismo convirtiéndose en anticipo de los comicios celebrados en mayo con motivo de la elección presidencial, y de la posterior impugnación del mitrismo sobre los resultados electorales que disparó la revolución armada de la cual participarían jefes y oficiales a cargo de batallones y regimientos de guardias nacionales. Si la provincia de Buenos Aires se convirtió en bastión primordial de la revolución alentada por el general Mitre y el elenco de jefes militares plegados al movimiento, la existencia en Mendoza de esa base territorial y política opositora al círculo avellanedista resultó propicia para que el general José M. Arredondo abandonara la obediencia que había caracterizado su desempeño al servicio de la autoridad nacional, para plegarse al movimiento dirigido por Mitre y expandirlo por fuera de Buenos Aires. De tal modo, desplazó sus fuerzas desde Río Cuarto a San Luis consiguiendo la adhesión del gobierno que le despejó el avance sobre territorio mendocino y vencer la resistencia ofrecida por las fuerzas leales al gobierno encabezado por Civit. Las crónicas de la época ilustran las características de la movilización que cruzó el espacio provincial y cuyano: mientras Arredondo aumentó su fuerza en San Luis con 2.500 guardias nacionales, el coronel Catalán condujo 2.000 guardias nacionales de Mendoza con extrema dificultad frente a la persistente deserción de sus tropas que contribuyeron a la victoria del militar insurrecto. El éxito en Santa Rosa (29 de octubre) le abrió paso a la ciudad y a la formación de un gobierno provisional que incluyó a personajes vinculados con el gonzalismo que habían hecho suya la proclama dirigida por Mitre que denunciaba la injerencia de los “gobiernos electores”, y preservaba las libertades públicas. Pero el éxito de Arredondo duró poco: el 7 de diciembre, en el mismo escenario que le permitió conquistar la provincia cuyana, fue derrotado por su antiguo subalterno del Regimiento 6 de Línea que mantenía lealtad a la autoridad nacional. Para entonces el coronel Julio A. Roca, al mando de jefes y oficiales del ejército de línea y una tropa conformada en su mayoría por guardias nacionales de Córdoba y Santa Fe, había rechazado los términos del acuerdo propuesto por su superior siguiendo las órdenes de Avellaneda quien había manifestado: “no aceptaré jamás de Arredondo un pacto político en que hable de provincias, de Gobernadores”. Las evidencias expuestas parecen indicar entonces algunas especificidades de la relación entre milicias y Ejército en la edificación del sistema político nacional
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que contribuyó a la formación del Estado nacional. Si efectivamente el enrolamiento y la práctica miliciana aparecían unidos al concepto de ciudadanía armada como instituto favorable a la inclusión en el cuerpo político, la integración eventual de las Guardias Nacionales al ejército de línea condicionaba su accionar como vehículo estable a favor de la coacción y la obediencia al poder la nación. En otras palabras, la doble jurisdicción de las milicias y/o guardias nacionales en la Argentina previa a 1880 hacía de estos hombres y cuerpos armados actores vulnerables (y relativamente autónomos) del accionar de jefaturas militares leales o contrarias a las autoridades provinciales o nacionales. Esa especificidad estuvo en boca de Aristóbulo del Valle al momento de argumentar a favor de la supresión de las milicias provinciales en 1880 al entender que el poder nacional no debía ser impotente “frente a la fuerza acumulada por los Estados”.14 Esa opinión difería sustancialmente de concepciones previas que habían sostenido “el derecho de pueblo armado” y de la organización y movilización de la Guardia Nacional un “baluarte de las libertades argentinas”.15 La “cuestión de los indios” y el giro en la profesionalización de las Fuerzas Armadas Las milicias provinciales y el ejército de línea también dirimen el proceso de conquista territorial y cohesión política en los territorios patagónicos y del Chaco ganados en la lucha contra las parcialidades indias a partir de 1878. En los últimos años numerosas investigaciones han puesto en entredicho importantes imágenes legadas de las campañas militares que conquistaron el “desierto” para hacer efectivo el control del Estado en el territorio, y garantizar la incorporación de vastas extensiones de tierras con el fin de acelerar el crecimiento económico. Si bien la complejidad de las relaciones preexistentes a aquella “solución final” no había sido un tema ausente de la agenda historiográfica, las evidencias obtenidas han permitido complejizar las formas asumidas por esa violenta política de exterminio, del arsenal de estrategias y móviles puestas en marcha y de las iniciativas oficiales destinadas a la colonización después de dar solución definitiva a la “cuestión de los indios”. Por cierto, los fenómenos involucrados en la conquista de ese
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frente que desde los albores de la Independencia, habían intervenido en la vida histórica argentina del siglo XIX resultan demasiado ricos y complejos como para ser abordados en estas páginas.16 Esa situación no representa un obstáculo para revisar algunos nudos problemáticos en relación al tema que tratamos. Vale recordar que los planes operativos dirigidos por Roca en su avance sobre la frontera –convertido en ministro después de la muerte de Alsina, y del fracaso de la política de frontera por él auspiciada–, implicaron la movilización de fuerzas militares que incluían el ejército de línea y los contingentes de guardias nacionales provinciales, y de una maquinaria o logística lo suficientemente aceitada de aprovisionamiento en armas, víveres y vituallas para asegurar el éxito de la “solución final”. Una dilatada genealogía literaria que incluye memorias de oficiales, registros periodísticos y documentación oficial permite apreciar el impacto relativo de la inversión material realizada para sostener el agresivo movimiento de tropas, al tiempo que infligía mayor vigor a la profesionalización de las “fuerzas armadas” y abría canales de ascenso político y militar entre sus conductores. Sin embargo, el avance y la ocupación efectiva de la autoridad nacional dependió de la reactualización de prácticas ya instituidas en el mundo de la frontera. Como ya se había ensayado en épocas precedentes a lo largo de la línea de los miserables fortines que emblematizaban el poder hispanocriollo,17 la estrategia militar no resultó independiente de la intermediación ejercida por grupos y liderazgos étnicos a través de un complejo e inestable engranaje de circuitos mercantiles, sociales y políticos. Desde luego, esa suerte de subordinación negociada de la nueva autoridad, representaba la contracara del amplio espectro de resistencias guerreras ofrecidas por quienes aspiraban a preservar las posiciones previas al nuevo esquema de poder, ni tampoco omitir el hecho de que la administración de los territorios nacionales descansó en el personal político y/o administrativo en abrumadora mayoría ajeno a los pueblos originarios. Tampoco las políticas de colonización emprendidas los tendrían como beneficiarios. De cualquier modo, la “conquista” del territorio exigió del personal militar y avanzó más allá del ejercicio guerrero en sentido estricto al convertirse en protagonistas de las “exploraciones” destinadas al reconocimiento de los territorios La literatura al respecto es abundante. Un ajustado balance del estado de la cuestión puede verse en Raúl Mandrini y Sara Ortelli, “Las fronteras del sur”, en Raúl Mandrini (ed.), Vivir entre dos mundos. Las fronteras del sur de la Argentina, siglos XVIII y XIX, Buenos Aires, Taurus, 2006, pp. 21-42. 17 Silvia Ratto, “¿Revolución en las pampas? Diplomacia y malones entre los indígenas de pampa y patagonia”, en Raúl O. Fradkin (comp.), ¿Y el pueblo dónde está? Contribuciones para una historia popular de la revolución de independencia en el Río de la Plata, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2008. 16
Aristóbulo del Valle, “Discurso sobre ejércitos provinciales”, Cámara de Senadores, Diario de Sesiones, Buenos Aires, 16 de octubre 1880, en Natalio Botana y Ezequiel Gallo, De la República posible a la República verdadera (1880-1910), Buenos Aires, Ariel, 1997, pp. 196-198. 15 La cita pertenece a Adolfo Alsina, la cual ha sido reproducida por Ezequiel Gallo en Alem. Federalismo y Radicalismo, Buenos Aires, Edhasa, 2009, p. 56. 14
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preservados a la soberanía del Estado nacional. Para ello, en 1879, el gobierno nacional creó la Oficina Topográfica Militar para dirigir (y centralizar) el relevamiento topográfico por parte de oficiales del Ejército, y de una serie de expediciones científicas en el mar del sur en las cuales se destacaron oficiales de la marina. Esa producción de información cartográfica emanada de los expertos militares habría de ser decisiva para delimitar la jurisdicción territorial del Estado nación. Aun así, el control político de lo que hasta entonces había sido la frontera, y la conquista de obediencia de sus antiguos y nuevos pobladores requería la creación de lazos políticos, y esa razón explica las razones que impulsaron la instrumentación de las Guardias Nacionales en los territorios recién incorporados a la esfera de la nación, la cual iba a contrapelo de la ley nacional que había suprimido las milicias provinciales. La normativa y la práctica instituida habrían de capitalizar la experiencia miliciana inaugurada en tiempos de la Confederación aunque extirparía el derecho ciudadano que antes había tenido, circunscribiendo su accionar al servicio de las armas, despojándolo del sufragio y convirtiéndose en anticipo del servicio militar obligatorio prescripto por la Ley Ricchieri. También como antes, la implementación de la medida favoreció la erección de un elenco de funcionarios nacionales con potente arraigo territorial que tenían a su cargo el reclutamiento que, al arbitrar discrecionalmente la leva, la hacían recaer primordialmente en nativos e inmigrantes, la mayoría de las veces ausentes de vínculos sociales condenándolos como antaño a integrar la lista de desertores por haber eludido el enganche.18 Con todo, la administración de Roca habría de acelerar el proceso de modernización y profesionalización de las Fuerzas Armadas, y la correlativa subordinación de éstas al poder civil. Por cierto, el arsenal de innovaciones introducidas durante el mandato constitucional no resultaba independiente de un ejercicio militar ensayado al servicio de la autoridad nacional, ni tampoco del clima político que lo convirtió en beneficiario exclusivo de la liga de gobernadores que lo convirtió en presidente. Poco antes de concluir su mandato, el presidente Nicolás Avellaneda había sido uno de los oradores en las ceremonias dispuestas por el gobierno con motivo de la repatriación de los restos de San Martín, y ese acontecimiento resultaba propicio para enfatizar que ningún poder podía erigirse por
fuera del mandato constitucional que prescribía la subordinación del sable al poder civil. Asimismo, la revolución porteña que había desafiado a la autoridad nacional en la misma ciudad de Buenos Aires, había terminado de convencer a los todavía dudosos de que ningún gobernador podía estar habilitado a echar mano a las Guardias Nacionales. Ese diagnóstico de situación que ponía en un cono de sombras instituciones y estilos políticos medulares de la Argentina del siglo XIX, dio curso a una serie de innovaciones que estuvieron destinadas a monopolizar la fuerza pública en la esfera del Estado nación, y a la integración social y política de la pléyade de jefes, oficiales y tropa que habían tenido un lugar protagónico en la vida política. El mismo Leandro Alem que antes había defendido el derecho de los Estados provinciales a mantener una fuerza militar propia, preservó el papel del Ejército Nacional como “el guardián de nuestras instituciones”. El roquismo respondió a ese desafío a través de un repertorio de estímulos institucionales con resultados relativamente exitosos en el mediano plazo. A la supresión de las milicias provinciales (1880), le siguió una batería de disposiciones con el objetivo de profundizar la “interiorización” de la subordinación al poder civil que Sarmiento había iniciado décadas atrás con la creación del Colegio Militar (1869) y la Escuela Naval (1870). El giro modernizador del roquismo estuvo particularmente dirigido a afianzar la cadena de mandos, y por ello del Congreso Nacional emanaron la Ley de Reglamentación de Carrera de Oficiales (1882), la Ley de Estado Mayor y la Escuela de Cabos y Sargentos (1884) y la creación de la Escuela de Ingeniería Militar (1886).19 Ahora bien, si los resultados de ese tejido normativo e institucional podían ser sólo evaluados a futuro, la urgencia de la coyuntura requería de medidas complementarias orientadas especialmente a integrar los cuadros militares a las nuevas reglas del juego en los que estarían destinados a ocupar el lugar preservado en la carta constitucional. En tal sentido la política dirigida por el roquismo incidió notoriamente en la profesionalización de las Fuerzas Armadas a través de un variado repertorio de estímulos materiales con el fin de afianzar la obediencia al Estado nacional. Por una parte, la información suministrada por las memorias del Departamento de Guerra permite apreciar el aumento de las partidas presupuestarias destinadas a los sueldos de los oficiales. Según la memoria de 1883 el
Marisa Moroni y José Manuel Espinosa Fernández, “El reclutamiento para la guardia nacional en la Pampa central argentina 1884-1902”, en Manuel Chust y Juan Marchena (eds.), Las armas de la nación, op. cit., pp. 247-261.
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Riccardo Forte, “Los militares argentinos en la construcción y consolidación del Estado liberal (1850-1890)”, en M. Carmagnanni (comp.), Constitucionalismo y orden liberal. América Latina 1850-1920, Torino, Otto editore, 2000, pp. 102-109.
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70% del presupuesto estaba destinado al salario de los oficiales los cuales oscilaban entre 400 y 170 pesos para lo cuadros de mayor jerarquía, y entre 10 y 7 pesos mensuales para sargentos o suboficiales. Un estímulo adicional provino de la Ley de Premios (1884) a través de la cual el Congreso aprobó la distribución de las tierras ganadas en la campaña militar contra el mundo indígena que respetaba la jerarquía militar: por ella, los jefes de frontera recibieron 8.000 hectáreas; los jefes de batallones, 5.000; sargentos, 4.000; capitanes y ayudantes, 2.500; tenientes, 2.000; subtenientes y alférez, 1.500; en cambio, las lejanas tierras al sur del Río Negro, fueron repartidas entre la “tropa” en chacras de 100 hectáreas. La medida no dejó de despertar sospechas en relación a las eventuales consecuencias políticas y culturales de la política de premios y compensaciones entre los beneficiarios de la iniciativa oficial. Al respecto, la opinión vertida por Alem resulta ilustrativa: “todos los días estamos viendo en la Cámara que todos los individuos que han hecho algún servicio, se creen con derecho a venir a pedirnos premios, jubilaciones o pensiones porque han servido ocho o diez años con honradez y rectitud, y generalmente se cree que se comete una gran injusticia no acordando el premio. Siguiendo este camino, llegamos a este resultado: que el cumplimiento del deber es una cosa tan rara que merece un premio”.20 Más allá de las variadas interpretaciones que puedan atribuirse al juicio emitido por quien todavía integraba las huestes del partido oficial, la cita reactualiza un dilema crucial de la cultura política argentina que hace de las relaciones entre el Estado y los grupos sociales (partidos, corporaciones, etc.) un asunto central de la agenda académica y política.
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Ezequiel Gallo, Alem. Federalismo y Radicalismo, op. cit.
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ORGANIZACIÓN NACIONAL Y LA MODERNIZACIÓN
Resistencias populares a la expansión y consolidación del Estado nacional en el interior: La Rioja (1862-1863) y Jujuy (1874-1875) G USTAVO L. PAZ UNTREF / CONICET
Los observadores de la política argentina entre 1820 y 1880 han señalado la participación popular como uno de sus rasgos característicos. Los primeros de ellos –José María Paz y Domingo Faustino Sarmiento– encontraban en las tendencias democráticas e igualitarias de la sociedad argentina inauguradas por la Revolución de Mayo el factor principal que explicaba esta participación, liderada desde la década de 1820 por los poderes militares provinciales a quienes estos observadores denominaban caudillos.1 Esta situación comenzó a cambiar después de la derrota de la Confederación Argentina en Pavón (septiembre de 1861) cuando, desde Buenos Aires y con el apoyo de las pequeñas oligarquías liberales provinciales, el gobierno central acorraló a los poderes militares locales mediante la acción contundente del Ejército Nacional. En algunas provincias esta ampliación del orden estatal encontró resistencias populares que defendían la autonomía local y formas tradicionales de vida que se veían amenazadas a causa de esta violenta irrupción. En este trabajo me propongo comparar las formas de acción popular colectiva en dos provincias argentinas en las décadas formativas del Estado nacional: La Rioja en 1862-1863, cuando las milicias provinciales a las órdenes de Ángel Vicente Peñaloza (el “Chacho”) se levantaron contra la intromisión de las tropas porteñas, y Jujuy en 1873-1875 cuando una rebelión de campesinos indígenas en la puna puso en entredicho el derecho de propiedad y la estabilidad Eduardo Míguez, “Guerra y orden social. En los orígenes de la nación argentina, 1810-1880”, en Anuario IEHS, Nº 18, Tandil, 2003, pp. 17-38. Una aguda caracterización del caudillismo se encuentra en el “Estudio preliminar” de Tulio Halperin Donghi a Jorge Lafforgue (ed.), Historias de caudillos argentinos, Buenos Aires, Alfaguara, 2000, pp. 19-48. 1
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política de la provincia. En ambos casos, las autoridades encargadas de la represión calificaron de “montoneras” a estas movilizaciones y “montoneros” a los sectores rurales que las integraban, unificando de manera discursiva dos fenómenos insurreccionales completamente diferentes. Este ejercicio de comparación supone en primer lugar una descripción de los hechos, más conocidos en el caso de la rebelión chachista que en la de los indígenas de Jujuy. Luego ensayaré un cotejo de ambas situaciones en torno de los siguientes aspectos: contexto político, organización, liderazgo, motivación e ideología. La Rioja, 1862-1863. Federalismo y montoneras Inmediatamente después de la batalla de Pavón el gobernador de Buenos Aires y encargado del Poder Ejecutivo Nacional, Bartolomé Mitre, se lanzó a la conquista del interior. El primer problema que debió enfrentar su administración fue vencer las resistencias de las provincias, que desconfiaban de los planes políticos de los liberales de Buenos Aires y veían en el orden inaugurado en Pavón un nuevo intento porteño de avasallar sus autonomías. En el interior, el plan de Mitre fue aceptado sólo por una pequeña minoría. En varias provincias se impusieron gobiernos liberales que desplazaron a los federales después del triunfo de Buenos Aires en Pavón. La situación política de esta “elite letrada” era precaria: aisladas en las ciudades capitales no controlaban las áreas rurales ni movilizaban (salvo excepciones) a las milicias provinciales en favor de la causa liberal. En consecuencia dependían de la crecientemente activa intervención de las tropas nacionales para sostenerse en el poder.2 En el interior, el federalismo era la opción política de la mayoría. Los caudillos federales gozaban aún de gran popularidad y seguían el distante pero siempre presente liderazgo de Urquiza. Para ellos el triunfo de Buenos Aires sólo podía significar una mayor ruina para las provincias. Este sentimiento de desconfianza era más fuerte en las provincias del oeste del país, que resistieron más vigorosamente la reorganización política bajo liderazgo porteño. Entre ellas La Rioja se destacó a lo largo de la década de 1860 por la fiereza de su resistencia (“reacción” era el término empleado por los liberales de la época) a la expansión del dominio de Buenos Aires y por la lealtad al federalismo y a Urquiza. Según observaba un
Para una caracterización del período puede consultarse la introducción de Tulio Halperin Donghi en Proyecto y construcción de una nación (Argentina 1846-1880), Buenos Aires, Ariel, 1995. 2
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corresponsal de Mitre en viaje por la región, el federalismo era muy popular en La Rioja donde había notado que allí reinaba la mazorca en todo el furor, pues que los militares vestían de chiripá, sabanilla y gorra, todo colorado, y que esta última llevaba una cinta de divisa del mismo color, y que á cara descubierta gritaban en las jaranas ¡Viva Urquiza! ¡Muera Mitre!3 Entre 1862 y 1863 la acción del caudillo riojano Ángel Vicente Peñaloza en defensa de la autonomía provincial fue decisiva. Liderando vastas montoneras de gauchos, campesinos de los llanos de La Rioja y las provincias vecinas, empobrecidos por la guerra civil y hambrientos de tierra y agua, y desplazado él mismo de la preeminencia política por los gobiernos liberales apoyados por Buenos Aires, Peñaloza se rebeló contra el gobierno nacional en dos oportunidades. El gobierno nacional enfrentó la rebelión del federalismo del interior con violencia. La “guerra de policía”, como se llamó a la represión de los levantamientos acaudillados por el “Chacho”, estuvo a cargo de las tropas porteñas comandadas por los oficiales orientales veteranos de las guerras contra el rosismo (el general Wenceslao Paunero y los coroneles José Miguel Arredondo e Ignacio Rivas) en quienes Mitre había confiado esas tareas. Las operaciones fueron supervisadas por el comisionado de guerra y en breve gobernador de San Juan, Domingo Faustino Sarmiento. En 1862 el “Chacho” movilizó sus tropas en apoyo del gobernador federal de Tucumán Celedonio Gutiérrez quien estaba amenazado por los hombres fuertes en el norte, los hermanos Taboada de Santiago del Estero que respondían a Mitre. Después de haber sido derrotado en Tucumán, el “Chacho” retornó a La Rioja y desde allí puso sitio y ocupó la ciudad de San Luis. Mitre autorizó al general Paunero a llegar a un arreglo de paz con Peñaloza prometiéndole una amnistía a cambio de la deposición de las armas por el Tratado de la Banderita en mayo de 1862. Peñaloza y los federales del interior esperaban ansiosamente que Urquiza se pusiera a la cabeza de un amplio movimiento que restaurara el predominio federal sobre el país y derrocara a Mitre. La paz con las fuerzas nacionales les permitía ganar tiempo y recuperar las fuerzas de sus empobrecidos seguidores. El
Carta de Juan Francisco Orihuela a Ricardo Vera, Jachal, 14 de septiembre de 1862, en Archivo del General Mitre, tomo XI, p. 258. 3
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“Chacho”y Urquiza intercambiaron correspondencia en ese momento, pero el apoyo de Urquiza nunca se hizo efectivo. En 1863 la montonera del “Chacho” se movilizó una vez más. En carta al presidente Mitre explicaba las razones de su rebelión: los abusos cometidos por las tropas nacionales contra él y sus gauchos no le dejaban opción. Luego de haber apoyado una rebelión federal en Córdoba en mayo, fue completamente derrotado en la batalla de Las Playas en junio de 1863. Peñaloza retornó a La Rioja donde a fines de ese año fue muerto a lanzazos frente a su familia por un destacamento del Ejército Nacional. En un acto que recordaba las atrocidades cometidas por las tropas rosistas en los primeros años de la década de 1840, la cabeza cercenada del “Chacho” fue puesta en una pica y exhibida públicamente como símbolo de castigo ejemplar para sus seguidores. Esta cruel acción mereció la condena de federales como José Hernández quien en su Rasgos biográficos del general Ángel Vicente Peñaloza denunciaba a los liberales por el violento asesinato: “[E]l partido que invoca la ilustración, la decencia, el progreso, acaba con sus enemigos cosiéndolos a puñaladas”, mientras que los liberales porteños y provincianos (como Sarmiento) justificaban que ese castigo era el apropiado para un salteador que obstaculizaba la organización del país.4 ¿Por qué el federalismo era tan popular en La Rioja? La pregunta sobre la lealtad de la población rural al federalismo ya se la había hecho Sarmiento al reflexionar poco después de los hechos. Él encuentra en el árido paisaje de los Llanos riojanos (la “Travesía”) claves para entender este interrogante. En este páramo de pastos ralos y escasa agua, la pobreza de las poblaciones de raíz indígena, reducidas a una vida poco menos que miserable explica su participación en los alzamientos encabezados por el “Chacho”: los indígenas vivían a la margen de las escasas corrientes, y fueron reducidos en lo que hoy se llaman los “Pueblos”, villorios sobre terreno estéril, cuyos habitantes se mantienen escasamente del producto de algunas cabras que pacen entre ramas espinosas; y están dispuestos siempre a levantarse para suplir con el saqueo y el robo a sus necesidades… A estas causas de tan lejano origen se deben el eterno alzamiento de La Rioja y el último del Chacho.5 Estas poblaciones reducidas a la pobreza por siglos de dominación colonial libraban una guerra de recursos con las familias propietarias. La “venganza india”, José Hernández, Rasgos biográficos del general Ángel Vicente Peñaloza, Buenos Aires, Caldén, 1968 (1863), p. 131. 5 Domingo F. Sarmiento, Vida del Chacho, Buenos Aires, Caldén, 1968 (1868), pp. 80-81. 4
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al decir de Sarmiento, reconocía un origen de despojo: el arrebato de tierras y agua por las familias principales. Para ilustrar ese conflicto Sarmiento echa mano de la saga de la familia Del Moral, una de las más antiguas y ricas de La Rioja: La familia de los Del Moral hace medio siglo que viene condenada a perecer, víctima del sordo resentimiento de los despojados. Para irrigar unos terrenos los abuelos desviaron un arroyo, y dejaron en seco a los indios ya de antiguo sometidos. En tiempo de Quiroga fue esta familia, como la de los Campos y los Doria, blanco de las persecuciones de la montonera. Cinco de sus hijos han sido degollados en el último levantamiento, habiendo escapado a los bosques la señora con una niña y caminando a pie dos días para salvarse de estas venganzas indias.6 Si bien las observaciones de Sarmiento identifican con perspicacia el núcleo del conflicto, las investigaciones recientes colocan esta tensión social en su precisa dimensión provincial y local. Ariel de la Fuente estudia las variaciones de la tenencia de la tierra en los distritos rurales rebeldes de Famatina y los Llanos para comprender el levantamiento liderado por el “Chacho”. En Famatina el monopolio del control de las mejores tierras y del agua para la irrigación por una pequeña elite imponía una relación muy tensa entre ella y los campesinos pequeños propietarios y sin tierras que constituían la amplia mayoría. En los Llanos, estancias agrícolo-pastoriles convivían con antiguos pueblos de indígenas con tenencia comunal de la tierra, con pequeños propietarios agricultores y pastores, y con ocupantes de tierras vacías. Este patrón más diverso y laxo de tenencia de tierras y la inexistencia de un abismo social entre los grandes propietarios (entre los cuales se contaba el “Chacho”) y los otros sectores rurales permitió a los primeros movilizar un número importante de seguidores de los Llanos en las rebeliones federales de 1862-1863. En Famatina, por el contrario, los campesinos rebeldes organizaron una matanza de terratenientes locales en medio de la rebelión cuyas raíces se hundían en el conflicto agrario local.7 Basado en una cuidadosa investigación en testimonios judiciales, De la Fuente delinea un perfil social de los “montoneros” chachistas muy alejado de los salteadores o delincuentes denunciados por Sarmiento. Quienes se sumaron a las movilizaciones lideradas por el “Chacho” provenían en su mayoría de la provincia Ibid. Ariel de la Fuente, Children of Facundo. Caudillo and Gaucho Insurgency during the Argentine State Formation Process (La Rioja, 1853-1870), Durham, Duke University Press, caps. 2 y 3. 6 7
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de La Rioja y en menor medida de las limítrofes San Juan y Catamarca. De entre los riojanos la composición entre llanistas y de los departamentos de los valles se daba en igual proporción, destacándose entre los últimos los de Famatina. La mitad de los que declararon ocupación ante los jueces manifestaron ser “labradores”, una categoría muy amplia que englobaba a campesinos propietarios de tierras, arrendatarios, agregados, pero no a peones y jornaleros que junto a artesanos y arrieros constituían un 40% del total de ocupados. De los 66 que declararon sus edades, 46 tenían entre 21 a 40 años, y de los 64 que manifestaron su estado civil, 36 eran casados. Una abrumadora mayoría no sabía leer ni escribir. Es decir, la tropa chachista reflejaba la estructura social del ámbito donde se reclutaba.8 De la Fuente muestra también un patrón de ordenamiento jerárquico en la organización de las montoneras modelada en las milicias provinciales. La adhesión a la causa del “Chacho” podía ser espontánea, pero una vez incorporados a sus filas se establecía una jerarquía de mandos basada en la posición que los individuos tenían en la sociedad o en sus experiencias políticas y militares previas que se esperaba fuese respetada. Esta jerarquía se evidenciaba en las órdenes escritas dictadas por los oficiales y exigidas por los subalternos en casos de decomisos de hacienda o mercaderías y de ejecuciones de enemigos políticos, y en los consejos de guerra que se formaban para sancionar indisciplinas. Las motivaciones de los movilizados en las montoneras eran varias. En primer lugar las había de orden material. Los montoneros eran movilizados con promesas de compensación material tanto en dinero como en la distribución de bienes de acceso restringido como carne, calzado y ropa. Los jefes montoneros eran los encargados del reparto de estos bienes entre sus seguidores; su incumplimiento podía acarrear la deserción de las tropas. Una carta de Peñaloza al general Paunero solicitando a Mitre una subvención nacional para reparaciones de guerra en La Rioja da cuenta de esa necesidad de distribuir bienes entre las tropas para evitar el desbande: Se encuentran innumerables familias no solamente privadas de todo recurso con que antes pudieran contar, sino reducidas también a la más completa orfandad, por haber perecido en la guerra las personas que pudieran
Ariel de la Fuente, “‘Gauchos’, ‘montoneros’ y ‘montoneras’”, en Noemí Goldman y Ricardo Salvatore (comps.), Caudillismos rioplatenses. Nuevas miradas a un viejo problema, Buenos Aires, Eudeba, 1998, pp. 267-291. 8
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proporcionarles la subsistencia. Todos los días estoy recibiendo en mi casa estos infelices, y por más que yo desee remediar siquiera sus más vitales necesidades, no puedo hacerlo después de haber sufrido yo el mismo contraste; mis tropas impagas y desnudas, y sin hallar recurso para tocar para el remedio de estas necesidades.9 A pesar de estas dificultades el “Chacho” logra levantar nuevamente una montonera en 1863. De la Fuente ensaya una explicación convincente para este fenómeno centrada en la identificación entre líder y seguidores que ya habían observado los partícipes de los sucesos. El mismo “Chacho”, en carta al coronel Marcos Paz, comisionado de Guerra en Córdoba y futuro vicepresidente, reflexionaba sobre las bases de su popularidad: ¿[P]orque tengo algún prestigio y simpatía entre mis conciudadanos? Esa influencia, ese prestigio lo tengo porque como soldado e conbatido al lado dellos por espacio de cuarenta y tres años compartiendo con ellos los asares de la guerra los sufrimientos de la campaña las amarguras del destierro y e sido con ellos mas que Gefe un padre que mendigando el pan del estranjero prefiriendo sus necesidades a las mias propias. Y por fin porque como Argentino y como Riojano e sido siempre el protector de los desgraciados sacrificando lo ultimo que e tenido para llenar sus necesidades, constituyendome responsable de todo y con mi influencia como Gefe asciendo que el Gobierno Nacional buelba sus ojos a este pueblo miserable bigtima de las intrigas de sus propios hijos obteniendo hasta bajo mi responsavilida particular, cantidades que llenen las necesidades de la Provincia. Acies Sor. como tengo influencia y mal que pese la tendré.10 La influencia y el prestigio del “Chacho” se fundaban en la identificación entre él y sus gauchos basada en una matriz cultural común y una distancia social que, si bien existente (él era uno de los principales propietarios de los Llanos) no era insalvable. Benjamin Villafañe nos recuerda en un pasaje de sus Reminiscencias históricas la relación llana que el “Chacho” establecía con sus gauchos, pero a la vez la disciplina y el respeto que éste les imponía:
La Rioja, 21 de julio de 1862, en Archivo del General Mitre, tomo XI, pp. 186-188. Carta de Peñaloza a Marcos Paz, 29 de marzo de 1862, en Félix Luna, Los caudillos, Buenos Aires, Peña Lillo, 1971, p. 210. 9
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Es en Peñaloza ó Chacho, que he podido sorprender uno de los secretos de aquella extraña popularidad. Este hombre, sobresalía en las cualidades de fuerza y valor; pero he aquí algo mas que lo realzaba en el concepto de sus iguales. Una, dos veces lo he visto rodeado de los suyos: tendía su poncho en la llanura y sentabase en una de sus extremidades con un naipe en la mano y un puñado de monedas á su frente. Lo he visto llamar á los gauchos que lo rodeaban, y ellos acudir á la carpeta donde figuraban primero dos cartas, y en seguida otras dos, sobre las cuales cada concurrente depositaba su parada. Allí, sin espacio suficiente para asistir cómodamente á la fiesta, muchos de ellos agobiaban sin piedad sus espaldas. En tales momentos, nada había que lo distinguiese de los otros: jugaba, disputaba, apostrofaba, y sufría cuanta revancha y contradicciones le iban encima á consecuencia de sus trampas ó no trampas. Fatigado al fin, por lo que Darwin llamara la lucha por la vida, lo he visto ponerse de pié, la frente severa y altiva y decir á la turba – ¡Ea! Muchachos, cada uno á su puesto. Y entonces obedecer todos, sin chistar palabra como movidos por un resorte.11 Como ejemplo de esta identificación personal con el líder valga el caso de un gaucho que gritaba en una pulpería de Caucete, San Juan, en junio de 1862, “Me cago en los salvajes [unitarios], soi hijo de Peñaloza y por él muero, si hai alguien que me contradiga salga a la calle; por los salvajes ando jodido… y no me he de desdecir de lo que digo aunque me metan cuatro balas”.12 Esta identificación, que desde Max Weber caracterizamos como una de las manifestaciones del “carisma”, se complementaba con una ideología que daba sentido al movimiento montonero del “Chacho”. Era ella la defensa del federalismo frente al gobierno de Buenos Aires, tradición en parte heredada de las experiencias políticas provinciales de la primera mitad del siglo XIX y en parte reforzada por la violencia de la represión ejercida por los ejércitos porteños en 1862-1863. Un enviado del gobernador Mitre a las provincias le refería el terror que causaban las tropas porteñas al avanzar sobre las poblaciones rurales de La Rioja:
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gente del campo confundía á los cuatro gendarmes de la policía de San Juan que me acompañan con soldados del ejército de Buenos Aires. Se veía a mi llegada á cada pequeño pueblo, huir los hombres á los cerros… Probablemente se figuraban que mi gente era vanguardia del terrible comandante Arredondo, verdadera pesadilla de las chusmas de estos lugares.13 Según De la Fuente, el federalismo aparecía ante los gauchos como la opción política que prevenía que la provincia fuera invadida por las fuerzas porteñas. El corazón de esta adhesión residía en lo que el autor denomina “identidad federal” anclada en los clivajes sociales de la campaña riojana que hacía del federalismo el campeón de los pobres rurales contra los más ricos propietarios y comerciantes identificados como “unitarios” o liberales, de la religión católica contra la impiedad de sus enemigos “masones”, y de los “negros” contra los “blancos”, variable étnica presente en una sociedad donde la mayoría descendía de indígenas o africanos.14 Que el federalismo constituía la ideología unificadora de estos movimientos queda revelado por la continuidad de los alzamientos luego del asesinato de Peñaloza. En los años 1866 y 1867 se sucedieron dos oleadas de alzamientos federales en Mendoza, San Juan, San Luis, La Rioja y Catamarca. La “Rebelión de los colorados” llegó a tomar el poder brevemente en Mendoza amenazando a las provincias vecinas. El caudillo catamarqueño Felipe Varela se levantó contra el gobierno nacional al grito de “Federación o Muerte” y “Viva la Unidad Americana”. Varela luchaba a favor de las autonomías provinciales y en contra de la política exterior del gobierno nacional que estaba en guerra con el Paraguay, muy impopular en el interior a causa de los reclutamientos forzosos de gauchos para las tropas nacionales que eran enviados semidesnudos y engrillados para el frente. Las montoneras de Varela fueron desbandadas por las tropas nacionales, y el caudillo y sus seguidores debieron huir hacia el norte perseguidos por el Ejército. Las autoridades nacionales extendieron su control efectivo en el oeste del país apoyadas en la fuerza que les daba el manejo del Ejército.
Pude convencerme á las muy pocas leguas de la villa de Famatina, del terror que inspiran los soldados del comandante Arredondo, puesto que la Benjamin Villafañe, Reminiscencias históricas de un patriota, Tucumán, Banco Comercial del Norte, 1977, pp. 60-61. 12 Citado por Ariel de la Fuente en “El Chacho, caudillo de los llanos”, en Jorge Lafforgue (ed.), Historias de caudillos, Buenos Aires, Alfaguara, 2000, p. 325. 11
Carta de Régulo Martínez al General Mitre, La Rioja, 14 de enero de 1863, en Archivo del General Mitre, tomo XI, pp. 265-266. 14 Ariel de la Fuente, Children of Facundo, op. cit., caps. 7 y 8. 13
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Jujuy, 1872-1875. Comunidad y rebelión indígena La recuperación del poder por la elite de familias prominentes de Jujuy en 1852 brindó la estabilidad política necesaria para consolidar el orden en la campaña provincial luego de un largo período de tensiones sociales que había comenzado con la movilización campesina durante la Guerra de la Independencia y los conflictos civiles que la sucedieron. La restauración del orden en las áreas rurales se basaba en el control de la propiedad de la tierra (la elite urbana de Jujuy poseía más de la mitad de las tierras de la provincia), la extensión y consolidación del arriendo, la fijación de la mano de obra mediante la aplicación de la papeleta de conchabo y el monopolio de la provisión de crédito. Sólo en aquellas zonas de alta densidad de población indígena (la quebrada de Humahuaca y la puna) la sobrevivencia o el recuerdo de instituciones comunales podían desembocar en un desafío al orden rural restablecido por la elite provincial. Desde la década de 1840 el Estado provincial colaboró a consolidar el orden en la quebrada de Humahuaca al implementar una política de tierras que favoreció su traspaso y concentración en manos privadas mediante la abolición legal de las comunidades indígenas, la aplicación de la enfiteusis a las tierras anteriormente bajo su control y su posterior venta.15 El orden rural fue alterado a mediados de la década de 1870 por la rebelión del campesinado indígena de la puna. Allí la endeblez de los títulos de propiedad coloniales de algunos de los hacendados y el recuerdo de un pasado de vida comunal impulsaron a los indígenas a desafiar abiertamente la legitimidad del derecho de propiedad. Los distritos de la puna constituían el caso más notorio de concentración de la propiedad de la tierra en la provincia. A mediados del siglo XIX una decena de grandes propietarios monopolizaban sus tierras, entre los cuales se destacaba Fernando Campero, heredero del ex marquesado del valle de Tojo. Residente en Bolivia, Campero era propietario de las fincas Cochinoca y Casabindo, que con 200.000 hectáreas abarcaba la totalidad del departamento de Cochinoca, y de Yavi que con una extensión de 100.000 hectáreas comprendía la mayor parte de las tierras del distrito homónimo. La enorme mayoría de la población de la puna eran arrendatarios (“arrenderos”) que pagaban una renta a los propietarios, en su mayoría ausentistas. Además de los arriendos, desde 1855 los indígenas pagaban al Estado provincial un impuesto Gustavo L. Paz, “Las bases agrarias de la dominación de la élite: tenencia de tierras y sociedad en Jujuy a mediados del siglo XIX”, en Anuario IEHS, Nº 19, Tandil, 2004, pp. 419-442. 15
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llamado “contribución mobiliar” de un 5 % sobre las crías y las cosechas anuales. El Estado delegaba el cobro de este impuesto en particulares quienes generalmente eran comerciantes o mineros asentados en las cabeceras de los departamentos que actuaban a la vez como jueces de paz y comisionados municipales. La recaudación de arriendos y contribución mobiliar, las multas excesivas y los atropellos de las autoridades locales constituían situaciones conflictivas frente a las cuales los indígenas puneños reclamaban la intervención de la autoridad superior. Estos reclamos no se canalizaron por vía judicial sino mediante el despliegue de una amplia gama de estrategias de resistencia que iban desde la presentación de petitorios a las autoridades hasta el estallido de motines dirigidos a corregir lo que consideraban abusos. Con frecuencia los campesinos apelaban mediante petitorios escritos la intervención del gobernador a quien recurrían reconociéndolo como única instancia para que sus demandas fueran oídas y resarcidas. Los campesinos aludían a él como “padre de pobres y huérfanos”, “memorable padre de la patria”, “padre de nosotros” a quien le reconocen su “paternal protección” y “bondad y rectitud” como incuestionables virtudes. Las quejas recaían invariablemente en las autoridades locales que los campesinos debían soportar día a día, sin cuestionar el sistema de autoridad. La corrección debía llegar desde la autoridad más alta y aplicarse por vía de una reparación del mal denunciado o por el restablecimiento de prácticas tradicionales de la costumbre. Pero en ocasiones los campesinos puneños recurrían a protestas más violentas. Su organización era espontánea y sus participantes eran aquellos directamente afectados o los que por solidaridad (de parentesco, de vecindad) se sumaban a la manifestación de descontento. Un ejemplo de ellas es el motín que estalló a fines de 1857 contra la Receptoría de la Aduana Nacional en Yavi . Unos treinta campesinos armados con sables y espadas irrumpieron en el pueblo, rodearon la Receptoría y, luego de romper la puerta a hachazos, penetraron en ella y la saquearon prolijamente llevándose más de doscientos pesos en plata, cucharas y platos, ropa, sábanas y los libros y documentos de la Aduana, en los que estaban asentadas las deudas y multas impagas con la misma. Luego del saqueo los amotinados se retiraron rápidamente del pueblo y se refugiaron en las serranías cercanas. Pocas horas después fueron sorprendidos ocultos en los cerros por el cura y el juez de paz de Yavi, ante quienes se rindieron. Al devolver los bienes saqueados, sólo faltaban la casi totalidad del dinero (posiblemente el producto de las multas) y los libros de la Receptoría. La violencia había durado poco y había afectado exclusivamente a la Aduana. El motín cuestionaba a la vez los derechos aduaneros y la manera abusiva de su cobro. La Aduana Nacional era una institución nueva en la zona, establecida en
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1853 al nacionalizarse las aduanas provinciales. El celo del administrador, que se excedió en el cobro de las multas pero no en el procedimiento de recaudación, reflejaba la reacción de los campesinos a una institución implantada recientemente que dificultaba movimientos estacionales de mercancías a ambos lados de la frontera internacional y gravaba fuertemente el tránsito de esas mercancías. El reclutamiento de la Guardia Nacional (creada en la década de 1850) en los departamentos rurales era también un factor de conflicto. En ocasiones las autoridades departamentales aprovechaban la reunión de las mismas para exigirles a los campesinos que abonaran sus impuestos o simplemente para hacerlos trabajar en obras públicas. En 1873, por ejemplo, 235 campesinos del departamento de Rinconada presentaron un escrito al gobernador detallando los abusos cometidos el año anterior por Anselmo Estopiñán, comandante local de la Guardia Nacional y gran propietario. Además de haberlos convocado varias veces al pueblo, con los consiguientes gastos de traslado desde sus lugares de residencia, una vez allí les había cobrado multas y, en combinación con el sacerdote, había forzado varios matrimonios por los que los campesinos debían abonar un derecho. En esa ocasión Estopiñán había dicho que “los haría marchar hasta emparejar la plaza [de Rinconada], ahora me han de conocer estos indios ojotudos”.16 Desde comienzos de la década de 1870 las tensiones entre campesinos y autoridades provinciales derivaron en un conflicto más complejo y profundo. Si hasta entonces las protestas campesinas se alzaban contra los abusos cometidos por parte de funcionarios locales o de instituciones nuevas, a partir de ese momento los campesinos comenzaron a poner en entredicho la legitimidad de la propiedad de las tierras. La cuestión de las tierras fue planteada a fines de 1872 por medio de una denuncia presentada por arrenderos de la finca Cochinoca y Casabindo ante el gobernador de la provincia. En ella sostenían que estas tierras estaban ilegítimamente en manos de Fernando Campero, quien no contaba con los debidos títulos de propiedad. El gobierno provincial acogió favorablemente la denuncia y decidió traspasar la propiedad de estas fincas a la esfera provincial luego de comprobar la endeblez de los títulos de propiedad. La decisión oficial y el éxito de la demanda campesina impulsaron a los arrenderos de otras fincas de la puna a denunciar como fiscales las tierras que habitaban, al mismo tiempo que se negaban al pago de los arriendos a sus pro-
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pietarios. Durante 1873 la protesta se manifestó con una creciente violencia en toda la puna, en particular en Yavi, donde los indígenas sitiaron la cabecera del departamento en dos oportunidades. Cabe recordar que Yavi era a la vez casa de la hacienda, sede de las autoridades locales y de la Aduana, única institución nacional que existía en esa lejana zona, y que la principal autoridad del departamento cumplía al mismo tiempo la función de administrador de la finca. El sitio del pueblo por los campesinos significaba un abierto desafío tanto a las autoridades provinciales como al propietario de la hacienda. El liderazgo de la insurrección campesina estaba en manos de un arrendero de Yavi, Anastacio Inca, quien recorría toda la puna incitando a la rebelión y demandando colaboraciones para el mantenimiento de los indígenas movilizados por “el asunto comunidad”. Durante la primera mitad de 1874 se hizo evidente que las autoridades provinciales no controlaban los distritos rurales de la puna. Las cabeceras de los departamentos estaban aisladas en un medio rural hostil, recorrido por bandas armadas de campesinos que se enfrentaban en esporádicas escaramuzas con las escasas patrullas militares que el gobierno de la provincia enviaba en ayuda de esas poblaciones. En una de esas escaramuzas perdió la vida Anastacio Inca. A mediados de 1874 la rebelión se combinó con la contienda electoral por la sucesión presidencial que enfrentaba al candidato oficial Nicolás Avellaneda con el opositor Bartolomé Mitre. En julio de ese año la facción provincial que apoyaba la candidatura de Avellaneda derrocó al gobernador mitrista Teófilo Sánchez de Bustamante. El nuevo gobernador, José María Álvarez Prado, decretó la restitución de la finca Cochinoca y Casabindo a Fernando Campero el 3 de julio se 1874, aunque la provincia se reservó el derecho de aclarar su definitiva propiedad ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación.17 La restitución de las tierras a Campero desencadenó la fulminante expansión de la rebelión campesina por toda la puna. En la noche del 12 al 13 de noviembre de 1874 ocurrió un violento ataque al pueblo de Yavi: unos trescientos campesinos penetraron en el pueblo, luego de una breve resistencia de la Guardia Nacional que huyó al verse rebasada. Los indígenas saquearon la casa de la finca y la Aduana, hirieron a su administrador, a su esposa y a su madre, mataron a su hermano y se retiraron a la madrugada. En un informe al gobernador se afirmaba que la invasión se había hecho al grito de “¡Viva el General Mitre i D. Teófilo Sánchez de Bustamante!”. De este modo la conexión del movimiento campesino Gustavo L. Paz, “El gobierno de los conspicuos. Familia y poder en Jujuy, 1853-1875”, en Hilda Sabato y Alberto Lettieri (comps.), La vida política. Armas, votos y voces en la Argentina del siglo XIX, Buenos Aires, FCE, pp. 423-442. 17
Gustavo L. Paz, “Resistencia y rebelión campesina en la puna de Jujuy, 1850-1875”, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, vol. III, Nº 4, 1991, pp. 63-89. 16
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con la política nacional, y sus correlatos locales era evidente. Ésta era señalada por el comisionado político del gobernador en la puna quien afirmaba: Los indios alucinados con las promesas que les hacen los antiguos explotadores de su credulidad é ignorancia de que ha de producirse el trastorno general el día 13 del corriente [octubre] del que resultará la Presidencia del Brigadier Mitre, quien les ha de dar la posesión de las tierras denunciadas como fiscales.18 En la visión oficial, el mitrismo provincial derrocado y sus seguidores locales en la puna explotaban la credulidad indígena. Señalaban a Laureano Saravia, quien había sido comisario de policía de Santa Catalina y puntal mitrista en la zona, quien eslabonó una alianza con los líderes del movimiento campesino. Hacia fines de 1874 Saravia conducía la rebelión, dándole al movimiento campesino una cohesión mayor de la que había tenido hasta ese momento.19 A partir del ataque a Yavi el número de campesinos rebeldes aumentaba día a día. Los partes de las autoridades reflejaban dramáticamente el fortalecimiento de la rebelión: el 18 de noviembre reportaban que los rebeldes eran 500; el 21 ascendían a 700 y para el 25 de ese mes llegaban ya a 1.000, de los cuales 200 a 300 estaban armados con fusiles. Parecía haber un plan en el desarrollo de la rebelión. Saqueado Yavi, los campesinos rebeldes destruyeron la población de Santa Catalina, se dirigieron luego a Rinconada, que atacaron a fines de noviembre, y de allí a Cochinoca que tomaron a comienzos de diciembre. A fines de 1874 toda la puna estaba bajo control rebelde. Desde Buenos Aires le urgían al gobierno de Jujuy que terminara con la rebelión a la que veían como el último baluarte mitrista del país. El gobernador Álvarez Prado se puso al frente de una fuerza de 300 hombres de la Guardia Nacional de Jujuy; al aproximarse a Cochinoca fue derrotado por los indígenas. Poco después llegaron refuerzos de la Guardia Nacional de Salta movilizada por orden del gobierno nacional. El gobernador reemprendió la campaña y el 4 de enero de 1875 se enfrentó con los rebeldes en las serranías de Quera. La derrota de los rebeldes fue completa. Saravia huyó a Bolivia con unos pocos cabecillas indígenas; el resto de los líderes murieron en combate, fueron fusilados poco después en la plaza mayor de Cochinoca o conducidos prisioneros a la ciudad de Archivo Histórico de la Provincia de Jujuy, Yavi, 1-10-1874. Gustavo L. Paz, “Liderazgos étnicos, caudillismo y resistencia campesina en el norte argentino a mediados del siglo XIX”, en Noemí Goldman y Ricardo Salvatore (comps.), op. cit., pp. 319-346.
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Jujuy y empleados en trabajos forzados. En su informe oficial, el gobernador reportaba con orgullo que en Quera había sido aplastada “la última montonera que subsistía en la República”.20 Inmediatamente después de la batalla las autoridades provinciales y los propietarios restablecieron el orden terrateniente en la puna y evitaron que la protesta campesina se extendiera a otras áreas de la provincia que permanecieron totalmente tranquilas. La puna fue ocupada militarmente por un destacamento del Regimiento 12 de Línea cuyos uniformes y armas fueron costeados por el mismísimo Fernando Campero. La violencia campesina había sido suprimida y el orden restablecido en la puna de Jujuy. Conclusiones comparativas La comparación de estas dos situaciones de resistencia popular tan disímiles girará en torno de los siguientes aspectos: contexto político, organización, liderazgo, motivación e ideología. Si bien los contextos políticos de ambos levantamientos eran muy diferentes puede encontrarse una similitud significativa entre ellos. La reacción riojana al avance de Buenos Aires después de Pavón y el levantamiento indígena de la puna de Jujuy enmarcado en la rebelión mitrista de 1874 tenían como referentes políticos a dos fuerzas opositoras al gobierno nacional en franca declinación. Tanto el federalismo urquicista en la década de 1860 como el mitrismo en la de 1870 eran fuerzas en retirada que habían perdido apoyos en las provincias y la iniciativa política en el ámbito nacional. Entre las numerosas diferencias entre ambos contextos una es fundamental para comprender la represión más rápida y eficaz de la rebelión de Jujuy con respecto a la de La Rioja. Mientras que a comienzos de la década de 1860 la expansión de las instituciones nacionales estaba en su fase inicial, a mediados de la siguiente algunas de esas instituciones contaban ya con una fuerte presencia en las provincias y colaboraban activamente en poner término a los conflictos locales y sus potenciales proyecciones nacionales. Entre ellas se destacaba el Ejército Nacional que se constituyó crecientemente en árbitro de las situaciones políticas provinciales. Un segundo aspecto lo constituye la organización de los levantamientos. Las montoneras riojanas del “Chacho” podían enorgullecerse de ser herederas de
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Parte detallado del Gobernador en campaña al Exmo. Gobernador Delegado sobre la sublevación de los Departamentos de la Puna, Jujuy, Imprenta “El Pueblo”, 1875. 20
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una tradición miliciana que se remontaba por lo menos a la década de 1820 y cuyo poderío había dado a Facundo Quiroga el predominio político sobre las provincias del interior entre 1825 y 1835. La existencia de jerarquías militares en el seno de las milicias chachistas, la circulación de órdenes escritas, y el mantenimiento de una disciplina de corte militar formaban parte de esa herencia. En contraposición, los indígenas de Jujuy habían sido movilizados sólo en dos breves períodos: durante las guerras de la independencia en la década de 1810 y durante la guerra contra la Confederación peruano-boliviana (1837-1839), en esta oportunidad a favor de Bolivia. Desde la finalización de esa guerra los jefes étnicos de la puna negociaron con el gobierno provincial el pago de un tributo a cambio de la excepción al reclutamiento militar. Esta situación cambió en 1853 cuando fueron incorporados a la Guardia Nacional de reciente creación, no sin una recurrente resistencia a esta forma de reclutamiento por parte de los indígenas. Un tercer aspecto se refiere a las características de los liderazgos rebeldes. Los levantamientos de La Rioja presentaban liderazgo que podemos considerar carismático basado en una familiaridad cultural y una proximidad social entre líder y seguidores. Como líder o caudillo, Peñaloza era percibido por sus gauchos como uno de ellos pero de calidad superior, que concitaba simpatía y admiración pero a la vez respeto y obediencia. Los montoneros seguían a Peñaloza porque se identificaban con él. En la rebelión de los indígenas de la puna de Jujuy se sucedieron dos tipos de liderazgo. En los comienzos del alzamiento Anastasio Inca ejerció un liderazgo de tipo étnico, indígena, que avanzaba las reivindicaciones comunales apelando a la memoria de una vida comunitaria previa. Luego de su muerte se impuso (no está claro si los rebeldes lo buscaron) un liderazgo externo, circunstancial y más táctico. Laureano Saravia, comerciante criollo sin acceso a la propiedad de la tierra, alineado con el derrocado mitrismo, eslabonó una alianza con los cabecillas indígenas que los introdujo de lleno en las disputas políticas provinciales y nacionales. Si bien los rebeldes indígenas no abandonaron sus reivindicaciones originales, su consecución quedó subordinada a las disputas políticas de las elites. Sin duda la vinculación simbólica con el líder era un factor importante para explicar las motivaciones y lealtad de los seguidores, pero su movilización presentaba también aspectos materiales. En La Rioja la compensación material, el pago de una suma de dinero y la provisión de alimentos, y vituallas (ropa, bebida y tabaco) era esperada por los montoneros. Peñaloza se desesperaba cuando no podía proveer a sus gauchos de dinero y bienes materiales porque sabía que a pesar de su influencia y prestigio no podría conservarlos movilizados. Buena parte de su influencia estaba basada en esa capacidad de distribución de bienes materiales. En Jujuy se observa lo contrario, los líderes étnicos del levantamiento requirieron la colaboración de los
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indígenas con módicas sumas de dinero para costear la organización del movimiento campesino. En ningún momento los indígenas movilizados parecen haber obtenido de sus líderes beneficios materiales, más allá del ocasional y modesto botín producto del saqueo de edificios públicos. En ambas rebeliones había motivos que excedían los aspectos simbólicos y materiales que se han mencionado: en ellas puede reconocerse un mundo de ideas que proporcionaban una causa por la cual pelear. En este aspecto las diferencias entre ambos movimientos son muy notables. En la rebelión riojana el federalismo ofrecía al “Chacho” y sus montoneros una ideología de oposición convocante y aglutinante que apelaba a tradiciones provinciales de movilización desde la primera mitad del siglo XIX. El federalismo proveía a los rebeldes un entramado ideológico centrado en la defensa de la autonomía provincial contra el avasallamiento porteño, del catolicismo contra los masones y de los pobres contra las familias poderosas en la guerra social por recursos que libraban desde antaño. A la vez esta ideología trascendía la realidad provincial y los vinculaba a otras luchas (reales o posibles) y a líderes indiscutidos (Urquiza) con proyección nacional. En la puna de Jujuy los rebeldes indígenas compartían una ideología basada en el recuerdo de una organización comunitaria, que aspiraba a la recuperación de tierras ancestrales usurpadas en el pasado por los terratenientes con anuencia (o desidia) del gobierno. La relación entre esas comunidades y el Estado se basaba en la apelación a un pacto de inspiración colonial que hacía de la protección de los indígenas y sus tierras comunales un deber. Este pacto, reeditado en la provincia de Jujuy en 1840 se había roto en 1853 cuando una nueva autoridad, esta vez supraprovincial, forzó la instalación de instituciones hasta entonces desconocidas, como las Aduanas y la Guardia Nacional que estorbaban la vida de los indígenas. Pero la ideología sustentada por los rebeldes puneños era meramente local y no encontraba eco siquiera en el campesinado de otras zonas de la provincia. Comparada con el federalismo sustentado por los montoneros riojanos, la ideología comunitaria indígena no era convocante para otros sectores de la sociedad. Y el declinante mitrismo sólo les proporcionó una efímera vía para la consecución de sus reivindicaciones comunitarias. Con sus profundas diferencias, ambos movimientos rurales constituyen dos instancias de resistencia a los ajustes que experimentaron las sociedades locales del interior argentino desde 1860 cuando la expansión de las agencias estatales nacionales englobó a poblaciones hasta entonces afectadas primordialmente por las acciones políticas de las elites provinciales. Desde mediados de la década de 1870 la consolidación del Estado nacional en el interior puso punto final a las resistencias populares. La era de las montoneras había llegado a su fin.
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1862-1880 L A
ORGANIZACIÓN NACIONAL Y LA MODERNIZACIÓN
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De la Marina “fluvial” a la Marina “atlántica” M IGUEL Á NGEL D E M ARCO UCA / A CADEMIA N ACIONAL
DE
H ISTORIA
Cuando después de largos años de luchas civiles y de una guerra fluvial con las dos primeras potencias mundiales, comenzó tras la batalla de Caseros (3 de febrero de 1852) el proceso de organización nacional, el país se hallaba inerme, como en otras etapas de su historia. Los ejércitos y escuadras servían para un fin determinado y eran reducidos o prácticamente desarmados hasta que un nuevo peligro obligaba a comprar apresuradamente armas vetustas y buques inapropiados para salir del paso. Buenos Aires, que injustificadamente suponía en el director provisorio de la Confederación Argentina, Justo José de Urquiza, el afán de perpetuarse en el poder como el derrocado Juan Manuel de Rosas, se alzó en armas el 11 de septiembre de 1852, separándose del resto del país. La segregación implicó la movilización de tropas y naves en ambos bandos. Buenos Aires, mejor provista económicamente, logró formar unidades de línea y de la Guardia Nacional, para resistir al sitio terrestre impuesto por las fuerzas de la Confederación. También pudo constituir una pequeña escuadra con el objeto de enfrentar a los buques confederados. Luego de intensos combates en distintas zonas de la ciudad, el gobierno porteño, con el objeto de poner fin a aquella desgastante lucha, adoptó un arbitrio tan innoble para el que lo recibía como para el que lo daba. El oro derramado entre las tropas al mando del general Hilario Lagos, y entregado “de espaldas, como merece una traición” –eufemismo poco eficaz para justificar la acción de quienes concurrieron a poner en manos del comodoro norteamericano John Halstead Coe, jefe de la marina confederada que había sido un valiente subordinado de Brown en la guerra contra el Imperio del Brasil, las talegas con “el vil metal”–, obligó a aceptar la ausencia de Buenos Aires en el Congreso General Constituyente de 1853. Esto dio lugar a que, meses más tarde, ésta se diera su propia Carta y se convirtiera en una entidad política independiente.
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Aceptada la fórmula de status quo, cada parte trató de vivir su propia existencia, hasta que el ahogo económico de la Confederación la llevó a romper relaciones con el Estado rebelde, justificando su actitud en la postura asumida por sus dirigentes ante el asesinato del ex gobernador de San Juan, Nazario Benavídez. La nación, regida por Urquiza desde Paraná, que apenas contaba con el ejército entrerriano financiado por éste de su propio peculio, logró remontar con gran esfuerzo tropas en las provincias del Litoral y adquirir algunas pequeñas naves a las que se colocaron cañones de escaso poder ofensivo. Buenos Aires, que tenía abierta una delicada vanguardia en la frontera con los indios, volvió a emplear los recursos que le proporcionaba la Aduana, y armó sus batallones y también su escuadra. En ambos incorporó a extranjeros.1 La marina confederada se hallaba bajo las órdenes de un argentino, el mayor Bartolomé Cordero, aunque los comandantes y oficiales de las naves eran, en su mayor parte, extranjeros. La armada porteña estaba comandada por un italiano, el coronel José Murature, que daba las órdenes en una media lengua hispano-xeneize, quien también había colaborado con Brown durante la Guerra del Brasil. Era amigo de Giuseppe Garibaldi, con el que se escribía y para el cual reunía fondos entre sus compatriotas de la escuadra.2 Tuvieron lugar varias acciones de guerra fluvial, en las que resultó triunfante la flota confederada. Sin embarco, una sublevación en el vapor General Pinto provocó la muerte de su comandante Alejandro Murature, hijo del jefe de la marina porteña. Las naves de la Confederación habían sido compradas de apuro en Montevideo, por lo que debieron forzar a cañonazos el paso de Martín García, protegido por los porteños, para penetrar en el Paraná. La campaña terrestre culminó con el triunfo confederado en Cepeda (24 de octubre de 1859), y los buques porteños sirvieron para transportar a Buenos Aires a los vencidos.3 La victoria no deparó la real incorporación de Buenos Aires, si bien volvió a ser provincia de la Confederación, al recibir un tratamiento generoso del presidente Teodoro Caillet-Bois, Historia Naval Argentina, 1944, pp. 469-460; Miguel Ángel De Marco, “Organización, operaciones y vida militar”, en Nueva Historia de la Nación Argentina, tomo 5, Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia-Planeta, 2000, pp. 237-251. 2 Enrique Zaracóndegui, Coronel de Marina José Murature, Buenos Aires, Secretaría de Estado de Marina. Departamento de Estudios Históricos Navales, 1961, p. 45; Miguel Ángel De Marco, “Los italianos en las luchas por la organización nacional argentina”, en Affari Sociali Internazionali, Nº 2, Milán, 1987, pp. 2-12; Horacio Rodríguez y Pablo E. Arguindeguy, Nómina de oficiales navales argentinos, Buenos Aires, Instituto Nacional Browniano, 1998, passim. 3 Isidoro J. Ruiz Moreno, Campañas militares argentinas. La política y la guerra, tomo 2, Buenos Aires, Emecé, 2006, pp. 653-745; Miguel Ángel De Marco, “Organización...”, op. cit., p 249. 1
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Urquiza. Luego de intentos de alianza para eliminar la influencia del caudillo entrerriano, por parte de su sucesor Derqui, Buenos Aires no cumplió con los compromisos derivados del Pacto de Unión Nacional. Hubo que combatir nuevamente por tierra y por agua y, como en la campaña anterior, se recurrió a la siempre nefasta improvisación. El inexplicable retiro del campo de batalla de Pavón (17 de septiembre de 1861), por parte del comandante en jefe del Ejército Nacional, dejó el campo libre a los porteños. La marina confederada, ahora a las órdenes del italiano comandante Luis Cabassa, recorrió desorientada las aguas del Paraná hasta que quedó sin mando ni tripulaciones. La escuadra porteña, tras bombardear con poco éxito las baterías de Rosario, dada su escasa capacidad ofensiva, volvió a transportar, esta vez en triunfo, a los batallones bonaerenses.4 Lo dicho hasta ahora permite apreciar la negligencia e improvisación de ambas partes en lo que a la defensa de los ríos se refiere, y también observar el estado en que se hallaban los buques del coronel Murature –cinco vaporcitos y cuatro pequeños veleros– cuando pasaron a ser los únicos elementos de la Marina Argentina, luego de que Bartolomé Mitre fuera ungido primer presidente de la república unificada. Licenciadas las unidades de la Guardia Nacional de ambos bandos, las tropas de línea porteñas se convirtieron en Ejército Nacional. Durante los meses en que Mitre, gobernador de Buenos Aires, actuó en calidad de encargado del Poder Ejecutivo Nacional, esas fuerzas incursionaron a sangre y fuego en las provincias, y ya reconstituidas las autoridades nacionales, siguieron combatiendo contra el general Ángel Vicente Peñaloza y conteniendo malones indios. Sus vistosos uniformes, adquiridos como rezagos de la Guerra de Crimea, se hallaban muy deslucidos, y el gobierno tenía tantas dificultades para reponerlos como para responder a los reclamos de Murature, que contemplaba el cotidiano deterioro de sus naves. En 1863, la situación en el Plata comenzó a deteriorarse como consecuencia de la invasión al Uruguay del jefe del Partido Colorado de ese país, general Venancio Flores, quien había mandado una de las divisiones porteñas en Pavón, con el fin de derrocar al gobierno entonces a cargo del presidente Bernardo Prudencio Berro, líder del Partido Blanco. La posterior intervención del Imperio del Brasil en apoyo del primero, la inmediata declaración del presidente del Paraguay, general Francisco Solano López, de que tal situación ponía en peligro el equilibrio en la región, y su consecuente apoyo a los blancos desatarían la guerra.
Miguel Ángel De Marco, “Los italianos en las luchas por la organización nacional argentina”, op. cit., pp. 107-109. 4
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La Argentina se hallaba poco menos que inerme, con un ejército mal equipado y peor armado, compuesto de unos 6.000 hombres diseminados por distintos puntos del país, especialmente en las fronteras interiores, y con una marina sin capacidad operacional. No es del caso explicar en esta comunicación cómo tan complejo panorama regional eclosionó en una guerra abierta entre el Brasil y el Uruguay contra el Paraguay, ni las razones por las que la Argentina ingresó en la Triple Alianza contra este último país, para librar un conflicto de casi cinco años.5 Sí conviene señalar que al producirse la invasión al territorio nacional por fuerzas fluviales y terrestres del Paraguay, dos de los buques de la escuadra argentina, amarrados en el puerto de Corrientes, no estuvieron en condiciones de impedir el avance, pues se hallaban en pésimas condiciones, y sus jefes, oficiales y marinería apenas pudieron resistir con sus fusiles y bayonetas, secundados por algunos militares correntinos, hasta que fueron tomados prisioneros para morir o sufrir varios años de torturas en las selvas paraguayas, como fue el caso del capitán de fragata Vicente Constantino.6 Mientras el país reaccionaba paulatinamente, constituyendo un ejército compuesto por fuerzas de línea y de milicias, la Marina libraba un heroico pero estéril combate contra baterías instaladas en el Paso Cuevas, luego del avance del ejército de López (12 de agosto de 1865). En la cubierta del Guardia Nacional, al mando de Luis Py, en el que izaba su insignia Murature, murieron los guardiamarinas José Ferré, hijo del ex gobernador correntino y paladín del federalismo, y Enrique Py, vástago del comandante de la nave, alcanzados por la metralla de los adversarios. A partir de entonces, la Armada sólo realizó tareas de transporte. La Marina del Brasil, que contaba con acorazados y otros buques de envergadura y dotados de gran poder de fuego, luego de vencer en Riachuelo a la escuadra del Miguel Ángel De Marco, La Guerra del Paraguay, Buenos Aires, Planeta, 1995, pp. 15-39; Francisco Doratioto, Maldita guerra. Nueva historia de la Guerra del Paraguay, Buenos Aires, Emecé, 2004, pp. 21-90. 6 Vicente Constantino, Vida y servicios militares del guerrero del Paraguay capitán de fragata don Vicente Constantino, Buenos Aires, Tailhade y Rosselli, Buenos Aires, 1906, passim; Mi prisión en la Guerra del Paraguay, Buenos Aires, Centro de Estudios para la Nueva Mayoría, 1994, passim; Luis G. Cabral, Anales de la Marina de Guerra de la República Argentina, tomo 1, Buenos Aires, Juan A. Alsina, 1904, pp. 1-31; Fermín Eletta, “Guerra de la Triple Alianza con el Paraguay”, Historia Marítima Argentina, tomo VII, Buenos Aires, Departamento de Estudios Históricos Navales, 1989, pp. 383-439; Guillermo Valotta, “La cooperación de las fuerzas navales con las terrestres durante la guerra del Paraguay”, en Revista de Publicaciones Navales, tomo XXVIIII, Buenos Aires, Ministerio de Marina, 1915, pp. 271-290. 5
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Paraguay comandada por un jefe a quien habían privado de la capacidad de decisión, tuvo siempre la iniciativa. Dirigida por el almirante Tamandaré, cuyas ineficacia y mala fe causaban la indignación de sus propios jefes y oficiales, quien demoraba las operaciones para obstaculizar al comando en jefe argentino, se convirtió en árbitro de los ríos sin que Mitre pudiera contar con un solo buque para contrapesar su pésima conducción. Recién cuando el presidente argentino dejó el mando y la escuadra imperial contó con otro almirante, los acorazados forzaron el paso de Humaitá. La reciente guerra había demostrado que el país no podía carecer por más tiempo de una eficiente organización armada. Mantenía problemas limítrofes con dos naciones caracterizadas por sus apetencias territoriales, el Brasil y Chile, vivía constantemente amenazado por los malones y jaqueado por cruentas revoluciones en distintos puntos de su territorio. El ya presidente Domingo Faustino Sarmiento, que había contemplado poco antes en su condición de embajador en los Estados Unidos, los avances militares originados en la Guerra Civil norteamericana, buscó incorporarlos cuanto antes a las Fuerzas Armadas. En sus despachos diplomáticos y en su correspondencia confidencial había descrito el potencial armado de la Unión. Incansable, volcánico, no sólo recorría escuelas y universidades, sino que participaba en desfiles y revistas navales para adquirir experiencias que le sirvieran en su patria. Conocía en detalle las características del armamento portátil, de la artillería, y de los nuevos acorazados y monitores empleados en la gigantesca contienda fratricida del país del Norte.7 Con pertinacia e inteligencia, Sarmiento logró su anhelo de fundar el Colegio Militar de la Nación y la Escuela Naval Militar; es decir, concretó el comienzo de una nueva etapa, signada por la paulatina incorporación a los puestos de comando de las Fuerzas Armadas de personal más capacitado profesional e intelectualmente. Sin dejar de lado la experiencia en los campos de batalla ni la eficacia adquirida a través de vidas enteras a bordo de los buques; sin excluir a los veteranos, que por décadas ocuparon posiciones relevantes y en buena medida se adecuaron y aun impulsaron la preparación de los mandos castrenses, los nuevos institutos suscitaron una modificación en los viejos hábitos de intervención en las contiendas electorales, que ponía las espadas al servicio de compromisos políticos; generaron un mayor respeto hacia la sociedad civil y contribuyeron a la integración de los hijos de extranjeros a las respectivas fuerzas. En pocos años quedó atrás la posibilidad de incorporar oficiales
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Augusto Rodríguez, Sarmiento militar, Buenos Aires, Peuser, 1950, p. 345.
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voluntarios de otras nacionalidades –como había ocurrido por décadas–, y aun de “distinguidos” que, formados en la dura disciplina de los regimientos, sin más conocimientos que las manidas Tácticas al estilo de la de Perea, habían podido alcanzar hasta entonces las más elevadas jerarquías castrenses. A la creación del Colegio Militar de la Nación, el 30 de junio de 1870,8 siguió la fundación de la Escuela Naval Militar, el 2 de octubre de 1872. Sancionada la ley que dio vida a este instituto, su primer director fue el mayor de Marina Clodomiro Urtubey, que había sido enviado años atrás a España para estudiar en el célebre Colegio Naval de San Fernando, en Cádiz. Con el fin de que los cadetes conocieran desde los comienzos la vida a bordo, se decidió que los cursos se dictaran en el vapor General Brown, que fue el primer buque escuela de la Armada Argentina. Como ocurrió con el Ejército, los egresados de la escuela, cuya cuidada formación facultativa los distinguía de los viejos y meritorios oficiales prácticos, procuraron diferenciarse de éstos, aunque por bastante tiempo los comandos superiores del arma estuvieron en manos de los que habían recibido sus despachos en mérito a los años de servicio y a la pericia demostrada en sucesivas campañas. El viejo General Brown, pese al peligro que entrañaba la navegación en el mar argentino, fue enviado con los cadetes de la primera promoción, para que aprendiesen su oficio en medio de los vientos, las tempestades y la dura vida de a bordo. Luego de una breve clausura, la Escuela continuaría funcionando embarcada en los buques de guerra y sedes en tierra, con nuevos directores y planes de estudio que fueron adaptados al sostenido progreso de la tecnología naval, del que no tardaría en beneficiarse la Armada Argentina. Los alumnos participaron en 1876 en la expedición comandada por el comodoro Luis Py, con el fin de reafirmar los derechos argentinos sobre la Patagonia, y tres años más tarde intervinieron en la Campaña al Desierto que encabezó el ministro de Guerra y Marina, general Julio Argentino Roca. Paralelamente, el personal subalterno recibió instrucción en la llamada Escuela de Marineros que tuvo por cambiante centro otros buques de la Armada. Así fue hasta que en 1880 quedó establecida en los talleres de Marina de Tigre la Escuela de Aprendices Mecánicos que años más tarde se transformó en lo que el gracejo naval denominó “la universidad de lata”, por el material con que estaban construidos los primitivos galpones y por la variedad de especialidades que se brindaba a los aspirantes de la Armada.9 Isaías J. García Enciso, Historia del Colegio Militar de la Nación, Buenos Aires, Círculo Militar, 1970, passim. 9 Humberto F. Burzio, Historia de la Escuela Naval Militar, Buenos Aires, Departamento de Estudios Históricos Navales, 1972, passim; Miguel Ángel De Marco, “Organización...”, op. cit., pp. 259-255.
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Pero ese quehacer de formación de recursos humanos no hubiera sido suficiente con medios inadecuados como los que existían cuando Sarmiento ocupó la presidencia. Del mismo modo como equipó al Ejército, dedicó ingentes esfuerzos económicos para la época a la adquisición de una nueva escuadra. A pesar de las dos rebeliones jordanistas y del persistente problema de las fronteras interiores –acerca del cual pugnaban entre los gobernantes y los militares dos tendencias contrapuestas la integración de los aborígenes o la guerra sin concesiones–, la decisión de modernizar la Marina de Guerra se mantuvo en forma inexorable. En la concepción de Sarmiento y de la mayoría de los hombres públicos de la época, los nuevos buques debían garantizar la seguridad del estuario del río de la Plata y los cursos de agua interiores. Al fin y al cabo, todas las guerras libradas hasta entonces –si se exceptúan las campañas de corso durante la Guerra de la Independencia y el conflicto bélico con el Brasil– habían tenido lugar en el Mar Dulce de Solís, en el Paraná y en el Uruguay. Por otro lado, en la práctica, el territorio en el que el Estado ejercía su dominio se circunscribía hacia el sur a las poblaciones ubicadas dentro de una línea que no había avanzado mucho desde la colonia. Muy pocos miraban hacia la Patagonia y contemplaban las riquezas que encerraba el mar Argentino. Los astilleros ingleses recibieron en 1872 la orden de compra de dos monitores, Plata y Andes. El Brasil adquirió de inmediato, para equilibrar fuerzas, dos unidades similares, el Javary y el Solimoes. Además la Argentina encargó dos cañoneras, Paraná y Uruguay, cuatro bombarderas, Pilcomayo, Bermejo, Constitución y República, y una flotilla de pequeñas torpederas, denominadas con números arábigos. Pese a ser buques de empleo fluvial, soportaron muy bien la violencia del mar Argentino para tocar las costas de Santa Cruz, en la operación que ya fuera mencionada.10 La compra de dichas naves implicó el fin de la compulsiva presencia de las estaciones navales extranjeras para apoyar con sus cañones la acción de sus diplomáticos. Las naves de las potencias de primer y segundo orden, se limitaron a las visitas de cortesía. Poco después, durante la presidencia de Nicolás Avellaneda, el intento de embarcar en un buque de la Marina Británica los caudales del Banco de Londres implicó la enérgica manifestación del ministro de Relaciones Exteriores Bernardo de Irigoyen, quien sostuvo: “Los capitales […] no estarán más seguros a bordo de un navío de guerra inglés que en cualquier lugar del territorio
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Teodoro Caillet-Bois, op.cit., pp. 483-496.
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argentino bajo la guarda de las autoridades nacionales”, para afirmar seguidamente: “Las sociedades anónimas no tienen patria”.11 Aparte de la adquisición de los buques de la denominada “escuadra de hierro” de Sarmiento, se adoptaron otras medidas para garantizar la soberanía en las aguas, en un contexto de conflictos limítrofes con los países vecinos: el artillado de la isla Martín García, la creación del Arsenal de Zárate con el fin de atender a las necesidades de los nuevos buques, la iniciación de tareas hidrográficas, la colocación de faros flotantes en el Río de la Plata, etcétera. Le correspondería al joven y visionario general Julio Argentino Roca, como ministro de Guerra y Marina de Avellaneda, y enseguida en calidad de presidente de la República, ampliar esa perspectiva. El estadista sostenía que había que mirar al mar y que la Armada debía realizar estudios hidrográficos, canalizaciones, balizamientos, iluminación de las costas, vigilancia sanitaria y policial, protección de los intereses nacionales fuera de las fronteras y conservación del orden y la comunicación con los puntos excéntricos del territorio, pues se trataba de asuntos de importancia vital y permanente para todo país que tuviera señalado un rango entre las naciones modernas.12 Concluida casi totalmente la lucha en la frontera interior y sofocada la rebelión de Buenos Aires en junio de 1880, el presidente Roca decidió fijar nuevas pautas orgánicas para el Ejército y la Armada. Disponía la creación de los Estados Mayores permanentes, la sanción de reglamentos que fijaban con claridad las características de los uniformes para romper con las tendencias anárquicas de algunos jefes de unidades al respecto, la constitución de nuevos agrupamientos al uso de casi todos los países modernos; el establecimiento de normas sobre ascensos militares que reemplazaban en ambas fuerzas las ordenanzas españolas de fines del siglo XVIII –aún vigentes– y la creación de diversos organismos administrativos, de formación y de perfeccionamiento. La concepción de una Armada que se ocupase de la defensa y protección del mar continental había ganado terreno, y si Sarmiento y otros políticos se empeñaban en sostener que el escenario de su actividad eran los ríos, resultaban muchos más los que creían que su presencia debía extenderse hasta el Cabo de Hornos. Si la Marina de Guerra constituía una fuerza oceánica según la concepción actual, que se refiere a la disponibilidad de medios para ocupar grandes espacios, estaba en condiciones de responder, con sus acorazados y otras naves modernas, a Miguel Ángel De Marco, La historia contemplada desde el río. Presencia naval española. 17761900, Buenos Aires, Educa-Librería Histórica, 2007, p. 396. 12 Guillermo Oyarzábal, Los marinos de la Generación del 80, Buenos Aires, Emecé, 2005. 11
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los requerimientos estratégicos del país en la parte del Atlántico que baña sus costas, no sólo en lo atinente a la seguridad nacional sino a la preservación de las ingentes riquezas que décadas más tarde definiría el almirante Storni como intereses marítimos argentinos.
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De la Marina “fluvial” a la Marina “atlántica”
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CAPÍTULO III 1880-1930 La vida político-electoral y los movimientos populares
CAPÍTULO III 189 1880-1930 L A
VIDA POLÍTICO - ELECTORAL Y LOS MOVIMIENTOS POPULARES
La ocupación militar de la Pampa y la Patagonia de Rosas a Roca (1829-1878) S ILVIA R ATTO UNQ / CONICET
Desde la década de 1820, la creciente demanda de productos pecuarios por parte del mercado mundial incentivó un mayor interés del gobierno bonaerense por la expansión territorial hacia el sur para incorporar tierras fértiles que permitieran incrementar la exportación de productos pecuarios. A partir de entonces, la política de fronteras cobró mayor importancia para los gobiernos provinciales. Pero como los espacios sobre los que planteaba la expansión estaban habitados por grupos nativos, cualquier definición sobre la política fronteriza llevaba implícita la elaboración de una política indígena en el sentido de qué camino debía tomarse con respecto a aquellos grupos a los que se les iba a usurpar la tierra. Siguiendo a Enrique Mases la situación de las fronteras [así] como […] la problemática de la sociedad indígena misma [corresponden a] cuestiones que en realidad son sólo aspectos diferentes de un mismo problema.1 Pero si ésta fue una de las preocupaciones centrales de los gobiernos provinciales y luego del gobierno nacional, desde épocas anteriores a la definitiva conquista de la Pampa y la Patagonia, lo que se discutió durante todo este período fueron los medios mediante los cuales llegar a ese objetivo; se plantearon entonces dos vías diferentes: el avance a través de negociaciones con los grupos indígenas que iban a ser incorporados al territorio conquistado o mediante avances militares que llevaran al sometimiento de la población originaria. Enrique Mases, Estado y cuestión indígena. El destino final de los indios sometidos en el sur del territorio (1878-1910), Buenos Aires, Prometeo/Entrepasados, 2002, p. 16. 1
190 CAPÍTULO III
La ocupación militar de la Pampa y la Patagonia de Rosas a Roca (1829-1878)
El objetivo de este trabajo es presentar cómo se diseñaron estas dos estrategias de avance territorial centrando la atención en las decisiones tomadas desde el gobierno de Buenos Aires hasta 1862 y desde el gobierno nacional a partir de ese momento, dividiendo el análisis en tres momentos diferentes: el gobierno de Rosas entre 1829 y 1852, el período de separación entre el Estado de Buenos Aires y la Confederación Argentina de 1852 a 1862 y la etapa de unificación nacional que culmina con las expediciones militares de Roca. Primer período: el gobierno rosista (1829-1852) En 1829 Rosas fue elegido gobernador de la provincia de Buenos Aires. En su primer mandato, que se extendió de 1829 hasta 1832, se dedicó a estabilizar y perfeccionar la política indígena desarrollada desde 1826. Sobre la base de los acuerdos iniciados años antes, se creó un sistema de relaciones pacíficas con algunos grupos indígenas que se llamó precisamente el “Negocio Pacífico de Indios”, que fue cambiando de contenido y extendiendo su alcance a una diversidad de grupos indígenas durante el extenso gobierno de Rosas, que llegó a su fin en 1852. En términos generales, esta política consistía en el establecimiento de pactos de amistad con algunos grupos nativos que se comprometían a no atacar los establecimientos fronterizos y a avisar de posibles invasiones de otras agrupaciones, y recibían por tal tarea una serie de obsequios que consistían en cantidades de ganados y artículos de consumo acordes con la población que integraba el grupo. Definida de esta manera, esta política retomaba algunos rasgos desarrollados desde el período colonial; sin embargo, el negocio pacífico de Rosas tenía tres novedades con respecto a prácticas anteriores, que derivaron en un relativo éxito en estabilizar la paz fronteriza que sería reconocida luego de la caída del Gobernador aun por sus más acérrimos enemigos. La primera novedad era que los grupos indígenas que pactaron su alianza con el gobierno, abandonaron su asentamiento en territorio indígena y pasaron a vivir dentro de la provincia de Buenos Aires, en las cercanías de algún fuerte fronterizo. De esa manera, podían ser controlados de manera más eficaz por las fuerzas militares. Pero la asignación de un lugar de asentamiento en la provincia no implicó de ningún modo un precedente para la entrega permanente de tierras en propiedad a estos grupos ya que, a medida que avanzaba la línea fronteriza, eran trasladados a otros espacios con el objetivo de que no quedaran nunca a retaguardia de los nuevos establecimientos rurales. Esta instalación en un espacio territorialmente delimitado implicó para los grupos nativos la pérdida o, al menos, la limitación de su patrón de subsistencia
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móvil, es decir, la práctica de trasladarse constantemente en busca de pastos y aguada para el pastoreo de ganado y para realizar expediciones de caza y recolección. Para compensar esta disminución en las actividades de obtención de recursos y reconstituir la economía de los grupos indígenas, se les hacía entrega de raciones en ganado y bienes de consumo. Si bien la práctica de entrega de raciones no era novedosa, constituía la segunda novedad del sistema ya que a partir de 1830 el negocio pacífico contó con una partida presupuestaria propia denominada “Negocio Pacífico de Indios dentro del Departamento de Gobierno”, lo que garantizó la disponibilidad de recursos para hacer frente a esos gastos. Como contrapartida de estos bienes entregados por el gobierno, los llamados “indios amigos” debieron cumplir una serie de tareas que excedieron las vagas declaraciones de amistad que habían precedido a las relaciones pacíficas de otras épocas y que constituyen la tercera innovación de esta política. Estos indios debieron cumplir diversas tareas como las de mensajeros, mano de obra en hornos de ladrillos pertenecientes al Estado y en establecimientos rurales de particulares. Pero la tarea más importante –que con el tiempo se convirtió en la fundamental–, fue la conformación de milicias indígenas auxiliares para la defensa de la frontera. En efecto, el gobierno provincial organizó la defensa de la región sur de la provincia bonaerense echando mano a los tres cuerpos militares de que disponía: el ejército regular, los cuerpos de milicias2 y los indios amigos. La utilización de vecinos-milicianos para el servicio de la frontera se remonta a tiempos coloniales y en todos los casos el motivo era el mismo: la incapacidad de los gobiernos centrales de hacerse cargo de la defensa fronteriza. Con estas fuerzas disponibles, a mediados de la década de 1830, la frontera bonaerense se hallaba defendida por las siguientes fuerzas: en el norte, el Fuerte Federación –actual localidad de Junín– contaba con 49 soldados de línea, 290 milicianos y 412 lanceros indígenas; y 25 de Mayo tenía 54 soldados regulares, 130 vecinos-milicianos y 29 lanceros. Como puede verse, el peso de las milicias indígenas no era desdeñable pero en el sector sur de la provincia su contribución a la defensa era mucho más evidente. En Tapalqué y Azul servían sólo 22 soldados regulares, 390 milicianos y 899 indígenas que representaban un 68,6% de las fuerzas totales. Una situación similar se daba en
Sobre las características y formas de organización de las milicias provinciales a partir de la década de 1820, véase los trabajos de Oreste Carlos Cansanello, fundamentalmente “De súbditos a ciudadanos. Los pobladores rurales bonaerenses entre el Antiguo Régimen y la Modernidad”, en Boletín Ravignani, Nº 11, 1995, y “Las milicias rurales bonaerenses entre 1820 y 1830”, en Cuadernos de Historia Regional, Nº 19, Universidad Nacional de Luján, 1998. 2
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el fuerte Independencia, donde el ejército regular era sólo un 4,6% de la guarnición general –con 20 soldados–, los vecinos milicianos representaban un 21,7% con 94 personas y los indios amigos componían el 73,7% de las fuerzas defensivas, con 320 lanceros.3 En lo que respecta a la política de fronteras, durante el período rosista, no hubo avances territoriales considerables pero se llevó a cabo una expedición militar entre marzo de 1833 y enero de 1834, convocada y organizada de manera conjunta por las provincias de Buenos Aires, Córdoba, Mendoza y San Luis que tuvo el objetivo de consolidar el espacio que se había incorporado al territorio provincial luego de las fundaciones de 1828 y, en palabras de Rosas “decidir qué indios son amigos y cuáles no”. La expedición contó con tres divisiones: una a cargo del brigadier José Félix Aldao, gobernador de Mendoza, que partió hacia el sur buscando la confluencia de los ríos Limay y Neuquén; la del centro, bajo las órdenes del general Ruiz Huidobro, que salió de la provincia de San Luis y debía recorrer el espacio de norte a sur hasta el río Colorado. Estas dos divisiones debían atacar a los indios ranqueles, con quienes nunca se había podido establecer la paz. La división sur, por último, dirigida por el mismo Rosas, se dirigió principalmente sobre los grupos que seguían hostilizado la frontera bonaerense. La correspondencia de Rosas con distintas autoridades militares y civiles de la expedición y de la provincia es extensísima y evidencia la meticulosidad y detalle que habitualmente se señala como característica de su estilo de gobierno. Las instrucciones del comandante de la división expedicionaria cubrían una amplia gama de situaciones referidas al curso de la guerra, en donde no estaba de más señalar, por ejemplo, qué debía hacerse con los prisioneros indígenas. En una carta verdaderamente aterradora, Rosas le indicaba al coronel Pedro Ramos la forma de proceder con los prisioneros indígenas tomados en las incursiones: Cuando tome prisioneros indios, una vez que les haya tomado declaración puede, al dejar el punto, mantener una pequeña guardia para que cuando no haya nadie en el campo los fusile. Digo esto así porque después de prisioneros y rendidos da lástima matar hombres y los indios que van con Ud. que lo vean aunque quizás les gustaría esto porque así son sus costumbres pero no es lo mejor... Si los indios preguntan por ellos debe decírseles que intentaron escapar y fueron ultimados. Por esto mismo no conviene que al
Los datos se encuentran en Silvia Ratto, “Soldados, milicianos e indios de `lanza y bola´. La defensa de la frontera bonaerense a mediados de la década de 1830”, en Anuario IEHS, Nº 18, 2003. 3
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avanzar una toldería traigan muchos prisioneros vivos, con dos o cuatro hay bastantes y si más se agarran esos allí en caliente nomás se matan a la vista de todo el que esté presente pues que entonces en caliente nada hay de extraño y es lo que corresponde. Cuando así hablo es de indios grandes y no muchachos chicos que no es fácil escapen y que estos y las familias son las que deben hacerse prisioneras.4 Del éxito de la campaña al sur dependía, para el Gobernador, la consolidación del sistema de relaciones pacíficas que ya se había iniciado sobre la base de la trilogía de caciques amigos –Catriel, Cachul y Venancio–, asentados en la frontera sur; más al sur, la amistad con caciques tehuelches cercanos al fuerte de Carmen de Patagones incentivaría el activo comercio que siempre los había unido al fuerte; los boroganos, asentados en Salinas Grandes, actuarían como barrera de contención ante posibles ataques de grupos trascordilleranos. Para que el modelo funcionara a la perfección, sólo faltaba organizar algunas piezas sueltas: los ranqueles y los indios que constantemente arribaban del otro lado de la cordillera. El objetivo final de Rosas era que, logradas estas paces, los indios se asentaran de manera permanente en un sitio y se dedicaran a sembrar la tierra. Este esquema contemplaba la idea de incorporar al indígena a la sociedad criolla mediante su participación en la economía provincial (a través del comercio y de la práctica agrícola) pero no de manera forzada sino apoyada en la misma dinámica de la relación. La convivencia con la población criolla tendería, según Rosas, a fomentar en los indios amigos prácticas económicas que finalmente llevarían a su integración a la sociedad provincial. Segundo período: la confrontación entre la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires (1852-1862) En febrero de 1852, la batalla de Caseros puso fin al gobierno de Rosas, pero eso no implicó un acuerdo entre las provincias para avanzar en un proyecto de organización nacional sino que, por el contrario, abrió paso a un período de confrontación entre la Confederación Argentina liderada por Urquiza y la provincia de Buenos Aires, cuya máxima expresión fue la revolución del 11 de septiembre, que llevó a la separación de la última del resto de la Confederación. Poco después,
Juan Manuel de Rosas a Pedro Ramos, 2 septiembre de 1833, Archivo General de la Nación [AGN], Sala X, Legajo 27.5.7. 4
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el 1º de diciembre, un movimiento de base rural dirigido por el coronel Hilario Lagos, desafió a las nuevas autoridades porteñas por su proyecto separatista. El movimiento mantuvo sitiada la ciudad de Buenos Aires por espacio de seis meses y su finalización significó el fracaso urquicista por imponerse a la ciudad portuaria y un período de casi diez años de autonomía. Luego de Caseros, y al menos durante el año 1852, el gobierno de Buenos Aires decidió continuar con la política indígena rosista sustentada en el abastecimiento de los indios amigos, destinando para tal fin un gasto similar al que se había estado invirtiendo en el período anterior. Sin embargo, esta situación no se mantuvo en los años siguientes. Por un lado, el conflicto con la Confederación produjo una división en las fuerzas militares-milicianas e indígenas entre sectores que apoyaban a los porteños y los que se unieron a los sitiadores, restando efectivos y disminuyendo los gastos de la política indígena.5 Pero resuelto el conflicto y decidida la separación de los dos poderes, comenzaron a hacerse oír en la provincia de Buenos Aires, nuevos proyectos defendidos por el entonces legislador Bartolomé Mitre, quien planteaba una política fronteriza más agresiva desplazando a la población indígena y reemplazándola por la de colonos. En mayo de 1853, se había creado el nuevo Fuerte Esperanza –en la actual Alvear– y a comienzos del año siguiente se autorizó el traslado del pueblo de Tapalqué ocho leguas al sudeste de su ubicación original, lo que implicaba el avance sobre grupos indígenas que se hallaban asentados en el lugar desde hacía más de dos décadas. Paralelamente se resolvió la suspensión en la entrega de raciones a algunas tribus. Las nuevas condiciones de la relación generaron la reacción de los indígenas afectados por las medidas, quienes, unidos a otros grupos, protagonizaron una serie de ataques sobre los establecimientos rurales del sur de la provincia. La reacción del gobierno fue una movilización de fuerzas hacia la región afectada para responder a los malones con expediciones punitivas sobre los grupos atacantes. Estas ofensivas del ejército provincial fueron rechazadas en todos los casos por los indígenas y los mismos comandantes militares reconocieron que la clave del fracaso era su falta de experiencia en enfrentamientos con guerrillas indígenas.5 Al no poder detener un nuevo avance indígena sobre Azul, Emilio Mitre, destinado al departamento sur de campaña, reconocía en una carta a su hermano Bartolomé, ministro de Guerra de la provincia, que “los indios se me han ido sin darles siquiera un pescozón aun con riesgo de que ellos me lo hubieran dado a mi”; agregaba que su primera idea había sido seguirlos hasta las tolderías pero consideró que
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con nuestros caballos trasegados quedaríamos postrados sin combatir y hubiéramos tenido que hacer una retirada que hubiera sido un gran triunfo para los indios; estas consideraciones me hicieron mucha fuerza y abandoné mi primera inspiración que hubiera sido tal vez la acertada, aunque me iba a encontrar con 4.000 indios y la verdad creo que tuve un poco de miedo. Luego de los ataques sufridos y de las derrotas experimentadas a mediados de la década de 1850, el gobierno porteño asumió la necesidad de reestablecer una política pacífica con los indígenas. Los caciques plantearon una exigencia nueva: el reconocimiento de la propiedad de las tierras que ocupaban desde hacía décadas. Así, en 1856, se produjo la primera concesión de tierras en propiedad a los indios de Azul mediante la creación de “Villa Fidelidad”, extensión de tierra que fue comprada a la corporación municipal y dividida en 100 solares de 50 varas de frente por 50 de fondo, los cuales se organizaron alrededor de una plaza central. En los años siguientes, se entregaron tierras en propiedad a los caciques Ancalao en Bahía Blanca, a Raylef y Melinao en Bragado, a Coliqueo en 9 de Julio, a Rondeau en 25 de Mayo y a Raninqueo en Bolívar. La vuelta al racionamiento volvió a formar parte de la política indígena porteña y los presupuestos del aún llamado “Negocio Pacífico” recuperaron los montos tradicionales.6 El reestablecimiento de las paces volvió a poner en práctica la utilización de los indígenas como soldados para la defensa de la frontera. Por tal motivo, los gastos insumidos por los grupos nativos, aliados al gobierno provincial, se hallaban registrados en la tradicional partida del “Negocio Pacífico” y en una nueva que se denominó “Indios a sueldos”. Para el año 1857 se encontraban piquetes de indios militarizados incorporados a cuerpos del Ejército en las guarniciones de Junín, Fuerte Argentino y 25 de Mayo y otros formaban parte del Regimiento de Blandengues y del Regimiento 11 de Guardias Nacionales que prestaba servicios en la frontera sur.7 Tercer período: la organización nacional hasta las campañas de Roca (1862-1878) El triunfo porteño en Pavón definió la unión de Buenos Aires al resto de la Confederación y el inicio del proceso de consolidación política y territorial del En 1856 se gastaron 445.106 pesos y en el año siguiente 476.939. En Libros Mayores de la Provincia de Buenos Aires, AGN, Sala III. 7 Ibid., 1857, AGN, Sala III. 6
En 1852 se gastaron en raciones y obsequios la suma de 419.661 pesos y al año siguiente el monto apenas alcanzó los 27.666 pesos, en Libros Mayores de la Provincia de Buenos Aires, AGN, Sala III. 5
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Estado argentino. Desde bien temprano se hizo evidente la prioridad que tendrían, a partir de entonces, las fronteras con los indígenas. Al asumir la presidencia, Mitre dejó sentada la necesidad de encarar un proyecto más global y definitivo en relación a lo que se consideraba la amenaza indígena sobre los establecimientos productivos de la campaña. En una carta escrita en 1863, el teniente coronel a cargo de las Comisiones de Indios, Juan Cornell, recomendaba al Ministro de Guerra la continuación de la política de tratados solicitados por los caciques, no por acordar con esta línea diplomática, sino porque de esa manera “se gana entreteniendo la paz mientras se va conquistando la tierra”.8 Ambas propuestas fueron puestas en práctica por el gobierno. En el transcurso de unos pocos años, se firmaron más de veinte tratados con distintos caciques, cifra que contrastaba fuertemente con el período anterior. Pero en los puntos acordados se hacía evidente el cambio en la relación de fuerzas con un deterioro de la posición indígena y mayores exigencias por parte del Estado nacional. Este cambio se expresó además en acciones concretas como la creación de diez nuevos distritos rurales sobre territorio indígena durante el año 1865 y en la promulgación, dos años después, de la ley 215 que establecía la ocupación por fuerzas del Ejército Nacional del territorio que se extendía hasta el río Negro, fijando en el curso de ese río el nuevo límite fronterizo con los grupos indígenas.9 En la discusión suscitada en la Cámara de Senadores a propósito de esta ley se plantearon distintas posiciones sobre la política a seguir con respecto a los indígenas.10 El proyecto original redactado por la comisión militar proponía en su artículo segundo la entrega de tierras a los grupos indígenas a los que se consideraba ocupantes originarios de las mismas; esta concesión fue presentada por los miembros informantes de la comisión como una forma de alentar a algunos grupos nativos para que acompañasen al Ejército Nacional en la empresa de conquista. Pero el artículo fue criticado por algunos senadores que, como Navarro, consideraban que “ese reconocimiento estaría en contradicción con el objeto mismo de la ley [ya que] vamos a tomar una medida de nación que está en guerra con otra nación para librarnos de sus acechanzas y de sus incursiones”. De igual manera,
Ingrid de Jong, “Acuerdos y desacuerdos: las políticas indígenas en la incorporación a la frontera bonaerense (1856-1866)”, en Sociedades en Movimiento. Los pueblos indígenas de América Latina en el siglo XIX, editado por Raúl Mandrini, Antonio Escobar Ohmstede y Sara Ortelli, pp. 47-62, en Anuario IEHS, Suplemento 1, Tandil, Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, 2007. 9 Abelardo Levaggi, Paz en la frontera: historia de las relaciones diplomáticas con las comunidades indígenas en la Argentina (siglo XVI-XIX), Buenos Aires, Universidad del Museo Social Argentino, 2000. 10 Cámara de Senadores, sesión del 4 de julio de 1867, pp. 142-143. 8
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el senador Rojo consideraba “imprudente reconocer en los indígenas un derecho cualquiera respecto al territorio [ya que] si se les reconoce derecho sobre las tierras, ¿con qué facultad ni razón vamos a despojarlos de ellas?” Esta última posición fue la que se impuso ya que la ley promulgada no preveía la entrega de tierras y, acentuando la posición más militarista, estipulaba que “de las tribus que se resistan al sometimiento pacífico de la autoridad nacional, se organizará contra ellas una expedición general hasta someterlas y arrojarlas al sur de los ríos Negro y Neuquén”. Esta ley no pudo llevarse a cabo de manera inmediata por el estallido de otros frentes de conflicto que desviaron los recursos del Estado: la guerra con el Paraguay (1865-1870) y el conflicto con las montoneras del Interior (1863 y 1876). Por tal motivo, la alternancia entre expediciones militares enviadas a territorios indígenas acotadas a algunos sectores fronterizos y la práctica de entrega de raciones, sólo a determinados grupos considerados estratégicamente aliados, se mantuvo por un tiempo. En este contexto, en el ámbito nacional, desde 1866, se volvió a establecer una partida presupuestaria para el llamado “gasto de indios” dentro de las erogaciones realizadas por el Ministerio de Guerra, repartición de la cual dependía ese rubro. Los montos de esas erogaciones, desde que se restablecieron hasta las campañas dirigidas por el ministro de Guerra Julio A. Roca, sufrieron fluctuaciones. Entre los años 1866 y 1875 se situaron en un 5% de los gastos ministeriales y experimentaron un brusco descenso en los últimos años de la década, al ubicarse en el 3,2%. Estos “gastos de indios” comprendían, al igual que en el período rosista, las raciones que mensualmente se entregaban a los grupos con los que se mantenía un trato pacífico, el pago de sueldos militares a determinados piquetes de indígenas. Pero desde el año 1872 presentaban como innovación un monto destinado tanto para aquellos grupos que decidieran someterse al gobierno nacional como para los gastos ocasionados por la creación de reducciones indígenas a cargo de misioneros. Y de hecho, en la Memoria de Guerra y Marina, Martín de Gainza informaba en el año 1874 que en el norte de Santa Fe se habían establecido tres reducciones que se hallaban bajo la “dirección de padres misioneros que se dedican a la agricultura y construyen sus habitaciones en el sitio que se les asignó y contribuyen a la defensa de la frontera”.11 La inclusión de piquetes indígenas dentro de las fuerzas que defendían la frontera llevó a constantes discusiones en el recinto parlamentario en torno a cuáles
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Martín de Gainza , Memoria de Guerra y Marina, 1876, p. LXII.
