Cada Quien su
ParaĂso Miguel Meza
Letramar Cada quien su paraíso © 2014, Miguel Meza © 2014, Letramar Derechos Reservados Letramar, Fondo Editorial del CCL Dirección: Centro de Creatividad Literaria Sm 78, Mza. 1, Lote 1, Fraccionamiento Tabachine, Universidad del Caribe 77528 Cancún, Quintana Roo Diseño editorial y diseño de portada Mauricio Cejín Fotografía del autor Norma Ordieres D. R. © Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la autorización por escrito de la editorial. ISBN: 1493628984 ISBN-13: 978-1493628988 Primera edición, mayo de 2014 Impreso en México
Cada Quien su
ParaĂso Miguel Meza
Centro de Creatividad Literaria CancĂşn, 2014
Para Karinna, Jatziri y Pamela Para Elvira, mi madre Para Miguel, mi padre (in memoriam) A mis hermanos
Una cicatriz
La fatalidad posee una cierta elasticidad que se suele llamar libertad humana. Charles Baudelaire
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io la impensable foto de la mujer en un periódico un día después de que durmieron juntos. Estaba recostada en el piso, y, al lado, la hamaca parecía aún mecerse con su cuerpo, aunque atribuyó este efecto al impacto de la imagen y a su propia debilidad, pues su estómago macerado en alcohol, sin alimento, solía jugarle a su mente bromas muy pesadas. El cuerpo encorvado de la mujer hacía un signo de interrogación como si abriera una pregunta mil veces formulada a una vida sórdida de tanta sordera. Era, sin embargo, una interrogación con trazos de ternura, con el brazo izquierdo doblado, muy cerca de su rostro, en un gesto casi infantil, y el derecho tendido a lo largo de su pierna, en pleno reposo. Solo faltaba él al lado de ella, a su espalda, abrazándola, y la toma hubiera estado completa: como si un fantasmal fotógrafo los hubiese captado en su apartamento en el momento en que ambos cerraron los ojos abotagados, los de Silvio por el alcohol, los de ella por el llanto, dos noches antes, cuando le contó su historia.
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Aquel día, el azar los había llevado a un antro del centro de la ciudad, donde se encontraron. La noche sudaba en la atmósfera sofocante del final del verano, y la calle, a esa hora, albergaba a los expulsados de la vida —pordioseros, borrachos y solitarios— que parecían salidos de un sueño de locos, o como si la propia ciudad, en su locura, pasease a sus engendros. Silvio había vagado toda la tarde huyendo de la decisión ya tomada de quitarse de en medio, y solo buscaba engrasar los resortes etílicos suficientes para lanzarse al vacío, como quiera que éste se manifestara, porque con el veneno de la desesperación y la atonía moral no alcanzaba. Había salido por la mañana, ya avanzado el día, y se había refugiado inútilmente en varios rincones de la ciudad, luego de una semana cebada en ron y soledad, antes de ir a la cita del Seco. Anduvo por las playas en busca de una respuesta, pero los cuerpos lustrados con el aceite feliz de la abundancia ahí exhibidos, lo conmovían tanto como postales de belleza anodina y ostentosa; se paseó por parques y avenidas que meditaban en silencio su fealdad; vagó como sonámbulo por plazas comerciales de aséptica y hermosa banalidad que le ofendían con el lujo de productos burlones de su penuria; fue a dar de bruces al entronque de calles polvorientas y desaliñadas donde la indigencia era peste de ancianos y tullidos, pero también de familias enteras instaladas en camellones y jardines como si estos fueran campamentos de pordioseros. Al filo de las dos de la tarde empezó a beber. Casi no había ingerido alimento y un par de caguamas bastó para que su mente nadara en una especie de nubosa indolencia. El día empezó a mecerse más suavemente a