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La ocupación militar de la Pampa y la Patagonia de Rosas a Roca (1829-1878)
eran las fuerzas más eficaces para hacerse cargo de esa tarea: ¿ejército de línea?, ¿Guardias Nacionales?12 o ¿milicias indígenas? Con respecto al segundo tipo de fuerza, era una constante en los informes de los comandantes de frontera al Ministro de Guerra, la indisciplina que caracterizaba a los cuerpos milicianos, el escaso interés que demostraban por defender “el suelo que habitan”, planteando la necesidad de reemplazarlos en cuanto fuera posible por soldados de línea. En el año 1870, el propio Ministro esperaba que en el transcurso del año, con la finalización de la Guerra del Paraguay, se pudieran licenciar a las Guardias Nacionales que durante ese período habían estado a cargo de la seguridad de las fronteras y, de esa manera reemplazarlas por tropas de línea, “para terminar con los gastos y quejas de los gobiernos provinciales”.13 Es probable que el problema insalvable de la tan mentada indisciplina miliciana y la necesidad de destinar a los cuerpos de línea a otras zonas de conflicto, intentaran ser revertidos mediante la utilización más sistemática de cuerpos de lanceros indios a tal punto que en el año 1871, el ministro de Guerra Martín de Gainza y el comandante de la frontera sur, Ignacio Rivas, hayan pensado en reemplazar a las Guardias Nacionales, al menos en la provincia de Buenos Aires, por milicias indígenas. Si bien esto no llegó a suceder, lo cierto es que en algunos sectores fronterizos la defensa parecía haberse centrado en ellas. En Santa Fe, los indios que habitaban las reducciones de San Pedro y del Sauce se habían convertido en lanceros esenciales para la defensa de la frontera desde hacía varios años antes. En 1864, cuando se discutió en el Senado el rubro “Gastos de indios” del presupuesto correspondiente al Ministerio de Guerra, el ministro Gelly y Obes, que participó en la sesión, introdujo un pedido de modificación que no había contado con el voto favorable en Diputados. El Ministro explicaba que los indios de San Pedro, al norte de Santa Fe, así como los del Escuadrón de Lanceros del Sauce, debían ser considerados “propiamente tropas de línea al servicio de la frontera que se ha establecido como 90 leguas más afuera de la línea que existía anteriormente”. Teniendo en cuenta, entonces, el importante papel que cumplían, el Ministro consideraba que no había razón ninguna para que no fueran pagados a la par de los de Azul y Bahía Blanca –lo que señala claramente la menor importancia dada a la frontera norte–, puesto que hacen El 8 de marzo de 1852, el gobierno de Buenos Aires decidió la disolución de las viejas milicias y la constitución, en su lugar, de la Guardia Nacional que, en lo relativo a su enrolamiento y excepciones, siguieron rigiéndose por la Ley de Milicias del año 1823. Dos años después, el 28 de abril de 1854, la Confederación Argentina creó sus propias Guardias Nacionales. 13 Martín Gainza, op. cit., 1870 12
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tanto o mayor servicio por lo que propone aumentar los sueldos: sargentos de 2,50 a 5; cabos de 2 a 4,70, soldados de 1,50 a 3,75 pesos. El senador Del Barco apoyaba la propuesta del Ministro agregando que conocía los servicios prestados por esos indios, que eran “iguales o más fuertes del que prestan los soldados de línea Estos indios están regimentados como soldados de línea y los ocupan en aquellos servicios que son más fuertes, que exigen más fortaleza en los hombres para desempeñarlos; son indios que sirven en cualquier cuerpo de línea y que es imposible que puedan traicionar porque están tan comprometidos como los cristianos”. De hecho, a inicios de la década de 1870, comenzó a incrementarse la cantidad de soldados indígenas que sirvieron en la frontera y a extenderse su utilización en diferentes espacios. Entre 1870 y 1873 –período que media entre el fin de la guerra del Paraguay y la segunda guerra jordanista–, los cuerpos de línea estuvieron momentáneamente disponibles para servir en la frontera. Nos preguntamos si en ese momento se pudo llevar a cabo la idea de desvincular a las Guardias Nacionales de esa tarea y, además, cómo repercutió en el uso de lanceros indígenas. El cuadro que sigue indica el tipo de fuerzas utilizadas en tres años diferentes en cada comandancia de frontera. Elegimos el año 1869 por ser un momento en el que el gobierno nacional aún mantenía cuerpos del ejército de línea en el Paraguay; el año 1871 corresponde a un momento intermedio donde podrían haberse comenzado a verificar algunos cambios y el año 1873 –año de la guerra en Entre Ríos– donde volverían a restarse fuerzas de ejército de línea.
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Comandancias Generales Tipode fuerzas
1869
1871
1873
Sur y Costa Sur Buenos Aires
Línea Guardias Nacionales Indígenas Totales por año
899 418 ----1317
683 800 183 1666
656 593 382 1631
Sur Santa Fe, Norte y Oeste Buenos Aires
Línea Guardias Nacionales Indígenas Totales por año
402 423 ----825
1207 113 28 1348
1490 1302 38 2830
Sur San Luis, Mendoza y Córdoba
Línea Guardias Nacionales Indígenas Totales por año
1603 957 ----2560
1883 1675 3558
1523 1132 42 2697
Línea Guardias Nacionales Indígenas Totales por año
1248 392 88 1728
1115 433 78 1626
823 134 36 993
Norte de Santiago, Córdoba y Santa Fe
Fuente: Memorias del Ministerio de Guerra y Marina.
Mientras que desde el gobierno se pensaba a los grupos de indios amigos como fuerzas militares auxiliares, desde otro sector de la sociedad se plantearon medidas tendientes a integrar a los indígenas a la sociedad provincial. En agosto de 1870, una comisión de vecinos fue enviada a los indios de Azul y Tapalqué para regularizar los tratos. Esta comisión se había enviado “teniendo noticias los indios del Azul y de Tapalqué, que juzgaban que en los planes de arreglo definitivo de fronteras serían tratados como enemigos y que esta creencia podría dar lugar a que se aliasen a los demás indios del sur”. El gobernador de Buenos Aires avalaba el envío de la misma con el argumento de que, aunque se avanzaran las fronteras hasta el río Negro, “los indios del Azul y de Tapalqué quedarán siempre dentro de esa línea y recibiendo las raciones y regalos que se les hacen y que el gobierno de la provincia procurará ayudar en el mismo sentido al de la nación para darles tierras, haciendas y hacerles poblaciones, dotarlos de escuelas a fin
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de que tengan cómo subsistir por sí mismos y puedan mejorar su condición y la de sus hijos”. En un claro afán integrativo de los indígenas, los integrantes de la comisión, entre otras cosas, proponían crear tres escuelas en Azul, Tapalqué y Olavarría, y “admitir a las mismas escuelas una tercera parte de niños cristianos pobres que mezclados con los niños indios harían mas fácil la enseñanza y cambio de costumbres de éstos” y agregaban la necesidad de entregar tierras en propiedad para consolidar su asentamiento en la región. Pero estas voces que planteaban una cierta integración indígena ya sea mediante su conversión en Guardias Nacionales o en pobladores rurales con acceso definitivo a una parcela de tierra, se desvanecieron en los últimos años de la década de 1870, cuando el fin de los conflictos internos del Estado liberó fuerzas militares y recursos económicos que permitieron al gobierno nacional pensar en la realización de la ley 215. Inmediatamente se llevaron a cabo algunas medidas que mostraban el claro interés del gobierno por colocar el tema de las fronteras con los indígenas como un asunto prioritario. El final de esta historia de complejas y cambiantes relaciones entre blancos e indígenas es, tal vez, mucho más conocido que el relato anterior. Entre 1878 y 1879, se llevaron a cabo una serie de campañas militares sobre el territorio indígena que culminaron con la expedición hasta el río Negro dirigida por el ministro de Guerra, el general Julio A. Roca. El resultado de las mismas, según consta en la Memoria del Departamento de Guerra y Marina de 1879, fue de 1.271 indios de lanza prisioneros, 1.313 indios de lanza muertos en combate, 10.539 indios no combatientes prisioneros y 1.049 indios reducidos voluntariamente. Los indios prisioneros y los reducidos voluntariamente comenzaron a transitar caminos diversos cuyos destinos podían ser los ingenios y obrajes del norte argentino, el servicio doméstico en la ciudad de Buenos Aires o las reservas de la región patagónica. Cualquiera de estos destinos mostraba que los indígenas habían perdido su autonomía y que se integraban de manera claramente subordinada al naciente Estado nacional como ciudadanos de segunda clase.
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La ocupación militar de la Pampa y la Patagonia de Rosas a Roca (1829-1878)
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VIDA POLÍTICO - ELECTORAL Y LOS MOVIMIENTOS POPULARES
B IBLIOGRAFÍA CANSANELLO, Oreste Carlos, “De súbditos a ciudadanos. Los pobladores rurales bonaerenses entre el Antiguo Régimen y la Modernidad”, en Boletín Ravignani, Nº 11, 1995. _____________________________, “Las milicias rurales bonaerenses entre 1820 y 1830”, en Cuadernos de Historia Regional, Nº 19, Universidad Nacional de Luján, 1998. DE GAINZA, Martín, Memoria de Guerra y Marina, 1876. JONG, Ingrid, “Acuerdos y desacuerdos: las políticas indígenas en la incorporación a la frontera bonaerense (1856-1866)”, en Sociedades en Movimiento. Los pueblos indígenas de América Latina en el siglo XIX, editado por Raúl Mandrini, Antonio Escobar Ohmstede y Sara Ortelli, en Anuario IEHS, Suplemento 1, Tandil, Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires, 2007. LEVAGGI, Abelardo, Paz en la frontera: historia de las relaciones diplomáticas con las comunidades indígenas en la Argentina (siglo XVI-XIX), Buenos Aires, Uni-versidad del Museo Social Argentino, 2000. RATTO, Silvia, “Soldados, milicianos e indios de ‘lanza y bola’. La defensa de la frontera bonaerense a mediados de la década de 1830”, en Anuario IEHS, Nº 18, 2003.
El Ejército entre el cambio de siglo y 1930: burocratización y nuevo estilo político LUCIANO
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A partir de la década de 1890 comenzaron a producirse una serie de cambios importantes dentro del Ejército. Estos cambios cristalizaron en medidas tomadas durante la segunda presidencia de Julio Argentino Roca (1898-1904), entre ellas la más conocida –pero de ninguna manera la única– fue la instauración del servicio militar obligatorio (SMO). A su vez, los cambios en la institución militar son contemporáneos de otras tantas leyes reformistas que, en su conjunto, intentaron modificar algunos de los rasgos de la sociedad y de la política argentinas. Hacia el año 1900, la idea de que el país necesitaba reformar sus hábitos, leyes e instituciones se convirtió en una especie de sentido común compartido, aunque una vez aceptado este punto se difería enormemente acerca del rumbo que debían seguir esas reformas. La más conocida de todas las leyes reformistas, es la ley electoral de 1912, conocida por el nombre del presidente Roque Sáenz Peña. Este trabajo tiene como objetivo dar cuenta de la relación entre el Ejército y la política luego de que las reformas modificaran sustancialmente la naturaleza de esta institución, pero también las de la propia política. Se sostendrá que para comprender la relación entre Ejército y política es necesario prestar atención al fuerte proceso de conversión de la fuerza en una sólida burocracia estatal y profesional, y a su relación con las modalidades que adquiere la vida política luego de la aprobación de la Ley Sáenz Peña y la posterior victoria de la UCR en 1916. El Ejército que surge del proceso reformista contrasta fuertemente con los dos modelos anteriores, el de las milicias o Guardias Nacionales y el del ejército de línea tal como habían aparecido a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. A su vez, sostendremos que este modelo militar comienza a modificarse lenta pero sustancialmente a partir de la segunda mitad de la década del veinte y mucho más profundamente durante los años treinta. Esta vez, ya no será tanto un proceso de reforma interna el motor de estos cambios, sino más bien el impacto en la fuerza
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de la crisis ideológica de entreguerras y, sobre todo, el renovado rol de la Iglesia católica dentro de la institución. Entre 1880 y 1955 el Ejército tuvo muchos jefes, pero sólo tres caudillos, es decir tres jefes cuyo lugar como tales no dependía exclusivamente de su posición institucional en la fuerza. Ellos fueron Julio A. Roca, Agustín P. Justo y Juan D. Perón; los tres fueron, además, presidentes de la Nación. Ciertamente el Ejército tuvo otros nombres influyentes, como Pablo Ricchieri, José F. Uriburu, Enrique Mosconi, Luis Dellepiane o Pedro Pablo Ramírez, pero ninguno de ellos puede ser comparado con los tres personajes mencionados. En buena medida, el proceso militar y político que nos hemos propuesto analizar coincide con la existencia biográfica de uno de ellos, Agustín Justo. Justo no sólo ocupó cargos de enorme importancia en la fuerza, como el de Director del Colegio Militar (19151922) y el de ministro de Guerra (1922 y 1928), sino que en 1932 se convirtió en presidente de la Nación. A diferencia de Roca y Perón, Justo fue presidente por un único período, pero cuando murió, en enero de 1943, ya estaban en marcha los trabajos electorales destinados a convertirlo en candidato. Para dar cuenta de la relación de la institución con la política durante el siglo XX es necesario revisar algunas perspectivas de análisis que pueden dar lugar a miradas demasiado sesgadas y esquemáticas. En primer lugar la propia historia institucional de la fuerza, en segunda instancia, la subsumisión de la intervención de la fuerza en la política en la serie de golpes de Estado iniciados en 1930, por último, la visión que convierte a la fuerza en un actor homogéneo, coherente y a la vez aislado del resto de la sociedad. En el primer caso, el riesgo es el de toda historia que se sustenta sobre un mito de orígenes y que, al convertir a un actor en una especie de sustancia siempre igual a sí misma, ignora o quita importancia a los cambios, por más profundos que éstos sean. Es posible que actualmente el Ejército considere que su origen se ubica en 1810, sin embargo esto es cierto a condición de que se acepte que dicha continuidad no supone sino el reconocimiento de un antecedente en extremo remoto y no, en cambio, elementos o características comunes. El Ejército de las guerras revolucionarias no se parece absolutamente en nada al que analizaremos aquí y tampoco arrastra ninguna continuidad institucional, aun cuando el último quiera reconocerse en el primero. Este reconocimiento implica un proceso de construcción de identidad, por otra parte absolutamente legítimo en términos institucionales –las instituciones construyen su historia identitaria de esta manera– pero del que no deben extraerse mayores consecuencias analíticas. El segundo problema es todavía más importante. Con la instauración del régimen constitucional en 1983, se construyeron y popularizaron una serie de
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imágenes del pasado de la Argentina destinadas en buena manera a fundar una tradición democrática y republicana en un país que, sin embargo, carecía notoriamente de ellas. En buena medida, las llamadas teorías de los “demonios” –sean ellos uno o dos– apuntan hacia ese objetivo: si las catástrofes y las tragedias recientes y antiguas se debían a estos demonios, esto era así porque en la sociedad –ajena a dichos demonios– anidaba en cambio una natural tendencia hacia la democracia. No se trata de contrastar esta visión con un análisis detallado del pasado que pretende explicar: es evidente que no resistiría la menor atención crítica. Pero también es notorio que esta imagen resultó ser de capital importancia para dar al frágil proceso de institucionalización constitucional y democrática iniciado en 1983 algún pilar sobre el cual sustentarse. De esta forma, los llamados “golpes de Estado” fueron colocados en una serie explicativa más o menos homogénea que se extendería desde 1930 hasta 1976 y que reconocería actores y circunstancias más o menos equivalentes (vg: militares, oligarquías, etc.). Este período pasó a ser considerado como una “era” a la que, a la vez que se da por concluida, se le otorga una serie de rasgos comunes cuyo resultado es ocultar las diferencias, a veces enormes, que hay entre cada uno de estos sucesos.1 El tercer problema, es en muchos sentidos consecuencia de los dos primeros. Al asumirse el esfuerzo a la vez político y analítico por concebir el rol de la fuerza en la política, se puede terminar creyendo que se trata de un actor homogéneo, coherente y, sobre todo, apartado del resto de la sociedad argentina. La intención de este trabajo es, en cambio, devolverle al período 19001930 su condición de presente, analizando estos cambios en su contexto histórico específico y sin pensar en las tensiones que vivirá la fuerza en la segunda mitad del siglo, las que, por otra parte, y como argumentaremos aquí, se vinculan menos con los cambios que se producen en el paso de un siglo a otro que con otros procesos que se producen al finalizar el período que hemos seleccionado. Durante la segunda mitad del siglo XIX, el paulatino surgimiento y consolidación del Estado nacional provocó una serie de fuertes conflictos que tuvieron por eje el uso y monopolio de la Fuerza Armada.2 Las acciones militares que
Ésta es la hipótesis que desarrolla, por ejemplo, la película La República Perdida que tuvo un gran éxito durante la campaña electoral de 1983, pero es también la que defendió el gobierno de Raúl Alfonsín en su política hacia los sucesos de los años setenta. 2 Sobre esta cuestión véase Hilda Sabato, Buenos Aires en armas. La revolución de 1880, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008. De la misma autora: “El pueblo uno e indivisible. Prácticas políticas del liberalismo porteño”, en Lilia Ana Bertoni y Luciano de Privitellio (comps.), Conflictos en democracia, la vida política argentina entre dos siglos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2009. 1
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enfrentaron al Ejército Nacional con las milicias provinciales fueron un elemento más, sin dudas el más importante, de lo que por entonces era un problema fundamental: la relación entre las provincias y el Estado central, problema que la aprobación de la Constitución en 1853 no había resuelto. El conflicto por el uso monopólico de la Fuerza Armada adquirió desde un principio el sentido que había caracterizado toda la problemática política que sucedió al colapso del Imperio español en la zona rioplatense y que tuvo su eje en la disputa entre entidades territoriales con base inicial en las ciudades transformadas pronto en provincias al incorporar la campaña.3 En cambio, los conflictos corporativos que en otras zonas de América Latina tuvieron enorme importancia a la hora de definir la existencia de un Estado nacional –como por ejemplo la Iglesia, los pueblos indígenas, los cabildos– nunca tuvieron aquí una relevancia comparable. De esta manera, el enfrentamiento entre dos modelos de ejercicio de la violencia legítima, el ejército de línea al mando del Estado central y las milicias provinciales, fue en el caso argentino el principal problema a resolver durante el período denominado de “organización nacional”. En 1880 este conflicto comenzó a definirse. La derrota infligida por las tropas regulares de Roca a las milicias porteñas en Barracas y Puente Alsina dieron al modelo roquista de ejército de línea una preeminencia que en adelante acompañará el proceso de centralización estatal que en otros rubros también encaró el roquismo. Pero es preciso no exagerar el significado del ochenta en la historia del Estado argentino. Si bien en nuestra historiografía aparece como el momento casi mágico de la consolidación del Estado, esto es cierto sólo en parte: si por un lado es verdad que en adelante la autoridad nacional ya no sería contestada en nombre de las autonomías provinciales, también lo es que el Estado moderno no puede definirse exclusivamente por la ausencia de rivales a su altura. Si se observa otras dimensiones de lo que llamamos Estado, por ejemplo, la disposición de un amplio conjunto de oficinas y agencias y de una burocracia profesional capaces de administrar los múltiples problemas de un país, en 1880 prácticamente todo estaba por hacer. Lo mismo sucedía con el Ejército. Pese a que el Colegio Militar había sido fundado recientemente por Sarmiento, esto no quiere decir que el ejército de línea fuera un ejército profesional. La actividad de las armas se vive todavía como una extensión de la vida política y, por eso, no es casualidad ver todavía a aboga-
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Al respecto véase José Carlos Chiaramonte: Ciudades, provincias, Estados. Orígenes de la Nación Argentina (1810-1846), Buenos Aires, Ariel, 1997
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dos y hasta hombres de letras al frente de tropas. Ciertamente, Roca no era Bartolomé Mitre –en tanto para Roca la actividad militar había sido durante años su actividad central, cosa que no había sido así en el caso de Mitre– pero Roca tampoco era un militar profesional de carrera como lo sería, por ejemplo, Perón. Durante los años ochenta, y a pesar de creer en la importancia de un ejército profesional, Roca no realizó demasiados esfuerzos en ese sentido: por un lado, le preocupaban otras dimensiones de la construcción del poder estatal que le parecían más acuciantes y, por otro, no hay que descartar que en tanto sabía cómo controlar esa máquina bélica tal como era, no consideraba prudente aplicar demasiados cambios sobre ella. En 1880 el oficial de este ejército de línea no es aún un profesional, las jerarquías no son rígidas, los ascensos no están sometidos a una norma común: la actividad militar es en muchos sentidos una expresión más de una vida política signada por un agudo faccionalismo. Ni siquiera se trata de una carrera prestigiosa en sí misma: cuando el pequeño Agustín Justo comunicó a su padre4 que ingresaría al Colegio Militar, éste le negó su permiso, y cuando su hijo logró ingresar de todas maneras en contra de sus deseos, dejó de hablarle por largo tiempo. Justo padre imaginaba para su hijo un futuro como abogado y político lo cual, a tono con la época, no descartaba para nada el uso eventual de las armas o las insignias de oficial. Pero una carrera militar iniciada en el Colegio no era aún una opción socialmente apetecible. Sin embargo, las cosas estaban empezando a cambiar. En 1890, en ocasión de la Revolución del Parque, el cadete Justo de apenas catorce años participó en el bando revolucionario de la única acción armada que vivirá en toda su vida: el futuro caudillo y hombre fuerte de la fuerza, abanderado de lo que en los años veinte del siglo XX se llamará la línea “profesionalista”, experimentó la única y breve batalla de toda su vida en el seno de la lucha facciosa entre los grupos y partidos políticos. En adelante, su carrera atravesaría por otras instancias más acordes a una burocracia profesional: pero son oficiales como él, con una gran formación pero sin mayor experiencia de combate, los que marcarán el rumbo de la fuerza luego de las reformas del novecientos.
El padre del futuro presidente era un político destacado de las filas mitristas. Llegó a ser gobernador de Corrientes; combatió primero como parte del Ejército Nacional contra López Jordán y luego como parte de la milicia correntina. Más tarde participó de las tropas porteñas que enfrentaron a Roca. Al respecto véase Rosendo Fraga, El general Justo, Buenos Aires, Emecé, 1993; y Luciano de Privitellio, Agustín P. Justo, las armas en la política, Buenos Aires, FCE, 1997. 4
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En los años ochenta, aunque muy lentamente, el Ejército ya está comenzando el diseño de un nuevo modelo que se consagrará a comienzos de siglo y que puede caracterizarse por una triple condición: por un lado, una rígida pero eficaz organización jerárquica y burocrática, por otro, una sólida base técnica, por último, una misión civilizatoria dentro de la sociedad que trascendía el rol de una organización destinada exclusivamente a las tareas militares de defensa. Uno de los primeros rubros en los que comenzó a delinearse el nuevo modelo que sumaba destrezas técnicas y misión nacional fue el relevamiento y confección de la cartografía del Estado nación. En efecto, fue el Ejército, como rama del Estado, la agencia encargada de definir el perfil cartográfico de la Nación Argentina. De esta forma, la fuerza pasó a ocupar un lugar central en lo que se convertiría en uno de los componentes básicos de la identidad territorial, a saber, la identificación de la nación con un contorno y unos contenidos de orden cartográficos.5 Obviamente, existía una justificación específicamente militar para esa empresa militar, pero esta mirada más estratégica siempre estuvo acompañada por la idea de que cartografiar el país era una condición para el desarrollo de una conciencia territorial de orden nacional. Paradójicamente, esto sucedía mientras en muchos otros países del mundo occidental se estaba dejando de percibir a la cartografía en un sentido puramente estratégico militar, y el trabajo del cartógrafo comenzaba a asociarse con instituciones científicas específicas compuestas por geógrafos, ingenieros y cartógrafos. En el caso argentino, ante la ausencia de tal universo disciplinar, el Estado recurrió a la única e incipiente burocracia técnica preparada para esta empresa: la IV sección del Estado Mayor que se convertirá en el Instituto Geográfico Militar (IGM) a comienzos de siglo XX y que en los años cuarenta –a partir de la llamada Ley de la Carta– y hasta prácticamente nuestros días tendrá el monopolio y control de toda la cartografía producida e impresa en el país. De esta manera el Ejército comenzó a desempeñar tareas que en otros países se vinculaban con ámbitos civiles, simplemente porque era el único organismo en condiciones de desarrollarla. Pero, a su vez, esta presencia dejará su impronta hasta nuestros días, cuando no es difícil observar la dimensión geopolítica en la mirada sobre el territorio argentino, por ejemplo, en temas tales como la consideración de la porción de la Antártida pretendida por el Estado argentino como
un territorio soberano, o la obligación de mostrar la isla Martín García en una escala mayor a la del resto del mapa para que aparezca dibujada en ellos. La confección del mapa y la naturalización de una identidad territorial es una de las primeras misiones no estrictamente militares encaradas por este ejército que estaba cambiando lentamente hacia un nuevo modelo de fuerza. Pero esta misión atribuida al Ejército preocupado por definir la naturaleza de la nacionalidad y la entidad territorial de la nación, ante el doble temor de la inmigración y la expansión imperial europea, y ante la presión por la consolidación de fronteras estables y precisas, es sólo el comienzo del involucramiento de la fuerza en actividades equivalentes. Durante los críticos años noventa, que hoy sabemos fueron claves en infinidad de sentidos para la historia argentina, los cambios en la organización militar comenzaron a acelerarse. La crisis e inestabilidad económica y política, la inmigración masiva, la conflictividad social y la tensión con Chile alentaron este cambio de perspectiva. En este clima, el ritmo tranquilo de los ochenta, cuando parecía haber tiempo para hacer las cosas, dejó lugar a la preocupación por una rápida profesionalización y una centralización de los mandos y los controles castrenses. Primero fue el establecimiento de los códigos de justicia militar, que reemplazaron no sólo a los antiguos reglamentos de Carlos III sino, sobre todo, a la pura arbitrariedad que se había establecido como norma implícita. Estos códigos garantizaban a la vez una férrea disciplina y un control centralizado del procesamiento de las faltas y delitos.6 Con la llegada de Roca al gobierno por segunda vez en 1898 se aceleró el camino de la reforma profunda, dirigida por su ministro de Guerra, General Pablo Ricchieri. El Estado Mayor fue reorganizado por completo, con el objeto de establecer una rígida centralización de mandos, dividir las tareas y las áreas de competencia, y aclarar los caminos que debían recorrer las órdenes. Asimismo, se endurecieron las condiciones para acceder al Estado Mayor, primero estableciendo la obligación de ser egresado del Colegio Militar (que luego se extendería a la condición de oficial de la fuerza) y, más tarde, la de haber pasado por la Escuela Superior de Guerra.
Evidentemente no nos referimos al territorio real (que por razones obvias es desconocido para una abrumadora mayoría de la población) sino a su representación cartográfica. Al respecto véase Carla Lois y Malena Mazzitelli Mastricchio, “Una historia de la cartografía argentina”, en L. Weisert y J. C. Benedetti (comps.), 130 años del Instituto Geográfico Nacional, 1879 -2009, Buenos Aires, Presidencia de la Nación Argentina, Ministerio de Defensa, CONICET, 2009.
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Véase Juan Fazio, Reforma y disciplina. La implantación de un sistema de justicia militar en Argentina (1894 -1905), mimeo (disponible en línea: <http://historiapolitica.com>). Debo agradecer muy especialmente a Juan Fazio, cuyos trabajos (hasta donde sé inéditos) y charlas sobre la situación del Ejército a comienzos del siglo XX me han resultado imprescindibles para el desarrollo de estas ideas sobre el Ejército y la política.
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Es a esta fuerza que está comenzando a definirse como una burocracia,7 capaz de autorregular su carrera interna y a la vez de establecer los códigos y sanciones de la profesión, a la que se le encomendará una nueva misión destinada menos a incrementar su poderío bélico (aunque esto también formó parte de los objetivos) que a garantizar la implantación de una conciencia nacional entre la población: el servicio militar obligatorio. Cuando Roca asumió por segunda vez el gobierno en 1898, lo hizo con una fuerte autocrítica del optimismo que había caracterizado su primer mandato. Junto con el temor por una elite política levantisca y facciosa que no duda en tomar las armas y hacer revoluciones –la revolución siguió siendo siempre objeto de su odio–, agregó el temor por una sociedad en la que parecen incubarse varios elementos negativos. Entre ellos, uno se trataba de la tendencia al conflicto social; otro, de la presencia de una multitud de inmigrantes que no asumían la identidad argentina como propia. De allí que el SMO, si bien también se vinculó con la posibilidad de un enfrentamiento con Chile, tuvo un fuerte perfil civilizador: debía convertir a los conscriptos a la vez en ciudadanos pacíficos y en argentinos patriotas. Esta tarea no era exclusiva del Ejército –también la escuela, por ejemplo, debía realizarla–, pero la fuerza acuñó rápidamente el carácter misional de su nuevo rol y se sintió como un eslabón crucial en la construcción de la conciencia nacional y ciudadana. El SMO formó parte de toda una batería de reformas planteadas por el segundo roquismo (reforma electoral de 1902, que fue aprobada aunque luego anulada en 1905; código de trabajo, que nunca fue aprobado): vista en esta perspectiva, es más fácil advertir hasta donde el SMO tuvo objetivos de largo plazo a la vez civilizatorios y nacionalizantes, mucho más que los objetivos militares inmediatos y coyunturales. Hacia el primer Centenario, entonces, se ha consolidado un nuevo modelo militar que no es ni el de la milicia ni el del viejo ejército de línea de los años de 1880. Este modelo se basa en la presencia de un grupo de oficiales profesionales y fuertemente disciplinados, salidos todos de una única institución formadora y sometida a una única carera de ascenso cuyas etapas estarían pautadas por instituciones de formación superior (como la Escuela Superior de Guerra). A su vez, estas instancias estarían controladas por la propia oficialidad superior de la fuerCabe aclarar que la palabra burocracia no incluye ningún sentido peyorativo. Por el contrario, a comienzos de siglo la conformación de diferentes agencias estatales con burocracias sólidas era un ideal perseguido por muchos pensadores y políticos. Uno de los padres fundadores de la sociología, Max Weber, realizará una sólida teoría al respecto, tomando como ejemplo una de las burocracias más admiradas en esa época, la del Imperio alemán.
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za, con lo cual los ascensos quedarían sometidos a criterios institucionales y profesionales delineados por el Estado Mayor. En este sentido, la creación de la Escuela de Suboficiales en 1908 consagró la distinción entre los cuerpos de oficiales y suboficiales y eliminó los ascensos entre uno y otro, ascensos que en cambio eran muy comunes anteriormente. De esta forma, los ascensos quedarían fuera de las lógicas anteriores, basadas más bien en criterios políticos o en los desempeños en los campos de batalla los cuales, por otra parte, ya no formarían parte de la experiencia directa de los militares argentinos. Cuando en 1912 el presidente Sáenz Peña le otorgó al Ejército un rol de importancia en los procesos electorales (uso del padrón militar, control de las votaciones y de las urnas), según la ley de reforma electoral que lleva su nombre, eso sucedió porque consideraba que el proceso de construcción del nuevo modelo militar ya se encontraba muy avanzado. Dado que ahora eran el profesionalismo y los saberes técnicos –dentro de una carrera burocrática donde las escalas estaban perfectamente determinadas más allá de cualquier arbitrariedad política– lo que caracterizaba a la fuerza, no había riesgos al comprometerla en los procesos electorales. El Ejército era considerado como una institución ajena a los avatares de la política y, por eso, garantía de la imparcialidad que buscaba el presidente reformador. Dos analistas de la relación entre el Ejército y la política (Rouquié y Forte),8 han insistido sobre este punto y han encontrado aquí una explicación de una parte de lo sucedido durante el siglo XX. Según ambos autores, la intención de todas las reformas consistía en aislar a los oficiales para mantenerlos ajenos a la vida civil y política. De ello desprenden que los oficiales acentuaron una tendencia hacia el aislamiento (incluso en su vida cotidiana), lo cual habría derivado bien pronto en la formación de una corporación aislada del resto de la sociedad. Y, a partir de este argumento, explican la conformación de un “partido militar”, una fuerza pretoriana guardiana de los valores de la nacionalidad que irrumpirá contra gobiernos civiles a través de sendos golpes de Estado. Sin embargo, esta visión de una fuerza aislada del mundo social no resiste el análisis, como tampoco su asociación con una modalidad pretoriana y mesiánica de intervención en la política siempre igual a sí misma. El problema consiste en pensar el período que va de 1900 hasta los años treinta como un antecedente de un período por venir, y no dentro de su propia
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Alain Rouquié, Poder militar y sociedad política en la Argentina, Buenos Aires, Emecé, 1978, 2 tomos; Riccardo Forte, “Génesis del nacionalismo militar. Participación política y orientación ideológica de las fuerzas armadas argentinas al comienzo del siglo XX”, en Signos Históricos, año 1, vol. 1, Nº 2, México, Universidad Autónoma Metropolitana, diciembre de 1999. 8
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lógica de época, y también en creer que la fuerza actúa más o menos de la misma forma desde septiembre de 1930 hasta marzo de 1976. En cambio, sostenemos que hasta los años treinta la tendencia a la profesionalización estará siempre en tensión con la presencia en la fuerza del faccionalismo político, que no fue de ninguna manera erradicado, y que eso sucede precisamente porque ese Ejército tiene lazos sólidos y estrechos con el mundo “civil”. Es indudable que en este período se está creando el espíritu de cuerpo, pero ese proceso de creación describe sólo una parte de la experiencia de los oficiales. Más aun, el hecho de que los oficiales superiores tuvieran que insistir constantemente sobre la importancia de este espíritu podría ser más una señal de la preocupación por crearlo que de su definitiva e incontrastable existencia. Los lazos de los oficiales con la sociedad son mucho más fluidos de lo que la idea de una profesionalización y una vida centrada en el Colegio y los cuarteles parece indicar. En primer lugar, porque todavía hay muchos oficiales del “viejo Ejército” en funciones. Uriburu, Dellepiane, Justo, Mosconi son apenas algunos ejemplos de estos oficiales para los cuales el cuartel constituye sólo una parte de sus vidas. Los dos últimos, por ejemplo, habían obtenido su título de ingeniero en la Universidad de Buenos Aires. En segundo lugar, porque las tareas civilizatorias encomendadas por los sucesivos gobiernos los conectan muy estrechamente con el resto del universo social. Al circular por los cuarteles de todo el país, al recibir cada año a una nutrida cantidad de jóvenes conscriptos y al interactuar con las sociedades locales del interior, los oficiales aprenden a conocer muchas realidades y a interactuar con ellas. Pero, sobre todo, el Ejército no deja de participar en la política facciosa, porque es todavía una costumbre muy arraigada y porque es la propia política la que los convoca recurrentemente. Los convoca por ejemplo a la hora de reprimir la conflictividad social, como lo hace Hipólito Yrigoyen en 1919 en la Capital, o un poco más tarde en la Patagonia. También se los convoca a la hora de las intervenciones federales, una vieja modalidad de control político que, como sabemos, no se interrumpe con la llegada del radicalismo al poder en 1916.9 Se los convoca además a la hora de dirigir una empresa energética, como sucede con Mosconi en YPF. Se los convoca, finalmente, al levantarse una parte del arco político contra un gobierno al que se define como una tiranía, como sucede en 1905 y 1930.
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En el imaginario del propio Yrigoyen, la existencia de un Ejército puramente profesional era sólo una falacia de lo que gustaba llamar “el régimen abyecto” (toda la realidad política anterior a su llegada al poder) que, según decía, él venía a sepultar. Por eso, recurrió inmediatamente a la implementación de la llamada “política de las reparaciones” destinada a premiar a aquellos oficiales que habían participado de las revoluciones radicales (sobre todo la de 1905) con ascensos vertiginosos y destinos de relevancia. Por eso, además, nombró a un civil, Elpidio González, como ministro de Guerra y jefe operativo de la fuerza.10 El presidente radical no advertía hasta donde esta política se enfrentaba con los nuevos criterios burocráticos de la fuerza y con los sistemas de ascenso que eran controlados desde el Estado Mayor. Por eso, aun los oficiales de indudable simpatías con el radicalismo (como Uriburu y Justo) comenzaron a alejarse de él y a constituir una oposición a esta irrupción de un criterio político (en rigor, radical) en nombre del “profesionalismo”. En los años veinte, una logia de oficiales medios liderada por el coronel Luis García (la Logia General San Martín) decidió enfrentar al gobierno esgrimiendo precisamente banderas profesionalistas. En 1929, las elecciones del círculo militar enfrentaron a una facción de oficiales radicales (cuyo líder era el general Dellepiane) con otra profesionalista (cuya cabeza visible ya era el general Justo). A pocos meses del golpe de septiembre de 1930, ganaron la elección los oficiales radicales. Evidentemente pese a ser ya una burocracia altamente organizada, la idea de una fuerza profesional ajena a la política no describe adecuadamente la situación del Ejército. Por el contrario, para 1929 la institución reproducía con absoluta fidelidad la polarización que ya ganaba la política nacional entre yrigoyenistas y antiyrigoyenistas. En efecto, las viejas identidades políticas en parte se diluyeron en la elección presidencial de 1928: todo el arco político se organizó alrededor del apoyo o el rechazo al líder personalista. Y, como sucedía en la sociedad, en el Ejército también predominaban los yrigoyenistas. Esto explica por qué el movimiento de septiembre de 1930 fue un rotundo fracaso en el plano militar como lo revelan, por ejemplo, las memorias del coronel José María Sarobe o del entonces capitán Perón, pero, sobre todo, como lo prueban las escasas tropas que acompañaron la aventura de Uriburu quien, por otra parte, no ejercía ninguna clase de autoridad institucional en la fuerza. Incluso los oficiales con mando de tropa que no simpatizaban con el Presidente, respondieron a los llamados de Uriburu con una actitud fuertemente legalista, lo cual contrasta, Durante todo el período que abarca este artículo, el Ministro de Guerra es el jefe operativo de la fuerza, por esa razón, la cartera era ocupada generalmente por militares. A diferencia de lo que sucede en nuestros días, el Ministro era la presencia militar en el gobierno y no un civil que representa al Presidente ante la fuerza. 10
Al respecto véase Natalio Botana, El Orden conservador. La política argentina entre 1880 y 1916, Buenos Aires, Sudamericana, 1977; y Ana Virgina Persello, El partido radical. Gobierno y oposición, 1916-1943, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004. 9
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como hemos señalado, con la actitud que solían tomar antes de las grandes reformas de 1900. Cuando Uriburu se apoderó de la Casa de Gobierno, los mandos de los principales cuerpos del Ejército dudaron todavía en reconocerlo como nuevo presidente. Cuando las cosas fueron más claras y Uriburu pudo exhibir las renuncias del presidente Yrigoyen y de su vice, Enrique Martínez, sólo entonces decidieron acatar al nuevo gobierno. El golpe de 1930 fue mucho más un movimiento civil encarado por la oposición a Yrigoyen y una escasa fracción de oficiales, que un golpe institucional del Ejército.11 Esto no debería sorprender. En cuanto se abandonan las miradas teleológicas y sustancialistas que creen que las actitudes del Ejercito y de sus oficiales fueron siempre más o menos las mismas, se advertirá que, fueran radicales o profesionalistas, en la amplia mayoría de los oficiales anidaba una mirada respetuosa de las instituciones. En el Colegio Militar se enseñaban materias de Instrucción Cívica según los planes diseñados por el propio Justo durante su paso por la dirección de la institución (1915-1922). Desde el punto de vista ideológico-político, los oficiales eran preponderantemente radicales o liberales. Las posiciones proto-fascistas o corporativistas de Uriburu gozaban de algunos apoyos castrenses, pero estos no eran mayoritarios ni mucho menos. Y, por otra parte, el rechazo que tanto en la opinión política como entre los cuadros militares despertaban sus ideas, le garantizó un rápido desgaste de su poder y el abandono de todas sus intenciones de regenerar a la Argentina mediante una reforma constitucional. La versión uriburista del golpe de 1930 resultó en un fracaso rápido y contundente. Sin embargo, a mediados de los años veinte estaba comenzando a forjarse el proceso que cambiaría esta situación de raíz. Desempeñándose Justo como ministro de Guerra del presidente Marcelo T. de Alvear, en 1927 monseñor Copello se había hecho cargo de la dirección del vicariato castrense: de su intensa actividad en el cargo nacería una relación destinada a tener profundas consecuencias políticas, tantas como hasta ese momento las había tenido el proceso de reforma y burocratización.12 Decidida a dejar una marca indeleble en la formación de la oficialidad, la vicaría castrense ofreció a los jóvenes oficiales una visión del mundo a tono con los preceptos de la Iglesia preconciliar profundamente refractaria del mundo liberal y democrático: integrista, corporativa, furiosamente nacionalista, Acerca del golpe de septiembre de 1930 véase mi “La política bajo el signo de la crisis”, en Alejandro Cattaruzza (coord.), Crisis económica, avance del Estado e incertidubre política (19301943), Buenos Aires, Sudamericana, 2001. 12 Véase Loris Zanata, Del Estado liberal a la nación católica. Iglesia y Ejército en los orígenes del peronismo. 1930-1943, Bernal, UNQ, 1996. 11
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antisemita, autoritaria, antidemocrática y antiparlamentaria. El neotomismo imperante se basaba además en una furiosa crítica a las concepciones de la sociedad sostenida en los derechos de los individuos considerados iguales. Esta visión del mundo no sólo se presentó como una alternativa atractiva frente a las perplejidades abiertas por la crisis mundial, que habían puesto a las convicciones liberales y democráticas a la defensiva, sino que entusiasmó especialmente a los hombres de armas, ya que les reservaba un lugar de privilegio como portadores de las virtudes de una nación que ahora se identificaba en una unidad sin fisuras con el catolicismo. La guerra civil española, seguida con interés y entusiasmo por sacerdotes y oficiales, consolidó esta identidad agresiva y mesiánica que fue amalgamando la Cruz y la Espada en nombre de los mismos valores. Este proceso fue mucho menos ruidoso que las siempre citadas influencias que los regímenes fascistas europeos habrían tenido entre los oficiales, pero, por eso mismo, su concreción fue más firme, sus avatares menos dependientes de los cambios coyunturales y sus consecuencias de más largo aliento. Esta nueva situación militar fue la que produjo un desgaste del poder de Justo dentro de la institución. Su lugar como referente de una visión a la vez profesionalista, tecnicista y liberal de la sociedad y la política, que años antes le había garantizado un prestigio y una hegemonía incontrastable, estaba siendo socavado por esta nueva pedagogía de una Iglesia a la que él mismo había dado cabida dentro del Ejército. Si entre 1914 y 1930 Justo había sabido ganarse el favor de los jóvenes oficiales que recibían instrucción en los institutos castrenses y que ahora ocupaban lugares importantes en la estructura de mando, las nuevas camadas se estaban educando con otros parámetros y otros referentes: sólo faltaba que una facción nacionalista y profundamente refractaria a la democracia liberal se organizara como tal, encontrara sus líderes y precisara sus objetivos. Retomaba de la vieja estructura la idea de una misión, pero su misión era otra: la legalidad constitucional no formaba parte de sus preocupaciones. Sí, en cambio, la salvación de una patria identificada con la fe católica. Ese sector irrumpió en la escena luego de que la muerte de Justo dejara al sector liberal sin jefe, en junio de 1943. Esta vez, el golpe tuvo mucho de pretoriano: fue encabezado por la máxima autoridad de la fuerza (el ministro de Guerra, general Ramírez) y se dispuso a modificar de raíz el sistema político argentino. Pocos fueron los civiles que aplaudieron, salvo algunos radicales que inicialmente creyeron que se pondría fin a la experiencia del fraude y, por supuesto, los militantes nacionalistas. Pero Ramírez carecía de las virtudes políticas necesarias para ser un verdadero caudillo de la fuerza. Con el ascenso vertiginoso de Perón una nueva etapa se iniciaba en la historia de la Argentina y de su Ejército.
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El Ejército entre el cambio de siglo y 1930: burocratización y nuevo estilo político
1880-1930 L A
VIDA POLÍTICO - ELECTORAL Y LOS MOVIMIENTOS POPULARES
B IBLIOGRAFÍA CHIARAMONTE, José Carlos, Ciudades, provincias, Estados. Orígenes de la Nación Argentina (1810-1846), Buenos Aires, Ariel, 1997. FAZIO, Juan, Reforma y disciplina. La implantación de un sistema de justicia militar en Argentina (1894-1905), mimeo. Disponible en línea: <http://historiapolitica.com>. FRAGA, Rosendo, El general Justo, Buenos Aires, Emecé, 1993. LOIS, Carla y Malena Mazzitelli Mastricchio, “Una historia de la cartografía argentina”, en L. Weisert y J. C. Benedetti (comps.), 130 años del Instituto Geográfico Nacional, 1879-2009, Buenos Aires, Presidencia de la Nación Argentina, Ministerio de Defensa, CONICET, 2009. PRIVITELLIO, Luciano, Agustín P. Justo, las armas en la política, Buenos Aires, FCE, 1997. SABATO, Hilda, Buenos Aires en armas. La revolución de 1880, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008. _______________, “El pueblo uno e indivisible. Prácticas políticas del liberalismo porteño”, en Lilia Ana Bertoni y Luciano de Privitellio (comps.) Conflictos en democracia, la vida política argentina entre dos siglos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2009. ZANATTA, Loris, Del Estado liberal a la nación católica. Iglesia y Ejército en los orígenes del peronismo. 1930-1943, Bernal, UNQ, 1996.
Partidos, corporaciones e insurreciones en el sistema político argentino (1880-1930) WALDO A NSALDI UBA / CONICET
Introducción El período que los historiadores suelen denominar la “Argentina moderna” (1880-1930) –aunque sería más correcto decir modernizada–, tiende a ser considerado una unidad en términos económicos –por la preeminencia del modelo primario exportador, si bien la sustitución de importaciones industriales comenzó en el transcurso de este período– y subdividido en dos en lo político (1880-1916 y 1916-1930), siendo la llegada del radicalismo y de Hipólito Yrigoyen a la presidencia de la República el hecho divisorio. Aquí sostendremos una posición diferente en lo que atañe a la periodización política, considerando 1912 como el año de corte. También consideraremos que entre 1880 y 1930 el país atravesó una situación de existencia de un Estado y una sociedad civil fuertes, relación que no terminó de consolidarse. Hubo un progresivo fortalecimiento de la sociedad civil, pero fue un fortalecimiento corporatista. En ese contexto, el sistema político –con su doble mediación y lógica, la partidaria y la corporativa– acentuó la debilidad de los partidos y la fortaleza de las asociaciones de interés, díada que, a su vez, operó en el sentido de un creciente afianzamiento del poder y del papel del Estado. La debilidad del sistema político, la fortaleza estatal y la primacía del principio nacional-estatal sobre el nacional-popular fueron parte del entramado que contribuye a explicar cómo, en el mediano plazo, se constituyeron las bases de un Estado crecientemente partícipe en la mediación conflictiva entre las diferentes clases y grupos sociales y, por lo tanto, dispuesto a atender satisfactoriamente las demandas de otros grupos que no fueran exclusivamente los dominantes, función redistributiva del Estado que, como es sabido, alcanzó su momento culminante bajo el peronismo (1946-1955). Las modificaciones de
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la forma (por la ley electoral de 1912) y de las funciones del Estado (cada vez más redistributivas, como acaba de señalarse) implicaron la clausura definitiva del Estado oligárquico. No obstante, la extensión del derecho de ciudadanía política, la paulatina consecución de la ciudadanía social y la regulación estatal del conflicto social no alcanzaron para asegurar una adecuada transición del régimen oligárquico al democrático, la cual se truncó en 1930 con el golpe de Estado. El Parque de los senderos que se bifurcan La Argentina modernizada se organizó políticamente bajo la forma oligárquica, es decir, un régimen de participación ciudadana restrictivo, con un poder concentrado en un grupo minoritario, reacio a la ampliación del quantum con capacidad de decisión.1 El modo oligárquico de ejercer la dominación política fue cuestionado tempranamente. En primer lugar, por otros sectores de la propia burguesía que, al mismo tiempo que reclamaban la ampliación del sistema de decisión política, ratificaban su adscripción al modelo económico y a los valores culturales definidos por la fracción políticamente triunfante. A este reclamo por la democracia política se sumaron nuevos sujetos sociales: las clases media y obrera urbanas. La tensión estalló en julio de 1890, entremezclando la crisis económica con las demandas políticas que, en este plano, también constituían una crisis. Una conjunción de fuerzas civiles y militares generó una insurrección en procura de la destitución y reemplazo del gobierno nacional. Empero, la “caldera” política había entrado en ebullición un año antes. En efecto, la oposición porteña al presidente Juárez Celman se organizó, a partir del 1º de septiembre de 1889 (mitin del Jardín Florida), en la Unión Cívica de la Juventud –de la cual formaron parte, entre otros, Bartolomé Mitre, Bernardo de Irigoyen, Aristóbulo del Valle, Leandro Alem–, asociación que reclamó el respeto de las libertades públicas, la pureza de la moral administrativa, el libre ejercicio del derecho de sufragio, la efectiva vigencia de las autonomías provinciales, dentro de once puntos que incluyen, desordenadamente, demandas y propuestas de acción. El 13 de abril de 1890, en la Asamblea reunida en el Frontón de Buenos Aires, en la cual participaron también los católicos liderados por Pedro Goyena y José Manuel Estrada, se convirtió en Unión Cívica (UC), siendo su presidente Leandro Alem. Entre sus propulsores, integrantes y/o aportantes de fondos se Véase Waldo Ansaldi, “Frívola y casquivana, mano de hierro en guante de seda. Una propuesta para conceptualizar el término oligarquía en América Latina”, en Cuadernos del CLAEH, año 17, Nº 61, Montevideo, 1992, pp. 43-48. 1
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encontraban nombres destacadísimos de la gran burguesía terrateniente: Anchorena, Ayerza, Beccar Varela, Martínez de Hoz, Leonardo Pereyra, Félix de Álzaga, Torcuato de Alvear, Carlos Zuberbühler. Según Mariano de Vedia y Mitre, “la organización de los clubes parroquiales de Unión Cívica” se apoyó “en las clases más distinguidas de la sociedad”.2 La nueva organización optó por el camino de la violencia y se dedicó a preparar una insurrección cívico-militar. Esa insurrección es conocida como Revolución del Noventa o Revolución del Parque. Participaron de ella fuerzas sociales y políticas diferentes, cuyos objetivos no siempre eran coincidentes, salvo en el principal, el cambio de gobierno. Un rasgo distintivo fue el de la participación convergente de sectores distintos y antagónicos que lograron articular un “frente único”: mitristas, católicos, la corriente Alem-Del Valle y burgueses terratenientes (como los antes citados). Estos últimos pretendían recuperar un control más estrecho del Estado, al que veían dirigido por una camarilla que tendía a independizarse de las fuerzas sociales reales que le servían de sustento. Terratenientes y financistas aportaron los fondos necesarios para atender los gastos materiales del movimiento. Los mitristas (sectores del comercio y la pequeña burguesía) perseguían un acuerdo con el gobierno –con el roquismo, más no con el juarismo–, como fórmula de solución a la crisis económica y política. Los católicos procuraban limitar el alcance de las reformas laicas, liberales, a menudo anticlericales, dispuestas por Roca y Juárez Celman, amén de una cierta defensa de la industria nacional. Los cívicos de Leandro Alem levantaban la triple consigna del sufragio universal, la frontal e intransigente oposición al acuerdo con el roquismo y la lucha contra la corrupción. Los terratenientes bregaban por una salida que resguardara espacios fundamentales de soberanía económica, reaccionando frente a la política juarista de excesivas concesiones al capital extranjero. La juventud universitaria porteña y cuadros del Ejército y la Marina también se encontraban entre los insurrectos, quienes proclamaron en el manifiesto: No derrocamos al gobierno para separar hombres y sustituirlos en el mando; lo derrocamos para devolverlo al pueblo a fin de que el pueblo lo reconstituya sobre la base de la voluntad nacional. No se cuestionaba el modelo primario-exportador, la estructura socioeconómica del país. La impugnación estaba dirigida, inequívocamente –al menos en lo argumental–, contra el orden político vigente, al cual se aspiraba modificar. 2
Mariano de Vedia y Mitre, Historia de la Unidad Nacional, Buenos Aires, Estrada, 1946.
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Los episodios de la Revolución del Parque son muy conocidos y no serán repetidos aquí. Desde el punto de vista de los sectores más radicales, la insurrección fracasó por varios motivos, entre los cuales fue significativa la connivencia entre el jefe militar del operativo, el general de brigada Manuel Campos, y el teniente general Julio A. Roca. Otras razones, probablemente de mayor peso, fueron: 1) ausencia de mando político-militar unificado; 2) subordinación de la dirección política a la dirección militar; 3) estrategia insurreccional fundada en el accionar de un número limitado de cuadros civiles y militares con exclusión de participación y/o movilización popular organizada y de cierta envergadura; 4) virtual reducción de las operaciones a la Capital Federal. En lo tocante a este último aspecto, parece harto significativo que un movimiento con aspiraciones de defenestrar el poder político nacional se planteara actuar en un espacio reducido, por más que en él se concentrara el poder. En rigor, la estrategia se asemejó mucho más a un putsch que a una insurrección popular o, mucho menos aun, a una revolución. A esas razones de índole técnico-militar deben añadirse otras que permiten comprender el momento político-militar de la insurrección: la heterogeneidad de las fuerzas sociales y políticas involucradas, el carácter instrumental que unas y otras asignaban a la insurrección y al eventual cambio de gobierno, lo que se apreció muy bien después de la renuncia del Presidente. La insurrección fue derrotada militarmente, Juárez Celman y sus acólitos lo fueron políticamente. Según la feliz expresión del senador católico cordobés Manuel D. Pizarro: “la insurrección está vencida, pero el gobierno está muerto”. No todos los perdedores salieron de la crisis de la misma manera. Lo más significativo del acontecimiento del Parque –una encrucijada en la cual los sujetos plantearon diferentes opciones para construir la historia– es que de ahí en más se bifurcaron los senderos políticos: la causa y el régimen, el acuerdo y la intransigencia, la oligarquía y la democracia. La división política de la burguesía en dos grandes alas –oligárquica una, democrática la otra– definió una parte esencial del escenario político del siguiente cuarto de siglo, dentro del cual también comenzaron a desempeñar su papel las clases media y obrera urbanas. Inicialmente, el radicalismo –el bonaerense en primer lugar– fue en buena medida expresión de la burguesía democrática y, a partir de la década de 1910, de la clase media, si bien en la Capital Federal debió competir con el Partido Socialista, que recogió voluntades dentro de ella. La Unión Cívica Radical –partido a la norteamericana, abierto, sin programa preciso– y el Partido Socialista –agrupación de cuadros a la europea, doctrinaria y programática– representaron y dividieron el campo democrático, no pudiendo constituir un frente antioligárquico.
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La fractura de la UC se produjo en 1891 como consecuencia de las negociaciones entre Bartolomé Mitre y Julio A. Roca, que culminaron en el llamado Acuerdo, consistente en la aceptación de la fórmula Mitre-Irigoyen, el mantenimiento de las situaciones provinciales y la supresión de toda lucha electoral. Es decir: la continuidad de las prácticas ya consagradas y la total abdicación de los principios enarbolados en 1889. El Acuerdo dividió a la Junta Ejecutiva de la UC y al conjunto del partido. Alem, senador nacional por la Capital Federal, encabezó la oposición. El 26 de junio de 1891 se reunió el Comité Nacional con el objeto de discutirlo. De sus 56 integrantes, sólo asistieron los 32 opositores. Los 24 partidarios sesionaron por separado, lo ratificaron, realizaron luego nuevas reuniones con representantes del PAN y finalmente, reunidos en la Convención Nacional, cambiaron la fórmula presidencial, reemplazando a Irigoyen por José Evaristo Uriburu. Los primeros formaron la Unión Cívica Radical (UCR); los segundos, la Unión Cívica Nacional (UCN). La UCR se distinguió por la intransigencia; la UCN, por la componenda (que no es la negociación sin renuncia a los principios). De hecho, una y otra de estas notas distintivas de dos fuerzas que se reclamaban modernas, no hicieron más que expresar, nuevamente, una constante de la cultura política argentina. El Parque representa la debilidad y la fortaleza de la hegemonía organicista. La debilidad generó el intento insurreccional democratizador; la fortaleza permitió su derrota y una solución que reforzó el modo oligárquico de ejercer el poder. En el Parque se bifurcaron los senderos de la burguesía (el oligárquico y el democrático) y, a su vez, los senderos de las fuerzas democráticas (un sector de la burguesía, la clase media, y algunos sectores obreros y trabajadores). El Parque fue el prólogo de la derrota oligárquica y del triunfo democrático de 1912-1916, pero su epílogo fue la derrota democrática de 1930, con su larga secuela de inestabilidad y debilidad, cuando no ausencia, de la democracia política. El año 1890 constituyó, en buena medida, un nudo histórico. La crisis económica y la crisis política redefinieron el rumbo de la sociedad argentina, afirmando las corrientes favorables a un modelo económico agroexportador con dominación política oligárquica. La crisis económica enervó posibilidades de un desarrollo industrial autónomo o de uno combinado agroganadero e industrial. Significativamente, poco después, el desarrollo rural pampeano viró de la vía farmer –pequeños y medianos productores propietarios de las tierras que trabajaban–, abierta con los exitosos procesos de colonización, a la vía chacarera –medianos productores arrendatarios de las tierras, pertenecientes a grandes propietarios–, sin que la proposición signifique establecer una relación casual entre crisis económica y cambio de vía de desarrollo rural. La crisis política, a su
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vez, puso de manifiesto la decisión de la burguesía democrática, la clase media urbana y sectores de obreros industriales de terminar con la práctica oligárquica de la dominación política, lucha para la cual gestaron sus propias fuerzas. La creación de la Unión Cívica y los intentos de agrupamiento socialista fueron parte de esta lucha. No obstante, la debilidad de los demócratas y la habilidad del núcleo oligárquico para recomponer su fortaleza se combinaron para asegurar la continuidad del régimen. Antes de concluir, el año 1890 mostró a los argentinos otra novedad. Militantes socialistas comenzaron a editar –bajo la dirección de Germán Ave Lallemant y la colaboración en la redacción de Augusto Kühn– el periódico El Obrero, autodefinido “órgano de prensa de la Federación Obrera en formación”. En el primer número, aparecido el 12 de diciembre de 1890, se presentó “Nuestro programa”. Con él se sentaron las bases para crear un partido político de clase obrera, una cuestión clave para entender las discrepancias entre las diferentes corrientes que luchaban por la dirección de la nueva clase (socialistas, anarquistas y sindicalistas, estas dos últimas adversarias de la construcción de un partido y de la participación en la lucha política parlamentaria). Finalmente, en 1896, se constituyó el Partido Socialista (PS). Natalio Botana ha señalado, muy agudamente, que el ciclo revolucionario iniciado en el noventa [...] fue el primer acontecimiento con la fuerza suficiente para impugnar la legitimidad del régimen político que había dado forma e insuflado contenidos concretos al orden impuesto luego de las luchas por la federalización. Los revolucionarios del Parque, el 26 de julio, no discutían la necesidad de un orden nacional; la clase gobernante lo consideraba como un dato incorporado, de modo definitivo, al proceso de la unidad nacional. Discutían, eso sí los fundamentos concretos de la dominación, el modo como se habían enlazado la relación de mando y de obediencia y las reglas de sucesión.3
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el interior de cada clase, la expresaban. Entre los partidarios de la democracia, los problemas conflictivos aparecieron al proponerse y discutirse sus alcances: voto calificado o sufragio universal; pleno (masculino y femenino) o restringido (sólo masculino); representación según sistema de lista completa o incompleta; voto uninominal, por uno y dos tercios, proporcional, etc. Tras la Revolución del Parque y la bifurcación de los senderos, el régimen oligárquico ratificó su eficacia decisoria, que mantuvo hasta 1912-1916, si bien algunas de sus estructuras continuaron operando bajo el régimen democrático. La línea de conflicto era centralmente política, esto es, la divisoria no pasaba por el modelo económico –en el cual coincidían básicamente conservadores, radicales y socialistas– sino por el político: régimen oligárquico o régimen democrático. La conflictividad política enfrentó, para decirlo una vez más, a oligarcas y demócratas, planteada ya en 1890. Un corolario de ese antagonismo irresuelto en julio de 1890 será el Acuerdo entre cívicos nacionales y autonomistas, fórmula supresora de la competencia electoral mediante una distribución de cargos previa a las elecciones.4 Los radicales optaron por la vía de la violencia política armada para terminar con la dominación oligárquica. Para llevarla adelante, apelaron a la convergencia cívico-militar, puesta en práctica en 1893 y en 1905 (y fuera del período aquí considerado, en 1932). Ellos razonaban –si se me permite decirlo con una boutade– en términos weberianos: los mandatos del poder político –el régimen– no debían ser obedecidos porque quienes lo ejercían carecían de legitimidad de origen. Para terminar con él, la insurrección les parecía el único camino viable. La cuestión de la mediación entre la sociedad civil y el Estado
En definitiva, el año noventa explicita, pone en la superficie un conflicto generado por una clara línea de conflicto presente en el interior de la sociedad argentina desde el momento mismo de formación del nuevo orden político. La línea de conflicto fue, en este caso, entre el régimen político oligárquico y el régimen político democrático o, abreviadamente, entre la oligarquía y la democracia. En términos sociales, la demanda de democracia era policlasista, si bien en la práctica no se produjo una acción conjunta o articulada de los sectores que, en
En un régimen político democrático liberal –o al menos fundado jurídica y políticamente en sus principios–, el canal por el cual se expresan las demandas de la sociedad civil ante el Estado los partidos políticos y el Parlamento. Es decir, los partidos con representación parlamentaria son quienes operan como agentes transmisores de las demandas de la sociedad civil al Estado. El sistema de partidos durante los años 1891-1930 estuvo constituido, básicamente, por el Partido Autonomista Nacional (PAN) que desapareció hacia 1910 y fue sustituido por el Partido Conservador, la Unión Cívica Radical, el Partido Socialista y, a partir de 1914-1915, por el Partido Demócrata Progresista.
Natalio Botana, El orden conservador. La política argentina entre 1880 y 1916, Buenos Aires, Sudamericana, 1977, pp. 171-172. El destacado me pertenece.
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Ibid., p. 172.
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Excepto el PAN, no fueron partidos clasistas, al estilo de los europeos o los chilenos, quizás porque la estructura social no estaba cristalizada y había una importante movilidad social ascendente. El Partido Conservador fue el de los grandes propietarios de la tierra, aunque no careció –clientelismo mediante– de base electoral popular, sobre todo en las provincias de Buenos Aires, Corrientes y del Noroeste argentino. La UCR, según Rock, fue un partido inicialmente “retoño, en buena medida, de las facciones terratenientes” que, desde 1905, penetró “en los grupos de clase media urbana; luego de 1912 se convirtió en un vasto partido popular que abarcaba muchas regiones del país”, si bien siguió “en gran parte dominado por los propietarios de tierras”. En suma: “un movimiento de masas manejado por grupos de alta posición social”.5 La UCR tuvo una pretensión totalizadora: “ser la Nación misma”, como decía el Manifiesto del 30 de marzo de 1916. De allí su preferencia por definirse como movimiento antes que como partido (Manifiesto del 13 de mayo de 1905). La síntesis de la concepción omnicomprensiva, abarcadora de la totalidad social, fue formulada por Hipólito Yrigoyen en su primer mensaje al Congreso Nacional, en 1916: “La Unión Cívica no está con nadie ni contra nadie, sino con todos para bien de todos”. El Partido Socialista era un partido básicamente urbano, integrado por artesanos y pequeños comerciantes, empleados, obreros y profesionales. Su fuerte electoral era la Capital Federal, donde obtuvo resonantes triunfos. Algunas esporádicas victorias en localidades del interior (Laboulaye, Resistencia, más tarde San Rafael y Mar del Plata) no modificaron el rumbo. En buena medida, esa incapacidad de inserción en las provincias guardó relación con su errónea percepción de la composición étnica de la estructura social extrapampeana. Al igual que la UCR, el Partido Socialista fue un partido intransigente, reacio a alianzas con otras formaciones, a las cuales consideraba portadoras de prácticas viciosas del pasado, calificadas como “política criolla”. Recién en 1931 se apartó de esa postura, al constituir con el Partido Demócrata Progresista la efímera Alianza Civil, al solo efecto de enfrentar a la fórmula conservadora en las elecciones presidenciales de ese año. El Partido Demócrata Progresista quiso ser el partido orgánico de la derecha democrática, pero las contradicciones internas y las ambiciones personales frustraron ese intento y terminó siendo un partido provincial (Santa Fe) con proyección nacional y con base en los sectores medios urbanos. 5
David Rock, El radicalismo argentino, 1890-1930, Buenos Aires, Amorrortu, 1977, p. 71.
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Esas cuatro grandes formaciones partidarias dominaron la escena política hasta 1945-1946. Sin embargo, no pudieron constituir un sistema de partidos sólido, aunque sí identidades partidarias fuertes. Si institucionalmente –como ocurre en el caso argentino– los partidos no logran consolidar su papel de mediadores y articuladores entre la sociedad civil y el Estado, tal fracaso se refuerza con el del Parlamento en igual función. Es probable que en éste hayan incidido decisivamente tanto la mecánica de representación oligárquica prolongada durante la fase democrática cubierta por las administraciones radicales, cuanto la situación de entrampamiento institucional en la cual cayó la UCR, en particular durante la primera presidencia de Yrigoyen, quien gobernó con un Poder Legislativo adverso que trababa u obstaculizaba la adopción de medidas que requerían el acuerdo parlamentario. Recién en 1918, el radicalismo alcanzó la mayoría en la Cámara de Diputados, consolidando posiciones en 1920-1921. En el Senado, la mayoría conservadora permitió el efectivo desempeño de reaseguro o garante del orden oligárquico. Adicionalmente, la práctica contubernista –que los conservadores desarrollaron con eficacia– contribuyó a complicar el accionar parlamentario de las fuerzas políticas antioligárquicas, dividiendo a éstas y diluyendo la eficacia del Parlamento como ámbito en el cual dirimir, conforme a reglas, las diferencias, las coincidencias, los acuerdos y hasta las fracturas. Las dos grandes asociaciones de interés burguesas eran la Sociedad Rural Argentina (SRA), institución representativa de los grandes hacendados (especialmente bonaerenses), creada en 1866, y la Unión Industrial Argentina (UIA), fundada en 1886 por reunificación de los dos agrupamientos empresariales, el Club Industrial (1875) y el Centro Industrial Argentino (escindido del anterior en 1878), que reunía y defendía básicamente a empresarios fabriles de Buenos Aires. La primera de ambas es la institución corporativa burguesa por excelencia. Un mecanismo usual, largamente persistente e ininterrumpido (por lo menos entre 1900 y 1943), es su ubicación en instancias claves del Estado y del gobierno. En ese lapso, cinco de los nueve presidentes del país (Roque Sáenz Peña, Victorino de la Plaza, Marcelo T. de Alvear, Agustín P. Justo y Roberto M. Ortiz) fueron socios de la Sociedad Rural y más del 40% de las designaciones ministeriales también recayeron en miembros de ella. Su inserción fue particularmente acentuada en los ministerios de Agricultura y Ganadería, Relaciones Exteriores y Hacienda, y en cargos militares (especialmente en la Marina). En el caso de Agricultura, doce de los catorce ministros que ocuparon la cartera en el período indicado pertenecían a la entidad, la que, adicionalmente, era consultada por el gobierno nacional en ocasión del tratamiento de cuestiones ganaderas.
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Acaso el hecho más provocativo fuera el que la Sociedad Rural generalmente sobrevivía a las vicisitudes de los partidos políticos [...]; la Sociedad estaba fuertemente representada en el gabinete, antes, durante y después de los gobiernos radicales de 1916-1930 [...]. Y en cada uno de esos períodos distintos, aproximadamente el 15% de todas las bancas del Congreso fueron ocupadas por miembros de la Sociedad. Esta institución poseía gran poder político; la cuestión es saber cómo lo empleaba.6 Ahora bien, todo el peso político de la SRA no se tradujo necesaria o automáticamente en la existencia de un Estado –ni siquiera un gobierno– corporativo, ni tampoco implicó la ausencia de relaciones conflictivas entre corporación y gobierno. En este sentido, durante la primera presidencia de Yrigoyen hubo, en varias ocasiones, importantes discrepancias entre la poderosa organización y el Poder Ejecutivo. Tales conflictos tampoco supusieron la pérdida de poder político de los ganaderos nucleados en la SRA. Dicho de otro modo, el radicalismo ganó y ejerció el gobierno entre 1916 y 1930, mas no tuvo el poder. Otras asociaciones de interés importantes fueron la Bolsa de Comercio, la Bolsa de Cereales, la Confederación Argentina de Comercio, Industria y Producción (CACIP) y la Asociación Nacional del Trabajo, fundada en 1918. La CACIP se creó en 1916 y tenía una faceta interesante: se trataba de una convocatoria a conformar en el ámbito de la sociedad civil un nuevo tipo de organización representativa de los intereses de la burguesía. Perseguía posibilitar la emergencia de un plan económico que [...] pudiera ser retomado por los poderes públicos como continente del interés global de la sociedad. El planteo apuntaba directamente a abrir para esos sectores un nuevo canal de participación en la discusión de las políticas estatales. Consolidado el mismo, el Estado funcionaría en la sociedad argentina en estrecha interpenetración con las organizaciones de interés, funcionamiento que estos dirigentes percibían como base del nuevo poder de las sociedades más desarrolladas. [...] Se trataba también de una convocatoria al resto de la clase dominante para acomodar sus prácticas a una realidad que estaba cambiando. 7 Peter H. Smith, Carne y política en la Argentina, Buenos Aires, Paidós, 1968, p. 55. Silvia Marchese, “Proyectos de dominación para la Argentina de posguerra”, en Jornadas Rioplatenses de Historia Comparada. El reformismo en contrapunto. Los procesos de modernización en el Río de la Plata (1890-1930), Montevideo, Centro Latinoamericano de Economía Humana/Ediciones de la Banda Oriental, 1989, pp. 156-157. 6
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La CACIP y la Liga Patriótica coincidieron en “la idea de un Estado interviniendo como ordenador y de acuerdo a un plan global que evitara confundir su accionar en la concesión de respuestas inmediatas a reclamos sectoriales”, idea considerada “básica para la contención del conflicto obrero-patronal”.8 Lo novedoso estribaba en asumir explícitamente un modelo de articulación entre la sociedad civil y el Estado fundado en la doble lógica de las mediaciones partidaria y corporativa. Reforzando la propuesta, la Liga Patriótica Argentina –esa mezcla de organización armada parapolicial y de generadora de propuestas políticas de alcance nacional, creada en 1919, durante la “Semana Trágica”– propuso “institucionalizar la participación obrera en la resolución de sus conflictos a partir de la creación de nuevas entidades, acordes con una clara reglamentación estatal”.9 La Liga desconocía la legitimidad de los sindicatos existentes –de filiación anarquista, socialista y/o sindicalista– y propiciaba formar otros, orientados por los principios de la misma Liga. La propuesta no implicaba una posición simétrica de las organizaciones obreras y patronales: por el contrario, la Liga entendía necesario reforzar el control de la subordinación de los trabajadores, a su juicio debilitados por la gestión del presidente Hipólito Yrigoyen. Es que la política obrera de Yrigoyen había introducido, parcialmente, cambios en el modo de tratar y resolver las demandas de los trabajadores. No las de todos, sino las de aquellos vinculados particularmente a las actividades estratégicas para la economía agroexportadora, como los ferroviarios y marítimos. Cuando el conflicto obrero estaba dirigido por anarquistas (sobre todo), Yrigoyen reprimió duramente a los huelguistas, como en la “Semana Trágica” (en Buenos Aires y en el interior), pero también reprimió a los petroleros de Comodoro Rivadavia, a los peones rurales de la región pampeana y de la Patagonia y a los socialistas. David Rock ha mostrado la conexión existente entre los dirigentes sindicalistas y el presidente Yrigoyen, unos y otro interesados en quitarle espacio sindical y político al Partido Socialista. No se trató, por cierto, de una operación en la cual los primeros abandonaran su posición principista de rechazar relaciones formales con el Estado y/o los demás partidos, pero una parte considerable de ellos descubrió en la política obrera del presidente radical una veta para obtener beneficios para sus organizaciones, es decir, una posición pragmática para alcanzar la agremiación masiva y el mejoramiento económico.10 Aunque tal política radical tuvo en su primera fase (1916-1922) más fracasos que éxitos, a partir de la campaña electoral de 1922
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8 9 10
Ibid., p. 157. Ibid., p. 161. David Rock, op. cit., p. 219.
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–en coincidencia con una combinación de caída de la tasa de sindicalización, fragmentación social y ausencia de una clara hegemonía dentro del movimiento obrero–, comenzó a gestarse una estrategia fundada en un nuevo tipo de comité radical destinado a captar los votos obreros [...]. De allí en más la organización en comités de la UCR, sutilmente estructurada, reemplazó lo que antes había hecho Yrigoyen merced a sus contactos personales con los sindicatos, y pasó a ser el cimiento fundamental de la supremacía política de que la UCR continuó disfrutando durante la década del veinte.11 Empero, la dirigencia obrera –la sindicalista mucho más que la socialista– siguió insistiendo en el fortalecimiento de los sindicatos como organización adecuada para satisfacer las demandas obreras. Si en el caso del sindicalismo ello era obvio por razones de principios, en el del socialismo no fue menos perceptible el progresivo desentendimiento de la dirección partidaria en el efectivo liderazgo de los sindicatos controlados por sus afiliados o simpatizantes. Esta fractura entre partido político y sindicato socialista se hizo más honda en las décadas de 1930 y 1940, tal como se apreció en el notable proceso de trasvasamiento de dirigentes y cuadros medios obreros socialistas al proyecto del coronel Juan Domingo Perón. Pero antes, durante los treinta, los conservadores practicaron una política que favorecía la representación corporatista obrera en detrimento de la representación partidaria. Otro caso que ilustra la primacía de la mediación corporatista es el de la Federación Agraria Argentina (FAA), la asociación de interés de los chacareros pampeanos creada en Rosario en 1912. A pesar de los notables y persistentes esfuerzos del PS, e incluso de algunos chacareros, la organización adoptó una clara estrategia corporativa en sus relaciones con el Estado nacional, aun cuando a escala municipal no fue ajena a la práctica de participar en elecciones comunales –por lo menos en la provincia de Santa Fe–, mediante el explícito apoyo a candidaturas partidarias (radicales) o bien presentando listas y candidatos propios. Las relaciones con el gobierno radical experimentaron un creciente deterioro, especialmente durante la segunda presidencia de Yrigoyen. Las desavenencias entre la FAA y el PS surgieron con el comienzo mismo de la primera y se tradujeron en la temprana separación de su propio presidente, el socialista Antonio Noguera, enfrentado con el sector liderado por Francisco Netri, más moderado políticamente y defensor de una organización meramente corporatista y ajena a vinculaciones partidarias. A la derrota de los chacareros socialistas, en 1912-1913, por alinear a la Federación bajo la orientación del PS, le siguió el debate sobre la necesidad de un partido agrario en las deliberaciones 11
David Rock, op. cit., p. 219.
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del Primer Congreso (1913), en las cuales en primera instancia se aprobó un proyecto para impulsar la creación de una formación patrocinada por la propia Federación, rechazado luego en revisión de votación. La cuestión reapareció en 1931, después de haber rechazado a socialistas, radicales y demócratas progresistas. El resultado fue la efímera experiencia de la Unión Nacional Agraria, que en las elecciones de ese año apoyó la fórmula de la Concordancia: Agustín P. JustoNicolás Matienzo. Colofón La definición de un modo oligárquico –como opuesto al democrático– de ejercicio del poder generó una hegemonía organicista (1880-1912-1916) que combinó el accionar de un “partido de notables”, de las asociaciones de interés capitalistas y del propio Estado. El pasaje a la hegemonía pluralista o compartida, de corta duración (1916-1930), no alcanzó a consolidar las bases de una efectiva democracia política liberal. La debilidad –y quizás, incluso, hasta el desinterés– de las fuerzas democráticas –un sector de la burguesía, la clase media y la clase obrera–, su dificultad para organizarse como partidos y la preferencia por la mediación corporativa, operaron en la desestabilización del sistema político, como se apreció claramente en 1930, cuando el golpe militar del 6 de septiembre desnudó la crisis de dirección política, clausuró la etapa de la hegemonía y potenció soluciones dictatoriales –gobierno del general José Félix Uriburu (1930-1932)– o híbridas, bajo la forma de una “democracia fraudulenta” –como en la presidencia del general Agustín P. Justo (1932-1938) y de los abogados Roberto Ortiz (1938-1942) y Ramón Castillo (1942-1943)–, situación que concluyó con otro golpe militar, el del 4 de julio de 1943, que desencadenó una serie de hechos y fuerzas que culminó produciendo, como efecto no previsto y no querido, el peronismo (1946-1955). La etapa de la hegemonía pluralista tuvo su paradoja: la ampliación de la democracia política resaltó la debilidad de su principal instrumento –el sistema de partidos– y con ella la de la articulación de la sociedad civil con el Estado mediante la mediación partidaria y parlamentaria. Se produjo un proceso de disidencias y fracturas partidarias, algunas particularmente cruciales, que dificultó la función representativa de los partidos. Mi hipótesis es que durante la hegemonía pluralista (1912-1916-1930) se explicitaron todas las tendencias estructurales que apuntaban, más allá de la apariencia, a trabar decisivamente la construcción de un orden social y político efectivamente democrático, en el marco de una sociedad capitalista. La experiencia gubernamental radical potenció, auque no fuese un efecto buscado, los elemen-
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tos que provocaron la crisis de 1930. La colisión entre la dirección política representativa (los partidos y el Parlamento) y la dirección técnica o burocrática representada por un Poder Ejecutivo avasallante (sobre todo con Yrigoyen) coadyuvó –no en exclusividad– a preparar esa crisis de representación, de autoridad o de hegemonía, como se prefiera. Cuando en 1930 se superpusieron la crisis económica y la crisis política, la burguesía y sobre todo el Estado pudieron solucionar la primera desarrollando la industrialización por sustitución de importaciones, proceso que había comenzado mucho antes, acentuándose en la década de 1920 con la instalación de fábricas de capitales europeos y norteamericanos. Las transformaciones sociales tuvieron un sujeto principal, el Estado; como en la etapa anterior, pero en una escala cuantitativamente más elevada. Detalle muy significativo: los cambios se produjeron en la forma del Estado, sin alterar la matriz societal. Pero en el plano de la política se asistió a un fracaso en la reconstrucción (o en la construcción de una nueva) hegemonía, suplida por la inequívoca primacía de la coerción. En la perspectiva de la larga duración, las fuerzas sociales y políticas argentinas no actuaron de manera suficientemente consistente para construir una efectiva y sólida democracia política. Conforme al patrón definido hacia 1880 –jamás seriamente cuestionado–, la democracia debía ser liberal. Pero su principal soporte material, la burguesía, nunca asumió posiciones genuinamente democráticas, mientras la clase media osciló entre diferentes posiciones. En la base de la pirámide social, los trabajadores por lo general descreyeron de ella y/o les importó poco. Así, la democracia política no tuvo, en la Argentina, quien la practicara seriamente. Los cincuenta largos años que vivió el país a partir de 1930 no fueron otra cosa que el lodo resultante de aquellos polvos acumulados en los cincuenta años anteriores. Sus efectos se sienten todavía hoy.
B IBLIOGRAFÍA ANSALDI, Waldo, “Frívola y casquivana, mano de hierro en guante de seda. Una propuesta para conceptualizar el término oligarquía en América Latina”, en Cuadernos del Claeh, año 17, Nº 61, Montevideo, 1992. BOTANA, Natalio, El orden conservador. La política argentina entre 1880 y 1916, Buenos Aires, Sudamericana, 1977. MARCHESE, Silvia, “Proyectos de dominación para la Argentina de posguerra”, en
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Jornadas Rioplatenses de Historia Comparada. El reformismo en contrapunto. Los procesos de modernización en el Río de la Plata (1890-1930), Montevideo, Centro Latinoamericano de Economía Humana-Ediciones de la Banda Oriental, 1989. ROCK, David, El radicalismo argentino, 1890-1930, Buenos Aires, Amorrortu, 1977. SMITH, Peter H., Carne y política en la Argentina, Buenos Aires, Paidós, 1968.
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VIDA POLÍTICO - ELECTORAL Y LOS MOVIMIENTOS POPULARES
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DE
G UERRA
1 En 1880 concluyó lo que podría denominarse el “ciclo heroico” de la Argentina. En efecto, el país contaba con una Constitución, se había establecido su Capital definitiva –último punto pendiente de la organización institucional establecida en 1853–, estaba concluido el gravísimo problema de los malones indios y hasta fueron superadas una crisis financiera de características terribles y la última guerra civil entre Buenos Aires y las provincias del interior. El general Roca asumió en aquel año la presidencia, y se contaba entre los artífices del cambio. Al anunciar su programa de acción ante el Congreso, al recibir el mando del Poder Ejecutivo, enunció como base de su conducta que ella tendería a la paz y administración; esto es, a mantener la tranquilidad pública por un lado, y por otro a dirigir para que el país progresara. Era lo que el Preámbulo de la Ley Suprema indicaba como norma general: “Promover el bienestar general”. En materia militar, y para quitar aliciente a algún levantamiento provincial, una ley prohibió a las provincias “la formación de cuerpos militares bajo cualquier denominación que sea”, quedando solamente el Ejército Nacional para custodia de la soberanía y defensa de las instituciones. Sin considerar en detalle los muchos aspectos y realizaciones llevados a cabo en el período de seis años durante el cual Roca dirigió a la República, cabe destacar que, superados los aspectos indicados –luchas internas, ataques indígenas–, dificultades de todo orden debían atenderse en un país pobre, poco poblado y mayormente analfabeto, sin industrias de relieve excepto escasas artesanías, con un comercio insuficiente y carente de productos necesarios. Es sabida la transformación que llevó a cabo el presidente Roca, sin que ninguna revuelta turbara su
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gestión, y que ella fue exitosa, aumentándose la inmigración y el trabajo en variado orden, acompañado por una legislación liberal de la cual pueden ser ejemplo la ley 1.420 de educación laica y obligatoria, y la creación del Registro Civil. No hay tiempo para considerar en detalle lo realizado, pero reviste importancia para mencionar el adelanto progresivo de la Argentina. A esto se lo calificó injustamente de “materialismo” por algunas características de la nueva vida, cuando no se trataba más que de disfrutar de ciertas comodidades postergadas durante largo tiempo por los conflictos y carencias aludidas. Pero el bienestar creciente tuvo una incidencia negativa: la búsqueda de satisfacciones materiales desinteresó a buena parte de la ciudadanía a tomar participación en la acción política. Porque (pensaban): ¿para qué ocuparse de asuntos públicos, si hay buenos pilotos que nos conducen? Ahora debía atenderse a lo inmediatamente personal. Pero esa apatía cívica tiene un costo para una república. El desinterés mencionado se evidencia cuando llegó a término la presidencia del general Julio A. Roca, y los tres candidatos para sucederlo surgieron de su mismo partido político, el Autonomista Nacional. No hubo agrupación fuerte para oponérsele; los candidatos fueron su ex ministro el doctor Bernardo de Irigoyen, el gobernador porteño doctor Dardo Rocha, y el ex mandatario cordobés y ahora senador, doctor Miguel Juárez Celman. Triunfó este último, sostenido por la antigua “Liga” del interior, que había llevado al triunfo al propio Roca. El siguiente episodio explica un mote difundido hasta hoy: en cierta oportunidad en la cual Juárez llegaba del interior, en horas de la tarde, lo esperaba una manifestación de sus simpatizantes que, para destacarse en la recorrida que luego se organizó para acompañarlo hasta su casa, portaba faroles. De aquí viene la denominación de “faroleros” para quienes buscan llamar la atención sobre sí mismos. Al efectuarse la transmisión del mando, el 12 de octubre de 1886, el presidente saliente, Roca, dijo al doctor Juárez Celman, como síntesis de lo logrado y de la nueva Argentina que se asomaba al siglo XX: “Os transmito el Poder con la República más rica, más fuerte, más vasta, con más crédito y con más amor a la estabilidad, y más serenos y halagüeños horizontes que cuando la recibí yo”. En efecto, en 1880 acababa de ser sometida sangrientamente la resistencia de Buenos Aires a la candidatura del propio Roca. Resulta importante una aclaración: si bien el Partido Autonomista Nacional mantuvo su predominio, ni Avellaneda auspició a Roca, ni éste a Juárez Celman; y este último guardaba diferencias con Pellegrini. Luego, Roca no compartiría la militancia con Quintana. Resulta útil establecer estas precisiones, ante una difundida versión del traspaso del mando entre amigos, que será considerada más adelante.
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2 En un principio, la gestión de Juárez Celman prosiguió con el impulso progresista. De esta época subsisten todavía hoy –pese a que se borra desaprensivamente cualquier vestigio de nuestro pasado histórico– algunos grandes edificios públicos, de ostentosos frentes, incluso escuelas primarias, suntuosamente contruidas, para dignificar la función a que estaban dedicadas. Pero el crecimiento estaba aparejado por un síntoma de crisis creciente, a causa de mal financiamiento y especulaciones, sumados a la deuda externa que era preciso satisfacer. Y a mediados del período presidencial del doctor Juárez, los síntomas de peligro se hicieron cada vez más evidentes. Sobrevino la reacción Ésta fue provocada por una comida de jóvenes universitarios que mostraron su adhesión casi incondicional a la figura del primer magistrado, dispensador de favores. Lo que provocó un vibrante artículo en el diario La Nación increpando a la nueva generación por dirigirse “en tropel al éxito”, olvidada de lo que su formación y deber ciudadano le imponía para no aceptar directivas sin análisis. Esa clarinada del artículo de Francisco Barroetaveña movió a otro grupo a conformar la llamada Unión Cívica de la Juventud (fines del año 1889), que realizó una gran concentración política en un local de la calle Florida, esquina Paraguay, llamado “Jardín Florida” (donde hoy un local público se denomina con vaga reminiscencia, “Florida Garden”). La incorporación de personajes con importante trayectoria y de mayor edad forzó a quitar el aditamento “de la Juventud”, y la nueva agrupación quedó sólo como Unión Cívica. Era, como su nombre lo demuestra, una concentración que mezclaba toda clase de opositores al gobierno de Juárez Celman. Se propiciaba la libertad del sufragio, sin imposiciones oficiales, para concluir con el “continuismo” del poder en las mismas filas. Aunque hay que convenir en la frase de que “se votaba mal, pero se elegía bien”. Debe aclararse, antes de proseguir, que no todas las elecciones de tiempos anteriores habían sido fraudulentas o violentas, pues generalizar en historia es equivocarse. La Unión Cívica abrigaba dentro de sí una mezcla de tendencias que sólo tenían como común denominador la crítica al gobierno, agitando la autenticidad del voto y la moral pública como banderas casi excluyentes de acción. Allí, en dicha Unión, se mezclaban jóvenes sin militancia anterior, católicos disconformes con la Ley de Matrimonio Civil, opositores tradicionales como los mitristas y hasta hombres de tendencia conservadora, como el doctor Bernardo de Irigoyen, competidor de Juárez en la campaña presidencial. La crisis financiera que depreció la moneda en el orden interno, e hizo peligrar el pago de la deuda externa, agudizó la tensión.
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Así las cosas, la Unión Cívica organizó otro acto público a principios de 1890, en el frontón de paleta “Buenos Aires”, donde destacados hombres públicos pronunciaron encendidos discursos. El entusiasmo de la concurrencia impulsó a la Unión Cívica, bajo la dirección del doctor Leandro Alem, a no perder tiempo en derribar al gobierno nacional. Y en vez de debilitarlo mediante una oposición que denunciara insistentemente sus faltas, los cívicos dejaron de serlo para convertirse en sediciosos. La prédica comenzó a ganar prosélitos entre la oficialidad joven, idealista, que se dejó contagiar por una campaña política ajena a su función. Hasta entonces, el Ejército había respaldado a las autoridades, como era su deber. De tal manera, los movimientos insurrectos que estallaron durante la época constitucional habían sido dominados, siendo los últimos los de 1874 y 1880. En su gran mayoría, los jefes militares sostuvieron al gobierno nacional de turno; pero en 1890, la Unión Cívica apeló a los oficiales subalternos, introduciendo una deletérea corrosión dentro de las filas del Ejército. El golpe de Estado se produjo en el centro de la Capital, en el mes de julio de aquel año, comandado militarmente por el general Manuel Campos, con escasos jefes de alta graduación, al tiempo que se constituía una Junta gubernativa encabezada por Alem. Pero el gobierno reaccionó rápidamente, dominando el intento tras dos días de lucha en el centro de la Capital. Y si bien el doctor Juárez Celman se vio forzado a renunciar ante la falta de apoyo, se mantuvo el elenco oficial, contrariando los anhelos revolucionarios de los “cívicos” para cambiar a todas las autoridades. El gobierno “no estaba muerto”, como lo profetizó equivocadamente el senador Pizarro en el Congreso, ya que asumió el vicepresidente Pellegrini, y el general Roca, principal destinatario de las críticas al manejo de influencias oficiales, fue nombrado ministro del Interior. Una amplia amnistía, continuando una generosa política argentina iniciada después de Caseros y proseguida al vencerse las rebeliones que siguieron, procuró llevar la calma a los espíritus. Me es imposible tratar ahora la tarea de reconstrucción financiera encarada por el presidente Pellegrini –que tuvo que salir de una bancarrota interna generalizada y con el país al borde del incumplimiento de sus obligaciones con el exterior–, pero quiero llamar la atención sobre una frase del gran magistrado, válida para cualquier tiempo: “La confianza vale mucho más que el oro y las armas, porque es todo a la vez”. Ni la dilapidación de los recursos propios, ni el golpe armado iban a solucionar el estado de la situación nacional, y fueron el nombre y la acción de Pellegrini los que permitieron salir paulatinamente de una situación sumamente grave.
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Lo que no cesó fue el trabajo de la Unión Cívica. Al término del mandato del doctor Pellegrini, dicha agrupación inauguró una modalidad en las contiendas electorales: la de que una convención partidaria eligiese por medio de representantes al candidato a la nueva presidencia. La reunión se realizó en Rosario, de donde surgió la fórmula de Mitre para presidente y del doctor Bernardo de Irigoyen para vice. Entonces volvió el general Roca a la acción, convenciendo a Mitre que no convenía un enfrentamiento político, pues los ánimos se pondrían en conmoción durante la campaña, y volvería a recrudecer el antagonismo entre argentinos, de modo que puestos de acuerdo (con este nombre se conoció su entendimiento), Mitre abandonó sus principios del voto libre, y eligieron como candidato al doctor Luis Sáenz Peña, venerable magistrado sin mayor energía para dominar una difícil situación. El doctor Leandro Alem rompió ruidosamente su alianza con el general Mitre, mostrándose “radicalmente” opuesto al Acuerdo con Roca, y de allí nació el desmembramiento de la oposición, bajo el nuevo rótulo de Unión Cívica Radical. Su nueva fórmula fue la de Bernardo de Irigoyen junto con el doctor Manuel Garro. En tal momento histórico, otra figura comenzó a buscar su relevancia: Hipólito Yrigoyen, sobrino de don Leandro (sin parentesco alguno con don Bernardo). En la lucha por la supremacía partidaria, Hipólito Yrigoyen advirtió a Pellegrini un inminente estallido armado del Partido Radical, para que al fracasar, desplazara de la conducción a su tío Alem; el gobierno dispuso el estado de sitio y tomó medidas severas para con los opositores, con lo cual se favoreció la asunción al mando del candidato del Partido Autonomista Nacional, don Luis Sáenz Peña, acompañado como vicepresidente por el doctor José Evaristo Uriburu. La Unión Cívica Radical no se aquietó, y comenzó una agitación constante y peligrosa para la estabilidad de las instituciones. El presidente don Luis Sáenz Peña, desorientado, llegó a incorporar a su gabinete a uno de los dirigentes opositores para calmar a la oposición, y no precisamente el más prudente de ellos, el doctor Aristóbulo del Valle. Puesto que, en efecto, promovió Del Valle desde el mismo gobierno la insurrección en el interior de la República para derribar a los poderes locales. Los levantamientos armados culminaron en 1893, tendiendo a la revancha de la derrota de 1890. En Tucumán, se amotinó el Regimiento de Infantería de Guarnición, y en Rosario se sumó a la revuelta el mayor de los nuevos acorazados de la Armada. Mas las medidas impulsadas por el anterior mandatario Pellegrini, y el concurso del Ejército y la Marina, frustraron el intento. Severas medidas adoptadas por el ministro del Interior, doctor Manuel Quintana, restablecieron el orden, siendo una de ellas la prisión de Alem, jefe del alzamiento, no obstante desempeñarse como senador de la Nación, y la detención y el destierro de muchos opositores.
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Finalmente, sin apoyo alguno, Sáenz Peña renunció, y en su mensaje al Congreso dejó caer esta amarga reflexión: “Me retiro seguro de que seré más respetado como ciudadano, de lo que he sido desde que fui investido con la autoridad suprema de la Nación”. El mando recayó en el doctor José Evaristo Uriburu, manteniéndose la vigencia constitucional. Durante la gestión de éste debió enfrentarse la difícil, peligrosa y constante cuestión de límites planteada con Chile, que llevaron a realizar la primera conscripción militar, concentrándose la reserva en diversos lugares del país, siendo uno de ellos las sierras de Curá-Malal en la provincia de Buenos Aires, donde se adiestraban a las tropas a pelear en la montaña. En cuanto al radicalismo, en 1896 perdió a sus dirigentes Alem y Del Valle (el primero suicidado, por grandes desengaños), sucediéndolos en la dirección del partido el señor Hipólito Yrigoyen, quien dispuso la abstención revolucionaria de ahí en adelante, como muestra del repudio a la transmisión del mando desde la cúpula del poder –ya se indicó al principio que ello no se daba por completo–, señalando el medio que se emplearía para llegar a él. Por otra parte, la nómina de presidentes, ministros y miembros del Congreso es elocuente para demostrar la calidad de los funcionarios públicos, a la par de una legislación que gradualmente iba dando respuesta a las exigencias populares, con un país en paulatina mejora. Una nueva tensión de guerra contra Chile sirvió como condicionante a la futura presidencia. Ese inminente conflicto movió a Pellegrini a inclinar al electorado del Partido Nacional en favor del general Roca como el mejor dotado para enfrentar la situación. Una confluencia de entidades políticas opuestas que se unieron con el solo propósito de impedir su llegada a la primera magistratura, denominadas “las paralelas” –marchaban al lado pero sin mezclarse–, fueron derrotadas y de este modo Roca se consagró presidente por segunda vez. Para este tiempo –fines del siglo XIX–, había sido creado en Buenos Aires el Partido Socialista (1896), mediante el impulso del destacado médico doctor Juan B. Justo. Esta flamante agrupación tenía la declarada misión de favorecer a los obreros, y por tratarse de un partido de clase (es decir, sin lugar determinado de trabajo), comenzó su prédica haciendo ostensible desprecio hacia los símbolos patrios, como la bandera y el himno nacional, lo que motivó violentos enfrentamientos. También se manifestó duramente contra el Ejército y la Iglesia. En tiempos del festejo del Centenario, en el local socialista se exclamó: “¡No hay que endiosar a los próceres! La Revolución de Mayo fue un movimiento netamente económico”, lo que revela la índole sectaria del partido en aquella época. Al respecto, un diputado conservador resumiría ante el Congreso:
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No olvidemos que las generaciones pasadas han preparado el momento que vivimos. Y en cuanto a favorecer a la clase obrera, esta Cámara lo ha hecho siempre que se ha presentado una iniciativa plausible, sin necesidad de la colaboración del Partido Socialista, que no se había formado todavía entre nosotros. ¡Ni era necesario que se formase para que nos preocupáramos de la suerte de los trabajadores de la República! En verdad, las corrientes inmigratorias lograban realizar su ensueño de progreso para las familias que llegaban, mejorando sus condiciones de vida, y ocupando sus hijos y nietos –y aun algunos de ellos mismos– posiciones en los más altos cargos de nuestra República. También hubo manifestaciones de anarquistas provenientes de Europa, terroristas que llegaron a efectuar atentados mortales. A su accionar quiso poner fin la Ley de Residencia, en 1902, que contemplaba la expulsión del país de los extranjeros indeseables. 3 Si bien durante la gestión del general Julio A. Roca no se dieron rebeliones de índole política, la creciente y novedosa “cuestión social” agitó la vida pública, con frecuentes manifestaciones y huelgas. El gobierno de Roca procuró dar remedio a las protestas, y su ministro el doctor Joaquín V. González proyectó un Código del Trabajo. Hay que destacar que el doctor González llamó a colaborar en su proyecto de Código del Trabajo a varios jóvenes talentosos, aunque no todos fueran de su misma orientación política, encargándoles el estudio de algún capítulo del mismo, porque la labor gubernativa se destina a toda la población y debían colaborar en ella todos los capacitados para abordarla. Fueron convocados entre otros Alfredo Palacios, José Ingenieros, Enrique del Valle Iberlucea, Augusto Bunge, todos ellos socialistas. Si bien el Código no fue sancionado en su conjunto, sirvió para que en un futuro próximo el diputado Palacios tomara del mismo varias disposiciones que propuso al Congreso como leyes autónomas, que fueron aprobadas por los senadores y diputados del “antiguo régimen”. Otra medida digna de mención de la gestión presidencial de Roca fue la impulsada por el ministro de Guerra, coronel Pablo Ricchieri, otra vez en relación al enfrentamiento con Chile, al impulsar el servicio militar obligatorio en 1901. El proyecto encontró una fuerte oposición, que entre sus argumentos objetó la falta de necesidad de la conscripción forzosa, ya que cuando la patria entraba en guerra, voluntariamente la ciudadanía se movilizaba en los cuerpos de la
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Guardia Nacional. De todos modos el servicio militar quedó establecido, al llegar la ciudadanía a los veinte años de edad. Debió componerse al efecto un padrón de todos los que serían llamados a incorporarse a las filas del Ejército; y veremos la importancia colateral de esta medida. Importante innovación fue la modificación de las elecciones para diputados nacionales, para dar representatividad más auténtica a los electos. A tal objeto, se dividieron los distritos (provincias) en circunscripciones, de modo que cada barrio –con distintas características poblacionales– pudiera elegir a un vecino surgido del mismo, en lugar de hacerlo por medio de “listas sábanas”, donde no se conocía a la mayoría de los que figuran en ellas. De la reforma electoral propiciada por el presidente Roca y su ministro González surgió, para ocupar un sitial en la Cámara de Diputados, el joven abogado Alfredo L. Palacios, elegido por La Boca, militante en el agresivo Partido Socialista, y vencedor en las elecciones del propio secretario del general Roca, demostración concluyente de que no siempre se daba el “fraude patriótico”. Luego de Roca, asumió la presidencia de la República el doctor Manuel Quintana. El nuevo mandatario no era partidario de su antecesor, y en su discurso de toma de posesión del cargo no dejó de marcar sus diferencias: Soldado como sois, trasmitís el mando a un hombre civil. Si tenemos el mismo espíritu conservador, no somos camaradas ni correligionarios, y hemos nacido en dos ilustres ciudades argentinas más distanciadas entre sí que muchas capitales de Europa. Era el 12 de octubre de 1904. Indico esta fecha porque el 4 de febrero de 1905, apenas transcurrido el verano y en receso del Poder Legislativo, estalló un nuevo movimiento revolucionario, el segundo realizado por la Unión Cívica Radical después del alzamiento de los cívicos en 1890. Los radicales no se habían atrevido a hacerlo durante la gestión de Roca. Ahora se animaron, cobrándole la cuenta al anterior Ministro del Interior (ahora en la presidencia), quien enérgicamente los enfrentara en la repetición de su tentativa de 1893. El estallido revolucionario se produjo en distantes lugares del país, como en las provincias de Buenos Aires, Córdoba y Mendoza. En la capital cordobesa fueron apresados el vicepresidente Figueroa Alcorta y otras prominentes figuras que se hallaban veraneando, amenazados de ser fusilados si el gobierno enviaba tropas para restablecer la situación. Los mensajes cambiados entre el presidente Quintana desde la Casa Rosada, y el doctor Figueroa Alcorta, haciéndole ver su riesgo, son dignos de conocimiento para demostrar la entereza de aquel hombre mayor de edad, en sal-
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vaguardia del prestigio de las instituciones constitucionales y del orden. La sedición fue vencida, escapando su gestor, Hipólito Yrigoyen, mientras otros correligionarios caían en poder de las fuerzas militares. Al poco tiempo, una ley de amnistía tranquilizó el ambiente público. Se perfilaba un adelanto cívico: el doctor Carlos Pellegrini, elegido diputado –ese cargo constituía el primer peldaño de su carrera–, pronunció un discurso en la Cámara abogando por una modificación de la ley electoral, para que los votantes lo hicieran con mayor garantía de libertad. “Anular la venalidad”, fue su consigna. En política, las grandes transformaciones son maduradas antes de su realización, aunque no siempre se perciba el trasfondo que las impulsa. El doctor Quintana murió al poco tiempo, y asumió el Vicepresidente. Ya se perfilaba la apertura política aludida, y parlamentarios adversos al nuevo presidente trataron de mantener sus posiciones, siendo el acontecimiento más ruidoso su negativa a sancionar la ley de presupuesto para 1908, lo que imposibilitaba al gobierno a actuar. Ante ello, el doctor Figueroa Alcorta recurrió al arbitrio inédito de clausurar las sesiones parlamentarias de prórroga que había dispuesto el mismo Poder Ejecutivo, y por decreto puso en vigencia el presupuesto del año anterior. La muerte de Pellegrini y del ingeniero Emilio Mitre privó al primer magistrado de un apoyo importante, y de eventuales candidatos para sucederlo. Durante su período, se celebró con gran pompa el Centenario de la Revolución de Mayo, asistiendo entre importantes personalidades extranjeras la infanta doña Isabel de Borbón, la popular “Chata”, primer miembro de la Casa de Borbón en concurrir a la República Argentina, y cuyo nombre se recuerda en una avenida del Parque 3 de Febrero. El candidato de Figueroa Alcorta para sucederlo era el doctor Roque Sáenz Peña, a quien, para preservarlo del ardor de la confrontación propia del antagonismo electoral, se designó como representante diplomático en Europa. Allí, don Roque se puso de acuerdo con otro diplomático argentino, el doctor Indalecio Gómez, para promover una modificación en las prácticas electorales, comprometiéndose además a que el gobierno resultante no intervendría en la elección del futuro primer magistrado. Sería Sáenz Peña el segundo presidente en resultar electo estando fuera de la Argentina: el anterior lo fue Sarmiento. Cabe puntualizarse que la elección de Sáenz Peña se produjo ante la persistente abstención del Partido Radical. Curiosa circunstancia: la de que el presidente que forzó la instauración del voto libre, doctrina casi excluyente del radicalismo, haya surgido como producto del favoritismo oficial, en práctica condenada por la oposición.
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Desde otro punto de vista, esa larga ausencia del radicalismo en la liza cívica favoreció al Partido Socialista, que pudo llevar a la Cámara de Diputados a sus representantes, al renovarse en 1912 por primera vez de acuerdo a la reforma electoral. El Congreso tuvo ocasión de escuchar desde entonces gritos y frases que chocaban con las costumbres observadas anteriormente. Muestra de las nuevas modalidades fue la incorporación como diputado del doctor Juan B. Justo, presidente del Partido Socialista, quien exclamó en la oportunidad: ¡No puedo disimular la profunda repugnancia que siento al ver que mi diploma legítimo ha necesitado la aprobación de una Comisión de Poderes formada por Diputados fraudulentos! […] ¡También subleva mis sentimientos democráticos verme rodeado en este recinto por los representantes de oligarquías cerradas, que en nuestro país, desde hace tantos años, manejan la cosa pública con procedimientos de conciliábulos, defendiendo siempre los intereses mezquinos de la clase capitalista! Los socialistas continuaron su prédica a favor de la clase obrera, atacando con lenguaje desusado y hasta procaz a la política tradicional. De todos modos, esta corriente logró aumentar su representación, y hasta en 1913 contaron con un miembro en el Senado, el doctor Enrique del Valle Iberlucea (nacido en España), a quienes siguieron otros –el mismo Justo y Niocolás Repetto–, destacándose el doctor Alfredo L. Palacios de sus “compañeros” (son los primeros políticos que usaron esta palabra para señalarse) por su romanticismo, cultura y patriotismo. Uno de los diputados socialistas de entonces, Federico Pinedo, que evolucionó más adelante al conservadorismo, marcó su conducta: Los voceros del socialismo en aquellos momentos no tenían el carácter moderado y burgués que predominó más tarde en ellos: eran marxistas cabales y actuaban proclamando la lucha de clases bajo el auspicio de la bandera roja, al son de los virulentos estribillos revolucionarios contra la burguesía, y de las consignas proletarias internacionales. Esta propaganda, si bien conmovió a las multitudes obreras de la ciudad de Buenos Aires, no repercutió en las provincias ni en los distritos rurales. Llegó Roque Sáenz Peña a la presidencia de la República, prestigiado su nombre tempranamente como diputado nacional y delegado en conferencias internacionales, y lo que era también notorio, su desempeño valeroso como teniente coronel en el Ejército Peruano durante la Guerra del Pacífico contra
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Chile, donde se batió heroicamente en la defensa del Morro de Arica contra fuerzas superiores, siendo el único jefe que sobrevivió al asalto, herido y prisionero. Pero venía de Europa con mala salud, lo que quitó a Sáenz Peña energía para cumplir su tarea con mayor dedicación; aunque la ley de reforma electoral que justamente lleva su nombre, y que logró mediante la eficaz ayuda de su ministro del Interior, el ya aludido Indalecio Gómez, bastó para consagrarlo en la posteridad como uno de los grandes impulsores del progreso cívico argentino. Se hizo cargo del Poder Ejecutivo el 12 de octubre de 1910, pasados los festejos del Centenario de la Revolución de Mayo. Al jurar ante la Asamblea Legislativa “cumplir y hacer cumplir la Constitución”, ya anunció su “ensayo” (así lo calificó) del voto secreto y obligatorio, y su deseo: Yo aspiro a que las minorías estén representadas y ampliamente garantizadas en la integridad de sus derechos. Es indudable que las mayorías deben gobernar, pero no es menos exacto que las minorías deben ser escuchadas, colaborando con su pensamiento y con su acción en la evolución ascendente del país. Sáenz Peña agregó que “no bastaba garantizar el sufragio”, sino que “se necesitaba crear y mover al sufragante”. Antes de Sáenz Peña, el voto era público y voluntario. El habitante que quería convertirse en ciudadano, se anotaba en el padrón cívico si lo deseaba pero concurría o no a ejercer su derecho en el comicio (el mismo procedimiento para quien, en la actualidad, se afilia a un partido político en sus elecciones internas). Hasta entonces se recibía el voto anunciado en voz alta, que hacía pública la preferencia del elector, lo que a veces le causaba inconvenientes. Pero ya he expresado que no siempre eran violentas las elecciones, ni fraudulentos los recuentos de votos. Los principales caracteres de la reforma eran la obligatoriedad, la universalidad, y el secreto del voto. Aunque todos conocemos ahora su mecanismo, conviene precisar que no era tan general como anunciaba, pues no votaban las mujeres. Uno de los elementos favorables para garantizar la correcta composición de los padrones –evitando ausencias o inclusiones falsas–, fue adoptar la lista –ya conformada– de los ciudadanos llamados a prestar servicio militar, conforme lo dispusiera la Ley de Conscripción Obligatoria. En cuanto a la obligación de concurrir al comicio, esta ley tendió a desviar a la Unión Cívica Radical de su peligrosa abstención revolucionaria en los comicios. De aquí la obligatoriedad de votar, forzando a los radicales a intervenir en la competencia por ganar el poder; y al obtener bancas en el Congreso participaban en cier-
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ta medida en el gobierno, lo cual, haciendo oír su voz y colaborando en la legislación, sacaba a los radicales de su postura sediciosa. La garantía al sufragante de contar con un voto secreto constituía un elemento fundamental para que la Unión Cívica Radical abandonara su postura negativa. Desde luego, el Congreso de mayoría conservadora fue el que aprobó la iniciativa para modificar el mecanismo del voto, aunque no le convenía políticamente –resulta necesario recalcarlo–. Por otra parte, la obligatoriedad de concurrir al acto eleccionario tendía a “argentinizar” a los hijos de los inmigrantes nacidos en nuestro país, muchos de los cuales no se habían integrado plenamente a él, manteniendo costumbres, cultura y hasta el habla de los territorios de origen de sus padres. Junto con la ley 1.420 de educación común y obligatoria (del tiempo de Roca), y la afluencia inmigratoria (época de Juárez Celman), la República Argentina contaba cada vez más con habitantes y ciudadanos que debían comprometerse con los intereses nacionales. Esta ley electoral fue una verdadera revolución, en cuanto desplazó de la conducción política a la alta sociedad que tradicionalmente ocupaba los cargos públicos, para dar acceso al gobierno a la clase media, tanto de antiguos criollos como de recientes argentinos. Como medio de llegar al poder, fortaleció la democracia –que es lo accidental– pero no siempre para la República –que es lo fundamental– por los abusos que a veces cometieron quienes ocuparon los puestos del Estado. Es importante destacar otro aspecto de este tema: cuando en Europa el doctor Sáenz Peña conversó sobre su programa político con el doctor Gómez, invitándolo a integrar su gabinete ministerial, éste aceptó con una condición, que fue compartida, y que el mismo Indalecio Gómez reveló a la Cámara de Diputados tiempo después: “Es entendido que ni en el Ministerio del Interior ni en algún otro, se producirá acto, se dirá palabra, se hará indicación que importe la preparación de un Gobierno futuro”. “¡Convenido!”, respondió Sáenz Peña. Lo contrario hubiese sido mantener la práctica que buscaban superar, de que la ciudadanía careciera de plena libertad de elección libre y auténtica. Ese pacto solemne hizo que durante la gestión de ambos caballeros, “las entrañas de este Gobierno han quedado esterilizadas, absolutamente esterilizadas –remarcó Gómez al relatar la entrevista en el Congreso– para concebir una candidatura oficial”. En la imposibilidad –por razones de espacio– de detallar la labor administrativa de las presidencias (lo que tampoco es el propósito de esta colaboración), y concretándome al tema político, diré que en noviembre de 1914 nació un nuevo partido político: el Demócrata Progresista. Tendieron sus fundadores a reagrupar a las corrientes conservadoras, dispersas y poco afectas al proselitismo popular, desde que llegaban al poder como consecuencia de acuerdos gestados en las esferas oficiales. Deseaban oponerse al radicalismo anhe-
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lante de ocupar los cargos públicos, como también al socialismo con su prédica disolvente de las instituciones argentinas, y en sus orígenes, este Partido Demócrata Progresista mostró una clara tendencia roquista, reflejada en la nómina de sus creadores: Norberto Quirno Costa, Indalecio Gómez, Joaquín V. González, José María Rosa, Carlos Ibarguren, Julio A. Roca (hijo) y Alejandro Carbó. También Lisandro de la Torre, cuya mención dejé para el final, porque éste luego evolucionó hacia una tendencia contraria. Fue íntimo amigo del general José Félix Uriburu (quien expresó que había encabezado en 1930 la rebelión contra Yrigoyen para hacerlo presidente), y siempre un tenaz adversario de Hipólito Yrigoyen y de los radicales. Hubo esperanzas de que cuando murió enfermo el presidente Sáenz Peña, su sucesor el doctor Victorino de la Plaza, no cumpliera con las promesas oficiales. Lejos de ello, el presidente De la Plaza se atuvo estrictamente a la imparcialidad y no propició ninguna figura para que triunfara en las elecciones. El 2 de abril de 1915 los electores de presidente –el voto era indirecto– no lograron mayoría absoluta, si bien la Unión Cívica Radical obtuvo más sufragios para su candidato Hipólito Yrigoyen que sus contrincantes: eran 300 los electores representando a las Juntas Provinciales, y la fórmula YrigoyenPelagio Luna carecía de los 151 votos para imponerse por sí sola. Hubo gran tensión, ya que podían combinarse sus opositores en el Colegio Electoral, y además la Asamblea Legislativa (ambas Cámaras del Congreso reunidas), que era la que debía aprobar la elección –art. 67, inc. 18, de la Constitución–, tenía mayoría antirradical. Sin embargo, los electores conservadores y demócratas progresistas dividieron sus preferencias, y finalmente se impuso el señor Yrigoyen por el estrecho margen de 152 votos contra 148. Desde entonces, el Partido Demócrata Progresista entró en una declinación constante, no obstante haber mantenido cierto predominio en Santa Fe, por acción de su caudillo De La Torre. 4 Los radicales tuvieron a su frente, tenaces y ardientes, a socialistas, conservadores, y también luego a radicales disidentes con la conducción personalista que imprimió Yrigoyen a su gestión partidaria y oficial. Este personaje no llegaba al poder con una doctrina definida. La bandera radical, desde la aparición de esta corriente política en 1891, era la libertad del votante; es decir, una tesis de combate opositora. Pero resulta que su anhelo había sido ya obtenido, y debido no a sus esfuerzos, sino al impulso de un presidente surgido de las filas contrarias, a cuya elección los radicales no habían concurrido,
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absteniéndose por considerar que surgía del fraude. Esa paradoja de vencer por acción de un adversario, sin otra aspiración que la ahora desaparecida, sería fatal para la Unión Cívica Radical, esterilizando los frutos que se esperaban de la época que se inauguraba. Lo cierto es que careció de plan de gobierno y asumió una política rencorosa contra sus adversarios. Dada la conformación marcadamente personalista del partido ahora gobernante, todo giraba en torno a la voluntad de su conductor. Fue, sin duda, un personaje misterioso por sus actitudes –su lenguaje incluso distaba de ser comprensible– y mesiánico. A continuación cito dos de sus frases como ejemplo: “He vivido en la más absoluta integridad de mis respetos” y “Desde que tuve uso de razón he sido una enseñanza viva del fuego sacro de la vida”. Endiosado por sus continuadores, se mostraba solícito en la comprensión de los pobres y contrario a una oligarquía “falaz y descreída” (como la calificaba), con desinterés por la riqueza y los goces de su posición pública. Con la marcada egolatría, se describió a sí mismo no como un “gobernante de orden común”. Pero lo cierto es que su gestión no satisfizo las expectativas vinculadas a la modificación de la cuestión social, tan apremiantemente reclamada por su propio partido. Pese a la constante prédica demagógica contra el “régimen” desplazado, el presidente Yrigoyen no dio solución a los problemas que esperaban mejoras, lo que llevó a huelgas numerosas, que culminaron en enero de 1919 con el estallido de la denominada “Semana Trágica”. Ante la violencia de los reclamos de los obreros, que superada la presencia de la Policía, sólo pudieron ser dominados por el Ejército, Yrigoyen designó un “Gobernador Militar” para la ciudad de Buenos Aires, solución que constituyó un procedimiento insólito porque dicho cargo no existía. En el campo institucional, el Presidente mostró cada vez de manera más acentuada la tendencia a prescindir de los otros poderes nacionales o locales en todo lo posible, y de dar al gobierno un carácter de centralismo autocrático. En su campaña por desmantelar las antiguas “situaciones oficialistas” en el interior del país, Yrigoyen se impuso la tarea de intervenir casi todas las provincias para desplazar a sus mandatarios, a veces manteniendo la presencia nacional varios años, y otras veces haciéndolo en más de una oportunidad: San Luis fue intervenida en tres ocasiones. Tales intervenciones tenían como fin suplantar la representación de las provincias en el Congreso (sobre todo en el Senado), que era en gran parte conformada por los partidos conservadores. No obstante el triunfo radical en el orden nacional, los conservadores en el interior del país lograron –con el apoyo popular y mediante la aplicación de la nueva modalidad electoral– obtener el gobierno de algunas provincias importantes: Córdoba y Santa Fe, por ejemplo, donde su labor fue sumamente positiva. Aunque corresponde a su segundo mandato, señalaré que
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no “reconoció” como gobernador al doctor Julio Roca (hijo) cuando fue elegido por la provincia de Córdoba, y se negó a tener trato siquiera oficial con él. El desdén de Yrigoyen por el Poder Legislativo se tradujo en el hecho de no concurrir a la apertura de sus sesiones, ni de leer ni enviar su mensaje anual para dar cuenta del estado del país, como lo dispone la Constitución. Al finalizar su mandato en 1922, un de los más enconados adversarios en el Parlamento, el doctor Matías Sánchez Sorondo, afirmó: Yrigoyen quedará como la expresión de un momento de rebajadita social. Ha roto el pacto federal, ha menospreciado el Congreso, ha desquiciado la Administración, ha ridiculizado la personería de la República en el concierto de las Naciones. Esto último, por haber aceptado la Argentina ser parte de la Liga de las Naciones, sin condiciones, y luego retirarse al no ser admitida una propuesta para la integración del organismo. El dominio yrigoyenista del partido, además, lo llevó a designar personalmente, sin recurrir a la Convención Radical reunida para deliberar al respecto, a su sucesor. Fue el doctor Marcelo de Alvear, embajador argentino en Francia, ajeno al desarrollo de graves alteraciones en la política nacional. Sabía el Presidente que el candidato no lo traicionaría, pero colocó en la vicepresidencia a un incondicional seguidor, don Elpidio González, quien en caso necesario podría suplantar al elegido. El resultado de los comicios dio el triunfo a la Unión Cívica Radical con 235 votos de las Juntas Electorales, 60 para la fórmula conservadora encabezada por Norberto Piñero, 22 para el socialista Repetto, y 10 para la democracia-progresista que postulaba a Ibarguren. Don Marcelo de Alvear no participó en la campaña proselitista, permaneciendo en París. Al revés de su antecesor, el doctor Alvear pronunció un discurso ante el Congreso en términos carentes de agravios y hasta ponderando el “desarrollo de la riqueza” lograda desde tiempos lejanos, llamado a la colaboración de todos los argentinos. Su espíritu amplio chocó con los seguidores de su antecesor, de personalidad absorbente, y pronto quedaron escindidos los radicales en dos grupos cada vez más opuestos, siendo denominado el que se despegaba de las directivas de don Hipólito “antipersonalista”. El doctor Alvear no tardó en señalar la diferencia, en su primer mensaje al abrir las sesiones del Congreso en 1923: “No ha de faltarme la energía de carácter que demande el mantenimiento de la alta dignidad de mi investidura. Mi Gobierno no desea encontrar en su camino una unanimidad enfermiza de opinión”.
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Alvear no llevó adelante la intervención a la provincia de Córdoba para desplazar al doctor Julio Roca, como Yrigoyen quería; y el propio Yrigoyen fue a hacer campaña cuando finalizó el término del mandatario provincial; pero las elecciones cordobesas dieron el triunfo al doctor Ramón J. Cárcano, conservador. La divergencia se ahondó cuando al año siguiente (1924) el vicepresidente Elpidio González tildó en el Senado de “contubernio” la coincidencia de actitudes de radicales antipersonalistas con conservadores. Sus palabras motivaron la enérgica condena de los opositores –entre ellos los socialistas–, y fueron tachadas del diario de sesiones.
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un ejemplar de periódico para su lectura con noticias falsas. La consecuencia fue un rápido deterioro por no atenderse, nuevamente, a las tensiones sociales, cuyas manifestaciones fueron reprimidas violentamente por la Policía. El crack financiero en Estados Unidos repercutió muy desfavorablemente en la situación argentina, agravado por la dilapidación de los recursos del Estado, manejados en forma desordenada. Las huelgas y manifestaciones marcaron rápidamente el descontento, agitadas tanto por obreros como por estudiantes universitarios. El desorden se unió a los manejos políticos, sin faltar el fraude que se achara a los conservadores. Un radical de la talla de Ricardo Rojas pronunció en estos términos severos esa conducta:
5 La presidencia de Alvear fue esterilizada por la postura obstruccionista de los partidarios del jefe de la Unión Cívica Radical (calificados de “genuflexos”), y no pudo cumplir con todos sus proyectos, no obstante la corrección de sus procederes, que enaltecieron a la Argentina ante las naciones extranjeras. Al agitarse la ciudadanía en 1927 por la renovación del gobierno, lo que debía ocurrir al año siguiente, el presidente Alvear condenó a las agrupaciones “enfermas de sectarismo” –en su expresión–, que vivían poseídas “de la obsesión de considerar irremplazables a los hombres públicos”. En su último mensaje al Congreso, el presidente Alvear se quejó públicamente de la obstrucción que hicieron los radicales yrigoyenistas a muchas de sus iniciativas favorables al bienestar y al progreso de la República. Sin embargo, don Marcelo para nada influyó en las elecciones, en las cuales fue nuevamente electo el señor Hipólito Yrigoyen, con mucho mayor caudal de votos en esta oportunidad que en la primera. Alvear fue tachado de “traidor” por los vencedores, que lo silbaron al retirarse de la Casa Rosada. A partir del triunfo del conductor radical, el pueblo festejó el triunfo de su “causa” como el de las reivindicaciones de las clases sociales más necesitadas. Pero a los 76 años, muy desgastado, no era ya quien doce años antes llegara a la primera magistratura impelido por ideales de renovación. Su gobierno se aisló de las demás fuerzas cívicas, y él mismo estuvo rodeado y aislado por un círculo que lo adulaba. Se formó un grupo violento para defender al Presidente de sus censores, llamado el “Klan Radical”, que no dejó de apelar a medios violentos para silenciar. El señor Yrigoyen era entretenido con audiencias intrascendentes, y ministros debían aguardar mucho tiempo para ser recibidos. A fin de despachar los asuntos que no se resolvían, se ideó la maniobra de los “decretos ómnibus”, consistentes en que entre la primera y la última hoja podían intercalarse varias disposiciones, conforme a la redacción empleada. Es reconocido que se imprimía
El gran pecado del radicalismo, acaso, ha consistido no tanto en el desquicio administrativo, sino más bien en haber violentado la Ley Sáenz Peña en Córdoba, Mendoza y San Juan; en haber anulado la colaboración del Ministerio y el control del Parlamento, por un mal entendido sentimiento de la solidaridad partidaria; en haber descuidado la selección de sus elegidos, y en haber coaccionado a la oposición mediante ciertos instrumentos demagógicos. Todo esto significa un olvido del radicalismo histórico, de su dogma del sufragio libre, de su programa constitucional, y de sus ideales democráticos. Un síntoma elocuente de la pérdida del favor del pueblo hacia el gobierno, lo dio en 1929 el triunfo en la Capital de los candidatos a diputados del Partido Socialista Independiente. La unión de los opositores se concretó al poco tiempo: conservadores, socialistas, radicales “antipersonalistas” y el resto de demócratas progresistas. Estaba pendiente la amenaza de juicio político al Presidente por “mal desempeño de sus funciones”, tal como lo señala la Constitución Nacional, puesto que entre otras características de su paso por el Poder Ejecutivo, debe repetirse que Yrigoyen había abandonado la función pública que le indicaba la Ley Suprema, en la apatía que le provocaba su estado físico e intelectual. Prácticamente no existía el gobierno: el presidente Yrigoyen estaba aislado por la camarilla indicada y no ejercía la función que le estaba encomendada; y, por su parte, el Congreso no se reunía en sesiones ordinarias, por temor a la acusación de juicio político que se le haría a aquél: ni Ejecutivo, ni Legislativo. En agosto de 1930, el Ministro de Agricultura no pudo inaugurar la exposición organizada por la Sociedad Rural por haber sido recibido con una fuerte y sostenida silbatina, que lo forzó a retirarse. Graves escándalos ocurrían en las provincias del interior, como Mendoza y San Juan, y los diarios criticaban severamente a las autoridades.
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El ambiente público mostraba un continuo y grave descontento contra el gobierno. Las manifestaciones callejeras de estudiantes y obreros eran continuas. Sus antiguos partidarios, el Intendente Municipal de Buenos Aires, tanto como el Ministro de Guerra, dirigieron elocuentes mensajes a Yrigoyen señalándole la necesidad de un cambio de actitud inmediato, sin ninguna reacción por parte de éste. De su lado, parlamentarios de todos los bloques, identificados como “De los 44” por el número de sus componentes, lanzaron un manifiesto explicativo de los malos procederes del oficialismo y de las medidas que debían adoptarse en cumplimiento de la Constitución. La renuncia del ministro de Guerra, el general Dellepiane, presentada el 2 de septiembre de 1930 –fecha significativa– fue redactada en términos alarmantes para el Presidente y para el sistema republicano de gobierno. Véanse algunos de sus conceptos: He acompañado a pesar de mi voluntad y contrariando mi conciencia, a V.E., en la refrendación de decretos concediendo dádivas generosas, pensando que esto pudiera liquidar definitivamente una situación sobre la cual el país no debía reincidir. Me repugnan las intrigas que he visto a mi alrededor, obra fundamental de incapaces y ambiciosos. He visto y veo alrededor de V.E. pocos leales y muchos interesados. Y aludiendo a la personalidad de Yrigoyen, aludía en su dimisión el ministro Dellepiane: si V.E. no recapacita un instante y analiza la parte de verdad que puede hallarse en la airada protesta que está en todos los labios y palpita en muchos corazones… Sólo lamento no haber podido realizar obra constructiva. Esta carta es algo así como un fallo casi póstumo a la presidencia radical, apenas cuatro días antes de ser desplazada del poder. Porque el 6 de septiembre de 1930 estalló, con gran adhesión de la ciudadanía que antes había apoyado a Yrigoyen, un golpe militar que derribó al gobierno. Hay que remontarse a 1861 (a Pavón), casi setenta años antes, para que se diera un acontecimiento similar: hasta entonces –según expuse al comienzo– los alzamientos sediciosos fueron dominados por las fuerzas que respondían a la autoridad constituida. Para finalizar la época rememorada, cabe precisar ante todo que el movimiento fue encabezado por el general José Félix Uriburu, que estaba retirado del servicio activo. Circunstancia importante: Uriburu carecía de mando, pero estaba revestido de autoridad. Hay que tener en cuenta esta diferencia.
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Por otra parte, la difundida frase de que los opositores “golpearon las puertas de los cuarteles”, es equivocada. Si bien la ciudadanía se hallaba en estado de rechazo al gobierno, nada hacía presumir la posibilidad de recurrir a las Fuerzas Armadas, pese a que los tiempos electorales no alcanzarían para revertir una situación calamitosa. Las condenas de La Prensa y de La Nación, más la virulencia de Crítica, no pasaban de reflejar la oposición y de señalar los preceptos constitucionales dejados de lado por el oficialismo radical. El golpe de Estado, ocurrido el 6 de septiembre, fue producido por militares que no obedecieron al reclamo de los civiles, los cuales fueron dejados de lado hasta el último momento por expresa indicación del general Uriburu. El complot fue organizado como una operación castrense, y si bien es cierto que fue impulsado por un grupo reducido de iniciados, también hay que tener en cuenta que el Ejército no defendió la estabilidad del Presidente ni del Congreso. La interrupción del sistema constitucional no fue larga: sólo duró un par de años, y el propio encargado del Poder Ejecutivo Nacional lo definió como “gobierno provisional”. Sus intentos de reforma de la Constitución de 1853 y del régimen de partidos políticos no pudo, felizmente, llevarse a cabo, y con el acceso al poder en 1932 del general Agustín P. Justo, la República Argentino volvió a retomar su rumbo ascendente.
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CAPĂ?TULO IV 1930-1943 La crisis del modelo agroexportador y la ruptura institucional
CAPÍTULO IV 255 1930-1943 L A
CRISIS DEL MODELO AGROEXPORTADOR
Y LA RUPTURA INSTITUCIONAL
Las contradicciones en el Ejército durante el régimen conservador N ORBERTO G ALASSO H ISTORIADOR /
ENSAYISTA
/
ESCRITOR
La composición social del Ejército Argentino. Contrariamente a lo que suponen los simplificadores de la Historia, el Ejército Argentino de aquellos tiempos del treinta no es una casta ni constituye tampoco “el brazo armado de la burguesía”. A partir de la presidencia de Mitre, la clase dominante ha entrelazado sus intereses con el Imperio británico, organizando una Argentina semicolonial, “granja de su Graciosa Majestad”, economía complementaria de la economía inglesa. Pero el Ejército, sin embargo, no se modela bajo la influencia británica (que, en cambio, opera decididamente sobre la Armada) y tampoco se nutre preponderantemente de hombres de la clase alta. Al constituirse como fuerza nacional cuando, después de los duros enfrentamientos de 1880, se prohíben las milicias provinciales, quedó integrado especialmente por contingentes del interior del país –de extracción federal– y más tarde, por hijos de la inmigración. Por esta razón, en la fuerza militar de principios de siglo palpita un sentimiento antimitrista que marca la singular experiencia del Partido Autonomista Nacional, primero, y luego, una fuerte tendencia radical. Por supuesto, aparecen en sus filas algunos hombres de doble apellido, pero preponderan los que pertenecen a familias de clase media, en muchos casos, empobrecidas. Se puede observar como, en su historia, proliferan apellidos de inmigrantes como Velazco, Campero, Montes, Mantovani, Mosconi, Mercante, Farrell, Ferrazano, Pistarini, etcétera.
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Las contradicciones en el Ejército durante el régimen conservador
El investigador Alain Rouquié ha analizado esta cuestión: Los oficiales argentinos raramente proceden de las familias hidalgas de las viejas provincias coloniales. En su mayoría, son originarios de las zonas más modernas, más urbanizadas y cosmopolitas. Así, pues, los oficiales forman un grupo abierto y no una casta hereditaria reservada a las viejas familias tradicionales de ascendencia militar o consular.1 Se trata, pues, si queremos usar una expresión sintética y popular, de “clase media con uniforme”. Con respecto a la clase trabajadora, son escasísimos los oficiales de ese origen aunque, uno de ellos, Domingo Mercante era hijo de un trabajador ferroviario. Con respecto a las razones por las cuales se incorporarían al Ejército los hijos de la clase media inmigratoria, Rouquié señala: “la educación nacionalista y el culto de San Martín, por ejemplo, y el atractivo de la parada, los desfiles, la bandera y los uniformes constituyen el basamento emocional de muchas elecciones”.2 Origen social y tendencias políticas Estas reflexiones, resultan importantes para acercarnos a la comprensión de las diversas tendencias ideológicas y los cambios que se advierten en la historia del Ejército durante el siglo XX y que resultan inabordables para aquellos que suponen que nuestros militares constituyen un conjunto de hombres hechos a imagen y semejanza de la clase dominante, que comúnmente, en nuestras luchas políticas, se ha denominado “oligarquía”. Desde ese antimilitarismo abstracto resulta incomprensible la historia de nuestro Ejército. En cambio, si entendemos que preponderan en él quienes provienen de la clase media existe la posibilidad de que se manifiesten tanto posiciones conservadoras como posiciones populares. Si el Ejército Argentino hubiese sido –desde su cohesión como fuerza moderna a fines del siglo XIX– “el brazo armado de la clase dominante” habría manifestado el probritanismo que cultivaba la clase dominante, en cuyo caso habría identificado su destino, de manera permanente, con el partido conservador y los intereses británicos. No fue así, sin embargo.
Alain Rouquié, Poder militar y sociedad política en la Argentina, tomo II, Buenos Aires, Emecé, 1978, p. 106. 2 Ibid., p. 108.
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Probablemente la explicación reside en que la subordinación de la Argentina a Gran Bretaña significaba tomar como ejemplo a una potencia fundamentalmente marítima lo cual permitía a nuestra Armada tomarla en arquetipo, pero no ofrecía iguales posibilidades al Ejército. Así ocurrió la aparente incongruencia de que, en un país satélite del Imperio británico se diese una competencia, en cuanto a la formación de nuestros militares, entre la influencia francesa y la germana. También en este aspecto, Rouquié viene en nuestra ayuda: El Ejército adoptó un modelo cultural singular en un país cuyos dirigentes civiles mantenían relaciones privilegiadas con Gran Bretaña en el terreno económico y social y profesaban accesoriamente un culto más desinteresado por Francia en artes y letras. Esto llevaría a la crisis entre el ejército germanófilo (mucho antes de Hitler, por supuesto) y la oligarquía anglófila.3 En los primeros años de su constitución definitiva, el Ejército Argentino tomó como modelo al Ejército Francés, en cuanto a los uniformes, reglamentos, obras teóricas sobre cuestiones bélicas y estratégicas. Más tarde, especialmente a partir de 1904, comenzó a colocarse bajo la influencia germana. Los ensayos, artículos y tratados, así como el casco con punta o “el paso de ganso”, fueron reemplazando a las modalidades francesas. En el plan de estudios de la época, por ejemplo, los cadetes del Colegio Militar estudiaban idiomas francés y alemán, pero no inglés. En sus recuerdos sobre su paso por el Colegio Militar, Juan Domingo Perón señala: Las voces de mando eran de estilo alemán, los reglamentos y el manejo de armas eran igualmente alemanas. Toda mi vida he marchado al paso prusiano. Soy un hombre racionalista por temperamento y por costumbres. Desde 1910, mis profesores fueron alemanes. Cabezas que no dejaban nada al azar. Todo con orden y sentido.4
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Ibid., p. 100. Esteban Peicovich, Hola Perón, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1962, p. 62.
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El Ejército en los inicios del radicalismo Esa clase dominante escéptica y despilfarradora no se preocupó por darle al Ejército una cohesión ideológica tal que lo constituyera en “su brazo armado”. Entendió probablemente que bastaba con la formación conservadora liberal expresada en la biografía del general San Martín, escrita por Mitre y con las hipótesis de conflicto hacia Chile y Brasil. Por ello, quizá debió sorprenderse del predicamento que iba logrando Hipólito Yrigoyen en los cuarteles, expresado en la sublevación del 4 de febrero de 1905. El naciente caudillo estaba conquistando a las fuerzas populares del interior que habían sido la base social del autonomismo. Asimismo, lograba que los oficiales y los suboficiales también fueran receptivos a sus denuncias contra “el régimen falaz y descreído” y su propuesta de que “la causa” llevase a cabo “la gran reparación”. Un caso interesante es el del general Pablo Ricchieri, a quien el general Roca le aconseja que colabore con Yrigoyen. A veces, ocurre que ni los mismos dirigentes radicales aprecian la influencia que había alcanzado el partido sobre los cuarteles y de qué modo muchos militares fueron dados de baja luego de que se sofocó la rebelión de 1905 o trabados en sus ascensos o enviados a guarniciones remotas. Tampoco la mayor parte de los historiadores explican por qué razón la clase dominante aceptó el sufragio libre, secreto y obligatorio de la Ley Sáenz Peña, en 1912. Generalmente lo adjudican a la honestidad del presidente Roque Sáenz Peña o a la intransigencia de Yrigoyen, factores que influyeron seguramente, pero se desconoce que otro de los factores fue la influencia del radicalismo sobre el Ejército y la posibilidad de una nueva sublevación. Son los cuarteles agitados por las nuevas ideas de la democracia los que inciden poderosamente en esa decisión que conducirá al poder, cuatro años después, a Hipólito Yrigoyen. Y una de sus primeras medidas será la reincorporación de los militares sublevados en 1905 y sancionados por ese hecho. Jauretche sostiene: La historia del radicalismo en los años previos a la ley electoral es casi una historia de cuartel. Nunca logró dominar los altos mandos, pero las oligarquías vivieron sobre un barril de pólvora, pues faltas de apoyo popular se sustentaban sólo en las armas y los hombres de armas vivieron permanentemente el duro drama de la disyuntiva entre los mandatos de su conciencia nacional y los mandatos de la disciplina; la historia del radicalismo fue así casi una historia militar […]. Más de una vez, después del 6 de septiembre, oí de labios del octogenario luchador, decir que hubo momentos
en que “el Radicalismo sólo fue cosa de unos mozos estancieros y de los jefes y oficiales del ejército que era donde más se sentía nuestra acción”.5 Neutralismo y simpatía por el radicalismo, durante la Primera Guerra atravesaron los cuarteles en esa época. El golpe militar del 6 de septiembre y los mandos leales a Yrigoyen. Una cuestión a investigar se refiere a la posición de la mayor parte de los mandos militares durante el levantamiento del 6 de septiembre de 1930. El radicalismo se encuentra acosado por el resto de los partidos y el caudillo está ya viejo y enfermo, cuando se produce el alzamiento del Colegio Militar liderado por el general Reynolds y de la Escuela de Comunicaciones, con apoyo de la aviación, sin que se agregue ninguna otra unidad militar. Más aun, un militar, el general Dellepiane, ha alertado a Yrigoyen, desde su cargo de ministro de Guerra, acerca del golpe inminente. Pero el caudillo radical no escucha el consejo. Lo cierto es que los mandos leales son mayoría ese 6 de septiembre y esperan infructuosamente la orden de Yrigoyen de reprimir. En el Arsenal de Pichincha y Garay se han citado militares de alta graduación que se mantienen leales. Los insurrectos eran: un grupo patéticamente reducido de soldados, en su mayor parte bisoños, en desafío al resto del Ejército, que no se plegó. Mientras avanzaban hacia la Casa Rosada, en una empresa condenada al más sonoro fracaso, estaban alertas, esperando órdenes, el coronel Avelino J. Álvarez, en la Escuela de Infantería de Campo de Mayo, el coronel Francisco Bosch al frente de la caballería destacada en Ciudadela, el coronel Gregorio Salvatierra con la escuela de Suboficiales, el general Nicasio (o Sabino) Adalid, jefe del Arsenal de Guerra, el teniente coronel Regino P. Lascano, con el Primero de infantería y el teniente coronel Ferré, del Segundo, ambos en Palermo, es decir, una fuerza capaz de triturar sin trabajo a la anémica columna de Uriburu. Sin embargo, estos jefes no recibieron ninguna orden. El general Severo Toranzo, inspector general del ejército, viajó desde el interior y solicitó al vicepresidente Martínez –presidente en ejercicio a partir del día 5 de septiembre– que lo designara jefe de la defensa para proceder a la represión. Pero Martínez se negó ante el asombro del general.6 5 6
Arturo Jauretche, Ejército y política, Buenos Aires, Peña Lillo, 1976, p. 111. Miguel Ángel Scenna, Los militares, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980, pp. 159-160.
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Asimismo, hasta la noche de ese sábado 6 de septiembre no estuvo asegurado el éxito para el general Uriburu: “En el Arsenal estaban reunidos el ministro González, el inspector general Severo Toranzo y los generales Mosconi, Adalid y Martínez, todavía en condiciones de reaccionar”.7 Resulta evidente que la crisis económica mundial, el periodismo amarillista con Crítica y La Fronda a la cabeza, así como la dirigencia política de derecha a izquierda y el propio engangrenamiento del partido incidieron en el camino hacia el abismo del Presidente. Pero son varios los historiadores que no evalúan estos factores y en cambio, prefieren sostener que el Ejército quebró la legalidad. Para ello, silencian que buena parte de esos militares esperaban una orden que nunca llegó. Las diversas tendencias dentro del Ejército durante los años treinta. Los radicales Ya en los sucesos del treinta se pueden advertir tendencias diversas en el seno del Ejército: a) los militares de filiación radical; b) los nacionalistas de derecha que se nuclean alrededor del general José Félix Uriburu; c) los oficiales de posiciones liberal-conservadoras, probritánicos, que responden al general Justo.
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estos oficiales están dispuestos a acompañarlo en la patriada. Luego, cuando Yrigoyen triunfa en 1916, consideran que su deber es la obediencia al presidente legal, aunque ello los obligue, en algunas oportunidades, a reprimir acciones populares, donde estiman que se expresan intereses chilenos –o de subversión ideológica al sistema– como en la “Semana Trágica” (1919) y los sucesos de la Patagonia (1921 y 1922). Por esta razón no se suman a la conspiración, ni al golpe, en 1930. Entre los más conocidos de ellos pueden citarse a: Enrique Mosconi, Severo Toranzo, Atilio Cattáneo, Francisco y Roberto Bosch, Sabino Adalid, Gregorio Pomar, Regino Lascano, Manuel Álvarez Pereyra, Gregorio Salvatierra. Al poco tiempo de asumir el gobierno el general José Félix Uriburu, estos militares yrigoyenistas se lanzan a conspirar contra el gobierno de facto. En diciembre de 1930 se produce el levantamiento de suboficiales radicales en Córdoba, vinculados al doctor Amadeo Sabattini. Poco después, el general Severo Toranzo urde una conspiración, con un grupo de oficiales adictos. Con la colaboración de su hijo, Carlos Severo Toranzo Montero, organiza el golpe para deponer a Uriburu. La conspiración toma cuerpo y va a estallar a fines de febrero de 1931, pero una delación pone sobre aviso a los servicios de inteligencia y se lanza la orden de detención contra los implicados. Toranzo logra fugar embarcándose hacia Montevideo, desde donde lanza una carta abierta al general Uriburu condenando su golpe usurpador: Le dirijo estas líneas asumiendo también y por derecho de antigüedad, la representación de los militares de toda jerarquía a quienes usted y sus esbirros han ofendido infamemente, apoyados en la fuerza brutal, que ha tenido en sus manos para deshonra de la civilización, desde el día del malón del 6 de septiembre hasta la fecha. Solamente en un alma vil y cobarde podían anidar los salvajes instintos que usted ha revelado, ensañándose con sus propios camaradas del ejército al punto de hacerlos azotar y torturar de uniforme, por verdugos civiles y policíacos que han emulado a los más sombríos y repugnantes personajes de la historia. Cuando pienso que una hiena como usted se ha disfrazado durante 47 años con el uniforme de los defensores de la Constitución prometiendo, engañando, adulando, mintiendo y corrompiendo conciencias de oficiales de todos los grados, no encuentro monstruo con quien compararlo en los anales de nuestra vida democrática […]. Simulando patriotismo, es usted, en realidad, un agente venal de turbios intereses extranjeros.8
En los sucesos de 1930, los oficiales radicales no intervienen. Los uriburistas se presentan como protagonistas principales del golpe militar, mientras los liberales “justistas” participan en segunda línea. Los militares radicales provienen del Ejército que se organiza después de 1880 y entienden que su función es garantizar la libre soberanía popular. Es decir, ante las costumbres cívicas adulteradas por el fraude, reclaman que se practiquen comicios limpios, con sufragio secreto, libre y obligatorio quedando encargada la institución de velar por la pureza del sufragio. Para este sector, la función del Ejército consiste en defender la soberanía ante cualquier ataque externo, que en aquellos tiempos suponen que podría provenir desde Chile o desde Brasil. De esta manera, si el pueblo otorga su confianza a Hipólito Yrigoyen y éste se subleva frente a las trampas electorales, muchos de 7
Miguel Ángel Scenna, op.cit., p. 160.
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Atilio Cattáneo, Apéndice de “Plan 1932”, Buenos Aires, Proceso, 1959.
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El 5 de abril de 1931, la dictadura uriburista, se arriesga a otorgar elecciones libres en la provincia de Buenos Aires. El conservadorismo levanta una fórmula típicamente vacuna: Santamarina Pereda, mientras que los radicales llevan a Pueyrredón-Guido. El triunfo radical provoca la anulación de estas elecciones y una vez más los oficiales yrigoyenistas deciden levantarse al encontrar cerradas las vías electorales. En julio de 1931, el coronel Gregorio Pomar se subleva en el Litoral. Sin embargo, a pesar de que su acción moviliza fuerzas adictas en otras partes del país, el general Justo –que se ha dedicado desde el 6 de septiembre a la tarea de colocar a sus hombres al frente de los diversos cuerpos– extorsiona a Uriburu: el levantamiento de Pomar será sofocado pero Uriburu debe dar elecciones antes de fin de año y Justo, merced al fraude, será el nuevo presidente. En 1932 es asesinado el mayor Regino P. Lascano. Al encontrarse el cadáver, en su chaqueta aparece una proclama que en sus partes centrales afirma: Guiados por los más nobles sentimientos de reparación institucional y de justicia social, nos levantamos en armas contra el simulacro de gobierno que preside el General Justo, surgido de las elecciones fraudulentas y espurias del 8 de noviembre de 1931, realizadas bajo el imperio del estado de sitio y de las deportaciones en masa de políticos, militares, obreros y estudiantes que encarnaban el espíritu de oposición, de democracia y de libertad del pueblo argentino, cuya mayoría representa el radicalismo. Nos levantamos en armas contra los herederos de la nefasta tiranía del General Uriburu […] patrocinado por el imperialismo petrolero norteamericano que resucita en el país los gobiernos de castas. Frente a la dictadura del General Justo, las dictaduras de las compañías Standard Oil, Bunge y Born, Dreyfus, Asociación de frigoríficos, Tranvías, Unión Telefónica, etc., frente a esta dictadura extranjera, disfrazada canallescamente con los colores de nuestro pabellón y a la que sólo civiles y militares que han caído en la ignominia de traición a la patria pueden apuntalar, proclamamos la revolución con el fin de reconquistar para el pueblo argentino la suma del derecho y libertades ultrajadas, aherrojadas por la miserable legión de fascistas del Jockey Club y Círculo de Armas, que no han trepidado en vender la nacionalidad a cambio de satisfacer sus bastardas y ruines ambiciones personales de orden político y comercial […]. Argentinos: ¡De pie, a las armas! ¡Viva la Unión Cívica Radical!, Curuzú Cuatiá, 30/6/1932. Firmado Juan B. Ocampo, Capitán ayudante.9
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Hacia fines de 1932, se produce otro suceso que demuestra la consecuente posición de un sector del Ejército. El coronel Atilio Cattáneo urde una trama conspirativa cívico militar en la cual participan, entre otros, los tenientes Monti, Reynoso, Egli, Muzlera, Bruzzone, Olguin y los capitanes Cáceres, Domínguez, Coroba, Carriego y Bravo. Pero la explosión de una bomba dejó al desnudo el complot y los conspiradores son detenidos. En enero de 1933, estalla una rebelión en Concordia,10 con repercusión en Misiones. Luego, en diciembre de 1933, se produce el levantamiento de Santa Fe y Corrientes, con fuertes enfrentamientos en Paso de los Libres. En esta oportunidad, los aviones del gobierno ametrallan a los insurrectos produciéndose alrededor de cincuenta muertos y una gran cantidad de detenidos, algunos enviados al sur, otros desterrados a Europa. Esta “resistencia radical” entra en declinación cuando Alvear negocia con el gobierno de la Concordancia para constituirse en una oposición amable y respetuosa. Esto culmina en la Convención Radical, el 2 de enero de 1935, cuando se levanta la abstención y el radicalismo pasa a legitimar los fraudes del régimen. Los soldados radicales manifiestan su reprobación a la política alvearista y actúan políticamente muy cerca de los hombres de FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina, fundada en 1935, cuyo principal dirigente era Arturo Jauretche). En 1939, obligados a exilarse por la represión, Roberto Bosch y Gregorio Pomar, desde Montevideo, rechazan la amnistía con la cual quieren amansarlos tanto el gobierno como su propio partido alvearizado: No queremos ser cómplices de leyes que constituyen un Estatuto Legal del Coloniaje, como la de la creación del Banco Central y del Instituto Movilizador, la de la Coordinación de los Transportes, las concesiones de la CADE, etc., y otros actos de entrega del patrimonio nacional, a fuerzas extrañas que expolian al pueblo argentino.11 Otra figura castrense importante fue el general Ramón Molina. Desvinculado de la línea uriburista, pero también opuesto a las maniobras fraudulentas que prohijaba el general Justo, su figura fue creciendo, primero como un soldado de posición nacional y luego, como hombre ligado al radicalismo combativo. Scenna señala que Molina propiciaba “un regreso a la pureza del sufragio y asumía una
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Atilio Cattáneo, op. cit., p. 251.
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Ibid., p. 86. Ibid., p. 170.
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posición crítica ante la indiferencia oficial frente a la desocupación y la miseria generadas por la crisis y aún no conjuradas”.12 Esta vocación por lo nacional y lo social lo constituía en un germen de caudillo popular proveniente del Ejército lo cual preocupó a los mandos liberales. Al principio, intentaron desprestigiarlo y le otorgaron el mote de “el burro” Molina. Más tarde, consideraron conveniente cerrar el paso a su accionar político: “Justo comprendió que Molina podía llegar a ser un adversario peligroso […]. Molina era un líder en potencia”.13 En 1937 fue arrestado, con la imputación de haberse convertido al comunismo y debió pedir el retiro, medida que le hizo perder influencia sobre los radicales que lo consideraban uno de sus hombres. En enero de 1941, algunos de esos militares constituyen la Cruzada Renovadora del Radicalismo, fundada por el teniente coronel Sabino Adalid, siendo nombrado como primer jefe de la entidad el teniente coronel Roberto Bosch. Tanto Bosch, como el teniente coronel Dándolo Breglia, Gregorio Pomar y Atilio Cattáneo seguirán siendo consecuentes con su posición radical en los años siguientes. También alcanzan importancia, en la línea radical de los años cuarenta, los coroneles Aníbal, Miguel Ángel y Juan Carlos Montes. (A Miguel Ángel Montes se le atribuye haber redactado, junto con Juan D. Perón, una de las proclamas que circuló en junio de 1943). Pomar, a su vez, continuó manteniendo relaciones con los forjistas, aunque éstas se debilitaron cuando el grupo de Jauretche, en 1940, se escindió del radicalismo. La línea nacionalista corporativista y los militares pro nazis El general Uriburu había sido neutralista durante la Primera Guerra debido a su admiración por el funcionamiento del Ejército Alemán y en el año treinta mantenía simpatías por el fascismo italiano. El núcleo que lo rodeaba, especialmente Carlos Ibarguren, no se cansaba de aconsejarle que anulase la Constitución del 53 para reemplazarla por la Carta del Lavoro, que Mussolini había sancionado para Italia. Uriburu sostenía una posición nacionalista de derecha, antipopular y autoritaria, centrada en el orden a rajatabla, que lo condujo a una dura política represiva que incluyó desde encarcelamientos y torturas hasta fusilamientos; fue el creador de una organización parapolicial denominada Legión Cívica. Esta organización se integraba con adeptos al nacionalismo que recibían
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Miguel Ángel Scenna, op. cit., p. 168. Ibid.
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entrenamiento militar en los cuarteles. El mismo Presidente asistió a su primer desfile de alrededor de diez mil legionarios por las calles de Buenos Aires, en abril de 1931. Sin embargo, el control de los cuerpos militares en manos del general Justo lo llevó a aceptar su retiro y a convalidar el fraude que convirtió a Justo en presidente. Alejado del país, Uriburu falleció poco después. Sin embargo, esta línea de vocación fascista se mantiene. Son varios los jefes que durante la década expresan esta tendencia, entre ellos los generales Francisco Fasola Castaño, Benjamín Menéndez, Urbano de la Vega, Basilio Pertiné, Nicolás Accame y Juan Carlos Sanguinetti, pero quien más se destaca por su simpatía con el fascismo es el general Juan Bautista Molina, a quien puede considerarse el más consecuente continuador del uriburismo. Si bien en algunos casos estos militares admiraban el rearme de los países derrotados en la primera contienda mundial, en otros esto resultaba en una adscripción a los sistemas corporativos. Son militares que por sobre todo sostienen una posición antiizquierdista, totalitaria, antidemocrática y racista. En algunos casos, va a resultar ostensible su admiración por el nazismo. Así ocurre, por ejemplo, con algunos oficiales cuyo pro nazismo resulta fervoroso, con todos sus ingredientes de odio a las masas, antisemitismo, autoritarismo y otras connotaciones reaccionarias. Entre ellos, pueden citarse a los coroneles Enrique González, Luis Perlinger y Orlando Peluffo. La línea liberal-conservadora Como se ha señalado, el general Justo prefirió quedar en segundo plano respecto a Uriburu en los días del golpe septembrino del 1930. Pero, instalado el nuevo gobierno, se preocupó por colocar a un hombre de su plena confianza en el Ministerio de Guerra, el general Manuel Rodríguez quien se declara partidario de que el Ejército se limite a sus funciones específicas y que el debate ideológico no ingrese a los cuarteles. Por supuesto, ese “profesionalismo” de Rodríguez se basaba en que los militares radicales debían ser detenidos, dados de baja o enviados a los últimos rincones del país. Llevado a cabo ese operativo, durante los primeros meses del gobierno uriburista, resulta comprensible que el amigo de Justo abogase porque el Ejército se cohesionara detrás de su figura como ministro y detrás de la figura de Justo, quien fue colocando a sus hombres de confianza a cargo de las principales guarniciones. Copado el Ejército por este sector, la institución sirvió a los planes de la clase dominante, tanto fuese en asegurar el fraude en las elecciones de 1932 y 1938, como en la política económica probritánica implementada por entonces. La crisis económica mundial de 1930 había desajustado la relación entre el Imperio y la llamada “su colonia próspera”, para la clase dominante. El tratado
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Roca-Runciman tuvo por objeto emparchar esos desajustes: para ello el gobierno aceptó toda clase de imposiciones como entregar a los frigoríficos angloyanquis el 85% de las exportaciones de carne, crear un Banco Central Mixto con asesoramiento de dos integrantes del directorio del Banco de Londres (Otto Niemeyer y Mr. Powell), armar la Coordinación de Transportes en beneficio de la empresa inglesa de tranvías para lo cual se apropió de los colectivos que estaban en manos de particulares y otros negocios semejantes. Este período de represión y entrega tuvo a la Concordancia –confluencia de antipersonalistas, socialistas independientes y conservadores– con la complicidad del alvearismo, como responsables, pero también tuvo a la mayor parte del Ejército como partícipe, encolumnada detrás de Justo y Rodríguez. Entre los jefes importantes que se alinearon detrás de esa política, tanto en retiro como en actividad, pueden mencionarse a José María Sarobe, Bartolomé Descalzo, Elbio Anaya, Leopoldo Ornstein, Santos Rossi, José Francisco Suárez, Carlos Márquez, Juan Tonazzi, Arturo Rawson y Adolfo Espíndola. En 1938, al concluir su período, el general Justo apeló al fraude para colocar en la presidencia a un hombre de su confianza –el doctor. Roberto Ortiz, abogado de empresas extranjeras– para asegurarse de que éste, al cumplir su mandato, lo devolviera al sillón presidencial. Pero diversas circunstancias incidieron para que su estrategia fracasara. Por un lado, el presidente Ortiz enfermó gravemente y fue suplantado interinamente por el vicepresidente Ramón Castillo. Luego, Ortiz falleció y Castillo asumió plenamente la presidencia. Castillo sostuvo una política neutral durante la guerra y se apoyó en oficiales antiliberales, mostrando, además, cierta atención a las propuestas de tipo industrialista que aportaban algunos hombres del Ejército: dio impulso a Fabricaciones Militares y adquirió algunos barcos, como punto de partida de nuestra flota marítima. Justo, por su parte, se vio envuelto en una acusación con motivo de una adquisición de armamentos en Europa. Además, su ofrecimiento al Brasil para incorporarse a las fuerzas aliadas en la conflagración mundial, provocó rechazo en los casinos de oficiales. Poco después, Justo sufrió un derrame cerebral y falleció el 11 de enero de 1943. A pesar de ello, Rawson, Anaya, Rossi y Ornstein consiguieron jugar roles de cierta importancia en los primeros meses después del 4 de junio de 1943.
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Otras tendencias En la segunda mitad de la década del treinta se manifiestan algunos fenómenos nuevos en la sociedad que repercuten sobre el Ejército. La crisis económica mundial de 1929 ha producido sus efectos generando cierto crecimiento industrial que se va a acentuar con motivo de la Segunda Guerra Mundial, pues ésta obstaculiza las importaciones extranjeras. Ello va aunado a fuertes migraciones internas desde las provincias desamparadas del interior y asimismo, influye FORJA, cuyas consignas fueron ganando terreno: “Somos una Argentina colonial. Queremos ser una Argentina libre”, “Tenemos una economía colonial, una política colonial, una cultura colonial”, “Patria, pan y poder al Pueblo”. En sus Cuadernos, FORJA señalaba la dependencia que sufría la Argentina como semicolonia productora de carnes y cereales para Gran Bretaña y denunciaba que “había hambre en un país muy rico”. Raúl Scalabrini Ortiz lo hacía tanto desde FORJA como desde los diarios Señales y Reconquista, así como desde los libros Política Británica en el Río de la Plata e Historia de los ferrocarriles. También José Luis Torres desmenuzó estas claudicaciones en varios libros: Algunas maneras de vender a la patria, La Década infame, La oligarquía maléfica y Los perduellis. Así también alcanzan mayor predicamento algunos economistas como Alejandro Bunge quien publica La nueva Argentina. La mayor presencia obrera y las ideas antiimperialistas se introducen en los cuarteles y producen cambios importantes. Uno de ellos es el desarrollo de una tendencia industrialista, especialmente entre los ingenieros militares. De este modo, algunos militares, con cierta tendencia antiliberal o antibritánica, expresaron sus posiciones nacionales en un creciente interés por la defensa del patrimonio argentino, así como por la industrialización y el desarrollo de la industria pesada. Entre ellos, sobresalió el general Manuel N. Savio quien se constituyó en el principal defensor de la siderurgia argentina. Sostenía Savio que un ejército no tendría autonomía si el país no fabricaba acero. Con la colaboración de Luciano Catalano, Savio fue el impulsor de Altos Hornos Zapla. Desde otra perspectiva, pues no venía del radicalismo, Savio siguió los pasos de ese gran defensor del petróleo argentino que fue el general Enrique Mosconi. En el mismo sentido también merece ser recordado el general Alonso Baldrich. Asimismo, se produjo un fenómeno interesante en los cuarteles cuando, dada la declinación sufrida por la Argentina y los casos de corrupción y entrega económica sucedidos durante la década, algunos oficiales empezaron a buscar nuevos caminos. En cierta medida, empezaron a hacer síntesis entre los planteos democráticos del radicalismo y la defensa del patrimonio nacional sostenida por algunos
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nacionalistas, tendiendo hacia posiciones antibritánicas y a favor de una decidida participación popular en las cuestiones centrales de gobierno. Perón, uno de los hombres clave de esta tendencia, leía los cuadernos de FORJA en Italia, que le enviaban desde Buenos Aires. Julián Licastro señala asimismo que Perón le comentó que se nutría ideológicamente de las publicaciones de los apristas peruanos exilados en Buenos Aires. En esta tendencia se encuentra el coronel Domingo Mercante y algunos compañeros de promoción de Perón como Oscar Silva, Filomeno Velazco, Humberto Sosa Molina y Heraclio Ferrazano. En ellos fue acentuándose la convicción de que el pueblo debía ser protagonista, que el Ejército no había sido creado para reprimir sino para defender la soberanía y en algunos casos, emprender obras de bien público o empresas ligadas a las necesidades bélicas. Además, Perón solía recordar que su viaje a Europa, en 1940, le había servido para convencerse de que había llegado “la hora de los pueblos”. El 4 de junio de 1943 A partir de esta fecha, las diversas tendencias se cruzarán y chocarán una y otra vez, con sus disímiles proyectos. Poco tiempo atrás se había constituido el GOU (Grupo de Oficiales Unidos o Grupo Obra de Unificación) que durante mucho tiempo fue rotulado de pro nazi, aunque la escasa documentación que se logró recuperar dada su índole de logia secreta, parece indicar, sin embargo, que a sus integrantes no los unía una concepción ideológica, sino el propósito de reconstruir el Ejército, depurar sus cuadros y darle un rol prestigioso en la sociedad. El sector liberal-conservador y aliadófilo, que había orientado el general Justo, logró ocupar ciertos espacios en los inicios del golpe, a tal punto que Rawson fue designado presidente, aunque no llegó a jurar, y tanto Anaya como Ornstein ocuparon ministerios. Sin embargo, esta tendencia fue desplazada al poco tiempo por la acción mancomunada de los oficiales pro nazis y los nacionales. Pedro Pablo Ramírez, que tenía relaciones cordiales con radicales y nacionalistas, ocupó durante un tiempo la presidencia, manteniendo un equilibrio inestable entre las tendencias que lo sustentaban. Crecieron por entonces las figuras de Juan Domingo Perón, desde la Secretaría de Trabajo y también las de los coroneles Enrique González y Luis César Perlinger, que expresaban a la línea pro nazi, hasta que en julio de 1944, el grupo liderado por Perón logra prevalecer sobre la tendencia de Perlinger, quedando en posición mucho más firme dentro de la fuerza, aunque todavía habría de enfrentar una dura oposición de los viejos partidos políticos con abierto apoyo del embajador norteamericano Spruille Braden, desde mayo de 1945.
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El 17 de octubre de 1945, el sector liderado por Perón, que expresa, en ese momento, a la mayoría del Ejército, se encuentra con los trabajadores en la plaza histórica, consagrándose así un liderazgo político que perduró tres décadas y cuyas ideas aún mantienen influencia sobre la Argentina de estos días.
B IBLIOGRAFÍA BREGLIA, Renzo, Cruzada Renovadora de la U.C.R., Buenos Aires, Teoría, 1999. CATTÁNEO, Atilio, Apéndice de “Plan 1932”, Buenos Aires, Proceso, 1959. JAURETCHE, Arturo, Ejército y política, Buenos Aires, Peña Lillo, 1976. PEICOVICH, Esteban, Hola Perón, Buenos Aires, Jorge Álvarez, 1962. ROUQUIÉ, Alain, Poder militar y sociedad política en la Argentina, tomo II, Buenos Aires, Emecé, 1978. SCENNA, Miguel Ángel, Los militares, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1980.
CAPÍTULO IV 271 1930-1943 L A
CRISIS DEL MODELO AGROEXPORTADOR
Y LA RUPTURA INSTITUCIONAL
La industrialización y la cuestión social: el desarrollo del pensamiento estratégico en Mosconi, Savio y Perón G ENERAL FABIÁN E MILIO A LFREDO B ROWN Introducción El período entre guerras fue un tiempo de cambios trascendentes en el mundo, constituyó un final de época con la debacle del modelo capitalista acuñado en la denominada “Segunda Revolución Industrial”. La crisis de 1930 y sus devastadoras consecuencias sociales, el surgimiento del comunismo y del fascismo como alternativas a la democracia liberal y, por sobre todo, la sombra de la guerra mundial como un destino inexorable para las naciones, mantuvo a las grandes potencias inmersas en problemas que hacían a su propia supervivencia. En este contexto, los países periféricos gozaron de una mayor libertad de acción para formular estrategias de desarrollo independiente. Algunos lo intentaron con distinto grado de éxito. Durante estos años, en la Argentina se produjo una profunda transformación política, social y económica a partir del desarrollo del primer momento del proceso industrial por sustitución de importaciones cuyo correlato en el ámbito social fue el crecimiento del movimiento obrero y, en el nivel político cristalizó una forma particular de Estado de bienestar signado por la inestabilidad de las formas constitucionales a partir del golpe militar de 1930. El caso argentino es complejo, presenta paradojas y contradicciones. Abordar estos años desde el presente no es una tarea sencilla para los cientistas sociales pues este período aún no está plenamente desvinculado de cargas valorativas que no permiten recrear las condiciones del pasado con la rigurosidad debida, incurriendo en reduccionismos o anacronismos que dificultan comprender cuáles eran las opciones de las que disponía un argentino de los años treinta y cuáles eran las categorías analíticas para enfrentar los desafíos de su tiempo. El tema que voy a desarrollar es la industrialización y la cuestión social: el desarrollo del pensamiento estratégico en Mosconi, Savio y Perón. El período que
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La industrialización y la cuestión social: el desarrollo del pensamiento estratégico en Mosconi, Savio y Perón
analizaremos es el de 1930-1943, como se comprenderá, las periodizaciones son arbitrios intelectuales que imponemos en un continuum, que, en este caso es válido para abordar el ámbito de lo político entre dos golpes de Estado, pero los tiempos de los procesos económicos y sociales son distintos y, por lo tanto, en ocasiones deberé transgredir estos límites.
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En relación con la cuestión social, en 1943, el coronel Juan Perón asumía como secretario de Trabajo y Previsión del gobierno de facto, planteando en su discurso de asunción el comienzo de la “Era de la justicia social” en estos términos: Simple espectador como he sido en mi vida de soldado de la evolución de la economía nacional y de las relaciones entre patrones y trabajadores, nunca he podido avenirme a la idea tan corriente de que los problemas que esa relación origina son materia privativa sólo de las partes interesadas. A mi juicio, cualquier anormalidad surgida en el más ínfimo taller y en la más oscura oficina repercute directamente en la economía general del país y en la cultura general de sus habitantes. [...] Por tener muy firme esta convicción he lamentado la despreocupación, la indiferencia y el abandono en que los hombres de gobierno, por escrúpulos formalistas repudiados por el propio pueblo, preferían adoptar una actitud negativa o expectante ante la crisis y convulsiones ideológicas, económicas, que han sufrido cuantos elementos intervienen en la vida de relación que el trabajo engendra. El Estado se mantenía alejado de la población trabajadora. No regulaba las actividades sociales como era su deber, sólo tomaba contacto en forma aislada, cuando el temor de ver perturbado el orden aparente de la calle le obligaba a descender de la torre de marfil, de su abstencionismo suicida. Con la creación de la Secretaría de Trabajo y Previsión se inicia la Era de la Justicia Social en la Argentina. Atrás quedarán para siempre la época de la inestabilidad y el desorden en que estaban sumidas las relaciones entre patrones y obreros. De ahora en adelante las empresas podrán trazar sus previsiones con la garantía de que si las retribuciones y el trato que otorgan al personal concuerdan con las sanas reglas de la convivencia no habrán de encontrar por parte del Estado sino el reconocimiento de su esfuerzo por el engrandecimiento del país. Los obreros, por su parte, tendrán la garantía de que las normas de trabajo que se establezcan habrán de ser aplicadas con el mayor celo por las autoridades. Unos y otros deberán persuadirse de que ni la astucia ni la violencia podrán ejercitarse en la vida del trabajo, porque una voluntad inquebrantable exigirá de ambos la vigencia de los derechos y obligaciones.2
Desarrollo Para una mejor comprensión de la problemática que analizaremos propongo comenzar por el final del período para establecer cuáles fueron las principales consideraciones respecto al “proceso de industrialización” y a la “cuestión social” que se plantearon los protagonistas a principios de la década de 1940, a fin de intentar responder la siguiente pregunta: ¿Por qué un militar de 1943 pensaba de esta manera? E intentar, de este modo, rastrear los orígenes de este pensamiento. Planteo del problema En 1944, el general Manuel Savio expresaba con respecto a la necesidad de industrializar el país: Consideramos un imperativo impostergable establecer en la Argentina las bases de una siderurgia racional, pues, de lo contrario, toda la estructura del desarrollo industrial que, lógicamente, esperamos dentro de nuestra evolución económica carecerá de fundamento positivo. Y agregaba: No es posible pretender un desarrollo apreciable como nación si no se dispone de un mínimo de capacidad propia para desenvolverse sin tutelaje extraño. En otro discurso expresaba: Yo no creo forzar la analogía al comparar nuestra independencia de 1816, en lo político con nuestra independencia en lo económico en 1945 o aproximadamente, sobre la base de la industria siderúrgica como piedra angular en la que han de desarrollarse sanamente todas las actividades de esta índole.1 1
Selva Echagüe, Savio, acero para la Industria, Buenos Aires, Fundación Soldados, 1999, p. 44.
Fragmento del discurso de Perón en la Asunción del cargo de Secretario de Trabajo y Previsión el 2 de diciembre de 1943 en Juan Carlos Torre, Los años peronistas, Buenos Aires, Sudamericana, colección Nueva Historia Argentina, (tomo 8), 2002, p. 34. 2
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¿Por qué los militares de 1943 nos plantean la independencia económica y la cuestión social como problemas estratégicos esenciales de la defensa nacional? ¿Cuáles eran los principales desafíos de la Argentina de esos años que suponían debía enfrentar el país y cuáles las opciones estratégicas de su tiempo? ¿Fue el pensamiento de Perón un fenómeno excepcional o está arraigado en un pensamiento estratégico que se venía desarrollando desde hacía años, si es que se puede afirmar la existencia de tal pensamiento? A continuación, trataremos de rastrear el origen de estas ideas que expusieron Perón y Savio y su desarrollo en el período entre guerras. Una dimensión del fenómeno bélico Eric Hobsbawm considera que el “siglo XIX largo” finaliza con la Primera Guerra Mundial y sus principales consecuencias sociales y políticas: la Revolución Rusa y el surgimiento del fascismo. La Gran Guerra fue un hecho inédito en la historia de la humanidad. Si bien algunos conflictos armados como la Guerra de Secesión en Estados Unidos y la Guerra Franco-Prusiana en 1870, preanunciaban algunas de sus principales características, esta contienda señala el comienzo de un nuevo proceso histórico. Francois Furet plantea que:
La guerra de 1914, democrática, lo es por ser la de los grandes números de los combatientes, de los medios, de los muertos. Más por ese hecho también es cuestión de civiles más que de militares; prueba sufrida por millones de hombres arrancados de su vida cotidiana, más que combate de soldados […]. La guerra la hacen masas de civiles en regimientos que han pasado de la autonomía ciudadana a la obediencia militar por un tiempo cuya duración no conocen, hundidos en un infierno de fuego en el que es más importante “sostenerse” que calcular, atreverse que vencer.3 Muy tempranamente nuestro país tomó nota de la profundidad de los cambios políticos y sociales que se estaban operando en el viejo continente. Enrique Mosconi, en los primeros años de la década de 1920 reflexionaba respecto de las consecuencias de la contienda mundial: Fuera de esta exigencia, que tiene su fundamento en los caracteres generales de la guerra, según las enseñanzas de la última conflagración, hay otras razones que nos tocan más directamente, porque no sólo se refieren a poner nuestra institución armada a la altura de la época, sino a colocarla en condiciones de equilibrio con respecto a los ejércitos vecinos.4 Y continuaba de este modo:
Por su naturaleza misma, la guerra es una apuesta cuyas modalidades y efectos son particularmente imprevisibles […]. De esta regla general, la guerra de 1914 podría ser la ilustración por excelencia. Su radical novedad trastorna en ambos campos todos los cálculos de los militares y de los políticos, así como los sentimientos de los pueblos. Ninguna guerra del pasado tuvo un desarrollo y unas consecuencias tan imprevistas […]. Esta novedad, técnica para empezar, puede compendiarse en algunas cifras. Mientras que franceses y alemanes contaban con obtener triunfos decisivos en las primeras semanas, con ayuda de sus reservas de armamentos acumuladas, ambos agotaron en dos meses sus aprovisionamientos de municiones y de material de guerra: hasta ese grado la nueva potencia bélica de los dos ejércitos había superado todas las previsiones […]. Los mismos obuses que matan a los soldados también entierran sus cadáveres. Los muertos en la guerra son “desaparecidos” del combate. El más célebre de todos, bajo el Arco del Triunfo, será justamente honrado por los vencedores como “desconocido”; la escala de la matanza y la igualdad democrática ante el sacrificio han sumado sus efectos para rodear a los héroes tan sólo de una bendición anónima.
No basta tampoco el dominio del mar para afrontar los conflictos futuros, porque la supremacía del aire tendrá como consecuencia la destrucción de las fuerzas adversarias en su misma base, hará inevitable el aniquilamiento de las fuentes productoras imposibilitando toda resistencia.5 En los años treinta, Manuel Savio afirmaba que: Si la nación no puede mantenerse en condiciones positivas de combatir eficazmente, tendrá que aceptar la voluntad del enemigo […]. Al soldado francés no le faltaba bravura sino municiones […]. El propósito esencial que inspiró todos estos trabajos y estudios que habrían de conducirnos al proyecto de ley de Fabricaciones Militares, consistió en alcanzar, lo más 3 4 5
Francois Furet, El Pasado de una ilusión, México, FCE, 2005, pp. 59-60. Enrique Mosconi, Dichos y hechos, Buenos Aires, Círculo Militar, 1928, p. 67. Ibid., p. 102.
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pronto posible la capacidad de producir en el país las armas y las balas indispensables para mantener la soberanía y el honor nacional, liberándonos de toda dependencia externa.6
La guerra se juega en los campos de batalla, en los mares, en el aire, en el campo político, económico, financiero, industrial, y se especula hasta con el hambre de las naciones enemigas. La guerra moderna se caracteriza por ser una lucha de un pueblo contra otro o de varios de ellos. En ese concepto, esta lucha se desencadena con inesperada potencia y entran en juego insospechados intereses. Esto ha dado a la guerra un carácter original y ha sentado premisas concluyentes para su realización. Foch, al abordar este tema, sintetiza a la guerra moderna en forma práctica al decir: Guerra más y más nacional. Masas más y más considerables. Predominio más y más fuerte del factor humano. Necesidad, por lo tanto, de volver a esa conducción de tropas que aspira a la batalla como argumento; que emplea la maniobra para alcanzarla. Conducción caracterizada por preparación, masa, impulsión. Hoy, para cumplir en forma que el país tenga algo que agradecer al ejército, es necesario ajustarse a las necesidades de un preparación racional e integral de las fuerzas vivas de la nación, para emplearlas en la guerra que sucederá en un plazo más o menos largo y de la cual sólo pueden vislumbrarse algunas posibilidades.7
No obstante, será Perón, en su calidad de oficial de Estado Mayor y profesor de la Escuela de Guerra, quien mayores aportes conceptuales brindaría respecto al conflicto armado. En la década de 1930, Perón como profesor de la Escuela Guerra enseñaba a los alumnos del curso del Estado Mayor, cuyos trabajos están recopilados en el libro Apuntes de historia militar: Es, pues la guerra del presente y será a no dudarlo la del porvenir, sin limitaciones en los medios y sin restricciones en la acción. A esa guerra de todas las fuerzas, llevada a cabo por un pueblo contra otro pueblo, ha de sucederle otra guerra de iguales o aun mayores proporciones y de características aun más siniestras. ¿Cuáles son las características de este nuevo período? Son, en nuestro sentir, un más acabado perfeccionamiento del concepto de la nación en armas, el aprovechamiento al último extremo de todas las fuerzas del Estado para batir al adversario. Los militares estudiamos tan a fondo el arte de la guerra, no sólo en lo que a la táctica, estrategia y empleo de sus materiales se refiere, sino también como fenómeno social. Y comprendiendo el terrible flagelo que representa para una nación, sabemos que debe ser en lo posible evitada y sólo recurrir a ella en casos extremos. La guerra, desde la Antigüedad, ha evolucionado constantemente, pasando de la familia a la tribu; de ésta a los ejércitos de profesionales y mercenarios; a la leva en masa que nos muestra la Revolución Francesa y Napoleón más tarde. Y por último, a la lucha total de pueblos contra pueblos, que vimos en la contienda de 1914-1918 y que en la actualidad ha alcanzado su máxima expresión. El concepto de la “Nación en armas o guerra total” emitido por el mariscal Von der Goltz en 1883 es, en cierto modo, la teoría más moderna de la defensa nacional, por la cual las naciones buscan encauzar en la paz y utilizar en la guerra hasta la última fuerza viva del Estado, para conseguir su objetivo político.
6
Selva Echagüe, op. cit., p. 43.
Frente a este fenómeno social que arrasa con los grandes imperios, cambia el mundo conocido por una nueva cartografía e instala la noción de que la revolución y la violencia son fuerzas transformadoras, los militares argentinos decodifican esta realidad con las herramientas teóricas que disponían en su tiempo. Como se observa en Perón, uno de los pensadores que va a tener una influencia decisiva en el pensamiento estratégico argentino es Colmar von Der Goltz, un militar alemán que reflexionando acerca de la Guerra Franco-Prusiana de 1870, en 1881, presenta una obra en la cual expone que el concepto de “nación en armas” formulado por Clausewitz ya no alcanza para explicar la guerra de una sociedad capitalista transformada por la revolución de los transportes (ferrocarril y barco a vapor) y la industria del acero, proponiendo un nuevo paradigma: “la guerra requiere de todas las fuerzas morales y materiales de la nación”.
7
Juan D. Perón, Apuntes de Historia Militar, Buenos Aires, Poder, 1971, p. 115.
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Este paradigma inferido de las guerras europeas es reformulado por nuestros militares del período entre guerras entendiendo que Rusia implotó y que Alemania perdió la guerra en el frente interno más que en el bélico, de allí que por fuerzas materiales se entendiera la necesidad de lograr el autoabastecimiento industrial del país y por fuerzas morales, la cuestión social, la cohesión nacional para enfrentar el esfuerzo bélico.
A su vez Mosconi afirmaba: La importancia alcanzada por la repartición fiscal en el último período de trabajos, los beneficios comerciales y la perfección técnica lograda, la colocan en plano superior, desvirtuando los preconceptos que sobre la incapacidad técnica y administrativa del Estado sostienen los enemigos de toda actividad oficial en los dominios de la industria. [...] Ha llegado el momento de seleccionar hombres y capitales y establecer asimismo protección para hombres y capitales nacionales. Organizando el trabajo y las explotaciones de las riquezas nacionales con hombres y dinero del país, mejoraremos evidentemente nuestra condición de vida lo que es indispensable si, como lo hemos manifestado, nos encontramos aún en la necesidad de continuar atrayendo la inmigración deseable. [...] Con la cooperación de Europa hemos organizado el país y lo hemos equipado, colocándolo en condiciones de emprender la explotación de sus riquezas y posibilidades en mayor escala; en los últimos años los Estados Unidos, con el envío de capitales y representantes de sus grandes empresas, se incorporaron a nuestras actividades. Podemos, pues, elegir ahora el elemento que nos convenga; pero, en primer término, nuestro deber es realizar con nuestros propios medios, una máxima tarea y luego aceptar la colaboración de hombres y capitales, sin distinción de nacionalidad, siempre que éstos se sometan sin reparos a las imposiciones de nuestras leyes. Capitales que pretendan condiciones especiales, exigiendo un tratamiento de excepción que algunas veces no ha de poder acordarse a los del país, no favorecen a la Nación; capitales que aspiren al dominio económico, que tengan el propósito de tomar ingerencias políticas en los países en que operan, que empleen por sistema procedimientos y normas inmorales, que pretendan no ser regidos por las leyes en que se basa nuestra soberanía, deben ser rechazados, porque esos capitales llevan en sí gérmenes de futuras dificultades y perturbaciones internas y externas.9
La industrialización El primero en plantear la necesidad de que el país produzca los insumos básicos para su sustento fue Enrique Mosconi, quien desde su cargo de director de los Arsenales del Ejército, comenzó a predicar sobre la necesidad de cambiar el modelo productivo por uno que asegurara la autonomía del país: Creo que los Arsenales de Guerra recién ahora van a empezar a desarrollar su acción, y sobre el fundamento de los años que han pasado y de estos inmediatos años que han servido para construir la escuela, para preparar el personal que ha de formar la base de los Arsenales futuros, llegarán a cerrar una gran etapa en el desarrollo de nuestra Nación. Digo una gran etapa, porque así lo es; porque aquella independencia política que hiciera la generación grande de la Independencia, la generación de Mayo, no ha sido completada, a pesar del momento incierto en que la humanidad vive, a pesar de que no sabemos todavía en estos momentos cuáles serán los nuevos rumbos y las nuevas fórmulas espirituales que den importancia a la institución armada; pero sabemos que es necesario estar prevenidos y preparados para defender el patrimonio que hemos recibido de nuestros antepasados y que tenemos el deber de conservar. [...] La independencia del año 10 debe ser integrada con la independencia de nuestros cañones. Nuestros cañones hoy día no son independientes, todos sabemos por qué, de manera que estamos en una situación que no puede satisfacernos absolutamente y que sólo podrá llegarnos la tranquilidad al espíritu el día que digamos: “La defensa de nuestro país, nuestro derecho, nuestras instituciones políticas, nuestra riqueza nacional, todo está garantizado porque la nación tiene el espíritu firme y cañones que pueden tirar hasta que sea necesario.8 Enrique Mosconi, Demostración ofrecida por el personal de Arsenales de Guerra con motivo del ascenso a Coronel 26/10/1918, en Dichos y hechos, op. cit., p. 34. 8
Enrique Mosconi, Conferencia “El Petróleo y la Economía Latinoamericana”, en Dichos y hechos, op. cit., p. 64. 9
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En la década de 1930 Manuel Savio daba continuidad al pensamiento de Mosconi, en la necesidad de asegurar la independencia económica del país: Fácil es imaginar que esta fundición “criolla” no podrá competir con la de origen extranjero si únicamente nos concretamos a comparar sus respectivos precios en el puerto de Buenos Aires. Pero tal comparación es errónea; debemos ponderar factores importantísimos a la luz de nuestra real situación actual y, sobre todo, futura. No es necesario hacer muchos cálculos ni enredarse en complicadas teorías para llegar a lógicas conclusiones. La industria siderúrgica es fundamental, es primordial, la necesitamos como hemos necesitado, en su oportunidad, nuestra independencia de 1816, en lo político, con nuestra independencia en lo económico en 1945 o próximamente, sobre la base del nacimiento de la industria siderúrgica como piedra angular en la que han de desarrollarse sanamente todas las actividades de esta índole, en equilibrio con las de orden agrícola-ganadero. Rechazar la implantación de una industria porque no se cuenta en el país con todas las materias primas que ella requiere es una arbitrariedad, es obrar con ligereza, sin fundamento, puesto que son innúmeros los casos contrarios de florecientes resultados […]. Seamos optimistas. ¿Por qué hemos de partir de la base de que si no compramos acero no nos han de comprar trigo y carne? No nos olvidemos de que hemos quemado y malvendido muchas cosechas de trigo y muchas reses de rica carne y que en definitiva, nuestra economía, en lo substancial, no se resintió. La industrialización del país significa una mayor capacidad de consumo que, lógicamente, debe computarse en productos nacionales y extranjeros, de manera que no nos deben impresionar los fantasmas librecambistas a “ultranza”, si tomamos el cuidado de proceder con prudencia; pero, eso sí, con toda decisión […]. Deseamos completar esta apreciación destacando que será un serio error desarrollar planes de industrialización con el más mínimo menoscabo de la agricultura y de la ganadería.10 En un discurso pronunciado en la Universidad de La Plata en 1944, Perón define las bases de la política industrial del país orientada a satisfacer las necesidades de la defensa nacional:
10
Selva Echagüe, op. cit., p. 68.