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partir de entonces y la pendiente de las horas suspendió su vértigo habitual. Ese momento no ocultó su falso bienestar, ni logró hacerlo desistir de su fatal propósito. Así, llegó a la palapa del Seco a la hora convenida. El plomo líquido de la tarde ardía en el horizonte, y había descargado su peso sobre los hombros: aquella zona, sin árboles ni sombras, era una sauna de lodo. En cada esquina, bolsas de plástico con basura erigían su hediondez y mosquerío, y parecían custodiar la fealdad de aquel lugar como guardianes de una nueva estética urbana. El Seco le tiró una mirada que sondeó fácilmente el pozo de su locura: —Luego me lo pagas —dijo con el tono arrastrado de un adicto en funciones que atropellaba el final de las palabras—. Arrieros somos… Y le tendió la mercancía. Silvio agradeció que le evitara el regateo. De cualquier forma le puso en la mano un billete que no cubría ni el adelanto. Luego, ya con el frasco de pastillas en la mano, enfiló hacia los antros de la zona dispuesto a enlodarse un poco con el ruido y el sudor de las horas estancadas en las pistas de baile, en los rincones de exudado ardor, en la vampiresa soledad de los inquilinos de la noche, antes de botarse del todo. Pasada la medianoche entró al bar donde había de encontrarla. Estaba situada en un rincón aglomerado de soledad y desde ahí la invitó al suyo, vacío de tumulto. La noche, para él, había sido pródiga en alcohol y desencuentros: con una prostituta que cobraba poco por caricias en el baño, caricias que él quiso robar y que pagó con pescozones humillantes; con una pareja de hermosas
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colegialas que habían incorporado a su historial licencioso aventuras con marginales, y que se hartaron pronto de su impericia incontinente de falso conquistador; incluso, un bello ejemplar travestido, que quiso hacer pareja de baile con él, aunque tuvo que renunciar pronto a ello, porque sus pies no salieron bien del paso. Cuando se acercó a ella, supo que no había mucho que adivinar. Los dos traían el estigma a flor de piel, como si el navajazo de la vida se ufanase de la cicatriz que inflige a los desheredados. Era una herida que destellaba; semejante a un anuncio luminoso en la mirada, en la expresión, que invitara a asistir a un decadente espectáculo, no por ello menos fascinante. En ese momento —cuando pensó que la compañía de un ser así cerraba perfectamente su ciclo— creyó que él la había elegido. Llegaron a su casa y ambos encendieron el simulacro de una pasión que no prosperó porque a Silvio no le convencía ni el cuerpo de la mujer ni su actitud ni el empuje falso de sus entusiasmos, pero sobre todo porque ella empezó a vaciarse en el agua de sus palabras, en una especie de torrente sucio y desordenado que él no entendió a cabalidad hasta que llegó a la parte del incendio. A cuento de qué comenzó a contar aquella historia no lo supo. Pero el relato ya le había cogido las entrañas. Y no pudo dejar de oír. —…el fuego ya había consumido las palapas vecinas —decía en ese momento— y no pasó nada ahí porque no había gente adentro… se quemaron cosas, sí…, pero en la palapa mía estaban los niños, y también empezaba a quemarse, y por eso corrí, y entré, aunque los vecinos ya traían las cubetas con agua, y todos gritaban
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y las mujeres lloraban, y no me dejaban acercarme, pero yo me zafé y corrí a salvar a mi chiquito, porque en ese momento no pensaba en el otro niño, el que me había dejado encargado Octavia, la otra vecina, que no estaba, pues trabajaba mucho todo el día, y me dejaba a su crío por una ayudita, y, sí, yo corrí y me metí en la palapa sin acordarme del otro niño, y ahí me di cuenta de que las llamas ya estaban adentro prendidas a la hamaca, a la ropa, a la madera, y ya ahumaba mucho, tanto que me empezaron a llorar los ojos, porque no veía nada, y yo solo agarré a mi niño que estaba ahí tirado junto al otro, berreando el pobre, muerto de miedo pero vivo, y no pensé en el otro, Dios mío, no pensé en el otro, que estaba al lado también llorando, y salí solo con mi niño y lo puse a salvo, y le limpié el rostro, y le limpié la ropa y entonces ahí me di cuenta de que no, no era el mío, carajo, de que el mío se había quedado allá adentro, en medio del infierno, ¿te das cuenta?, me había equivocado, ¿sabes?, jalé con el niño equivocado y salvé al de la vecina, y eso nunca me lo voy a perdonar, porque cuando me di cuenta la palapa ya se había caído con mi niño adentro, y ahora sí ya no me dejaron regresar… Las palabras cesaron de manera intempestiva, aunque de sus ojos seguía fluyendo un llanto calladito, mínimo y persistente, en hilos largos y gruesos. Era como si a un grifo le hubiesen puesto un tapón abruptamente, y ahora goteara por una fuga pequeñita, imposible de parar. Estaban semidesnudos, tirados en un tapete arrinconado en la sala, y para escucharla mejor él se había apoyado en un codo mientras su mirada vagaba por las manchas enmohecidas en las paredes, por la parca