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Se formularán una serie de previsiones a fin de que la Nación pueda adquirir y mantener ese ritmo de producción y sacrificio que nos impone la guerra, al mismo tiempo que se preverá el mejor empleo a dar a sus fuerzas armadas […]. Sólo aspiramos a nuestro natural engrandecimiento mediante la explotación de nuestras riquezas y a colocar el excedente de nuestra producción en los diversos mercados mundiales para que podamos adquirir lo que necesitamos. Las armas, municiones y otros medios de lucha no se pueden adquirir ni fabricar en el momento en que el peligro nos apremia, ya que no se encuentran disponibles en los mercados productores, sino que es necesario encarar fabricaciones que exigen largo tiempo. En los arsenales y depósitos, es necesario disponer de todo lo que exigirán las primeras operaciones y prever su aumento y reposición. El capital argentino, invertido así en forma segura pero poco brillante, se mostraba reacio a buscar colocación en las actividades industriales, consideradas durante mucho tiempo como una aventura descabellada, y, aunque parezca risible, no propia de buen señorío. El capital extranjero se dedicó especialmente a las actividades comerciales, donde todo lucro, por rápido y descomedido que fuese, era siempre permitido y lícito. O buscó seguridad en el establecimiento de servicios públicos o industrias madres, muchas veces con una ganancia mínima, respaldada por el Estado […]. La economía del país reposaba casi exclusivamente en los productos de la tierra, pero en su estado más incipiente de elaboración, que luego, transformados en el extranjero con evidentes beneficios para su economía, adquiríamos de nuevo ya manufacturados. Pero esta transformación industrial se realizó por sí sola, por la iniciativa privada de algunos pioneros que debieron vencer innumerables dificultades. El Estado no supo poseer esa evidencia que debió guiarlos y tutelarlos, orientando y protegiendo su colocación en los mercados nacionales y extranjeros, con lo cual la economía nacional se hubiera beneficiado considerablemente. [...] Lo que digo del material de guerra se puede hacer extensivo a las maquinarias agrícolas, al material de transporte, terrestre, fluvial y marítimo, y a cualquier otro orden de actividad […]. Los técnicos argentinos se han mostrado tan capaces como los extranjeros. Y si alguien cree que no lo son, traigamos a éstos, que pronto asimilaremos todo lo que puedan enseñarnos [...]. El obrero argentino, cuando se le ha dado oportunidad para aprender, se ha revelado tanto o más capaz que el extranjero. […] He pretendido expresar en el curso de mi exposición, y espero haberlo
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conseguido, las siguientes cuestiones: Que la guerra es un fenómeno social inevitable. Que las naciones llamadas pacifistas, como es eminentemente la nuestra, si quieren la paz, deben prepararse para la guerra. Que la defensa nacional de la Patria es un problema integral que abarca totalmente sus diferentes actividades; que no puede ser improvisada en el momento en que la guerra viene a llamar a sus puertas, sino que es obra de largos años de constante y concienzuda tarea que no puede ser encarada en forma unilateral, como es su solo enfoque por las Fuerzas Armadas, sino que debe ser establecida mediante el trabajo armónico y entrelazado de los diversos organismos del Gobierno, instituciones particulares y de todos los argentinos, cualquiera sea su esfera de acción; que los problemas que abarca son tan diversificados y requieren conocimientos profesionales tan acabados que ninguna capacidad ni intelecto puede ser ahorrado. Finalmente, que sus exigencias sólo contribuyen al engrandecimiento de la Patria y a la felicidad de sus hijos.11
está, señores, nuestra tarea para honrar y mantener fieles a los ideales políticos y sociales de los hombres de la Revolución. […] Así nuestra patria será grande como ellos lo concibieron y así ocuparemos al sol un prominente lugar. Así nuestro sol flamígero brillará entonces con más fulgor, será más intensa su acción creadora y a su calor saltarán en escoria las taras ancestrales, quedando sólo las virtudes de las razas que, en busca de una nueva luz, de nuevo aire y nueva vida, vienen a compartir en el trabajo regenerador los beneficios de nuestro patrimonio de democracia, de libertad política, de vida intensa, y de abundancia. Y a ese calor se ha de renovar la vida con alma nacional de una pieza, con mente esclarecida, con todas las disciplinas del espíritu, con corazones animados por sentimientos de justicia y solidaridad social y con brazos fuertes de soldados apasionados de su misión, de conductores del pueblo en armas, para afirmar la inviolabilidad de la justicia y nuestro derecho.12
La cuestión social
Todos palpitamos con la misma vibración patriótica, todos anhelamos una patria justa, grande y poderosa; una patria hecha con el trabajo incansable de sus hijos, en el inquebrantable cumplimiento del deber, con incesante solidaridad social que hermane todos los espíritus, que haga del pueblo todo un solo corazón y un solo brazo.13
Asimismo afirma:
Como se ha expresado, el pensamiento estratégico desarrollado tras la Gran Guerra percibe en la cuestión social uno de los principales problemas que el Estado debía atender para enfrentar el fenómeno bélico. La Revolución Rusa y la defección interna de Alemania instalaron el concepto de que resultaba fundamental preservar la cohesión interna de la nación para preparar a un país para la guerra. Mosconi, desde muy temprano, plantea la necesidad de que el Estado debe tender a minimizar los conflictos sociales mediante una acción equitativa en la distribución del ingreso, incorporando el concepto de “justicia social”:
En el mismo sentido, una década después Manuel Savio expresará: A ese precio de costo de nuestra fundición habrá que restarle valores muy importantes como el que representa dar trabajo directamente a mineros y fundidores en el norte del país, igualmente los jornales de los que efectúan los transportes de materia prima al lugar de elaboración y los transportes de los productos elaborados, todas esas remuneraciones se traducen en comida y hogar para muchos argentinos. Pero a ese pan y a ese techo hay que agregarle el valor extraordinario que significa aprender a fundir, construir hornos, a preparar refractarios, a manejar máquinas importantes ¿Cuánto vale la influencia
La afirmación de nuestra nacionalidad, el concepto arraigado del deber, el culto de la voluntad del carácter, el irreducible espíritu de justicia, el interés por el deber público, la noción hecha carne de que los gobiernos son para los pueblos y no los pueblos para los gobiernos, el respeto de la Constitución y de la Ley, una mejor distribución de la fortuna pública, la aspiración de todo ciudadano de convertirse en activa molécula de trabajo y de progreso, allí
Enrique Mosconi, “La justicia social” (Ceremonia de la colocación de la piedra fundamental del Monumento de Balcarce, en nombre de la Junta Nacional de Homenaje en el centenario de su muerte, noviembre de 1919), en Dichos y hechos, op. cit., p. 46. 13 Ibid. (Coronación de la Virgen Loreto), p. 59. 12
Juan D. Perón, “Significado de la defensa nacional desde el punto de vista militar” (Conferencia pronunciada el 10 de junio de 1944, en el Colegio Nacional de La Universidad De La Plata), en Obras completas, tomo 6, Buenos Aires, Instituto Nacional Juan Domingo Perón, 1998, pp. 535-557. 11
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que tiene en la formación de nuestros compatriotas el perfeccionamiento de su capacidad técnica para tareas en medios mecanizados?14
La posguerra traerá, indefectiblemente, una agitación de las masas por causas naturales: una lógica paralización, desocupación, y hará, que, combinadas, produzcan empobrecimiento paulatino. Ésas serán las causas naturales de una agitación de las masas; pero aparte de estas causas naturales, existirán también numerosas causas artificiales, como son la penetración ideológica, que nosotros hemos tratado en gran parte de atenuar; dinero abundante para agitar, que sabemos circula ya desde hace tiempo en el país y sobre cuyas pistas estamos perfectamente bien ordenados; un resurgimiento del comunismo adormecido, que pulula como una de las enfermedades endémicas dentro de las masas y que volverá, indefectiblemente, a resurgir con la posguerra cuando los factores naturales tengan presentes. […] En la Secretaría de Trabajo y Previsión ya funciona el Consejo de Posguerra, que está preparando un plan para evitar, suprimir o atenuar los efectos, factores naturales de la agitación, y que actúa también como una medida de gobierno para suprimir y atenuar los factores artificiales; pero todo ello no sería suficientemente eficaz si nosotros no fuéramos directamente hacia la supresión de las causas que producen la agitación y sus efectos […]. Es indudable que en el campo de las ideologías extremas existe un plan que está dentro de las mismas masas trabajadoras, que así como nosotros luchamos por prescribir de ellas ideologías extremas, ellas luchan por mantenerse dentro del organismo del trabajo. Hay algunos sindicatos indecisos que esperan para acometer su acción la presencia de un medio favorable; hay también células adormecidas dentro del organismo que se mantienen así para resurgir en el momento que sea necesario producir la agitación de las masas.15
Como en los conceptos referidos a la guerra, en cuanto a la problemática social será Perón quien con mayor claridad conceptual explique la importancia estratégica de la cuestión social para los militares de los años treinta y cuarenta: El mundo ha de estructurarse sobre nuevas formas, con nuevo contenido político, económico y social […]. La explotación de las divisiones y reyertas dentro del bloque de países enemigos para provocar su desmembramiento, etcétera. Y comprenderemos fácilmente que todo intelecto y capacidad política debe ser movilizado para servir a la defensa nacional […]. La política interna tiene gran importancia en la preparación del país para la guerra […]. Su misión es clara y sencilla, pero difícil de lograr. Debe procurar a las Fuerzas Armadas el máximo posible de hombres sanos y fuertes, de elevada moral y con un gran espíritu de Patria. Con esta levadura, las Fuerzas Armadas podrán reafirmar estas virtudes y desarrollar fácilmente un elevado espíritu guerrero de sacrificio. […] Ante el peligro de la guerra, es necesario establecer una perfecta tregua en todos los problemas y luchas interiores, sean políticos, económicos, sociales o de cualquier otro orden, para perseguir únicamente el objetivo que encierra la salvación de la Patria: ganar la guerra. […] Todos hemos visto cómo los pueblos que se han exacerbado en sus luchas intestinas llevando su ceguedad hasta el extremo de declarar enemigos a sus hermanos de sangre, y llamar en su auxilio a los regímenes o ideologías extranjeras, o se han deshecho en luchas encarnizadas o han caído en el más abyecto vasallaje […]. Es necesario dar popularidad a la contienda que se avecina, venciendo las últimas resistencias y prejuicios de los espíritus prevenidos. Se debe establecer una verdadera solidaridad social, política y económica. [...] Es indudable que una gran obra social debe ser realizada en el país. Tenemos una excelente materia prima; pero para bien moldearla, es indispensable el esfuerzo común de todos los argentinos, desde los que ocupan las más altas magistraturas del país hasta el más modesto ciudadano […]. La defensa nacional es así un argumento más que debe incitamos para asegurar la felicidad de nuestro pueblo.
Conclusiones Como planteara al comienzo de esta exposición, he intentado dar respuesta a la pregunta acerca de por qué los militares de principios de la década de 1940 reflexionaban acerca de la necesidad de industrializar el país y de encarar la incorporación y organización de amplios sectores sociales dentro de las estructuras del Estado.
Juan D. Perón, “Discurso Pronunciado en La Bolsa De Comercio, 25 de agosto de 1944”, en Obras completas, op. cit., pp 560-590. 15
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Selva Echagüe, op. cit., p. 68.
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No es posible comprender la causa que da origen a este pensamiento, que se ha podido rastrear desde la década de 1920, si no se recrean las condiciones históricas del período entre guerras, las categorías analíticas que lo precedieron y las opciones políticas que se le presentaban a un argentino de ese tiempo. En este sentido, la Guerra Mundial fue un fenómeno social fundamental para analizar las bases del pensamiento político y estratégico que caracterizaron los años veinte y treinta. La Primera Guerra Mundial no se reducía al hecho bélico sino que implicaba la necesidad de un sostén industrial, científico y tecnológico del esfuerzo de guerra y, había introducido, tras la Revolución Rusa, el concepto de “revolución social” que a su vez había influido decisivamente en el desarrollo de la guerra, particularmente, en la derrota de Alemania. Los militares argentinos percibieron el fenómeno bélico a través de las categorías analíticas que disponían, siendo Colmar von Der Goltz el pensador más influyente, cuyo paradigma: “la guerra requiere de todas las fuerzas morales y materiales de la nación”, si bien data de los últimos años del siglo XIX, fue reinterpretado en los años veinte, entendiéndose por las fuerzas materiales, la necesidad de industrializar para lograr su autoabastecimiento y por las fuerzas morales, la de preservar la cohesión social del país, a través de la formación de un sindicalismo nacional, que hiciera frente a la agitación de las masas y la posibilidad de que éstas fueran influenciadas por el comunismo internacionalista. Las bases del pensamiento que expresa Perón, uno de los protagonistas excluyentes de la Revolución del 4 de junio de 1943, pueden rastrearse en Mosconi desde principios de los años veinte, pudiendo ser seguidos a lo largo de todo el período entre guerras y, en particular en los años treinta, tanto en las reflexiones de Savio como del propio Perón como profesor de la Escuela Superior de Guerra y en los escritos anónimos del Grupo de Oficiales Unidos (GOU).
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CAPÍTULO IV 289 1930-1943 L A
CRISIS DEL MODELO AGROEXPORTADOR
Y LA RUPTURA INSTITUCIONAL
¿Qué representación? Elecciones, partidos e incorporación de los intereses en el Estado: la Argentina en los años de 1930 A NA V IRGINIA P ERSELLO UNR / CIUNR / CEHP / CONICET
La “decepción” democrática. Los años de 1920 La “decepción” democrática experimentada por muchos de los que en la primera década del siglo XX propiciaron la ampliación del sufragio a través de la obligación y su depuración a través del secreto se fundamentó en el período de los gobiernos radicales a partir de la tensión inherente a la conciliación entre número y razón. El diagnóstico de los partidos políticos de la oposición que la prensa reproducía y amplificaba coincidía en que la democracia había adquirido formas plebiscitarias y la incapacidad definía la gestión de gobierno. La administración pública, hipertrofiada e inoperante, era producto del electoralismo que se sustentaba en el caudillo y en el comité. Los partidos, y el ejemplo paradigmático era el radicalismo, atravesados por una lógica facciosa, seleccionaban sus candidatos desconociendo el mérito y el talento. Los resultados electorales no traducían las diferencias en la opinión y si los procedimientos habían mejorado, la representación no lo había hecho. No sólo el número avasallaba a la razón sino que la sociedad no aparecía “fielmente” representada. La democracia, asociada con el “gobierno de los capaces” requería la racionalización de la administración, la depuración de las prácticas internas de los partidos y el ajuste de los mecanismos representativos. Una de las respuestas fue la acumulación de proyectos legislativos para separar la administración de la política a través del ingreso por concurso, el ascenso por escalafón y la estabilidad; reglamentar la organización y funcionamiento de los partidos y reformar el régimen electoral reemplazando el sistema del tercio por la representación proporcional. Iniciativas todas que se inscribían en los marcos de la democracia liberal y que partían del supuesto de que el gobierno radical era un accidente, o en todo caso, una perversión que podía ser superada ajustando los
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mecanismos de la ley. No se trataba de un sistema en crisis sino de una crisis del sistema. Y no faltaron las propuestas más generales para reformar la Constitución. La mayoría de ellas tendían a producir cambios en el sistema electoral e incluían la sustracción de la designación de los senadores a las legislaturas provinciales, motivo recurrente de interminables conflictos políticos, y su reemplazo por la elección popular. Los proyectos de reforma constitucional de Joaquín Castellanos (1916), Carlos F. Melo (1917), José María Zalazar (1919) y José N. Matienzo, desempeñándose como ministro de Alvear, coinciden en este punto. Los tres primeros proponen, además, la reducción del mandato a seis años y la renovación por mitad cada tres años. En el ánimo de los radicales imperaba la necesidad de revertir la composición del Senado que durante todo el período contó con una mayoría conservadora, cuestión que Yrigoyen no pudo resolver aun apelando al recurso de las intervenciones federales. El proyecto del diputado cordobés Zalazar, se hizo cargo, además, de otro de los problemas que desde hacía tiempo formaban parte de la agenda política: la exacerbación del presidencialismo. Proponía la elección del presidente y vice por el Congreso, reunidas ambas cámaras en Asamblea Nacional, con quorum de las tres cuartas partes, a pluralidad absoluta de sufragios y por votación nominal e introducía la figura del ministro responsable individualmente y del gabinete ante las Cámaras. Consideraba que sólo el sistema parlamentario realizaba el “gobierno de la opinión pública” y manifestaba haber intentado incluirlo en el programa de la UCR argumentando que la reforma propuesta, en todo caso, llenaría deficiencias y vacíos definiendo mejor lo que la Constitución ya había instituido. Aunque, paralelamente surgieron planteos diferentes. Ya en 1920, Rodolfo Rivarola, desde las páginas de la Revista Argentina de Ciencias Políticas, planteaba que la única forma de perfeccionar la representación era incorporar a los agricultores, ganaderos, industriales, comerciantes y militares en los cuerpos representativos. La propuesta se resumía en un sistema coordinado de representantes del pueblo en Diputados y de la sociedad en el Senado.1 Y Carlos J. Rodríguez, el dirigente radical cordobés, en su condición de diputado nacional, presentó varios proyectos que, escalonadamente, recuperaban la preocupación por la representación funcional de intereses que se fundaban en el imperativo de adelantarse a las consecuencias abiertas por la crisis del Estado liberal marcando nuevos rumbos. En abril de 1930, presentó una iniciativa de reforma de la Constitución “para dar a la soberanía popular
Rodolfo Rivarola, “Un poco de teoría... política y otro poco de ideal... social”, en Revista Argentina de Ciencias Políticas [RACP], tomo XXI, 1920-1921, pp. 32-56. 1
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una expresión más directa, más real y exacta de su voluntad, creando órganos más técnicos y especialmente un parlamento más fiel y capaz que éste representativo surgido de un sufragio universal amorfo”.2 El proyecto combinaba la representación territorial en el Senado y la funcional, en Diputados. A esa combinación avalada, según Rodríguez, por la concepción orgánica de la sociedad y el Estado presentes en León Duguit, se sumaba la recuperación de Rousseau. La noción de la soberanía popular indelegable e irrepresentable tenía su traducción en la revocatoria, no sólo del mandato de los representantes sino de los miembros del Poder Ejecutivo y en el plebiscito.3 Estas propuestas no implicaban la desaparición del partido político que seguía pensándose –a pesar de las críticas a su funcionamiento concreto– como el órgano más adecuado al sistema representativo. El énfasis estaba puesto en separar aquello que en Europa se definía como crisis del parlamentarismo y que ponía en discusión las instituciones democráticas proponiendo la participación corporativa de los gremios en el poder legislador, de la crisis del parlamento provocada por la modalidad que adoptaban los partidos locales que consideraban la función parlamentaria como posición de combate o recompensa por servicios electorales, por la falta de iniciativa de los ministerios y la absorción ejecutiva de funciones. Los primeros años de 1930. Debate sobre la reforma constitucional y administración pública A fines de la década de 1920, el reemplazo de la representación territorial por la representación funcional adquirió connotaciones nuevas asociadas a la prédica de los grupos nacionalistas y las apreciaciones en torno al modo en que debía reestructurarse –o no– el régimen político se inscribieron inmediatamente después del golpe en un debate impulsado por la propuesta de reforma constitucional sustentada por el
Cámara de Diputados, Diario de Sesiones [CDDS], tomo I, 1928, reunión 40, p. 680. En el período legislativo de 1927, Carlos J. Rodríguez había presentado un proyecto de reglamentación del contrato colectivo de trabajo (CDDS, tomo I, reunión 11, 9 de junio de 1927, pp. 581-583) y Leopoldo Bard, también legislador radical, un proyecto de organización y funcionamiento de asociaciones profesionales (ibid., reunión 10, 8 de junio de 1927, pp. 490-513). En el proyecto de Bard, las asociaciones se organizan por oficio y localidad y convergen en una federación nacional. Su fundamentación se basa en la necesidad de resolver los conflictos entre el capital y el trabajo de manera armónica para evitar el caos y la guerra civil “si se entroniza el privilegio de clases y se permite la expoliación del obrero en beneficio de autócratas y capitalistas” con la intervención del Estado que, con el tiempo –dice– “acabará por predominar”. 2 3
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uriburismo que –con más ambigüedades que precisiones– propuso el reemplazo, total o parcial, según quien y cuando la hiciera pública, de la representación territorial por la representación de intereses funcionales. Carlos Ibarguren, en ese momento interventor en la provincia de Córdoba, fue uno de los publicistas involucrados en su diagramación y su difusión. Propiciaba la reforma para “evitar irrupciones demagógicas” eliminando los “defectos” institucionales que habían favorecido el accionar del gobierno radical. Esas deficiencias se resumían en la prepotencia del Poder Ejecutivo que anulaba a los otros poderes y subvertía el sistema federal y en la ausencia de representación y de intervención en el gobierno de los intereses sociales porque “los profesionales del electoralismo” todo lo habían acaparado. El Estado debía dejar de ser “burocracia de comité” y el funcionario, “caudillejo de parroquia”. La razón de ser de la revolución era, en este planteo, como lo había expresado el presidente del gobierno provisional en el manifiesto del 1º de octubre de 1930, sentar a los agricultores, obreros, ganaderos, profesionales e industriales en las bancas del Congreso. En todas sus intervenciones públicas, Ibarguren, en nombre del gobierno, puso mucho énfasis en aclarar que no se trataba de suprimir el sufragio universal o eliminar a los partidos para convertir al Congreso en una asamblea “puramente corporativa”. Ni vuelta a la demagogia, ni reforma fascista. Varias eran las soluciones posibles: reorganizar los partidos e introducir los intereses sectoriales en ellos, establecer un sistema de doble representación –territorial y funcional– dando cabida a los gremios que estuvieran ya organizados, o, finalmente, si esto se juzgara prematuro por considerarse que la Argentina no está suficientemente evolucionada todavía como para que refleje adecuadamente en el Parlamento representaciones tan complejas, ello no impide que los intereses sociales que estén sólida y maduramente organizados participen por medio de delegados auténticos, no de mandatarios ajenos a esos intereses, en los directorios y consejos técnicos de grandes entidades de la administración. Así, por ejemplo, en las instituciones bancarias oficiales, en los Ferrocarriles del Estado, en las cajas de pensiones y en otros importantes órganos de servicios públicos debieran tener algunos asientos establecidos por la ley en las comisiones directivas, representantes de los intereses sociales vinculados a esas entidades.4
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La Nación [LN], Buenos Aires, 16 de octubre de 1930.
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La introducción de la representación gremial logró unificar en la oposición a todo el espectro partidario cuyos argumentos recuperaron los ya planteados en años anteriores. El diario La Nación aceptó el diagnóstico de Ibarguren, pero manifestó en varias editoriales que resultaba “un poco violento” considerar siquiera la hipótesis en cuanto a las soluciones propuestas. El problema no estaba en las instituciones. Y representantes de diferentes partidos políticos se opusieron al mecanismo propuesto por el gobierno: convocar al Congreso para que debata la reforma aunque manteniendo la presidencia de facto. Aun Carlos J. Rodríguez, cuyo proyecto de reforma constitucional contemplaba algunas de las cuestiones que sustentara Uriburu, escribió inmediatamente después del golpe, aunque publicó recién en 1934, Hacia una nueva argentina radical, donde, al mismo tiempo que se reafirma en su propuesta que combina representación territorial y representación corporativa, se separa del gobierno provisional. Apenas iniciada la tiranía –dice en el prólogo– su jefe dio a conocer el propósito doctrinario de la revolución y esa declaración “me reveló el propósito de la ‘dictadura’, poner las manos en nuestra carta magna, para cimentar un régimen reaccionario, con apariencias de renovación democrática, al estilo fascista”.5 Finalmente, los hechos se impusieron. En abril de 1931, el primer ensayo electoral realizado en la provincia de Buenos Aires demostró que el radicalismo contaba todavía con el favor del electorado. La crisis se tradujo en el reemplazo del gabinete y la presentación, en junio, de un proyecto de reforma constitucional. Aunque revisar el texto constitucional, en el planteo del gobierno, seguía siendo “el contenido y la razón histórica de la revolución”, se obviaba ahora incluir modificaciones en la representación. El personalismo, el centralismo y la oligarquía que evolucionó a la demagogia, defectos capitales del sistema político, –se decía en la fundamentación– debían ser superados en el marco de la división de poderes “Y entonces, en plena tiranía, entreviendo el peligro de que pudiera ilusionarse al pueblo con este contenido doctrinario novedoso, para desviarlo de la marcha que venía realizando con la Unión Cívica Radical, hacia la nueva democracia, me apresuré a reunir mis principales iniciativas parlamentarias, en que, desde 1922, venía propiciando la reforma fundamental de la Constitución [...] y las publiqué en un folleto [...] La Nueva Argentina, aparecido el 26 de octubre de 1930. [...] Dos meses antes vio la luz el libro del poeta D. Leopoldo Lugones: La Grande Argentina, destinado, entre otras cosas, a combatir ‘la ideología liberal [...] y la democracia mayoritaria’. [...] Con esta leyenda La Nueva Argentina, síntesis de la idealidad y de la obra de la Unión Cívica Radical, repliqué a los dos intentos reaccionarios de reformar la Constitución Nacional para implantar una imitación del régimen fascista [...] estando en prensa este libro, con esa misma leyenda que hice pública La Nueva Argentina, me informo con sorpresa, que acaban de apropiársela como divisa de lucha, varias entidades reaccionarias.” Tal “usurpación” –dice– es lo que lo llevó a modificar el lema agregándole el calificativo radical. 5
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y el sistema federal: autonomía del Congreso, de las provincias y mayor independencia del Poder Judicial. Nuevamente el espectro político coincidía con el diagnóstico pero ahora lo rechazaba en función de su oportunidad –Vicente Gallo y Marcelo T. de Alvear, radicales; Correa, dirigente del PDP; Carlos Melo, antipersonalista, Nicolás Repetto, socialista, emitieron declaraciones en ese sentido–. En los períodos normales –respondió nuevamente Ibarguren en nombre del gobierno– las instituciones no se modifican, “la cura en salud es nociva”, y los intereses creados lo impiden, la historia enseña que las grandes reformas son hijas de revoluciones. Los constitucionalistas se dividieron en el análisis de las propuestas puntuales. El Poder Judicial ocupó el centro del debate. El proyecto del gobierno involucraba a la Corte Suprema en las intervenciones federales y le daba participación en el nombramiento de los magistrados. Las críticas más fuertes las esgrimió José Nicolás Matienzo: se le otorgaban funciones políticas, lo cual era inconcebible y se creaba una “oligarquía” judicial. Mientras el debate transcurría, el gobierno operaba sobre la administración para cumplir con el objetivo prioritario que se había impuesto frente a la crisis económica: equilibrar el presupuesto y en ese sentido no había originalidad, se trataba de restringir gastos y aumentar impuestos. Un amplio repertorio de medidas, de las que no nos ocuparemos aquí, se orientó en ese doble objetivo de poner “orden” en la administración y achicar los gastos del Estado: cesantías, rebajas de los sueldos del personal, refundición de oficinas e introducción de nuevos gravámenes, a las transacciones y a los réditos. Y, paralelamente, comenzaron a diagramarse instancias más o menos institucionalizadas de consulta y búsqueda de asesoramiento para dar respuesta a los problemas que aparecían como más acuciantes. La función de los nuevos organismos era diagramar políticas, por un lado, relativas a la producción, tales como la Comisión Asesora de la Agricultura, la Comisión Nacional del Azúcar, de la Yerba Mate y del Algodón o la Junta de Abastecimientos, por otro, para “racionalizar la administración”: la Comisión de Presupuesto, la reguladora de gastos y la Comisión de personal que se transformó luego en Junta de Servicio Civil y finalmente, para reglamentar y organizar la recaudación de los nuevos tributos. La mayoría de ellas combinaba en su composición a funcionarios y representantes gremiales, tal la propuesta de Ibarguren inmediatamente de producido el golpe.6 El espacio y las características de este trabajo no nos permiten caracterizar acabadamente a estos organismos, cuestión que puede verse en Ana Virginia Persello, “El estado consultivo. Argentina en los primeros años 30”, Ponencia presentada a las V Jornadas “Espacio, Memoria e Identidad”, Rosario, octubre de 2008; “Los alcances y límites de la racionalización estatal”, disponible en línea: <www.historiapolítica.com>, y “De las juntas y comisiones al Consejo Nacional Económico”, disponible en línea: <www.saberesdeestado.com>. 6
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Las juntas y comisiones asesoras creadas por el gobierno de Uriburu, en parte podrían pensarse como figuras de reemplazo del Parlamento disuelto, sin embargo, sus antecedentes en la administración alvearista y su continuidad, superada la coyuntura del gobierno provisional, nos obliga a asumirlas como nuevas formas de articulación entre el Estado y la sociedad, nuevas interacciones entre organizaciones de interés, partidos políticos, instituciones representativas y burocracia estatal. Partidos y régimen electoral Entre 1930 y 1935 se acumuló el mayor número de reformas institucionales tendientes a limitar el espacio opositor y cuando finalmente el radicalismo decidió levantar la abstención el terreno del fraude estaba preparado. La mayoría de ellas pretendía diagramar, sin derogar la Ley Sáenz Peña, un nuevo mapa electoral. La selección de candidaturas era uno de los espacios que la legislación electoral había dejado a la práctica política. El 4 de agosto de 1931 Uriburu, renunciando a sus intenciones corporativistas y “traicionando” el espíritu de la revolución septembrina –en el planteo de aquellos que propiciaban un cambio de régimen que erradicara las instituciones del demoliberalismo–, dictó un decreto reglamentando el funcionamiento de los partidos políticos, gesto que implicaba otorgarles legitimidad como personas de derecho público, aunque su intención última fuera la de controlar su accionar. Establecía para el otorgamiento de la personería la obligatoriedad de contar con una carta orgánica, plataforma (art. 3°), tesoro formado por la cuota de los afiliados (art. 11), manifestación pública de su composición, registros de la contabilidad y correspondencia ajustado al código de comercio (art. 10) y elección de autoridades locales y delegados a las convenciones o asambleas de distrito por el voto directo de los afiliados, aceptando el segundo grado para las autoridades centrales (art. 12). El radicalismo fue el primer partido en adoptar sus disposiciones reformulando su carta orgánica para ponerse en condiciones electorales. Entre el estatuto de reglamentación del funcionamiento de los partidos políticos dictado por Uriburu en agosto de 1931 y el anteproyecto de Código Político elaborado por Miguel Culaciatti, ministro del Interior de Castillo en 1943, entraron a las cámaras, desde todos los sectores políticos, una importante cantidad de proyectos de ley con el objetivo de pautar la organización interna y las actividades de los partidos, organismos centrales del gobierno representativo,
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para depurar sus prácticas, aunque ninguno fue sancionado.7 Muchos de ellos apuntaron al proceso de selección de candidaturas, espacio que la legislación electoral había dejado a las prácticas, y que ahora se pensaba como factible de ser controlado para impedir el entronizamiento de los “peores”. El presidente Justo, en 1933, elevó una iniciativa a diputados en la que se contemplaba el voto directo para candidatos a cargos representativos y en el mismo año, José N. Matienzo, consecuente con su prédica anterior, propuso también en su proyecto la selección directa por los afiliados incorporando la representación proporcional, según planteaba, para evitar los cismas. En 1938, el presidente, Ortiz; el senador socialista Alfredo Palacios y el diputado radical Arquímedes Soldano y en 1940 el legislador Santiago Fassi, insistieron en la misma cuestión. El anteproyecto de Código Político de 1943 –que entre otras cuestiones excluía el voto de los analfabetos– pautaba un sistema de elecciones primarias por voto directo de los afiliados para la selección de candidatos, con la sola excepción del presidente y vicepresidente de la Nación, para cuya elección proponía el segundo grado, que comenzaba en la “unidad básica” donde se elegían los candidatos a concejales y diputados provinciales y seguía en el distrito –unión federativa de unidades básicas territorialmente delimitadas– para elegir candidatos a diputados nacionales, electores de senador nacional y gobernadores. Las mujeres votaban en las internas pero no podían ser votadas. La insistencia en la presentación de iniciativas legislativas que colocaran a los partidos como personas de derecho jurídico, independientemente de que no se sancionaran, implica un reconocimiento, ya otorgado en la práctica, de que eran los espacios donde parte del proceso electoral se sustanciaba. Dan cuenta de ello, otros proyectos que intentaron reglamentar el sistema de lista. Si en la práctica los partidos presentaban listas de candidatos éstas no eran obligatorias ni cerradas. La borratina y el desdoblamiento, en todo caso, no eran transgresiones a la norma sino su concreción. Para saldarlo, en 1933, Melo, ministro del Interior de Justo, incluyó en un proyecto al que nos referiremos más adelante, la eliminación del procedimiento de las borratinas estableciendo que la designación de candidatos dentro de cada lista debía hacerse de acuerdo con el orden en que figurara Adrián Escobar, CDDS, 17 de mayo de 1933, pp.191-198; Agustín Justo/Leopoldo Melo, ibid., 8 de septiembre de 1933, pp. 65-68; José N. Matienzo, CSDS, 1933, pp. 469-472; Alfredo Palacios, ibid., 17 de mayo de 1938, pp. 93-105; Roberto Ortiz/Diógenes Taboada, CDDS, 1º de junio de 1938, pp. 282-284; Arquímides Soldano, ibid., 21 de noviembre de 1938, pp. 345-351; Santiago Fassi, 1º de agosto de 1940, pp. 725-728; Armando Antille, 29 de mayo de 1940, pp. 157-159; J. Perkins, A. Arbeletche y J. Sancerni Jiménez, 2 de septiembre de 1941, pp. 731-733. 7
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en ella y sin acumularle los votos de otra lista. En 1934, una iniciativa de la bancada radical antipersonalista entrerriana establecía que debía respetarse el orden de preferencia que determinaran los partidos en la confección de las listas. Es ilógico e injusto, sostenían, que se deje librada la elección de candidatos a factores ajenos al partido que los proclama y hasta se llega al absurdo de que en un partido que obtenga minoría, la elección de los candidatos, la pueda realizar el propio adversario. En 1941 el legislador concurrencista tucumano Fernando de Prat Gay insistió en el mismo sentido al introducir en Diputados un proyecto para que se tuviera por no hecha cualquier modificación a las listas de candidatos fundamentado en la necesidad de prestigiar la vida de los partidos políticos.8 La idea de reglamentar la selección de candidaturas se fundamentaba a partir de la necesidad de eliminar el caudillismo para lograr que gobernaran los capaces. Esta cuestión volvió a ser planteada en relación al universo de votantes. Una de las cuestiones que originó mayores debates en los años treinta fue la extensión del cuerpo electoral. Si bien se planteaba la ampliación a partir de la incorporación del sufragio femenino, los proyectos entrados en el Parlamento tendían a restringir el universo de electores a partir de ampliar las inhibiciones. En julio de 1933 Manuel Fresco, Ramón Loyarte, Dionisio Schoo Lastra, Ernesto Aráoz y Pedro Groppo, todos ellos miembros de la bancada concordancista, presentaron una iniciativa para modificar el art. 2° de la ley 8.871, título 3°, incisos a) y d). Fresco la fundó en la doctrina de la calificación del elector (incorporada a la ley 8.871):9 No quiero para mi país el voto de los delincuentes. Proyecto […] la proscripción del delincuente […] con propósitos antidemagógicos y de higiene social porque quiero reivindicar para mi país el derecho de ser gobernado por los mejores […] los mejores no podrán ser ungidos por el voto de los indignos. Un mes después, Leopoldo Melo presentó un proyecto semejante alegando que con el régimen vigente imperaba el número. Excluía del padrón a los recluidos en asilos públicos; sargentos, cabos y soldados de los resguardos de aduana; aumentaba a diez años la duración de la indignidad de los reincidentes; agregaba no sólo a los quebrados sino a los concursados fraudulentos; los que hubieran
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CDDS, tomo IV, 15 de septiembre de 1941, pp. 439-441. Ibid., tomo II, reunión 27, 21 de julio de 1933, pp. 457-458.
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sido objeto de cuatro o más sobreseimientos provisionales; los tratantes de blancas, rufianes, sodomitas, toxicómanos, expendedores de tóxicos; los que atentaran contra la Constitución, pertenecieran a asociaciones ilícitas, mafiosos, terroristas, ladrones, estafadores y pequeros y los ciudadanos naturalizados que hubieran realizado actos que importaran el ejercicio de la nacionalidad de origen (art. 80, ley 346). Establecía que las causas se investigarían de oficio o por denuncia y que las autoridades policiales remitirían, también de oficio, las listas a los jueces o encargados de los registros electorales. El “elemento indeseable e indigno” debía ser eliminado del padrón para sanear el ambiente político en la medida en que ya no se justificaba “la actividad de aquellos que, pensando que de ese modo se aseguran votos, muevan influencias para liberarlos de la policía o la justicia”.10 Los proyectos se unificaron para su tratamiento y en el debate11 que se suscitó, los legisladores de la Alianza Civil –Enrique Dickmann por el socialismo y Pomponio por el PDP– y uno de los miembros del bloque concordancista, el diputado radical antipersonalista santafesino Bossano Ansaldo, se opusieron. La negativa a considerar las iniciativas propuestas se fundaba en la falta de oportunidad para modificar la ley 8.871 cuando la mayoría de la población bregaba por su respeto antes que por su reforma y en ausencia del radicalismo del Parlamento. Además, uno de los argumentos de peso era que la ley ponía en manos de la Policía la construcción del padrón, con lo cual bastaba un proceso por desacato para eliminar a los comunistas, a los que criticaran al gobierno, a los directores de diarios opositores y a los afiliados a los sindicatos para lo cual bastaba declararlos asociaciones ilícitas. Todo el debate estuvo atravesado por el juzgamiento del radicalismo. El legislador socialista independiente Manacorda, evocando los fraudes cometidos en Mendoza, San Juan y Córdoba en las elecciones legislativas de 1930, sostuvo que se pretendía eliminar de los padrones a los delincuentes porque nadie ignoraba que la política yrigoyenista se había basado “en que los caudillos han podido influir en la policía para obtener, cuando convenía y cuando estaban en vísperas electorales, la libertad de todos los delincuentes que se procesan, pero que siempre obtienen la libertad porque nunca hay fundamentos bastantes para condenarlos”. Y Fresco, quien alegando que el voto más que un deber y una obligación era una función y como tal requería idoneidad, sostuvo
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CDDS, tomo III, reunión 39, 23 de agosto de 1933, pp. 354-356. CDDS, tomo IV, reunión 50, 14 de septiembre de 1933, pp. 299-309.
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¿no tenemos el recuerdo panorámico de aquellos comités de la UCR irigoyenista de la Capital, que eran verdaderos refugios de toda clase de elementos antisociales; donde había rufianes caudillos que acaudillaban masas de rufianes, que llenaban de votos las urnas y donde había ladrones caudillos que incorporaban a la acción política los elementos más inferiores de la sociedad y ejercían una influencia indiscutible sobre comisarios y jueces. Otro de los cambios impuestos, tuvo que ver también con el lugar de la minoría. En 1933, Melo presentó un proyecto que propiciaba el reemplazo de la lista incompleta por la representación proporcional. El sistema propuesto era el del cociente. Los argumentos para defenderlo no eran nuevos. Habían sido ya expuestos en los debates de 1911 y se había insistido en ellos en los años veinte para frenar el avance del voto radical reivindicando la traducción parlamentaria de la diversidad de opiniones. El entonces ministro del Interior recuperó a Sáenz Peña quien habría planteado que la lista incompleta constituía un ensayo transitorio que debía preceder a la reforma definitiva, sostuvo que el sistema que fijaba la minoría en el tercio limitaba la posibilidad de la formación de nuevas fuerzas políticas y finalmente, que consagraba mayorías relativas. Pero el proyecto no se sancionó y finalmente el cambio se dio en un sentido casi inverso. En 1935 se produjo el reemplazo de la lista incompleta por la completa para las elecciones de electores de presidente y vice y senadores por la Capital. Carlos Pueyrredón fundamentó el proyecto en la cámara de diputados y al igual que Melo se apoyó en Sáenz Peña argumentando que la propuesta era una copia textual del artículo 44º elevado por el Presidente en 1911 al Parlamento, modificado por una iniciativa del entonces legislador Fonrouge que propuso extender la lista incompleta. Esto hubiera sido razonable –dice Pueyrredón – si el Poder Ejecutivo fuera un triunvirato– pero siendo unipersonal lo único que logra es fragmentar a los electores. Cuando ningún partido alcanza los 189 electores necesarios, la disciplina que obliga al elector a votar por el candidato proclamado por su partido da paso al tráfico de votos, las conveniencias personales y las venganzas políticas. En este caso, según propuso el conservador bonaerense De Miguel cuando se discutió el proyecto, la opinión de la mayoría, podía ser defraudada por el conjunto de minorías relativas.12 Finalmente, se reformó el reglamento de la Cámara de Diputados. Bajo el régimen anterior, cuando se trataba de elecciones que no ofrecían dificultades los diplomas se aprobaban en sesiones preparatorias y los electos juraban y se incorporaban
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CDDS, tomo II, reunión 26, 20 de julio de 1933, pp. 394-398.
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de manera definitiva. Y si se trataba de elecciones que ofrecían dificultades, se dejaban los diplomas para las sesiones ordinarias; pero el electo no juraba ni se incorporaba. El juicio de la elección era previo a la incorporación. A partir de los cambios introducidos en 1934 se eliminó el requisito de la previa aprobación de los diplomas para la incorporación de los nuevos diputados, dejando abierta la posibilidad de que la Cámara rechazara los que fuesen impugnados. Los argumentos que fundaron la modificación recuperaban prácticas anteriores: abusos y arbitrariedades de las mayorías para asegurar el diploma de sus amigos y rechazar el de sus adversarios; la postergación por largo tiempo de un diploma privando a la provincia de representación por razones puramente políticas; los famosos escrutinios de conciencia; la prolongación de las sesiones preparatorias indefinidamente por largos debates políticos. En 1936 la Cámara se constituyó e inmediatamente las fuerzas de la oposición impugnaron los diplomas de los diputados electos por Mendoza y Buenos Aires y presentaron un pedido de investigación sobre los diplomas de Santa Fe iniciando un largo e insoluble pleito que se prolongó durante varios meses. Los legisladores de la concordancia sostuvieron que ya estaban incorporados a la Cámara y los opositores inscribieron la reforma del reglamento en el proceso de imponer al sucesor del presidente Justo que se había iniciado con la reforma de la Ley Sáenz Peña, continuado con la intervención a Santa Fe y rematado con las interpretaciones rebuscadas del artículo 19º provocadas por el levantamiento de la abstención del radicalismo. El oficialismo lo admitió, se trataba –dijeron– de un problema político. El enfrentamiento estaba planteado con los “desalojados” el 6 de septiembre que cansados de la abstención e impotentes para la revolución se incorporaban a la vida política ostentando “exacerbados sentimientos de revancha” cuando tenían “la tremenda responsabilidad de dos presidencias que pusieron al país al borde de la ruina” (Solá). Los yrigoyenistas no tenían autoridad ética, derecho moral para acusar, para constituirse en jueces porque “llevan en su entraña, certificadas por el ejército y la historia, las taras de la inmoralidad, de la concupiscencia y de la demagogia, están inhibidas para erigirse en custodias vestales del pueblo y en tutores de la dignidad nacional” (Kaiser). Las acusaciones contra el radicalismo justificaban el fraude. Había que cuidarse de los excesos del legalismo. Olvido y perdón no implicaban “rehabilitar de oficio a los prófugos y a los delincuentes del 6 de septiembre” cuando el candidato a gobernador de Buenos Aires “prometía que si llegaba al poder gobernaría con las mismas normas de conducta moral y política de H. Yrigoyen. Semejante anuncio, de evidente carácter subversivo […] semejante apología desembozada […] significaban un agravio y una ofensa para el ejército y el pueblo”. Fue Manuel Fresco el que asumió la respon-
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sabilidad de impedir que “la horda fugitiva. […] se adueñara, orgullosa y ensoberbecida, del primer baluarte político de la República” (Loncan).13 Los partidos y las elecciones periódicas seguían siendo reconocidos como instrumentos legítimos de asignación de la ocupación de roles en el gobierno aunque en la práctica se utilizaran mecanismos legales y extralegales para cercenar el lugar de la oposición. Federico Pinedo, ministro de Hacienda entre 1933 y 1935 y uno de los responsables de la profundización de medidas intervencionistas, lo justificó años más tarde apelando a la capacidad para el gobierno. Teníamos sin duda motivos para creer que estábamos haciendo una gran obra, y había entonces alguna razón para suponer que nuestros rivales de aquel momento no estaban muy capacitados para hacerla mejor ni para continuarla. Fue ese convencimiento de que se estaba realizando una tarea de saneamiento y de progreso imprescindible y que había que salvarla de la incompetencia de los posibles rivales, exteriorizada de 1916 a 1930 en un gobierno muy malo, uno mediocre y uno abominable, lo que llevó a los gobiernos con los cuales he colaborado y a algunas de las fuerzas cívicas cerca de las cuales he actuado a iniciarse en expedientes políticos que paulatinamente degeneraron en prácticas electorales perniciosas, que nadie puede aprobar.14 Nuevas modalidades administrativas. El Estado consultivo Las corporaciones no tenían cabida en el diseño institucional. Sin embargo, en la elaboración e implementación de políticas comenzó a otorgárseles un espacio relevante que superaba con creces el que habían desempeñado en etapas anteriores. La intervención estatal en la economía instauró una nueva modalidad administrativa que, aunque tenía antecedentes, se desplegó y, creemos, adquirió perfiles bien definidos, entre el golpe de septiembre de 1930 y el de junio de 1943: el desarrollo de organismos consultivos, juntas y comisiones asesoras del Poder Ejecutivo, algunas integradas por técnicos, pero las más, por funcionarios y representantes de intereses sectoriales, cuyas funciones eran amplias e incluían la elaboración de proyectos que serían sometidos al Parlamento para aportar soluciones a una amplia gama de problemas –diría que casi la totalidad de la agenda Las expresiones citadas corresponden al largo debate sobre diplomas realizado en la Cámara de Diputados entre abril y junio de 1936. 14 Federico Pinedo, En tiempos de la república, tomo I, Buenos Aires, Mundo Forense, 1946. 13
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¿Qué representación? Elecciones, partidos e incorporación de los intereses en el Estado: la Argentina en los años de 1930
de los gobiernos de la década– la producción, la comercialización, el régimen financiero, el sistema tributario y la administración pública. Algunas fueron creadas por decreto y otras por ley; las hubo transitorias y permanentes y en muchos casos superpusieron funciones y áreas de incumbencia o se yuxtapusieron sin articularse con comisiones parlamentarias creadas con los mismos fines. El diagnóstico que presidió su constitución fue, por un lado, la incapacidad del Estado para lidiar con la creciente complejidad y, por otro, el déficit de la representación política provocado, para algunos, por la experiencia de los gobiernos radicales y por otros, por las propias características del régimen. El objetivo era racionalizar la administración y fortalecer –no reemplazar– a los funcionarios y al Parlamento. El argumento consistía en que sólo la colaboración de los directamente interesados, que por otra parte eran los que poseían el saber técnico necesario, otorgaría prestigio al gobierno, uniría a la autoridad con la población y sobre todo, crearía solidaridades para sostener políticas entre el gobierno y los directamente afectados por ellas, hoy diríamos, posibilitaría la gobernabilidad. El diario La Nación, en algunos de sus editoriales, denominó a la nueva modalidad administrativa “compenetración consultiva” y si bien admitió que la consulta a los “interesados” no era nueva, sí lo era que fuera de carácter público. Con excepción del Partido Socialista, que con matices internos era la agrupación que más fielmente defendía los principios del liberalismo, el resto de los partidos aceptaba la intervención estatal para recuperar el equilibrio perdido y centraba sus críticas al gobierno en el carácter sesgado de sus políticas y en la asimetría que implicaba incorporar a representantes de entidades de representación de intereses sectoriales: mientras la presencia de la Sociedad Rural Argentina estaba sobredimensionada, prácticamente no había consumidores y mucho menos obreros en el seno de las nuevas agencias estatales. Hacia finales de la década, los mismos que propiciaron y se beneficiaron con las nuevas modalidades adoptadas por el Estado “consultivo” exigían una intervención diferente, que limitara el peso de la burocracia estatal y que institucionalizara la participación corporativa, ya no en cuerpos de consulta, sino en un amplio organismo –un Consejo Nacional Económico– que contuviera y a la vez limitara la injerencia de los cuerpos de funcionarios. En los hechos, la Constitución no fue reformada, la democracia siguió siendo invocada como el mejor régimen posible aunque no se dudó en imponer mecanismos de manipulación del sufragio y se desarrolló un proceso de constitución de nuevas agencias estatales que, con matices, incorporaron representantes de intereses sectoriales y expertos –términos que la mayor parte de las veces aparecen confundidos– para asesorar al Poder Ejecutivo, con carácter limitado, experimental
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y asimétrico. La doble desconfianza, en el régimen democrático y en la capacidad del Estado, condujo a buscar fórmulas que salvaran el déficit representativo, y las transformaciones en la ingeniería estatal formaron parte de ese proceso.
B IBLIOGRAFÍA CÁMARA DE DIPUTADOS, Diario de Sesiones, tomo I, 1928. PERSELLO, Ana Virginia, “El estado consultivo. Argentina en los primeros años 30”, Ponencia presentada a las V Jornadas “Espacio, Memoria e Identidad”, Rosario, octubre de 2008. _________________________, “Los alcances y límites de la racionalización estatal”, disponible en línea: <www.historiapolítica.com>. _________________________, “De las juntas y comisiones al Consejo Nacional Económico”, disponible en línea: <www.saberesdeestado.com>. PINEDO, Federico, En tiempos de la república, tomo I, Buenos Aires, Mundo Forense, 1946. RIVAROLA, Rodolfo, “Un poco de teoría... política y otro poco de ideal... social”, en Revista Argentina de Ciencias Políticas (RACP), tomo XXI, 1920-1921.
CAPÍTULO IV 305 1930-1943 L A
CRISIS DEL MODELO AGROEXPORTADOR
Y LA RUPTURA INSTITUCIONAL
Política, ideas y el ascenso de Perón M ARIANO B EN P LOTKIN UNTREF / CONICET
El surgimiento del peronismo fue uno de los procesos más decisivos de la historia argentina contemporánea. El ascenso meteórico del entonces coronel Perón, que pasó de ser un oficial casi desconocido a convertirse en el hombre fuerte del gobierno militar establecido en 1943 y luego en el líder indiscutido del movimiento de masas más exitoso del siglo sin tener el anclaje de un partido político en menos de tres años, ha dado lugar a una enorme literatura y todavía genera preguntas difíciles de responder. Además, el peronismo ha polarizado a la sociedad argentina redefiniendo por décadas las identidades políticas (y no sólo políticas), las que pasaron a articularse en términos de la dicotomía peronismo/antiperonismo. Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos realizados tanto por peronistas como por antiperonistas –aunque desde luego con motivos opuestos– con el fin de caracterizar al peronismo –sobre todo los primeros dos gobiernos de Perón– como una ruptura total con el pasado del país, lo cierto es que Perón (como todos los seres humanos) fue un producto de su tiempo; y su surgimiento como líder indiscutido, así como su particular estilo de gobierno, resultan más sencillos de comprender a la luz de la situación en la que se encontraban el país y el mundo. Lo que intentaré realizar aquí es focalizar algunas dimensiones de la ideología de Perón tratando de vincularlas con el momento en que la misma fue formándose. El año 1930 marcó un punto de quiebre en la historia argentina del siglo XX. En efecto, durante ese año un golpe militar, el primero de los que asolarían al país en las décadas siguientes, puso fin a un período de casi ochenta años de relativa estabilidad institucional bajo un régimen constitucional. Si bien es cierto que hasta 1916 no puede hablarse de la existencia de una verdadera democracia representativa (la “República Verdadera” con la que había soñado Alberdi), sino de un sistema político bastante cerrado y excluyente –aunque menos de lo que habitualmente se consideraba–, es decir, más parecido a la “República Posible” alberdiana, lo cierto es que no eran muchos los países en el mundo de entre siglos
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que pudieran jactarse de ser gobernados por sistemas más inclusivos. Y si observamos desde una perspectiva actual (2009), no son muchos los países europeos que hayan disfrutado de un período tan largo de democracia constitucional continuada (limitada o no): definitivamente no es el caso de Francia, ni de España, ni de Portugal; y menos los de Alemania, Italia o Grecia, y la lista continúa. Por lo tanto, podríamos afirmar que la longeva estabilidad institucional argentina hasta 1930 constituyó un caso bastante único, y no sólo si tomamos como punto de comparación al resto de los países latinoamericanos, lo cual hace retrospectivamente más dolorosa su ruptura. La otra peculiaridad argentina fue probablemente la fuerza con que la tradición liberal-democrática se siguió desarrollando en la cultura política del país. En efecto, la república fraudulenta restaurada en 1932 bajo la presidencia del general Justo, que dio origen a la llamada “década infame”, fue menos sorprendente por las limitaciones que las elites gobernantes impusieron al funcionamiento de la democracia representativa, que por el hecho de que fuera allí, al menos en teoría, donde el régimen siguiera buscando el fundamento de su legitimidad, en un momento en el que el mundo parecía encaminarse hacia otro tipo de experimentos políticos, experimentos que, desde luego, contaban con simpatizantes en nuestro país.1 Aun el Partido Radical, proscripto y derrotado en 1930 aceptó, a partir de 1935, incorporarse al sistema de democracia limitada que en los hechos lo excluía del acceso al poder. Sin embargo, el momento político inaugurado en 1930 dio origen a la aparición de un nuevo actor político cada vez más alejado de los ideales democráticos: el Ejército, que ejercería a través de su cuerpo de oficiales, una influencia decisiva en la política argentina de las décadas siguientes y que se autoasignó un papel tutelar sobre la misma con las consecuencias nefastas que todos conocemos. El período que comenzó a partir de la primera posguerra ha sido caracterizado como de crisis ideológica, lo que implicó un brusco desplazamiento y cuestionamientos de ciertas certezas. La Revolución Rusa de 1917 y los breves experimentos comunistas en países como por ejemplo Alemania y Hungría, y luego el surgimiento de los regímenes de extrema derecha en Europa, mostraron un dinamismo que parecían estar perdiendo las democracias representativas. Por otro lado, los horrores de la Primera Guerra (luego opacados por los aun peores de la Segunda) pusieron en cuestión la idea de progreso indefinido basado en el avance de la ciencia y la tecnología que había, de alguna manera –aunque con Un excelente examen de la situación ideológica del país en esos años y su vínculo con el contexto mundial puede encontrarse en Tulio Halperin Donghi, La Argentina y la tormenta del mundo. Ideas e ideologías entre 1930 y 1945, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003. 1
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fuertes matices–, constituido la ideología dominante durante la segunda mitad del siglo XIX. En América Latina, los desastres de la guerra forzaron a algunos intelectuales a replantear los términos de la dicotomía “civilización y barbarie” establecida por Sarmiento, puesto que los bárbaros ya no estaban sólo de este lado del Atlántico, sino también en los campos de Francia cubiertos de sangre, según la expresión del tango “Silencio en la Noche”. La crisis ideológica, por supuesto, se profundizó en 1930, cuando a ésta se agregó la gran crisis económica que generó dudas todavía mayores acerca de la posibilidad de supervivencia (y aun su deseabilidad) del sistema democrático liberal. Y todavía dentro de las democracias, parecía claro que la situación también se modificaría y que los cambios serían definitivos. Desde el New Deal de Roosevelt hasta la posterior implantación de las ideas keynesianas que conservarían su hegemonía en Occidente hasta la década de 1970, las áreas de intervención del Estado no cesarían de ampliarse, y el consenso, a su vez, parecía indicar que esta ampliación constituiría la base de la supervivencia del sistema en un mundo cada vez más polarizado. La situación internacional sin duda afectó a la Argentina, pero con matices particulares originados en la situación local. Si analizamos el clima ideológico de la Argentina hasta la década de 1930 (y me atrevería a decir que hasta mediados de esa década), lo que llama la atención es la fuerza del consenso que venía articulándose desde la segunda mitad del siglo XIX alrededor de la democracia liberal. La fuerza de este consenso explica la convivencia pacífica de individuos que en muchos casos se encontraban en los extremos opuestos del polo ideológico y, más sorprendentemente, el hecho de que el espacio de convivencia fuera muchas veces el Estado mismo. Un ejemplo claro y particularmente inesperado es el sistema destinado a la “formación de las almas” de los argentinos, es decir, el exitosísimo (y no sólo en términos latinoamericanos) sistema educativo, donde encontramos coexistiendo a conocidas figuras de la extrema derecha (recordemos que Leopoldo Lugones fue durante décadas un funcionario del mismo en tanto director de la Biblioteca Nacional de Maestros) con comunistas activos y algunos simpatizantes anarquistas que, en tanto militantes, se oponían a las políticas de nacionalización de las masas que las políticas educativas venían desarrollando desde la década de 1910 pero que cumplían seguramente de manera fiel, en su condición de funcionarios educativos. Así, todavía en 1945, el periódico comunista Orientación publicó un artículo de Juan Nissen, caracterizado como un asiduo lector del periódico y por lo tanto, suponemos, al menos un compañero de ruta sino un miembro del partido, criticando la orientación antiliberal que estaba imprimiendo el gobierno militar a la educación. Lo curioso es que la afiliación política del autor
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de la nota no le había impedido tener una carrera exitosa dentro del sistema educativo habiendo ocupado, entre otros, los cargos de profesor de la prestigiosa Escuela Normal de Paraná, secretario del Consejo Escolar de Mercedes, inspector de escuelas primarias de Entre Ríos, culminando su carrera como secretario técnico del Consejo Nacional de Educación.2 La crisis de 1930, pero ante todo los episodios europeos tales como la Guerra Civil Española, la radicalización del fascismo (al que a principios del a década de 1920 algunos todavía seguían considerando como una experiencia de extrema izquierda), el surgimiento del nazismo y posteriormente el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial; y a nivel nacional los golpes de 1930 y de 1943 y más aun el surgimiento del peronismo, contribuyeron a radicalizar posiciones rompiendo puentes antes existentes. Así, el historiador revisionista Julio Irazusta recordaba en sus memorias, refiriéndose a sus periódicas visitas a la casa de Victoria Ocampo: Eduardo Mallea, Pedro Henríquez Ureña, María de Metzu, Carmen Gándara [...] e innúmeros otros que no tengo presentes alternaban con nosotros en un ambiente de convivencia civilizada. [...] Si este experimento cesó fue en parte debido a la guerra europea que confundió los espíritus y los dividió en banderías internacionales. Pero a mi ver debiose también a que el nacionalismo degeneró en una internacional ideológica y ya enteramente maniobrado por el régimen, colaboró con los sucesivos gobiernos y no cuajó en la práctica.3 El campo intelectual argentino se politizaba y al mismo tiempo se polarizaba. Como señalaba la famosa psiquiatra infantil Telma Reca a un funcionario de la Fundación Rockefeller en 1944, “la situación política presente [...] ejerce su influencia sobre todas nuestras actividades”.4 Podríamos decir (tal vez a riesgo de simplificar brutalmente dejando de lado matices importantes) que a lo largo de la década de 1930 se van configurando gradual pero rápidamente dos campos cada vez más incompatibles dentro del Véase Juan Nissen, “Grave regresión cultural y derroche de caudales públicos”, en Orientación, 31 de octubre de 1945. 3 Julio Irazusta, Memorias, citado por John King, Sur: A Study of the Argentine Literary Journal and Its Roke in the Development of a Culture, 1930-1970, Cambridge, Cambridge University Press, 1986, p. 74. 4 Citado en Mariano Ben Plotkin, Freud en las Pampas. Origen y desarrollo de una cultura psicoanalítica en la Argentina (1910-1983), Buenos Aires, Sudamericana, 2003, p. 92. 2
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mundo cultural argentino, campos que fueron definiendo sus propias instituciones con menos lugar para los representantes del campo contrario: uno vinculado al nacionalismo cada vez más radical, asociado a versiones intergralistas del catolicismo sostenidas en numerosas oportunidades por miembros de la jerarquía de la Iglesia, y un polo vinculado al liberalismo al cual se asociaban cada vez más firmemente “compañeros de ruta” inesperados como los comunistas, en el momento en que el PCUS estableció la política de frentes populares. Esto último, junto con la paulatina recuperación de la actividad sindical controlada en buena medida por éstos, promovió la alarma de sectores de la elite y también de miembros del cuerpo de oficiales del Ejército, alarma que se manifestó en una influencia cada vez mayor de ideas antiliberales. Si había un punto de superposición entre estas dos corrientes, sin embargo, era la certeza cada vez mayor de que al Estado (definido de manera diferente en cada caso) le correspondería un papel central en definir el futuro del país que se transformaba rápidamente social, económica y políticamente. Juan Domingo Perón, que había participado con el grado de capitán en el golpe de Estado de 1930 fue tributario de los cambios que se fueron produciendo. Aunque Perón nunca fue (ni se definió jamás a sí mismo) como un hombre de ideas, sino más bien de ejecución (“la conducción es un arte simple y todo de ejecución” repetiría más tarde en sus clases de la Escuela Superior Peronista) podemos encontrar como base de su accionar político un núcleo ideológico duro que reconoce su origen en la situación en la que hubo de socializarse políticamente.5 Es cierto que el peronismo como movimiento jamás logró articular una ideología coherente y precisa. Esto se debió, en parte, a sus condiciones de origen. Recordemos que el peronismo nació en 1945 como un conglomerado heterogéneo de diversos sectores políticos y sociales: sindicatos, grupos nacionalistas, católicos tradicionalistas, sectores del Ejército, y otros que se incorporaban al naciente movimiento con objetivos propios y diversos. Perón actuaba como elemento aglutinador de un movimiento cuyas tendencias centrífugas se hicieron notar pronto y la atenuación (o represión en algunos casos) de las cuales se convirtió en una obsesión del líder hasta el día de su muerte. Cada uno de estos grupos constitutivos efectuó una lectura particular del mensaje de Perón, quien a su vez debía responder a las expectativas de cada uno de ellos. Sin embargo, aunque la “ideología peronista” no puede reducirse a la “ideología de Perón” la centralidad de éste en el movimiento fue absoluta como mito unificador del movimiento y como uno de sus elementos definitorios –y no solamente vinculados al culto a su personalidad que Las clases de Perón en la Escuela Superior Peronista fueron publicadas en Juan Domingo Perón, Conducción política, Buenos Aires, Escuela Superior Peronista, 1952. 5
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Perón impuso desde el gobierno–. Recordemos que la llamada “doctrina peronista” nunca fue otra cosa que una compilación de las palabras del jefe del movimiento.6 Y recordemos también que, sobre todo durante su exilio y vuelta al poder, la lealtad proclamada a Perón fue uno de los pocos elementos que definía la identidad de un movimiento que ya incluía en su seno a los más diversos extremos del espectro ideológico. ¿En qué contexto se socializó políticamente Perón? Perón era fundamentalmente, y antes que nada, un producto del Ejército que se había profesionalizado rápidamente a lo largo de las primeras décadas del siglo XX. Y dentro de ese Ejército, Perón también fue influenciado por un fuerte cambio ideológico que se fue acelerando a lo largo de la década de 1930 y que el historiador italiano Loris Zanatta definió como el paso del “Estado liberal a la nación católica”. El mito de la nación católica, que identificaba a la nación con un orden católico integral, que consideraba al Ejército como una institución que precedía en existencia a la nación y que fue definida por Zanatta como “un orden diferente de cualquiera de los órdenes políticos fundados por las ideologías seculares modernas y por ende alternativo a la declinante democracia liberal, pero también a la aborrecida solución comunista y a la derivación ‘pagana’ asumida por la reacción antiliberal asumida en algunos estados totalitarios”; un mito (como todo mito) ahistórico, ya que esta identificación era eterna.7 Se trataba del mito de la alianza indestructible entre la Iglesia y la espada, alianza previa al surgimiento del propio Estado, del cual Perón también extrajo sus propias conclusiones y que contribuyó de alguna manera a hacer realidad. Y si la preocupación fundamental que motivaba a los proponentes del mito de la nación católica era la defensa contra los avances (reales o imaginarios) del socialismo y el comunismo, ésta sería y continuaría siendo hasta el final, otra de las obsesiones de Perón. Catolicismo integralista y experiencia militar serían pues dos elementos esenciales en la formación política de Perón –que luego haría esfuerzos para transformar a su movimiento en una verdadera “religión política”–, como también lo fueron sus viajes a Europa y la particular lectura que realizó de las experiencias que le tocaron vivir sobre todo en la España de posguerra y en la Italia fascista. Como el propio Perón recordaría años más tarde, fue durante su experiencia como militar destinado a diversos puntos del país, donde se puso en contacto con las miserias que sufría parte importante de la población del país, lo cual constituía, además, un problema de seguridad nacional. La población
masculina subalimentada en muchos casos y con problemas de salud no era considerada apta para el servicio militar obligatorio. Por otro lado Perón parece haber sido mucho más perceptivo que la mayoría de los políticos respecto a las posibles consecuencias políticas que tendría el fuerte proceso de migraciones internas acelerado a partir de la rápida industrialización que estaba viviendo el país como resultado de la crisis de 1930. Pero fue en Europa donde se puso en contacto con los horrores de la Guerra Civil Española (que él interpretó como consecuencia del avance del comunismo) y con el estilo de movilización de masas que Mussolini estaba llevando a la práctica exitosamente. Aquí hay que hacer, sin embargo, una precisión importante: ni la Iglesia ni el Ejército eran instituciones monolíticas y en el seno de ambas es posible distinguir importantes matices que se revelan en los avatares del gobierno militar establecido en 1943. Pero el pensamiento hegemónico en ambas –y Perón no se cansaría de repetirlo aunque no logró convencer a quienes deberían ser los interlocutores privilegiados para su mensaje: los sectores empresarios– consistía en que la Argentina estaba viviendo una situación prerrevolucionaria y que sólo la combinación de la Espada y la Cruz, sumada a las políticas de justicia social inspiradas en la doctrina social de la Iglesia, podrían ponerle freno. Y esto implicaba terminar con la puerta abierta proporcionada a la revolución por el Estado liberal. Pero no es mi intención abundar sobre esta dimensión de la formación ideológica de Perón que ya ha sido muy estudiada. Más bien me interesa centrarme sobre su concepción militar de la política, lo que el historiador José Luis Romero caracterizó como “ideología de Estado Mayor”. Considero que las tendencias sin duda totalitarias que pueden detectarse en el gobierno de Perón pueden rastrearse más en esta concepción particular de la política que en posibles (aunque nunca desmentidas por él, ni aun luego de su “giro a la izquierda”) admiración por las experiencias europeas de entreguerras. Perón fue desarrollando una concepción de la política que consistía en una adaptación de la doctrina militar que había absorbido a través de sus lecturas de los manuales europeos en particular los textos de Clausewitz y Von Der Goltz (sobre todo la idea de “nación en armas”, vinculada a la industrialización y a cierta idea de justicia social) a los que él combinaba con otros elementos locales.8 Para Perón como para Clausewitz, guerra y política constituyen dos instancias complementarias. Decía Perón en sus Apuntes de historia militar escritos como texto para
Partido Peronista, Doctrina peronista, Buenos Aires, 1947. Véase Loris Zannatta, Del Estado liberal a la nación católica. Iglesia y ejército en los orígenes del peronismo, 1930-1943, Bernal, UNQ, 1996.
8
6 7
Sobre el impacto que las lecturas de los manuales de guerra tuvieron en la formación ideológica y política de Perón, véase León Rozitchner, Perón, entre la sangre y el tiempo. Lo inconsciente y la política, Buenos Aires, CEAL, 1985.
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sus clases en la Escuela Superior de Guerra en 1934: “El militar sirve al político en la guerra aniquilando al poder enemigo, a fin de que el primero consiga imponer su propio objetivo político que es el de la Nación”.9 Nótese la identificación del objetivo del político con el de la nación, lo que no dejaba demasiado espacio para lo que es esencial del juego político: el debate y la negociación. Por otro lado, en tiempos de paz, la tarea del político, diría Perón siguiendo a Von Der Goltz, era preparar la nación lo mejor posible para la guerra para lo cual habría que lograr la independencia desde el punto de vista económico y fijar objetivos que debían ser únicos, sin disenso. Recordemos, asimismo, que la “independencia económica” parecía ser un objetivo alcanzable. En 1943 y como consecuencia de la guerra, por primera vez en la historia argentina la producción industrial había superado en valor a la agropecuaria. Cabe destacar que así como la idea de “justicia social” venía discutiéndose desde décadas anteriores al ascenso de Perón en diversos ámbitos, la de independencia económica vinculada a la industrialización también constituía una vieja obsesión entre círculos intelectuales desde las últimas décadas del siglo XIX pero que fue llevada a la categoría de eslogan por Alejandro Bunge y su grupo desde la Revista de Economía Argentina fundada en 1918. No es casual que buena parte del staff técnico de Perón durante su primera presidencia fuera reclutado entre antiguos colaboradores de Bunge. A la vieja idea de Bunge y de otros antes que él, el Ejército le agrega el componente de la importancia que la independencia económica tendría para la defensa nacional. Recordemos que en 1941 se creó la Dirección de Fabricaciones Militares. De cualquier manera, de las ideas obtenidas de los manuales de la guerra, compatibles con los fundamentos del mito de la nación católica, aparece un elemento que constituiría, junto con el miedo a los avances del comunismo, el elemento central y probablemente el más perdurable del universo mental de Perón y me atrevo a decir alrededor del cual formuló buena parte de la política propagandística que contribuiría a conformar el núcleo de la liturgia peronista, de cuyo lugar central me ocupé ya en otro trabajo.10 Me refiero a la idea de “unidad espiritual”. Esta idea, en el interior del discurso de Perón, sufrió un desplazamiento desde las situaciones de guerra a la política como un todo. Podemos seguirlo con cierta facilidad. En una situación de guerra, nos dice el Perón profesor en sus Apuntes, “toda disidencia interior debe cesar ante el peligro que amenaza desde afuera la vida de la nación [...]. Los elementos peligrosos para la existencia del Estado deben reprimirse y se deben contrarrestar los esfuerzos del enemigo”. Una vez que se desata la guerra es el pensamiento del
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Comandante en Jefe, del conductor en palabras de Perón, el que fija las metas y frente al cual no puede haber disidencia posible. “El conductor dirá: Ésta es mi concepción. Ella se transforma en hecho. Desde ese momento la principal tarea del comando consistirá en conseguir que un solo pensamiento domine al de todo el Ejército. Ese pensamiento será el del Comandante en Jefe”.11 Como veremos, la idea de “unidad espiritual”, que fue desarrollada o tomada por Perón de otros autores como un concepto aplicable a ejércitos en operaciones iba luego a ser reformulada para ser aplicada a la sociedad como un todo. ¿Es que Perón concebía a la política como una guerra como señala León Rozitchner? No me atrevo a decir tanto, más bien creo que aplicó a la política parte del arsenal de ideas (formado en su vida militar) disponible para él, puesto que su experiencia de interacción social estaba articulada alrededor de su experiencia con las tropas. En agosto de 1944, Perón visitó la Bolsa de Comercio de Buenos Aires donde tiene la oportunidad de dirigirse a un grupo de empresarios y ofrecerles su visión de lo que deberían ser las relaciones entre el capital y el trabajo: Yo estoy hecho en la disciplina. Hace treinta y cinco años que ejercito y hago ejercitar la disciplina, y durante ellos he aprendido que la disciplina tiene una base fundamental: la justicia. Y que nadie conserva ni impone disciplina si no ha impuesto primero la justicia. Por eso creo que, si yo fuera dueño de una fábrica no me costaría ganarme el afecto de mis obreros mediante una obra social realizada con inteligencia. Muchas veces ello se logra con el médico que va a la casa de un obrero que tiene un hijo enfermo, con un pequeño regalo en un día particular, con un patrón que pasa y palmea amablemente a sus hombres y les habla de cuando en cuando, así como nosotros lo hacemos con nuestros soldados.12 En estos consejos un poco pedestres dados a quienes no se lo habían pedido, Perón ponía de manifiesto, sin embargo, una idea más importante, la necesidad de eliminar el conflicto social y los mecanismo que pondría en juego para lograr este fin: disciplina y justicia social concebida como una gracia tanto en términos reales (el médico en la casa) y simbólicos (la palmada amable) otorgada por el patrón y, más tarde, por el Estado. Juan D. Perón, Apuntes, op. cit., p. 243. Juan D. Perón, Obras completas, vol. 7, tomo 3, Buenos Aires, Hernandarias, 1985, p. 377; citado en Tulio Halperin Donghi, “El lugar del peronismo en la tradición política argentina”, en Amaral, Samuel y Mariano Plotkin (comps.), Perón: del exilio al poder, 2ª ed., Buenos Aires, Eduntref, 2004. 11 12
9 10
Juan D. Perón, Apuntes de historia militar, Buenos Aires, Círculo Militar, p. 123. Mariano Ben Plotkin, Mañana es San Perón, 2ª ed., Buenos Aires, Eduntref, 2007.
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Pero detengámonos en la idea de unidad de doctrina y su evolución dentro del discurso de Perón. La unidad de doctrina, nos decía el Perón profesor y militar en 1934 era un concepto indispensable dentro de la órbita militar. Diez años más tarde, el Perón ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión cuyas ambiciones políticas no escapaban a nadie, fue invitado a dar la clase inaugural de la cátedra de Defensa Nacional en la Universidad Nacional de La Plata. En esta oportunidad, cuando sus ambiciones políticas ya eran evidentes, Perón expandió sus ideas de 1934 exponiendo ante sus alumnos (ahora civiles):
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He podido detectar al menos dos ediciones de dicho manual: una de 1948 y otra de 1954, y en ambas ediciones también es posible observar un desplazamiento del concepto de unidad espiritual. En la edición de 1948, por ejemplo, las ideas de “unidad de acción” y de “unidad de concepción” eran presentadas como aglutinantes necesarios en el interior del Partido Peronista: “De una misma manera de ver resultará una misma manera de apreciar, y de una misma manera de apreciar, una misma manera de resolver”. En la segunda edición, la doctrina peronista, el fundamento de la unidad de pensamiento y de acción, era presentada como el marco que debía fijar la orientación de todo el pueblo:
Si en las cuestiones de forma de gobierno, problemas económicos, sociales, financieros e industriales, de producción, de trabajo, etc., caben toda suerte de opiniones e intereses dentro de un Estado, en el objetivo político derivado del sentir de la nacionalidad de ese pueblo, por ser única e indivisible, no caben opiniones divergentes. Por el contrario esa mística común sirve como un aglutinante más para cimentar la unidad nacional de un pueblo determinado.13 La necesidad de obtener unidad de pensamiento, aun en cuestiones tan poco definidas como “el sentir de la nacionalidad” y aun dejando amplias áreas afuera, ya no se restringía, sin embargo, a la esfera militar, sino que se hacía extensiva a toda la sociedad. Pocos años después, ya como presidente, Perón tiene una oportunidad de aclarar y precisar este punto con motivo de la presentación del Primer Plan Quinquenal. En esta ocasión Perón puntualizaba que “la doctrina es el sentido y sentimiento colectivo que ha de inculcarse en el pueblo mediante la cual se llega a la unidad de acción en las realizaciones y soluciones”. En vista de esta evolución de la idea de “unidad espiritual” es decir unanimidad, no debería sorprender que durante su gobierno, Perón haya promovido la legislación que declaraba a la “doctrina peronista” (su pensamiento) como “doctrina nacional”. Esta doctrina no debía ganar adhesiones por persuasión sino por medios cuasi religiosos. En palabras de Perón: “hay que salir a predicar esa Doctrina; no enseñarla sino predicarla”. Uno de los mecanismos a través de los cuales se pensaba predicar la doctrina (aparte de una reforma profunda del sistema educativo, el control de la prensa opositora y un esfuerzo de propaganda oficial sin precedentes) era por medio de la publicación de libros tales como el titulado Manual del peronista.
La doctrina es una concepción total de la vida, fija las orientaciones del Pueblo hacia las grandes obligaciones comunes de la nacionalidad. Es el conjunto de postulados que responden a las aspiraciones, necesidades y conveniencias nacionales y por extensión populares [...]. La Doctrina Peronista, que es Doctrina Nacional, es exclusivamente argentina y está basada en lo que llamamos Peronismo, principio de nuestra organización política actual que aplicará cada país de manera distinta.14 Esta doctrina, que tendría un lugar tan importante en la definición de los objetivos de la nación, y que, como se sugiere al final de la alocución, tendría proyecciones internacionales, nunca fue sistematizada de manera coherente, ya que los libros que llevaban ese título consistían en fragmentos de discursos de Perón acerca de diversos temas, a veces conteniendo mensajes contradictorios entre sí. Aun en lo que probablemente fue la presentación más sofisticada de la doctrina, el discurso de Perón pronunciado con motivo del Primer Congreso de Filosofía de 1949, se nos informa que, La sociedad tendrá que ser una armonía en la que no se produzca disonancia alguna, no predominio de la materia, ni estado de fantasía. En una armonía que preside la Norma puede hablarse de colectivismo logrado por la superación, por la cultura, por el equilibrio. En tal régimen no es la libertad una palabra vacía, porque viene determinada su incondición por la suma de libertades y por el estado ético y moral.15 Partido Peronista, Manual del peronista, Buenos Aires, 1954, pp. 20-21. Juan D. Perón, Conferencia del Excmo. Señor Presidente de la Nación Argentina, Gral. Juan Perón, pronunciada en la ciudad de Mendoza el 9 de abril de 1949 en el acto de clausura del Primer Congreso Nacional de Filosofía, Buenos Aires, 1952. 14 15
Juan D. Perón, “Significado de la defensa nacional desde el punto de vista militar”, en El pueblo quiere saber de qué se trata, Buenos Aires, 1944, p. 79. 13
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Política, ideas y el ascenso de Perón
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B IBLIOGRAFÍA Esta unidad espiritual debía ser impuesta por el Estado aun en el universo de las artes y las letras. Como el propio Perón dijo a un grupo de intelectuales con los que se reunió en 1947: Espero que ustedes [los intelectuales] se organicen en forma de sociedad; espero que se unan, que piensen como piensen, sientan como sientan y quieran como quieran; pero que cumplan dentro de la orientación que sin duda alguna fijará el Estado [...]. Es necesario que el Estado dé también en este aspecto su propia orientación, que fije los objetivos y que controle la ejecución para ver si se cumple o no.16 Como vemos la idea de “unidad espiritual”, es decir unanimidad, era central en el universo mental de Perón. Esta idea provenía de diversas fuentes y a ese objetivo se dirigió su acción. El consenso limitaría (o más bien eliminaría) el conflicto social y por lo tanto alejaría el peligro comunista que Perón (y sus mentores espirituales) veían como inminente. El problema fue que este objetivo fracasó en parte porque Perón no fue capaz de convencer a los sectores capitalistas del peligro en que se encontraban. Paradójicamente, al no contar con el apoyo que esperaba asegurarse de una parte importante de la sociedad, Perón se vio forzado a radicalizar su discurso y a apoyarse cada vez más en el sector que se mostraba más hospitalario a sus políticas: los obreros, aunque es justo reconocer que obtener este apoyo le costó más de lo que habitualmente se supone. Por lo tanto, el objetivo de construir un amplio consenso social se materializó en una serie de políticas que terminaron ampliando el conflicto. El resto es historia conocida.
Juan D. Perón, “El Presidente de la Nación Argentina, Gral. Juan Perón se dirige a los intelectuales, escritores, artistas, pintores y maestros”, Buenos Aires, 1947. 16
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CAPĂ?TULO V 1945-1955 El peronismo y el compromiso industrialista
CAPÍTULO V 321 1945-1955 E L
PERONISMO Y EL COMPROMISO INDUSTRIALISTA
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Comenzaré afirmando algo que puede resultar una sorpresa: que yo pertenezco a una familia militar; y que ha visto bastante fuego enemigo. Esa familia, eso sí, fue militar italiana; porque a mi padre, en 1915, ya residente en la Argentina pero nacido en Italia, le correspondió participar en la Primera Guerra Mundial, donde estuvo cuatro años en el frente. Era teniente y le ofrecieron ser capitán al final. No lo aceptó y volvió a la Argentina. Y un tío suyo empezó como fraile en un pequeño pueblo del sur de Italia, y al llegar las tropas de Giuseppe Garibaldi en 1860 lo reclutaron en el Ejército y terminó, tras dos campañas por la unificación del país, como furier maggiore, un puesto bastante alto dentro de los suboficiales. La empresa SIAM, creada por mi padre con dos técnicos italianos en 1910, prosperó hasta ser conocida por la famosa heladera. No voy a contar su historia, pero sí las experiencias de sus relaciones con la corporación militar, sobre todo con el Ejército. Mi padre era bastante amigo del general Enrique Mosconi, dirigente de Yacimientos Petrolíferos Fiscales, y a través de él fue que consiguió durante los años veinte el derecho de instalar surtidores en la vía pública, producidos por su empresa, que en aquellos tiempos era simplemente “el taller”. Años más tarde mantuvo una relación muy estrecha con el general Manuel Savio, a cargo de Fabricaciones Militares. Recuerdo, al respecto, en el año 1942, haber visitado con mi padre el Alto Horno de Zapla, que estaba recién empezando a funcionar. Tengo además algunas fotos muy interesantes de la fábrica de SIAM en Avellaneda, del año 1935 o 1936, en donde se ve a una veintena de militares visitando las instalaciones, y hay una persona que, creo, era el Ministro de Guerra. Es decir, había un interés de la fuerza militar en la industria, y la industria sabía que las relaciones en cualquier país con los militares son importantes por la provisión de insumos necesarios para su profesión, como acero, máquinas y elementos de transporte, además de armamentos.
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El Instituto de Estudios y las Conferencias Industriales de la UIA Un fenómeno crucial aunque poco conocido es el que comenzó en 1942, o sea antes del peronismo, cuando en la Unión Industrial Argentina, de cuyo Consejo mi padre formaba parte, se creó un Instituto de Estudios y Conferencias Industriales, que organizaba eventos cada dos o tres semanas, que después se publicaban como folletos, que el ingeniero José Gilli, organizador de esa actividad, juntó en tres volúmenes. Vistos todos juntos forman un material muy impresionante. Ahí se encontraba un grupo amplio de gente. Habían convocado al Rector de la Universidad de Buenos Aires, y también a quien era un importante candidato presidencial conservador aperturista, Carlos Saavedra Lamas, que había tenido un rol muy conocido durante la Guerra del Chaco. Estaba por supuesto Alejandro Bunge, economista católico nacionalista, y además Ricardo Ortiz, un poco extraño porque aunque prestigioso en su profesión era comunista; un poco una mosca en esa leche. Había una participación de radicales antipersonalistas, con un predominio de Concordancistas que apoyaban los proyectos de apertura institucional del presidente Roberto Ortiz. Y más o menos la mitad de los conferencistas eran militares. Uno era Savio, que escribió sobre las necesidades de la industria metalúrgica, y había muchos otros, que hablaban sobre aeronáutica, industrias químicas, textiles y minería. Claro está que el problema principal era la guerra. Había que prepararse para ver qué pasaba durante su transcurso y luego de finalizada. Claro que en esa época no se sabía quién iba a ganarla. Además, eran muchos los que pensaban que podría haber llegado a América. ¿Por qué no, acaso somos países pacíficos? Llegó a África, llegó a Asia, ¿por qué no a América Latina? Me acuerdo en el año 1941 o 1942, mirar aterrorizado unos mapas que publicaba el diario Crítica, donde había unas flechas que salían de Europa, de Alemania, y llegaban al Brasil y a la Argentina. La posibilidad de que nuestros países fueran incorporados a la Guerra Mundial no se descartaba, y no necesariamente del mismo lado. El gran miedo de 1942-1943 En la Argentina, durante la Segunda Guerra Mundial el peligro de la agitación social para cuando terminara el conflicto llegó a convertirse en una especie de psicosis colectiva, especialmente sentida por quienes estaban más en contacto con el ambiente obrero, y por ciertos especialistas ideológicos, así como por los militares, que a través de la conscripción y de su circulación por los cuarteles del interior podían visualizar mejor las tensiones sociales que se acumulaban. Como
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de hecho después de la guerra no hubo ningún estallido social (excepto que se considere como tal al 17 de Octubre, pero éste fue más bien su alternativa funcional), es común subestimar las voces de Casandra como puramente paranoicas, o como provenientes de quienes por todos lados veían la amenaza roja. Sin embargo un examen más cuidadoso de los acontecimientos de la época y su puesta en perspectiva comparada llevan a considerar razonable la previsión de que al terminar la guerra se desataran, tanto en Europa y Asia como entre nosotros, graves conflictos sociales, algunos de ellos revolucionarios. De todos modos, era una percepción muy extendida entre los actores de la época. En el ambiente empresarial era importante lo que pensaba la Unión Industrial Argentina, y algunos grupos de profesionales cercanos a la temática industrial, como los economistas y otros científicos sociales nucleados en la Revista de Economía Argentina y en el Instituto Bunge de Investigaciones Económicas y Sociales. Ya hemos visto la creación, en 1942, del Instituto de la Unión Industrial Argentina, que funcionó hasta 1946, y que fue claramente un intento de entendimiento militar-industrial. En esos años muchos compartían la perspectiva de un mundo permanentemente dividido en cuatro grandes bloques: Estados Unidos, Rusia, Japón y una Europa dominada por Alemania. El general José M. Sarobe, en una conferencia pronunciada en octubre de 1942, vaticinaba la “emancipación material de la Gran Asia”, cualquiera fuera el resultado de la guerra, y la incorporación de Ucrania al “Nuevo Orden en Europa”, reemplazando a la América del Sur como proveedora de cereales. La Argentina podía intentar hegemonizar una quinta área, ya que era necesario “conquistar una cierta autonomía económica, para conservar la independencia política”.1 José M. Sarobe, Política económica argentina, Buenos Aires, UIA, 1942, pp. 16, 17 y 31. Esta publicación es parte de una serie de folletos editados por la Unión Industrial Argentina, basados en conferencias dadas en su sede y organizadas por el Instituto de Estudios y Conferencias Industriales. En las referencias siguientes los folletos de esta serie se identificarán con la sigla UIA y el año en que fueron publicados, salvo indicación en contrario. El teniente coronel Mariano Abarca, en su conferencia del 31 de mayo de 1944, también visualizaba la formación de grandes grupos económicos, incluida una Europa bajo hegemonía de “Oriente o de Occidente”, y afirmaba que no era posible mantener en estado de colonia a un país con la capacidad de la Argentina (La industrialización en la Argentina, UIA, 1944). Más tarde, el mismo año, el teniente de navío Horacio J. Gómez, presentado por el contralmirante Pedro S. Casal, recordaba a su audiencia que “las naciones están siempre potencialmente en conflicto”, y que en las guerras actuales toda la masa de la población participaba, porque quien las gana es el general Industria (La industria nacional y los problemas de la Marina, UIA, 1944, pp. 12 y 16). Véase para la situación económica anterior a la guerra, Arturo O’Connell, “La Argentina en la depresión: los problemas de una economía abierta”, en Desarrollo Económico, Nº 23, 1984. 1
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Los años de la guerra fueron de particular agitación en el ambiente político y social de la Argentina, como en muchos otros países de la zona. En la Argentina la enfermedad del presidente Roberto Ortiz (alejado del poder en julio de 1940 y renunciante definitivamente en junio de 1942) creaba una situación favorable a las tendencias nacionalistas y conservadoras del vicepresidente Ramón Castillo, quien pretendía perpetuar el fraude para evitar una segura victoria radical. Contra él se levantaba una versión local del Frente Popular chileno o del francés, que se fue constituyendo a lo largo de 1942, que nuclearía en la Unión Democrática a radicales, demócrata progresistas, socialistas y comunistas, respaldados por una Confederación General del Trabajo politizada y activa. La situación ha sido repetidamente analizada, desde muy diversas perspectivas, que buscan aclarar las alianzas, estrategias y tácticas de los actores sociales, muy divididos y desorientados por la existencia de presiones en sentidos contrarios en casi todos los niveles.2
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que la guerra les había traído.4 El entonces coronel Manuel Savio, uno de los primeros invitados a la serie de exposiciones patrocinadas por la UIA, instaba a aceptar la intervención del Estado para planificar la economía, porque “el peor aspecto de la posguerra es el caos económico”.5 El año anterior él había sido designado director de la recientemente creada Dirección General de Fabricaciones Militares, que ya estaba construyendo el Alto Horno de Zapla, en Jujuy. Su prédica industrialista es por lo demás muy conocida, y por supuesto se realizaba en conjunción con ciertos sectores del empresariado. La preocupación por lo que ocurriría después de la guerra se centraba, para algunos, en el previsible caos productivo, que como lo señalaba el doctor Leopoldo Melo, profesor de la universidad y ex candidato presidencial radical de centro derecha, podía “hacer más víctimas que la guerra misma”, lo que era mucho decir, o ser “más destructiva que constructiva”, como también sostenía Luis Colombo, presidente de la UIA. O, según el ingeniero Ricardo Gutiérrez, el fin de la guerra sería capaz de inducir en la
La convergencia industrial-militar de los años cuarenta Lo que corresponde enfatizar aquí son las actitudes de militares e industriales, especialmente en dos temas: la necesidad de industrializar el país para proveer a su defensa, y la prevención de agitaciones sociales que se visualizaban para después de la guerra. Para los militares el tema industrial era esencial, aunque subordinado a su preocupación profesional por la defensa.3 Para los industriales era consustancial con su propia sobrevivencia, y para consolidar la prosperidad
Félix Luna, Ortiz. Reportaje a la Argentina opulenta, Buenos Aires, Sudamericana, 1978; Eduardo Míguez, “El ‘fracaso argentino’. Interpretando la evolución económica en el ‘corto siglo XX’”, en Desarrollo Económico, Nº 44, 2005. 3 El 30 de septiembre de 1943 el coronel Carlos J. Martínez, director de la Fábrica Nacional de Aceros, fundada en 1935, señalaba la necesidad de prepararse para caso de guerra, y de potenciar el rol del Estado, que debía cubrir “las necesidades mínimas de defensa nacional” (La industria siderúrgica nacional, UIA, 1943, pp. 42, 45 y 47). En la misma línea el mayor Juan Rawson Bustamante, profesor de organización y movilización aeronáutica en la Escuela Superior de Guerra, señalaba el rol que había tenido el Estado durante la Primera Guerra Mundial (Las posibilidades aeronáuticas de postguerra, UIA, 1944). En una conferencia del 15 de junio de 1944, inaugurando un ciclo radial patrocinado por la misma entidad industrial, el teniente coronel Alejandro G. Unsain se hacía eco de una “magistral” alocución que el coronel Perón había hecho ante la Universidad de La Plata poco antes sobre la relación entre industrialización y defensa nacional (Un ciclo de 22 conferencias radiotelefónicas, UIA, 1944). 2
Alejandro Díaz, en su obra Ensayos sobre la historia económica argentina (Buenos Aires, Amorrortu, 1973), niega que la guerra haya significado un crecimiento particularmente intenso de la industria argentina (pp. 103-104). Esta afirmación, basada en datos estadísticos globales, debe confrontarse con la percepción que tenían los actores de la época, basada quizás en su mayor preocupación por ciertos sectores que dependían particularmente de la protección. Para Ricardo Ortiz, miembro del Instituto de la UIA, no había duda de que “la guerra actual ha sido acicate poderoso para estimular nuestra capacidad de transformación” (Un ciclo de 16 conferencias radiotelefónicas, UIA, 1943, p. 15). En el mismo ciclo de radio, Luis Colombo, presidente de la UIA, se ufanaba de que “la industria ha evitado una grave crisis obrera” (p. 12), y en el ciclo del año siguiente Rolando Lagomarsino se refería al “extraordinario desarrollo alcanzado por la industria argentina durante el último decenio, particularmente a partir de la iniciación de la guerra actual” (p. 37). Un miembro del Instituto Bunge de Investigaciones Económicas y Sociales, en una obra colectiva basada en artículos publicados en el diario El Pueblo entre junio de 1943 y diciembre de 1944, señalaba que “toda la prédica de unos cuantos precursores y los esfuerzos de algunos industriales inteligentes hubieran permanecido en el vacío si la guerra no hubiera cortado la corriente importadora de artículos manufacturados” (Soluciones argentinas a los problemas económicos y sociales del presente, Buenos Aires, 1945, p. 112). Véase Oscar Cornblit, “Inmigrantes y empresarios en la política argentina”, en Desarrollo Económico, Nº 6, 1967; Jorge Schvarzer, La industria que supimos conseguir. Una historia política y social de la industria argentina, Buenos Aires, Planeta, 1996; Pablo Gerchunoff y Lucas Llach, El ciclo de la ilusión y el desencanto. Un siglo de políticas económicas argentinas, Buenos Aires, Ariel, 2003; para un elemento comparativo, Celso Furtado, “Obstáculos políticos para el desarrollo económico del Brasil”, en Desarrollo Económico, Nº 4, 1965. 5 Conferencia del coronel Manuel N. Savio, 10 de septiembre de 1942 (Política de la producción metalúrgica argentina, UIA, 1942, p. 33). 4
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Argentina, por desocupación, “la paradoja de la emigración de sus hijos, remedio sugerido por ciertas tendencias teóricas que todo lo resuelven”.6 La gente del Instituto Bunge, que desde junio de 1943 a diciembre de 1944 tuvo acceso al diario católico El Pueblo para difundir sus análisis de la situación, compartía la opinión de que al reabrirse la importación habría “una competencia ruinosa para buena parte de la industria nacional y se provocaría la desocupación industrial y el estancamiento de la actual diversificación de la producción”. Por eso concluían que “el capitalismo es enemigo de la propiedad”, novedosa formulación de una larga tradición de pensamiento social católico, que reemergería en la doctrina de la “tercera posición” planteada por Perón. Más adelante los editores de El Pueblo señalaban que había que evitar que el retorno de la paz “produjera un verdadero cataclismo económico y social para el país”. Señalaban también que aunque la guerra evitaba la desocupación, ésta iba a volver con la paz. Había cada vez más proletarios, y eso, unido a su condición extranjera, hacía temer por “la unidad social de nuestro país”. Era imprescindible apoyar la reconversión a la paz de las industrias, y aunque no era posible protegerlas a todas, había que evitar la formación de ejércitos de desocupados”.7 El grupo ideológico-político nacionalista más extremo, que fue enviado por la Revolución de Junio de 1943 a la gobernación de la provincia de Tucumán, quiso convertir su experiencia en anticipo del nuevo orden que se iba a instaurar. También ellos estaban seriamente preocupados y, como decía el interventor Alberto Baldrich, “si no se llega a solucionar el problema de los trabajadores, la desesperación humana puede llegar a venderlo todo a quienes llegan con promesas mesiánicas. Para que la Argentina no sea comunista, es necesario que sea cristiana, no sólo en el orden de la fe sino en el de la organización social”. Al poco tiempo agregaba, en una alocución radial, que los que se oponían a su gobierno estaban negando la “única posibilidad de paz social en los días sombríos y amenazantes de las próximas convulsiones sociales o de la turbulencia de la posguerra”.8 Leopoldo Melo, La postguerra y algunos de los planes sobre el nuevo orden económico (UlA, 1942, p. 15); Luis Colombo y otros, Discursos pronunciados con motivo del banquete con que se celebró la clausura del primer ciclo de conferencias (1942, p. 13); y Ricardo Gutiérrez, alocución en la primera serie de conferencias radiales, del año 1943. 7 Instituto Bunge, op. cit., pp. 37, 154, 176 y 200-204. 8 Intervención Federal en la Provincia de Tucumán, Causas y fines de la Revolución Libertadora del 4 de junio. Nueve meses de gobierno en la provincia de Tucumán, Tucumán, 1944, pp. 72 y 145; el doctor Alfredo Labougle, vicerrector de la Universidad de Buenos Aires y luego director del Instituto de la UIA, en su conferencia del 14 de julio de 1943, apenas producido el golpe militar, aprovecha la oportunidad para solidarizarse con el teniente general Pedro P. Ramírez (presidente de facto), quien ya en 1930 había señalado la caducidad de la Ley Sáenz Peña en un país “con 40 % de analfabetos”. Agregaba Labougle que no era previsible que viniera mucha gente de Europa, después de la guerra, porque allá querían retener a los 6
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Se daba aquí un acercamiento entre ciertos influyentes empresarios industriales y grupos militares con intelectuales ligados al pensamiento social católico y al nacionalismo. Por diversas razones, todos ellos coincidían en una política de industrialización intensificada, proteccionismo y producción de bienes que sirvieran para la defensa nacional, especialmente cuando el Brasil estaba adquiriendo ventajas en base a su alianza con Estados Unidos.9 Esta convergencia de intereses económicos, actitudes profesionales, ideologías y temores sentó las bases para el reclutamiento de la elite política que llevó a Perón al poder, y que tuvo en el Grupo de Oficiales Unidos (GOU) su expresión militar desde comienzos de 1943. En esta elite política los elementos más visibles fueron los militares, los intelectuales nacionalistas, ciertos sectores del clero y algunos dirigentes políticos, y en una segunda etapa dirigentes de los sindicatos. En el conjunto, los industriales no fueron tan evidentes, aunque hubo algunos que alcanzaron prominencia, desde temprano, como el textil Rolando Lagomarsino (miembro del Instituto de la Unión Industrial) y más tarde el metalúrgico Miguel Miranda (también activo en ese instituto).10 Sin embargo la directiva de la Unión Industrial patrocinó, en 1945, a los candidatos de la Unión Democrática. Tan es así que esto llevó a muchos observadores a afirmar que no hubo una participación de la burguesía industrial en la iniciación de la coalición peronista sino todo lo contrario. Alain Rouquié, por ejemplo, así lo señala, adjudicando a la izquierda nacionalista y a ciertos grupos marxistas esa tesis, a su juicio no fundamentada en los hechos. Incluso Rouquié ejemplifica la paradoja al constatar que el candidato continuista del gobierno conservador, apoyado por los intereses agrarios y emblema de aquello contra lo cual se levantó el peronismo, Robustiano Patrón Costas, era un fuerte industrial, y necesitado de protección, como azucarero que era.11 Si un industrial que necesitaba honestos, y “basta ya de tantos malos elementos que se han filtrado” (Las industrias argentinas en el pasado, presente y porvenir, Buenos Aires, UIA, 1943, pp. 33-34 y 62). 9 Mario Rapaport, Gran Bretaña, Estados Unidos y las clases dirigentes argentinas: 1940-1945; Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1981; Carlos Escudé, Gran Bretaña, Estados Unidos y la declinación argentina, 1942-1949, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1983. 10 Respecto del apoyo empresarial al peronismo, véase Judith Teichman, “Interest Conflict and Entrepreneurial Support of Perón”, en Latin American Research Review, 1981; Eduardo Jorge, Industria y concentración económica, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971; Mónica Peralta Ramos, Etapas de acumulación y alianzas de clases en la Argentina, 1930-1970, Buenos Aires, Siglo XXI, 1972; Respecto del GOU, Robert Potash, Perón y el GOU, Buenos Aires, Sudamericana, 1984; y El ejército y la política en la Argentina, 3 vols., Buenos Aires, Sudamericana, 1994. 11 Alain Rouquié, Poder militar y sociedad política en la Argentina, tomo 2, Buenos Aires, Emecé, 1981-1982, p. 16.
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protección estaba en el bando antiperonista, y lo mismo ocurría con la principal organización de los industriales, ¿qué queda de la tesis de la convergencia entre industriales y ciertos sectores populares, aglutinados en el liderazgo del coronel Perón? Desde ya es preciso decir que en su expresión más simplista la tesis no se puede sustentar. Otra cosa es, sin embargo, si se reformula más cuidadosamente la naturaleza de la alianza y de la elite involucrada. Esta última no es necesariamente representante directa de nadie. Es una elite que actúa por sí misma. Pero el hecho de que se forma como resultado de tensiones sociales existentes en determinados lugares del espacio social hace que en alguna medida esté signada en su actuar por ese origen. Es preciso rastrear aun más en las características específicas de ese origen no siempre fácil de documentar, para no caer en alguna versión de la generación espontánea de las elites, o de su nucleamiento como simple efecto de la capacidad carismática de un jefe. Los problemas de una clase social “nueva” Lo que le ocurrió a la burguesía industrial argentina es bastante típico de clases nuevas, en formación en un sistema económico que les permite nacer y progresar, pero que se resiste a entregarles las palancas principales del poder. Esas clases en proceso de formación, esos hombres nuevos, en general tienen dificultad para expresarse políticamente, justamente debido a lo reciente de su formación y a su escasa tradición generacional en ocupar espacios políticos de manera legitimada. Es así como sólo los sectores más dinámicos, o más decididos por alguna razón, de la clase o grupo en cuestión, se deciden a participar políticamente, y que algún grupo funcional como las Fuerzas Armadas, o el clero, o una elite político-ideológica asume su rol, como sustituto.12 Este sustituto no está, por cierto, totalmente desconectado de la clase cuyos intereses representa de alguna manera. Las conexiones existentes no son siempre obvias ni evidentes sino más bien del tipo de las que se dieron en la convergencia empresaria y militar de los años anteriores o inmediatamente posteriores al golpe de 1943, que facilitaron el reclutamiento de una elite política en un determinado ambiente social. Por otra parte, en general, las situaciones de transición de este tipo exigen, para entenderlas, que a uno de los actores se lo divida y subdivida con extrema minuciosidad, lo que no es necesario para la
Fernando Henrique Cardoso, Ideologías de la burguesía industrial en sociedades dependientes: Argentina y Brasil, México, Siglo XXI, 1971. 12
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mayoría de los otros. Así, pues, no basta plantearse si un individuo era o no industrial y si favorecía o no el proteccionismo. Hay que agregar el tipo de industria del que se trataba, y contra quién se debía construir la barrera aduanera. Porque una cosa es protegerse contra el azúcar cubano o brasileño, y otra hacerlo contra los bienes industriales de consumo duradero que iban a venir directamente desde las metrópolis. Para protegerse en este último caso había que estar dispuestos a herir intereses mucho más fuertes que los que podrían irritarse por no acceder con sus azúcares al mercado argentino. De ahí que el ejemplo de Patrón Costas no sea relevante para lo que lo emplea Rouquié, aparte del hecho de que con un caso individual no basta para invalidar una hipótesis sobre relación entre grupos sociales y políticos numerosos. Los militares tuvieron un rol protagónico en la formación de la coalición populista liderada por el entonces coronel Perón, lo cual es obvio. Pero además expresaron en alguna medida intereses industriales, lo cual es menos obvio. Este rol combinado industrial y militar fue resultado de la coyuntura, pero se trata de un tipo de coyuntura que se repite con frecuencia en condiciones latinoamericanas y en otras tercermundistas, donde hay una asociación entre los militares y la nueva clase media burocrática en formación. Esa vinculación fue percibida por Perón. Extrañamente no participó de las reuniones antes aludidas, que siguieron hasta 1946, y luego no hubo condiciones demasiado propicias para seguir actuando de forma independiente y concluyó. El hecho es que la guerra fue un gran negocio para la Argentina, porque para las empresas que producían bienes industriales de consumo civil se creó un mercado fantástico, ya que no podía entrar ni un tornillo del exterior, pues sus fábricas estaban ocupadas en otras cosas más urgentes. Y más tarde, Perón, al llegar al poder, mantuvo esa protección casi total, que había existido durante la guerra sin que nadie la impusiera, y que ahora lo sería a través de disposiciones de política económica. Esta estrategia de proteccionismo y sustitución de importaciones, que hoy es la bestia negra de los teóricos neoliberales, es la que –en condiciones políticas distintas, pero económicas parecidas– contribuyó a la prosperidad de Estados Unidos durante el siglo XIX. Tan es así que el sistema proteccionista era conocido como el “American system”, y lo mismo siguió siendo cierto hasta bien entrado el siglo XX, para no hablar del Japón, Corea, Taiwán, y otros tigres asiáticos. La diferencia se debe a muchísimas causas, pero estriba principalmente en la estabilidad política de esos países, comparada con nuestra espeluznante inestabilidad. Para volver a una anécdota familiar, les diré que en el año 1958 el presidente Arturo Frondizi les dijo a los dirigentes de SIAM, entre los cuales estaba mi hermano Guido, que quería que el país tuviera una industria automotriz. Ya estaba
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la IKA norteamericana, y quería que se estableciera la FIAT, y que la SIAM también hiciera su aporte. Otras empresas no podrían entrar, lo cual sería una gran oportunidad de crecimiento para el pelotón seleccionado y, si se toman los ejemplos asiáticos –donde esas decisiones se toman en las casas de té y luego se cumplen– sería también bueno para el país. Lo que ocurrió entre nosotros es bien conocido, y a los tres años había ya no tres sino veintitrés empresas dedicadas a ese rubro, principalmente extranjeras. Hay que estudiar la experiencia internacional para evaluar cuáles son los componentes políticos de un proceso de industrialización, sobre todo cuando se trata del primer empuje, que nosotros deberíamos haber tenido y que ha fracasado, pero los fracasos pueden superarse. Hablando de fracasos, veamos el caso de Alemania: es un país exitosísimo, pero ¿cuánto les costó? ¿Cuánto les costó a los europeos que son tan civilizados, civilizarse? Les costó 50 millones de muertos, entonces yo les dijo, no vengan a darnos tantas lecciones, vamos a aprender de ustedes pero no nos hablen como si fueran el cura que está ahí arriba dando el sermón. Esos países, sobre todo en Europa, constituyen sin duda un gran ejemplo de experiencia y de cómo se han recuperado de la carnicería no sólo de la Segunda sino también de la Primera Guerra Mundial. Menos mal que mi padre se salvó, y yo no sé si no habrá matado a un par de austríacos, o salvándose por poco de correr igual suerte a sus manos. Esos desastres han quedado muy marcados en la memoria de esos países. En la nuestra, la de América Latina, no tenemos nada parecido a eso, aunque por supuesto han sucedido cosas gravísimas, incluyendo los millones que mueren de hambre o de enfermedades producidas por la miseria. Éste es mi aporte a la serie de debates organizados por el Ministerio de Defensa, además de brindarles algunas anécdotas personales que tienen algo que ver con el tema. En definitiva, que la vinculación entre los sectores industriales y los militares es muy importante históricamente, así como lo ha sido la relación militar y sindical, que justamente Perón en cierto momento trató de incorporar a un proyecto de desarrollo nacional. Las evoluciones y avatares de estas conexiones deben ser estudiadas desapasionadamente, teniendo en cuenta que conocer el pasado es esencial para entender nuestro presente, y prepararnos para el futuro sin repetir los errores cometidos.
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TORCUATO D I T ELLA
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CAPÍTULO V 333 1945-1955 E L
PERONISMO Y EL COMPROMISO INDUSTRIALISTA
Defensa Nacional y Fuerzas Armadas. El modelo peronista (1943-1955) M ARCELO FABIÁN S AÍN UNQ / UTDT
A partir de 1930, cuando un golpe castrense exitoso derrocó al gobierno constitucional de Hipólito Yrigoyen, el poder militar se proyectó como uno de los protagonistas centrales del sistema político argentino.1 Desde entonces, las Fuerzas Armadas se fueron convirtiendo, poco a poco, en verdaderos sujetos de poder, en actores que contaban con un alto y creciente grado de autonomía política y de corporativización institucional dentro del escenario nacional. Su intervención política tuvo variadas modalidades de expresión que abarcaron desde el ejercicio de formas de arbitraje en las pujas políticas partidarias y sociales hasta el posicionamiento como factor de poder de fuerzas políticas locales o como grupo de presión contra sectores políticos y gubernamentales adversos. Tal como se apreció durante los años treinta y, en particular, durante el interregno dado entre el golpe militar del 4 de junio de 1943 y la asunción de Juan Domingo Perón como presidente constitucional en 1946, las Fuerzas Armadas y, en particular, el Ejército, aún cruzado por numerosos conflictos y disputas internas, se limitó, más bien, a intervenir en procura de encontrar una salida política auspiciosa a corto plazo, conformando gobiernos militares de carácter provisorios y orientativos. Se trató de experiencias en las cuales el poder castrense intentó direccionar, orientar y condicionar el proceso político local,2 constituyéndose así en agentes de arbitraje de las disputas políticas, pero no de ejercicio directo y permanente del poder gubernamental. Esta impronta quedó claramente expresada durante el gobierno militar iniciado en junio de 1943. El entonces coronel Perón, hombre clave del núcleo Véase Robert Potash, El Ejército y la política en la Argentina, 1962-1973, 2 tomos, Buenos Aires, Hyspamérica, 1985; Alain Rouquié, Poder militar y sociedad política en la Argentina, 2 tomos, Buenos Aires, Emecé, 1994. 2 Este tipo de régimen militar es coincidente con el “modelo moderador” de relaciones cívico-militares conceptualizado por Alfred Stepan en Brasil: los militares y la política, Buenos Aires, Amorrortu, 1972. 1
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Defensa Nacional y Fuerzas Armadas. El modelo peronista (1943-1955)
castrense que ejerció el poder hasta las elecciones de 1946, se desempeñó como secretario de Trabajo y Previsión y como ministro de Guerra y, desde esos organismos, desarrolló lo que Ernesto López denominó un “manejo coyuntural” del Ejército tendiente a proyectarlo como instrumento de reorganización del sistema político y del Estado, apuntando a producir una redefinición política en el marco de una fuerte alianza entre dicha fuerza y los sindicatos.3 Este proceso no estuvo exento de virulentas confrontaciones desatadas en el interior de esa fuerza. La impronta popular que Perón le infringió a su proyección política desde la estructura del gobierno militar fue resistida tanto por algunos de sus camaradas del Ejército –básicamente, del arma de caballería– como por la Marina, dos sectores que en 1945 intentaron desarticular dicha proyección a través del encarcelamiento del polémico pero cada vez más popular Coronel. Ellos expresaban, además, el fuerte rechazo que Perón despertaba entre los partidos políticos tradicionales, desde los conservadores hasta los comunistas y radicales. Vale decir, Perón no expresaba al conjunto de las Fuerzas Armadas ni del sistema partidario argentino, pero sí a aquel sector compuesto por sindicatos y dirigentes laboristas, socialistas y anarco-sindicalistas que a partir del 17 de octubre de ese año se impuso a través de una incontenible movilización popular. Así, estas pujas apuntalaron la participación política de los militares y reforzaron aquella pauta de arbitraje que ya había sido puesta de manifiesto a comienzo de los treinta. Como lo señaló López, “Perón operó políticamente desde su respaldo en la institución castrense” y, “mediante la alianza del Ejército con los sindicatos y, más tarde, con la constitución de un partido político”, consiguió participar y triunfar en las elecciones de febrero de 1946. El Ejército fue, entonces, el escenario principal en el que se dirimió la correlación de fuerzas político-castrense desatada en 1945 entre peronistas y antiperonistas y fue el ámbito desde donde Perón conformó la organización política que lo llevó a la presidencia de la Nación. Sin embargo, una vez iniciado su mandato presidencial, Perón postuló un nuevo papel político para los uniformados y propuso una relación “mediada, no directa” entre las Fuerzas Armadas y el sistema político, esto es, una relación asentada en la subordinación militar a los poderes constitucionales.4 El marco conceptual e institucional en cuyo contexto Perón estructuró su vínculo con las Fuerzas Armadas giró en torno de lo que se dio en llamar Doctrina de la Defensa Nacional (DDN). Este cuerpo doctrinal venía siendo sistematizado Ernesto López, “El peronismo en el gobierno y los militares”, en José Enrique Miguens y Frederick Turner, Racionalidad del peronismo, Buenos Aires, Planeta, 1988. 4 Ibid.
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por Perón desde 1944 y había sido expuesto en numerosas conferencias y eventos públicos. Se sustentaba, por un lado, en una visión convencional y limitada de la guerra, la que, en proyección, contemplaba la posibilidad de confrontaciones bélicas locales con los países vecinos, en particular con Chile y con el Brasil. Con Chile existían cuestiones limítrofes irresueltas y con el Brasil, la Argentina mantenía una manifiesta rivalidad por el predominio político-militar en el área de América del Sur. Desde los años treinta, estas dos hipótesis de conflicto de carácter vecinal configuraban los parámetros predominantes en torno a los cuales se organizaron y desplegaron las Fuerzas Armadas argentinas. Por otro lado, la DDN también suponía una visión total de la guerra. En una conferencia brindada en 1944 acerca del significado de la defensa nacional desde el punto de vista militar, Perón indicó que aquella no configura una esfera de la vida nacional restringida únicamente a las Fuerzas Armadas de un país, sino que comprometía a “todos sus habitantes, todas las energías, todas las riquezas, todas las industrias y producciones más diversas”. En ese marco, dijo que las Fuerzas Armadas no eran más que “el instrumento de lucha de ese gran conjunto que constituye la ‘Nación en armas’”. Un país en lucha puede representarse con un arco con su correspondiente flecha, tendido al límite máximo que permite la resistencia de su cuerda y la elasticidad de su madero, apuntando hacia un solo objetivo: ganar la guerra. Sus fuerzas armadas están representadas por la piedra o el metal que constituye la punta de la flecha; pero el resto de ésta, la cuerda y el arco, son la Nación toda, hasta la mínima expresión de su energía y poderío […]. La defensa nacional de la patria es un problema integral, que abarca totalmente sus diferentes actividades; que no puede ser improvisada en el momento en que la guerra viene a llamar a sus puertas, sino que es obra de largos años de constante y concienzuda tarea; que no puede ser encarada en forma unilateral, como es su solo enfoque por las fuerzas armadas, sino que debe ser establecida mediante el trabajo armónico y entrelazado de los diversos organismos del gobierno, instituciones particulares y de todos los argentinos, cualquiera sea su esfera de acción; que los problemas que abarca son tan diversificados, y requieren conocimientos profesionales tan acabados, que ninguna capacidad ni intelecto puede ser ahorrado.5
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Juan D. Perón, “Significado de la defensa nacional desde el punto de vista militar”, en Perón y las Fuerzas Armadas, Buenos Aires, Peña Lillo, 1982, pp. 35-36 y 51. 5
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De acuerdo con esta visión de “guerra total”, Perón asumía que, desatado un enfrentamiento bélico y dados los avances de la tecnología militar, la totalidad de los recursos humanos y materiales de un país así como sus fuerzas productivas nacionales debían comprometerse –y ser organizadas por el Estado– en el sostenimiento del esfuerzo bélico militarmente consumado por sus Fuerzas Armadas.6 Así, la defensa nacional era conceptualizada como el esfuerzo desarrollado por el país en función de hacer frente a situaciones conflictivas derivadas de agresiones militares de origen externo, esto es, agresiones contra el territorio nacional llevadas a cabo por las Fuerzas Armadas de otros países. Las Fuerzas Armadas locales constituían apenas el instrumento militar de tal esfuerzo. Pues bien, en el marco de estos parámetros conceptuales, era central que la Argentina alcanzara un mayor nivel de autonomía respecto de los recursos estratégicos vitales para sostener un esfuerzo de guerra, particularmente en todo lo relativo a la industria de base y, en su marco, a la producción de acero, petróleo y carbón, así como también en lo relativo a la producción y provisión de armamentos militares. Sin embargo, el estallido de la Segunda Guerra Mundial y el consecuente cierre de los mercados internacionales y la reorientación de la producción industrial de los países desarrollados, imposibilitó a la Argentina el acceso concreto a recursos estratégicos y al mercado de armas; lo que colocaba a las Fuerzas Armadas locales frente a una virtual carencia de elementos básicos en el corto plazo y producía serios obstáculos para el desarrollo de un hipotético esfuerzo de guerra de corte convencional durante un lapso extendido de tiempo. Esta vulnerabilidad de base y defensiva ya era vista con preocupación por los militares que llegaron al gobierno tras el golpe de 1943.7 El coronel Perón era consciente de la vulnerabilidad argentina en materia de defensa nacional. Por ello, entre los postulados centrales de la DDN se incluía la existencia de un Estado que adoptara un papel protagónico y dinámico en Véase Ernesto López, “Doctrinas Militares en Argentina: 1932-1980”, en Carlos Moneta, Ernesto López y Alberto Romero, La Reforma Militar, Buenos Aires, Legasa, 1988. 7 Además, la tradicional tendencia de la política exterior argentina de rechazo y confrontación con los lineamientos proyectados por Estados Unidos hacia la región, sumado a la actitud neutralista seguida por nuestro país desde el estallido de la contienda bélica mundial, colocó a la Argentina como una amenaza para los intereses políticos norteamericanos en América Latina. El virtual embargo económico decretado por Estados Unidos contra la Argentina, sumado al permanente hostigamiento político-diplomático y a la exclusión de la asistencia militar estadounidense –e incluso a la amenaza militar indirecta–, afectó severamente el desarrollo de las instituciones militares locales y minó la posición argentina en el marco de la concepción de guerra vigente en ese momento y en el contexto de balance de poder subregional. 6
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la planificación, explotación y control de los recursos humanos y materiales fundamentales para un desarrollo nacional autónomo y, en su interior, para un esfuerzo de guerra. Para ello era central lograr un sostenido proceso de industrialización –en especial, de industrialización pesada– y conseguir una autosustentación económica. En el contexto de la DDN, se postulaba un modelo de desarrollo industrial autónomo en el mayor grado posible ya que, para Perón, el “problema industrial” constituía el “punto crítico de nuestra defensa nacional”.8 En este marco doctrinal, las Fuerzas Armadas constituían instancias básicas del desarrollo nacional, adjudicándoles tareas productivas de envergadura en el área siderúrgica y petroquímica. La Dirección General de Fabricaciones Militares creada en 1941 bajo la orientación del general Manuel Savio recibió un sostenido impulso en el marco del denominado Primer Plan Quinquenal (1947-1952), del que posteriormente se conformó la Sociedad Mixta Siderúrgica Argentina (SOMISA). Del mismo modo, fue notable el grado de reequipamiento sostenido que tuvieron las Fuerzas Armadas y, en especial, el Ejército, el que mediante la incorporación de blindados y unidades motorizadas, la modernización organizativa y la adquisición de nuevos sistemas de armas modernas, alcanzó un amplio despliegue territorial y profesional. Ahora bien, un paso fundamental para la institucionalización de estos criterios doctrinales estuvo dado por la promulgación en 1948 de la primera Ley de Defensa Nacional existente en el país, es decir, la primera ley que reguló la organización institucional necesaria para hacer frente a eventuales situaciones de guerra. En efecto, el 1º de septiembre de ese año, la Cámara de Senadores de la Nación sancionó la ley 13.2349 destinada a la “organización de la Nación en tiempo de guerra las que serán adoptadas en tiempo de paz”. Dicha ley reguló exclusivamente todo lo atinente a la dirección de la guerra, la organización territorial en tiempo de guerra, la defensa interior en tiempo de guerra y las requisiciones para la defensa nacional. Con relación a la dirección de la guerra, la ley le fijó al presidente de la Nación, en su carácter de jefe supremo de la Nación, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y presidente del Consejo de Defensa Nacional (CODENA), la “responsabilidad superior de la preparación, organización y dirección de la defensa nacional” (art. 1º). El conjunto de “previsiones necesarias para la organización de la Nación en tiempo de guerra” debía ser adoptada en tiempo de paz de acuerdo a las directivas fijadas por el CODENA, mientras que a los ministerios o secretarías de 8 9
Juan D. Perón, “Significado de la defensa nacional…”, op. cit., p. 44. Publicada en Boletín Oficial, Buenos Aires, 10 de septiembre de 1948.
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Estado le correspondía la preparación y ejecución de las medidas destinadas a la aplicación de aquellas previsiones (art. 2º). De este modo, luego del presidente de la Nación, el CODENA se constituyó en la instancia de conducción y organización superior más importantes en materia de defensa nacional y, particularmente, en la organización nacional para la guerra. Se le otorgó la responsabilidad de establecer “las medidas tendientes a pasar de la organización del país en tiempo de paz a la organización para tiempo de guerra” y de emitir las orientaciones necesarias a todos los organismos del Estado en todo lo relacionado con la movilización de las Fuerzas Armadas; la organización de la defensa civil, la seguridad interior y el funcionamiento de la administración y de los servicios públicos; el aseguramiento del ritmo de trabajo intensivo en todos los órdenes de la producción, el comercio y la industria; y, finalmente, la creación de los organismos necesarios para planificar, coordinar y dirigir el aprovechamiento del potencial de guerra de la Nación (art. 3º). Para ello, el CODENA debía fijar, en tiempo de paz, las atribuciones y responsabilidades de cada ministerio o secretaría de Estado en la “preparación del país para la guerra” y en la “movilización y utilización de las personas y recursos concerniente a cada rama de la administración pública” y de las actividades privadas (art. 7º). La movilización de las Fuerzas Armadas y de todos aquellos recursos correspondientes a los ministerios civiles debía ser ejecutada por los respectivos organismos militares o civiles, pero siguiendo la orientación y los planes aprobados por el CODENA (arts. 8º y 9º), para lo cual debía establecer, en tiempo de paz, las prioridades para la utilización de las personas y recursos según las necesidades de las Fuerzas Armadas y de los ministerios civiles y debía disponer y utilizar todas “las fuerzas de que dispone la Nación, los establecimientos destinados a la fabricación del material de guerra, la movilización industrial, la distribución de la mano de obra y las materias primas, y todo lo concerniente al abastecimiento general para las tropas, población civil y las necesidades de la producción económica” (art. 10). El CODENA se componía del conjunto de los ministros del Poder Ejecutivo y las resoluciones tendientes a resolver “los problemas fundamentales que atañen a la organización general de la Nación para la guerra” debían ser tomadas en su seno en acuerdo general de ministros. Había sido creado el 20 de septiembre de 1943 por acuerdo general de ministros y bajo la inspiración del coronel Perón. A través de los decretos-leyes 9.330/43 y 13.939/4410 –el primero de ellos era de carácter secreto–, se le fijaron como principales misiones en tiempo de paz las de
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determinar la correlación entre la política internacional y la preparación de todas las fuerzas del país para hacer frente a las necesidades de la defensa nacional; impartir a los diferentes organismos y ramas del gobierno nacional las directivas generales para la preparación y ejecución de la defensa nacional, sin intervenir en la disposición de las propias Fuerzas Armadas; armonizar las potencialidades del país con relación a su posición internacional y a los factores que influyen sobre el desarrollo nacional; y estudiar y evaluar los proyectos de leyes relativos a la organización defensiva del país y a las situaciones de emergencia en caso de guerra. En tiempo de guerra, se le sumaban la función de intervenir en la dirección superior de la guerra y los grandes problemas derivados de la misma, sin inmiscuirse en las operaciones militares. La ley 13.234 convalidó ambas normas y las funciones del CODENA allí establecidas.11 La conducción de la guerra en sus aspectos político-militares competía “directamente” al presidente de la Nación, para lo cual éste debía ser asistido por el Gabinete de Seguridad Exterior o Gabinete de Guerra, presidido por el ministro de Relaciones Exteriores y compuesto por los secretarios de Relaciones Exteriores, de Guerra, de Marina y de Aeronáutica (art. 11). A los efectos de la conducción de la guerra y de la coordinación de las fuerzas militares, dicho gabinete debía ser asistido por el Estado Mayor de Coordinación, compuesto por jefes y oficiales de los Estados Mayores de las tres fuerzas castrenses (art. 12). Asimismo, en caso de guerra, el presidente de la Nación designaría un Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas encargado de la dirección integral de las operaciones con la asistencia del Estado Mayor de Coordinación (art. 13). También se organizó un Gabinete de Seguridad Interior, presidido por el ministro del Interior y compuesto por los secretarios de Justicia e Instrucción Pública, de Obras Públicas y de Salud Pública, y encargado de coordinar los problemas relativos al “frente interno de la Nación en guerra”. Y, finalmente, se conformó un Gabinete de Seguridad Económica, presidido por el ministro de Hacienda y compuesto por los secretarios de Agricultura, Comercio e Industria y de Trabajo y Previsión, y encargado de la coordinación de “los problemas de los abastecimientos, la producción, el comercio y las finanzas” (art. 11). En tiempo de guerra, el país sería dividido en Zonas de Operaciones terrestres, navales o aéreas, y en Zona del Interior (art. 14). En las primeras, un Comando Superior castrense ejercerá la autoridad total del gobierno militar, civil y administrativo, Horacio Ballester, “El ordenamiento de la defensa nacional. La ley 13.234 de organización de la Nación para tiempo de guerra”, en Leopoldo Frenkel (comp.), El justicialismo. Su historia, su pensamiento y sus proyecciones, Buenos Aires, Legasa, 1984, p. 338. 11
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Publicada en Boletín Oficial, Buenos Aires, 5 de junio de 1944.
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subordinando inclusive a las autoridades civiles de dichas zonas (art. 15). La segunda comprende todo el territorio nacional que no haya sido declarado zona de operaciones y en ellas las autoridades civiles nacionales, provinciales y municipales mantendrían sus jurisdicciones y atribuciones típicas de tiempos de paz (art. 17). Posteriormente, la ley 13.234 establece un conjunto de previsiones referidas a la defensa antiaérea en la zona del interior y establece un conjunto de prescripciones relativas a la “vigilancia y defensa antiaérea territorial pasiva”. También regula el Servicio Civil de Defensa Nacional definiendo a éste como “el conjunto de obligaciones que el Estado impone a sus habitantes no movilizados para el servicio militar a los efectos de contribuir directa e indirectamente a la preparación y sostenimiento del esfuerzo que la guerra impone a la Nación”. Dicho servicio debía ser decretado por el Poder Ejecutivo Nacional y su preparación estaría a cargo del CODENA. Finalmente, la mencionada ley establece un conjunto de extensas regulaciones acerca de las requisiciones en tiempo de guerra, comprendiendo los servicios personales y de sindicatos, las sociedades y asociaciones de todo género, la propiedad y el uso de los bienes muebles, inmuebles y semovientes, las patentes de invención y las licencias de explotación que resulten necesarios para la defensa nacional. Pues bien, la ley 13.234 dejó en manos del presidente de la Nación la conducción superior y centralizada del esfuerzo nacional en tiempo de guerra y de la preparación de dicho esfuerzo en tiempo de paz. Reflejando, asimismo, los parámetros básicos de la DDN claramente sintetizada por el peronismo, dicha norma no restringía la guerra al conjunto de operaciones bélicas llevadas a cabo por las Fuerzas Armadas, sino que comprometía al sistema político, administrativo, económico y social del país. No se estableció en ella el papel institucional de las Fuerzas Armadas ni fijó sus instancias de conducción, ni sus funciones y misiones o su estructura orgánico-funcional. Estos aspectos quedaron regulados en otras normas. Tampoco se conceptualizó en ella a la defensa nacional, aunque, a partir de su contenido y del marco doctrinal en el que se concibió, quedaba claro que ella englobaba el esfuerzo nacional necesario para hacer frente a agresiones militares externas, esto es, agresiones producidas por las Fuerzas Armadas de otro Estado. En cambio, en ella se fijó la estructura de gobierno, de gestión y operativa necesaria a los fines de la defensa nacional en tiempo de paz y de guerra. Para esto, por cierto, se le reservó al CODENA la responsabilidad institucional máxima en la preparación y coordinación del esfuerzo nacional defensivo, en asistencia del presidente de la Nación. Todo ello, en definitiva, convirtió a la ley 13.234 en una norma precursora en la materia tanto a nivel nacional como regional.
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Esta institucionalidad se completó con la creación en 1949 del Ministerio de Defensa Nacional. Esto daba cuenta de otro aspecto básico de la DDN dado por la postulación de la pauta de estricta subordinación militar a las autoridades gubernamentales, esto es, el sostenimiento de un profesionalismo militar políticamente prescindente. Dicho profesionalismo debía conllevar una estructura institucional de conducción gubernamental sobre las Fuerzas Armadas y a ello apuntó esta importante medida. En efecto, en junio de ese año, se sancionó y promulgó la ley 13.52912 mediante la cual se establecieron los ministerios de Estado y sus competencias. En ella, al Ministerio de Defensa Nacional se le fijaron importantes funciones en lo atinente a la conducción y coordinación de los asuntos referidos a la defensa nacional y de las fuerzas militares. En lo atinente al papel institucional de las Fuerzas Armadas, en el marco del esquema normativo e institucional descrito, se les adjudicaba a éstas el papel central de constituir los instrumentos castrenses de la defensa nacional, sin injerencia alguna en tareas relativas a la seguridad interior, más allá de las establecidas en la propia Constitución Nacional. El mantenimiento del “orden y la seguridad pública” eran tareas prioritarias de las fuerzas de seguridad y cuerpos policiales federales, tales como la Policía Federal Argentina, la Gendarmería Nacional y la Prefectura Nacional Marítima. La conducción orgánico-funcional de estas fuerzas y de las policías provinciales con relación a la seguridad federal era una responsabilidad del Ministerio del Interior. Según lo dispuesto en la ley 14.071,13 promulgada en noviembre de 1951, la armonización de las tareas policiales nacionales y provinciales en lo atinente al mantenimiento del orden y la seguridad pública, las disposiciones legales y normativas necesarias para ello, la orientación de las actividades de dichas fuerzas, el estudio y la proposición de los planes y funciones de las diversas policías y el intercambio de información entre ellas, eran funciones del Consejo Federal de Seguridad presidido por el Ministro del Interior. Es decir, en este esquema institucional había una clara diferenciación funcional entre la defensa nacional y la seguridad interior y entre las Fuerzas Armadas y las fuerzas de seguridad y policiales. Ahora bien, en lo relativo a las relaciones cívico-militares, la relativa estabilidad político-institucional lograda durante los primeros años del primer gobierno peronista (1946-1952), estabilizada y ciertamente asentada en una marcada profesionalización de las fuerzas militares, se comenzó a resquebrajar a fines
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Publicada en Boletín Oficial, Buenos Aires, 15 de julio de 1949. Publicada en Boletín Oficial, Buenos Aires, 13 de noviembre de 1951.
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1945-1955 E L de 1951 a partir del levantamiento militar encabezado por el general (R) Benjamín Menéndez y del que formaron parte numerosos jefes y oficiales que, hacia 1955, formarían parte del grupo que protagonizó el derrocamiento del gobierno peronista y el inicio de la llamada Revolución Libertadora (1955-1958).
PERONISMO Y EL COMPROMISO INDUSTRIALISTA
Hacia 1955: la crisis del peronismo S USANA B IANCHI
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Con el objetivo de establecer la hegemonía del catolicismo como principio organizador de la sociedad, el ascenso del peronismo había sido percibido por algunos actores de la Iglesia católica como la posibilidad de acercamiento –implementando los aparatos de Estado– a diferentes grupos sociales, en particular, a los sectores populares de los que se sabía particularmente alejada.1 La posibilidad de un acercamiento entre la institución eclesiástica y los gestores del naciente peronismo se abrió a partir de dos consideraciones. En primer lugar, el general Perón era considerado como el “candidato” del Ejército, con el que la Iglesia había establecido una fluida relación desde los años treinta a partir del temor compartido a la amenaza del comunismo y de la progresiva identificación entre catolicismo y nacionalidad.2 En segundo lugar, la posibilidad de un acuerdo radicaba en el amplio arco de coincidencias que presentaban sus proyectos de sociedad. Tanto la doctrina social de la Iglesia como el peronismo reconocían la realidad de los conflictos sociales y proponían su superación a través de una conciliación de clases en la que el Estado jugaba un papel central, tanto en el rol de mediador como implementando una política redistributiva definida como “justicia social”. Dentro de esta perspectiva, el peronismo podía ser considerado como una eficaz barrera contra el comunismo.
La ruptura entre el catolicismo y los sectores populares era reconocida explícitamente: “si hay dos términos sociales opuestos, si hay dos sectores que se han declarado una guerra implacable, son sin duda, el capital y el trabajo. Ahora bien, todo el mundo sabe que el obrero ha aliado en su mente el capital con la Iglesia, de suerte que el abismo que separa al capital del trabajo es el mismo que separa a los trabajadores de la Iglesia” (monseñor Emilio Di Pasquo, “Conferencia en las Jornadas de Vocaciones Sacerdotales”, en Revista Eclesiástica del Arzobispado de Buenos Aires, abril de 1946, p. 307). 2 Loris Zanatta, Del Estado liberal a la nación católica. Iglesia y Ejército en los orígenes del peronismo, Bernal, UNQ, 1996; Perón y el mito de la Nación católica, Buenos Aires, Sudamericana, 1999. 1
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Hacia 1955: la crisis del peronismo
En esta línea, en noviembre de 1945, una Pastoral Colectiva del Episcopado fue considerada, sin demasiado margen de error, como la condena a la Unión Democrática –a la que se percibía como peligrosamente cercana a los temidos Frentes Populares– y el explícito apoyo a la candidatura de Perón. Sin embargo, este apoyo no dejó de producir reticencias dentro de las mismas filas eclesiásticas. Por un lado, Perón distaba de ser el ideal de “militar católico”. Su pública convivencia con una joven actriz y su afición por ciertos cultos esotéricos eran vistos con desconfianza. Por otro lado –y era mucho más alarmante– se encontraba el excesivo “obrerismo” de las políticas que había desarrollado el candidato. De un modo u otro, la Iglesia no tenía demasiadas opciones y se esperaba alejar los peligros: sólo era necesario, según la expresión del presbítero Virgilio Filippo, “cristianizar al peronismo”. Desde que Perón asumió la presidencia (4 de junio de 1943), la Iglesia católica mantuvo una fuerte presencia en el espacio público, mientras el gobierno hacía un gran despliegue de sus buenas relaciones con la jerarquía eclesiástica. Varios de los funcionarios gubernamentales provenían de las filas del laicado católico. Sin embargo, a pesar de estas manifestaciones, pronto se advirtió que “cristianizar al peronismo” no iba a ser una tarea fácil. Ya desde comienzos del gobierno de Perón, relevantes actores de la institución eclesiástica comenzaron a observar con preocupación lo que se consideraban avances del Estado sobre la sociedad civil, fundamentalmente sobre aquellas áreas que la Iglesia tenía particular interés en controlar. En esa línea, muy pronto comenzaron las denuncias sobre lo que se definía como “estatismo”. Uno de los intelectuales más destacados del catolicismo argentino, monseñor Gustavo Franceschi podía advertir que “De acuerdo con las enseñanzas sociales católicas siempre hemos sostenido que las organizaciones del gobierno no tienen derecho a intervenir en las actividades de las instituciones privadas. Es misión del Estado ayudar pero nunca absorber plenamente al sector privado”.3 Los campos del conflicto Una de las primeras reacciones católicas estuvo vinculada a la sanción de la Ley de Asociaciones Profesionales (1946).4 La preocupación radicaba en la
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negativa a reconocer, según las disposiciones de la ley, a aquellas agrupaciones sindicales constituidas en base a credos religiosos, lo que constituía el fin de todo proyecto de organizar un “sindicalismo católico”. Las protestas no fueron sin embargo demasiado insistentes. La Iglesia no parecía estar dispuesta a presentar batalla en un campo, como el sindical, en el que nunca habían tenido demasiado éxito. Por otra parte, se consideraba que la “peronización” de los sindicatos ya constituía una barrera contra los avances del comunismo. Desde la perspectiva eclesiástica, los mayores problemas radicaban en los avances del Estado en áreas consideradas de estricta incumbencia de la Iglesia, fundamentalmente aquellas que eran percibidas como básicas para la implementación del proyecto que buscaba colocar a la religión como el principio organizador de la sociedad: la educación, la familia, las organizaciones juveniles y femeninas, y la asistencia social.5 Dentro del campo de la educación siempre se consideró –y con razón– que la aprobación de la Ley de Enseñanza Religiosa en las escuelas públicas era indicativa del amplio espacio que el gobierno peronista otorgaba a la Iglesia católica. Sin embargo, desde el comienzo, la implementación de la ley fue objeto de múltiples conflictos jurisdiccionales: el gobierno peronista no estaba dispuesto a dejar de controlar la designación de funcionarios en la Dirección Nacional de Enseñanza Religiosa, ni de los profesores responsables de enseñar religión en las escuelas. Muy pronto, algunos católicos podían denunciar que “se trata de una educación religiosa impartida por el Estado, con sus propios maestros y bajo su propia dirección”,6 en la que la Iglesia tenía escasa incumbencia. Pero además los católicos también advirtieron los límites que se presentaban para la enseñanza religiosa. Uno de ellos, y no el menor, era la mala formación de los docentes responsables de dicha instrucción.7 Otro límite para el catolicismo lo constituían tanto la permanencia de contenidos “iluministas” en la enseñanza de la historia, la literatura, la filosofía que contradecían los principios religiosos, como algunas innovaciones. En efecto, la introducción de la “escuela activa”,8 la enseñanza de la higiene, el impulso a los deportes eran cuestiones que, desde la perspectiva eclesiástica, estaban demasiado centradas en lo corporal, pudiéndose por lo tanto deslizarse a terrenos vedados. En rigor, el principal obstáculo que Susana Bianchi, Catolicismo y Peronismo. Religión y política en la Argentina, 1943-1955, Tandil, Prometeo-IHES, 2001. 6 “Reglamentación de la ley de enseñanza religiosa”, en Orden Cristiano, Nº 141, primera quincena de septiembre de 1947, pp. 67-68. 7 Gustavo Franceschi, “Después de la sanción”, en Criterio, Nº 992, 27 de marzo de 1947, p. 274. 8 Rómulo Amadeo, “La escuela activa”, en Criterio, Nº 982, 9 de enero de 1947, pp. 36-37. 5
Gustavo Franceschi, “La Sociedad de Beneficencia”, en Criterio, Nº 959, 1º de agosto de 1946, p. 112. Véase también “Comunidad, sociedad”, en Criterio, Nº 978, 12 de diciembre de 1946. 4 “La Acción Católica Argentina formula reparos al decreto sobre organización y funcionamiento de las asociaciones profesionales obreras”, en Orden Cristiano, Nº 121, primera quincena de noviembre de 1946, p. 23. 3
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paulatinamente se encontró fue el del mismo carácter que asumió la política educativa: los avances crecientes de la “peronización” de la enseñanza. Los textos escolares pusieron su acento en la glorificación de las obras del peronismo mientras se insistía en la comparación del general Perón con distintos personajes de la historia nacional. Dentro de esta línea fueron los principios del peronismo y no los de la religión, que quedó reducida a unas pocas horas semanales de las llamadas clases “especiales”,9 los que constituyeron la base de las políticas educativas de la “Nueva Argentina”. El tema de la familia ocupó un lugar central en la preocupación de la Iglesia católica por el avance del “estatismo” en áreas privadas. En rigor, catolicismo y peronismo compartían una misma concepción de la vida familiar. Más aun, el núcleo familiar se transformó en el eje articulador de numerosas políticas redistributivas del peronismo. Además, en un país con baja densidad demográfica, el peronismo impulsó políticas de protección a la natalidad, asistencia a la madre y al niño, severa represión del aborto, regulación de las actividades extradomésticas de las mujeres. Si bien estas políticas reforzaban una concepción afín al catolicismo, no dejaban de despertar las desconfianzas eclesiásticas ante lo que se consideraba una ingerencia excesiva del Estado. Se consideraba que “lo que se persigue es una negación de la familia” o por lo menos “una familia sin padre ya que el esposo ha sido sustituido por el Estado”.10 Los conflictos en torno a la familia tuvieron sus puntos más críticos en el proyecto gubernamental de conceder a la concubina los derechos previsionales al fallecimiento del titular (1946), en la reforma del Código Civil que reemplazaba la denominación de “hijos adulterinos e incestuosos” por la de “hijos naturales” (1946) y en la Ley de Equiparación de Hijos Legítimos e Ilegítimos (1952).11 Es cierto que la presión eclesiástica frenó muchos proyectos, sin embargo constituían señales de los límites que se imponían. De este modo, a comienzos de 1948, se publicaba un documento titulado “Todo lo que el Estado debe asegurar a la Iglesia”. Entre las garantías que se exigían figuraban precisamente “aquellas condiciones materiales y espirituales que favorecen la tutela de la familia cristiana”.12
Las clases “especiales”, como trabajos manuales o gimnasia, eran aquellas que por requerir menor concentración mental figuraban en los últimos tramos del horario escolar. 10 Juan Francisco Vidal, “Una Pastoral en defensa de la familia”, en Criterio, 13 de febrero de 1947, p. 160. 11 Eran medidas que en un país sin ley de divorcio, con numerosas uniones de hecho, intentaban adaptar la legislación a la realidad que la sociedad ofrecía. 12 Revista Eclesiástica del Arzobispado de Buenos Aires, marzo de 1948, p. 138.
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La dificultad mayor para el catolicismo parecía radicar en la imposibilidad de penetrar en la fina trama del tejido social, en la imposibilidad de modelar conductas, actitudes y valores, en la dificultad para controlar los cuerpos. Un “hedonismo” que, según la perspectiva eclesiástica, era un “explosivo aniquilador” de los vínculos sociales que penetraba en la sociedad.13 Y el problema, también desde la perspectiva eclesiástica, era que ese “hedonismo” de la vida cotidiana estaba fomentado por las mismas políticas estatales, por el “bienestar” señalado como el objetivo deseable. “Por tener alguna virtud y cultivarla empieza la dignificación de los pueblos y no porque todos sus habitantes tengan lavarropas eléctricos, cocinas a gas, y puedan ir todas las semanas al cine y cosas por el estilo.”14 Dicho de otra manera, la redistribución de bienes materiales –la “justicia social”– implicaba una redistribución de bienes simbólicos que transformaba profundamente a la sociedad. Otro punto de conflicto se refirió al papel que las mujeres debían cumplir dentro de la sociedad, cuestión que tanto para el catolicismo como para el peronismo estaba indisolublemente ligada al tema de la familia. El peronismo, en muchos aspectos, reforzó las ideas dominantes acerca de la posición de las mujeres dentro del núcleo familiar, con fuertes contactos con el catolicismo, desalentando todo aquello que las alejara “de su destino y su misión”. En La Razón de mi Vida, un capítulo llamado precisamente “La fábrica o el hogar” es particularmente explícito acerca de cuál debía ser la opción: Todos los días millares de mujeres abandonan el campo femenino y empiezan a vivir como hombres. Trabajan casi como ellos. Prefieren, como ellos, la calle a la casa. No se resignan a ser madres ni esposas. […] Sentimos que la solución es independizarnos y trabajamos en cualquier parte, pero ese trabajo nos iguala a los hombres y ¡no! no somos como ellos. […] Por eso el primer objetivo de un movimiento femenino que quiera hacer bien a la mujer, que no aspire a cambiarlas en hombres, debe ser el hogar.15
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Gustavo Franceschi, “Por la familia”, en Criterio, Nº 1.092, 26 de mayo de 1949, pp. 259-262. “Comentarios. Reflexiones de actualidad”, en Criterio, Nº 1.161, 10 de abril de 1952, p. 242. 15 Eva Perón, La Razón de mi Vida, Buenos Aires, Peuser, 1952, p. 15. Este libro se proyectó una vez conocido el carácter terminal de la enfermedad de Eva Perón. Presentado como una autobiografía, el texto –que fue de lectura obligatoria en los establecimientos escolares– estructuraba una serie de principios definidos y definitivos que permitieran suplir el discurso de Eva Perón después de su muerte. 13 14
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Sin embargo, a pesar de las coincidencias, cuestiones como el sufragio femenino y fundamentalmente la aparición de organizaciones como el Partido Peronista Femenino,16 fueron observadas con creciente desconfianza. Se temía que la politización femenina privara al catolicismo de su tradicional influencia sobre las mujeres. La Iglesia podía además contabilizar, dentro de los espacios perdidos, el de la asistencia social. Las instituciones caritativas católicas no podían competir frente a la poderosa y eficaz Fundación Eva Perón que invadió el campo asistencial otorgándole un vigoroso signo político. Además la Fundación –como el Partido Peronista Femenino– era indisociable de la persona de Eva Perón que constituía una de las figuras del peronismo más irritantes para amplios sectores eclesiásticos: sus orígenes “ilegítimos”, su pasado poco claro, sus vinculaciones artísticas, su convivencia pública previa al matrimonio con Perón no eran datos menores. Además, ella había asumido un particular estilo que contrastaba con la moderación y recato que correspondían al papel de primera dama. El conflicto en el campo de la religión A partir de 1950, si bien las relaciones entre las cúpulas mantuvieron su formalidad, las manifestaciones públicas de mutuo apoyo entre la Iglesia y el Estado se redujeron notablemente. Y el conflicto alcanzó un punto de no retorno al instalarse en el mismo campo de la religión. La jerarquía eclesiástica comenzó a denunciar que, a pesar del estatuto privilegiado que el catolicismo debía gozar, el gobierno peronista había comenzado a dar un gran espacio a otras confesiones religiosas. Según se señalaba, las autoridades habían dejado de cumplir con su “deber de gobernantes” ya que debía ser su obligación “la defensa del patrimonio religioso del pueblo contra cualquier asalto de quien quisiera robarle el tesoro de su fe y de la paz religiosa”.17 Muchos aspectos del antijudaísmo católico se habían mantenido incólumes dentro del peronismo. Tanto el presbítero Virgilio Filippo –designado Adjunto Eclesiástico de la Casa de Gobierno y, desde 1948, diputado nacional– como el jesuita Hernán Benítez –representante de Perón ante el Vaticano en 1947 y asesor de la Fundación Eva Perón, entre otras responsabilidades– no dudaban en emplear los términos “judío” y “sinagogal” como calificativos denigrantes.18 Otro de los ejemplos
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–que pueden multiplicarse– es la presencia del antropólogo católico Santiago Peralta, autor de La acción del pueblo judío en la Argentina (1943), en la Dirección de Migraciones y al frente del Instituto Étnico Nacional.19 Sin embargo, esto no fue obstáculo para que, desde 1946, Perón fuera el primer presidente argentino en saludar a la comunidad judía para sus festividades, ni para que se les otorgara asueto a los soldados judíos en esas ocasiones, ni para designar funcionarios de ese origen. Las relaciones con el Estado de Israel fueron fluidas y la Fundación Eva Perón colaboró con el envío de alimentos, medicinas y otros artículos de primera necesidad. Además –ante el sostenido antiperonismo de la DAIA– se creó la Organización Israelita Argentina por iniciativa gubernamental con un sector de la colectividad judía dispuesto a apoyar el peronismo,20 mientras el rabino Amram Blum era designado asesor presidencial en asuntos religiosos. Si bien estas relaciones no dejaron de perturbar a aquellos grupos católicos que desde comienzos de siglo denunciaban la inmigración judía como un atentado contra la nacionalidad, el conflicto en el campo de la religión surgió fundamentalmente a partir del avance de ciertas formas religiosas que competían eficazmente con el catolicismo dentro de los sectores populares. Y la cuestión se profundizó en la medida en que los sectores eclesiásticos consideraron que el gobierno peronista favorecía el desarrollo de las disidencias. Entre estas formas religiosas se encontraba el espiritismo, en una versión local conocida como la Escuela Científica Basilio,21 a la que el gobierno había otorgado personería jurídica y por la que Perón parecía demostrar ciertas simpatías. El primer enfrentamiento abierto entre el gobierno y sectores vinculados a la Iglesia estalló a raíz de un multitudinario acto que la Escuela Científica Basilio había organizado en el Luna Park, en octubre de 1950. El acto, convocado bajo la consigna “Jesús no es Dios” –considerada blasfema por los católicos–, fue inaugurado por la lectura de un telegrama de adhesión firmado por Perón y su esposa. Pero el desarrollo del acto se vio imprevistamente alterado: jóvenes de la Acción Católica ubicados estratégicamente en las tribunas y en las inmediaciones del estadio provocaron un considerable tumulto. Como consecuencia, la Policía detuvo
Susana Bianchi, Historia de las Religiones en la Argentina. Las minorías religiosas, Buenos Aires, Sudamericana, 2004, p. 209. 20 La Nación, 21 de agosto de 1948 21 El tono y la frecuencia de los artículos que alertan a la feligresía sobre el peligro del espiritismo constituyen un buen reflejo de la preocupación eclesiástica. Véase por ejemplo, El Pueblo, 23 de noviembre y 4 y 18 de diciembre de 1947; 7 y 16 de enero; 5, 10, 17 y 19 de febrero de 1948. Véase también Lila Caimari, Perón y la Iglesia católica, Buenos Aires, Ariel, 1995. 19
Susana Bianchi y Norma Sanchís, El Partido Peronista Femenino, Buenos Aires, CEAL, 1987; Carolina Barry, Evita Capitana. El Partido Peronista Femenino, Buenos Aires, Longseller, 2009. 17 Revista Eclesiástica del Arzobispado de Buenos Aires, 1952, p. 349. 18 Véase, por ejemplo, Hernán Benítez, “La Iglesia y el justicialismo”, en La aristocracia frente a la revolución, s/e, Buenos Aires, 1953, p. 339. 16
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a cerca de trescientos jóvenes por alterar el orden público, mientras que el arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Santiago Copello, era presionado por sus propias filas para pronunciarse a favor de los militantes católicos que habían actuado con una considerable cuota de autonomía. Pocos días más tarde llegaba al país el cardenal Ruffini, como legado papal ante el Congreso Eucarístico Nacional. Una multitud aguardó el paso de Ruffini por las calles de Buenos Aires, que lo aclamó al grito de “¡Jesús es Dios!”, lema antiespiritista que deslizó su sentido a consigna antiperonista. Quedaba claro que las manifestaciones religiosas podían tomar un sospechoso cariz antigubernamental.22 El conflicto por la difusión del espiritismo –que desde la perspectiva eclesiástica continuó y se profundizó–23 pronto se confundió con otra cuestión que también se ubicaba en el campo de la religión: los avances del protestantismo a través de las campañas pentecostales que, iniciadas en 1952 alcanzaron un éxito masivo en 1954. La Iglesia católica había tolerado al protestantismo de origen inmigratorio en la medida en que se mantuviese dentro de los límites de sus propias comunidades nacionales. Pero el problema estaba en que el pentecostalismo –con militante vocación expansiva– no sólo no estaba vinculado a ningún grupo étnico o nacional sino que encontraba sus bases de reclutamiento, como el espiritismo y el peronismo, en las mismas clases populares urbanas que se pretendía catolizar. El conflicto alcanzó su punto más alto a mediados de 1954, cuando el predicador norteamericano Theodore Hicks, que practicaba el “don de la sanidad” reunía multitudes en estadios deportivos de Buenos Aires.24 Y la causa de este éxito, según la perspectiva eclesiástica, radicaba precisamente en el apoyo que el gobierno peronista había dado a la misión pentecostal.25 Pero dentro del campo de la religión también se colocaba el principal obstáculo para la “catolización” de la sociedad: la aspiración del peronismo –más allá de los logros obtenidos en sus bases– de constituirse en una especie de peculiar religiosidad. A partir de 1951 comenzó a publicarse Mundo Peronista, revista que La Nación, 16 al 30 de octubre de 1950; Gustavo Franceschi, “Comentarios. A quien me confesare ante los hombres”, en Criterio, octubre de 1950, p. 871. 23 “Pastoral Colectiva del Episcopado Argentino sobre el Espiritismo”, en Revista Eclesiástica del Arzobispado de Buenos Aires, diciembre de 1954, pp. 469-474. 24 “Hablan varios enfermos tratados por el pastor Hicks”, en Ahora, Nº 2.187, 8 de junio de 1954; “La actuación del viernes en Huracán fue asombrosa”, en Ahora, Nº 2.189, 15 de junio de 1954; “Como arrojó las muletas un joven de Ramos Mejía” y “De todos los puntos de la República y de los países vecinos nos llegan cartas para serles entregadas a Hicks”, en Ahora, Nº 2.190, 18 de junio de 1954. 25 Gustavo Franceschi, “Libertad de cultos y apostolado católico”, en Criterio, Nº 1.218, 26 de agosto de 1954, pp. 603-604. 22
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perseguía objetivos de consolidación ideológica en el momento en que el gobierno debía enfrentar una serie de dificultades. Desde sus páginas, el peronismo se presentaba como una “religión política,” con su propia sacralización y sus propias figuras para venerar. La enfermedad y la muerte de Eva Perón en 1952 acentuó la incorporación de una simbología religiosa: rezar por ella, hacer peregrinaciones por su salud, escribirle oraciones eran conductas altamente valoradas. Sin embargo, estas actitudes no se redujeron a la figura de Eva Perón, cuya temprana muerte fue revestida de rasgos de martirio. Ya durante su vida desde Mundo Peronista se impulsaba la construcción de altares domésticos que debían incluir en primer lugar la figura de Perón,26 mientras la adhesión al peronismo podía ser descripta en términos, de “devoción”, “fervor” y “fe”.27 Poco espacio quedaba para el catolicismo. Desde 1950, dado el carácter monolítico que adquiría el peronismo y el estrechamiento de los canales opositores, la Iglesia comenzó entonces a perfilarse como un espacio –tal vez el único posible– de oposición. Muchas manifestaciones religiosas que incorporaron adhesiones de sospechosa piedad pronto fueron percibidas, sin demasiado margen de error, como manifestaciones antigubernamentales. La crisis: 1954-1955 Describir la trama del enfrentamiento entre el Estado peronista y la Iglesia católica no explica otras cuestiones: ni la forma ni el momento en que estallaron los acontecimientos que sacudieron a la Argentina entre 1954 y 1955. Es cierto que una vez desencadenada, la crisis puede explicarse, en parte, por su propia lógica, es decir, por el juego de acciones y reacciones. Empero la coyuntura del estallido no fue accidental: fueron los mismos conflictos internos que atravesaban tanto al peronismo como al catolicismo los que hicieron que la colisión fuese inevitable.28 Dentro del gobierno peronista, debido al fin del período de bonanza, la política económica había dado un fuerte giro de timón al revisar las prioridades. Lo cierto es que en su segunda presidencia parecía que Perón entraba en contradicción no sólo con los principios que había defendido sino también con los intereses de los sectores sociales que lo apoyaban. De la política distributiva –es decir, Mundo Peronista, Nº 14, 1º de febrero de 1952 Mundo Peronista, Nº 11, 15 de diciembre de 1951 28 Susana Bianchi, “Peronismo e Iglesia. 1954-1955: La crisis de la hegemonía”, en Criterio, Nº 2.305, junio de 2005, pp. 273-275. 26 27
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la “justicia social”– se pasaba a otra etapa, donde el eje estaba puesto en la producción.29 La alternativa requería reajustes considerables. Se hacía necesario activar los mecanismos del consenso y penetrar en todos los resquicios de la sociedad, “peronizar” los espacios que se sospechaba aún permanecían ajenos y barrer con los obstáculos. También el catolicismo debía afrontar sus propios conflictos, más allá de las monolíticas imágenes construidas. La cuestión de los vínculos con el peronismo fracturaba a la cúpula eclesiástica. El tema de la relación entre la Iglesia y el Estado se confundía con otras cuestiones estrictamente eclesiásticas (desde la crítica al modelo de monarquía absoluta en que se fundamentaba la institución eclesiástica hasta cuestiones de moral y ritualismo) que conmovían a cada vez más amplios sectores del clero. Muchos parecían desoír las apelaciones jerárquicas a la disciplina. En la crisis del catolicismo, las organizaciones de laicos –cuyo peso en las filas eclesiásticas argentinas siempre fue considerable– encontraban un terreno fértil para avanzar en sus aspiraciones de autonomía. En los comienzos de la crisis, fue notable la desigualdad de las fuerzas que se enfrentaron. La Acción Católica Argentina, sobre todo la sección de jóvenes varones que asumieron gran parte del protagonismo, era insignificante cuantitativamente y sus intenciones primeras no fueron tanto “atacar” o “derribar” a un peronismo que parecía inexpugnable como denunciar la inacción de las cúpulas eclesiásticas en la defensa de los “derechos de la Iglesia,” defensa de la que los laicos parecían haberse hecho los únicos responsables. Su actuación les otorgó indudable visibilidad. La Acción Católica se transformaba en un actor político, un “partido católico”,30 cuyo discurso opositor al peronismo articulaba inquietudes caras a las clases medias –de las que la mayoría de sus miembros provenía– y altas de la sociedad. En efecto, la “defensa de los derechos” de la Iglesia se confundía con otras cuestiones. El peronismo había transformado abruptamente las relaciones sociales y la misma sociedad que se pretendía “catolizar” se había vuelto irreconocible: según un colaborador de Criterio, la muchedumbre, “hato animal, recua irracional”,
Pablo Gerchunoff y Damián Antunez, “De la bonanza peronista a la crisis de desarrollo”, en Juan Carlos Torre (dir.), Los años peronistas (1943-1955), Buenos Aires, Sudamericana, colección Nueva Historia Argentina (tomo 8), 2002. 30 También algunos grupos laicos católicos que se autodenominaban “demócratas” habían intentado organizar desde 1950 un partido político que tras innumerables fraccionamientos lograron formar –siguiendo el modelo europeo– el Partido Demócrata Cristiano en 1954 (Enrique Ghirardi, La democracia cristiana, Buenos Aires, CEAL, 1983).
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invadía los espacios. “El mal ha echado raíces y amenaza con la subversión total de la vida del país”.31 Si el monstruo había salido de su guarida, según la metáfora de Donoso Cortés, la unión de la Cruz y la Espada era la única garantía del sostén de la civilización contra la barbarie. Dentro de este clima, en noviembre de 1954, Perón convocó en una reunión a funcionarios del gobierno, legisladores y representantes del Partido Peronista con el objetivo de informarles sobre el estado de la “oposición”. Pero a las reiteradas referencias a los adversarios políticos, en especial a los radicales, y a los estudiantes universitarios de la FUBA se agregaron elementos nuevos: la Acción Católica Argentina y varios miembros del clero. Entre los nombres de los sacerdotes considerados “opositores”, figuraban algunos miembros del Episcopado: Fermín Laffite, arzobispo de Córdoba; y Froilán Ferreira Reinafé, obispo de La Rioja. Indudablemente la denuncia adoptaba un claro tono amenazante. Según Perón, “Aquí hay como diez y seis mil integrantes del clero. ¿Cómo vamos a hacer una cuestión porque haya veinte o treinta que sean opositores? Es lógico que entre tantos haya algunos. ¿Qué tenemos que hacer? Hay que tomar medidas contra esa gente. Tiene razón la jerarquía eclesiástica cuando me dice que no es la Iglesia sino que son algunos curas descarriados de la Iglesia. Nosotros vamos a ayudarlos para que los pongan en su lugar”.32 A partir de allí, los acontecimientos se precipitaron respondiendo a su propia lógica de acción-reacción. La denuncia de Perón desencadenó el mal contenido anticlericalismo de las filas sindicales. Mientras desde el diario La Prensa, controlado por la Confederación General del Trabajo, se continuaba agitando el clima –“Que los malos sacerdotes abandonen la sotana. […] Todo el que se desmande sentirá el peso de la ley”–,33 la CGT declaraba un paro general de actividades y, junto con las dos secciones del Partido Peronista, convocaba a un masivo acto en el Luna Park para reiterar su adhesión a Perón ante los “ataques católicos” (25 de noviembre de 1954). Las pancartas con las leyendas “Perón sí, curas no” o “Cuervos a la Iglesia” y el tono de los discursos fueron expresivas del carácter que asumió el acto.34 La respuesta católica al acto del Luna Park se dio en la misa del domingo siguiente, donde se debía leer una Carta Pastoral: en iglesias desbordadas por el público, los atrios se transformaron en explícitos ámbitos de oposición.
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Carlos Fernando de Nevares, “Sobre diversas manifestaciones de incultura”, en Criterio, Nº 1.115, 11 de mayo de 1950. 32 La Nación, 11 de noviembre de 1954. 33 La Prensa, 18 de noviembre de 1954. 34 La Nación, 26 de noviembre de 1954. 31
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Por su parte, el Episcopado, ante las denuncias formuladas por Perón, le había enviado una carta el 19 de noviembre, aún en tono conciliador que apelaba a la “relación armónica” que siempre habían mantenido.35 Sin embargo, ante la intensificación de los acontecimientos, pocos días después, dio a conocer la Carta Pastoral que debía leerse en todas las iglesias al domingo siguiente. A pesar de algunas ambigüedades –reflejo tal vez de la falta de unanimidad episcopal–, el tono ya había cambiado. Si bien se recordaba que tanto el clero como la Acción Católica no debían incluirse en pugnas políticas, también agregaba que frente a los actuales problemas “ningún sacerdote podría permanecer indiferente sino que debería asumir la defensa serena y firme de los valores eternos”. Diferenciaba de este modo, “la política” de la “defensa obligada del altar”.36 En síntesis, y tras fracasar las gestiones del Nuncio Apostólico frente al Ministerio del Interior, la guerra quedaba declarada. Desde el gobierno rápidamente las acciones se encaminaron a reducir los espacios de influencia eclesiástica. En los primeros días de diciembre, el ministro de Educación, Armando Méndez San Martín,37 mediante una resolución suprimía la Dirección Nacional de Enseñanza Religiosa, por considerar que el sistema “resulta inadecuado, ineficaz y oneroso”,38 iniciando una serie de medidas destinadas a suprimir las clases de religión en las escuelas públicas. Las protestas del Episcopado nada hicieron para cambiar la situación.39 Más aun, la ofensiva se trasladó al Congreso. El 13 de diciembre en una prolongada sesión de la Cámara de Diputados se modificó el artículo 7º de la Ley de Matrimonio Civil. Con inusitada rapidez, al día siguiente el Senado también aprobaba la modificación. En vano el Episcopado solicitó al Poder Ejecutivo el veto de la ley: el divorcio había quedado incorporado a la legislación argentina.40 El 21 de diciembre, en una agitada sesión, la Cámara de Diputados transformaba en ley un decreto que restringía las reuniones públicas. Sólo se podían realizar en lugares públicos los “actos patrióticos o de significación “Episcopado Argentino. Carta al Excmo. Señor Presidente de la Nación” (19 de noviembre de 1954), en Criterio, Nº 1.224, 25 de noviembre de 1954, p. 843. 36 “Carta Pastoral a los Cabildos Eclesiásticos, el clero diocesano y regular y a todos los fieles” (2 de noviembre de 1954), en Criterio, Nº 1.224, 25 de noviembre de 1954, pp. 844-845. 37 Ya en 1950 el reemplazo del católico Oscar Ivanissevich responsable de la cartera de educación por Armando Méndez San Martín, conocido por sus simpatías laicistas, fue un motivo de preocupación para los actores de la institución eclesiástica, quienes calificaban de “masón” al nuevo ministro. 38 La Nación, 3 de diciembre de 1954. 39 “Nota del episcopado argentino al Ministerio de Educación acerca de la ley de enseñanza religiosa” (2 de diciembre de 1954), en Criterio, Nº 1.233, 7 de abril de 1955, p. 262. 40 La Nación, 14 y 15 de diciembre de 1954. 35
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nacional”. Los actos religiosos debían efectuarse únicamente en lugares cerrados. Además el Poder Ejecutivo podía impedir la celebración de cualquier acto cuando “mediare peligro inminente de alteración del orden o de la tranquilidad pública, o cuando la celebración fuese contraria a los intereses del pueblo”.41 Indudablemente la Iglesia quedaba fuera del espacio público. Ya en 1955, mientras los incidentes se sucedían y las campañas de “panfletos” incentivadas desde las parroquias se acentuaban, la Iglesia procuraba infundir ánimos a sus huestes: “habrá que seguir a Pedro y a Juan cuando ante el Sanhedrín afirmaron que era justo obedecer a Dios antes que a los hombres, y sufrir con toda paciencia las persecuciones”.42 Pero también el Episcopado debía cohesionar y disciplinar a sus propias filas. Las posiciones católicas no eran unánimes y –ante la intensificación del clima– se temían predecibles desbordes de las organizaciones de laicos. “La Acción Católica deberá tener conciencia clara de su grave responsabilidad: su colaboración en el apostolado de la Jerarquía de la Iglesia le exige atenerse estrictamente a prestar su decidido apoyo a la Iglesia a la consecución de sus fines apostólicos, sin apartarse jamás de los mismos ni de las orientaciones que de ella reciba”.43 El 1º de mayo, en la celebración del Día del Trabajo frente a una multitudinaria concentración en la Plaza de Mayo, la cuestión de la reforma constitucional para establecer la separación de la Iglesia y el Estado –presentada como una solicitud de la CGT– quedaba públicamente establecida.44 Pocos días después, la iniciativa pasaba al Congreso. Como respuesta –pese a las advertencias de la jerarquía– una manifestación de la Acción Católica recorrió las calles de Buenos Aires “gritando improperios contra las autoridades nacionales”. Después de algunas escaramuzas con la Policía, fueron detenidos diez manifestantes, incluido un seminarista. Ante lo sucedido, un comunicado de la CGT asumía un tono claramente amenazante: “Advertimos por última vez a la reacción oligárquico clerical: si continúan los atropellos, la consigna será de casa al trabajo y del trabajo a las ratoneras en donde se preparan los atentados contra el pueblo. Y no hemos de dejar ni una cueva con vida”.45 El 13 de mayo la Cámara de Diputados derogaba la Ley de La Nación, 22 de diciembre de 1954. Juan T. Lewis, “El Magisterio de la Iglesia”, en Criterio, Nº 1.231, 10 de marzo de 1955. Véase también “La Iglesia del Silencio”, en Criterio, Nº 1.234, 28 de abril de 1955. 43 “Carta del Episcopado Argentino a la Acción Católica Argentina”, en Criterio, Nº 1.235, 12 de mayo de 1955. 44 En esa oportunidad, un Perón más moderado intentaba evitar mayores disturbios recomendando dirigirse “de casa al trabajo y del trabajo a casa”, La Nación, 2 de mayo de 1955. 45 La Nación, 8 y 9 de mayo de 1955. 41 42
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Enseñanza Religiosa culminando las iniciativas desarrolladas desde el Ministerio de Educación. Ese mismo día, se derogaba la exención impositiva que gozaban las instituciones católicas, por considerar que dentro de ellas había “sectores financieramente poderosos que disponen de ingentes capitales”.46 La Iglesia nuevamente quedaba identificada con la “oligarquía”. De Corpus Christi a septiembre de 1955 Mientras se aceleraba el juego de acción-reacción en una compleja escalada, el 11 de junio debía celebrarse la festividad de Corpus Christi. El ministro del Interior, Ángel Borlenghi, según la reglamentación vigente, prohibió la realización de una procesión pública: los actos debían realizarse dentro del recinto de la catedral de Buenos Aires. Pero la celebración convocó a una verdadera multitud –muchos de sospechosa piedad–47 que aclamando a “Cristo Rey” desbordó ampliamente la capacidad de la catedral e incluso de la Plaza de Mayo. El desafiante significado político del acto superaba ampliamente a su contenido religioso. Pronto los acontecimientos se volvieron ingobernables para las mismas autoridades eclesiásticas.48 Los congregados se lanzaron por las calles de Buenos Aires, apedrearon sedes de diarios oficialistas, destrozaron vidrios de edificios públicos, pintaron consignas como “Muera Perón” y “Viva Cristo Rey” y al llegar frente al Congreso, arrancaron una placa de homenaje a Eva Perón y arriaron la bandera nacional para enarbolar la papal.49 Por supuesto la reacción gubernamental no tardó en sentirse, aunque el discurso radial de Perón ante los acontecimientos no dejaba de recomendar a sus seguidores “calma y tranquilidad”.50 También desde Criterio, sin hacer referencia explícita a los desmanes, en un artículo sobre San Francisco de Asís, se procuraba poner distancia con la violencia: “Es evidente que es infinitamente más fácil y más rápido organizar lo que suele llamarse una cruzada y echar mano de la violencia, lograr algunos éxitos aparentes, que luego se transforman en derrotas verdaderas”.51
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Pero ya era muy tarde. Y en la medida en que las demandas católicas coincidieron (sin ser exactamente idénticas) con la de las Fuerzas Armadas el conflicto adquirió su forma. Cuando en junio de 1955, los aviones de la Marina bombardearon la Plaza de Mayo, nadie dudó de la complicidad católica. El golpe fracasó por las descoordinación de las acciones pero su saldo fue una gran cantidad de muertos y heridos52 y un estado de estupor generalizado. La reacción no se hizo esperar y esa misma noche fueron asaltados e incendiados varios templos del centro de Buenos Aires y la Curia Metropolitana. En un clima festivo se asaltaron altares, se destruyeron imágenes y archivos y en un juego carnavalesco los atacantes se vistieron con ropas sacerdotales y remediaron los gestos del rito. Quienes atacaron las iglesias pudieron moverse libremente en un amplio radio durante varias horas sin que nadie intentara detenerlos. Pronto se advirtió la gravedad de las consecuencias.53 Perón procuró deslindar responsabilidades, atribuyendo las culpas a los “comunistas”,54 mientras Copello deploraba las consecuencias del cruento golpe.55 Pero si éstas eran intenciones de poner paños fríos, ya era demasiado tarde: al día siguiente, la Secretaría de Estado del Vaticano daba a conocer el decreto de excomunión de Perón.56 Según recordaba un calificado testigo, para muchos católicos se presentaba una única salida: “Hasta los más escépticos comprendieron que sólo quedaba abierto el camino a la revolución”.57 Amplios sectores católicos estuvieron nuevamente con las Fuerzas Armadas en septiembre de 1955, en un golpe cuya simbología religiosa –los aviones desde Córdoba llegaban bajo la consigna “Cristo Vence”– superaba ampliamente la de anteriores golpes militares. Sin embargo, queda una cuestión pendiente. ¿Qué relación
Los primeros cálculos, de fuentes de insospechadas simpatías gubernamentales, refieren 350 muertos y más de 600 heridos (La Nación, 17 de junio de 1955). 53 Un dato era la repercusión que los hechos tuvieron en la prensa internacional que los comparaba con los acontecimientos de la Guerra Civil Española. 54 La Nación, 19 de junio de 1955. 55 Santiago Luis Copello, “Carta Pastoral del Arzobispo de Buenos Aires con motivo de los últimos sucesos”, en Criterio, Nº 1.239, 14 de julio de 1955, p. 498. 56 Sobre la excomunión de Perón, véase “La excomunión”, en Roberto Bosca, La Iglesia Nacional Peronista. Factor religioso y poder político, Buenos Aires, Sudamericana, 1997, pp. 369-390. 57 Mario Amadeo, Ayer, Hoy, Mañana, Buenos Aires, Gure, 1956. 52
La Nación, 14 de mayo de 1955. Puede señalarse como ejemplo la participación de militantes de la Federación Universitaria Argentina, véase Julio Godio, La caída de Perón (de junio a septiembre de 1955), Buenos Aires, C EAL, 1985. 48 Un editorial planteaba el problema bajo la pregunta: “¿De quién y de dónde partió la consigna de alejarse del lugar en columna?”, en La Nación, 13 de junio de 1955. 49 La Nación, 12 de junio de 1955. 50 La Nación, 13 de junio de 1955. 51 Gustavo Franceschi, “Una lección de historia”, en Criterio, 23 de junio de 1955 46 47
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1945-1955 E L puede establecerse entre el conflicto con la Iglesia y la caída del peronismo? Sin duda, la magnitud del conflicto y la inimaginable escalada de violencia polarizaron posiciones y crearon un particular clima de sentimientos. Sin embargo, considerarlo como la causa desencadenante de la caída del gobierno de Perón –sin tener en cuenta, entre otras razones, las debilidades estructurales del peronismo– resultaría simplista. Pero también es cierto que, más allá del peso relativo que pueda atribuírsele, resulta indudable que el protagonismo alcanzado consolidó el papel de la Iglesia católica como un insoslayable factor de poder en el campo político.
PERONISMO Y EL COMPROMISO INDUSTRIALISTA
El peronismo político, apuntes para su análisis (1945-1955) C AROLINA B ARRY UNTREF / UNSAM
B IBLIOGRAFÍA BARRY, Carolina, Evita Capitana. El Partido Peronista Femenino, Buenos Aires, Longseller, 2009. BIANCHI, Susana, Catolicismo y Peronismo. Religión y política en la Argentina, 1943-1955, Tandil, Prometeo-IHES, 2001. _________________ y Norma Sanchís, El Partido Peronista Femenino, Buenos Aires, CEAL,1987 _________________, Historia de las Religiones en la Argentina. Las minorías religiosas, Buenos Aires, Sudamericana, 2004. PERÓN, Eva, La Razón de mi Vida, Buenos Aires, Peuser, 1952. ZANATTA, Loris, Del Estado liberal a la nación católica. Iglesia y Ejército en los orígenes del peronismo. 1930-1943, Bernal, UNQ, 1996. ________________, Perón y el mito de la Nación católica, Sudamericana, Buenos Aires, 1999.
Uno de los aspectos menos abordados por la historiografía ha sido el de la conformación política del peronismo. Es probable que el énfasis puesto en las características del liderazgo de Perón haya opacado, por no decir mutilado, su estudio. Los análisis abundan en publicaciones referentes a la estructura sindical y obrera como columna vertebral del movimiento, pero descuidaron a las otras dos ramas, es decir, a las que hicieron al peronismo político propiamente dicho. Este trabajo se propone analizar cómo se llegó a dicha conformación y cuál fue el criterio utilizado para concluir que la mejor manera de organizar el peronismo y respetar sus diferencias era la división en el Partido Peronista (PP), el Partido Peronista Femenino (PPF) y la Confederación General del Trabajo (CGT). Hacia el peronismo La jornada del 17 de octubre de 1945 tuvo varias derivaciones, entre ellas, la restitución del coronel Juan Domingo Perón al centro de la escena política, convertido en un visible líder popular y candidato a la presidencia de la Nación. Lo más importante fue la súbita revelación de esa base social cultivada por Perón y su transformación en un nuevo actor político, que le valió un apoyo diferente del que hasta entonces le habían dado los dirigentes sindicales, que se vieron obligados a encabezar una movilización obrera que los superaba.1 Esto derivó en un conflicto por la apropiación de la resurrección de Perón y el manejo de las bases. Esta disputa se mantuvo, en esencia, a lo largo de los años, y se contrapone con la imagen de un campo rígido y uniforme de las fuerzas del peronismo inicial. Samuel Amaral, “Historia e imaginación: ¿qué pasó el 17 de octubre de 1945?”, en Boletín de la Academia Nacional de la Historia, Buenos Aires, 2009, en prensa. 1
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El ascendiente sobre la masa lo tenía Perón; el resto era la construcción política. De allí que su reposicionamiento también dejara en claro la necesidad de organizar y amalgamar a los heterogéneos apoyos ante el súbito llamado a elecciones realizado por el presidente Edelmiro J. Farrell, que obligó a los sectores allegados a Perón a organizarse y limar rápidamente posibles asperezas a fin de conformar una alianza que lo llevara a la presidencia de la Nación. En torno a él se nuclearon fuerzas de distinto origen social, composición, ideología y número, que buscaban perpetuar las políticas sociales y laborales implementadas durante su gestión. La coalición que llevó a Perón a triunfar el 24 de febrero de 1946 estaba integrada por una triple estructura compuesta, por un lado, por el Partido Laborista (PL); por otro, la Unión Cívica Radical Junta Renovadora, y una tercera fuerza menor, denominada Partido Independiente. La activa actuación de los sectores obreros el 17 de Octubre, y su consecuente afianzamiento, fortalecieron la idea de crear una estructura política sindical permanente, que incorporara sectores más amplios.2 La reunión fundacional del PL se efectuó el 24 de octubre de 1945 en la ciudad de Buenos Aires. Participaron de ella unos cincuenta dirigentes sindicales provenientes del socialismo, el radicalismo, integrantes de la CGT, de la Unión Sindical Argentina y de los sindicatos autónomos tanto de la Capital Federal como del interior del país. La afiliación indirecta al estilo del laborismo inglés, que suponía que los sindicatos podían ingresar y formar parte del partido fue una de las innovaciones. De esta manera, sus miembros quedaban automática e indirectamente afiliados a él, salvo que manifestaran su voluntad en contrario.3 Con su creación se buscaba generar una correa de transmisión con el movimiento sindical en la arena política. La incorporación orgánica y masiva de la clase obrera a la vida política argentina implicó, también, un replanteo de las reglas de juego. En pocos meses, el PL se transformó en la organización más fuerte de la coalición peronista y en una de las fuerzas políticas más importantes del país. ¿Qué influencia y gravitación tuvo Perón, tanto en la creación del PL como en su desarrollo posterior? Aunque se plantean distintas versiones, pocas dudas existen sobre dicha influencia, y esto de alguna manera pesó en el desarrollo
Juan Carlos Torre, La vieja guardia sindical y Perón: sobre los orígenes del peronismo, Buenos Aires, Sudamericana-Instituto Di Tella, 1990, p. 149. 3 Por otra parte, la incorporación de un sindicato caducaba si más del 50% de los asociados se oponía a la afiliación. Véase Carlos Fayt, La naturaleza del peronismo, Buenos Aires, Virachocha, 1967, p. 134. 2
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posterior del partido. La actuación de Perón no fue ajena a su formación, sino su razón de ser. Es probable que haya sido él mismo quien tuviera la iniciativa, para luego dejarlo organizarse con aparente autonomía. Su única potestad, aparentemente, era la de ser el “Primer Afiliado”,4 que no es lo mismo que ser un jefe de partido; aunque hubo –dentro del Comité Directivo Central– quien considerara la conveniencia de que lo fuera. Estas potestades entrañaban otras discusiones, y la búsqueda de un equilibrio entre el predominio de la persona o el partido acompañó a los dirigentes sindicales durante las distintas instancias organizativas que se sucedieron en el peronismo. Respecto del apoyo de la UCR a la candidatura, se trataba de un grupo de dirigentes sin mayor envergadura nacional, pero bien conocidos y respetados dentro del partido, que aceptaron la propuesta de integrarse al gobierno surgido de la Revolución de Junio y que fueron expulsados del radicalismo. Con miras a las futuras elecciones presidenciales, resolvieron la organización y estructuración de una línea dentro de la UCR que actuaría con prescindencia absoluta del Comité Nacional. Se la denominó UCR Junta Renovadora (JR),5 y su propósito era el de mantener el ideario yrigoyenista y los postulados de justicia social inspirados por el coronel Perón.6 Presuntamente, los renovadores podrían canalizar el voto peronista no alineado con la estructura sindical, aportar máquinas electorales y ese conocimiento del quehacer político que tan bien sabían manejar. Además, como señala Torre, esta alianza permitiría quitar a la candidatura de Perón el tinte clasistaobrerista que estaba adquiriendo, lo cual le posibilitaría captar el apoyo de otros sectores del electorado.7 Otras fuerzas provenientes del radicalismo disidente fueron algunos de los jóvenes intelectuales de la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA) y un pequeño grupo radical compuesto especialmente por santafesinos, santiagueños y riojanos provenientes de la Concordancia.8 Perón también sumó el apoyo de la Guardia de Restauración Nacionalista y la Alianza Libertadora Nacionalista, que le permitió, a través de sus voceros, influir
Sobre la forma y el motivo por el que se designó a Perón como primer afiliado, véase Luis Gay, El Partido Laborista en la Argentina. La historia del partido que llevó a Perón al poder, Buenos Aires, Biblos-Fundación Simón Rodríguez, 1999, p. 91. 5 En un principio utilizaban indistintamente Junta Renovadora o Junta Reorganizadora, pero luego sólo la primera denominación. 6 La Razón, 23 de octubre de 1945. Todos los diarios que no llevan mención de ciudad entre paréntesis pertenecen a la ciudad de Buenos Aires. 7 Juan Carlos Torre, op. cit., p. 157. 8 Félix Luna, El 45. Crónica de un año decisivo, Buenos Aires, Sudamericana, 1971, p. 415. 4
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en sectores reducidos de las clases media y alta. Prestigiosos caudillos conservadores se incorporaron a la alianza electoral, aunque el Partido Conservador no tuvo una actitud uniforme y esto provocó una escisión en sus filas.9 También se logró el apoyo de los llamados Centros Cívicos que, si bien era habitual que surgiesen antes de una elección para apoyar a un candidato, en ese momento adquirieron una relevancia significativa. Éstos formaron el Partido Independiente. Los conflictos El único acuerdo indiscutible fue la candidatura de Perón a la presidencia, de ahí para abajo todos los lugares en las listas fueron cuestionados: los laboristas objetaron la inclusión de los radicales y la consecuente distribución de candidaturas. Los laboristas no querían aceptar una alianza con quienes de alguna manera encarnaban a la vieja política caracterizada por exclusiones y fraudes, situación que se sentían llamados a desterrar. Ambas fuerzas se mostraban irreconciliables respecto de varios puntos. El contraste se daba entre los laboristas que, aun siendo vírgenes en política, habían protagonizado ásperas luchas sindicales y se sentían representantes de un fenómeno original, renovador, revolucionario, exento de ataduras y compromisos con el pasado. En cambio, los renovadores sólo podían aportar la reiteración, ya fatigosa, de formas cívicas utilizadas anteriormente, además de la exaltación de la tradición yrigoyenista.10 Pero también, tupidas redes clientelares en el interior del país. El 4 de junio de 1946 Perón asumió la presidencia de la Nación en medio de una importante crisis dentro de la coalición electoral. Sólo los unía un imperativo de fidelidad al líder. Estos conflictos no lo involucraron directamente –puesto que tuvieron como objetivo los segundos, terceros o cuartos puestos del poder– pero podían llegar a afectar la gobernabilidad. Los constantes choques lo convencieron de la necesidad de crear un partido que las unificara: el Partido Único de la Revolución Nacional. Esta decisión tampoco estuvo exenta de nuevos y muchas veces violentos conflictos, que derivaron en la creación del PP propiamente dicho en enero de 1947. Esto implicó no sólo un cambio de nombre, sino también la discusión en torno a las afiliaciones, la Carta Orgánica y un nuevo reparto de poder.
Manuel Mora y Araujo e Ignacio Manuel y Llorente (comps.), El voto peronista. Ensayos de sociología electoral argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 1980, pp. 289-290. 10 Félix Luna, op. cit., p. 397. 9
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El hecho de denominarse “Peronista” buscaba dejar en claro que su existencia se debía a la acción de un único líder y su configuración era un instrumento de su expresión política y no de un partido o coalición de partidos. Perón dejó de actuar como el Primer Afiliado y pasó a ser el Jefe Supremo del Movimiento, dejando en claro quién era el verdadero vencedor de la elección de febrero. También quedó definido que las rivalidades en el partido podían producirse entre tendencias, pero siempre en un nivel inferior, sin implicarlo directamente a él. Si bien Perón parecía disponer de un poder casi absoluto sobre el PP, dentro de éste existió una conformación más compleja durante sus primeros años de existencia, y él se vio en la necesidad de negociar con actores partidarios que, también, controlaban recursos de poder. El PP se hallaba en medio de una nebulosa de grupos y organizaciones, de fronteras mal definidas e inciertas, entre organizaciones formalmente autónomas que integraban el movimiento. Todas las decisiones aparecían teñidas por las distintas instancias organizativas que buscaban lograr un equilibrio entre las fuerzas coaligadas. La decisión de que fuera en última instancia quien determinase la línea a seguir desfavorecía un reforzamiento de la organización que, de existir, inevitablemente sentaría las bases para una “emancipación” del partido de su control.11 Un líder carismático de las características de Perón tiende a desalentar, por vías y motivos diversos, la institucionalización.12 Esta actitud ambivalente signa los primeros años del PP al manifestar un divorcio entre, por un lado, una actitud aparente en la búsqueda de una fuerte organización, contrarrestada por una acción de mayor control. Los enfrentamientos internos para las elecciones de 1948, tanto para la renovación de diputados como de convencionales para la reforma constitucional, dan cuenta de la generación de una nueva, aunque tímida, forma de acatamiento a la existencia de las otras subunidades dentro del partido. Antes de estas elecciones, señala Mackinnon, el enfrentamiento se expresaba en términos de la construcción de un partido obrero con base en los sindicatos versus un partido más clásico con base en los comités políticos; para aparecer –a mediados de ese año y aunque las diversas fuerzas internas continuaran enfrentadas– mecanismos de transacción alternativos dentro de la estructura del partido. Ésta estuvo atravesada por una bochornosa elección interna que devino en la intervención del partido en todo el país. En las elecciones comienza a delimitarse más definidamente la
Ángelo Panebianco, Modelos de Partido, Organización y Poder en los Partidos Políticos, Madrid, Alianza Universidad, 1990, p. 136. 12 Ibid. 11
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representación por sectores: trabajadores y políticos. Se produce una mayor aceptación de una representación proporcional. Es decir, poco a poco se fue perfilando la existencia de dos caminos en torno de la representación partidaria. Por un lado, los sindicalistas comenzaron a presionar por sus intereses en tanto trabajadores; los políticos, en tanto políticos y no como representantes de los laboristas o renovadores respectivamente. Mientras tanto, se hacía cada vez más visible un nuevo actor constitutivo de las bases de representación peronista: las mujeres, primero de forma espontánea y luego organizándose en centros cívicos femeninos, al tiempo que se perfilaba cada vez con más fuerza la presencia de Eva Perón. La nueva actriz política Algunas características de su liderazgo ayudan a entender las claves de organización del peronismo femenino. Eva Perón alcanzó un poder impensado para una mujer a mediados del siglo XX. El liderazgo de Perón ya estaba establecido cuando asumió la presidencia de la Nación, y el de Eva se fue desarrollando a lo largo de su mandato. Ella ejerció un fuerte liderazgo carismático dentro del movimiento peronista a partir de una serie de roles informales y fuera de toda estructura política, pues no ocupó ningún puesto oficial en el gobierno. Era la persona de mayor confianza del líder, su delegada, y celosa guardaespaldas. Mientras él se ocupaba de los asuntos del gobierno, ella tomaba a su cargo la actividad política del peronismo. El único que tenía poder sobre Evita era Perón, y ella sólo reconocía su autoridad. Eva Perón podría haber circunscripto su rol de primera dama a acompañar al Presidente o a realizar tareas de beneficencia. Pero dio un paso más y organizó y presidió una fundación de ayuda social cuyo objetivo era paliar las necesidades del pueblo, aunque constituyera, también, un instrumento político invalorable y se convirtiera en una fuente de disputas políticas y de conflictos con otros poderes del Estado. Desde mediados de 1947, el peronismo, a diferencia de otros movimientos y partidos pudo albergar en su seno un liderazgo doble y compartido, situación por demás novedosa. La situación política de la mujer cambió notablemente durante el primer gobierno peronista a partir de dos hechos esenciales. El primero, la aprobación de la Ley de Sufragio Femenino en 1947 –y la consecuente oportunidad de que las mujeres votaran y fuesen votadas– tuvo una implicancia simbólica para el peronismo: la coronación de Evita como la promotora indiscutida del ingreso de las mujeres a la política; el segundo, la creación del PPF, que buscó su incorporación masiva. Las mujeres votaron recién cuatro años después debido a una mezcla de diversos factores, tanto culturales como organizacionales y políticos, sin despreciar,
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tampoco, el hecho de que el gobierno hiciera lo suyo para que las mujeres votaran por primera vez cuando considerara que estaban “preparadas” para hacerlo. Es decir, organizadas fuertemente en un partido que las incluyera y que no generara sorpresas en una elección. La ley no dejaba de ser una suerte de salto al vacío, pues no se sabía cuál sería el comportamiento electoral de quienes conformarían el cincuenta por ciento del padrón. Además, era probable que se buscara establecer como un hito histórico que la primera vez que las mujeres votaron, lo hicieron (y masivamente) por Perón. Pero para eso era necesario realizar una reforma en la Constitución Nacional que habilitara a éste a ser elegido para un segundo mandato consecutivo. Si la sanción de la ley de sufragio había sido la coronación de Evita, la reforma de la Constitución fue el signo más acabado del poder y la influencia que llegó a tener. Ella no era una convencional constituyente; sin embargo, acerca de determinadas cuestiones tomó decisiones como si lo hubiera sido, ejerciendo su poder, incluso, por encima de la misma Asamblea; a lo que se agregó la inclusión de un articulado propio en la Nueva Constitución.13 El peronismo femenino En 1949 se organizó la primera Asamblea Nacional del PP, que buscaba proyectar las bases para la organización definitiva del partido. La cuestión principal era el espacio que se les asignaría a los distintos sectores que integraban el peronismo, es decir, a los políticos y los gremialistas;14 aunque, en un primer momento, nada se decía acerca del que ocuparían las mujeres. En las etapas previas a la organización del PPF se aprecian una suerte de acuerdos y conciliaciones previas que desembocaron en lo que sería la futura organización femenina. Las formas de elección de los representantes dan la pauta de los mecanismos de poder que se utilizaban hacia mediados de 1949; los delegados del PP fueron elegidos directamente por los interventores partidarios, y en su mayoría eran diputados provinciales, ex convencionales nacionales, afiliados con cargos en los organismos partidarios provinciales y hombres con actividad partidaria que pudieran hacer un “aporte positivo a la asamblea”.15 En cambio, las delegadas eran mujeres conocidas de Evita o de gente cercana; en general, obreras, empleadas, presidentas e integrantes
Sobre este tema, véase Carolina Barry, Evita Capitana, el Partido Peronista Femenino, 1949-1955, Buenos Aires, Eduntref, 2009, cap. 2. 14 La Nación, 12 de mayo de 1949. 15 El Día (La Plata), 6 de junio de 1949. 13
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de los centros cívicos femeninos, de la Fundación Eva Perón, universitarias y profesionales. El 25 de julio de 1949 se realizó la ceremonia inaugural en el Luna Park, y Eva Perón se sentó en la primera fila junto a las principales personalidades del gobierno, pero no en su rol de primera dama sino en el de la líder de una fuerza política en ciernes. Lo más importante y sustancial del acto fue que las mujeres compartieron una actividad partidaria con los mismos derechos y obligaciones que los hombres, tal como Perón se ocupó de destacar al inicio de su discurso.16 Como corolario se acordó que el PPF se desarrollase autónomamente dentro de las fuerzas peronistas y desvinculado del Consejo Superior; aunque Evita, su presidenta, participara de dicho Consejo, y aunque el PPF formase parte del movimiento peronista junto con el PP y la CGT. No se denominaría “rama” sino “partido”, para evitar ser considerado una parte accesoria o una derivación del PP. Las mujeres debían organizarse políticamente siguiendo un único camino: la unidad del movimiento femenino peronista al servicio del líder y de la Nación, y sólo podían aspirar a convertirse en sus colaboradoras. Por otra parte, no existirían corrientes internas, y debía ser depuesta toda ambición personal, pues “atentaría contra la unidad, contra la revolución, contra el pueblo y por ende contra Perón”. La experiencia de los fuertes conflictos dentro del PP motivó la toma de algunas decisiones que sólo se entienden en ese contexto. Evita, en su discurso de apertura, encuadró y marcó los límites de la actividad partidaria femenina y la primera circular organizativa dio cuenta de ello: las mujeres peronistas debían tener como “gran ideal el de la Patria; como único líder, Perón, y como única aspiración política: servir a las órdenes de Evita”.17 Las mujeres ingresaban a la política con las limitaciones propias de su género y la pertenencia a un partido de características carismáticas. ¿Por qué se las sumó separadas de los hombres? ¿Hubieran tenido cabida como sector sindicalizado dentro de los laboristas, o como sector político, dentro de los renovadores? Desde el ámbito sindical era poco probable que se las incorporase, si tenemos en cuenta que el censo del año 1947 marcaba que sus niveles de participación en el mercado de trabajo y en los sindicatos no eran significativos, por lo cual mal podrían encuadrarse en el ámbito laborista-sindical. Pero tampoco podía asociárselas con los renovadores; no podían quedar presas de estas luchas intestinas entre sectores. Sin embargo, el PPF podría haber quedado
Esta cita y todas las referentes al discurso de Perón del día 25 de julio de 1949 fueron extraídas de La Nación, 26 de julio de 1949. 17 Movimiento Peronista Femenino, Presidencia, Circular N° 1, octubre de 1949. 16
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circunscripto a una entidad más o menos organizada y presidida formal o simbólicamente por la esposa del presidente de la Nación. Pero esto no sucedió, pues también entró en juego el liderazgo que había adquirido Eva Perón a lo largo de estos años, que la llevó a organizar un partido político exclusivo de mujeres, desvinculado del CSPP y que le respondería sin ningún tipo de miramientos. ¿Cuál fue la táctica de organización empleada tanto en el ámbito nacional como en el provincial, y sobre qué base se decidió la selección de las que serían dirigentes del Partido (teniendo en cuenta que no contaban con una tradición y experiencia de participación política, como sucedía con los hombres)? No era una tarea sencilla comenzar de cero. ¿O sí? La organización El PPF se caracterizó por tener una estructura centralizada, dominada por el principio de obediencia al mando, en la que la simbiosis entre la organización y la líder fundadora fue total y absoluta. Ella decidió cómo sería la formación y la estructura del partido y quiénes ocuparían los puestos clave. Esto disipó la posibilidad de divisiones faccionales susceptibles de un encuadramiento promocionando a tal o cual persona para ocupar el puesto de delegada. La elección se hizo a partir de la selección personal que realizó Eva Perón de cada una de ellas y del establecimiento de lazos personales, otra de las características del liderazgo carismático, lo que obligó a desarrollar actitudes fuertemente conformistas y reverenciales para obtener su favor. Estas conductas iban desde el exceso en los ditirambos hasta la constante y detallada información sobre el partido femenino y masculino, los gobiernos provinciales, comunales, etc. Evita buscó que estas mujeres se adecuaran a su voluntad y le fueran absolutamente leales. Ninguna delegada censista era enviada a su provincia o lugar de origen, para evitar así la conformación de caudillas, y hasta tenían prohibido estar en contacto, aunque más no fuera telefónico, con las delegadas de otras provincias. Las delegadas eran una suerte de interventoras y llegaron a tener, en algunas circunstancias, más influencia que el gobernador de las provincias donde trabajaban. Se autoproclamaban representantes directas de Evita más que del Partido, lo que era cierto, pues habían sido elegidas directamente por ella para que la representasen personalmente: allí radicaba la naturaleza de su poder. Las afiliadas y simpatizantes las seguían en tanto se las identificaba con la líder. El PPF, a diferencia del PP, se organizó a partir de una táctica política de penetración territorial consistente en un “centro” que controlaba, estimulaba y dirigía el desarrollo de la periferia; es decir, la constitución de los mandos locales
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e intermedios del partido. Este tipo de desarrollo organizativo implica –por definición, y siguiendo a Panebianco– la existencia de un “centro” suficientemente cohesionado desde los primeros pasos de la vida del partido. Con esta estrategia de penetrar el territorio, a mediados de octubre de 1949, Evita eligió 23 mujeres, una por provincia o territorio. A diferencia de lo que sucedió con el partido de los hombres, el PPF se organizó con una rapidez llamativa, producto del trabajo frenético de Evita, pero también del buen ojo que tuvo al elegir a sus infatigables colaboradoras. Eva Perón impidió, con éxito, cualquier posibilidad de línea interna o de formación de caudillas, como ella las llamaba, a partir de una serie de medidas. De cualquier manera, más allá del control que Eva Perón ejercía, tampoco estaba en el ánimo ni de las delegadas ni de las subdelegadas formar líneas o facciones que pudieran remotamente disputarle el poder a Evita; de existir este tipo de nucleamientos, era con el fin de ganarse una mayor preferencia de la líder. En definitiva, la única aspiración política que podían tener estas mujeres era servir a las órdenes de Evita, dejando de lado cualquier tipo de aspiración personal, aunque el contacto estrecho o contar con su confianza y sus bendiciones constituían una aspiración en sí misma. La naturaleza de este liderazgo generó también diferentes percepciones sobre las prácticas políticas entre el PP y el PPF. Mientras los hombres “hacían política”, las mujeres se sentían parte de una especie de misión mística. Esta situación era alimentada por la presidencia del partido, que empleaba un vocabulario rayano al religioso. Las delegadas –“apóstoles de la doctrina peronista”– predicaban la “verdad peronista”. Las censistas, imbuidas por este celo misionero, no reparaban en horarios y soportaban extenuantes jornadas de trabajo. Los lazos de lealtad que unían a la líder con las delegadas y las subdelegadas produjeron una relación política derivada del “estado de gracia”; así, ellas formaban parte de la misión que, según sus seguidoras, la líder estaba destinada a cumplir: salvar a las mujeres y a los humildes. Hubo una política diferenciada para hombres y mujeres, y sus prácticas en las unidades básicas fueron muy diferentes. Las femeninas fueron el ámbito de socialización y congregación de mujeres peronistas, y formaban parte, además, de la táctica política de penetración territorial del PPF. Su composición y jerarquía interna, sus estructuras edilicias, los estilos de captación de prosélitos eran bien diferentes de los masculinos. El partido masculino se ajustaba a las formas tradicionales de hacer política: afiliación, discusiones, asados, etc. Las mujeres apuntaban a la afiliación pero también a la capacitación y la ayuda social. Si bien se las interpelaba en tanto madres, al mismo tiempo se las convocaba a participar activamente fuera del hogar, sin descuidar sus deberes femeninos y potenciando
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su rol desde la unidad básica con tareas domésticas. Sin lugar a dudas, se encaró una tarea netamente política, por más que se la intentara teñir con otros aditamentos y que la misma Evita –probablemente sabiendo las resistencias que provocaba– buscara disimularla llamándola sólo “acción social”. El ingreso de hombres estaba prohibido en estos gineceos modernos. Este celo buscaba impedir cualquier injerencia del PP en el PPF y al mismo tiempo para resguardar la reputación de las mujeres. El PPF buscó movilizar e incorporar a la vida política a las mujeres como grupo social específico, más allá de sus condiciones de clase. No era ésta una tarea sencilla, y comenzó a tallar un discurso artificioso18 que, con arte y habilidad, a través de la sutileza generaba cautela. En él se intentó suavizar el impacto que provocaría su ingreso en la vida política: así, las mujeres no estaban en un partido sino en un movimiento; no se las afiliaba, se las censaba; ellas no hacían política sino acción social. La principal función de las mujeres, siempre, era ocuparse del hogar; sin embargo, las funciones partidarias y políticas muchas veces prevalecieron sobre las hogareñas. Lo cierto es que estaban convocadas a afiliarse a un partido justamente para hacer política en una organización celular partidaria, llamada unidad básica femenina: una “prolongación del hogar”. ¿El treinta y tres por ciento? El PPF contó con una estructura política propia, compuesta por una Comisión Nacional que comenzó a funcionar dos años después de su creación y de la que Evita era presidenta, pero que en los hechos carecía de poder. El PP masculino tenía también su propia estructura organizativa, el Consejo Superior del PP (CSPP), del que formaban parte Evita y Perón, por supuesto. Sin embargo, el CSPP no tenía ningún tipo de injerencia sobre el PPF, salvo cuando adoptaban medidas en conjunto, como ser las listas de candidatos para las elecciones. En el PPF, el único modo de hacer carrera era adecuarse a la voluntad de la líder. Así lo demuestra la selección de candidatas para ocupar puestos de legisladoras nacionales y provinciales en la primera elección de 1951. La estructuración separada por sexos llevó a resolver el problema de las candidaturas y la ocupación de cargos electivos de maneras diferentes. Los candidatos de ambas ramas no surgieron por votación directa de sus afiliados. En el partido masculino, las pujas internas y el control de zonas de 18
Carolina Barry, Evita Capitana, op. cit., p. 248.
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poder permitían dirimir los puestos en las listas. Las censistas ocupaban dentro de la estructura partidaria el mismo lugar que los demás miembros, y el hecho de ser delegadas no significó que fueran jefas de ninguna sección o grupo que les permitiese postularse electoralmente. Las candidatas fueron elegidas en pos de un cupo acordado por la misma Evita con la autoridad del Consejo Superior Peronista, es decir, Perón. Y una vez establecido ese cupo se incluyeron sus nombres. Se las buscó leales, peronistas, obedientes, trabajadoras y sin ambiciones personales. Además, a diferencia de los hombres, cada mujer fue estudiada hasta en sus “mínimos detalles”,19 vale decir, lealtad y cualidades morales. El número de mujeres electas fue altísimo y excepcional si se lo compara con otros países. Aunque no se llegó al mentando 33%, esas cifras no volvieron a producirse hasta fines del siglo y bajo el amparo de la Ley de Cupos. Las mujeres ocuparon puestos en las listas con posibilidades reales de ser elegidas, pues todas las candidatas resultaron electas. Sin embargo, fueron considerablemente menos, comparadas con los candidatos varones. Evita, por su parte, remarcaba que las mujeres no debían aspirar “a los honores sino al trabajo”. Si la líder había renunciado a la candidatura a la vicepresidencia de la Nación, cargo por demás merecido, en pos de “objetivos políticos más importantes”, con “su ejemplo”, ayudó a justificar la selección de determinadas mujeres y no de otras para ocupar los cargos de legisladoras nacionales y provinciales que en muchos casos pelearon por un puesto. Esta situación las dejaba, de hecho, fuera de todo tipo de competencia. En menos de dos años de ardua tarea, el PPF logró su objetivo político más importante: la reelección de Perón para un segundo período presidencial. Las mujeres superaron en cantidad de votos peronistas a los varones en todos los distritos. Estos altos índices fueron superados en las elecciones de 1953 y 1954. La muerte de Evita cambió las reglas de juego, no sólo del PPF sino del peronismo. El tema principal que se planteaba era cómo sustituir todos los roles que ella había desplegado, y los mecanismos de decisión absorbidos por ella. Su muerte hizo entrar en juego de manera más acabada el ejercicio del liderazgo de Perón en el partido de las mujeres, zona reservada en exclusividad a Evita. Buscó frenar el proceso de institucionalización del partido mostrándose como cabeza de éste, intentando anular las posibles rivalidades internas en la organización femenina en disputa por la sucesión. Pero la imposibilidad de conducir el partido como lo había hecho Evita, sumada a la tarea gubernativa y la inminencia de un nuevo
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acto eleccionario, obligaron a Perón a recurrir a una dirección colegiada que llevara adelante las huestes femeninas. En 1954, Delia Parodi asumió como presidenta y debió salvaguardar el espacio ganado por las mujeres que tanto los integrantes del PP como de la CGT, ansiosos, querían aprovechar. En sus últimos años, el peronismo experimenta un lento, sinuoso, confuso y pronto truncado proceso de institucionalización de las tres ramas, que cobra, incluso, una fuerza simbólica. Esta integración se reflejó en la asignación de cargos en las Cámaras. En 1953, Delia Parodi fue nombrada vicepresidenta primera de la Cámara de Diputados, una de las primeras mujeres en el mundo en ocupar un cargo de tan alto nivel.20 El presidente era Antonio J. Benítez, por el PP; el vicepresidente segundo, José Tesorieri, por la CGT. En forma simultánea, en el Senado, Ilda Leonor Pineda de Molins ocupó el cargo de vicepresidenta segunda, también primera mujer en ocupar ese cargo. La presidencia provisional la ocupó Alberto Iturbe y la vicepresidencia primera, Juan Antonio Ferrari, por la rama política y gremial respectivamente. Durante la campaña electoral para la vicepresidencia de Alberto Tesaire, el candidato recorrió el país entero junto al delegado general de la CGT, Vuletich, y a Delia Parodi. Los tres aparentaban tener la misma jerarquía política y daban la pauta de ser las cabezas visibles de los tres sectores, aunque Tesaire, en tanto vicepresidente de la Nación, tenía otras prerrogativas. Consideraciones finales Una de las características del peronismo es la de haberse constituido como integrador de los sectores antes ausentes de la escena política. La integración política de los trabajadores fue posible gracias a la formación del Partido Laborista y luego del PP; y de las mujeres, a través de la sanción la Ley de Sufragio Femenino y la creación del PPF. Sin embargo, los sumó separados, producto de varias circunstancias. Por un lado, el conflictivo escenario que presentaba el PP en sus años iniciales hacía casi impensable integrarlas en dicha estructura; por otro, y simultáneamente, el ascendente papel protagonizado por Eva Duarte de Perón como una dirigente política poderosa. Su liderazgo, la inexperiencia política de las mujeres y la difícil situación imperante en el PP, llevaron a la conformación de un partido político singular que como tal funcionó poco más de dos años. El PP nació a partir de una coalición heterogénea cuyo fin político era la lucha electoral que llevaría a Perón a la presidencia de la Nación. En cambio, el Marta Raquel Zabaleta, O Partido das Mulheres Peronistas: história, característica e conseqüencias (Argentina 1947-1955), San Pablo, Estadual de Maringá , 2000, p. 15. 20
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Democracia, 24 de febrero de 1951.
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PPF nació como rama de este partido originario, pero con dos fines: encauzar la emergente movilización política de las mujeres, que aún no habían votado y lograr la reelección de Perón para la segunda presidencia. El peronismo político, luego de conflictivas instancias organizativas, quedó constituido por el PP, el PPF y la CGT. Las tres fuerzas eran independientes unas de las otras, pues en lo inmediato se ocupaban de sectores diferentes y de problemas distintos, aunque persiguieran los mismos objetivos generales. La acción política se comenzó a desplegar en conjunto con los presidentes de las tres ramas. La posibilidad de crear una organización que pudiera contener la diversidad social y política de los integrantes se resolvió apelando al reconocimiento de sus diferencias. Pero también, a la aceptación de los nuevos liderazgos que surgieron en el seno del peronismo. El Partido Laborista y el Renovador fueron desapareciendo y su lugar fue ocupado por los sindicalistas, los políticos y las mujeres.
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CAPÍTULO VI 1955-1976 La alternancia de los gobiernos civiles y militares. El partido militar y el peronismo. La influencia de las doctrinas extranjeras sobre las Fuerzas Armadas
CAPÍTULO VI 375 1955-1976 L A ALTERNANCIA DE LOS GOBIERNOS CIVILES Y MILITARES . EL PARTIDO MILITAR Y EL PERONISMO. L A INFLUENCIA DE LAS DOCTRINAS EXTRANJERAS SOBRE LAS F UERZAS A RMADAS
Las Fuerzas Armadas en misión imposible: un orden político sin Perón M ARÍA M ATILDE O LLIER UNSAM / UBA
Excluir al peronismo (1955-1966) Desde la óptica de la institución militar, la relación de las Fuerzas Armadas con Juan Perón y su movimiento entre 1955 y 1976 atraviesa dos ciclos. El primero abarca desde aquella fecha hasta 1966, y el segundo comienza con la Revolución Argentina, que desemboca en el regreso del justicialismo al gobierno luego de su larga proscripción. El lapso iniciado en 1955 encuentra en las Fuerzas Armadas diferencias internas en torno a qué hacer con el peronismo, sobre la base de un acuerdo común: construir un orden político que excluya al jefe del movimiento. El golpe de Estado que desaloja a Perón de la presidencia encuentra dos posiciones respecto de su movimiento. Bajo el general Eduardo Lonardi, el peronismo podía formar parte del nuevo régimen, así, el día de su asunción, dos dirigentes sindicales Andrés Framini y Luis Natalini ocupan el palco junto a él.1 El primer proyecto de un peronismo sin Perón dura escasos dos meses, pues las Fuerzas Armadas no están dispuestas a permitir su participación en la arena política. De ahí que su sucesor, el general Pedro E. Aramburu, inaugure el proceso de desperonización, fundado en la represión del movimiento. Pero el desencuentro en el interior de las Fuerzas Armadas acerca de qué hacer con el peronismo va en paralelo a otro, en el interior de la clase política; me refiero a la división del radicalismo. Como resultado de esa escisión, en la UCRP con Ricardo Balbín a la cabeza, y en la UCRI comandada por Arturo Frondizi, se rompe el pacto de proscripción, cuando Perón y Frondizi firman el pacto de Caracas. 1
Tulio Halperin Donghi, La democracia de masas, Buenos Aires, Paidós, 1986.
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Frondizi alcanza, con los votos peronistas, la presidencia de la República, con una propuesta de reconstrucción del orden político, más cercana a la de Lonardi: un peronismo sin Perón. Las Fuerzas Armadas, al igual que la UCRP, no están dispuestas a perdonar al presidente intransigente su traición.2 Sus virajes en relación al peronismo llevan a que su gestión se vea jaqueada por la treintena de “planteos” militares hartos nombrados. Vetar el triunfo de la fórmula FraminiAnglada en la provincia de Buenos Aires, constituye la prueba del infortunio de sus maniobras para usar al peronismo a favor de la acumulación de poder en sus manos. El malogrado plan de Frondizi obliga a la institución militar a rediscutir la proscripción del peronismo. El enfrentamiento entre azules y colorados, bajo el interregno de José M. Guido, refleja ese desencuentro en el interior de los hombres armados. Los dos bandos encierran perspectivas diferentes sobre el peronismo, que se ensambla ahora con la cuestión comunista. Si para los azules el peronismo constituye el freno al comunismo, para los colorados, el movimiento popular resulta una puerta abierta que lo invita a pasar. El triunfo de los azules paradójicamente es seguido por la victoria de un presidente partidario de la facción adversaria, Arturo Illia. Qué hacer con el peronismo que continuaba siendo un problema insoluble para las Fuerzas Armadas. Rasgos del régimen político post 1955 La imbricación entre civiles y militares en la democracia argentina comienza en 1930, principalmente a partir de que el general Agustín P. Justo resulta electo presidente. De ahí que para comprender las posiciones de las Fuerzas Armadas luego de 1955 se requiera entender los rasgos del régimen político del cual forman parte. De este modo, propondré hacer un breve desvío, a partir de cinco consideraciones, con el fin de mostrar esa imbricación civil-militar que termina con la decisión de la Fuerzas Armadas de hacerse cargo del Estado argentino en 1966. La configuración del espacio de la política hacia la década de 1960, primera consideración, se caracteriza por lo militar como constitutivo del campo y de la cultura política. Ello significa la presencia concreta de los hombres de las Fuerzas Armadas en el gobierno de la República –con o sin consenso popular–, arriesgando
Catalina Smulovitz, Oposición y gobierno: los años de Frondizi, tomos I y II, Buenos Aires, CEAL, 1988; en este trabajo la autora desarrolla la relación entre la UCRP y la UCRI durante el gobierno de Frondizi, mostrando las posiciones contestatarias de la primera. 2
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en la premisa la inclusión de Perón durante el lapso 1943-1955. Esto implica asimilar lo militar con lo popular al quedar selladas, en Perón, dos figuras: trabajador y general. Perón encarna la unión Pueblo-Fuerzas Armadas. Semejante colocación histórica funda una esperanza: la eventualidad de su repetición en algún otro general. ¿Qué representa Lonardi acaso? Con este trasfondo, al confiar a los militares, luego de 1959, la tarea de garantes, ya no de un determinado proceso político-institucional sino de la civilización misma, se los sitúa por encima de la sociedad y se introduce la necesidad de una violencia organizada en la textura del pensamiento y de la acción política. De ahí que la guerrilla peronista refuerza el posible ensamble peronismo/comunismo. De ahí que “el estudio de esa nueva forma de guerra, la lucha contrarrevolucionaria, ocupó en adelante un lugar preferencial en la formación de los oficiales”.3 Guerra y política van de la mano en la conservación del orden doméstico. La institución militar, al tiempo que se entrena para gobernar el país se prepara para derrotar al enemigo interno. En esas condiciones llegan a 1966. Ahora bien, lo militar como constitutivo del campo político se une de manera diferente, he aquí la segunda consideración, al descreimiento de las potencialidades de la democracia y de la política en tanto procedimientos, cuyas consecuencias fueron que los miembros de las elites construyeron sus alianzas en un terreno sin ley. A aquella desconfianza contribuyó la incapacidad de los partidos para ser mediadores del conflicto social, para convertirse en los protagonistas centrales de la vida política,4 para reconocerse entre ellos como interlocutores y por lo tanto conformar un sistema de partidos como tal,5 pese a su precariedad institucional.6 Estas carencias no impiden, sin embargo, descubrir su fortaleza individual,7 su peso desde el punto de vista electoral,8 y la considerable incidencia de los caudillos. Siendo ellos, Balbín, Frondizi, Alende, Perón, quienes junto con otras figuras claves de las corporaciones armada y sindical (Augusto Vandor, José
Alain Rouquié, Poder militar y sociedad política en la Argentina, 1943-1973, Buenos Aires, Emecé, 1978, p. 158. 4 Liliana de Riz, “Partidos políticos y perspectivas de consolidación de la democracia: Argentina, Brasil y Uruguay”, en Documento de trabajo, Nº 2, Buenos Aires, CLACSO-CEDES, 1987. 5 Andrés Thompson, “Los partidos políticos en América Latina. Notas sobre el estado de la temática”, en Documento de trabajo, CLACSO-CEDES, s/f. 6 Oscar Landi, “La trama cultural de la política”, Buenos Aires, CEDES, 1987, mimeo. 7 Marcelo Cavarozzi, Autoritarismo y Democracia (1955-1983), Buenos Aires, CEAL, 1983. 8 Oscar Landi, op. cit. 3
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Alonso, Lorenzo Miguel, José Rucci, Alejandro Agustín Lanusse, Pedro Eugenio Aramburu, entre otros) negocian, pero también disputan, la articulación de una opción política de salida a la grave crisis por la que atraviesa el país al iniciarse los años setenta. En esta configuración política, cuarta consideración, la figura de Perón adquiere un lugar singular. Sigal y Verón sostienen que existe una ausencia de la figura de Perón.9 Sin embargo a partir de 1969 semejante ausencia halla en contrapartida una fuerte presencia de su imagen y las frecuentes visitas que recibe de activos dirigentes, lo cual le permite negociar, proponer o rechazar acciones políticas. Por todo esto, su ausencia física halla la presencia de quienes invocando una identidad peronista influyen o condicionan la actividad política concreta. Por lo tanto, desde mi perspectiva, Perón está y no está dentro de la escena política argentina. La quinta consideración remite a la ciudadanía y al tipo de participación plebiscitaria que acompañó la actividad política, que implicó aprobación, o no, de propuestas antes que participación en las decisiones.10 La peculiar y decisiva intervención de los hombres armados en la vida pública encuentra entonces en el reverso de la moneda, el desprestigio de los políticos, la debilidad partidaria, el peso de los caudillos, el escaso desarrollo de la participación y el descrédito de la democracia. Si a ello añadimos la forma particular en que la economía y la política se han interconectado a través de la figura del Estado,11 las Fuerzas Armadas desde el Estado garantizan la construcción de la nación, su conservación histórica y los aspectos que demandan cambios. Ésta es su situación con la llegada de la Revolución Argentina. La fundación de un nuevo orden (1966-1971) La serie de experimentos fracasados para construir un orden político en medio de un mundo bipolar conduce a las Fuerzas Armadas a un ensayo inédito: hacerse cargo del Estado para cambiar la estructura económica argentina en su primer tiempo, la social a continuación y, finalmente, iniciar el último tiempo, el político. Con el sindicalismo pero sin el peronismo, o con un sindicalismo no Silvia Sigal y Eliseo Verón, Perón o Muerte. Los fundamentos discursivos del fenómenos peronista, Buenos Aires, Legasa, 1986. 10 Vicente Palermo, “Democracia interna en los partidos: las elecciones partidarias de 1983 en el radicalismo y justicialismo porteños”, en Hombre y sociedad, Nº 4, Buenos Aires, IDES, 1986. 11 Juan Carlos Portantiero, “La crisis de un régimen: una mirada de retrospectiva”, en José Nun y Juan Carlos Portantiero, Ensayos sobre la transición democrática en la Argentina, Buenos Aires, Puntosur, 1987. 9
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peronista. De otro modo ¿cómo se explica la presencia de Augusto Vandor en el palco junto al general Juan C. Onganía el día de su asunción? Pero desperonizar al sindicalismo va a constituir, para las Fuerzas Armadas, una misión imposible. Con la Revolución Argentina comienza el segundo ciclo o la segunda respuesta a qué hacer con el justicialismo. De ahí que los tres recambios presidenciales, Juan C. Onganía, Marcelo Levingston y Alejandro Lanusse, expresen los avatares para lidiar con el peronismo, incluido Juan Perón, a partir de 1968. El arribo de Onganía goza de un consenso que le permite transitar sin mayores sobresaltos sus primeros dos años de gestión. A partir de allí una inédita dinámica social contestataria comienza a jaquear el proyecto de los tres tiempos planteados por el Presidente. En este nuevo escenario participan, además, un sindicalismo dividido entre el gobierno y Perón, una guerrilla urbana con capacidad para incidir en la marcha de la política, partidos que enfrentan el fracaso de la proscripción y la creciente influencia de Perón. No obstante, Onganía mantiene su intransigencia frente al peronismo, y su líder, e intenta acercamientos tácticos hacia las figuras sindicales (participacionistas) más propensas a su estrategia. El año 1969 es testigo de una violencia social y armada que pone al gobierno ante un dilema: ¿cuánto más puede prolongarse el primer tiempo? El “Cordobazo” prefigura la caída de Onganía y simboliza “una revuelta aunque organizada no coordinada a nivel nacional, con nuevos líderes, capaz de atraer y combinar sectores sociales y políticos diversos, dirigida no sólo contra el régimen militar sino objetando y obviando a las direcciones tradicionales del movimiento obrero y de las fuerzas políticas”.12 El clima de efervescencia popular, que tiene como epicentro al interior del país, al ser reprimido desde el Estado, favorece las posibilidades de Perón de incidir en la política nacional. A ello se suma el secuestro de Aramburu, por parte de Montoneros. Sin embargo, Perón evalúa que no están dadas las condiciones para su regreso, dada la dispersión peronista, donde el sindicalismo, luego de los asesinatos de Vandor y de Alonso, todavía oscila entre acordar con Onganía o con el viejo conductor. Pero el tiempo del Presidente se ha agotado pues resulta incapaz de profundizar el proyecto original. El recambio obedece al desprestigio alcanzado por Onganía, a su falta de flexibilidad política frente a circunstancias sociales cambiantes (él cree cabalmente que el viejo sistema de partidos ha muerto) y al temor que infunde, en los militares, la creciente generalización del descontento social y
María Matilde Ollier, Golpe o Revolución. La violencia legitimada, Argentina 1966/1973, Buenos Aires, UNTREF, 2005, pp. 40- 41. 12
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el auge de la guerrilla. De ahí Levingston, y su visión sobre el proceso electoral como “la culminación de una etapa en la que todos intervengan activamente”,13 es decir, en un horizonte lejano, para lo cual precisa consenso. En ese marco se comprenden varios de sus gestos. Realiza un guiño hacia las juventudes rebeldes, para aislarlas de los grupos armados, y afirma que “la estabilidad no implica que se adopten medidas antinacionales”.14 Aldo Ferrer propone un programa económico asentado en el “compre nacional” y en la reducción de préstamos a ciertos consorcios exportadores, entre otras medidas. Como parte de su promesa electoral efectúa una serie de consultas a referentes políticos y otorga algunas gobernaciones a civiles. Este ofrecimiento a las fuerzas políticas, sin excepciones, de dialogar comprende al justicialismo, aunque el objetivo de superar la antinomia peronismo-antiperonismo excluye la figura de Perón, a quien Levingston demanda un renunciamiento histórico para pacificar el país. A su vez el gobierno anuncia que evitará la intervención en el mundo sindical, ya que ésta ha producido distorsiones más que soluciones. Esta decisión gubernamental recibe una buena acogida en las huestes sindicales que allana el terreno para la negociación ya que se “reconoce en las Fuerzas Armadas uno de los aliados naturales de la gran empresa que el pueblo argentino está llamado a protagonizar”.15 Sin embargo, los estallidos sociales se reiteran y vuelven a tener su epicentro en Córdoba (el “Viborazo”), e influyen en el ánimo de importantes militares. “Las Fuerzas Armadas son una carga necesaria de todas las naciones capitalistas o socialistas. Habrá una solución constitucional en plazo breve”.16 Por lo tanto, las razones de la separación de Levingston de la presidencia obedecen a “su posición reacia a la institucionalización del país y a su incapacidad para promover una alternativa de salida a la crisis”.17 El General personifica el segundo fracaso de la Revolución Argentina: cada vez resulta más claro la misión imposible que significa continuar con la proscripción del peronismo. Pero además, la proscripción no sólo fracasa en borrar al peronismo del mapa político argentino, sino que, a partir de 1971, comienza –paradójicamente– a tornar cada vez más imprescindible a Perón.
Revista Periscopio, N° 40, 23 de junio de 1970. Ibid. 15 Primera Plana, N° 410, 8 de diciembre de 1970. 16 General López Aufranc, en Primera Plana, Nº 425, 23 de marzo de 1971. En el mismo sentido se expresa Gnavi “las Fuerzas Armadas no van a contradecir la promesa de institucionalizar el país” (ibid). 17 María Matilde Ollier, op. cit., p. 109. 13 14
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El “Gran Acuerdo Nacional”entre Lanusse y Perón El fracaso de Levingston conduce a otro recambio gubernamental, el jefe del Ejército, general Alejandro A. Lanusse se hace cargo de la presidencia. Siguiendo a O’Donnell, Lanusse se plantea ser el presidente de la transición; en ella “los partidos volverían a escena, sin proscripciones ni limitaciones, salvo las de tener que acordar los términos del ‘Gran Acuerdo Nacional’ (GAN) con grandeza capaz de ‘renunciamientos’ –de candidaturas presidenciales–”.18 Para O’Donnell tanto los antiperonistas, como la gran burguesía deberían ceder –los primeros aceptando un lugar protagónico e institucionalizado del peronismo y de Perón, y los segundos admitiendo la apertura de un período de “sensibilidad social” capaz de aliviar las tensiones existentes–. El prestigio que alcanzaría Lanusse en una situación como la supuesta daría pie para luego lanzar su candidatura, con gran chance, cuando se convocara a elecciones presidenciales. En ese trato entrarían los sindicatos pero también las Fuerzas Armadas, que comenzarían a aparecer como las garantes de la transición democrática. “Si por alguna razón las partes no lo aceptaban ellas no lanzarían al país a un ‘salto al vacío’; en este caso ocurriría un nuevo golpe que postergaría por largo tiempo cualquier salida democrática.”19 En esta versión, Perón tenía que desligarse de la guerrilla, del sindicalismo radicalizado y de los sectores no moderados del peronismo. Ésta era una primera condición. A cambio se devolverían a Perón su grado militar y las compensaciones económicas negadas desde 1955. Si Perón acordaba, debería cumplirse otra condición, que ambas calmaran el ánimo popular. Para lo cual se hacía necesaria una tercera condición: que no empeore la situación económica. En cuarto lugar, no debía crearse un clima hostil al gobierno y, finalmente, las Fuerzas Armadas precisaban apoyar el proceso a lo largo de los avatares que atravesara. Según O’Donnell sólo se cumple la última condición. Pues entre marzo de 1971 y 1973 los conflictos sociales y la actividad guerrillera aumentan; la situación económica se descontrola y la figura de Lanusse se deteriora, sobre todo en el frente militar (a raíz del malestar que continuaba en el país). Entre las condiciones, planteadas por O’Donnell, existe una de índole subjetiva: las palabras y las acciones de Perón. Las otras no dependen de la voluntad de una sola persona (la calma popular y el mejoramiento de la situación económica). El desligamiento de Perón de los sectores rebeldes pertenece al primer condicioGuillermo O’Donnell, El Estado burocrático autoritario, 1966-1973. Triunfos, derrotas y crisis, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1982, p. 370. 19 Ibid., p. 371. 18
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namiento pensado por Lanusse, que es fundamental y que no se cumple, al tiempo que alimenta la vida de los otros. Pues Perón al animar la guerrilla colabora para volver más amenazante la protesta. A su vez la guerrilla, los jóvenes rebeldes, el sindicalismo radicalizado y la revuelta civil configuran una serie de factores que dan imagen de una atmósfera hostil al gobierno. Con lo cual la cuarta condición tampoco se cumple. Finalmente el clima antimilitar fomenta las divergencias dentro de las Fuerzas Armadas. Como consecuencia del fracaso de este plan, el Presidente se encuentra ante una nueva preocupación: conducir una transición que permita salvar la imagen de la institución militar. Frente a un peligro de “desintegración nacional más acentuado del que supuestamente habrá venido a corregir en junio de 1966”,20 la tarea del gobierno militar, y por lo tanto la responsabilidad de Lanusse, consiste en garantizar la cohesión de la nación. En esa lógica, la coherencia interna de las Fuerzas Armadas deviene crucial. Pues si, como advierte Viola, uno de los ejes del orden social amenazado –cuando la corporación militar se decide a iniciar la apertura democrática– es su propia posición en la estructura institucional, Lanusse no ignora que la unidad de las Fuerzas Armadas se transforma en una misión a cumplir. Un enfrentamiento interno arriesgaba la integración nacional. Las razones, entonces, que alimentan la salida democrática son la necesidad de derrocar a la guerrilla y la premura por apaciguar la disconformidad evidente frente al gobierno militar. En este sentido, los motivos que promueven la salida democrática se combinan en la percepción de Lanusse: si el pueblo y la guerrilla se encuentran en una actitud adversa a las Fuerzas Armadas, existe el riesgo de que esta oposición se articule en torno a Perón. Es decir, el viejo caudillo se convierte en el único actor político en condiciones de articular el pueblo y la guerrilla. Por la misma razón, también resulta el único capaz de separarlos. Pero además una salida democrática avalada por Perón puede conciliar al pueblo con las Fuerzas Armadas. En consecuencia, Perón debe ser ganado para este proyecto: la inclusión del peronismo, vía Paladino, en La Hora del Pueblo configura una prueba de Perón reconocido como interlocutor legítimo del régimen militar y de los dirigentes políticos De ahí que a los nueve días del nuevo gobierno, Arturo Mor Roig, ministro del Interior, proclama que la prohibición política partidaria ha concluido. Sin duda, el período abierto por Lanusse se encuentra signado por la firme determinación de institucionalizar el país. Tarea para la cual se convoca, de manera abierta, a todos
los sectores políticos y de forma encubierta a Perón. La incógnita a despejar, aun para el nuevo presidente, remite al lugar público que ocupará el líder justicialista en la naciente etapa; lugar cuya construcción final dependerá, entre otras cosas, de las posibilidades y de la voluntad política del anciano líder y de las circunstancias de toda índole que acompañen el camino recién inaugurado. Sin embargo la decisión ha sido tomada; por esos días se anuncia la disposición gubernamental de negociar con Perón su retorno legal a la vida política, a partir de proscribir las causas penales y proceder a la devolución de sus prerrogativas ciudadanas. La apertura del gobierno y su intento de acercamiento a diferentes sectores claves del país se manifiesta además en el campo socioeconómico. Son derogadas las restricciones que afectan el libre funcionamiento de las negociaciones colectivas de trabajo. Como era de esperar, la designación de Mor Roig origina posiciones encontradas dentro de la Unión Cívica Radical. Desde Córdoba, Arturo Illia, entre otros, pide, en un primer momento, su expulsión para moderar, más tarde sus posiciones al solicitar la convocatoria del Comité Nacional. Desde Buenos Aires, Raúl Alfonsín disiente con la actitud de Mor Roig, si bien deja sentado su acuerdo con el documento, “Que hablen los hechos”, lanzado por el balbinismo. En cuanto a Ricardo Balbín, su disposición a aceptar el nombramiento de Mor Roig queda sujeta a que el peronismo cuente con una representación de similar importancia en el Gabinete Nacional.21 Toda una muestra de hasta qué punto la UCRP acuerda con la incorporación del peronismo a una posible salida institucional. Una apertura, dirigida a las cúpulas partidarias y sindicales delata el callejón de la Revolución Argentina: convencidos sus miembros de la necesidad de la renovación partidaria requieren acordar con los dirigentes antes calificados de portadores de la ineficacia y la degeneración del sistema político. ¿Por qué el acuerdo?
Eduardo Viola, Democracia e autoritarismo en la Argentina contemporánea, tesis doctoral presentada en la Universidad de San Pablo, 1982, p. 265.
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nadie debía engañarse sobre cuál era el fondo de la cuestión, porque el fondo de la cuestión no era si Balbín era o no demasiado veterano para hacer política, o si Américo Ghioldi expresaba o no ideas anacrónicas. El fondo de la cuestión se llamaba Juan Domingo Perón. Si ese problema no se abordaba franca, abiertamente, la existencia política de los argentinos seguiría envenenada por un tabú que acecharía cada uno de sus pasos.22
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Alejandro Lanusse, Mi Testimonio, Buenos Aires, Lasserre, 1977, p. 223. Ibid., p. 229.
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Por lo tanto, el clima de apertura se vincula de manera directa al intento de entablar conversaciones con Perón. En ese marco se explican las palabras de Paladino, en abril de 1971: “El retorno de Juan Domingo Perón a la Argentina va a ser un hecho. Actualmente se están dando las condiciones propicias para su vuelta al país. Y se están dando en forma acelerada”.23 De todas maneras, la pulseada entre Lanusse y Perón tenía un final abierto, más allá de las intenciones y posibilidades de cada caudillo. Por eso las siguientes palabras de Mor Roig, pronunciadas poco tiempo después de aquellas de Paladino, expresan esa puja pese a ir en la misma dirección: Yo creo que se han alentado muy falsas expectativas, con buena o con mala intención. Si queremos pensar con un poquito de sensatez comprenderemos que en estos momentos el retorno de Perón a la Argentina podría resultar un elemento irritativo y no un elemento de pacificación [...]. No están dadas las condiciones... Recién se está en el proceso para el logro de la pacificación nacional que abriría esa posibilidad.24 No están dadas las condiciones supone dos cuestiones: que todavía no hay acuerdo entre las elites y que una transición debe ser controlada por el gobierno. Si se comparan las declaraciones de Mor Roig con las de Paladino, cuando expresa que Perón ansía volver cuanto antes, aunque “eso no significa que sea hoy”25 se ve que un campo de acuerdos comienza a dibujarse. La certeza de incluir a Perón en el proceso de acabar con la Revolución Argentina no resuelve la incógnita acerca de la manera en la que arribar al final de ese proceso. Lanusse piensa una estrategia electoral capaz de incluir la presencia de Perón, ya que advierte que no hay resolución feliz sin el líder justicialista como interlocutor. Es decir, el propio Perón debe legitimar la institucionalización, justamente porque su candidatura precisaba ser proscripta. En síntesis, la estrategia de Lanusse se dibuja claramente: legalizar el peronismo en vistas a la institucionalización democrática, proscribir el nombre de Perón en la fórmula peronista, y conseguir que éste lo legitime. Para ello comprende que debe incluir al sindicalismo: La estrategia del gobierno no podía consistir solamente en una reconciliación entre los militares y los políticos o un sondeo con Perón. Yo comprendí desde el primer momento que no podía descuidar a sectores de esencial 23 24 25
Primera Plana, 27 de abril de 1971. Primera Plana, 4 de mayo de 1971. Ibid.
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importancia para la vida nacional –como el movimiento obrero organizado– ni podía dejar de recordar que el sindicalismo había recibido importantes estímulos durante las anteriores etapas de la Revolución Argentina. Hubiera sido insensato para todos, aun para los partidos, hacer ver que el retorno de los políticos llevaba a su desplazamiento. Hubiera sido, además, desconocer la realidad.26 El general proscripto ha tomado, también, frente a Lanusse una decisión inequívoca: impedir que Lanusse sea el candidato de cualquier transición, ya sea por medio de un gobierno de coalición o alguna fórmula semejante. Sin embargo, para llevar adelante sus planes, Perón encuentra obstáculos dentro de sus propios seguidores: el sindicalismo continúa más apegado al Estado que a los intentos por modificar el régimen político. El personal político del peronismo tiene cierto peso en el nivel de las relaciones interelites –de ahí el relativo éxito de Paladino durante un período prolongado de tiempo–, pero carece de capacidad para movilizar. Por este motivo Perón, además de verse favorecido, objetivamente, por la rebelión social, cuenta a su favor, de modo exclusivo, para presionar al régimen y obligarlo a una retirada, con la juventud y la guerrilla, únicos actores que llevan –junto con los sectores de izquierda y del sindicalismo no tradicional– una oposición frontal al gobierno militar. Porque el actor juvenil –armado o no– beneficia a su rival, Lanusse persigue, sin éxito, la condena de Perón a la guerrilla; al mismo tiempo busca diversas maneras de combatirla: discursos, leyes, medidas represivas. De ahí que la incorporación de las “formaciones especiales” al movimiento peronista no pasa desapercibida para el gobierno. La violencia de la guerrilla se ha convertido en terreno donde Lanusse y Perón disputan sus posibilidades. Mientras Perón legitima a los partidos armados invitándolos a luchar contra el gobierno militar, Lanusse, los aísla, para lo cual promulga una ley que los diferencia del resto de los actores civiles (la Ley de Represión del Terrorismo, número 19.081, como parte de la Ley de Defensa Nacional) y constituye una Cámara Federal en lo Penal para juzgar exclusivamente delitos de terrorismo. Es decir, mientras Perón los pretende confundir con el movimiento y la oposición al régimen, Lanusse, al tiempo que le resta oportunidades a líder justicialista, los aparta. En este sentido para el jefe militar se hace necesaria la presencia de Perón en el país pues esto no le permitiría bendecir a Montoneros y a los sindicalistas al mismo
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Alejandro Lanusse, op. cit., p. 232.
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tiempo, porque la juventud contaba con planes propios y porque Perón respaldaría estructuras más sólidas como los sindicatos y las unidades básicas.27 El desafío lanzado por Lanusse desde el Colegio Militar a Perón, permite al líder justicialista “acordar sin que se note”. Sabiendo que su candidatura no será posible, como tampoco la del jefe militar, Perón da a conocer el documento “Bases mínimas para el Acuerdo de construcción nacional” en el que realiza un evidente acercamiento a las Fuerzas Armadas colocándolas como garantes de la transición democrática. El Presidente expresa la necesidad de terminar con el “mito Perón”. De allí que declara en sus memorias que “mi intención, muy clara, era que Perón volviera para terminar de una buena vez con el mito, para demostrar que iba a volver y no iba a pasar nada en el país y que volviera, en lo posible, condicionado por las Fuerzas Armadas”.28 De todas maneras y a pesar de la presión en contrario, Perón nunca se pronuncia contra sus formaciones especiales. Hacia octubre de 1972, se torna evidente el acuerdo entre los dos generales y el 17 de noviembre, Perón retorna al país dejando clara su posición “por si mi presencia allí puede ser prenda de paz y entendimiento”.29 Perón ha aceptado su proscripción. Lanusse obtiene una retirada militar honrosa, dejando que Perón resuelva las diferencias internas del movimiento. La estrategia de Lanusse resulta exitosa, ya que logra –en un contexto altamente conflictivo– un acuerdo general, respaldado por las Fuerzas Armadas, los partidos, los sindicatos y el propio líder exiliado. El Acuerdo Nacional que durante años se busca entre las figuras más importantes del período, finalmente lo llevan a cabo Lanusse y Perón. Sus pilares básicos radican en salvar a las Fuerzas Armadas en medio del proceso de desprestigio ciudadano que han alcanzado y terminar con la guerrilla. La democracia, en ese sentido, opera como el instrumento necesario para el cumplimiento de estos dos objetivos. Lanusse, en forma velada, construye a Perón como aliado, y así se desenvuelven los últimos años de la Revolución Argentina. El espiral de violencia lejos de detenerse se agrava desde la vuelta del justicialismo al gobierno y se traza, así, la ruta hacia el regreso de las Fuerzas Armadas al poder. En vida de Perón su propuesta presidencial fue renovar la relación entre civiles y militares sobre la base del “profesionalismo neutro”. El general Anaya, comandante en jefe del Ejército nombrado por Perón, comparte esta visión con el caudillo, es decir, la no participación de las Fuerzas Armadas en política. Pero bajo la presidencia de Isabel Martínez, López Rega reemplaza a Anaya por el general 27 28 29
Primera Plana, 6 de julio de 1971. Alejandro Lanusse, op. cit., p. 231. Juan D. Perón, “Mi Regreso”, en Nueva Plana, Nº 4, 14 de noviembre de 1972.
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Numa Laplane, y con ello triunfa el profesionalismo integrado, es decir, la participación de las Fuerzas Armadas en la política. Este hecho acompaña la intervención del Ejército en Tucumán para combatir la guerrilla y la circular firmada por Luder ordenando a las Fuerzas Armadas aniquilar la subversión. Comenzaba entonces para el gobierno peronista la cuenta regresiva. Luego de la primera amenaza golpista, en agosto de 1975, el general Jorge R. Videla reemplaza a Numa Laplane y el 18 de diciembre se levanta la aeronáutica, en Morón y en Aeroparque, bajo el mando del brigadier Capellini. En medio del desbarranque económico y el vaciamiento de la política, el gobierno utiliza el poder del Estado para organizar y mantener sus escuadrones parapoliciales mientras distintos grupos, de izquierda a derecha del espectro político, confrontan violentamente. En esa lógica terminan involucradas las Fuerzas Armadas, en la que algunos de sus miembros resultan incluso víctimas de la Triple A.30 La imbricación entre civiles y militares para resolver la construcción del orden político volvía, otra vez, a desplegarse en la escena argentina.
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En marzo de 1975, la Triple A asesinó al coronel Rico, jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército, que estaba investigando los escuadrones parapoliciales de extrema derecha. 30
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1955-1976 L A ALTERNANCIA DE LOS GOBIERNOS CIVILES Y MILITARES . EL PARTIDO MILITAR Y EL PERONISMO. L A INFLUENCIA DE LAS DOCTRINAS EXTRANJERAS SOBRE LAS F UERZAS A RMADAS
La introducción de la Doctrina de la Seguridad Nacional en el Ejército Argentino E RNESTO LÓPEZ E MBAJADOR DE LA R EPÚBLICA A RGENTINA EN G UATEMALA P ROFESOR / INVESTIGADOR UNQ ( EN USO DE LICENCIA )
A mediados de los años ochenta, el coronel retirado –hoy fallecido– Ulises Muschietti, me entregó anotados en una pequeña hoja, con la cuidada caligrafía de los militares de viejo cuño, los nombres de cuatro oficiales franceses que habían sido los maestros de la primera camada de uniformados argentinos formados en la Doctrina de la Seguridad Nacional (DSN): Patrice de Naurois, Robert Bentresque, François Badie y Jean Nouguès. Fue para mí un hecho inesperado, que agradecí en su momento con aprecio: en esa época había iniciado una investigación sobre los orígenes de la DSN en la Argentina. Pegué ese trozo de papel en el vidrio de una ventana contra la que se ubicaba mi mesa de trabajo; me acompañó durante todo el tiempo que duró la pesquisa. Me apresuro a aclarar, debido a lo que se dirá más abajo, que Muschietti no había sido ni era peronista. Era un hombre inteligente y tolerante, muy interesado por la historia militar argentina. Con el tiempo, valoré mucho más que en el momento inicial aquel en apariencia pequeño pero generoso gesto. Encontré allí una punta de ovillo que me permitió, tirando de ella, corroborar ampliamente la existencia de una influencia francesa en la introducción de esa doctrina y avanzar en el desarrollo de la ya mencionada investigación.1
Sus resultados pueden consultarse en mi libro: Seguridad Nacional y Sedición Militar, Buenos Aires, Legasa, 1987. Para esa época existían sólo brevísimas referencias sobre la presencia francesa, de no más de una docena de renglones, en los textos de Robert Potash, El ejército y las política en la Argentina 1945-1962, Buenos Aires, Sudamericana, 1981, p. 429; y Alain Rouquié, Poder militar y sociedad política en la Argentina 1943-1973, Buenos Aires, Emecé, 1982, p. 158. 1
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Aquella corroboración y su exposición ordenada y sistemática contribuyeron a modificar una hasta entonces extendida creencia: la de que la DSN había sido introducida en el país con posterioridad a la Revolución Cubana, por acción de Estados Unidos. En efecto, la constatación de la influencia francesa no solamente vino a establecer precisiones historiográficas sino que, al correr hacia atrás en el tiempo la filiación del origen de la DSN en Argentina, otorgó crédito a la opinión de algunos viejos oficiales peronistas pasados a retiro con posterioridad al derrocamiento de Juan Domingo Perón, en septiembre de 1955, que afirmaban que la introducción de aquella doctrina había estado ligada a la voluntad de “desperonizar” el Ejército que animó a la sedicente Revolución Libertadora. La contigüidad entre ambos hechos –el golpe contra Perón y la renovación doctrinaria– tornó creíble la opinión de aquellos viejos oficiales, hasta ese entonces prácticamente ignorada en los medios académicos. Por otra parte, como se sabe, la Revolución Cubana triunfó el 1° de enero de 1959. Las relaciones entre ésta y Estados Unidos fueron de tensión creciente durante los años finales de Dwight Eisenhower, al punto de que hacia el final de su mandato presidencial se encontraban prácticamente rotas. Con John F. Kennedy ya en la presidencia –asumió el 20 de enero de 1961– se afianzó en Estados Unidos el temor a la irradiación de aquella revolución hacia América Latina. En función de esto fueron movilizadas tanto iniciativas de apoyo al desarrollo, como fue el programa Alianza para el Progreso, enviado para su aprobación al Congreso el 14 de marzo de 1961, cuanto un redoblado esfuerzo por incidir sobre el control de las Fuerzas Armadas de los países de la región y la propagación de la DSN. Emblema de esto último fue la Escuela de las Américas, con sede en Panamá, que se convirtió en usina de contrainsurgencia. El punto de ruptura definitivo entre ambos –Estados Unidos y Cuba– sobrevino en abril de 1961, tras el fracaso del intento de invasión contrarrevolucionaria de Bahía de Cochinos. Entre ambas fechas, 1956 y 1961, medió entonces una diferencia temporal que tornó opaca y/o no trascendente la inicial presencia francesa, y dificultó la percepción de que la depuración del Ejército posterior al golpe de septiembre de 1955, había venido acompañada de una renovación doctrinaria que significó, en rigor, una mudanza. Hasta entonces, regía exclusivamente en las Fuerzas Armadas la Doctrina de la Defensa Nacional (DDN), que el propio Perón había contribuido a actualizar y a ajustar para el caso argentino,2 convirtiéndola, más tarde, cuando
Véase su conferencia “Significado de la defensa nacional desde el punto de vista militar”; puede consultarse en Juan D. Perón, Perón y las Fuerzas Armadas, Peña Lillo, Buenos Aires, 1982. 2
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alcanzó la presidencia, en el paradigma sobre el cual se basaron sus políticas de defensa y militar. Como se sabe, la DDN de aquellos años postulaba una concepción clásica que concebía a la guerra como convencional y al hecho bélico como emergente de agresiones militares externas, y preveía un despliegue territorial de fuerzas y una política de formación y adiestramiento en consonancia con esos conceptos. La DSN varió el sentido del conflicto desplazando la preocupación hacia el control y/o neutralización de la guerra revolucionaria; torció el foco hacia el enfrentamiento interno iniciando una nefasta deriva hacia la visualización de una subversión interna a la que elevó a la condición de enemigo principal; modificó las políticas de adoctrinamiento, formación y adiestramiento, pero mantuvo el despliegue clásico. No clausuró la posibilidad de agresiones militares externas de carácter convencional, pero las mantuvo en una posición meramente secundaria. Así, la DSN y la DDN coexistieron, podría decirse que yuxtapuestas, en base a un predominio sustancial de la primera, aunque la segunda continuara proveyendo la estructura orgánica formal del Ejército, con todo lo que ello implicaba en términos de presupuesto, dimensión del cuerpo de oficiales y del cuadro de suboficiales, servicio militar obligatorio y volumen de las incorporaciones anuales, despliegue territorial, servicios de apoyo vinculado al anterior, etc. La acción desperonizadora dentro del Ejército implicó entonces dos movimientos concomitantes: una depuración (en rigor, una verdadera purga) acompañada de reincorporaciones y una mudanza doctrinaria. Esta última quedó envuelta, así, en un proceso más amplio que debe ser puesto en un primer plano de consideración analítica. Pero es también necesario analizar los cambios en el contexto estratégico mundial que trajo aparejado el conflicto entre Occidente y el Mundo Comunista –para utilizar una vieja retórica– establecido al finalizar la Segunda Guerra Mundial, cuyo perfilamiento en términos de Guerra Fría comenzó con la Guerra de Corea y recién se consolidó a mediados de los años cincuenta. El examen de la ventana de oportunidad para la mudanza doctrinaria vernácula que propiciaron estos cambios de escala planetaria debe ser también traído al primer plano del análisis, para comprender acabadamente bajo qué condiciones, cómo y por qué se introdujo la DSN en el Ejército Argentino. Desperonización: depuración y reincorporaciones La Revolución Libertadora llegó impulsada por un afán cancelatorio. El peronismo, aun con sus limitaciones e imperfecciones, expresaba una alternatividad económica, política y social –cabe aquí ¿por qué no? recordar sus tres clásicas banderas: independencia económica, soberanía política y justicia social– que al
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establishment de poder, siempre presto a buscar fórmulas de asociación subordinadas al gran capital internacional en desmedro de posibilidades de desarrollo más armónicas y saludables para el país, y a priorizar su propio beneficio en detrimento de un más equilibrado reparto del ingreso y de la puesta en vigencia de políticas sociales, le resultaba indigerible.3 Con prolijidad y esmero los hombres de aquella Revolución se dieron a la tarea de desmontar el Estado peronista, de desbaratar su economía, de cancelar por decreto el orden constitucional preexistente a su éxito, de interdictar y proscribir al peronismo como movimiento político y cultural, de intervenir la CGT, de perseguir a dirigentes y activistas, y hasta de secuestrar y hacer desaparecer el cadáver embalsamado de Eva Perón que fue, en rigor, la primera desaparecida de una nefasta y trágica historia. Debían también recuperar un control suficiente de las instituciones militares, en particular del Ejército, que los pusiera a cubierto de sobresaltos. Es que en éste permanecía un apreciable número de oficiales filoperonistas, aún después del triunfo libertador. Por añadidura, había una también amplia cantidad de oficiales profesionalistas formados en los marcos de la DDN, que sin ser peronistas se habían amoldado sin mayores problemas a las políticas de defensa y militar practicadas por Perón. Por otro lado, los golpistas militares de septiembre constituían un heterogéneo conglomerado que había actuado unido por el objetivo de derrocar a Perón, pero tenía marcadas diferencias políticas. Estaba integrado por algunos –pocos– peronistas desencantados, por nacionalistas que habían roto con Perón por diversas circunstancias y liberales, que debido a las intentonas fracasadas previas a 1955 habían quedado reducidos a una mínima expresión aunque estaban muy cohesionados y eran los que mejor conectaban con el universo político civil que había apoyado el golpe. Las diferencias en el grupo triunfador eclosionaron cuando el nacionalista general Eduardo Lonardi, jefe de la Revolución y primer presidente provisional de ésta fue desplazado por un golpe dentro del golpe y reemplazado por el general liberal Pedro Eugenio Aramburu. Esto demuestra que los triunfadores no las tenían todas consigo. Temían, por añadidura, un contragolpe que finalmente se concretó aunque no fue exitoso.4 Y tenían que afianzar –especialmente los liberales– su posición de poder dentro de la institución. He trabajado con cierta amplitud este tema en mi El primer Perón, Buenos Aires, Le Monde Diplomatique-Capital Intelectual, 2009, pp. 15 y ss. 4 El junio de 1956 se produjo el alzamiento del general Juan José Valle, que fue sanguinariamente reprimido. Fueron fusilados 18 militares, incluido Valle, y 14 civiles a los que se acusó de estar complotados con los golpistas. Los fusilamientos militares carecieron de sustento legal aunque se procuró otorgarles alguna validación jurídica; los procedimientos contra los civiles fueron directamente clandestinos.
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Se estima que a principios de 1956 habían sido pasados a retiro o dados de baja alrededor 1.000 oficiales filo-peronistas, lo que representaba aproximadamente el 20% de la oficialidad activa.5 Un grupo imprecisable, pero en todo caso no menor al de los purgados, quedó en servicio pero postergados y relegados a destinos sin importancia. Más preciso es el dato sobre los generales: 63 de los 86 en servicio a mediados de septiembre de 1955 pasaron a retiro en forma casi inmediata. De los 23 restantes, uno fue fusilado y 17 pasaron a retiro a finales de 1956.6 Está claro que se trató de una limpieza profunda. Este movimiento se completó con una política de reincorporaciones de personal que había pasado a retiro o había sido dado de baja por ser responsables o estar involucrados en acciones golpistas contra Perón. Eran prácticamente todos liberales. En los dos años y medio en que, aproximadamente, los libertadores permanecieron en el poder fueron reintegrados: 8 generales (uno de manera simbólica pues había ya fallecido); 27 coroneles; 29 tenientes coroneles; 13 mayores; 50 capitanes (dos también de manera simbólica pues habían fallecido); 36 tenientes primeros; 17 tenientes y 7 subtenientes. En total 184, si se descuenta a los fallecidos, lo que representa aproximadamente un 5% de los que habían permanecido en actividad (vale decir, descontados los purgados). Prácticamente el 80% de los reincorporados, sin contar a los fallecidos, ascendió al grado inmediato superior. El 50% de los generales de brigada reintegrados ascendió a general de división y también el 50% de lo coroneles al de general de brigada. Pero el dato que ilustra de modo más elocuente el control institucional que adquirió el sector liberal vía las reincorporaciones es el siguiente: entre 1955 y 1962, el 73% de los ministros o secretarios de Guerra fueron oficiales reincorporados, así como el 66% de los comandantes en jefe.7 La Guerra Fría como contexto de la mudanza doctrinaria local Si bien el final de la Segunda Guerra Mundial alumbró el período signado por el enfrentamiento entre el Mundo Occidental y el Mundo Comunista, el establecimiento de los parámetros básicos de lo que se llamó Guerra Fría ocurrió
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Véase Robert Potash, op. cit., tomo 2, p. 293. Véase Ernesto López, El primer Perón, op. cit., pp. 143 y ss. Estos datos revelan que casi todos los generales nacionalistas que apoyaron o acompañaron el golpe habían pasado a retiro a fines de 1956. 7 Para todos los renglones que se acaba de mencionar –reincorporaciones, ascensos y puestos de comando– véanse Ernesto López, Seguridad nacional y sedición militar, op. cit.., pp. 111 y ss.; y El primer Perón, op. cit., pp. 142 y ss. En tiempos de Frondizi, el cargo de secretario reemplazó al de ministro. 5 6
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bastante tiempo después de 1945. A la bipolarización, a la paridad atómica y su concomitante equilibrio del terror acompañado del vaciamiento de la posibilidad de victoria entre los contendientes más poderosos, al evitamiento de la guerra sin por ello vivir en paz, a la conversión de las zonas de influencia de ambos sistemas de alianza en soterrados o, a veces, abiertos escenarios de desestabilización o de conflicto se llegó a marcha más bien lenta. En un principio, no obstante los catastróficos resultados de los ataques a Hiroshima y Nagasaki, Estados Unidos consideró las bombas atómicas sólo como un armamento más dentro de una concepción general de guerra total, de carácter convencional, tal como defendió todavía el general Douglas Mac Arthur, al mando de las tropas americanas en Corea, a la postre sin éxito. Tardaron en advertir que la diferencia cualitativa que era capaz de introducir ese tipo de armamento cambiaba la naturaleza de la guerra y conducía a un rediseño de políticas y de estrategias. El reconocimiento de la recién mencionada diferencia cualitativa parece haberse iniciado en el lapso que va desde la constatación de que la entonces Unión Soviética había construido la bomba atómica, hasta la Guerra de Corea. En efecto, la primera explosión nuclear practicada por aquélla en 1949 encendió luces de alerta. Y el conflicto coreano, comenzado en junio de 1950 y finalizado en julio de 1953, con sus vaivenes y alternativas, colocó una delicadísima disyuntiva. ¿Debía llevarse la guerra a China, como quería Mac Arthur, y atacar Manchuria –que funcionaba de retaguardia de los norcoreanos que, además, recibían el apoyo de los chinos– con el peligro de generalizar un conflicto que podía escalar hacia la dimensión nuclear y desencadenar una nueva contienda internacional de proporciones? ¿O debía prevalecer la cautela? El presidente Harry Truman era partidario de esto segundo. Terminó relevando del mando a Mac Arthur que, como se acaba de ver, proponía otra cosa. Y en dos trazos concisos pero clarificadores definió la estrategia general a seguir en Corea que pueden, a su vez, ser considerados los primeros lineamientos que bosquejaron la lógica de la Guerra Fría: guerra limitada y respuesta flexible. Mediante el primero se iniciaba el abandono de la concepción de guerra total que había imperado hasta la Segunda Guerra Mundial en las Fuerzas Armadas estadounidenses y el tránsito hacia otras formas más controladas y menos comprometedoras; y a través del segundo se graduaba el empeñamiento de sistemas de armas conforme el tamaño y la relevancia de la amenaza. La terrible capacidad destructiva del armamento nuclear convocaba a la prudencia y a la disuasión, antes que a la ofensiva. Con ese comienzo, pues, se fue abriendo camino el cambio de concepciones, es decir, el viraje estratégico estadounidense y la instalación de la lógica de Guerra Fría, que a mediados de los años cincuenta comenzaba ya a tomar su forma definitiva.
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Descartado el enfrentamiento directo entre ellas, las superpotencias procurarían sacarse ventajas por medio de procedimientos vicarios, indirectos: todo aquello que sirviera para debilitar la posición relativa de una de ellas trataría de ser aprovechado por la otra con el objeto de perjudicar al rival y aumentar el poder propio. Ahora bien, arribada la era nuclear con su lógica de mutua destrucción asegurada8 y establecida la tendencia a la acción indirecta, es decir, desarrollada fuera de los respectivos núcleos centrales y sistemas de alianza militares (la OTAN, por un lado, y el Pacto de Varsovia, por el otro), comenzó a visualizarse la mediata pero peligrosa relación que podía establecerse entre la lucha insurgente en los escenarios secundarios, y la paridad nuclear y el equilibrio del terror, en los centrales. En ese marco, la defensa del continente americano fue perdiendo sentido –desde la óptica estadounidense– en clave de guerra total. América Latina, en particular, alejada de la posibilidad de recibir un ataque directo del “enemigo comunista” por razones geográficas, comenzó a ser vista desde los Estados Unidos privilegiándose la seguridad interior. Y se abrió camino, entonces, la idea de que la seguridad regional debía ser el resultado de la sumatoria de las seguridades internas de cada país, en reemplazo de la desactualizada concepción de defensa hemisférica establecida en términos de guerra convencional. Como ya se ha mencionado, esto no ocurrió rápidamente: fue un proceso que, cuando ocurrió la Revolución Cubana –que materializó la peor pesadilla–, se hallaba ya comenzado aunque lejos de estar concluido. El inicio de la mudanza estratégica estadounidense fue más o menos coincidente en el tiempo con las necesidades de desperonización (depuración, reincorporaciones y cambio doctrinario) que tenían –en el plano local– los sectores liberales de la Revolución Libertadora. Contribuyó, por lo tanto, a brindar una ventana de oportunidad a la mudanza doctrinaria vernácula. Estados Unidos, sin embargo, carecía de experiencia en la lucha contrainsurgente. Francia, en cambio, con su amarga experiencia en Indochina y habiendo comenzado ya sus tribulaciones en Argelia, sí. La introducción y el primer desarrollo de la DSN en la Argentina La influencia francesa comenzó con la llegada del entonces coronel Carlos Jorge Rosas a la subdirección de la ESG, en 1956. Venía de prestar servicios en Francia como agregado militar, posición desde la cual había tomado contacto con la experiencia contrarrevolucionaria que los franceses habían cosechado en Indochina. La lógica MAD (su acrónimo en inglés) como se la llamaba, se asentaba sobre la capacidad de respuesta remanente de cualquiera de las dos superpotencias luego de recibir un primer ataque nuclear. 8
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Y se había puesto al día, asimismo, con las novedosas concepciones sobre la guerra atómica. Hombre de fina inteligencia, informado y culto, Rosas se convirtió en al alma de la mudanza doctrinaria. Bajo su influjo, la ESG se convirtió en la usina del cambio; cuando pasó a desempeñarse como Jefe de Operaciones del Estado Mayor General del Ejército, destino que ocupó en 1959 –ya con el grado de general– tras dejar la Escuela, completó su labor en el plano orgánico-operacional. La ESG tiene como función formar a los oficiales de Estado Mayor. En aquellos años, en que no existían todavía los cursos para oficiales superiores ni las universidades de las Fuerzas Armadas y la Escuela de Defensa Nacional daba sus primeros pasos preponderantemente orientada hacia el medio civil, era un muy calificado instituto de formación que centralizaba –junto con el Colegio Militar– la educación militar. Era, pues, el espacio propicio para poner en marcha una reforma doctrina. Sus aulas se abrieron a la contratación de especialistas extranjeros y su prestigiosa Revista de la Escuela Superior de Guerra (RESG) se convirtió en divulgadora de las nuevas ideas y en caja de resonancia de las novedades doctrinarias. Los profesores extranjeros –los principales fueron los entonces tenientes coroneles franceses De Naurois, Badie, Bentresque y Nouguès, ya mencionados– sugirieron orientaciones, organizaron cursos, dictaron clases e impartieron seminarios y conferencias. Fueron acompañados por un grupo de oficiales argentinos –como los tenientes coroneles Miguel Ángel Montes y Manrique Mom, y el propio coronel Rosas, entre otros– que en su mayoría habían pasado por Francia. El mejor reflejo del movimiento que pusieron en marcha ha quedado registrado en las páginas de la RESG. En concordancia con lo que había ocurrido en el escenario principal, los desarrollos en la Argentina que enfocaron la actualidad de la guerra atómica precedieron, por escaso margen, a los referidos a la guerra revolucionaria. Debe aclararse, no obstante lo que se acaba de decir, que era frecuente que en esos trabajos iniciales se establecieran conexiones entre ambas modalidades bélicas. El primer artículo que expresaba las nuevas concepciones centradas sobre la guerra nuclear fue el del teniente coronel Montes titulado “Las armas atómicas en el campo de batalla”, publicado en la RESG, en el número 325, correspondiente a abril/junio de 1957; en el número siguiente apareció, del mismo autor, “Las guerras del futuro en la era atómica”. Y ya en 1958 todos los números tuvieron por lo menos un artículo dedicado al tema.9 En algunos de estos trabajos todavía se hipoteLa lista completa de los artículos sobre el particular publicados en 1958 es la siguiente: Carlos J. Rosas, “Estrategia y táctica”, N° 328, enero-marzo; “Una estrategia general atómica”, N° 329, abril-junio; N. Hure, “Situación estratégica de los bloques Oriental y Occidental”, ibid.; C. J. Rosas, “La batalla ofensiva”, N° 330, julio-septiembre.; N. Hure, “Estrategia atómica”, N° 331, octubre-diciembre; y J. Devalle, 9
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tizaba en términos de guerra general con empleo de medios estratégicos atómicos, y se retenía también la posibilidad de que sobreviniera una guerra convencional con empleo limitado de armamento nuclear. Esto último podía ocurrir, por ejemplo, si debido a una crisis económica o a disturbios sociales un país entronizaba un gobierno comunista o se libraba en él una guerra civil en la que los bandos enfrentados recibían apoyo ya del bloque occidental, ya del oriental.10 Pero despuntaba también una segunda manera de enfocar las cosas, más ajustada a lo que luego fue corriente. Por ejemplo, en el segundo de los artículos iniciáticos de Montes se lee que: el grupo de naciones de Occidente tiende a realizar una guerra nuclear restringida, o mejor aún, una guerra atómica táctica, para equilibrar la actual desproporción que tiene en lo referente a fuerzas convencionales, con respecto al grupo Oriental. En cambio, este última finca, al parecer, sus mayores probabilidades de éxito en la más amplia y decidida ejecución de la guerra social revolucionaria, sin por ello descuidar su creciente potencial nuclear.11 Por su parte, los artículos propiamente referidos a la guerra revolucionaria, con su deliberado sesgo hacia la seguridad interior, se iniciaron con el aporte de Patrice de Naurois titulado “Algunos aspectos de la estrategia y de la táctica aplicados por el Viet-minh durante la campaña de Indochina”.12 Pero fue en su segundo trabajo en el que ofreció sus tal vez más punzantes –e inquietantes– proposiciones. Decía De Naurois: “Ataque en ambiente atómico”, ibid. Cabe destacar que los artículos de Rosas nombrados en primer y cuarto lugar contienen referencias explícitas a la relación entre las guerras nuclear y revolucionaria. 10 Así, por ejemplo, en Carlos J. Rosas, “Una estrategia general atómica”, op. cit. Debe señalarse, sin embargo, que en su trabajo inicial, “Estrategia y táctica”, Rosas había introducido un concepto audaz para la época: el de agresión interna (véase op. cit., p. 140). 11 Montes, M. A., “Las guerras del futuro en la era atómica”, en Revista de la Escuela Superior de Guerra, Nº 326, julio-agosto de 1967, pp. 391-392. 12 La lista completa de los artículos sobre la guerra revolucionaria o subversiva, aparecidos en la RESG entre 1958 y 1962, es la siguiente: Patrice de Naurois, “Algunos aspectos de la estrategia y la táctica aplicados por el Viet-Minh durante la campaña de Indochina”, N° 328, enero-marzo de 1958; Carlos J. Rosas, “Estrategia y táctica”, ibid.; “Una estrategia general atómica”, N° 329, abril-junio de 1958; P. de Naurois, “Una teoría para la guerra subversiva”, ibid.; “Guerras subversiva y guerra revolucionaria”, N° 331, octubre-diciembre de 1958; Manrique Mom, “Guerra revolucionaria”, ibid.; François Badie, “La guerra psicológica”, ibid.; Manrique Mom, “Guerra revolucionaria” (2ª parte), N° 334, julio-septiembre de 1959; F. Badie, “La guerra revolucionaria en China”, ibid.; A. López Aufranc, “Guerra revolucionaria en Argelia”, N° 335, octubre-diciembe de 1959; Jean Nouguès, “Características generales de las operaciones en Argelia”, N° 337, abril-junio de 1960; H. Grand D´Esnon, “Guerra subversiva”, N° 338, julio-septiembre
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La guerra subversiva tiene origen político y proviene de la acción sobre las masas populares de elementos activos sostenidos y apoyados de varias maneras por el extranjero. Tiene por finalidad destruir el régimen político y la autoridad establecida y reemplazarlos por otro régimen político y otra autoridad. Esta acción es secreta, progresiva, y se apoya en una propaganda continua y metódica dirigida a las masas populares. Parece muy probable que una guerra futura eventual cuente con el empleo de las armas atómicas y termonucleares, del arma psicológica, de la subversión, etc. Es decir, que la subversión sería una de las formas de dicha guerra.13 Ésta fue una de las primeras definiciones de la guerra subversiva que circuló entre los uniformados argentinos. Aparecen ya en ella algunos temas que se harían “clásicos” más tarde: la acción subversiva como una de las facetas del enfrentamiento entre Oriente y Occidente; el apoyo desde el extranjero, que derivó luego, con el tiempo, en el burdo concepto de enemigo apátrida administrado con generosidad por las dictaduras militares vernáculas; y la idea de infiltración, subyacente a la de “acción secreta y progresiva”, que se viene de leer.14 El militar francés describe también los principios de la lucha antisubversiva. Señala que la información es fundamental. Y que para conseguirla es conveniente dividir “cada parte del territorio por una cuadrícula tan densa como sea posible; cada parte de esta cuadrícula está a cargo de un elemento de gendarmería, de policía, de aduana o de una unidad de ejército”.15 El fin último era obviamente desbaratar a las células subversivas y mantener bajo control a la población. Los aportes de los demás autores consignados en la nota al pie número 12 colaboraron en el desarrollo doctrinario. A los efectos de este trabajo no es necesario de 1960; T. Sánchez de Bustamante, “La guerra revolucionaria”, N° 339, octubre-diciembre de 1960; Robert Bentresque, “Los acontecimientos de Laos”, ibid.; R. Sánchez de Bustamante, “La situación mundial”, N° 334, enero-marzo de 1962; J. Nouguès, “Radioscopia subversiva de la Argentina”, ibid. 13 Patrice de Naurois, “Una teoría para la guerra subversiva”, op. cit., pp. 226-227. 14 En el texto exsite cierta sinonimia entre las expresiones “revolucionario” y “subversivo”, que fue poco después corregida por el propio De Naurois. La primera quedará reservada para aquellas formas insurgentes de la guerra, como la Resistencia Francesa, no ligadas a la “conquista del poder total”. Mientras que la segunda debería aplicarse a quienes combaten por instaurar “formas totalitarias de poder” (véase “Guerra subversiva y guerra revolucionaria”, op. cit., p. 689). 15 Ibid., p. 235. Resulta obvio que la centralidad de la información y la cuadriculación del país, que fueron parte de la tecnología del terrorismo de Estado que aplicó la dictadura del Proceso (19761983), respondían a este origen.
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examinarlos a todos. Basta con señalar que propalan en la misma longitud de onda de los que sí se han revisado. No obstante, también es conveniente detenerse sobre el artículo de Jean Nouguès que cierra la serie y contiene una especie de diagnóstico sobre la situación que se había alcanzado. Su objetivo central era el de examinar en qué grado y cómo el peligro revolucionario podía manifestarse en la Argentina. Conviene señalar que este texto fue publicado en el número de la RESG correspondiente al primer trimestre de 1962. Presumiblemente, su autor, al momento de redactarlo, estaba ya al tanto de la intentona de Bahía de Cochinos y de la opción de Fidel Castro por el marxismo-leninismo, producidas ambas en 1961. De manera que, para ese entonces, el comunismo en el continente había dejado de pertenecer al mundo de lo meramente posible para convertirse en una realidad concreta. Nouguès expone una serie de razones que no favorecerían el desarrollo de la subversión en nuestro país: su homogeneidad cultural y étnica, su nivel de educación y la importancia de su clase media, entre otras. Podría eventualmente suceder, señalaba, que la presencia de ciudadanos de naciones vecinas radicados en la Argentina, llegado el caso formaran “quintas columnas” que actuaran de conformidad con regímenes totalitarios constituidos en sus países de origen. Pero no le asignaba a esta alternativa mayores posibilidades. “En conclusión –decía– la Argentina ofrece a la subversión un campo relativamente poco favorable. Sin embargo, el peligro existe. ¿Cómo puede concretarse?” Y respondía: “El comunismo, a cara descubierta, tiene pocas posibilidades… Pero la más eficaz e insidiosa correa de transmisión del comunismo en la Argentina es evidentemente el fidelismo, que puede aprovechar la permanencia de un antiguo sentimiento antinorteamericano y la disponibilidad de una masa peronista aún imperfectamente integrada a la vida política de la nación”.16 ¡Et voilà!, para decirlo en francés como corresponde, en atención a los textos que se ha venido considerando. El peronismo –un muerto que permanecía guardado en un ropero– aparecía, así, al final del ciclo, reconocido en su condición de amenaza. Pero conviene dejar en suspenso esta verdadera confesión de parte y regresar al texto de Nouguès para ver qué decía sobre la estructura creada para enfrentar a la subversión. Reconocía que se había realizado ya “una importante obra técnica y práctica”: se había avanzado en la doctrina, se habían redactado los reglamentos internos, y se habían ejecutado algunas operaciones de orden interno como el Plan Conintes17 y una acción contra opositores al dictador paraguayo Jean Nouguès, “Radioscopia subversiva de la Argentina”, op. cit., pp. 30-31. Elaborado para hacer frente a convulsiones internas de carácter social o político que rayaran en lo subversivo –conforme a la retórica militar que venía abriéndose camino– fue aplicado en tiempos de Arturo Frondizi para hacer frente a un período de agitación sindical y política. 16 17
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Alfredo Stroessner, radicados en Misiones y Formosa, entre otras. Textualmente decía, además: “Con la creación de una organización territorial militar (zonas de defensa, subzonas y áreas), la Argentina ha sido dotada de la infraestructura antisubversiva que le hacía falta”.18 Señalaba asimismo los avances en materia de inteligencia, advertía sobre la existencia de tareas pendientes en este plano y recomendaba la constitución de una Comunidad Interamericana de Inteligencia, en el seno de la Junta Interamericana de Defensa. Finalmente, en el terreno orgánico y operacional cabe mencionar que la cuadriculación territorial estaba ya diagramada en 1962 y permanecía yuxtapuesta al despliegue operacional clásico. Se preveía activarla sólo cuando fuese necesario. Asimismo, se realizaron cursos de divulgación y adiestramiento orientados hacia el conjunto de la institución –puesto que obviamente debía avanzarse más allá de los límites de la ESG– que llevaron los nombres de Hierro y Hierro Forjado, entre otros. Y se desarrollaron ejercitaciones sobre la carta, sobre temas antisubversivos, que llevaron los nombres de: Tandil, Reflujo, Nikita y Libertad, entre otros. Hacia 1962 el cuadro estaba completo. La fase de introducción y el primer desarrollo de la DSN estaban cumplidos. Conclusiones Tal como dice el dicho tribunalicio, a confesión de parte relevo de prueba. El reconocimiento explícito (y final) de Jean Nouguès sobre la amenaza peronista demuestra –por si no hubiera sido suficiente la batería argumental y de datos expuestos precedentemente– que la introducción y desarrollo de la DSN, en su fase inicial, estuvo condicionada por la necesidad desperonizadora que acuciaba a la Revolución Libertadora. Claramente, por lo demás, la presidencia de Arturo Frondizi (1958-1962, derrocado por golpe militar) no obstaculizó aquel desarrollo. Las ideas y conceptos que le dieron forma en ese primer ciclo pueden resumirse de la siguiente manera: a) se establece la vinculación entre guerra nuclear y guerra subversiva, como formas del conflicto Este/Oeste; b) se presenta la guerra subversiva como una posibilidad plausible, a pesar de la escasa envergadura del fenómeno comunista a escala local, y se reconoce finalmente que existe una amenaza peronista; c) se conceptualiza y justifica la opción por un alineamiento estratégico con Occidente; 18
Ibid., p. 38. La nomenclatura usada durante el Proceso fue prácticamente la misma.
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d) se conceptualiza la guerra subversiva y comienza a desarrollarse una doctrina de guerra antisubversiva, avanzando sobre el terreno abonado por el diagnóstico de insuficiencia (o, incluso, anacronismo) de la DDN y por la necesidad de incorporar la novedad de la problemática bélica nuclear; e) comienza y se afirma el proceso de desplazamiento a un segundo plano de las hipótesis de guerra con países vecinos y, por el contrario, empiezan a tomar importancia los conceptos de enemigo interno y frontera interior; f ) la reunión de información sobre grupos presuntamente subversivos y el control de la población comienzan a ser tareas de significativa vinculación con la misión de seguridad interior. Andando el tiempo –es decir, superada la etapa de influencia francesa– estas características se perfilaron mejor o se acrecentaron. Por ejemplo, con la plena instalación de la lógica de la Guerra Fría, quedó clara para la región –y por tanto, también para la Argentina– una división del trabajo. A Estados Unidos le correspondía proveer seguridad en términos de enfrentar amenazas internacionales y disuadir eventuales intervenciones abiertas provenientes del Mundo Comunista. A cada uno de los países de la región le competía velar por la seguridad interior y controlar la subversión. Otros fenómenos fueron también concomitantes con los anteriores o derivados de ellos. El más notorio de éstos fue, quizá, el de la autonomización castrense respecto del control civil. Las instituciones militares ganaron autonomía respecto de su subordinación a los poderes cívicos, al amparo de la significación creciente que Estados Unidos le asignó al resguardo de la seguridad interna de los países del continente, en consonancia con la importancia que le daban a su propia seguridad. Como consecuencia de ello florecieron una diplomacia militar paralela a la desarrollada desde las cancillerías, y vínculos directos entre los institutos castrenses y el Pentágono o, un poco más modestamente, con el Comando Sur. De aquí a la pesadilla de los golpes militares con pretensiones refundacionales (la Revolución Argentina, primero y luego el Proceso de Reorganización Nacional), que dieron lugar a la postrer instalación del terrorismo de Estado, no hubo más que pasos sucesivos. La larga y negra noche del horror tuvo a la DSN como inspiradora; su genealogía es la que se acaba de examinar. Probablemente sería preferible no olvidarlo. GUATEMALA, 2 DE DICIEMBRE DE 2009
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1955-1976 L A ALTERNANCIA DE LOS GOBIERNOS CIVILES Y MILITARES . EL PARTIDO MILITAR Y EL PERONISMO. L A INFLUENCIA DE LAS DOCTRINAS EXTRANJERAS SOBRE LAS F UERZAS A RMADAS
La sociabilización básica de los oficiales del Ejército en el período 1955-1976 LUIS EDUARDO TIBILETTI CEPADE
Vivencias “En lo altooo la miraaada, luchemos por la patria redimida”,* en abril de 1966, cuando me entregaron el papel con la letra de esta canción –que debía aprender y rápido–, me sonaba tan desconocida como me imagino lo será ahora para la inmensa mayoría de los lectores. Habían pasado tres meses desde que ingresara al Colegio Militar de la Nación (CMN) y once años desde la Revolución Libertadora de la que ya no se hablaba (al menos en las casas y los colegios donde yo había vivido mis dieciséis años de vida). Sólo mis compañeros que habían estado en el Liceo Militar la conocían pues los habían obligado a cantarla desde los doce años. Rápidamente, con un compañero del Curso Preparatorio –del que me había hecho muy amigo–, escribimos la canción de nuestra sección pensando en la revancha contra esa “gorilada liberal”. Se la llevamos al oficial instructor a quien le sonó muy bien y empezamos a ensayarla: “Frente al sol con la mirada clara, irrumpirán los héroes del ayer”. Sólo recuerdo estas primeras letras, pues cuando la cantamos por primera vez orgullosos por la avenida principal del CMN, parece que pasó un liberal y advirtió que tenía la música de la canción falangista “Cara al sol”. Claro, mi amigo era Santiago Sánchez Sorondo, hijo del dirigente nacionalista que luego fuera candidato con Perón en 1973, don Marcelo Sánchez Sorondo. El resultado fueron diez días de arresto al pobre instructor y nunca más la pudimos cantar… lástima, nos sonaba mejor que la otra... Igual recibimos una calurosa felicitación del padre Ullet, que vestido de rigurosa sotana recorría las cuadras a la noche arengándonos en (*) N. del Coord.: Se conservó el registro oral de la exposición.
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la sana doctrina nacionalista del padre Castelani contra el progresismo del capellán oficial del Colegio que osaba ¡vestir de clerigman! Poco tiempo después, las rencillas entre liberales y nacionalistas se aplacaron frente al logro común: el 28 de junio de ese año llegaba el final de los horribles partidos políticos en el poder y la llegada de nosotros, la reserva moral de la patria junto con Onganía y la tan esperada Revolución Argentina… Claro que la paz entre las eternas fracciones de liberales gorilas y nacionalistas católicos fue sacudida sólo dos años después cuando apareció un actor inesperado: el nacionalismo revolucionario católico –heredero del Concilio Vaticano y la Populorum Progressio, contemporáneo del peruanismo inspirado en el régimen militar reformador del general Velazco Alvarado, de la Conferencia del CELAM en Medellín de 1968, etcétera–. Encarnado en el CMN por los oficiales instructores tenientes Licastro y Fernandez Valoni, junto a otros, prendió como una mecha entre los jóvenes cadetes y fue el inicio de la aproximación de muchos de nosotros al campo nacional y popular, y permitió que pasáramos a acompañar al resto de la juventud argentina reclamando el regreso del líder del pueblo: el general Juan Domingo Perón. Quise colocar estas anécdotas al principio del trabajo para dar una idea del clima de cultura oficial versus contracultura “insurgente” que vivíamos en aquel período y que –de un modo u otro– considero se extendió hasta el golpe de 1976. La sociología militar y el proceso de formación básica La formación básica de los militares es uno de los temas que interesó desde el inicio a la disciplina de la sociología militar1 y a la que recurrentemente se vuelve para poder explicar tanto el comportamiento profesional –donde se analiza cómo muchos fracasos militares provienen de errores en la educación militar básica–, como también el comportamiento político de determinada cohorte existencial de los militares.2 Muy especialmente hace ya un cuarto de siglo en España, aparecen los primeros trabajos científicos sobre la formación respecto de los valores en la sociaJulio Busquets, El militar de carrera en España, Barcelona, Ariel, 1967; John Van Doorn, The Soldier and Social Change, Beverly Hills, California, Sage, 1975; Bengt Abrahamson, Military Professionalization and Political Power, Beverly Hills, California, Sage, 1972. 2 Véase, en relación con el Uruguay, Carina Perelli, Convencer o someter: el discurso militar, Montevideo, EBO, 1986; y, para el caso del Paraguay, Horacio Galeano Perrone y otros, Los Generales del siglo XX y cómo piensan los del siglo XXI, Asunción del Paraguay, Intercontinental, 1998. 1
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bilización3 básica, cuestiones que venían estudiándose desde largo tiempo en la literatura de sociología militar en el mundo anglosajón.4 Todos estos estudios iniciales y los muchos que se desarrollaron posteriormente, con sus obvias diferencias culturales según la sociedad de que se trate, tienen en común la identificación de las prácticas habituales con que todas las Academias militares del mundo buscar moldear a sus oficiales desde muy temprana edad. A su vez todos coinciden en que en muchos casos (salvo en algunos países de Europa occidental en los últimos años)5 las academias militares adoptan la característica de “instituciones totales”.6 Ello implica, según Goffman, que un elevado número de personas son concentradas en un recinto cerrado y apartadas del resto de la sociedad. A través de éste y otros mecanismos sofisticados se logra romper parte del pasado del sujeto y el surgimiento de un espíritu de cuerpo. Esto ha sido reconocido por casi toda la literatura como una condición necesaria para el adecuado funcionamiento de la institución militar, aunque, como señalan Agüero7 y García8, se trata de una cuestión de grados para evitar los efectos negativos, especialmente la creación de una alteridad con respecto al resto de la sociedad y una sensación de superioridad moral. Aclaro a esta altura que utilizo el término sociabilización y no socialización siguiendo a Julio Busquets, que sostiene que esta última expresión refiere al “proceso de apropiación por el Estado de los medios privados de producción” (op. cit., p. 271). 4 Charles Moskos, Public Opinion and the Military Establishment, Beverly Hills, California, Sage, 1971; Gary Wamsley, “Contrasting Institutions of Air Force Socialization: Happenstance or Bellwether?”, en American Jorunal of Sociology, Nº 78, pp. 399-417. 5 En relación con esto no puedo dejar de relatar mi asombro cuando en enero de 1970 llegué al Colegio Militar de Francia y al Jefe de Compañía que me recibió, le pregunté: –¿Por qué tienen tantos profesores? –¿Por qué lo decís? – Por la cantidad de autos –Los autos son de los cadetes –me dijo –, ahora estamos en los seis meses de trabajo académico y educación física, así que todas las tardecitas toman su auto y vuelven a sus casas o pensiones, después nos vamos tres meses al terreno y allí los formamos en las capacidades militares. A esa altura yo ya había acumulado cuatro años de internado de domingo a sábado y aún me faltaba uno más y confieso haberme sentido un extraño espécimen proveniente sin duda del cuarto mundo. 6 Irving Goffman, Internados. Ensayos sobre la situación de los enfermos mentales, Buenos Aires, Amorrortu, 1961, pp. 17-19; José Miguel Florez, “La educación militar en el Perú en el proceso educativo: los valores militares y la democracia”, en Felipe Agüero, L. Hurtado y J. M. Florez, Educación militar en democracias, serie Democracia y FFAA, Nº 3, Lima Idele, 2005, pp. 124-125. 7 Felipe Agüero, “Educación militar y profesionalización”, en F. Agüero, L. Huratdo y J. M: Florez, op. cit., pp. 17-19. 8 Prudencio García, Ejército: presente y futuro, Madrid, Alianza, 1973, pp. 225-238. 3
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No haré, por lo tanto, especial hincapié en este aspecto, que provenía desde antes del período analizado y que se ha mantenido con algunas correcciones en los últimos tiempos, particularmente para evitar los aspectos degradantes por el régimen de internado, sumado al sistema jerárquico y los ritos iniciáticos adosados, que aparecieran descriptos en La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa.9 Sí intentaré recordar algunas de las problemáticas que la sociología militar ha detectado con carácter universal y que cuando se potencian con determinados componentes ideológicos –que luego analizaremos–, producen serios problemas para la debida integración del militar en el contexto de la vida democrática de la sociedad. Así, por ejemplo, el coronel español Prudencio García señala en 1973: a nuestro juicio la solución del problema de la debida simbiosis EjércitoSociedad debe abordarse descendiendo al alma mater de nuestro Ejército: las Academias militares. En ellas debe impartirse al futuro oficial y jefe un tipo de preparación que desborde ampliamente la ciencia militar propiamente dicha, incluyendo una sólida preparación intelectual en disciplinas humanas y sociales […] para lograr un contacto suficientemente estrecho con el complejo y conflictivo mundo sin el cual no puede sentirse plenamente integrado con la comunidad a la que pertenece, ni aspirar a defender valor permanente alguno con una mente alejada de las cambiantes realidades de su época.10
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que propone analizar las academias, pues ambos aspectos no han sido suficientes. En ese mismo momento, por estas tierras, esos fenómenos eran simplemente desconocidos y si a alguien se le ocurría pedir permiso para ir a la universidad ya era considerado un traidor y condenado a rendir examen de conocimiento de la totalidad de los reglamentos militares.12 Si bien debe reconocerse la calidad de los profesores civiles –que eran los mismos que formaban a los jóvenes en el Colegio Nacional Buenos Aires–, y en esto Argentina hacía punta en la región –como en el conjunto de su sistema educativo–, lo cierto es que el reloj de la educación militar ya atrasaba varios años en relación con la experiencia europea. Ya vimos la diferencia con el tiempo de internado y para dar otro ejemplo: los cadetes no teníamos accesos a los diarios, ni podíamos escuchar radio, para no distraernos con la realidad. Por su parte, Felipe Agüero nos dice: otro componente fundamental de la educación militar se refiere a la socialización, más o menos formalizada, en códigos y valores que diferencian la institución militar de otros grupos y organizaciones de la sociedad. Esto es necesario por su cometido específico: es una organización en la que se llama a dar la vida por la patria. Pero estos elementos son relevantes para la relación educación militar-democracia por lo que se debe estar siempre incluyendo la reflexión sobre esto para evitar la extrema diferenciación y la sensación de superioridad sobre el resto.13
Y luego advertía: nunca han de faltar argumentos de evasión tendientes a limitar lo profesional a esa clase de patriotismo que durante siglos se le pidió –y se debe seguir haciéndolo– y que exigía: valor físico, disciplina y cierta técnica. El patriotismo de hoy exige eso y bastante más, incomparablemente más.11 Lo que resulta interesante señalar es que García identificaba la vigencia de un extrañamiento de los militares con su sociedad a fines de los sesenta (de allí provienen sus trabajos de campo), a pesar de que un gran número de oficiales cursaba en la universidad y un 80% ejercía el pluriempleo, y es por este motivo
Y, analizando específicamente al campo latinoamericano, continúa: la literatura destaca la apropiación por parte de las Fuerzas Armadas de la noción de interés nacional y la auto-identificación de éstas como los principales garantes del interés y los valores nacionales.14 Ahora bien, esto no era algo acostumbrado en el período anterior a 1955. En el Reglamento de 1947 que aplica un decreto ley de 1944, figura la siguiente Incluso como me recordaba hace poco otro camarada de los “33 orientales” en aquellos tiempos se veía horrible que algún oficial que egresara entre los primeros de su promoción decidiese ir a estudiar a la Escuela Superior Técnica para formarse como ingeniero militar. 13 Felipe Agüero, op. cit., pp. 22-23. 14 Ibid. 12
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Mario Vargas Llosa, La ciudad y los perros, Buenos Aires, Sudamericana, 1969. Prudencio García, op. cit. (este destacado y los que figuran en el resto de la citas me pertenecen). Ibid.
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definición del Ejército: “es la parte de las fuerzas armadas destinada, fundamentalmente a la realización de operaciones de guerra terrestre”. Consideremos la diferencia respecto de la definición que figura en el Reglamento de Servicio Interno RV 200-10 de 1968, que deriva de la ley 16.970 de Seguridad Nacional de 1966: “su existencia es indispensable y su acción será decisiva en la vida del país […] su misión es salvaguardar los más altos intereses de la Nación, garantizar el mantenimiento de la paz interior […] constituye una de las reservas morales de la patria” (sin aclarar cuáles son las otras pero puede suponerse que la Armada y la Fuerza Aérea, por ello es sólo una de ellas, aunque en los documentos internos con los que estudiábamos en el CMN decía “la reserva moral”). Este reglamento será modificado en 1991, volviendo a una redacción de la misión acorde a la de 1947, pero manteniendo todos los demás aspectos de la definición macro. La especificidad de la formación ideológica durante el período. Considero que este aspecto debe ser leído desde la relación entre dos procesos distintos: uno específicamente argentino en clave de la evolución antiperonismo-peronismo y el otro –similar en toda América Latina–, de la paulatina imposición de la Doctrina de la Seguridad Nacional y en nuestro caso, además, de la influencia de la doctrina de contrainsurgencia francesa. El estudio de estos procesos generales dispone de varios trabajos,15 de manera que sólo procuraré identificar su impacto en el momento de la sociabilización básica en valores. Aquí el primer proceso tuvo –más allá de la anécdota sobre la marcha de la Revolución Libertadora– una influencia decreciente aunque sobre la base de un supuesto original: a mediados de los años sesenta, simplemente a nadie se le ocurría que un militar podía ser peronista después de la furiosa desperonización que López describe con amplitud.16 Aquí vale la pena señalar que hasta 1954 todos los reglamentos de los años peronistas eran tan absolutamente profesionales y apolíticos como los escritos hasta Ernesto López, El primer Perón, colección Los otros militares, Buenos Aires, Capin, 2009; Prudencio García, El drama de la Autonomía militar, Madrid, Alianza, 1995. 16 Es notable la coincidencia con la descripción que hace Juan Rial (Las FFAA: soldados políticos o garantes de la democracia, Montevideo, CIESU-CLADE-Ediciones de la Banda Oriental, 1986) acerca de la situación en el Uruguay, donde cabía imaginar “blancos” o sea adherentes al Partido Nacional pues el Ejército era históricamente colorado y dentro de él antibatllista. 15
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esa fecha. Recién en ese año y al calor del enfrentamiento ya abierto entre Perón y parte de las Fuerzas Armadas, aparece el reglamento RRM20 titulado Adoctrinamiento, Educación e Instrucción que contenía dos páginas dedicadas a explicar la Constitución de 1949 y los objetivos de una patria, justa, libre y soberana. Como ya expliqué, la desperonización va a comenzar a cambiar aceleradamente a partir de 1968-1969, hasta llegar a la situación del 17 de noviembre de 1972 cuando ya los militares que apoyaban el regreso de Perón eran tantos, que hasta le rendían honores en la ruta de Ezeiza a Buenos Aires y los Comandantes en Jefe no se animaron a enfrentarlos y detener al viejo líder, por temor a la fractura. El segundo proceso, el de la intromisión de la DSN en su versión extrema17 siguió por el contrario un camino ascendente hasta culminar en el paroxismo con el Proceso de Reorganización Nacional. Para entender la lógica de ese crecimiento deben entenderse las características específicas de la versión argentina, entre ellas la enorme influencia de los sectores católicos de ultraderecha en su formulación, que le dieron el tono de guerra religiosa. Otra vez, este fenómeno ya ha sido descripto en abundancia por autores civiles y militares,18 por lo que limitaré a analizar el impacto en el CMN.19 Para ello voy a utilizar los documentos conocidos como BEIE (Boletines de Educación e Instrucción del Ejército) que comenzaron a editarse a principios de los años sesenta. Así, ya en 1964 aparece en el BEIE número 9 la necesidad de “preparar a los oficiales para soportar la tensión ideológica y psicológica a la que se verán enfrentados en la lucha actual”. Pese a que en ese mismo BEIE se hace hincapié en que “educar no es adoctrinar”, en 1966 –el año en que ingresé al CMN– se publica y distribuye el BEIE número 14 titulado “Conducción Interior Plan I”. Para todos los que tuvimos que estudiarlo y enseñarlo en nuestra época de cadetes, en realidad es conocido por una expresión que de tanto repetirla, finalmente sonaba a broma y que es la proposición del Núcleo Temático número 1: “Vida humana: milicia multiforme”.
Alain Rouquié, Extremo occidente: una introducción a América Latina, Buenos Aires, Emecé, 1994; Horacio Verbitsky, La última batalla de la Tercera Guerra Mundial, Buenos Aires, Legasa, 2009. 18 Véanse, entre otros, Horacio Verbitsky, op. cit., y Mario Orsolini, La crisis del Ejército, Buenos Aires, Arayú, 1964. 19 Sí me parece importante transcribir las proféticas palabras que el coronel Orsolini publicara en La crisis del Ejército: “La ideología como causa conduce a la guerra santa […] desarrolla en todas las jerarquías del ejército la tendencia a compartir las ideas de los políticos más extremistas, a imitar los procedimientos terroristas del adversario […] y a considerar como enemigo a todo aquel que levanta la voz contra esa demencia colectiva” (op. cit., pp 52-53). 17
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En la página 7 enuncia los objetivos generales del Boletín (de 451 páginas): – Afirmar la formación moral de los principios que engendran la concepción cristiana de la vida y del hombre. –Despertar confianza y adhesión a nuestra forma de vida occidental y democrática donde el hombre puede realizarse en libertad. Cabría recordar que en el momento de su publicación, la democracia acababa de ser anulada por el golpe militar contra Illia. Llegamos luego al desarrollo de la proposición señalada sobre “La vida humana: milicia multiforme” donde se desarrolla el principio de Séneca de que “la vida es lucha”: De hecho todo ser humano vive en perpetua lucha, ofensivo-defensiva; la vida del hombre es milicia, lucha, combate, guerra, pugna; en estar preparado para ello consiste la profesión vocacional militar. Pero ¿contra quién es la lucha?, en la página 27 leemos: el ser humano es enfermo (in-firmus) y por eso se subleva contra el Bien que es Dios y así aparece el mal. La extensión del mal es consecuencia directa del abandono de la fe y su suplantación por idearios, doctrinas teorías que no han cultivado la Verdad, Justicia, Amor y Libertad. Esta situación llega hasta nuestros días con las últimas manifestaciones de la Guerra Ideológica que padece el mundo. (Como se podrá advertir, George W. Bush no era un innovador en la materia). Luego el ¿contra quién? de la lucha perpetua se torna más específico aun: Si bien existen distintas escuelas, doctrinas o sistemas menoscabadores de la dignidad del hombre, excede a todos ellos por su saña e inhumanidad el Comunismo marxista, […] en su propósito confesado de adueñarse del mundo. El instrumento para esta lucha contra el comunismo aparece en la página 44, a partir de la idea de “El Ejército de la Libertad”, donde nos instaba a Ser integrantes del ejército de la libertad a fin de asegurarla para nosotros, para nuestros hijos y para todos los hombres de América y de la tierra compe-
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netrados con nuestra concepción cristiana del mundo y del hombre y nuestra forma de vida democrática y occidental. Por si alguna duda queda a esta altura de que este BEIE era un verdadero Manual de Adoctrinamiento (pero con 451 páginas en lugar de las dos que tenía el de Perón) –mezcla criolla de integrismo católico con manual mal traducido del inglés–, leamos estos otros textos: El cristianismo: código de doctrina-vida para Occidente. El cristianismo no es sólo una fe, una Iglesia, un culto particular. Dio un código de doctrina-vida a Occidente que, superando los errores del paganismo sobre el que se elevó (el judaísmo, bien gracias), ha regenerado al mundo. Todas las Instituciones y prácticas sociales de nuestra civilización están impregnadas de esa doctrina-vida, Doctrina que deben acatar aun aquellos carentes de fe y de culto que han nacido o conviven en nuestra sociedad. Consideremos la vigencia de la visión internacional impuesta a partir del golpe del 1955 en la siguiente frase (p. 224): No puede dejar de recordarse que el mundo está dividido hoy en dos orbes enfrentados: el Comunista y el Occidental; incluso hay un tercer mundo que al desertar de nuestro campo favorece al socialista. En reemplazo entonces de la “tercera posición” tenemos esta nueva interpretación del mundo (lo notable es que sólo cuatro años después la Argentina comenzaría en Lusaka su aproximación al Movimiento de Países no Alineados, participando como observadores en la 8ª Conferencia bajo el gobierno militar del general Levingston). Este abandono de la “tercera posición” será acompañado –como podremos ver en otros núcleos temáticos del BEIE–, por la introducción del concepto de “guerra revolucionaria”. Para este concepto se apela a un trabajo de 1959 del general español Díaz de Villegas que dice entre otras cosas “en esta guerra el objetivo es, además de la destrucción del aparato, la recuperación de la población, de sus almas y de su ideología”. Finalmente, leamos el “Código Moral para el Combatiente en la Guerra Revolucionaria”: el mismo es un decálogo (probablemente traducido de algún documento estadounidense redactado luego de la Guerra de Corea y luego “argentinizado” con comentarios) del cual transcribo sólo algunos puntos:
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1) Soy un combatiente americano. Soy valor humano de América toda que lucha por su supervivencia. Mi acción ofensiva-defensiva salvaguardia mi país, todo el Continente igualmente amenazado y al estilo de vida sostenido en la doctrina-vida del Cristianismo […]. 2) Nunca recibiré favores del enemigo: ante la tentación diabólica responderé con actos y palabras; si se rinden los cobardes, el brazo de mi madre me señaló la ruta iluminada. [Sí, es una estrofa de la “Canción de la Libertadora”]. Otro elemento significativo en el proceso de ideologización creciente del “combatiente americano”, fueron las definiciones de seguridad y defensa: seguridad como situación y defensa como todas las acciones que se llevan a cabo para alcanzar la seguridad. 20 No he querido incursionar, obviamente, en la diferenciación de contenidos pre y post 1955 en otro tipo de material, como por ejemplo la Revista del Soldado cuyos contenidos de los años anteriores a 1955 instarían a intercalar los números actuales, o la Revista de la Escuela Superior de Guerra, porque no formaban parte del material en uso en el ámbito de la sociabilización básica, es decir el CMN. Quiero terminar volviendo a citar al coronel Prudencio García pues no puedo sino compartir las conclusiones que figuran en su libro: Características generalizadas del militarismo latinoamericano entre las décadas de los cincuenta y los ochenta: 1) Intensivo adoctrinamiento anticomunista, conducente a un ultraderechismo radicalizado. 2) Aguda intensificación de esta tendencia formativa durante el período de la “guerra fría”. 3) Creciente desviación de la idea de “Defensa” hacia el concepto de “enemigo interior”. 4) Implementación de la llamada “Doctrina de Seguridad Nacional”. 5) Auto-atribución excluyente por las Fuerzas Armadas de los conceptos de patria y patriotismo, y de la representación exclusiva de la nación. 6) Progresiva desviación de las Fuerzas Armadas hacia funciones de carácter policial.
Osiris Villegas, Políticas y estrategias para el desarrollo de la seguridad nacional, Buenos Aires, Pleamar, 1969.
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7) Grave relajación de los conceptos éticos militares, asumiendo la tortura como método habitual y sistemático en el campo de la información. 8) Frecuente respaldo de las Fuerzas Armadas a modelos económicos de fuerte base oligárquica y gran desigualdad social.21 Queda para las actuales autoridades civiles y militares del sistema de defensa corregir todas aquellos aspectos del proceso de sociabilización básica de los militares que signifiquen rémoras de aquellos errores, tanto en el aspecto de alteridad y/o superioridad en relación con el resto de la sociedad como de la contaminación ideológica del período de la Doctrina de Seguridad Nacional y la guerra contrarrevolucionaria.
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20
21
Prudencio García, El drama de la Autonomía militar, op. cit., pp. 236-237.
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1955-1976 L A ALTERNANCIA DE LOS GOBIERNOS CIVILES Y MILITARES . EL PARTIDO MILITAR Y EL PERONISMO. L A INFLUENCIA DE LAS DOCTRINAS EXTRANJERAS SOBRE LAS F UERZAS A RMADAS
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PERIODISTA
/
ESCRITOR
Habrá que empezar señalando de un modo claro, contundente, una cuestión que no se tiene bien analizada, que se la oscurece con deliberada frecuencia. En suma, que se quiere ocultar, no reconocer. Desde 1955 hasta 1973 –cuando Cámpora asume democráticamente el gobierno de la República con una mayoría de votos que llega casi al 50%, desde la firma del decreto 4.161 en que Aramburu prohíbe nombrar a Perón, nombrar a Evita, al Partido Justicialista y lo excluye de la política, de la participación dentro de la democracia– la República Argentina atraviesa una etapa de profunda ilegalidad constitucional. De modo que habría que modificar algunas expresiones que nos hemos acostumbrado a utilizar. Por ejemplo, Andrew Graham Yoll dice en uno de sus libros que el movimiento sedicioso que encarnaba Juan Carlos Onganía derroca al gobierno constitucional de Arturo Illia. No es así. El gobierno de Arturo Illia no era constitucional y lo increíble es que suene raro. Que nos hayamos acostumbrado a que sí, a que lo era y a que el doctor Illia era un demócrata ejemplar. Cuando en la película La República Perdida, que se proyecta durante la campaña electoral del radicalismo, durante el año 1983, se lo presenta como un baluarte, un ejemplo de la democracia, que recibe en su despacho al general Julio Alsogaray y le dice de un modo casi heroico “Usted es un bandolero que se alza contra las autoridades constituidas, etc.”, la gente aplaudía en el cine. Yo creo que Julio Alsogaray debe haber pensado: “Este hombre se la creyó, se creyó que él es la autoridad constituida, pero en realidad nosotros lo pusimos ahí”. Es absurdo lo que dice Illia. A Illia lo habían puesto las Fuerzas Armadas como una máscara democrática más para disfrazar al país de país democrático. Cuando en realidad no lo era en absoluto, porque las mayorías no podían votar y el líder de esas mayorías no podía regresar al país y la mujer que esas mayorías habían venerado estaba escamoteada, su cuerpo estaba desaparecido, porque, como bien habían calculado
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los militares aramburistas, donde estuviera enterrado el cadáver de Eva Perón iba a haber un foco de concentración rebelde. ¿Por qué? Porque el pueblo humilde –al que Evita había favorecido cálidamente– la seguía amando y no quería que se vejara su cuerpo. ¿Por qué son todos gobiernos ilegales? El gobierno de la llamada Revolución Libertadora era profundamente ilegal porque surge de un golpe contra un gobierno constitucional, contra el gobierno de Juan Domingo Perón. Este gobierno de Aramburu se propone desperonizar al país y concede elecciones en las que apuesta por Balbín pero gana Frondizi. De todos modos, ya esas elecciones establecen un método que algunos jóvenes de hoy, lo juro, casi no pueden entender. Cuando uno le dice a un joven de hoy, “Mirá, en este país pasó esto, un señor que se llamaba Andrés Framini ganó democráticamente en la provincia de Buenos Aires y cuando fue a ocupar su puesto las Fuerzas Armadas lo echaron a patadas y al presidente que había otorgado esa elección lo derrocaron, lo mandaron a Martín García y pusieron a un señor mínimo, José María Guido, para cubrir la fachada democrática”, el joven de hoy (los jóvenes ignoran nuestra historia, la desconocen) cree que le están haciendo una broma, contando un cuento absurdo, demencial. La Argentina no se puede constituir legalmente porque insiste en la marginación de la fuerza mayoritaria del país y del líder de esa fuerza. Todo eso potencia a ese líder, porque lo transforma en un objeto maldito. El pueblo está esperando que regrese en un avión negro. No hay nada más maldito que lo negro, lo negro es lo prohibido, aquello que se niega. Es como una actitud neurótica, cada uno de nosotros vive negando cosas en sí mismo hasta que estallan como síntoma. Bueno, el peronismo estalla como síntoma, lo tapan acá, lo tapan allá, lo sofocan, lo silencian, lo persiguen, etc. El primer síntoma grave de ese sistema enfermo que había establecido el Estado gorila es el secuestro y la muerte de Aramburu. Pensándolo desde la amplia perspectiva histórica que tenemos ahora, deberíamos decir que ese juego manejado por las Fuerzas Armadas entre gobiernos militares, gobiernos civiles manejados por militares, gobiernos civiles que terminan por hacer lo que no quieren los militares y son derrocados (por los militares) y se ponen ellos, y ponen a otro gobierno civil que tampoco hace lo que quieren y lo sacan y se vuelven a poner ellos es un ciclo de lamentable sustancia democrática. De 1955 a 1973 no hubo democracia en la Argentina. Hubo ilegalidad, sofocamiento, hubo falta de libertad. Lo que yo y muchos le podemos reprochar a esa buena persona que fue Arturo Illia es que él, en lugar de irse legalizando a lo largo de su breve gobierno, debió no aceptar una democracia excluyente. Debió decir: “Señores, yo no quiero lavarle la cara a nadie. Si ustedes quieren elecciones, que las elecciones sean para
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todos. Si ahí yo gano, mi gobierno será democrático. De lo contrario, sólo es la careta de una situación de ilegalidad institucional”. Pero Illia acepta y –como parece ser una persona honesta– los militares sospechan que dará elecciones libres, para todos, sin proscripciones. Lo echan porque es un golpe preventivo. Lo echan porque es muy posible que dé elecciones ampliadas con el peronismo. Entonces viene eso de la tortuga, de las palomas que le dibujan en la cabeza. Illia es un tipo lento, torpe, y el país necesita un macho. Argentina es un país de machos, y los militares eran concebidos como los grandes machos del país. Y asume entonces Onganía. Pero Illia, de haber sido un auténtico demócrata, cuando le propusieron presentarse a elecciones debió haber dicho “No señores, yo no me presento. Me presento si se presenta el peronismo; pero hacerles de careta democrática a ustedes, lo siento mucho. Soy un hombre democrático y no me presto a esto”. Ésa era la gran muestra de un espíritu auténticamente democrático, pero sin embargo acepta presentarse y servir de careta democrática para seguir frenando al peronismo. Entre tanto, para introducir un tema del que no hemos hablado, hay que hablar de la contrainsurgencia. La contrainsurgencia, en efecto ya se ha dicho aquí, llega a la Argentina ya con Aramburu. No con Aramburu en el gobierno, sino con Aramburu como figura principal de las Fuerzas Armadas. La figura de Alcides López Aufranc es poderosa, y llegan los instructores franceses. Para decirlo de un modo brutal, que sacuda, lo que habían descubierto los franceses en Indochina y en Vietnam –lugares en los que habían perdido, pero en el fondo ellos estaban seguros de que ésa era la táctica– es la tortura. La doctrina francesa se basa en la tortura. ¿Por qué? Porque para derrotar a la contrainsurgencia hay que poseer una muy buena y precisa información. Y la información, según el general Paul Aussaresses o Roger Trinquier u otros militares fundamentales en la doctrina francesa, se obtiene con la tortura. La tortura garantizaba la palabra del torturado, que ponía en conocimiento de los torturadores lo que necesitaban saber. A esta tarea, de un modo irónico o trágico, se la llama “tarea de inteligencia”. Es decir, la tarea de inteligencia consiste en torturar. Hay una película norteamericana (admiro mucho a Estados Unidos y su cine por la capacidad autocrítica que tiene) en la que un personaje que ve torturas en Iraq llega a Estados Unidos, y le dice a una agente de la CIA “He visto torturas en Iraq y yo no lo pude tolerar”. “Momento”, le dice la agente, “Estados Unidos no tortura, obtiene información, eso que quede claro”. Entonces, la contrainsurgencia ya se está preparando desde los tiempos de Aramburu, y efectivamente proviene de los instructores franceses. Aussaresses, por ejemplo. ¿Quién había sido Paul Aussaresses? Había sido un heroico luchador contra el nazismo. Como vemos, la lucha antinazi queda sólo en el mapa. Luego
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venía la lucha contra el verdadero enemigo, el comunismo. Para los franceses, la lucha en Argelia no era una lucha colonialista, era la lucha contra la insurrección marxista como cualquier otra lucha que se tiene. Los ejércitos tenían que intervenir en la seguridad nacional para luchar contra el enemigo interno marxista. En el plano internacional, en la Guerra Fría, eran los dos bloques los que se ocupaban de mantenerse enfrentados pero no beligerantes. Las guerras se daban en el Tercer Mundo, en Vietnam por ejemplo. En Vietnam también se aplica la doctrina francesa con el Plan Fénix, que genera una cantidad de muertos, sesenta mil, ochenta mil…, pero que sigue la doctrina francesa no sólo de matar al culpable, sino de matar a todo el círculo que lo rodea. Los boinas verdes responden con enorme crueldad a cada uno de los suyos que caen. Por cada uno de los suyos que caen, ellos matan 500. Por lo que vemos que esta relación entre 5 y 1, que es tan trágica, se da de distintas maneras. Porque el 5 y 1 de acá terminó siendo el 50 por 1 de las fuerzas del golpe de 1976. Pero ¿qué pasaba con la insurgencia? Creo que ésta es la parte más discutible, la que más me va a costar, la que más crítica puede recibir, pero hay que introducirla. En su Historia del siglo XX, Eric Hobsbawm –porque uno siempre se apoya en esta gente– califica a los movimientos guerrilleros latinoamericanos de la década del sesenta a partir de que han obtenido un fracaso espectacular, lo pone en mayúsculas, y muy simplemente explica los motivos. Primer motivo: exageración del poder contra el cual luchó la Revolución Cubana. La Revolución Cubana no fue el suceso de doce guerreros que luego fueron sumando fuerzas y derrocaron a un régimen poderoso. El régimen no era poderoso. El Ejército de Batista estaba corrupto, desalentado, Batista llevaba ya mucho tiempo en el poder, Estados Unidos no lo respaldaba y veía con simpatía a estos barbudos rebeldes que venían a quitarles de encima a un régimen realmente incómodo como era el de Batista, porque era sanguinario, impresentable. Además, Castro maneja al campesinado, es decir, no se trata de una guerrilla foquista. Castro responde al campesinado, a los sectores sindicales, y se enfrenta a un ejército muy debilitado. Segunda, tremenda, incomprensión: Ernesto “Che” Guevara publica un panfleto, un texto muy importante que se llama Cuba: “Vanguardia en la lucha revolucionaria o excepcionalidad histórica”. Guevara se echa furibundamente contra aquellos a quienes llama excepcionalistas, entre los cuales me tendría que ubicar yo. Porque esta tesis que estoy dando es la del excepcionalismo de la Revolución Cubana. La revolución en Cuba fue excepcional porque Estados Unidos no la veía como una revolución marxista, porque el gobierno de Batista se caía y el Ejército no era una fuerza poderosa. Eso se lo dijo Valle al “Che” Guevara en 1961. Valle
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le dijo: “Cuidado con la Argentina, la Argentina no es la Cuba de Batista, la Argentina tiene fuerzas poderosas de represión”. Y Ernesto Guevara le contestó: “Son todos mercenarios”. Esto no fue una respuesta correcta, porque un mercenario es muy peligroso, un mercenario es un guerrero muy bien entrenado y es mentira que no tenga los ideales de un joven idealista revolucionario, porque tiene una ideología que se le ha metido al mercenario: “Usted está luchando por la libertad de este continente, usted está luchando contra el poder comunista que intenta devorar al mundo, usted está luchando por la religión de sus padres”, miles de causas se le pueden inocular a un mercenario. Y en última instancia un mercenario es un sádico y su tarea es la guerra, y es un muy eficaz guerrero. Entonces cuando el “Che” dice “son todos mercenarios” comete un error. Los mercenarios son muy poderosos. Entonces ¿qué tenemos acá? Tenemos una revolución que es aceptada en una situación excepcional por Estados Unidos; un personaje carismático que fue Ernesto Guevara, que crea una teoría ajena al marxismo. La crea junto con Régis Debray, y Hobsbawm abre paréntesis y pone “el francesito de turno” (como buen inglés, Hobsbawm hace un chiste: no podía faltar ahí un francés). El francesito escribe Revolución en la Revolución, donde desarrolla la teoría del foco. La teoría del foco no tiene nada que ver con el marxismo. Marx y Engels están en contra del terrorismo. Si uno lee (y yo las he leído) sobre todo las obras de Marx advierte que siempre une la lucha revolucionaria con las masas. No hay lucha revolucionaria si las masas, el pueblo, no acompañan. Debray y Guevara crean la teoría del foco, que consiste en esto: el movimiento guerrillero debe centrar un foco revolucionario de 8, 10, 15 personas que comienzan a actuar, y ese foco tiene un poder gradualizador que va atrayendo cada vez más a las masas, logrando cada vez más poderío hasta que se realiza el asalto final. Es decir, no se parte de las masas, sino que se parte de la elite. En suma, es una teoría de vanguardia. ¿Cuál es el problema de la vanguardia? Que la vanguardia actúa desde afuera, la vanguardia cree conocer las leyes de la Historia. Lenin decía “La vanguardia conoce las leyes de la Historia”, y Rosa de Luxemburgo le decía que nadie puede conocer las leyes de la Historia. Pero el Partido Comunista en la URSS se legitima porque conoce las leyes de la Historia y las puede bajar a las masas. La vanguardia siempre va a decir “Nosotros sabemos más que las masas, porque conocemos las leyes de la Historia”. Ocurre algo muy simple, la historia no tiene leyes, nadie sabe adónde va la historia. Esto lo hemos advertido desde hace tiempo, pero hay muchos que insistieron en que la historia tenía leyes, y en que el mundo marchaba al socialismo. Como dice Walter Benjamin, en Tesis de la Filosofía de la Historia, nada causó más daño a la clase obrera alemana que creer que nadaba a favor de la corriente. Nunca se nada a favor de la corriente, porque no hay una corriente. La corriente hay que crearla, entonces hay que crearla
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con el pueblo y hay que trabajar con el pueblo. Esto es lo que surge desde una lectura atenta de los textos de Karl Marx. Entonces tenemos una situación histórica que constituye una trampa formidable. La Revolución Cubana que aprovecha una situación excepcional, teoría del foco que se da en gran medida, como dice Hobsbawm, por el carácter errático de Ernesto Guevara, el Congo, Praga, Bolivia… Y surgen así los movimientos de la guerrilla latinoamericana, uno de cuyos mayores problemas es no preguntarse jamás ¿cuál es la fuerza del enemigo, contra quién peleamos? Ignoraban por completo todo esto de la doctrina francesa. Sabían algo de la Escuela de las Américas, pero ignoraban que el Ejército, como decía un compañero mío en los setenta, todavía no se había puesto en serio con la guerrilla. La idea de la insurgencia argentina no estuvo mal en principio, y esto viene de Cooke, porque la insurgencia argentina fue cookista. John William Cooke, un hombre muy inteligente que había leído completa La Crítica de la Razón Dialéctica de Sartre –que para mí es el gran libro del siglo XX–, decía “tenemos aquí a las masas peronistas, si tenemos a las masas peronistas, hay que entrar en las masas peronistas y llevar a las masas peronistas a la revolución”. Tarea imposible. ¿Por qué? Porque las masas peronistas se habían formado bajo los dos gobiernos de Perón, y efectivamente ese gobierno de Perón fue muy generoso con esas masas, llevó su participación en el Producto Bruto Interno al 53%, subió la renta, la participación de la clase trabajadora en un 33%, y como todos sabemos brindó muchos derechos a los trabajadores. Esos trabajadores incorporaron la doctrina fundamental de Perón: “Del trabajo a casa, y de casa al trabajo”. No hay doctrina más reaccionaria que esa, o menos revolucionaria, porque si vamos del trabajo a casa y de casa al trabajo no sé en qué momento vamos a hacer la insurgencia, porque o la hacemos desde el trabajo o la hacemos desde casa. Y cuando Perón mandaba al trabajo, mandaba a la producción nacional. Hoy la idea de Perón suena maravillosa porque ese país se destruyó. Perón era de un país productivo, un país que tenía industria, que producía. Y cuando un país produce tiene consumidores, porque la producción necesita consumidores. Ésta es la dialéctica entre la producción y el consumo que está en Marx: la producción necesita consumidores, los consumidores necesitan productores; es decir que entre la industria y los consumidores hay una dialéctica que se establece en la cual se alimentan mutuamente. Eso lo intentó desarrollar Perón, y eso fue aniquilado por los planes liberales posteriores. Pero ese pueblo peronista que la guerrilla, los Montoneros sobre todo, invocaban tanto no era un pueblo guerrero. Y lo demostró, porque apenas estalló la violencia hubo un reflujo de masas que muchos no entendieron, no acompañaron, y que muchos sí entendieron y dijeron “cuando las masas inician un reflujo hay que acompañarlas”.
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En la película La Patagonia Rebelde, cuando los obreros se están equivocando, discuten dos anarquistas europeos, el alemán Schultz y el gallego Soto. El gallego Soto le dice “Los compañeros están equivocados, los compañeros van a dialogar con los militares y los militares los van a matar. Yo no soy carne para tirar a los perros, así que me voy”. Y el alemán Schultz le dice “Yo no me voy, yo prefiero equivocarme con los compañeros a tener razón solo”. Bueno, ésta es una gran lección de lo que es un revolucionario. Un verdadero insurgente, honesto, entero, que quiere que sus trabajadores y compañeros mejoren sus condiciones de vida, va con ellos hasta el final. Y esto no lo entendió la guerrilla argentina. Tampoco lo entendió Perón, pero ésa es una historia tremendamente desdichada que quizás no sea momento de tratar aquí. Para sintetizar esto, voy a tomar otro caso tremendamente delicado pero que les pediría que lo pensaran profundamente. Yo escribí una novela que se llama Timote, secuestro y muerte del General Aramburu, en la cual Aramburu y Fernando Abal Medina dialogan largamente. Por supuesto yo inventé los diálogos, porque no hay ningún documento veraz salvo algo que hizo publicar Firmenich en La Causa Peronista en el año 1974, y si lo hizo publicar Firmenich su verosimilitud histórica es por lo menos devaluada, salvo que ustedes crean en la palabra de Firmenich, y yo no creo en la palabra de Firmenich. Entonces estos dos personajes discuten durante horas y Aramburu le dice en un momento: “Ustedes están peleando por Perón y están peleando por un personaje aborrecible. Yo, pibe, te podría contar cosas aborrecibles de Perón” y Fernando Abal Medina le dice: “No se moleste mi General, yo me crié escuchando cosas aborrecibles de Perón. Ustedes me hicieron, yo soy el resultado perfecto del Estado gorila, ustedes me fabricaron, ahora jódase”. Entonces, este primer acto de los Montoneros se monta sobre un vago deseo de las masas argentinas, de tenerle bronca a Aramburu porque había sido el gran gorila, porque fusiló a Valle, el tipo de los fusilamientos en León Suárez, el tipo que participó del bombardeo de 1955. En el primer operativo espectacular que hacen, los Montoneros se montan en eso y dicen actuar en nombre del pueblo. Aramburu le dice a Abal Medina: “¿Usted me puede mostrar un acta donde el Pueblo le haya delegado ese poder?”, a lo que Abal le responde: “No me diga tonterías, yo no puedo tener un acta. Yo no puedo andar por las fábricas pidiendo un acta para matarlo a usted, pero yo sé lo que siente el pueblo”. “Y ¿cómo lo sabe?”. “Yo lo sé, yo lo sé, pero usted también dese cuenta de que nosotros no tenemos modo de expresarnos. Este crimen que vamos a cometer lo cometemos bajo una dictadura encabezada por un Franco tardío, en medio de un país donde las mayorías no pueden expresarse y son terriblemente reprimidas. Este país necesariamente tenía que pelearnos”.
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Entonces, termino lo que quiero decir, diciendo lo siguiente: un país democrático, verdaderamente democrático, donde no haya hambre, que sea justo, que redistribuya su ingreso, donde no haya resentimiento, marginados, no va a generar nunca un movimiento insurreccional de relleno. Un país injusto, dictatorial, donde la riqueza se distribuye fenomenalmente de manera desigual, va a terminar por generar, no sé qué generará hoy, pero nada bueno. Vale decir que nuestra lucha es, ante todo, por la democracia, pero una democracia inclusiva, para todos, sin hambrientos ni marginados, con niños que no se desmayen en la escuela porque tienen hambre. No estamos proponiendo el socialismo porque uno no está loco. El socialismo hoy no puede existir. El capitalismo triunfó. El capitalismo es un sistema que se basa en la desigualdad, desde ya, pero no necesariamente en la exclusión extrema del pobre. Adam Smith se horrorizaría si viera el mundo de hoy. Adam Smith era un tremendo enemigo de los monopolios, de los oligopolios, porque decía que alteraban el mercado, se concentraban y el mercado se alteraba. Nuestra lucha de hoy es como siempre por la vida, por la democracia y para que no surjan movimientos irracionales que arrojen a nueva gente joven al destino errático y frecuentemente desolador de las armas. Busquemos entre todos la forma de tener un país más justo, porque no queremos tener más muertos. En un diálogo que estoy escribiendo entre Roca y un anarquista, Roca le dice al anarquista: “Mire, la diferencia entre ustedes y nosotros es que nosotros tenemos héroes y estatuas, y ustedes mártires y a lo sumo tumbas donde poder llorarlos”. Que esa terrible dicotomía ya no sea posible, que tengamos un país para todos, sin excluidos, sin hambrientos. Preguntas José Pablo Feinmann: El golpe se dio por muchos motivos. Económicos, por ejemplo. En una reunión, Emilio Fermín Mignone (narra en su libro Iglesia y dictadura) estaba con el padre del economista Walter Klein. Llega de pronto el general Alcides López Aufranc. Klein le dice: “Hay un problema grave con la Comisión Interna de Acindar”. López Aufranc le dice que no se preocupe. Que él está ahora al frente de la empresa. Y que todos esos delegados ariscos “están ya bajo tierra”. Luego, este mismo general cavernícola, confesará en el documental de Marie-Monique Robin Escuadrones de la muerte que “Con la sangre se aprende mucho”. Lo dice sonriendo para colmo. Le decían “El Conde”. Era un tipo muy elegante, en efecto, pero el apelativo debió provenir de las oscuras semejanzas con el Conde Drácula, “el empalador”.
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Es decir, yo creo que el golpe fue dado contra todo el progresismo de esta sociedad argentina y con el objetivo de proyectar el terror para poder aplicar el neoliberalismo. Finalmente lo implementó Menem, en un contrato formidable que hizo con la oligarquía, y se desnacionalizó el país. Pero si no hubo resistencia, también fue porque el terror seguía, siguió mucho tiempo y no sé hasta qué punto no sigue presente, porque Menem cuando ve a los maestros hacer huelga dice “ahí están los próximos desaparecidos” y después hubo muchos menos maestros que asistieron a esa huelga. El golpe de 1976 es un golpe que está armado con la doctrina francesa y con la Escuela de las Américas, y con un toque de una crueldad tan enorme que es típicamente perteneciente a los militares de ese momento, porque los franceses no empalaban. ¿Ustedes saben lo que es empalar? Drácula empalaba a sus enemigos. Cocinaban gente viva. Hay una crueldad que proviene de una venganza, de una concepción de un castigo, y está además el tema impresionante del campo de concentración. No hubo campos de concentración en otras dictaduras latinoamericanas. En la nuestra, según Pilar Calveiro, entre 1976 y 1983 funcionaron 340 campos de concentración. Pregunta: Entre el 25 de mayo de 1973 y el 24 de marzo de 1976 hubo un gobierno democrático legítimo, constitucional republicano, y sin embargo la violencia siguió, ¿qué la justificaba? José Pablo Feinmann: Es muy compleja la cuestión, pero acá tenemos que analizar muchas cosas. Hay una conducción de Montoneros, hay un momento donde esa enorme masa de jóvenes que formaban la Juventud Peronista pasa a ser hegemonizada por Montoneros. En lugar de la Juventud Peronista le empiezan a decir Tendencia Revolucionaria de la Juventud Peronista. Hay a partir de ese momento en las bases juveniles una aceptación de época de la violencia. Ocurre lo de Ezeiza, que es una masacre, y Perón enfrenta a la Juventud Peronista con una metodología muy frontal que no sirvió para integrarla bajo ningún aspecto, menos aun por la conducción con la que se enfrentaba. En esto la conducción de Montoneros tiene mucha responsabilidad, Firmenich, Vaca Narvaja, Perdía. Y el hecho definitivo de la violencia es el asesinato de Rucci. Perón gana con el 64% de los votos y dos días después asesinan a Rucci, y Montoneros asume ese asesinato, lo cual determina una furia en Perón que le hace dictar un Documento Reservado que comienza a reflotar todas las leyes represivas. Mientras está vivo Perón, las bandas gubernamentales no actúan excesivamente, pero ya se está formando la Triple A. ¿Por qué se forma la Triple A? Porque Perón no contaba con
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el Ejército. Para responder a la guerrilla, Perón tenía que acudir a formar grupos clandestinos, porque el Ejército le hubiera dicho: “Ah, usted ahora nos quiere a nosotros. ¿Y por qué los avaló, por qué les dio manija, por qué les enviaba cartas, les decía formaciones especiales, juventud maravillosa? No, ahora arréglese”. Perón tiene que encarar una tarea poco agradable con personajes totalmente desagradables, como Villar, el comisario Navarro en Córdoba, López Rega, etc. Villar y Margaride son los policías que Perón pone al frente de la Policía Federal, y lo sube a López Rega de cabo a comisario general. Y cuando muere Perón, se da una guerra de aparatos. Montoneros pasa a la clandestinidad dejando en la superficie a un montón de gente que la Triple A mata, y la Triple A y Montoneros empiezan a enfrentarse. Y usted dirá ¿qué justifica la violencia? Lo que siempre justifica la violencia, la ambición de poder. La violencia en la historia está, para mí, motivada porque el hombre es un animal cuya pulsión fundamental es el deseo de dominación, entonces la violencia existió, existe y existirá. Hay un vacío de poder luego de la muerte de Perón, la conducción de Montoneros se transforma en un aparto militar y la Triple A en un aparato clandestino manejado desde el Ministerio de Desarrollo Social por López Rega, que importaba armas sutilísimas. Finalmente los militares no intervienen, porque esperan que todo esto llegue a un estado en el cual el pueblo ya pida el golpe, y eso es lo que finalmente ocurre. Porque cuando se produce el golpe hay una semana, dos semanas de respiro, pensando que bueno, al menos habrá uno solo que concentre la violencia. Esa violencia es una violencia de aparatos, sin pueblo. El pueblo se ha retirado a su casa. La violencia no tiene justificación para mí, pero cuando no tiene al menos una base social importante como la tuvo la Revolución Francesa, que le dé legitimidad ante la injusticia, ante la tiranía, la violencia es simplemente violencia, es simplemente matar al otro, no otra cosa. Pregunta: Disiento un poco con el filósofo Feinmann, en cuanto a la organización Montoneros. Ellos no buscan la justicia y el bien común, lo dicen ellos mismos en sus proclamas y lo revalidan a través de sus acciones, las cárceles del Pueblo, los secuestros extorsivos como Born… Me parece que era una organización emanada del peronismo y que en algún momento se descontroló. Por algo después Perón los echa de la Plaza de Mayo y todo eso que ya conocemos. Puede ser que Montoneros haya tenido como enemigo interno al Ejército, porque era el opositor principal a sus planes netamente comunistas, lo dice inclusive también el “Che” Guevara en sus notas. Lo que sí me parece es que no se hace mención, como dice el doctor Moreno, al ataque indiscriminado que hicieron a la sociedad también, porque no fue solamente contra las fuerzas militares, sino
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contra personas que no tenían nada que ver con su ideología o con la lucha de la que se estaba hablando. Así que me parece que Montoneros no estaba buscando el bien común o estaba en contra de la anarquía, sino que estaba en contra de un sistema político, por la implantación –insisto, lo dice en sus proclamas– de un sistema comunista. José Pablo Feinmann: Veamos: hay una etapa en que la organización Montoneros surge en medio del gobierno de Onganía, en medio de una tiranía, de una dictadura. Y esto es una buena lección, porque cuando no hay democracia, cuando hay sofocamiento, cuando no hay canales de expresión, surgen estos movimientos. Entonces yo había citado que Fernando Abal Medina le dice a Aramburu “Ustedes me crearon”, pero ocurre que la conducción de Montoneros primero tenía a Fernando Abal Medina, luego al “Negro” Sabino Navarro, y cae en manos de Firmenich, y cae en un delirio vanguardista y soberbio que le propone a Perón compartir la conducción, porque hay una consigna muy célebre que es “Conducción, conducción, Montoneros y Perón”. Perón eso no lo iba a aceptar nunca, jamás, incluso se reúnen en Madrid y Montoneros le da una hoja con 500 nombres para el nuevo gobierno. Perón la mira y sin contestarle la tira. Habían logrado una aceptación de masas por identificarse con el peronismo, por haber luchado por el regreso de Perón, por no actuar como el ERP, sino que actuaban para lograr el regreso de Perón. Se produce lo de Ezeiza, se enfrentan con Perón y ahí se ve que el proyecto de ellos es otro, y que el de Perón no es de ellos, entonces ahí colisionan con Perón. El acto inaceptable que realizan es el asesinato de Rucci en 1973. Y algunas de las acciones que usted menciona corresponden al ERP, que es otra organización. Sí, es una organización troskista que comete lo de Monte Chingolo, la guarnición de Azul, lo del coronel Larrabure, que nosotros repudiamos totalmente. Pero también tenemos que pensar que Larrabure y el capitán Viola son dos casos del ERP, lamentables, que por supuesto repudiamos en sí, y que también repudiamos porque dieron lugar a una respuesta catastrófica. Se mató a demasiada gente por esas dos personas que merecían vivir. De ningún modo nadie merece morir en la política. La política es el arte de entenderse, no el de matarse. Ahí mueren injustamente Larrabure y Viola, pero la respuesta es desmedida, es cruel, es tremenda y se produce el sistema de la desaparición de personas. Hay algo terrible en la respuesta que dan estos militares, atacados por Lanusse. Lanusse le dice a Videla: “usted tiene que detener a la gente, no secuestrarla”, y Videla insiste en el sistema de desapariciones que injuria al Ejército. Y el mismo Lanusse se lo dice: “¿Cómo vamos a educar a nuestros oficiales, si ven salir con capucha a sus compañeros todas las noches?”.
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Yo escribí un largo artículo, porque ustedes tienen su interna y yo la mía, y a mí los Montoneros no me quieren, para nada. Escribí un artículo a favor de Lanusse, porque Lanusse se presenta en el Juicio a las Juntas y declara por Elena Holmberg y por Edgardo Sajón, y declara algo extraordinario. Dice que en un lugar van a buscar a Elena Holmberg él y Bignone. Y Bignone le dice: “General Lanusse, yo hace un año también pensaba como usted, ahora no”, entonces Lanusse le dice: “Entonces general Bignone, yo hace un año tenía de usted una opinión y ahora tengo otra”. Lanusse era un hombre que quería al Ejército, que quería al Ejército limpio de esas atrocidades a las que lo sometió la Junta, y cuando va a buscar a Elena Holmberg con Suaréz Mason llegan a un río que hay por ahí. Y Suárez Mason pregunta: “¿acá apareció el cadáver de Elena Holmberg?”. “Sí”, le dice el encargado, “encontré un dedo con un anillo”. “¿Y cómo no me entregó ese cadáver?”. Y el otro le contesta a Suaréz Mason, delante de Lanusse: “¿Y cómo le voy a entregar ese cadáver si tiramos como 8 mil?”. Y esto lo dice Lanusse en el Juicio a las Juntas. Lanusse, un general de la Nación al que yo respeto mucho. No sé si eso le responde algo, no es fácil pero tampoco imposible que nos acerquemos. Pregunta: De esta historia trágica que todavía sangra, por un lado quiero decirle que los que más la sufrimos somos los que hoy vestimos el uniforme. Y en relación con eso, apuntando al filósofo Feinmann, ¿cree usted como filósofo que mucha gente siente que toda esa sangre derramada, todos esos muertos enterrados de uno y otro bando, tienen diferente precio, diferente valoración? Están tan muertos unos como otros, con balas de un lado y balas del otro, sin embargo muchos tenemos una sensación, si quiere, de que sufren muchas familias de un lado y más que las otras. Y no se puede poner en la balanza la magnitud de la barbarie de un lado, que no se compara con la otra, lo cual ya lo entendimos. Lo entendemos y no lo justificamos, pero eso tampoco justifica ensañarse con unos muertos que por una causa o por otra hoy siguen siendo defenestrados o desvalorados. José Pablo Feinmann: Le agradezco mucho que podamos acercarnos y tener un diálogo. Para usted quizás es una sorpresa que exista yo, y para mí una sorpresa que exista usted. Si miramos para adelante, lo que le queda a la Argentina es fundamentar una ética de la vida, y en este sentido todas las muertes han sido errores, han sido equivocaciones, nadie merece ser asesinado, nadie merece morir. Ahora, hay condiciones históricas que hemos venido analizando. Creo que el dolor cubre a todos, pero a los militares, a los que llevan el uniforme como usted, creo que el dolor los cubre más porque usted posiblemente, sin duda alguna, es un militar sensible que siente que hay en el pasado de su institución cosas que usted no
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puede aprobar, y que tampoco aprueba otras que se hicieron del otro lado, que no es el mismo, que es otro, que es otra historia, pero vamos a remitirnos a lo que le pasa a usted. Usted siente el peso de la responsabilidad de vestir un uniforme que fue mancillado en el pasado. Lo que yo le deseo es que eso no ocurra más y que usted pueda vestir su uniforme con dignidad, alegría y que cuando camine por la calle la gente lo mire como a un ciudadano que está al servicio de la patria. Ojalá lleguemos a ese país. Yo le aseguro que de mi lado lo que voy a hacer es tratar de impedir que cualquier corriente política que se genere tenga la más mínima idea de recurrir otra vez a la violencia. Es mi compromiso puntual.
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CAPĂ?TULO VII 1976-1983 La dictadura militar y el terrorismo de Estado. La Doctrina de la Seguridad Nacional y el neoliberalismo
CAPÍTULO VII 431 1976-1983 L A DICTADURA MILITAR Y EL TERRORISMO DE E STADO . L A D OCTRINA DE LA S EGURIDAD N ACIONAL Y EL NEOLIBERALISMO
El nuevo funcionamiento de la economía a partir de la dictadura militar (1976-1982) E DUARDO M. B ASUALDO UBA / FLACSO / CONICET
Introducción Las transformaciones impuestas por la última dictadura militar en la Argentina dieron origen a un nuevo régimen o patrón de acumulación de capital, equivalente a lo que anteriormente fue el modelo agroexportador de principios de siglo o la industrialización por sustitución de importaciones que le sucedió en el tiempo.1 Ciertamente, durante esta etapa no sólo se aplicó el terrorismo de Estado, de por sí decisivo en términos de los impactos políticos, sociales de las políticas represivas, sino también de las modificaciones económicas, las cuales perduraron durante los posteriores gobiernos constitucionales bajo otras modalidades internas e internacionales. En este contexto, las siguientes notas acerca de este período trágico de la historia argentina tienen como propósito realizar un somero análisis de la vinculación que mantiene la política económica y algunas de las transformaciones estructurales más relevantes que se desplegaron durante esos años, con el nuevo comportamiento de la economía argentina. En consecuencia, no se trata de encarar un recuento detallado de ambos aspectos (la política económica y las transformaciones estructurales) sino de sus contenidos generales y su vinculación con el patrón de acumulación de capital que rigió de allí en más hasta el año 2001. El concepto de régimen o patrón de acumulación de capital exhibe un significativo nivel de abstracción y alude a la articulación de un determinado funcionamiento de las variables económicas, con una definida estructura económica, una peculiar forma de Estado y las luchas entre los bloques sociales existentes. 1
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Notas acerca de la política económica aplicada entre 1976 y 1982 Desde la perspectiva adoptada, es imprescindible comenzar señalando que la política económica dictatorial no se instauró en un contexto de agotamiento de la sustitución de importaciones, tal como está inscripto en el sentido común. Por el contrario, la industrialización, aun con sus contradicciones y limitaciones había presentado en la década previa una evolución positiva.2 Este crecimiento
Al respecto Bernardo Kosacoff señala que: “-El análisis de los resultados económicos del Censo Industrial de 1974 nos brinda elementos muy valiosos para la determinación de algunos rasgos estructurales del sector manufacturero anterior a 1976 [...]. En relación a la comparación intercensal 1974-64, los resultados indican un comportamiento del sector industrial altamente positivo: -La producción manufacturera creció continuamente durante el período –sin ningún año de disminución– a una tasa anual cercana al 8%, lo que significa la expansión histórica más importante del sector industrial; -el crecimiento de la producción estuvo acompañado por un mayor volumen de empleo. En este período se incorporaron 290.000 personas al sector industrial, que totaliza en 1974, 1.600.000 personas ocupadas. La tasa anual de crecimiento intercensal del personal ocupado en la industria fue del 2%; -el mayor ritmo de crecimiento de la producción en comparación al registrado por el empleo, se traduce en un incremento de la productividad de la mano de obra, que creció entre los dos censos a una tasa anual del 6%. Este crecimiento de la productividad está ligado al mayor dinamismo en el período de los sectores de mayor productividad y del aumento significativo de los tamaños medios de los establecimientos; -el crecimiento del tamaño medio de los establecimientos –medido en términos de ocupación– fue superior al 25% para el total industrial de todo el período. Los que ocupan más de 100 personas son los que más crecieron y en 1974 representaban la mitad de la ocupación y las dos terceras partes de la producción. Su tasa de crecimiento casi duplicó a la de los establecimientos de menor ocupación y originó casi las 4/5 partes del crecimiento del producto y absorbió 250.000 de los 290.000 nuevos puestos de trabajo. En el período intercensal se incorporaron más de 700 establecimientos nuevos de este tamaño; -Los sectores metalmecánicos, químicos y petroquímicos ya representaban en conjunto más del 50% del producto industrial, privilegio que treinta años antes tenían las industrias textiles y alimenticias. Las industrias metalmecánicas constituían una tercera parte de las actividades, habiendo acompañado el ritmo de crecimiento industrial. Los sectores químicos y petroquímicos resultaron ser los más dinámicos. Estos sectores fueron además, los de mayor productividad y nivel salarial y los que han tenido menor crecimiento de sus precios. -En síntesis, la comparación intercensal nos indica un fuerte incremento de la producción y el empleo, con un liderazgo de las industrias metalmecánicas, químicas y petroquímicas y una importancia creciente de los establecimientos de mayor tamaño, cuya productividad tuvo avances significativos y fue acompañado positivamente por salarios medios más elevados y menores precios relativos” (“El proceso de industrialización en la Argentina en el período 1976/1983”, en Documento de trabajo, Nº 13, Buenos Aires, CEPAL, 1984, pp. 7-8). 2
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industrial se produjo gracias a la modificación de la naturaleza del ciclo corto sustitutivo que a partir de 1964 ya no implicó una reducción del PBI en términos absolutos durante la etapa declinante del mismo, debido a la creciente participación que exhibían las exportaciones industriales en las ventas totales al exterior las cuales, junto a la revitalización de las exportaciones agropecuarias. Este conjunto de transformaciones planteaba la posibilidad cierta de plasmar una industrialización con un significativo grado de sustentabilidad al disminuir la virulencia de las típicas crisis del sector externo de la economía.3 La estrategia dictatorial tuvo el propósito de interrumpir esa expansión industrial para disolver las bases materiales de la alianza vigente entre la clase trabajadora y la burguesía nacional y, al mismo tiempo, restablecer las relaciones de dominación en función de los intereses de los sectores dominantes que constituían su sustento económico y social. El patrón de acumulación que impuso la dictadura militar mediante la política económica, constituyó una variante particular del enfoque neoliberal que predominó en la economía mundial. Siguiendo la tendencia predominante en el capitalismo mundial, en la sociedad argentina se impuso un planteo donde la valorización financiera del capital devino como el eje ordenador de las relaciones económicas. Esto no implicó únicamente una mayor importancia del sector financiero en la absorción y asignación del excedente, sino que se vinculó con un proceso más amplio que estuvo caracterizado por la acumulación financiera que revolucionó el comportamiento microeconómico de las grandes firmas oligopólicas, así como el de la economía en su conjunto. Hay pleno consenso en que la Reforma Financiera4 fue el primer paso hacia esa modificación drástica de la estructura económico-social asociada a la sustitución de importaciones, ya que puso fin a tres rasgos centrales del funcionamiento del sistema financiero hasta ese momento: la nacionalización de los depósitos por parte del Banco Central, la vigencia de una tasa de interés controlada por dicha autoridad monetaria y las escasas posibilidades de contraer obligaciones financieras con el exterior por parte del sector privado. Así, el Estado le
Al respecto, véase Eduardo M. Basualdo, Estudios de historia económica argentina. Deuda externa y sectores dominantes desde mediados del siglo XX a la actualidad, Buenos Aires, FLACSO-Siglo XXI, 2006, pp. 63 y ss. 4 La misma, se instaura legalmente a comienzos de 1977 mediante la sanción de la ley 21.495 –que norma la descentralización de los depósitos– y la ley 21.526 –que establece un nuevo régimen para las entidades financieras–, las cuales se ponen en vigencia a partir de junio de 1977 (Memoria del Banco Central de 1977). 3
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transfirió a ese sector privado uno de los instrumentos más relevantes mediante los cuales se concretaban las transferencias intersectoriales de recursos durante la sustitución de importaciones. No obstante, sería un error interpretar que las modificaciones estructurales derivadas de la aplicación de políticas monetaristas instalaron una contradicción entre el sector financiero y la economía real (o el sector industrial), como antinomia central del proceso económico y social. Así como en la sustitución de importaciones la contradicción central no se desplegó entre el mundo urbano y rural, ahora tampoco se dirimió entre lo financiero y lo productivo. En realidad, en ambos casos –en los que el papel central estuvo centrado en la pugna entre el capital y el trabajo– se desplegaron dos tipos de alianzas diferentes entre las distintas fracciones del capital que subsumieron tanto al espacio financiero como al productivo –sea agropecuario o industrial–. Igualmente, sería un error concebir que la Reforma Financiera, y el proceso que se inició con ella, estuvo basada en el libre juego del mercado sin las “perniciosas interferencias” del Estado. Éste siguió siendo central en la conformación de la tasa de interés interna, del costo del endeudamiento externo del sector privado, y, por lo tanto, de la diferencia entre la tasa de interés interna e internacional. En el mismo sentido, su propio endeudamiento externo así como sus reservas disponibles fueron vitales para la expansión de las fracciones dominantes internas y externas, al igual que el hecho de haber estatizado una parte significativa de la deuda externa e interna del sector privado. Al mismo tiempo que esto ocurría, el Estado concretó ingentes subsidios y transferencias hacia los integrantes del nuevo bloque de poder5 que se canalizaron en forma directa, mediante las compras de bienes y servicios, e indirecta, a través de los regímenes de promoción industrial. En suma, se trata de un nuevo tipo de Estado que, además de dirimir la puja entre capital y trabajo, asumió un papel decisivo en las transferencias intra e intersectoriales del excedente y, en consecuencia, en la formulación del nuevo bloque de poder dominante. A partir de esa crucial reforma se desplegaron, siempre bajo la consigna de la lucha contra la inflación, varias políticas de corte monetarista, que fueron: la política monetaria ortodoxa (entre junio de 1977 y abril de 1978) sustentada en la contracción de la base monetaria; aquella orientada a eliminar las expectativas de inflación (entre mayo y diciembre de 1978); y el enfoque monetario de balanza de pagos (entre enero de 1979 y febrero de 1981) donde convergieron la Reforma Respecto del concepto de bloque de poder, véase Nicos Poulantzas, Poder político y clases sociales, México, Siglo XXI, 1980. 5
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Financiera con la apertura externa en el mercado de bienes y de capitales.6 La primera y la última fueron intentos orgánicos mientras que la segunda fue, únicamente, una transición entre las anteriores. La primera de ellas provocó una crisis indiscriminada que impidió la consolidación en la economía real de las fracciones del capital dominantes y la expulsión del resto de los integrantes del mundo empresario, ya que la misma todavía operó en una economía prácticamente cerrada en términos de la competencia importada y, en consecuencia, el conjunto de los fracciones empresarias conservó la capacidad de fijar los precios de sus productos y neutralizar el efecto de la tasa de interés y la modificación de los precios relativos en general. En otras palabras, la política monetaria ortodoxa fracasó porque fue incapaz de introducir discriminaciones contundentes que salvaguardaran a las fracciones empresarias que eran la base social y económica de la dictadura y expulsaran a la burguesía nacional, que eran condiciones innegociables para la conducción económica dictatorial.7 Por el contrario, la política que le sucedió entre mayo y diciembre de 1978 impulsó una reactivación de la producción interna y una reducción de la inflación mediante una disminución relativa de las tarifas de los servicios públicos. Es indudable, que durante esa época la influencia del posible conflicto limítrofe con Chile, afortunadamente coyuntural, impuso la necesidad de implementar medidas antirrecesivas generalizadas. La influencia de ese conflicto en la política económica también se corrobora si se tiene en cuenta que inmediatamente fue superado Un análisis de sus características y repercusiones se encuentra en Roberto Frenkel, “El desarrollo reciente del mercado de capitales en la Argentina”, en Desarrollo Económico, Buenos Aires, IDES, 1980. 7 Esta problemática es planteada con notable agudeza por Adolfo Canitrot al señalar que: “Cuando se habla de estabilización –de políticas de estabilización– se sugiere, implícitamente, la existencia básica de un comportamiento normal aceptado. Se estabiliza lo que temporariamente se ha apartado del equilibrio. Estabilizar es reencauzar las cosas a su estado previo, a su normalidad. Hay un inventario amplio de experiencias económicas que caben dentro de este concepto de estabilización. Las de los países europeos después de 1975, la aplicada en México últimamente. Éstos fueron proyectos de estabilización destinados a normalizar el funcionamiento económico alterado temporariamente por problemas inflacionarios y de balance de pagos. Pero en esta definición no cabe ni el caso argentino de 1976 ni tampoco, permítase la extensión, los de Chile y Uruguay en 1973 y 1974, respectivamente. En estos tres casos el objetivo fue la transformación de la estructura económica. La solución de las cuestiones de corto plazo –la inflación, la crisis de balance de pagos– son requisitos imprescindibles –o casi imprescindibles– para que el programa de largo plazo pueda tener efectiva vigencia, pero, finalmente, no son sino objetivos secundarios. Son desde el punto de vista de quienes diseñan la política, etapas por las cuales deben pasarse, pero no el punto final del recorrido” (“Teoría y práctica del liberalismo. Política antiinflacionaria y apertura económica en la Argentina. 1976-1981”, en Estudios, Buenos Aires, CEDES, 1980, p. 455). 6
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(diciembre de 1978) se puso en marcha una política económica opuesta y sustentada en el enfoque monetario de balanza de pagos, que retomó y perfeccionó ese primer intento basado en el enfoque monetario ortodoxo. El enfoque monetario de balanza de pagos también se aplicó bajo la consigna de la lucha antiinflacionaria pero, a diferencia de las políticas anteriores, contuvo los instrumentos necesarios para beneficiar a algunas fracciones del capital y perjudicar acentuadamente a otras, al conjugar una tasa de cambio pautada sobre la base de una devaluación decreciente en el tiempo, con la apertura importadora –disminución de la protección arancelaria y para-arancelaria– y el libre flujo de capitales al exterior. Por otra parte, el adelantamiento de las modificaciones arancelarias fue un recurso reiteradamente utilizado sobre la base de diversas justificaciones. Tal, por ejemplo, las disminuciones arancelarias anticipadas –aduciendo aumentos de precios no justificados por los costos– que se pusieron en marcha durante el mismo enero de 1979, afectando, especialmente, a los bienes de consumo; o la eliminación de aranceles para la importación de bienes de capital fundamentada en la necesidad de aumentar la productividades sectoriales. En síntesis, se implementó una reforma arancelaria profunda con notables sesgos derivados de la intencionalidad de preservar a determinadas actividades/fracciones empresarias y de excluir a otras.8 La libre movilidad del capital fue un aspecto clave para definir el carácter de la reestructuración económica y social que trajo aparejada la nueva política
En una revisión general de la reestructuración económica sobre esta época, Hugo J. Nochteff señala: “Entre 1976 y 1982 se desplegaron políticas aperturistas muy asimétricas, especialmente profundas en los mercados menos oligopolizados y en los sectores más diseño y ‘skill’ intensivos; en otras palabras, en aquellos que Pavitt y Dosi denominan ‘de base científica’ y ‘de proveedores especializados’. Si bien no existieron prácticamente políticas industriales explícitas, y las sucesivas administraciones económicas sostuvieron –con mayor o menor énfasis– que el mercado asignaría los recursos, las fuertes asimetrías de la apertura (en las que coincidieron bruscas y profundas caídas de la protección efectiva con el mantenimiento de cuasi-reserva de mercado), las formas de acceso al crédito local y externo, así como la orientación de los subsidios hacia algunos segmentos del empresariado y ramas industriales a través de políticas de precios, de promoción, de estatización de la deuda externa y de compras del Estado tuvieron impactos profundamente diferenciales sobre distintas ramas y tipos de empresas manufactureras. Operaron sistemáticamente en contra de los sectores mencionados, y a favor de un pequeño grupo de conglomerados económicos y de ramas productoras de bienes intermedios de uso difundido, hasta el punto que se caracterizó a la política económica como la inversión del argumento de la industria infante. Los efectos más intensos de estas políticas se registran entre 1976 y 1982, pero sus consecuencias se extendieron a los años posteriores” (“Reestructuración industrial en la Argentina”, en Desarrollo Económico, Nº 123, Buenos Aires, IDES, 1991, p. 342). 8
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económica. La vigencia de una tasa de interés interna que sistemáticamente superó el costo de endeudamiento con el exterior –debido, entre otros motivos, a la revaluación del peso que introdujo la tablita cambiaria– inició un acelerado endeudamiento externo de las fracciones dominantes con el propósito de valorizar esa masa de recursos en el mercado financiero interno y fugarlos al exterior. Todos los elementos disponibles indican que, a partir de 1979, la política económica dictatorial encontró finalmente las claves para lograr la reestructuración buscada, al conjugar una notoria expulsión de amplias franjas de la burguesía nacional –e incluso de numerosas empresas extranjeras industriales que no adscribieron a las nuevas pautas económicas–, con la expansión económica de las fracciones dominantes del capital que constituían su base económica y social. Así como la primera –el redimensionamiento industrial– se desplegó a partir de la confluencia de la reforma arancelaria con la revaluación del peso, la expansión de las fracciones dominantes se concretó a través de las transferencias de capital fijo y la desaparición de empresas en la economía real pero, especialmente, por la apropiación de una renta financiera derivada de la diferencia entre la tasa interna e internacional de interés, la cual les permitió ser los destinatarios fundamentales de la transferencia de ingresos proveniente de la pérdida de participación de los asalariados y de las fracciones empresarias más endebles. El nuevo funcionamiento de la economía argentina basado en la valorización financiera del capital En el nuevo patrón de acumulación de capital, la deuda externa, y específicamente aquella parte contraída por el sector privado, cumplió un papel decisivo para la valorización financiera que realizó el capital oligopólico local –constituido por los grupos económicos locales y conglomerados extranjeros radicados en el país– a partir de la misma. Se trató de un proceso en el cual esas fracciones del capital contrajeron deuda externa para luego realizar, con esos recursos, colocaciones en activos financieros en el mercado interno (títulos, bonos, depósitos, etc.) para valorizarlos a partir de la existencia de un diferencial positivo entre la tasa de interés interna e internacional, y posteriormente fugarlos al exterior. De esta manera, la fuga de capitales locales al exterior estuvo intrínsecamente vinculada al endeudamiento externo porque este último ya no constituyó, en lo fundamental, una forma de financiamiento de la inversión o constituir capital de trabajo sino un instrumento para obtener renta financiera a partir de que la tasa de interés interna (a la cual se colocaba el dinero) era sistemáticamente superior al costo del endeudamiento externo vigente en el mercado internacional.
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Este comportamiento no hubiera sido factible sin una modificación en la naturaleza del Estado que, desde este punto de vista, se expresó al menos en tres aspectos fundamentales. El primero de ellos, radicó en que gracias al endeudamiento del sector público con el mercado financiero interno –donde era el mayor tomador de crédito en la economía local– la tasa de interés en dicho mercado superó sistemáticamente el costo del endeudamiento en el mercado internacional. El segundo, consistió en que el endeudamiento externo estatal fue el que posibilitó la fuga de capitales locales al exterior, al proveer las divisas necesarias para que ello fuese posible. El tercero y último, radicó en que la subordinación estatal a la nueva lógica de la acumulación de capital por parte de las fracciones sociales dominantes posibilitó que se iniciara la estatización de la deuda externa privada mediante los diversos regímenes de seguro de cambio que se pusieron en marcha a partir de 1981. Al devenir la deuda externa en un instrumento para la obtención de renta financiera se produjo su escisión respecto a la evolución de la economía real. La deuda externa no solamente trajo aparejadas recurrentes crisis económicas que desencadenaron, tal como ocurrió en la economía internacional, la destrucción de capital ficticio sino que también provocó al menos dos efectos que restringieron severamente el crecimiento económico. El primero de ellos, consistió en la salida de divisas al exterior por el pago de los intereses devengados a los acreedores externos (los organismos internacionales de crédito, los bancos transnacionales y los tenedores de bonos o títulos emitidos tanto por el sector público como por el sector privado); mientras que el segundo, fue la fuga de capitales locales al exterior que llevaron a cabo los grupos económicos locales y una parte de los capitales extranjeros radicados en el país. Al respecto, en el Gráfico Nº 1 se verifican empíricamente las principales características que, en términos del endeudamiento externo, adoptó la economía argentina. En primer término, el aceleramiento de la deuda externa total y la fuga de capitales locales al exterior e incluso, aunque en menor medida, de los intereses pagados a los acreedores externos, a partir de la adopción del enfoque monetario de balanza de pagos en 1979. En segundo lugar, la estrecha asociación entre la evolución de la deuda externa y la fuga de capitales locales al exterior, la cual fue creciente en el tiempo ya que la salida de capitales locales al exterior representó el 68% del endeudamiento total en 1979, elevándose al 81% en 1983. En otras palabras, mientras que en el primero de los años mencionados por cada 100 dólares de endeudamiento externo se fugaban al exterior 68 dólares, en 1983 lo hacían 81 dólares. Finalmente, y no menos importante porque contradice la creencia instalada en el sentido común, los intereses pagados a los acreedores
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externos representaron una proporción minoritaria respecto a la fuga de capitales al exterior que realizaron los residentes locales (el 37% y el 36% en 1979 y 1983, respectivamente). Esto significa que dentro del bloque de poder que sustentaba a la dictadura militar el predominio en términos de la apropiación del excedente económico transferido al exterior fue ejercido por la fracción interna (grupos económicos y conglomerados extranjeros) y no por los acreedores internacionales (bancos transnacionales y organismos internacionales). Gráfico Nº 1 Evolución de la deuda externa, la fuga de capitales locales y los intereses pagados, 1975-1983 (miles de millones de dólares)
Fuente: Elaboración propia sobre la base de la información del BCRA y el Banco Mundial
En términos monetarios, se desplegaron dos comportamientos opuestos con profundas repercusiones en la economía interna. El primero de ellos fue la mencionada emergencia de una ingente renta financiera para las fracciones dominantes que se endeudaron con el exterior y valorizan esos recursos en el sistema financiero local. El otro, fue la consolidación de una elevada tasa de interés interna real que debieron enfrentar las fracciones más débiles del empresariado que irremediablemente las colocó en una situación de insolvencia y crisis. Estas situaciones diametralmente opuestas entre unos y otros a partir de la misma tasa de interés nominal, se debió a que mientras las fracciones dominantes colocaron a esa tasa los recursos que obtenían en el exterior a un costo sustancialmente menor, el resto del empresariado
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se endeudó a una tasa interna cuya incidencia no pudo ser trasladada a los precios, porque el techo de estos últimos estaba determinado por el precio de los productos importados, lo cual, debido a los sesgos de la desregulación comercial, afectó principalmente a la burguesía nacional y sólo en menor medida a los grupos económicos locales y conglomerados extranjeros. La carencia de información detallada sobre los agentes económicos que transfirieron recursos al exterior implica una restricción relevante para identificar a las fracciones del capital que fueron centrales en la valorización financiera. Pese a ello, la disponibilidad de información detallada –proveniente del BCRA– sobre la deuda externa para el año 1983, permite superarla. Esta posibilidad, se origina en las características que asume el proceso de valorización financiera en la Argentina, ya que, como se mencionó, lo sustancial de ese fenómeno estuvo vinculado con capitales internos (locales y extranjeros) que valorizaron internamente los recursos obtenidos de su endeudamiento con el exterior y, posteriormente, colocaron esos fondos en el mercado financiero internacional, desvinculándolos de las alternativas que se registran en la economía local. Sobre la base de dicha información y considerando las operaciones de 9 o más millones de dólares,9 en el Cuadro N° 1 se puede apreciar su distribución de acuerdo a las diferentes fracciones del capital10 que participan en el endeudamiento y, en consecuencia, de la importancia que asumieron las mismas en el proceso de valorización financiera y fuga de capitales durante la dictadura militar. Los datos indican que el predominio en el endeudamiento externo privado fue detentado por 38 grupos económicos locales al concentrar, prácticamente, el La base de datos del BCRA sobre la deuda externa privada de diciembre de 1983 está compuesta por 8.811 registros (operaciones de endeudamiento externo) que comprometen 21.278 millones de dólares. Dentro de las mismas, hay 433 operaciones (4,9% de las operaciones totales) que alcanzan a 9 o más millones de dólares, las cuales en conjunto suman 16.690 millones de dólares, es decir, el 78,4% del total de la deuda externa contraída por el sector privada hasta la fecha mencionada anteriormente. 10 Para evaluar cuantitativamente la importancia de las diferentes fracciones del capital en el endeudamiento con el exterior, se consideran los siguientes tipos de capital: Se denominan conglomerados extranjeros a las transnacionales que controlan el capital de 6 o más subsidiarias locales y empresas transnacionales a las que controlan menos de 6 subsidiarias en el país. En términos del capital local, se mantienen las empresas estatales como categoría analítica y las controladas por la burguesía nacional se denominan empresas locales independientes, en tanto se trata de grandes firmas que actúan por sí solas en las diversas actividades económicas consideradas, sin estar vinculadas por la propiedad con otras empresas de la misma u otra rama económica. Por otra parte los grupos económicos locales comprenden a los capitales locales que detentan la propiedad de 6 o más firmas en diversas actividades económicas. Finalmente, se agregan las asociaciones como un sexto tipo de empresa, que son los consorcios cuyo capital accionario está compartido por inversores del mismo o diferente origen. 9
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49% del monto total (poco más de 8.000 millones de dólares) mediante las operaciones que realizaron alrededor de 180 de sus empresas controladas. Tanto o más importante, es que estos datos permiten comprobar que el endeudamiento promedio de los grupos económicos locales (212,6 millones de dólares) fue equivalente a tres veces el promedio total (69,9 millones de dólares), y a casi cuatro veces del que alcanzaron los conglomerados extranjeros (56,6 millones de dólares), que fue la forma de propiedad que le siguió en orden importancia y donde las entidades bancarias fueron mayoritarias. Este estado de situación se completa con la escasa participación de las empresas locales independientes (burguesía nacional) que tuvieron el promedio de endeudamiento externo más reducido de todas los tipos de capital considerados. En términos generales, y pese a la nutrida presencia de bancos nacionales y extranjeros, estas evidencias también indican que el 67% del monto del endeudamiento externo privado (11.101,8 millones de dólares) respondió al endeudamiento de empresas pertenecientes a capitales que tenían un papel protagónico en la producción industrial local. Al realizarse un somero análisis de cada una de las formas de propiedad, se percibe que, nuevamente, los grupos económicos locales –dejando de lado las asociaciones cuya incidencia en la deuda externa privada es insignificante– fueron los que tuvieron el mayor porcentaje de la deuda vinculada a capitales con implantación industrial (82,5% de su respectivo total), seguidos por las empresas locales independientes (72,6% de su total) y recién después por las dos fracciones del capital extranjero debido a la influencia que ejercen las entidades puramente bancarias dentro de los mismos. En conjunto, las evidencias presentadas hasta el momento permiten extraer una conclusión de vital importancia. Éstas indican que durante la dictadura militar el aspecto predominante del ciclo del endeudamiento externo que sustentó la valorización financiera fue la fuga de capitales locales al exterior, y que dentro de la misma el papel protagónico lo tuvieron, a partir de su incidencia en las políticas estatales de la época, los grupos económicos locales cuya base económica era fundamentalmente industrial y no financiera. La importancia de la conclusión anterior no debería oscurecer otro aspecto definitorio de la naturaleza de la deuda externa y del proceso en que se insertó, como es el hecho de que la misma no genera renta por sí misma. Es decir, que de la deuda externa no surgió el excedente que se les transfirió a los acreedores externos en concepto del pago de los intereses y la amortización del capital, ni tampoco los recursos que los deudores externos privados transfirieron al exterior. Para estos últimos, su endeudamiento externo fungió como una inmensa masa de recursos pasible de ser valorizada en el mercado financiero interno, pero no generó la renta
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Cuadro Nº 1 Composición de la deuda externa privada según tipo de capital e inserción industrial de los mismos, 1983 (cantidades y millones de dólares).
(*) En negrita y cursiva figuran los grupos con inserción industrial. Fuente: Elaboración propia sobre la base de la información del BCRA publicada por la revista El Periodista, 4 de julio de 1985.
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que dichos agentes económicos obtuvieron al endeudarse pagando la tasa de interés internacional y percibiendo la tasa de interés interna. Identificar el origen del excedente apropiado por la valorización financiera y las transferencias de recursos a los acreedores externos es de una importancia vital para comprender la profunda revancha social que implicó el nuevo patrón de acumulación de capital. Ciertamente, el mismo no se originó en la expansión económica porque el crecimiento de las transferencias de recursos al exterior y de los intereses pagados lo superó largamente. Su origen se encuentra en la redistribución del ingreso que comenzó con anterioridad al funcionamiento pleno de la valorización financiera en 1979, cuando convergió la Reforma Financiera de 1977 con la apertura discriminada en el mercado de bienes y en el mercado de capitales (Gráfico Nº 2). En efecto, la condición previa que posibilitó la valorización financiera fue la inédita redistribución del ingreso en contra de los asalariados que la dictadura militar puso en marcha desde el mismo 24 de marzo de 1976. La misma adquirió una magnitud desconocida hasta ese momento debido a que la abrupta disminución del salario real –superior al 40%, incluyendo el año 1977– provocó una notable reducción de la participación de los asalariados en el ingreso nacional (descendió en sólo dos años del 45% al 25% del mismo). Es insoslayable destacar que la participación de los trabajadores en el ingreso durante el último año de la dictadura representó, prácticamente, a la mitad de la alcanzada en 1975. Asimismo, que en todos los años de la dictadura la misma, más allá de los altibajos, se ubicó muy por debajo de la registrada en el peor año (1969) de la segunda etapa de sustitución de importaciones. Desde este punto de vista, la instauración de la valorización financiera le permitió al nuevo bloque de poder (grupos económicos locales y acreedores externos) darle un carácter estructural a las dos redistribuciones de ingresos que se sucedieron en el tiempo. La primera de ellas, volvió irreversible el nuevo nivel de la participación de los asalariados en el ingreso y la otra, excluyó como destinatarias de esa redistribución a las fracciones más débiles de la burguesía local. La redefinición regresiva de los términos de la relación, de por sí desigual, entre el capital y el trabajo fue inédita y por su magnitud debe entenderse como una revancha sin precedentes históricos en el país. Desde el golpe de Estado en adelante, los trabajadores fueron perdiendo los derechos laborales más básicos y elementales que habían conquistado a través de las luchas sociales desarrolladas a lo largo de muchas décadas. En tanto la valorización financiera desplazó a la producción de bienes industriales como el eje del proceso económico y de la expansión del capital oligopólico, el salario perdió el atributo de ser un factor
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indispensable para asegurar el nivel de la demanda y la realización del excedente. En consecuencia, de allí en más, incidió preponderantemente como un costo de producción que debía ser reducido a su mínima expresión para garantizar una mayor ganancia empresarial. Acerca de las modificaciones en la economía real La profundidad y trascendencia de las transformaciones que introdujo la valorización financiera en la estructura económica y social de la industrialización, supusieron una modificación abrupta de las relaciones básicas que caracterizaban la sociedad y la economía argentinas. Así es como cambió drásticamente la relación entre el capital y el trabajo y en consecuencia el carácter del Estado, adoptando ambos sesgos inéditos a favor del gran capital oligopólico. Pero también, influenciadas por esos mismos factores, se desplegaron alteraciones decisivas en la propia esfera del capital, a partir de la destrucción y reasignación del capital. De allí en más, cambió la fisonomía, el comportamiento y las contradicciones de las propias fracciones dominantes, al mismo tiempo que se redimensionó la presencia de la burguesía nacional, especialmente la fracción industrial que era el núcleo central de la misma. Gráfico Nº2 Evolución del PBI y de la participación de los asalariados en el PBI*, 1974-1982 (números índices y porcentajes)
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La alianza policlasista de la sustitución de importaciones terminó de desestructurarse con la creciente marginación política y económica de la burguesía nacional. No se trató, como ocurrió durante la segunda etapa de sustitución de importaciones, de su subordinación al capital extranjero y de su desplazamiento hacia los tamaños de empresas con menor valor de producción y ocupación, sino de una creciente expulsión de este tipo de empresas a medida que avanzó la desindustrialización, pese a que se trató de una fracción del capital que, en términos generales, adhirió inicialmente al golpe de Estado que derrocó al gobierno constitucional. No menos trascendentes fueron las alteraciones que se desplegaron en la composición y el comportamiento de los propios sectores dominantes. En este sentido, cabe destacar que a medida que se fue consolidando un nuevo patrón de acumulación centrado en la valorización financiera, se fracturaron y realinearon las firmas extranjeras industriales que habían sido el núcleo dinámico de la segunda etapa de sustitución de importaciones. En otras palabras, el conjunto de las empresas extranjeras industriales no fue la fracción del capital que encarnó la dominación imperialista en la dictadura militar. La prueba palpable de la disolución del poder que ostentaba el capital extranjero industrial es que esta actividad productiva perdió la centralidad económica que exhibía anteriormente para entrar en un proceso de progresiva y sistemática desindustrialización, caracterizada, entre otros rasgos regresivos, por una pérdida de incidencia en el valor agregado total, una acentuada reducción del espectro productivo y del grado de integración local de la producción, la repatriación de capital extranjero industrial, un salto de la concentración de la producción sectorial en un reducido conjunto de firmas, etcétera.11 En consonancia con el proceso de desindustrialización se fracturó el bloque industrial extranjero, registrándose, por un lado, una acentuada repatriación de capital industrial durante la década de 198012 y, por otro, una modificación sustantiva del comportamiento de varios conglomerados extranjeros que asumieron los parámetros vinculados al nuevo patrón de acumulación de capital. En otros Un análisis general del proceso de desindustrialización de las últimas décadas se encuentra en Daniel Azpiazu, Eduardo M. Basualdo y Martín Schorr, “La reestructuración y el redimensionamiento de la producción industrial argentina durante las últimas décadas”, Buenos Aires, Instituto de Estudios y Formación de la CTA, 2002. 12 Respecto de la repatriación de capitales extranjeros durante la dictadura militar, consultar Eduardo M. Basualdo, Edgardo Lifschitz y Emilia Roca, Las empresas multinacionales en la ocupación industrial argentina, 1973-1983, Ginebra, Organización Internacional del Trabajo (OIT), Oficina de Empresas Multinacionales, 1987. 11
(*) La participación de los asalariados en el PBI, no contiene los aportes jubilatorios. Fuente: elaboración propia sobre la base del FIDE y BCRA.
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términos, se disgregó el bloque extranjero en tanto algunos de sus integrantes retiraron sus inversiones productivas en el país, mientras que otros confluyeron con los grupos económicos locales incorporándose al nuevo bloque de poder dominante.13 En realidad, como fue mencionado, la contraparte extranjera fundamental en el nuevo patrón de acumulación no es ese conjunto de conglomerados extranjeros industriales, sino que ese papel es privativo del capital financiero internacional, incluidos los organismos internacionales de crédito que fueron sus representantes políticos durante esa etapa. Sin embargo, pese a la importancia que asumió la desindustrialización no puede obviarse el hecho de que la misma fue un aspecto de un proceso más abarcativo que consistió en la centralización del capital.14 De allí, que para poder apreciar las significativas modificaciones que se desplegaron en la economía durante la dictadura militar sea necesario considerar otros sectores de actividad además de la producción industrial, porque es la manera más idónea para captar el derrotero seguido por las fracciones dominantes en una etapa en que el grupo o el conglomerado económico era la unidad económica preponderante. Es decir, De acuerdo con las evidencias disponibles, el apoyo de estos capitales extranjeros a la dictadura militar fue tan intenso como el brindado por los grupos económicos locales, llegando inclusive a permitir e impulsar la represión a los trabajadores de sus plantas industriales. Al respecto cabe mencionar la denuncia presentada por los dirigentes de la Central de los Trabajadores Argentinos (CTA) ante el Juzgado número cinco de la Audiencia Nacional de Madrid, España en 1993 (mimeo). En la misma se denuncia la participación de las empresas Ingenio Ledesma, Astarsa, Mestrina, Acindar y Ford Motors Argentina. 14 La centralización del capital alude a los procesos económicos por los cuales unos pocos capitalistas acrecientan el control sobre la propiedad de los medios de producción con que cuenta una sociedad, mediante la expansión de su presencia en una o múltiples actividades económicas basándose en una reasignación del capital existente (compras de empresas, fusiones, asociaciones, etc.). La centralización del capital no se produce necesariamente en una rama de actividad, sino prioritariamente a través de la compra de empresas, fusiones o asociaciones que aumentan el control por un mismo capital de diversas actividades. En términos más precisos, Karl Marx indica que: “No se trata ya de una simple concentración, idéntica a la acumulación, de los medios de producción y del poder de mando sobre el trabajo. Se trata de la concentración de los capitales ya existentes, de la acumulación de su autonomía individual, de la expropiación de unos capitalistas por otros, de la aglutinación de muchos capitales pequeños para formar unos cuantos capitales grandes. Este proceso se distingue del primero en que sólo presupone una distinta distribución de los capitales ya existentes y en funciones, en que, por tanto, su radio de acción no está limitado por el incremento absoluto de la riqueza social o por las fronteras absolutas de la acumulación. El capital adquiere, aquí, en una mano, grandes proporciones porque allí se desperdiga en muchas manos. Se trata de una verdadera centralización, que no debe confundirse con la acumulación y la concentración” (El capital. Crítica de la Economía Política, tomo I, México, FCE, 1971, p. 142). 13
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cuando los grandes capitales se estaban diversificando rápidamente, mediante distintas estrategias, hacia diferentes ramas de la actividad económica. Debido al predominio de la centralización del capital durante esos años, una evaluación de las transformaciones en la economía real puede realizarse sobre la base del análisis de la cúpula empresarial, considerando como tal las doscientas empresas de mayores ventas en la economía argentina, cualquiera sea su sector de actividad excepto la producción agropecuaria y la actividad financiera, debido a la carencia o incompatibilidad de la información disponible. Al respecto, en el Cuadro N° 2 consta la evolución entre 1975 y 1983 de la composición de las ventas de las doscientas empresas de mayor facturación en las diferentes actividades económicas –salvo la financiera y la agropecuaria– considerando los distintos tipos de capital que componen la tipología empresaria mencionada precedentemente. La evolución de las variables durante el período refleja transformaciones trascendentes y muy significativas en la economía real. En efecto, dejando de lado las asociaciones por su escasa significación, es rápidamente comprobable que los capitales que se sustentaban en una diversificación estructural (grupos económicos y conglomerados extranjeros) fueron los únicos que incrementaron su incidencia, mientras que el resto de los capitales la disminuyó tanto en la cantidad de empresas como en su participación en las ventas de la cúpula. Aun más, estas mismas evidencias indican que fueron los grupos económicos los que incrementaron en mayor medida la cantidad de firmas y su incidencia en las ventas. Tan es así que fueron receptores de más del 80% de las firmas (25 de las 30 firmas) y de casi el 60% de las ventas (7,4% del 12,9%) que se reasignaron entre los diferentes capitales que participaron de la cúpula empresaria entre 1975 y 1983, mientras que los conglomerados extranjeros absorbieron el resto de cada una de estas variables. En términos de su evolución, es importante reparar que su predominio en las ventas de la cúpula respecto a los conglomerados extranjeros se dirimió a partir de 1981, momento en que se consolidó la valorización financiera y el proceso de desindustrialización. Entre las formas de propiedad que disminuyeron su gravitación en las variables considerables, las empresas locales independientes fueron las más afectadas, indicando nuevamente el profundo deterioro que sufrieron las empresas integrantes de la burguesía nacional al quedar excluidas de la valorización financiera y expuestas a la competencia de los productos importados que impulsó la política económica de ese momento. Su retracción fue especialmente significativa en términos de cantidad de empresas, al perder más del 55% de las firmas que se reasignaron dentro de la cúpula (17 de las 30) y menos intensa, aunque relevante, en
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las ventas al perder el 27% de las reasignación de las mismas (3,4% sobre 12,8%). Esta asincronía en la retracción de las empresas locales independientes –entre la profundidad de la disminución de sus empresas y su caída en las ventas de la cúpula– se debe a la severa disminución de la participación de las empresas transnacionales en la facturación de las doscientas empresas.
Cuadro Nº 2 Evolución y composición de las ventas de las doscientas empresas de mayor facturación diferenciando los distintos tipos de capital(*), 1975-1983 (cantidades y porcentajes)
(*) Las empresas estatales incluyen a YPF. Fuente: Elaboración propia sobre la base de la información de las revistas Mercado, Prensa Económica y el Área de Economía y Tecnología de la FLACSO.
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Al igual que las empresas locales independientes, la retracción de esta fracción del capital extranjero no se originó únicamente en el menor dinamismo de sus ventas sino también –y de una manera significativa– en la pérdida de firmas en diferentes mercados (descienden de 52 a 42 durante el período) debido a la repatriación de capital extranjero durante el período analizado. Finalmente, las empresas estatales disminuyeron su importancia en ambas variables pero con una intensidad relativa menor a los capitales analizados previamente. En términos de una conclusión general del trabajo, cabe señalar que las evidencias disponibles indican que la reestructuración económica y social que impuso la dictadura militar coincide con las tendencias que impuso el neoliberalismo a nivel internacional, en tanto en ambos casos las mismas fueron la depresión económica y la concentración del ingreso. Sin embargo, estas coincidencias esconden una diferencia decisiva para comprender el caso argentino que se relaciona con las luchas específicas que se desarrollaron en el capital y el trabajo durante las décadas anteriores. En efecto, la reestructuración económica y social en la Argentina no respondió a una adscripción ideológica a las reformas en la economía mundial, ni tampoco a un proceso digitado exclusivamente por las fracciones del capital extranjero. Su peculiaridad no radicó únicamente en su imposición a sangre y fuego por parte de la dictadura militar, sino también en que se trató de una revancha clasista sin precedentes contra los trabajadores, que implicaba necesariamente la interrupción de la industrialización basada en la sustitución de importaciones, en tanto esta última constituía la base estructural que permitía la notable movilización y organización popular vigente en esa época. Esta revancha histórica fue llevada a cabo por un nuevo bloque de poder constituido por la alianza entre la fracción del capital local (los grupos económicos locales) con el capital financiero internacional. Ambas fueron los beneficiarios de este proceso, pero la fracción interna fue la que condujo la implementación de las transformaciones económicas y sociales a partir de su control sobre el Estado y la que adquirió el predominio en la estructura económica a través de liderar el proceso de endeudamiento externo y de transferencia de capitales locales al exterior y constituirse como la principal beneficiaria de la centralización del capital en la economía real.
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1976-1983 L A DICTADURA MILITAR Y EL TERRORISMO DE E STADO . L A D OCTRINA DE LA S EGURIDAD N ACIONAL Y EL NEOLIBERALISMO
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PERIODITA
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ESCRITOR
Las relaciones entre las elites civiles y militares en la conformación de la clase dirigente argentina ocuparon un lugar central a lo largo de gran parte de nuestra historia, pero adquirieron entre 1930 y 1983 un carácter aun más determinante que afectó al país en sus hechos y rumbos fundamentales. También la orientación y el manejo de la política exterior se vieron influidos por la interacción entre estas dos esferas de poder, la civil y la militar, y entre quienes, provenientes de ambos campos de gravitación, se ubicaron en posiciones relevantes en la conducción del gobierno, en las estructuras de poder, en las instituciones políticas y los círculos de influencia. No es casual, por otro lado, que un ciclo de cuarenta años, dentro de este período central del siglo XX, dibuje una parábola entre 1942 y 1982, dos años que marcan los dos momentos de más alta conflictividad del país en su ubicación en el contexto internacional, enfrentado a las potencias principales y conducido en ambos casos por gobernantes sin sustento de legitimidad democrática. Esta presentación propone una descripción de la incidencia que tuvieron las relaciones cívico-militares en el seno de la elite del poder y en la política exterior argentina. Asimismo, pretende plantear la relevancia que tuvo un determinado sistema de creencias fraguado en esa socialización cívico-militar y su influencia en el modo en que sus dirigentes enfrentaron los desafíos más importantes.1 Sobre el tema véase Fabián Bosoer, Generales y embajadores. Una historia de las diplomacias paralelas en la Argentina, Buenos Aires, Javier Vergara, 2005. También, textos de referencia ineludible son los de Robert Potash, El ejército y la política en la Argentina, 1928-1945, Buenos Aires, Sudamericana, 1971 (dos tomos más se publicaron años más tarde); Alain Rouquié, Poder militar y sociedad política en la Argentina, 2 tomos, Buenos Aires, Emecé, 1982; Andrés Cisneros, Carlos 1
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El Proceso, último eslabón de un sistema de poder antidemocrático en la Argentina del siglo XX
El período 1976-1982, que culmina con la Argentina empeñada en el conflicto bélico con Gran Bretaña en el Atlántico Sur, puede abordarse como una fase terminal de ese ciclo histórico, indicativa tanto de los fallidos intentos autoritarios por definir una política de Estado superadora de los vaivenes y conflictos políticos internos, como de la particular relación que se estableció entre nuestro país y las principales potencias y países de la región, sobre todo en los momentos de crisis o transición del sistema internacional. Al interior de aquellas cuatro décadas, entre los años de 1940 y los años de 1980, encontramos que la Argentina vivió sucesivos momentos de la alteración más profunda en su vida institucional, política, económica y social. Al mismo tiempo, la relación del país con el mundo durante esos cuarenta años estuvo signada de manera traumática por los fantasmas de cuatro guerras: la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, la Guerra Contrarrevolucionaria y la Guerra de las Malvinas. Esta suerte de hibernación cultural y geopolítica, en un ambiente condicionado –e inficionado– por la existencia real o supuesta de constantes acechanzas y peligros para la nación, podría explicar el por qué de la actuación protagónica de generales y embajadores en el manejo de las riendas del poder. Podía resultar natural que en un escenario caracterizado por la distancia del país respecto de los epicentros de la política y el poder mundial y al mismo tiempo, la percepción de constantes amenazas externas o internas derivadas de aquellos epicentros, y un escaso reconocimiento de la legitimidad democrática, fueran entonces los militares y los diplomáticos quienes se colocaran al comando del gobierno nacional y tuvieran la batuta de la orquesta estatal. Sin embargo, esta lógica no explica el hecho de que buscando acomodar al país al imperativo de adaptarse al contexto externo, los resultados fueran exactamente los inversos y esa orquesta que representaba a la Argentina en el exterior sonara invariablemente desafinada y suscitara permanentes desconfianzas. Tampoco explicaría otra notable contradicción: a lo largo de esas cuatro décadas, pese a la inestabilidad y las grandes fluctuaciones políticas, es posible encontrar a una misma clase dirigente –los mismos nombres y apellidos– en el centro o en las adyacencias inmediatas del poder. Es aquí donde se inician posibles recorridas por algunos de los laberintos más o menos explorados de nuestra historia, con hallazgos curiosos y eslabones sorprendentes. Escudé y otros, Historia General de las Relaciones Exteriores de la República Argentina, Buenos Aires, GEL-CARI, 1998; Juan Archibaldo Lanús, De Chapultepec al Beagle. Política exterior argentina: 1945-1980, tomos 1 y 2, Buenos Aires, Hyspamérica, 1986; José Paradiso, Debates y trayectorias de la política exterior argentina, Buenos Aires, GEL, 1993.
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Este ciclo encuentra uno de sus episodios iniciales en la Conferencia de Río de Janeiro en enero de 1942, donde la Argentina defendió a capa y espada la neutralidad en la Segunda Guerra, frente a las presiones de Estados Unidos y las posturas mayoritarias de los países americanos en respaldo de los Aliados. Y se cierra en abril-mayo de 1982, cuando la dictadura del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional se embarca en la aventura de recuperar las islas Malvinas, declarando la guerra a Gran Bretaña y rompiendo su alineamiento con Estados Unidos, su principal aliado y sostén. El círculo se abre y se clausura, en algunos casos emblemáticos, inclusive con los mismos personajes y familias políticas: Mario Amadeo, por ejemplo, joven asistente del canciller Enrique Ruiz Guiñazú en la Conferencia de Río de 1942 es quien, cuarenta años después, actúa como vocero informal del canciller Nicanor Costa Méndez, el 1º de abril de 1982 por la noche, para anunciar a los periodistas acreditados en Cancillería, el comienzo de la operación militar de desembarco en Malvinas.2 La hipótesis que se postula es la existencia de una alta correlación entre la continuidad de una misma elite de poder –de sus bases constitutivas, modos de funcionamiento y fuentes de inspiración ideológica– y la debilidad, discontinuidad o erraticidad de las conductas gubernamentales y decisiones estratégicas adoptadas en materia de política exterior. Hubo una clase política que permaneció, aun en medio de los más espectaculares vuelcos político-institucionales.3 En otros países, como Estados Unidos, el Brasil o Chile, esta característica contribuyó a establecer una reconocible continuidad de políticas de Estado y a la conducción de las burocracias estatales, que moderó diferencias ideológicas o de orientación entre los sucesivos gobiernos. En la Argentina, ello no fue así; más bien por el contrario, la permanencia de un mismo grupo dirigente fue precisamente de la mano de las más fuertes disputas, cambios de gobierno, operaciones conspirativas y rupturas institucionales. En Fabián Bosoer, Malvinas, capítulo final. Guerra y diplomacia en Argentina (1942-1982), tomos I y II, Buenos Aires, Capital Intelectual, 2007. Sobre el período 1943-1955, véase Mario Rapoport y Claudio Spiguel, Relaciones tumultuosas. Estados Unidos y el primer peronismo, Buenos Aires, Emecé, 2009. 3 Para un análisis sociológico de las elites políticas argentinas a lo largo del siglo veinte, véanse los trabajos clásicos de José Luis de Imaz, Los que mandan, Buenos Aires, Eudeba, 1964; y Alain Rouquié, op.cit.,1982. También, los libros de Tulio Halperin Donghi, La Argentina y la tormenta del mundo. Ideas e ideologías entre 1930 y 1945, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003; La República imposible (1930-1945), Buenos Aires, Ariel Historia, colección Biblioteca del Pensamiento Argentino, 2004; y de Carlos Altamirano, Bajo el signo de las masas (1943-1973), Buenos Aires, Ariel Historia, colección Biblioteca del Pensamiento Argentino (tomo VI), 2001, estudio preliminar. 2
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Entre 1930 y 1982, período signado por la inestabilidad política, la debilidad de las alternativas civiles de gobierno y la preponderancia del poder militar como factor decisivo en el proceso de toma de decisiones en la cúspide del gobierno, hubo en la Argentina 23 presidentes y 44 cancilleres. La duración media de las presidencias fue de dos años y medio y la de los ministros de Relaciones Exteriores, de poco más de un año. De los 23, catorce fueron militares y trece de ellos alcanzaron el poder por un golpe de Estado o como consecuencia de conspiraciones palaciegas. Estos 13 regímenes de facto tuvieron un total de 252 ministros. De haberse respetado la vigencia del régimen constitucional, habrían sido durante ese período 8 los presidentes en lugar de 23. Suponiendo que cada uno de ellos hubiera mantenido su elenco de ministros, estos hubieran sido alrededor de 64, en lugar de 252. Sólo dos presidentes surgidos de las urnas, Agustín P. Justo (1932-1938) y Juan D. Perón (1946-1952), pudieron completar su mandato de seis años. Ambos eran generales y difícilmente hubieran llegado al gobierno sin el antecedente de un golpe militar que abrió un paréntesis para la desembocadura en un proceso electoral con respaldo del Ejército. Se puede comprobar, asimismo, que en medio de la inestabilidad gubernamental y las rupturas institucionales existe una singular continuidad de esa elite conservadora en la dirección política de la diplomacia y su predominio cultural en la formación de percepciones sobre la inserción internacional del país. La constante que se evidencia en su sistema de creencias, y que al mismo tiempo explica las afinidades electivas con distintos interlocutores militares, es una sobrestimación del peligro revolucionario que, bajo diferentes formas, oficiará de justificativo ideológico para las intervenciones de 1943, 1955, 1962 y 1966. Esta sobrevaloración de la amenaza puede explicar, asimismo, la naturalidad con la que los intereses sectoriales, económicos o corporativos de grupos de poder o sectores de la elite tradicional que resultaban afectados fueron identificados con el interés nacional que debía ser salvaguardado.4 Si el primer aspecto permite definir esta constante desde su caracterización ideológica –un pensamiento de derecha autoritaria en sus más diversas variantes: conservadora, liberal, populista, nacionalista– el segundo aspecto remite al pro-
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verbial pragmatismo de un grupo dirigente con capacidad para extraer beneficios o minimizar costos de cada crisis política.5 Hubo personalidades descollantes que se despegaron de ese pantanoso juego. El canciller más importante de la llamada “década infame”, durante los años de la restauración conservadora y el “fraude patriótico”, fue Carlos Saavedra Lamas, ganador del Premio Nobel de la Paz por su mediación en la Guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay (1936). Durante el primer gobierno de Perón, el primer canciller argentino que presidió el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, y el primero, además, en llegar a ese cargo proviniendo de orígenes gremiales y socialistas, Atilio Bramuglia, tenía debajo suyo a funcionarios que coordinaban el ingreso de fugitivos nazis y fascistas a nuestro país luego de la guerra, que simpatizaban con aquellas ideas y que conspiraban contra la propia gestión de su ministro de Relaciones Exteriores. Otro eminente jurista del derecho internacional, Luis Podestá Costa, fue canciller de la llamada Revolución Libertadora, el gobierno que más militares sin experiencia diplomática alguna ni conocimiento de los asuntos internacionales, designó como embajadores. La enumeración de algunas de estas grandes contradicciones y contrastes tiene el solo propósito de señalar una manera de proceder en la cúspide del poder por parte de quienes, civiles y militares, definían e implementaban las principales decisiones. En 1956, el almirante Isaac Rojas, jefe de la Armada, vicepresidente de facto y hombre fuerte del gobierno de la Revolución Libertadora, le ordenó a su subordinado, el contralmirante Aníbal Olivieri –que había sido secretario de Marina de Perón, participó luego en su derrocamiento y fue designado como embajador argentino en las Naciones Unidas– que solicitara ante la Asamblea General ni más ni menos que la expulsión de la Unión Soviética de la ONU. Olivieri no acató la extravagante idea y terminó exiliándose en Estados Unidos, en su casa de San Diego, California. Otro caso es el del general Carlos Toranzo Montero, designado como embajador en Venezuela por el mismo régimen, que participa activamente en la conspiración que derroca al dictador Marcos Pérez Jiménez, quien había recibido y protegido al general Perón en el inicio de su exilio. Toranzo Montero sería uno de los líderes de la facción más dura del Ejército en sus planteos al presidente Arturo Frondizi.6 Véase Raúl José Romero, Fuerzas Armadas. La alternativa de la derecha para el acceso al poder (1930-1976), Buenos Aires, Editorial Centro de Estudios para la Nueva Mayoría, colección Análisis Político (vol. 16), 1988. 6 Véase, además de los citados libros de Alain Rouquié y Robert Potash, Carlos Florit, Las Fuerzas Armadas y la guerra psicológica, Buenos Aires, Ediciones Arayú, 1963; Rosendo Fraga, El Ejército y Frondizi. 1958-1962, Buenos Aires, Emecé, 1992; Albino Gomez, Arturo Frondizi. El último estadista, Buenos Aires, Lumière, 2004. 5
Alain Rouquié remonta a la “Semana Trágica”, en 1919, este rasgo de la derecha argentina que le asigna un creciente rol tutelar a los militares en materia política y al que define como“anticomunismo sin comunistas”. Explica, asimismo, que la aparente contradicción entre el nacionalismo antiliberal y el liberalismo pro occidentalista, de los años de 1940 a los de 1960, se resolvería a partir del recrudecimiento de la Guerra Fría y el conflicto Este-Oeste tomando como variable principal dicha constante ideológica (véase op. cit., p. 352). 4
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En la Conferencia extraordinaria de la OEA, realizada en Punta del Este en enero de 1962, donde se aprueba la expulsión de Cuba del sistema interamericano, el veterano canciller Miguel Cárcano, prominente embajador argentino durante los gobiernos que se habían sucedido en los pasados veinte años, deberá lidiar con los servicios de inteligencia y Estados Mayores de las Fuerzas Armadas de su propio país, ante el desconcierto de los funcionarios del Departamento de Estado norteamericano. A su regreso, será forzado a renunciar y aquella reunión es la que precipitará la caída de Frondizi semanas más tarde. Apuntemos que fue durante los gobiernos de Frondizi y de Arturo Illia cuando nuestro país obtuvo los principales logros diplomáticos en su reivindicación de la soberanía sobre las islas Malvinas, reconocimiento y respeto internacional.7 Y no hace falta recordar que ambos gobiernos tuvieron como principales factores de desestabilización a los jefes de las Fuerzas Armadas y adversarios políticos que, junto con aquellos, conspiraron para derrocarlos… y terminaron derrocándolos. Hubo también, por cierto, militares que lograron sortear la politización facciosa; que acompañaron y apuntalaron los caminos de la racionalidad y el buen entendimiento; que participaron de esa “gran diplomacia” en defensa del interés nacional que no logró fructificar. El almirante Oscar Quihillalt fue un tenaz defensor del desarrollo nuclear autónomo para uso pacífico, como presidente de la CoNEA entre 1955 y 1973. Era una base de poder interno para las Fuerzas Armadas –y para la Marina, sobre todo– pero a la vez una herramienta de poder externo y de proyección internacional que el país tampoco supo aprovechar. Hay muchos otros casos, como el del general Hernán Pujato, que instala la Base General San Martín en la Antártida, bajo el segundo mandato de Perón. O el del coronel Jorge Leal, fundador de la Base Esperanza y jefe de la primera expedición argentina que llegó al Polo Sur por tierra, lejos de las tensiones cuarteleras y zozobras que se vivían en Buenos Aires. En relación con el reclamo por la soberanía de Malvinas, durante la presidencia de Frondizi, el 14 de diciembre de 1960 se vota en la Asamblea General de la ONU la resolución 1.514 sobre descolonización, siendo Mario Amadeo el embajador argentino ante la organización. Cinco años después, es durante la gestión del presidente Illia que se aprueba el 16 de diciembre de 1965 la resolución 2.065 que reconoce los derechos del país sobre las islas e insta a las partes a iniciar negociaciones directas. Quien expone la posición argentina en la Asamblea General, invitado por el canciller Miguel Angel Zavala Ortíz es el ex canciller Bonifacio del Carril, un frontal adversario del gobierno radical vinculado con el sector más antiperonista de las Fuerzas Armadas. Véase Fabián Bosoer, op. cit., tomo 1, p. 40; y además, Lucio García del Solar, “La política exterior del gobierno de Arturo Illia”, en Silvia Ruth Jalabe (comp.), La política exterior argentina y sus protagonistas 1880-1995, Buenos Aires, CARI-GEL, 1996. 7
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Otro personaje singular, el general Juan Enrique Guglialmelli (1922-1983), publica en 1979 Geopolítica del Cono Sur, libro en el que postula la inserción sudamericana de la Argentina, el desarrollo patagónico, la integración regional interna y la valorización del Cono Sur como “núcleo de poder regional frente a los grandes centros de poder mundial”.8 Se trataba de un militar que mientras sus pares se acomodaban a los dictados de la Doctrina de la Seguridad Nacional y las hipótesis de conflicto interno y externo, supo colocarse al frente de un programa político intelectual de largo aliento, plasmado en el Instituto de Estudios Estratégicos y de las Relaciones Internacionales y la revista Estrategia, durante los años de1970. Se puede continuar con la cadena de contrastes y contradicciones. El Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales, el CARI, el más prestigioso ámbito de reunión y reflexión de políticos, diplomáticos y académicos abocados a la política exterior e internacional, se creó en 1978, uno de los momentos históricos de mayor trastorno de la personalidad argentina en el mundo, mientras se realizaba el Campeonato Mundial de Fútbol en nuestro país, la represión ilegal de la dictadura se cobraba miles de muertes y desapariciones, incluidos diplomáticos y embajadores en actividad como Héctor Hidalgo Solá y Elena Holmberg, y en el mismo momento en que los generales argentinos y chilenos se trenzaban en escaladas beligerantes por disputas territoriales, lo que llevó al borde de una guerra entre la Argentina y Chile por el Canal de Beagle, a fines de 1979, evitada a último momento por la intervención del papa Juan Pablo II. Se fue conformando de tal manera un sistema muy particular de relaciones. Generales, almirantes y brigadieres buscaron inspiración intelectual en abogados, catedráticos, periodistas, historiadores y políticos. Estos recurrirían a aquellos cada vez con mayor naturalidad para alcanzar y mantener espacios de poder, influencia o pertenencia. Juntos, unos y otros, conformarían el tablero de la política y escribirían sus páginas más destacadas y también las más ominosas. Hasta que la vorágine llevará al extremo las fuerzas y contradicciones que ellos mismos alimentaron y los arrastrará al despeñadero en el que terminó el último intento de restaurar manu militari el legado de la Generación del 80 del siglo XIX, cien años más tarde. En la etapa final 1976-1982 se repite, en numerosos casos con los mismos elencos de personalidades jugando similares roles, un ciclo semejante de disputas intestinas, alternancias forzadas y rotaciones compulsivas dentro de un mismo gran círculo de decisores y voces influyentes. Mientras todo el país y más allá, el Cono Sur en su conjunto, se internaban en experiencias dictatoriales sin prece8
Juan Enrique Guglialmelli, Geopolítica del Cono Sur, Buenos Aires, El Cid Editor, 1979.
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dentes por su grado de intensidad represiva y militarización del Estado y de la sociedad, los grupos de actuación preponderante vinculados a las elites conservadoras tradicionales pretendieron participar de la misma como si se tratara de una “vuelta a la normalidad”, una restauración del orden no exenta de “excesos”, luego de una etapa de desorden y subversión. En ese canto del cisne de la elite diplomática y militar prohijada por cuarenta años de quiebre institucional y continuidades fácticas se encontrarán, como dice el tango, “en un mismo lodo, todos manoseados”, sin advertir que la mayor subversión institucional se había terminado de consumar con el llamado Proceso de Reorganización Nacional. Tras el golpe del 24 de marzo de 1976, la política exterior y la diplomacia fueron colocadas bajo la supervisión de la Junta Militar integrada por los tres comandantes en jefe. Al frente de la Cancillería se sucederán los vicealmirantes César Guzzetti y Oscar Montes y el brigadier Carlos Washington Pastor, sin antecedentes ni conocimientos en materia de política internacional. Lejos de unificar criterios, esta militarización de la política exterior reprodujo el faccionalismo y la compartimentación dentro del poder, con áreas de actuación autónoma y contradictoria. En el seno de la elite tradicional, algunos seguían jugando el mismo juego aprendido a lo largo de las pasadas cuatro décadas en un escenario que, sin embargo, se había deslizado al despeñadero interno y el ostracismo internacional. Otros se habían apartado, extrañados o espantados por el grado de brutalidad que había alcanzado la dictadura. Y otros, más comprometidos con ella, participarían con distintos tonos de entusiasmo en su camino de perdición, buscando atenuar o precipitar la caída. Sólo un resultado externo catastrófico como la derrota en la Guerra del Atlántico Sur, la única que a la postre libró aquel país asaltado por los fantasmas de las guerras a lo largo del siglo XX, la última batalla de la Tercera Guerra Mundial que creían estar protagonizando los cruzados del Extremo Occidente, revierte sobre sus jefes y consejeros liquidando toda posibilidad de permanencia en el poder.9 Sobre los diversos aspectos político-militares y diplomáticos de la Guerra de Malvinas véase Martín Balza, Malvinas: gesta e incompetencia, Buenos Aires, Atlántida, 2003; Horacio Verbitsky, Malvinas. La última batalla de la Tercera Guerra Mundial, Buenos Aires, Sudamericana, 2002; Nicanor Costa Méndez, Malvinas: ésta es la historia, Buenos Aires, Sudamericana, 1993; Ricardo Kirchbaum, Oscar Cardoso y Eduardo Van der Kooy, Malvinas, la trama secreta, Buenos Aires, Planeta, 1984; Rogelio García Lupo, Diplomacia secreta y rendición incondicional, Buenos Aires, Legasa, 1984; Virginia Gamba y Lawrence Freedman, Señales de guerra, Buenos Aires, Vergara, 1992. Otras perspectivas más recientes, Rubén Oscar Moro, La trampa de las Malvinas, Buenos Aires, Edivern, 2005; Federico Lorenz, Las guerras por Malvinas, Buenos Aires, Edhasa, 2006. Para un análisis de la cuestión Malvinas en la cultura política argentina, véase Vicente Palermo, Sal en las heridas. Las Malvinas en la cultura argentina contemporánea, Buenos Aires, Sudamericana, 2006. 9
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Hasta entonces, la aparición de nuevas camadas u orientaciones renovadoras en la política exterior argentina, incentivada por los momentos de ruptura o la apertura del sistema gubernamental como resultado de procesos electorales, algo que ocurrió con la llegada del peronismo al gobierno en 1946 y luego en 1958, con la presidencia interrumpida de Frondizi, había resultado absorbida o neutralizada por los núcleos y actores tradicionales, que no llegan a perder el dominio de sus fuentes y recursos de poder. Esta permanencia de una misma elite conservadora –que en algún sentido se expresa como alternancia entre sectores más liberales o más nacionalistas– contrasta nítidamente con la inestabilidad política, los cambios de gobierno y de régimen, los antagonismos entre principios de legitimidad, la debilidad de los gobiernos civiles y las contradicciones internas de los gobiernos de facto y las dictaduras militares que se sucedieron durante ese período. Uno de los representantes de esa elite conservadora, el escritor y político nacionalista Marcelo Sánchez Sorondo sintetizó de manera elocuente las responsabilidades civiles en las intervenciones militares: Según esta sismología de la crisis, tras cuyos sacudimientos se estanca nuestra decadencia, a partir de 1955 los gobiernos de las Fuerzas Armadas son la regla, y los civiles la intercalada excepción: cada vez más módica y penosa. Desde entonces hasta 1983, el macizo militar se extiende pesadamente sobre la vida pública. Son casi tres decenios –salvadas las tentativas de signo civil– cuya íntima debilidad contrasta con la aparatosa e insaciable exhibición de actos de fuerza. Pero, es claro, la ceguera política, el exagerado triunfalismo de las Fuerzas Armadas no se explican si se omite incluir como dato previo al análisis el desmoronamiento de las convicciones cívicas y la consiguiente pérdida de energía que ello acarrea al conjunto de la sociedad.10 Desde entonces, la Argentina se sigue preguntando –y muchos se han lamentado– por la ausencia de una clase dirigente lúcida e ilustrada. Se tiende a aludir con ello a los tiempos de nuestra historia reciente, perdiendo de vista el cuadro en el que emergió la posibilidad de recuperar la democracia en 1983. Por contraste, se reiteraron las visiones panegíricas de tiempos más lejanos, “edades de oro”, Arcadias y etapas doradas en las que habrían existido visiones preclaras y proyectos de país, con estadistas en condiciones de llevarlos a cabo. Convendría no olvidar, de igual modo, los claroscuros y extravíos que condujeron en tantos
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Marcelo Sánchez Sorondo, La Argentina por dentro, Buenos Aires, Sudamericana, 1987, p. 565.
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casos a aquellos hombres esclarecidos junto con otros sin méritos ni capacidades para las responsabilidades frente a las que se encontraron, a participar en las más graves frustraciones, desaciertos y tragedias de nuestra historia; sin dejar de detenernos en aquellos instantes o intervalos en los que las cosas podrían haber resultado de otro modo. Precisamente el último número de la revista Estrategia dirigida por el general Guglialmelli, publicado en junio de 1983 y dedicado a exponer una radiografía de la crisis argentina, sus causas, responsabilidades y soluciones, contiene lo que sería el artículo póstumo de su director, “La Argentina peninsular”, en los umbrales del cambio de época que significaría el fin de la última dictadura y el inicio de la transición democrática.11 Escribían en esa publicación los principales dirigentes de un amplio representativo espectro político: Raúl Alfonsín, Antonio Cafiero, Italo Lúder, Oscar Alende, Rogelio Frigerio, Roque Carranza y Emilio Hardoy. Impresiona constatar la vigencia y actualidad de muchas de aquellas consideraciones; entre ellas, una en especial: la necesidad de formular un nuevo modelo de desarrollo basado en las capacidades y aspiraciones de las mayorías nacionales, superador de la alternativa de hierro entre el modelo agroexportador y el modelo autárquico de sustitución de importaciones, e integrado a la región sudamericana. En aquel artículo explicaba Guglialmelli lo que sería su último aporte a esa empresa de reconstrucción: la invitación a trabajar por una geopolítica “de la integración para la liberación” en la consolidación del poder nacional como instrumento de la política exterior. Aunque reconocía que existían divergencias con el Brasil, consideraba que estaban dadas las vías propicias para la búsqueda de acciones concertadas que contribuyeran a la adquisición de mayor capacidad autónoma de decisión, evitando confrontaciones en el Cono Sur que pudieran ser aprovechadas por intereses extrarregionales. Proponía superar alternativas anacrónicas, como la rivalidad argentino-brasileña y la actitud imperial-hegemónica brasileña, y estimular la cooperación bilateral, “que permitiría a ambos países aumentar su capacidad de negociación frente a los organismos económicos y financieros internacionales”. El planteo cuestionaba la pretendida “insularidad” de la Argentina del modelo agroexportador de vinculación con el mundo, y sus implicancias: el menosprecio o simplificación del componente territorial, la falta de integración física, el olvido de las regiones fronterizas y la ausencia de una política demográfica. La Argentina
Revista Estrategia, Nº 73-74, Buenos Aires, Instituto Argentino de Estudios Estratégicos y de las Relaciones Internacionales, junio de 1983. 11
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no es insular sino “peninsular”, sostenía, y en este sentido se definiría como “continental, bioceánica y antártica”. La idea de una “Argentina peninsular” es la de un país que dada su constitución morfológica, mantiene su condición marítima pero asume también su rol continental. Su territorio, al norte de la línea Cabo San Antonio (Buenos Aires)-San Rafael (Mendoza) se articula con la masa terrestre continental “introduciéndose” en ella. Esta zona, además de las fronterizas periféricas, tiene un importante sector central, con epicentro en Córdoba. Al sur de aquella línea, el territorio se prolonga como una cuña entre los dos grandes océanos. En esta área patagónica, la franja al norte de Neuquén-San Antonio Oeste conformaría una zona de sutura con el resto del país y en su extremo austral, incluye los sectores insular y antártico. Debido a esta conformación, nuestro país recibe la influencia del Pacífico y del Atlántico, en particular de este último, sobre parte de cuyas aguas, plataforma y subsuelo, extiende su soberanía. Esta caracterización no definía sólo una situación geográfica sino también la necesidad de una economía integrada e independiente, un mercado interno en permanente expansión y una irrenunciable vertebración cultural con los países de América del Sur, en particular con los vecinos y el Perú. En esa visualización geopolítica, el Cono Sur debía considerarse como el punto de partida para la ulterior unidad de América Latina. ¿Pero cómo avanzar en esa dirección con países subsumidos en hipótesis de conflicto interno, dilemas de seguridad y “fronteras calientes”, cuyas elites civiles y cúpulas militares se cultivaron durante un siglo en el recelo y la desconfianza permanentes? En el mismo número de la revista Estrategia, Raúl Alfonsín trazaba el siguiente diagnóstico sobre las responsabilidades de la elite dirigente: Nuestro país ha carecido durante muchos años, décadas quizás, de una auténtica dirección nacional. En Argentina ha habido uso y abuso del poder, pero también una ausencia deletérea de autoridad. Quienes se hicieron cargo de los asuntos públicos, salvo contadísimas excepciones, con uno u otro argumento, con una u otra razón, con uno u otro mandato han gobernado cada vez más para el interés de un grupo que para el conjunto de la sociedad. El Estado, instrumento privilegiado para la transformación de la sociedad, ha sido degradado para convertirse en un instrumento para aumentar los privilegios de los sectores que ocupaban el Gobierno. Así hemos llegado a ver que la Argentina, sus problemas, su gente, terminaban siendo una cuestión accesoria para los gobiernos. Pero debe comprenderse bien que a pesar de que el último período de facto exhibió como ningún otro estos caracteres, ellos están presentes desde hace mucho más tiempo en la vida política argentina.
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Lo que hoy vivimos es la suma condensada de todos nuestros errores, debilidades y fracasos del pasado. Y si algún beneficio tiene haber decaído tanto, es que al mostrar la Argentina descarnadamente, sin velos, sin confusión, todas sus distorsiones, sus patologías, sus incapacidades, también dibuja el contorno de lo que imperiosamente necesita, lo que ahora debe probar: la democracia con poder.12 En el espejo de aquella etapa histórica, podemos reconocer lo mucho que se ha avanzado a partir de diciembre de 1983 en la reconstrucción institucional del Estado de Derecho y en el proceso de integración regional en los últimos veintiséis años de continuidad del régimen democrático. La reinserción de las Fuerzas Armadas como instituciones de la Nación encargadas de la defensa y el resguardo de la soberanía, en estricto cumplimiento de sus funciones y plenamente subordinadas a la conducción del Estado democrático, forma parte en este caso de una transformación cultural de envergadura, que involucra a militares y civiles. Es sólo sobre cimientos sanos que se puede construir políticas e instituciones consistentes, adaptadas a los cambios y preparadas también para participar en las genuinas transformaciones, que son aquellas que permiten alcanzar propósitos sociales compartidos y aspiraciones nacionales postergadas. Entre estas aspiraciones y propósitos, la política exterior y la defensa nacional deben responder al desafío que supone la reaparición de los temas de la geopolítica como uno de los rasgos de esta primera década del siglo XXI.13 Esto no debería implicar el regreso a la vieja geopolítica del siglo XX, fuente de inspiración de los nacionalismos territorialistas autoritarios que enfrentaron a los países de la región en disputas, conflictos y competencias especulares. La novedad que hoy tenemos se asienta en democracias conscientes de su interdependencia y parte de la noción de que las condiciones geográficas y territoriales en las que se desenvuelven la vida de los pueblos, las disputas en torno a los recursos energéticos y las alteraciones en el medio ambiente son asuntos de crucial importancia y por lo tanto, la construcción de capacidades políticas nacionales y regionales autónomas se plantea como condición ineludible de existencia en un contexto internacional cambiante y complejo. Esta nueva geopolítica del siglo XXI no supone solamente una adaptación a otras condiciones estructurales y contextos históricos sino también un cambio Raúl Alfonsín, en Estrategia, op. cit. Véase Fabián Bosoer y Fabián Calle, “Introducción”, en 2010. Una Agenda para la región, Buenos Aires, Taeda, 2008.
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de paradigma. Mientras la geopolítica clásica observa a los Estados construyendo y organizando a las sociedades nacionales “de arriba hacia abajo” y de los centros a las periferias, extrayendo recursos de ellas y tendiendo a observar los conflictos en su interior como una debilidad antes que como una fortaleza, y a sus fuerzas de cambio como una amenaza, antes que como una oportunidad de progreso, la actual debe colocar el centro de gravitación en las sociedades en movimiento y en profunda transformación, y al Estado y sus instituciones como agentes organizadores de esas energías para el logro de objetivos nacionales democráticamente reconocidos. En las puertas del Bicentenario argentino y latinoamericano, es una buena oportunidad para revisar nuestra historia y rescatar de ella algunas ideas olvidadas y desafíos pendientes. Lo decía con visión de futuro el general Guglialmelli en 1983, en aquel artículo póstumo sobre los desafíos de la “Argentina peninsular”: América Latina vive su segunda revolución nacional. La primera fue la del movimiento emancipador. La de ahora, la de nuestra generación, es la revolución por el desarrollo integral con independencia, y la del ascenso de los sectores nacionales al gobierno y al control efectivo de los resortes del poder […]. En el marco de una democracia pluralista de profundo sentido social y participativo, hemos de tener como propósito fundamental vertebrar definitivamente a la Argentina como nación independiente, de modo tal que el centro de decisión soberana le pertenezca.14 Acaso una buena síntesis convocante para pensar el 2010 rastreando el pasado, interpretando el presente y construyendo el porvenir.
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Revista Estrategia, op. cit.
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CAPÍTULO VII 465 1976-1983 L A DICTADURA MILITAR Y EL TERRORISMO DE E STADO . L A D OCTRINA DE LA S EGURIDAD N ACIONAL Y EL NEOLIBERALISMO
Fuerzas Armadas y organismos de derechos humanos, una relación impuesta H ORACIO V ERBITSKY CELS /
PERIODISTA
/
ESCRITOR
La relación de los organismos defensores de los derechos humanos con las Fuerzas Armadas no ha sido voluntaria sino impuesta por las más terribles circunstancias: el secuestro por parte de personal militar de miles de jóvenes que nunca reaparecieron con vida. Éste es el caso del origen del CELS, fundado en 1979 por Emilio Fermín Mignone y Augusto Conte. Ambos eran padres de jóvenes detenidos-desaparecidos por la práctica represiva de la última dictadura y debieron hacer un proceso personal que los llevó a un compromiso absoluto y a una reflexión en profundidad, que se extendió por el lapso que les quedaba de vida y que fue asumido por quienes los sobrevivimos. Ese camino lo recorrieron junto con sus compañeras de toda la vida, Angélica Sosa de Mignone y Laura Jordán de Conte, en compañía de los demás fundadores del CELS víctimas de la misma o similar tragedia, como Carmen Lapacó, Boris Pasik, Alfredo Galleti y José F. Westerkamp. Durante los largos años de la dictadura, la tarea del CELS abarcó tanto las gestiones ante quienes detentaban el poder como la denuncia nacional e internacional de sus crímenes y la documentación detallada de cada caso. Esta actividad resultó fundamental como apoyo para el trabajo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que visitó el país en septiembre de 1979 con el fin de investigar la desaparición forzada de personas y sus responsables. Pero, además, permitió llegar a una reconstrucción de la estructura y la lógica del Estado terrorista de asombrosa precisión, como se vería después. Mignone y Conte habían sido dirigentes políticos relevantes en la época previa al terrorismo de Estado y eran conscientes de la fragilidad de la vida democrática en el país antes del golpe de 1976. Por ello, con el colapso del último ciclo
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militar, el CELS participó en la tentativa de construir una democracia más sólida en comparación con ese período. Con esos fines, junto con los otros organismos de derechos humanos, aportó materiales que nutrieron a la labor de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) en 1984 y de la Cámara Federal, que a partir de abril de 1985 juzgó a las tres primeras juntas militares. El CELS se planteó entonces hacer realidad la consigna que dio título al informe de la CONADEP y para ello se propuso incidir en la transformación de las Fuerzas Armadas y su forma de inserción en el aparato estatal. Por un lado exigió la separación de sus filas de quienes cometieron delitos de lesa humanidad, cuyo castigo procuró en los expedientes judiciales en que los abogados del CELS representaron a las víctimas y sus familiares. Pero al mismo tiempo planteó un cambio imprescindible en la formación de las nuevas promociones de oficiales y suboficiales. Impugnaciones a los ascensos militares Con estos objetivos, una de las tareas iniciales que asumió el CELS fue estudiar las listas de ascensos para sugerir a las autoridades políticas la no promoción de determinadas personas que tenían antecedentes de graves violaciones a los derechos humanos. El complejo mecanismo de ascenso de militares a los grados superiores articula a las Fuerzas Armadas, el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y la sociedad civil. La aprobación o desaprobación de los ascensos militares es una decisión política de designación de funcionarios públicos. Una práctica de la Comisión de Acuerdos a partir de 1993 es requerir información sobre el listado de militares propuestos para ascender al archivo de la ex CONADEP de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, al CELS y a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH). La Comisión solicita a estas instituciones que le remitan toda la información que posean sobre el desempeño de dichos militares. Los organismos de derechos humanos han participado de sesiones y audiencias públicas y han logrado que la Comisión de Acuerdos cite a declarar a testigos y produzca su propia prueba. Asimismo, el Ministerio de Defensa incorporó la práctica de adjuntar a las propuestas enviadas al Senado el legajo militar de los miembros propuestos. Esta información ha resultado de cabal importancia frente a la inexistencia de documentación oficial. De esta manera, el mecanismo de impugnación de ascensos militares se ha complejizado gracias a la participación de la sociedad civil y a las reformas tanto del reglamento del Senado en lo atinente a la difusión y participación pública como de la información enviada por Defensa.
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La posibilidad de impugnar los ascensos militares depende tanto de que exista un mecanismo institucional, como de la calidad y tipo de información con que se cuenta. Las limitaciones para recabar dicha información han estado determinadas por la clandestinidad y negación propias del terrorismo de Estado. De ahí la importancia de las acciones que han realizado los organismos de derechos humanos y las medidas posteriores para enfrentar los crímenes en el orden judicial, administrativo y político. Los organismos produjeron documentación sobre los crímenes en base a las denuncias de las víctimas. Durante muchos años, estos testimonios y archivos fueron la única información disponible. Y sin duda fue sobre la base de la información recabada por las organizaciones de derechos humanos que se construyó el relato de lo que era el terrorismo de Estado, del repudio a la dictadura y, con posterioridad, de la valoración de la democracia. Las impugnaciones llevadas adelante por el CELS contrastaban con la actitud de gobernantes elegidos por el voto popular que no se decidían a ejercer la conducción de las instituciones armadas que la Constitución Nacional confiere al poder legalmente constituido. Los años de 1980 pusieron de relieve la carencia de una política hacia las Fuerzas Armadas que separara de las filas castrenses a los oficiales consustanciados con prácticas de terrorismo de Estado. También mostraron un gobierno presionado por sucesivos levantamientos militares, que pactó con los sectores que pugnaban para poner fin a la posibilidad de hacer justicia por los crímenes de la dictadura. Además, ni el Poder Ejecutivo ni el Congreso realizaban consultas formales a los organismos de derechos humanos. Sólo algunos asesores parlamentarios lo hacían de manera informal. Sin embargo, como la prensa publicaba listados totales o parciales de los oficiales cuyos ascensos estaban en estudio, las organizaciones tomaban conocimiento de los nombres propuestos y enviaban los cuestionamientos al Congreso. Estas notas eran acompañadas de material documental, por lo general párrafos de testimonios o testimonios completos de sobrevivientes, artículos periodísticos y copias de documentos judiciales en caso de que estuvieran comprometidos con alguna causa. La debilidad del control sobre los uniformados y la inexistencia de una voluntad política por parte del gobierno para exigir autocrítica y cambios institucionales fue la característica central de esos años. Mientras que la CONADEP generaba pruebas para el esclarecimiento de los crímenes a través del juicio a los comandantes de las juntas militares, el gobierno radical esperaba que las Fuerzas Armadas realizaran su propia “depuración”. Esto no sucedió. La tarea de monitoreo de los ascensos militares fue necesaria pero incompleta, porque una parte fundamental de los procedimientos represivos fue mantener en el anonimato a sus autores, aun al precio de colocar bajo sospecha a las instituciones
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militares en su conjunto. Los testimonios de los sobrevivientes y las investigaciones de civiles pero también de militares (como los hermanos Federico y Jorge Mittelbach y José Luis D’Andrea Mohr) permitieron un conocimiento extenso pero parcial del mapa represivo. Algunos ascendieron por decisión de un liderazgo político que no asumió la tragedia argentina en toda su dimensión y procuró conciliaciones inaceptables. Otros porque consiguieron pasar inadvertidos. Aun así, los grandes debates de opinión pública que varios de esos casos motivaron fueron de gran utilidad para que porciones cada vez mayores de la sociedad asumieran esta problemática que alguna vez fue exclusividad de las personas directamente afectadas e incluso dieron lugar al repudio de lo sucedido por parte de las nuevas conducciones castrenses. Debates y confesiones Uno de esos debates tuvo lugar en la década de 1990, cuando los procesos de ascensos militares muestran una mayor complejidad. Un cambio sustancial se produjo a partir de los acontecimientos desencadenados por el tratamiento de los pliegos de ascensos de dos conocidos represores de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA): los marinos Juan Carlos Rolón y Antonio Pernías. El 28 de diciembre de 1993 publiqué en el diario Página/12 la información brindada por las víctimas y los familiares sobre la actuación de ambos.1 El gobierno de Carlos Menem los respaldó, pero cuando reconocieron en su descargo ante la Comisión de Acuerdos del Senado los métodos que utilizó la Armada para torturar, desaparecer y asesinar, se logró el freno de los ascensos. El caso desató un intenso debate en la opinión pública, que se prolongó hasta 1995, cuando el ex torturador Adolfo Scilingo, en reacción frente a lo que calificó como la “injusta” situación de los marinos Rolón y Pernías, declaró públicamente sobre la metodología sistemática de la Armada de arrojar prisioneros vivos al Río de la Plata. Scilingo confesó que ese método atroz había sido consultado con la jerarquía eclesiástica, que lo aprobó por considerarlo “una forma cristiana y poco violenta” de muerte. Al regreso de cada misión, los capellanes calmaban el escrúpulo de los participantes con parábolas bíblicas sobre la separación de la cizaña del trigo,2 pasando por alto que en la teología católica ésa no es una tarea de los hombres en el mundo sino de Dios en el Día del Juicio.
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Horacio Verbitsky, “Premios y castigos”, en Página/12, 28 de diciembre de 1993. Horacio Verbitsky, El Vuelo, Buenos Aires, Sudamericana, 2005 (1995).
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Este hecho promovió que el 25 de abril de 1995 el entonces jefe del Estado Mayor del Ejército, general Martín Balza, hiciera pública una autocrítica con relación a los crímenes de la dictadura, proseguida por otra similar del jefe del Estado Mayor de la Armada, Enrique Molina Pico. El caso de Rolón y Pernías, a casi diez años de vigencia del régimen constitucional, demostró que era posible frenar la carrera de los represores sin recibir como respuesta una sublevación militar y sin dañar con ello a las instituciones castrenses, sino todo lo contrario. El agujero negro de la última dictadura necesitaba medidas de separación categóricas de una etapa histórica con respecto a otra. Era imprescindible librar del peso de las responsabilidades de quienes habían conducido las Fuerzas Armadas en ese período a quienes comenzaban la carrera militar. Actualmente quedan muy pocas personas en actividad que lo hayan estado en ese momento. Las generaciones de los jefes de los Estados Mayores de cada una de las tres Fuerzas Armadas, teniente general Luis Alberto Pozzi (Ejército), almirante Jorge Omar Godoy (Armada) y brigadier general Normando Constantino (Fuerza Aérea), son prácticamente las últimas. Durante la dictadura eran muy jóvenes, recién egresaban de sus estudios militares. Este hecho implica tomar conciencia de la distancia cronológica que separa una época de otra. Los pedidos de hábeas data Además de la tarea de análisis de los pliegos de ascenso militar, que se ha continuado hasta el presente, el CELS también ha respondido a pedidos originados en las Fuerzas Armadas. A comienzos de esta década, en marzo de 2001, 663 oficiales del Ejército interpusieron solicitudes de hábeas data donde requerían conocer qué información poseían la Secretaría de Derechos Humanos y los organismos acerca de ellos. El CELS aclaró que la ley 23.326 (de Protección de Datos Personales, comúnmente llamada Ley de Hábeas Data) no resultaba aplicable a la institución por no constituir un banco de datos destinado a dar informes. Sin embargo, fue la única organización que contestó, dentro de sus posibilidades, a ese requerimiento, porque comprendió que efectuar esa solicitud implicaba un paso adelante en el respeto a los procedimientos del Estado de Derecho y constituía un derecho de integración de los ciudadanos soldados en la democracia. Hubo otras entidades que lo rechazaron como si se tratara de la misma realidad de la década de 1970. El CELS entregó la información recabada, de la cual se desprendía que menos del 1,5% del total de los militares que presentaron los pedidos estaban incriminados por graves violaciones a los derechos humanos: sólo nueve oficiales.
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Sin embargo, dentro de este porcentaje se encontraba el entonces jefe del Ejército, general Ricardo Brinzoni, debido a su responsabilidad por el fusilamiento de un grupo de detenidos políticos en 1976 en la provincia del Chaco, conocida como “Masacre de Margarita Belén”. Por otro lado, esa tarea permitió que el CELS descubriera que Brinzoni había encomendado preparar los pedidos de hábeas data a un abogado que era uno de los máximos dirigentes del partido neonazi “Nuevo Triunfo”, Juan Enrique Torres Bande. Ese hallazgo no formaba parte del propósito inicial, pero contribuyó a reflexiones como: ¿Qué quieren de sí mismas las Fuerzas Armadas? y ¿cómo se insertan en una realidad nacional que va a ser durante muchos años de subordinación al poder civil y de democracia? El CELS también participó en forma activa en el proceso que condujo a la nulidad de las Leyes de Punto Final y Obediencia Debida. En 1996, luego de la confesión del capitán Scilingo, su presidente, Emilio Mignone, consiguió que la Justicia declarara el derecho de los familiares de las víctimas a conocer lo sucedido a partir de la desaparición de sus seres queridos, por más que las leyes de impunidad impidieran castigar a sus responsables. Los juicios por la verdad se extendieron así a todo el país. Cuando el gobierno del presidente Carlos Menem y su Corte Suprema de Justicia adicta intentaron cerrar este proceso, el CELS patrocinó a su directiva Carmen Lapacó ante el sistema interamericano de protección a los derechos humanos y consiguió que no se paralizaran esos juicios. También aportamos documentos y testimonios al proceso iniciado en España por el fiscal Carlos Castresana y el juez Baltasar Garzón, que redundó en la solicitud de extradición de un centenar y medio de represores. En 1998, año del cincuentenario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, la Justicia española también detuvo en Londres al ex dictador chileno Augusto Pinochet. Devuelto a Chile, el Senado lo privó de su inmunidad y comenzó una causa judicial en la que fue procesado y que no concluyó por su muerte. Esto reactivó en la Argentina las causas por el saqueo de bienes y la apropiación de bebés de las personas detenidas desaparecidas, delitos que no habían perdonado las leyes de impunidad. En 2000, ex miembros de las Fuerzas Armadas argentinas habían sido condenados en Italia, Francia y Estados Unidos, y había procesos abiertos en Alemania y España. Los juicios por la verdad se habían extendido a todo el país y medio centenar de altos mandos estaban bajo arresto por saqueo de bienes y apropiación de bebés. El CELS consideró que no quedaban razones jurídicas, éticas, políticas, nacionales ni internacionales para que subsistieran las leyes de impunidad y ese año solicitó su nulidad a la Justicia en un caso paradigmático. Dos ex
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policías federales estaban detenidos por la apropiación de una criatura, hija de detenidos desaparecidos, pero no era posible procesarlos por el secuestro, tortura y ejecución clandestina de sus padres. Con la autorización de las Abuelas de Plaza de Mayo que llevaban el caso, el CELS se presentó en esa causa. Faltaba un año para el 25° aniversario del golpe de 1976 y era previsible que la intensa movilización social equilibrara las presiones de los poderes fácticos y permitiera a los tribunales fallar de acuerdo a derecho. Así fue, y en marzo de 2001 el juez federal Gabriel Cavallo fue el primero en declarar nulas esas leyes. Lo siguieron otros magistrados en el resto del país, varias cámaras federales y el Procurador General en un dictamen ante la Corte Suprema de Justicia. Ése era el cuadro de situación en mayo de 2003 cuando asumió el presidente Néstor Kirchner, el primero que no se opuso a ese proceso impulsado desde la sociedad civil. En 2005 la Corte Suprema de Justicia confirmó el fallo de Cavallo. Defensa Nacional y Seguridad Interior Por supuesto, los juicios a los responsables de los crímenes de lesa humanidad, reactivados entonces, son una forma imprescindible para permitir esa escisión, esa distancia entre dos etapas, pero no son la única. Afortunadamente, tanto en el gobierno nacional presidido por Cristina Fernández de Kirchner, como específicamente en el Ministerio de Defensa dirigido por Nilda Garré, hay conciencia respecto de este hecho. Asimismo, que se haya delimitado claramente la diferencia entre defensa nacional y seguridad interior, por obra de distintas fuerzas políticas que coincidieron en el Parlamento para sancionar las Leyes de Defensa Nacional,3 Seguridad Interior4 y de Inteligencia Nacional,5 implica que la confusión entre estos conceptos sea patrimonio del pasado. Estas leyes plasmaron un marco normativo que buscaba “privilegiar la defensa nacional como ámbito exclusivo de organización y funcionamiento de las Fuerzas Armadas, reformular sus misiones y funciones institucionales, y desarticular el conjunto de prerrogativas legales e institucionales que detentaban en materia de seguridad interior”.6
Ley 23.554 de Defensa Nacional, publicada en el Boletín Oficial el 5 de mayo de 1988. Ley 24.059 de Seguridad Interior, publicada en el Boletín Oficial el 17 de enero de 1992. 5 Ley 25.520 de Inteligencia Nacional, publicada en el Boletín Oficial el 6 de diciembre de 2001. 6 Marcelo Saín y M. Valeria Barbuto, “Las Fuerzas Armadas y su espacio en la vida democrática”, en Centro de Estudios Legales y Sociales-CELS, Derechos Humanos en Argentina, Informe 2002, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002, p. 499. 3 4
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Sin embargo, la ausencia de reglamentación de estas leyes otorgaba un margen para diversos proyectos que intentaban avanzar sobre la distinción entre seguridad interior y defensa. Un caso notable fue el de la realización de actividades de inteligencia interna en la Base Naval Almirante Zar en Trelew, provincia de Chubut, que involucró a altos funcionarios de la Armada, denunciado por el CELS en 2006. Este hecho promovió la reglamentación del Sistema de Inteligencia de la Defensa y del segundo párrafo del artículo 16º de la Ley de Inteligencia Nacional, que colocó definitivamente bajo la órbita del Ministerio de Defensa las actividades de inteligencia de las Fuerzas Armadas. Ese mismo año también fue reglamentada la Ley de Defensa Nacional, que significó un intento acertado de recorte de autonomía de cada una de las Fuerzas, al someter a la dirección del Ministerio de Defensa el sistema total de defensa y la regulación del Estado Mayor Conjunto, tanto en términos administrativos y técnicos como estratégicos. Los mecanismos propuestos en la reglamentación de la ley contribuyen a la instalación efectiva de un poder civil que supervisa un instrumento militar y que, además, encara la definición de las funciones de un cuerpo que forma parte de la institucionalidad democrática. La sanción de la normativa que rige la diferencia entre roles de defensa y de seguridad interior planteó un nuevo ámbito de trabajo para el CELS. La sistemática intervención de las Fuerzas Armadas en cuestiones de política interior durante gran parte del siglo XX tuvo un alto costo en materia de violaciones a los derechos humanos y un legado de cultura autoritaria que penetró las instituciones del Estado. Por esta razón, se planteó un trabajo constante destinado a monitorear el cumplimiento de las normas que vedan cualquier rol militar en cuestiones de seguridad o política interior. Este trabajo se volvió particularmente importante a partir de la segunda mitad de la década del 1990 y cobró fuerza luego de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos. Los cuestionamientos más serios a la normativa sostuvieron que era ineficaz para enfrentar las denominadas “nuevas amenazas” tanto a nivel global como regional. Éstas fueron definidas como el conjunto de riesgos y situaciones conflictivas no derivadas de los conflictos interestatales, limítrofes-territoriales o de competencias por el dominio estratégico. Esta “nueva agenda” incluiría desde el narcotráfico hasta el terrorismo, tomando también problemas de naturaleza social, política o ambiental.7 El impacto de este cambio de paradigma a nivel local llevó a que algunos sectores
propusieran involucrar a las Fuerzas Armadas en acciones de contención de la crisis social.8 La propuesta de rever los límites de defensa y seguridad estuvo ligada a los intentos de otorgarle a las Fuerzas Armadas un rol de interlocutores políticos. Pretensión que se acrecentó entre los años 2001 y 2003 a medida que los juicios por violaciones a los derechos humanos tomaron un nuevo impulso y los sectores más conservadores de las Fuerzas trataron de recuperar un rol que asegurara la impunidad de los responsables.
Sección II, párr. 4, inc. k y m de la Declaración sobre Seguridad de las Américas, Conferencia Especial sobre Seguridad, México, Organización de los Estados Americanos, 27 y 28 de octubre de 2003. Disponible en línea : <http://www.wola.org/security/declaracion_seguridad_americas_espaniol.pdf>.
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El Partido Militar La utilización de concepciones laxas y ambiguas de seguridad y de defensa y la asignación de tareas sociales para las Fuerzas Armadas en democracia conllevan un alto riesgo de violación de derechos fundamentales y pueden alterar la subordinación al poder civil. En términos generales, porque la capacitación, la lógica de acción y de eficacia de las Fuerzas Armadas es la opuesta a la que se necesita en seguridad. La indiferenciación de estas dos concepciones era para los militares argentinos la conclusión normal de un proceso que abarcó prácticamente sesenta años del siglo XX. A diferencia de lo sucedido en otros países de la región, los sectores económicos y sociales dominantes fueron incapaces de transformar su hegemonía y su prestigio social en poder político por medios democráticos. Esta incapacidad de las clases dominantes argentinas coincidió con el agotamiento del proceso de liberalismo político de fines del siglo XIX y con el fin del enfrentamiento con la Iglesia católica iniciado en 1884 por su resistencia a la secularización de la sociedad. A comienzos del siglo XX, ese liberalismo que exaltó los valores del laicismo y el constitucionalismo liberal y confrontó por ello con el antiguo régimen se encontró sin discurso para enfrentarse con las nuevas tendencias mundiales y con la gran crisis que se manifestó con la fallida revolución bolchevique de 1905 y la exitosa de 1917. Convergieron entonces la incapacidad de esa clase para expresarse democráticamente dentro de un sistema institucional y el rechazo que, por razones dogmáticas, la Iglesia católica aún conservaba hacia la concepción de soberanía popular, que se oponía a aquélla del origen divino del poder. Por un lado, sectores económicos que no podían llegar al poder por la vía electoral y, por el otro, un discurso de legitimación y justificación que derivó en una visión paranoica, Gastón Chillier y Laura Freeman, “El nuevo concepto de seguridad hemisférica de la OEA: una amenaza en potencia”, en WOLA, julio de 2005. Disponible en línea: <http://www.wola.org/publications/seguridad_lowres.pdf>.
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perfeccionada más adelante por la doctrina contrarrevolucionaria francesa que ha tenido una influencia enorme en la Argentina, superior a la alcanzada en la mayoría de los lugares del mundo. La Argentina vivió la formación de un nacional catolicismo que no produjo una guerra civil como la española de 1936-1939, pero que marcó a fuego nuestra vida política social y cultural. Entre 1930 y 1990, hubo más gobiernos originados en las botas que en los votos, por lo menos un golpe militar por década y golpes dentro de cada golpe. Esto ocurrió a partir de la utilización de las Fuerzas Armadas y su constitución en Partido Militar por parte de los sectores dominantes y la jerarquía católica y se reforzó después del golpe de 1955 con un adoctrinamiento intensivo de las Fuerzas Armadas. Esa doctrina, forjada en la guerra de Argelia por el Ejército y la inteligencia franceses, fue rechazada en ese país por la jerarquía católica conducida por el arzobispo francés y obispo castrense cardenal Maurice Feltin, ya que consideraba anticristiana la tortura y el asesinato de oponentes políticos. En cambio, en la Argentina esa doctrina fue introducida por el presidente del Episcopado y obispo castrense Antonio Caggiano y continuada por quien lo sucedió en ambos cargos, el arzobispo de Paraná, Adolfo Servando Tortolo. En el prólogo del libro El Marxismo-Leninismo de Jean Ousset –el fundador de Cité Catholique, organización integrista que se importa en la Argentina bajo el nombre de Ciudad Católica–, Caggiano considera a esa obra como un instrumento de formación para una “lucha a muerte” que, sin embargo, califica de “ideológica”. El marxismo, dice, nace de la negación de Cristo y de su Iglesia “por la Revolución”. La lucha entre la verdad y el error, el bien y el mal, existió siempre, pero ahora está organizada a escala universal. Aunque los enemigos todavía “no han presionado las armas” hay que preparar “el combate decisivo”.9 Esto es en 1961. Como corresponde a un país de importación, la doctrina del aniquilamiento llegó antes que el desafío revolucionario y ha tenido las consecuencias conocidas.10
Antonio Caggiano, “Prólogo”, en Jean Ousset, El Marxismo Leninismo, Buenos Aires, Iction, 1963, pp. 9-17. 10 Para profundizar, véase: Horacio Verbitsky, Cristo Vence: La Iglesia en la Argentina. Un siglo de Historia Política (1884-1983), tomo I: De Roca a Perón, Buenos Aires, Sudamericana, 2007; La violencia evangélica: La Iglesia en la Argentina. Un siglo de Historia Política (1884-1983), tomo II: De Lonardi al Cordobazo, Buenos Aires, Sudamericana, 2008; Vigilia de armas: La Iglesia en la Argentina. Un siglo de Historia Política (1884-1983) tomo III: Del Cordobazo al 23 de marzo de 1976, Buenos Aires, Sudamericana, 2009. 9
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La democratización de las Fuerzas Armadas El remedio a estas consecuencias es el camino en el que la Argentina está empeñada en este momento: el de promover reformas institucionales con sentido democrático en el ámbito castrense y el de respetar el rol militar pero con definiciones precisas sobre cuál es su función, bajo la conducción del poder civil. Es por ello que otro eje de trabajo para el CELS es la demanda de un rol activo por parte de las instituciones gubernamentales encargadas del control sobre las Fuerzas y la concreción de reformas institucionales con sentido democrático. El CELS se ha pronunciado a favor de realizar dichas reformas en temas como educación, mecanismos de evaluación de cargos y libertad religiosa, y ha puesto especial énfasis en los mecanismos de aplicación de sanciones, procedimientos de la justicia militar y tribunales de honor. Por ejemplo, desde el CELS se contribuyó a la derogación del Código de Justicia Militar a través de la presentación del caso del capitán del Ejército Rodolfo Correa Belisle ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Correa Belisle había sido sancionado por un tribunal militar en el que se violaron sus garantías al debido proceso, sin el amparo de sus derechos como ciudadano por la vigencia de aquel código arcaico. El oficial había sido citado en calidad de testigo en la causa por el asesinato del conscripto Omar Carrasco en el Regimiento de Zapala, provincia de Neuquén, en 1994, que determinó el fin del servicio militar obligatorio. En su testimonio afirmó que el personal de inteligencia del Ejército había realizado tareas vinculadas con el caso Carrasco y que se habían alterado pruebas para encubrir el hecho. El Jefe del Estado Mayor le inició un proceso penal en la justicia militar por la conducta de “irrespetuosidad” a raíz del cual fue dado de baja y condenado a tres meses de arresto. Se trataba de una contradicción grave, pues al dar su testimonio el militar se encontraba cumpliendo con el deber civil de presentarse a declarar como testigo y la obligación de decir la verdad bajo juramento. El Estado argentino negó en todas sus respuestas ante la CIDH que se hayan violado garantías como imparcialidad e independencia (los jueces de la causa dependían jerárquicamente del Jefe del Estado Mayor), y que se haya lesionado el derecho a la defensa (el Código de Justicia Militar prohibía la asistencia letrada de un defensor de confianza civil, ya que sólo admitía la presencia de defensores militares; los tribunales militares rechazaron sin fundamento diferentes solicitudes de pruebas que podían establecer la inocencia del imputado y la condena no pudo ser revisada por un tribunal ordinario pues no estaba contemplado en el Código). Sin embargo, en el año 2004, la Cancillería argentina aceptó iniciar un proceso de solución amistosa que culminó con el compromiso
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del Estado argentino de eliminar esa reglamentación perimida, para lo cual se trabajó en el Ministerio de Defensa en una comisión que el CELS integró. Este hecho permitió que los oficiales de las Fuerzas Armadas estén sujetos a un régimen disciplinario con todas las garantías y sean juzgados por cualquier delito que cometan ante los mismos tribunales que el resto de los ciudadanos. También el CELS tuvo una posición clara frente a dos episodios que han sido muy conmocionantes en los últimos años. Uno fue la propuesta realizada al ex presidente Néstor Kirchner de retirar los cuadros de los represores Jorge Rafael Videla y Reynaldo Benito Bignone del Colegio Militar de la Nación. Si bien hubo quienes recibieron esa propuesta en forma negativa, su intención era en beneficio de las Fuerzas Armadas, porque ese acto simbólico revestía una carga poderosa para marcar el deslinde entre un pasado inadmisible y un presente que debía ser distinto. El otro episodio fue la construcción del Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos donde funcionaba la ESMA. El CELS fue el único organismo de derechos humanos que propuso que de esas diecisiete hectáreas y cuarenta edificios sólo se tomaran el Edificio Central, las columnas y el altillo donde funcionaron los sectores conocidos como “Capucha” y “Capuchita”. En el resto del espacio, se consideró que se debía dar continuidad a las actividades navales. La idea rectora de esta propuesta era que, de este modo, la Armada de hoy le rendiría homenaje a las víctimas de la Armada de ayer, y esto no sólo sería una reivindicación para las víctimas de la dictadura sino que también implicaría un proceso formativo para los integrantes presentes y futuros de la Fuerza. Han pasado seis años de ese debate. Tal vez, si hoy se replanteara esa discusión, la posición del CELS ya no quedaría en rotunda minoría, porque parece haberse fortalecido la comprensión de la necesidad que los ciudadanos soldados sean incorporados a la sociedad de una manera distinta y que sus instituciones puedan librarse de ese peso heredado. El indeclinable trabajo de los organismos defensores de los derechos humanos y el pueblo argentino ha logrado que la impunidad y el olvido no tengan ya lugar en nuestro país. Nos sentimos orgullosos de contribuir a juzgar las responsabilidades del pasado porque esto permite enfrentar el desafío de construir instituciones militares para la democracia. Pero esa democratización también implica, fundamentalmente, afirmar los derechos del presente y el futuro para quienes hoy integran las Fuerzas Armadas de la Nación.
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CAPÍTULO VII 479 1976-1983 L A DICTADURA MILITAR Y EL TERRORISMO DE E STADO . L A DOCTRINA DE LA SEGURIDAD NACIONAL Y EL NEOLIBERALISMO
La Guerra de Malvinas M ARTÍN B ALZA T ENIENTE G ENERAL (R) / E MBAJADOR / E SCRITOR
La decisión Antes de comenzar este artículo quisiera reafirmar que: las islas Malvinas son incuestionablemente argentinas desde el punto de vista histórico, geográfico y jurídico, y que la forma de recuperarlas es el diálogo entre las dos partes. La guerra no es una obra de Dios. A principios de 1982 la Junta Militar tomó la decisión de ocupar las islas Malvinas, sobre la base de análisis y asesoramientos efectuados por personas incompetentes que creían que nuestro país podría invocar y sostener, ante la comunidad internacional, la “teoría del hecho consumado”, como reiteradamente lo hizo Israel en el Cercano Oriente. La Argentina contaba con la capacidad para ocupar las islas pero nunca para mantenerlas; la operación, pues, no era ni factible ni aceptable. La obnubilada conducción política y militar superior basó sus decisiones en dos supuestos: • Gran Bretaña no reaccionaría por unas desoladas islas, pobladas por menos de 2.000 súbditos, aceptaría la situación militar una vez consumada su recuperación, y negociaría una solución definitiva sobre la soberanía. • Estados Unidos apoyaría a la Argentina o adoptaría una posición neutral en el conflicto. Algunos tontos hasta hablaban de “un guiño de los gringos”. En marzo de 1982 ambos bandos habían alcanzado sus objetivos. El gobierno británico logró:
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• Romper las negociaciones sobre la soberanía de las Malvinas impuestas por la ONU. • Levantar el prestigio de una gestión alicaída tratando de lograr la reelección de la Primer Ministro. • Impedir una reestructuración que disminuyera el poderío de la Armada Real, a fin de lograr mantener una flota integral por oposición a los planes de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). • Satisfacer a los grupos de presión del lobby de los isleños en el Parlamento, principalmente el de la Falkland Islands Company.
da; el aeropuerto –vital objetivo– fue habilitado, y el gobernador británico, Rex Hunt, detenido. Las tratativas para su evacuación y la del personal militar británico a Montevideo se iniciaron de inmediato. El resto de los isleños permaneció en las islas. Pronto se completó el control de los establecimientos Darwin, Pradera del Ganso y otros.
El gobierno argentino, por su parte, intentó revitalizar y profundizar una exhausta y desprestigiada dictadura, jugando bastardamente con una causa aglutinante de nuestro pueblo: el sentimiento Malvinas.
• Durante la década de 1970 las Fuerzas Armadas estuvieron afectadas a la lucha contra la subversión y alejadas de su adiestramiento para un conflicto convencional. La incursión en gobiernos de facto las había alejado, desde 1955, del profesionalismo que todos deseábamos. • Nuestro enemigo era un miembro de la Organización de Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y una potencia nuclear de segundo orden que contaría –como contó– con el apoyo de una de las dos superpotencias del mundo –Estados Unidos– y de otros miembros de la citada alianza. • Se carecía de preparación y adiestramiento para la acción militar conjunta. • Soportábamos una grave crisis socioeconómica y política, y el gobierno nacional era sometido a durísimas críticas de los principales países del mundo por violación de los derechos humanos. • El equipamiento moderno de las Fuerzas Armadas no se había completado (armamento antiaéreo en el Ejército, material de aviones Super EtendartExocet para la Armada, etc.). • No se disponía del tiempo mínimo para preparar y adiestrar los medios en forma aceptable, salvo en casos especiales y sólo en aquellas unidades conformadas masivamente por oficiales y suboficiales. En el Ejército recién se había incorporado la clase 1963 y sólo algunas unidades –entre ellas la mía– contaban con soldados adiestrados, como consecuencia de tener un sistema de incorporación cuatrimestral. • Era la peor época para permitir operar en forma adecuada a la Aviación, debido a las pocas horas de luz diurna, nieblas, lluvias, etcétera, en Malvinas.
Recuperación de las islas Ante el cariz de los acontecimientos se pusieron en ejecución, en forma casi simultánea, la Operación Georgias (ocupación de los puertos Grytviken y Leith) y la Operación Azul (ocupación de las Malvinas). Posteriormente, a esta última se le dio el nombre de Operación Rosario. La Junta Militar había dispuesto poner en ejecución la Operación Rosario el 26 de marzo; fijó como el “Día D” el 1° de abril, en horas de la noche, con la posibilidad de postergarlo veinticuatro horas. Para ello se constituyó la Fuerza de Tareas Anfibia 40, a las órdenes del contraalmirante Walter O. Allara, integrada básicamente de la siguiente forma: • Batallón de Infantería de Marina 2 (BIM 2), Agrupación de Comandos Anfibios, una sección de tiradores del Ejército pertenecientes al Regimiento de Infantería 25 y una pequeña reserva. • Un grupo de transporte integrado por el buque de desembarco de tropas Cabo San Antonio, el rompehielos Almirante Irizar y el buque de transporte Isla de los Estados. • Un grupo de apoyo, escolta y desembarco, formado por las fragatas tipo T-42 Hércules y Santísima Trinidad y las corbetas Drumond y Granville. Un grupo de tareas especiales constituido por el submarino Santa Fe. La recuperación de la capital de las islas se inició la noche del 1º al 2 de abril y se consolidó en pocas horas; la guarnición local fue rápidamente reduci-
Situación de las Fuerzas Armadas en 1982 No estábamos preparados para una guerra en Malvinas por las siguientes razones:
En la aventura de 1982 nadie pensó que, en las grandes decisiones en que se involucró el poder militar, el éxito correspondió –en la mayoría de los casos–a los que respondieron como reacción frente a quien tomó la iniciativa en las acciones. Permitir que el adversario actúe y se manifieste para sólo después tomar la iniciativa,
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requiere ágil concepción estratégica, inteligencia, liderazgo, voluntad y medios disponibles. El Reino Unido estaba habituado a responder de esa forma. La dictadura militar no apreció algunos aspectos muy simples: • Aceptar la resolución 502 no era una decisión totalmente negativa, ya que se habría logrado llamar la atención internacional y podría haberse negociado tratando de optimizar los réditos. • De continuar con la ocupación, con seguridad se nos consideraría agresores ante la opinión pública mundial (como sucedió a la postre). • En caso de una confrontación contábamos con escasas o nulas posibilidades de éxito. Pacto secreto entre Gran Bretaña y Chile Días después del 2 de abril, el embajador británico en Chile, John Heath, inició conversaciones para arribar a “entendimientos” con los chilenos y lograr su apoyo en el conflicto. Inicialmente intervino su Fuerza Aérea, cuyo comandante en jefe y miembro de la Junta Militar entre 1977 y 1989, general Fernando Matthei, recibió en Santiago al capitán de la Real Fuerza Aérea (RAF) David L. Edwards (jefe de Inteligencia en el cuartel de la RAF en High Wycombe, Gran Bretaña), quien le entregó una carta de su comandante en jefe, sir David Great, en la cual le solicitaba apoyo. El general Matthei informó al entonces presidente Augusto Pinochet, quien prestó su consentimiento y dispuso la más estricta confidencialidad sobre el tema. Sergio Onofre Jarpa, embajador chileno en nuestro país en 1982, declaró: “En lo que se refiere a Chile, la Argentina tiene las espaldas cubiertas”. ¿Cubiertas? Veamos, bajo los términos del pacto, Gran Bretaña obtuvo: • El uso de la base aérea chilena de Punta Arenas, en el extremo sur del país, para los aviones y acciones de inteligencia y espionaje de la RAF, que utilizó en sus máquinas colores y distintivos chilenos, cosa especialmente prohibida por los usos y leyes de la guerra. • El uso de Punta Arenas y otras áreas para infiltrar fuerzas especiales (Special Air Service –SAS–y Special Boat Service –SBS–) dentro de nuestro país, con fines de inteligencia y sabotaje de aviones y material argentino en tierra, con prioridad sobre Río Grande y Río Gallegos. • Intercambio de información e inteligencia, incluyendo el monitoreo y descriptado de códigos y señales argentinos, que les proporcionó el servcio de Inteligencia de la Armada Chilena.
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Por su parte, Chile obtuvo: • Aviones de bombardeo Canberra, usados en operaciones secretas durante el conflicto. Al término de éste recibió, por lo menos, seis de ellos. • Un escuadrón de aviones de caza-bombardeo Hawker de la RAF, que fueron entregados una vez finalizada la guerra. • Parte del armamento argentino que quedó en Malvinas y el crucero liviano Glamorgan, de la Armada Británica. • La derogación de las restricciones británicas a la venta de armas a Chile, la provisión de uranio enriquecido y la oferta de un reactor nuclear inglés tipo Magnox. • El apoyo político y diplomático para neutralizar las investigaciones realizadas por las Naciones Unidas (ONU) con relación a la violación a los derechos humanos por parte del régimen dictatorial chileno, oponiéndose a un nuevo tratamiento de investigadores de la ONU. Chile realizó una intensa campaña de acción psicológica, principalmente radial, con comentarios adversos a nuestra recuperación de las islas, calificándola de “reivindicaciones territoriales argentinas en desmedro de intereses chilenos”. ¿Lo hizo para cubrir las espaldas de la Argentina, como expresó el embajador chileno en Buenos Aires? Ciertamente que no. Ayuda de Estados Unidos Washington apoyó al Reino Unido, proporcionando amplia, actualizada y eficaz información satelital, permitiendo el uso de las islas Ascensión –vital e indispensable base de apoyo logístico para la flota y la aviación inglesas– y proveer lo misiles aire-aire Sidewinder y los misiles antirradar Shrike. Además, reemplazó en Europa a los británicos encargados de operaciones de reabastecimiento aéreo de combustible en el marco de la OTAN. Ayuda de Francia El secretario de Defensa británico durante el conflicto, John Nott, en sus memorias, cuyos extractos fueron publicados por el diario londinense The Daily Telegraph el 13 de mayo de 2002 dijo:
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De muchas maneras [el presidente François Mitterrand y los franceses] fueron nuestros grandes aliados; cuando el Presidente de los Estados Unidos [Ronald Reagan] presionaba a Thatcher a que resolviera la disputa a través de la negociación, la Dama de Hierro se enfrentaba a Mitterrand por la futura dirección de Europa, pero el galo salió inmediatamente en ayuda de Gran Bretaña después de que las fuerzas argentinas ocuparon las islas, el 2 de abril de 1982. […] Cuando comenzó el conflicto, Francia facilitó al Reino Unido aeronaves Super Etendard y Mirage –que había suministrado antes a la Argentina– para que los pilotos británicos de los aviones Harrier pudieran entrenarse para luchar contra ellos. Además, Francia canceló el envío de diez misiles Exocet que la Armada argentina había comprado meses antes de la iniciación del conflicto. Ayuda de la OTAN Además de los Estados Unidos y Francia, el resto de los países de la OTAN no tardaron en sumar su apoyo, y para obtenerlo la diplomacia británica actuó con su reconocida sagacidad: En la OTAN había que convencer a los socios de Gran Bretaña de que el envío de un considerable contingente naval al Atlántico Sur, con el inevitable debilitamiento de las defensas de la OTAN en Europa, era, sin embargo, la reacción esencial ante la agresión. El argumento no tardó en aceptarse y, a pesar de algunas preocupaciones, en particular ante el aumento del tamaño del contingente naval, la OTAN nunca dudó en respaldar públicamente la campaña militar británica.1
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• Comandante del Teatro de Operaciones Sur (general de división Osvaldo J. García). • Comandante de la Fuerza Aérea Sur (brigadier Ernesto Crespo). • Comandante de la Guarnición Militar Malvinas (general Mario Benjamín Menéndez). De este Comando –el único instalado en las islas– dependían: • Comandante Agrupación “Ejército” Malvinas (general Oscar Jofre). • Comandante Agrupación “Aérea” Malvinas (brigadier Luis Castellanos). • Comandante Agrupación “Armada” Malvinas (contraalmirante Edgardo Otero). • Comandante de la Flota de Mar (contraalmirante Walter Allara). • Centro de Operaciones Conjuntas en Comodoro Rivadavia, a partir del 24 de mayo (general García, vicealmirante Lombardo, brigadier Helmut Weber). • Comando de las Fuerzas Terrestres del Teatro de Operaciones (creado y disuelto a los pocos días). • Centro de Operaciones Conjuntas. • Comando Aéreo de Defensa. • Comando Aéreo Estratégico. • Comando Aéreo de Transporte. • Comando de Defensa Aérea Sur. • Centro de Operaciones Conjuntas. El principio estratégico, vigente a través de la historia de las guerras, el de “unidad de comando”, en este caso brilló por su ausencia. Estrategia y táctica
Comandos operativos Los principales Comandos que proliferaron durante todo el conflicto fueron: • Comité Militar y Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas (Anaya, Galtieri y Lami Dozo). • Jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas (vicealmirante Leopoldo Suárez del Cerro). • Comandante del Teatro de Operaciones del Atlántico Sur (vicealmirante Juan José Lombardo). 1
The Sunday Times Insight Team, Una cara de la moneda, Buenos Aires, Hyspamérica, 1983, p. 179.
La estrategia es el arte de la lucha de voluntades para resolver un conflicto, y, más precisamente, el arte y la ciencia de la conducción y el empleo del potencial nacional por el gobierno de la Nación, durante la paz y la guerra, para concretar la obtención de sus objetivos políticos. La táctica es la conducción que se realiza en los niveles de mando inferiores al nivel estratégico, que se sintetiza en las reglas y los procedimientos a los que deben ajustarse las operaciones de combate. La estrategia implica disponer libremente de todas las fuerzas, en amplio dominio de espacio-tiempo, con miras a un fin lejano que es precisamente una situación táctica. La táctica por su parte, presume que las tropas están en contacto, en una situación definida en el espacio y en el tiempo.
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Consideraciones estratégicas La Operación Rosario podría haberse explotado de manera muy positiva si después del 2 de abril se hubiera mantenido una guarnición de alrededor de 400 hombres, lo que habría evidenciado una seria actitud negociadora por parte de la Argentina. Difícilmente el Reino Unido hubiera movilizado la fuerza expedicionaria más importante desde la Segunda Guerra Mundial (28.000 hombres y más de 100 buques) ni recibido el apoyo de otros países. Los principales países del mundo hubieran conocido la legitimidad de nuestros derechos, y de este modo se habrían originado discusiones, publicaciones y –muy probablemente– pronunciamientos favorables para terminar con un anacrónico colonialismo. Hasta ese momento habíamos exhibido profesionalidad y eficiencia, sin derramamiento de sangre británica, pero, como dice el Talmud,2 “la ambición destruye a su poseedor” y, si bien destruyó la dictadura militar, lamentablemente dejó en la turba malvinera y en las gélidas aguas del Atlántico Sur a jóvenes vidas cuya pérdida podría haberse evitado. El Planeamiento estratégico –en lo político y lo militar– no se basó seriamente en lo que el Reino Unido se hallaba en capacidad de hacer como respuesta a la ocupación de las islas. En ningún documento se encontraron “los supuestos”3 para encarar la confección de un plan o una directiva. Sin embargo, resulta claro que la Junta Militar aceptó, erróneamente, dos suposiciones que afectaron todo tipo de decisiones posteriores al 2 de abril. Éstas fueron: • El Reino Unido sólo reaccionaría por la vía diplomática ante la ocupación de las islas. En caso de recurrir al uso de su poder militar, lo haría en forma disuasiva, sin llegar a un empleo real. • Estados Unidos ayudaría a la Argentina o permanecería neutral. Nunca permitiría una escalada militar del conflicto y obligaría a las partes a negociar. El proceder de la Junta marginó las más elementales normas de planificación contenidas en los reglamentos para el trabajo de los Estados Mayores; ello se puso en evidencia antes, durante y después del conflicto, y fue condicionante para que Talmud: Recopilación de la tradición oral judía, que interpreta la Ley de Moisés y constituye el código civil y religioso del pueblo de Israel. Explica y aclara la Torá (Pentateuco). 3 Un supuesto es una condición, proposición o principio que es aceptado con el objeto de obtener sus secuencias lógicas o encauzar y/o facilitar el trabajo de un Estado Mayor, o por ese camino comprobar su acuerdo o desacuerdo con los hechos. 2
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los Comandos subordinados confeccionaran planes superficiales, incompletos y, más aun, incumplibles. La Inteligencia estratégica –nacional y militar– careció de solidez, pues desde décadas anteriores, y particularmente a partir de la década de 1970, estuvo orientada al “caso Chile” en lo externo y, prioritariamente, a la subversión en el marco interno. Los jefes de inteligencia de las Fuerzas Armadas sólo tomaron conocimiento de la Operación Rosario cuando ésta se inició. Un ejemplo de esto es que el jefe de inteligencia del Ejército, general Alfredo Sotera, que se encontraba en Estados Unidos, fue alertado de los acontecimientos por nuestro agregado militar en Washington, general Miguel A. Mallea Gil. La contrainteligencia –que es la acción que consiste en negar información al enemigo– fue desatendida, lo que posibilitó que los británicos dispusieran de información útil y oportuna a sus propósitos durante todo el conflicto. Consideraciones tácticas • La batalla tuvo dos fases: la primera, predominantemente aeronaval, entre el 1° y el 20 de mayo; y la segunda, predominantemente terrestre, entre el 21 de mayo y el 14 de junio. Durante la fase aeronaval los efectivos en tierra fuimos sometidos a un desgaste psicofísico en las húmedas y frías trincheras, esperando el desembarco británico. La fase terrestre la iniciamos conscientes de nuestras propias limitaciones, de haber cedido totalmente la iniciativa al enemigo y de la incapacidad de recibir apoyo del continente. • Nuestras Fuerzas fueron eliminadas por partes: primero, nuestra flota, que se automarginó del conflicto sin siquiera intentar disputar el espacio marítimo; segundo, la Fuerza Aérea y la Aviación Naval, debido a las importantes pérdidas sufridas, a pesar de los reconocidos éxitos iníciales y la excelente profesionalidad evidenciada; por último, los efectivos terrestres del Ejército y de la Infantería de Marina, cuando el estrangulamiento terrestre cerró definitivamente el previsible cerco total que condujo a la inevitable rendición. • El primer conflicto de la era misilística. Así calificaron algunos autores a la guerra, pero es muy importante destacar que, pese a los adelantos tecnológicos, en el combate se puso de manifiesto el rol decisivo de la infantería de todos los tiempos. • La guerra tuvo casi la misma duración que la del Golfo, en 1991, en la cual la campaña aérea estadounidense duró 38 días y la terrestre sólo 4 días –en total, 42 días–, con un saldo de 144 estadounidenses muertos en combate.
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En Malvinas, la campaña aérea y naval británica duró alrededor de 20 días y la terrestre 24 días –en total, 44–, con un saldo de alrededor de 300 ingleses muertos en acciones bélicas, y 650 argentinos. El adversario empleó simultáneamente una estrategia de desgaste y de estrangulamiento. La primera, a partir del 7 de abril, consistió en la amenaza marítima, sanciones económicas junto con sus aliados de la OTAN, gestiones diplomáticas y un efectivo empleo de la acción psicológica. La segunda buscó la batalla decisiva mediante un cerco completo. En una entrevista en Londres con el general británico Jeremy Moore le pregunté por qué atacaron Pradera del Ganso (28 y 29 de mayo) y realizaron un segundo desembarco en Bahía Agradable (8 de junio) sin protección antiaérea, teniendo en ambos casos importantes bajas, cuando esas acciones no eran necesarias. Sin hesitarse me contestó: “Fue un gran error”. • La batalla de cerco que condujo al aniquilamiento perfecto se vio facilitada por la ejecución de una defensa lineal carente de profundidad, movilidad y reservas. Ésta fracasó históricamente, aun en los casos de fortificaciones sólidas y consideradas infranqueables, como la famosa línea Maginot.4 En junio de 1982 no disponíamos de nada para golpear seriamente a los ingleses; a pesar de la amenaza que significó nuestra aviación, el agotamiento de las fuerzas era más que evidente. • La organización para el combate de la Guarnición Militar Malvinas –a las órdenes del general Mario B. Menéndez– evidenció dispersión de esfuerzos, unidades asignadas en forma no proporcional, poco correcto aprovechamiento del terreno, superposición del mando e inadecuada acción conjunta de las Fuerzas. De los nueve regimientos de infantería disponibles en las islas, sólo cuatro combatieron en forma efectiva (RI 4, RI 7, RI 12 y BIM 5) y parcialmente sólo dos (RI 6 y RI 25); y no participaron en las acciones el RI 3, RI 5 y RI 8 (los dos últimos aislados en la isla Gran Malvina). Esto facilitó a los británicos aplicar su táctica metódica y doctrinaria: “concentración del ataque en el punto más débil”, aprovechando su mayor poder de combate, movilidad y libertad de acción. • El ritmo de las operaciones, durante la guerra demostró la inutilidad de la burocracia papelera a la cual son tan adictos algunos Estados Mayores. En el combate, muchas órdenes de operaciones y administrativas “duraban
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menos que un huevo en una canasta”, antes de que las circunstancias las tornaran obsoletas. Se aprendió a trabajar en forma expeditiva, sin máquinas de escribir y con órdenes verbales, marginando lo superfluo y retardatario. Valoramos por qué el mariscal Von Manstein5 conducía Grupos de Ejércitos, durante la Segunda Guerra Mundial, con órdenes que no superaban una hoja de papel. La Junta Militar Los miembros de la Junta Militar y otros altos mandos que visitaron las islas y se fotografiaron en ellas antes de que se iniciara la guerra se “borraron” cuando comenzó el ruido de combate y silbó la metralla. No asumieron su responsabilidad ante la derrota, iniciaron un proceso de “desmalvinización” y no rescataron los valores de la gesta. Buscaron chivos expiatorios entre los jefes que combatieron; muchos generales olvidaron que no podían justificarse y eludir sus responsabilidades por la batalla perdida, e invocaron estériles argumentos, como decir que, contrariamente a su voluntad, tuvieron que “cumplir órdenes” de Galtieri, En ese caso, les quedaba el camino de la “desobediencia debida”, que no se produjo. El Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas (EMC) El EMC evidenció, tanto antes de las operaciones como durante ellas, ser un organismo inoperante y burocrático. Tuvo la responsabilidad primaria de planificar y coordinar los esfuerzos de las Fuerzas Armadas, así como la de instrumentar el planeamiento, la dirección, la ejecución y la evaluación de la Acción Sicológica (AS); en ninguno de estos casos estuvo al margen de la incompetencia que se evidenció en otros niveles. Desconoció la importancia que tiene en la guerra moderna un sensible recurso de la conducción como es la AS, que incide no sólo sobre las tropas que combaten, sino también sobre otros países y el propio enemigo, que, por el contrario, hizo un por demás efectivo empleo del citado recurso. En tal sentido, el Estado Mayor no utilizó la aceptable organización y equipamiento de que disponía la Secretaría de Información Pública, a cargo del embajador Rodolfo Baltiérrez. Como en otras áreas, en ésta se trabajó en compartimientos estancos, lo que impidió Erico von Leinski, conocido como Erich von Manstein (1887-1973). Militar alemán, participó en la Primera y la Segunda Guerra Mundial; en esta última se destacó en la campaña de Francia (1940), la conquista de Crimea (1941) y la victoria de Charkow (1943). 5
Sistema de fortificaciones construido por iniciativa de André Maginot (ministro de Guerra francés) entre 1927 y 1936, en la frontera franco-alemana (en territorio francés). 4
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la coordinación entre los pocos especialistas existentes que, al igual que todos los organismos a que pertenecían, habían acentuado la desnaturalización de su misión desde el inicio de la dictadura, al priorizar todo lo relacionado con el marco interno. La guerra moderna exige la integración a nivel conjunto de las Fuerzas Armadas, para lo cual es necesario un desarrollo armónico, racional y balanceado de dichas fuerzas. De nada sirve que alguna de ellas prevalezca sobre las otras. La cohesión se logrará eliminando disputas estériles, desarrollando una doctrina militar conjunta y un sistema logístico compatibilizado, delimitando ámbitos de competencia y efectuando ejecuciones conjuntas en el gabinete y en el terreno. Es imprescindible –para lograr esta transformación– modificar disposiciones legales para dotar al EMC de facultades para comandar las Fuerzas Armadas, y prestigiarlo con la asignación de los medios humanos y materiales necesarios. El Síndrome del estrés postraumático Este síndrome es también conocido como “neurosis de guerra” o “fatiga de combate”. Se manifiesta en forma de psicosis, neurosis, ansiedad, depresión, alucinaciones, angustia, insomnio, disfunciones sexuales y otros síntomas; puede aparecer durante la guerra y después. Cientos de veteranos –oficiales, suboficiales y soldados– lo padecieron, y muchos aún hoy continúan sufriéndolo. Alrededor de 250 ex combatientes en Malvinas han llegado al suicidio. Un número similar se ha detectado entre los veteranos británicos del conflicto. Como antecedente comparativo, Estados Unidos tuvo los siguientes índices de afecciones psiquiátricas en sus Fuerzas Armadas: en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), 23%; en Corea (1950-1953), 6%; en Vietnam (1965-1975), 5% (que llegó al 60% al incrementarse la drogadicción entre sus soldados, en 1972). En Malvinas, nosotros tuvimos aproximadamente el 3% –los ingleses, el 2%– de combatientes afectados por traumas similares. En nuestro caso, ello guarda directa relación con la ausencia de la correspondiente, e imprescindible, revisión psicosomática, que debió haberse practicado, sin excepción, a todos los combatientes a nuestro regreso al continente. También influyó la carencia de médicos psiquiatras en la zona de operaciones. La Comisión Rattembach El 2 de diciembre de 1982 la nueva Junta Militar –general Cristino Nicolaides, brigadier Omar R. Graffigna y almirante Rubén O. Franco– conformó una Comisión de Análisis y Evaluación de las Responsabilidades Políticas y
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Estratégico-Militares en el conflicto del Atlántico Sur (CAERCAS) para evaluar el comportamiento de los miembros de la Junta Militar y otros jefes militares y miembros del Gabinete Nacional durante la Guerra de Malvinas. Dicha Comisión estuvo integrada por dos oficiales superiores de cada Fuerza, en situación de retiro: por el Ejército, el teniente general Benjamín Rattembach y el general de división Tomás A. Sánchez de Bustamante; por la Armada, el almirante Alberto P. Vago y el vicealmirante Jorge A. Boffi; por la Fuerza Aérea, el brigadier general Carlos A. Rey y el brigadier mayor Francisco Cabrera. Opinión de la Comisión Rattembach sobre decisiones y responsabilidades de la Junta Militar (Galtieri, Anaya y Lami Dozo) • No realizó una apreciación completa y acertada de la reacción británica, de Estados Unidos, del Consejo de Seguridad de la ONU, de la Comunidad Económica Europea y de la OEA. Máxime teniendo en cuenta que el gobierno estaba seriamente desprestigiado en la comunidad internacional, que Estados Unidos nos había embargado e impedido importar armamento, que no teníamos buena relación con los países No Alineados y que el conflicto con Chile estaba vigente. • Trató de condicionar el acatamiento de la Resolución 502 –de la ONU– y con ello renunció a las negociaciones impuestas por el Consejo de Seguridad. • Como máximo órgano del Estado, condujo a la Nación a una guerra con Gran Bretaña, sin estar debidamente preparada para un enfrentamiento de semejante magnitud, pues se trataba de una potencia del “Primer Mundo” que recibiría apoyo de los más importantes países. No logró el objetivo y llevó a nuestro país a una crítica situación política, social y económica. • Desaprovechó las contadas y concretas oportunidades que se tuvieron para lograr una solución honorable del conflicto. • Confundió –con premeditada intencionalidad– un objetivo circunstancial, subalterno y bastardo, como la necesidad de revitalizar la alicaída dictadura militar, con una gesta aglutinadora y legítima de reivindicación de algo incuestionablemente argentino. • Subestimó la reacción de Chile, que, al desplegar efectivos importantes en nuestra frontera sur, obligó a que las Brigadas de Montaña VI (Neuquén) y VIII (Mendoza) fueran a su vez desplazadas en el sector cordillerano central y sur, lo que impidió que tropas especialmente aptas para el ambiente geográfico de Malvinas concurrieran a las islas.
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• No evaluó que tras la reacción británica y la amenaza de Chile nos encontraríamos en una guerra de dos frentes, imposible de sostener. Lo sensato hubiera sido postergar cualquier enfrentamiento con Gran Bretaña, dejando una pequeña guarnición de 300 a 400 hombres, y aceptar negociar, o haber resuelto con anterioridad el conflicto con Chile, sin subestimar o ignorar su probable proceder en apoyo al Reino Unido. Encuadramiento normativo de la Comisión Rattembach La Comisión Rattembach evaluó que la conducta de los responsables era susceptible de ser examinada en distintos campos: político, penal, penal militar, disciplinario militar y en el de honor. • En lo político: porque la Junta Militar determinó, en un acta del 18 de junio de 1976, que “tomaba para sí la responsabilidad de considerar la conducta de aquellas personas que hubieran ocasionado perjuicio a los superiores intereses de la Nación o lo hicieran en lo futuro”. Y todos conocemos el perjuicio que ocasionó la Junta a la Nación. • En lo penal, no se observó la existencia de conductas que pudieran configurar delito alguno contemplado en el Código Penal de la Nación. • En lo penal político, recomendó que los delitos tipificados en el Código de Justicia Militar (ley 14.029) “deberán ser sometidos al órgano jurisdiccional competente, a fin de que sea sustanciada la pertinente causa penal”. Este órgano era el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CONSUFA) –presidido por el general de división Horacio A. Rivera–, lo que se concretó en su oportunidad. • En lo disciplinario militar, se recomendó que las sanciones deberían ser evaluadas y sancionadas por la Junta Militar. En el Ejército esto sólo se aplicó en algunos niveles medios e inferiores. • En lo relacionado con el honor, la Comisión no apreció transgresiones pero dejó una vía abierta por si surgían en el futuro, con posterioridad a la intervención en los ámbitos penal y disciplinario militar. Nadie fue juzgado en este aspecto. La Comisión Rattembach evaluó, entre otros, el comportamiento de todos los citados, con excepción de los generales Nicolaides y Trimarco (Juan Carlos); elevó su informe a distintas instancias y al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CONSUFA).
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De todos los juzgados, los máximos responsables –la Junta Militar–fueron los únicos condenados. El Consejo Supremo impuso al almirante Jorge I. Anaya la pena de catorce años de reclusión con la accesoria de destitución y baja; al general Leopoldo Fortunato Galtieri, y al brigadier general Basilio Lami Dozo, la pena de ocho años de reclusión más la accesoria de destitución y baja. La sentencia impuesta en primera instancia fue apelada ante la entonces Cámara Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal, que modificó parcialmente la sentencia de CONSUFA y condenó a los tres ex comandantes a cumplir la misma pena: “doce años de reclusión, más la accesoria de destitución y baja”. Ante esa decisión los causantes interpusieron un recurso extraordinario ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJ), que fue concedido por la Cámara Federal. En las circunstancias procesales aludidas, antes de que la CSJ se expidiera, el Poder Ejecutivo Nacional, emitió el decreto 1.005, del 6 de octubre de 1989, que, entre otras cosas, disponía: “indultar al teniente general (retirado) Leopoldo Fortunato Galtieri, al almirante (retirado) Jorge Isaac Anaya y al brigadier general (retirado) Basilio Ignacio Lami Dozo”. Entre otros “considerados”, el decreto expresaba: “es menester adoptar aquellas medidas que, suavizando la rigurosidad legal, generen las condiciones propicias que permitan la mayor colaboración de los habitantes en la reconstrucción y el progreso de la Nación”. Todos ellos conservaron –indulto mediante– sus grados y su estado militar. Ello fue una bofetada para los veteranos de Malvinas. Acciones meritorias de nuestras Fuerzas Armadas • Ejército: “La Artillería de Campaña (Grupo de Artillería 3 y Grupo de Artillería 4) y de Defensa Antiaérea, las Compañías de Comandos, el Escuadrón de Exploración de Caballería 5, los elementos de la Aviación de Ejército (helicópteros), algunos elementos de apoyo de combate y especialmente elementos del Regimiento 25 de Infantería, demostraron un elevado grado de adiestramiento y profesionalismo, así como una adecuada acción de Comando, lo que fue puesto de manifiesto especialmente en la defensa de Puerto Argentino, donde tuvieron un desempeño destacado”. (Informe Rattembach) • Armada: La Aviación Naval, con sus aviones Sky Hawk-A4Q y Super Etendard de reciente incorporación, operando desde el continente, infligió daños fuera de toda proporción con respecto a los análisis previos de poder de combate relativo (medios propios, medios británicos, influencia del
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La Guerra de Malvinas
Teatro de Operaciones, etcétera). El BIM 5, operando en el marco de las fuerzas terrestres en Puerto Argentino, puso de manifiesto vocación por el accionar conjunto, un excelente adiestramiento, un equipamiento adecuado y un destacado desempeño en la defensa de Puerto Argentino. • Fuerza Aérea: Desencadenado el conflicto de naturaleza aeronaval, el Comandante decidió no sustraer a sus medios de la batalla aérea y aceptó las desventajas y riesgos. Infligió a los británicos significativas pérdidas. La formación y adiestramiento de sus pilotos –de combate y de transporte– respondieron cabalmente a las exigencias impuestas. Junto con hombres del Ejército y de la Armada, conformó un adecuado Centro de Información y Control (CIC) en las islas, que coordinó todo lo relacionado con la atenuación y neutralización del enemigo aéreo británico. Finalmente, el Informe Rattembach sintetiza el comportamiento de las Fuerzas Armadas en su conjunto, en los siguientes términos: Es importante señalar que hubo Comandos Operacionales y Unidades que fueron conducidas con eficiencia, valor y decisión. En esos casos, ya en la espera, en el combate o en sus pausas, el rendimiento fue siempre elevado. Tal el caso, por ejemplo, de la Fuerza Aérea Sur, la Aviación Naval, los medios aéreos de las tres Fuerzas destacados en las islas, el Comando Aéreo de Transporte; la Artillería de Ejército y de Infantería de Marina; la Artillería de Defensa Aérea de las tres Fuerzas Armadas, correcta y eficazmente integradas, al igual que el Batallón de Infantería de Marina 5, el Escuadrón de Caballería Blindada 10, las Compañías de Comandos 601 y 602 y el Regimiento de Infantería 25. Como ha ocurrido siempre en las circunstancias críticas, el comportamiento de las tropas en combate fue función directa de la calidad de sus mandos.
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“Nos encontramos con 300 prisioneros, incluidos el jefe del RI 4 y varios oficiales. Esto muestra las mentiras de las informaciones de la prensa según los cuales los oficiales huían dejando a sus soldados conscriptos para que fueran masacrados o se rindieran como ovejas […]. Oficiales y suboficiales se batieron duramente” (General Julian Thompson, comandante de la Brigada 3 de Comandos británicos).7 “Las unidades argentinas que evidenciaron un alto grado de cohesión y se destacaron por su excelente desempeño en combate fueron: el Batallón de Infantería de Marina 5, el Regimiento de Infantería 25, las Compañías de Comandos 601 y 602, el Regimiento de Infantería 7, así como el Grupo de Artillería 3” (Consignado por la doctora Nora Kinzer Stewart).8 Conclusiones Toda guerra es una desgracia para cualquiera de los adversarios. ¿Quién podrá reemplazar la vida de los soldados caídos para siempre y compensar el dolor de sus seres queridos? Un militar y político israelí, Yitzak Rabin (1922-1955), señaló claramente que “el sendero de la paz es mejor que el sendero de la guerra”. Años antes, Gandhi había expresado: “No hay caminos para la paz, la paz es el camino”. Sin duda, la guerra no es una obra de Dios. Por mi parte, sigo pensando que la guerra es un renunciamiento a las escasas pretensiones de la humanidad.
Comentarios británicos y norteamericanos “No cabe duda de que los hombres que se nos opusieron eran soldados tenaces y competentes, y muchos han muerto en su puesto. Hemos perdido muchísimos hombres” (General Anthony Wilson, comandante de la Brigada 5 de Infantería).6 Julian Thompson, No picnic, Buenos Aires, Atlántida, 1987, p. 168. Nora Kinzer Stewart, “South Atlantic Conflict of 1982: A Case Study in Military Cohesion” en ARI Research Report, Nº 1.469, abril de 1988. 7 8 6
The Sunday Times Insight Team, op. cit., p. 382.
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NOTAS BIOGRÁFICAS
MORENO, OSCAR (COORDINADOR) Abogado. Profesor de la UBA, la UNTREF y la UNSAM. Director de la Licenciatura en Administración y Políticas Culturales de la UNTREF (modalidad virtual). Publicó (coord.) Pensamiento contemporáneo (2008). ANSALDI, WALDO Doctor en Historia. Investigador del CONICET. Profesor titular y Director del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe, de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Es autor y/o compilador o editor de doce libros, el último de los cuales es La democracia en América Latina, un barco a la deriva (2007). BALZA, MARTÍN Embajador argentino ante el gobierno de la República de Colombia. Teniente General (R). Ex Jefe de Estado Mayor (1991-1999). Obtuvo innumerables condecoraciones. Publicó el libro Malvinas. Gesta e incompetencia (2003). BARRY, CAROLINA Doctora en Ciencias Políticas. Coordinadora del Programa de estudios de historia del peronismo (UNTREF). Investigadora de la UNGSM. Escribió y publicó numerosos artículos relacionados con la mujer y la política durante el primer peronismo, su última publicación es Evita capitana. Formación y organización del Partido Peronista Femenino (2008). BASUALDO, EDUARDO Licenciado en Economía (UCA) y Doctor en Historia (UBA). Investigador del CONICET y de la FLACSO. Miembro del CELS. Publicó, entre otros, Estudios de historia económica argentina; Modelo de acumulación y sistema político en la Argentina. Notas sobre el transformismo argentino durante la valorización financiera (2001). BIANCHI, SUSANA Profesora de la UNICEN (Tandil, provincia de Buenos Aires). Fue directora del Anuario del IEHS. Ha publicado numerosos artículos en revistas especializadas nacionales y extranjeras. Su último libro es Historia de las Religiones en la Argentina.
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La construcción de la Nación Argentina.El rol de las Fuerzas Armadas
La construcción de la Nación Argentina. El rol de las Fuerzas Armadas
BOSOER, FABIÁN Licenciado en Ciencia Política y Magister en Relaciones Internacionales. Profesor de la UBA, el ISEN y la FLACSO. Publicó Generales y embajadores, Malvinas, capítulo final, 2010: una agenda para la región en coautoría con Fabián Calle. Se desempeña como editorialista y editor del diario Clarín desde 1994.
FEINMANN, JOSÉ PABLO Licenciado en Filosofía. Profesor de la UBA. Periodista. Publicó más de veinte libros, el último de ellos es Timote, secuestro y muerte del General Aramburu (2009). Es autor de numerosos guiones de films nacionales. El diario Página/12 publicó Historia del peronismo.
BRAGONI, BEATRIZ Doctora en Historia, profesora de la Universidad Nacional de Cuyo e investigadora del CONICET. Publicó Los hijos de la revolución. Familia, negocios y poder en Mendoza en el siglo XIX (1999), La agonía de la Argentina criolla. Ensayo de historia política y social, ca.1870 (2002), Microanálisis. Ensayos de historiografía argentina (2004).
FRADKIN, RAÚL Licenciado en Historia. Enseña en la Universidad de Luján y en la UBA. Publicó numerosos artículos sobre la historia social rioplatense. Su último libro es ¡Fusilaron a Dorrego! (2008).
BROWN, FABIÁN EMILIO ALFREDO Oficial del Estado Mayor egresado de la Escuela Superior de Guerra. Licenciado y Magister en Historia. Publicó Libro Riccheri, El Ejército del siglo XX y numerosos artículos referidos a la historia militar y del Ejército del siglo XX. En la actualidad es Director del Colegio Militar de la Nación. DE MARCO, MIGUEL ÁNGEL Doctor en Historia. Ex presidente de la Academia Nacional de la Historia. Sus obras La Armada Española en el Plata (1845-1900) y José María de Salazar y la Marina contrarrevolucionaria en el Plata fueron declaradas obras de interés en los centros de estudios estratégicos y de formación de la Armada del Reino de España. DE PRIVITELLIO, LUCIANO Doctor en Historia. Profesor de la UBA y la UNSAM. Investigador del CONICET. Publicó Agustín P. Justo, las armas en la política (1997); y otros títulos en colaboración y artículos en revistas especializadas nacionales e internacionales, manuales de educación básica y polimodal. DI TELLA, TORCUATO Sociólogo formado en las Universidades de Columbia y de Londres. Fue profesor de la UBA; es investigador del Instituto Di Tella, del que fue fundador. Publicó Sindicato y comunidad: dos tipos de estructura sindical latinoamericana y Estructuras sindicales en la Argentina y Brasil, Historia Argentina (dos volúmenes); Historia de los partidos políticos en América Latina, entre otros.
GALASSO, NORBERTO Galasso dio vida a Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Manuel Ugarte, Hernández Arregui, entre otros, bautizándolos como los “malditos” de la historia, para describir a aquellas figuras que fueron intencionalmente silenciadas por la historia oficial. Integra la corriente ideológica denominada Izquierda Nacional que hizo importantes aportes al pensamiento nacional y popular. Dicha corriente contó con destacados intelectuales de la talla de Juan José Hernández Arregui, Jorge Abelardo Ramos, Jorge Eneas Spilimbergo, entre otros. GELMAN, JORGE Doctor en Historia. Investigador principal del CONICET y profesor de la UBA. Fue presidente de la Asociación Argentina de Historia Económica. Entre sus numerosos trabajos se destacan, Rosas, Estanciero y Expansión Capitalista y Transformaciones Regionales. LANTERI, SOL Profesora, Magister y Doctora en Historia Iberoamericana. Investigadora del CONICET. profesora en la Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Desde el año 2001 hasta el presente ha publicado trabajos que versan sobre la situación de la provincia de Buenos Aires en la primera mitad del siglo XIX. LÓPEZ, ERNESTO Sociólogo. Embajador Argentino en Guatemala. Profesor Titular Ordinario de la UNQ (en uso de licencia). Ha publicado diversos libros, entre otros, Seguridad Nacional y Sedición Militar (1987); Ni la ceniza ni la gloria: actores, sistema político y cuestión militar en los años de Alfonsín (1994).
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MATA, SARA E. Profesora, licenciada y doctora en Historia. Investigadora del CONICET. Enseña en la Universidad Nacional de Salta. Publicó varios libros sobre la historia del norte argentino, entre ellos Los gauchos de Güemes (2009); Tierra y Poder en Salta. El noroeste argentino en vísperas de la Independencia (2000).
RUIZ MORENO, ISIDORO J. Doctor en Derecho y Ciencias Sociales. Profesor de Historia Argentina en la Escuela Superior de Guerra del Ejército. Autor, entre otros libros premiados, de La lucha por la Constitución; Relaciones hispano-argentinas; Campañas militares argentinas. La política y la guerra (cuatro tomos publicados, el quinto en preparación).
OLLIER, MARÍA MATILDE Doctora en Ciencia Política. Profesora e investigadora de la UNSAM. Publicó El fenómeno insurreccional y la cultura política. Argentina 1969-1973 (1986), Orden, poder y violencia (1989), Las coaliciones políticas en la Argentina. El caso de la Alianza (2001).
SABATO, HILDA Historiadora, profesora de la UBA e investigadora del CONICET. Trabaja sobre temas de historia argentina y latinoamericana del siglo XIX y participa en los debates culturales acerca de nuestro pasado. Su último libro publicado es Buenos Aires en armas. La revolución de 1880 (2008).
OYARZÁBAL, GUILLERMO A. Oficial del Estado Mayor y doctor en Historia. Profesor de la UCA. Publicó varios libros entre los que se destaca Guillermo Brown (2006). Secretario del Instituto Nacional Browniano.
SAÍN, MARCELO FABIÁN Licenciado, Magister y doctor en Ciencia Política. Profesor Titular Ordinario del Área de Sociología, UNQ, desde 1992. Profesor de la Escuela de Defensa Nacional y la Universidad Torcuato Di Tella. Publicó Política, Policía y Delito y Seguridad, Democracia y Reforma Policial de la Argentina.
PAZ, GUSTAVO Profesor de Historia de América de la UBA y la UNTREF. Investigador del CONICET del Instituto Ravignani (UBA). PERSELLO, ANA VIRGINIA Profesora, licenciatura y doctora en Historia (UBA). Profesora de la UNR. Investigadora del Consejo de Investigaciones de la UNR (CIUNR). Publicó El partido radical. Gobierno y oposición, 1916-1943 (2004) e Historia del radicalismo argentino. PLOTKIN, MARIANO BEN Doctor en Historia por la Universidad de California, Berkeley. Enseñó en Harvard University y en Boston University. Actualmente es investigador del CONICET y profesor de la UNTREF. Entre sus libros se destacan Mañana es San Perón (2007) y El día que inventaron el peronismo (2007). RATTO, SILVIA Doctora en Historia. Investigadora del CONICET y Profesora de la UNQ. Autora de La frontera bonaerense (1810-1828); Espacio de conflicto, de negociación y de convivencia; Indios y cristianos. Entre la guerra y la paz en las fronteras; y coeditora de tres libros sobre el contacto fronterizo en el sur bonaerense.
TIBILETTI, LUIS EDUARDO Capitán (R) del Ejército Argentino. Licenciado en Relaciones Laborales. Investigador del CONICET en el PIA “La cuestión militar en la prensa escrita entre 1983/86”. Profesor de la Escuela de Defensa Nacional y de la UNTREF. Miembro fundador de la asociación civil Seguridad Estratégica Regional en el año 2000 y director de la revista homónima. VERBITSKY, HORACIO Presidente del CELS (Centro de estudios legales y sociales). Periodista. Trabajó en distintos medios y durante los últimos años es columnista de Página/12. Publicó entre otros libros: Malvinas. La última batalla de la Tercera Guerra Mundial; La posguerra sucia. Medio Siglo de Proclamas Militares; Robo para la Corona. WASSERMAN, FABIO Doctor en Historia (UBA). Profesor de la cátedra de Historia Argentina I en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Investigador del CONICET (Instituto Ravignani). Autor de varias publicaciones sobre historia argentina y latinoamericana. Actualmente está desarrollando una investigación sobre prensa y vida pública en Buenos Aires entre 1852 y 1862.
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