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ventana que encuadraba el cielo sucio de oscuridad, por su piel ceniza y reseca, por su flácido vientre. —¿Qué miras? —le dijo de pronto—. ¿La cicatriz? Es fea, ¿no? —añadió dulcemente. —Pues no. No la miraba en realidad… Era la cicatriz abdominal de la cesárea, que había sido mal disimulada en el límite del vello del pubis, un tanto rosada, abultada e irregular, recuerdo de una incisión más grande, hecha torpemente. —A veces me la toco —y pasó el pulgar sobre ella—. Me da la impresión de que no ha cerrado… Después de eso, se quedaron callados tanto tiempo que el silencio inició un sordo concierto de finísimas agujas, que parecían rasgar la penumbra y producir una música monótona y dulce, que les fue envolviendo con su tristeza. —Tengo que hacer algo para que cierre —dijo súbitamente, y su voz asustó al joven, pues el sueño lo iba metiendo ya en su puño suave, y aquello sonó como un portazo. Entonces se incorporó y vio su rostro: una mueca se paseaba por los labios y se iba poniendo trabajosamente el disfraz de una sonrisa. Luego se volvió a recostar, y, cuando ella se acomodó y le dio la espalda, la abrazó. No se dio cuenta cuándo cerró los ojos, pero recordaba que la imagen de la infeliz corriendo con el hijo equivocado lo había torturado en el resquicio de alguna pesadilla. Al día siguiente, ya con el sol muy alto, lo despertó una punzada brutal en el cerebro. Parecía un comando salvaje de martillos dispuesto a devastar su cordura. Silvio se incorporó trabajosamente y fue a la hielera sin hielos a rescatar los restos de un ron para
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emergencias. Lo bebió y se tiró de nuevo al jergón donde se regaló un día más de vida. Cuando se recuperó un poco, con el dolor enemigo en retirada, recordó a su compañera de hacía dos noches, a la que había olvidado por completo. Y luego recordó también la historia, un distractor poderoso a tal grado que lo había hecho olvidar su designio. Se sintió en la cara algo parecido a una sonrisa. Parafraseó entonces aquello del filósofo: el destino ha barajado sus cartas y ahora yo tengo que jugarlas. Fue al poco rato, al salir a la calle en busca de cerveza, cuando se topó con la foto en un periódico en el puesto de la esquina. El tabloide, con meditado morbo, exaltaba el tremendismo de la muerte por mano propia con una injuriosa frase. El moralismo se daba de golpes con el mal gusto. Aunque el desarreglo de las ropas en esa exposición enfatizaba una impúdica desnudez, la toma por supuesto no había captado la cicatriz. Pero, para él, era como si la hubiera visto, por fin totalmente “cerrada”. Ni siquiera se acercó a leer el pie de foto. Le interesaba poco conocer el nombre de la mujer con la que había dormido. Se alejó de ahí y vagó por las calles como un zombi, asustando incluso a los perros callejeros, que se defendían de él a ladridos. Su aspecto era repulsivo, con el pelo revuelto y sucio de grasa de varios días, la cara hinchada por las malas noches, las ropas resudadas, el duelo por la extraña marcando ahora sus mejillas. En una esquina atacada de sol y polvo, desenroscó la tapa del frasco de pastillas y las vertió en la palma de la mano. Eran pequeñas obleas y parecían golosinas. Una o dos producían un sueño tal vez venturoso y re-
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parador. Más de la mitad eran su boleto para el viaje infausto con el que tantas veces había fantaseado. Había imaginado este momento como algo extremo, melodramático, sumido en el delirio de la inconsciencia. Pero ahora se sentía lúcido y cobarde. El miedo lo atacaba por varios frentes, ensañándose particularmente en la posibilidad de la brega por días sin heroísmo, planos, sumidos en la sensata desesperación de la mediocridad. ¿Pero esto era mejor que el otro vacío? Qué timorata curiosidad lo empujaba a desistir de hacer el juego con la carta ya elegida. ¿Curiosidad a qué? Sin saber responderse, y con la punzante sensación de haberse traicionado, incluso con culpa, volcó entonces las pastillas en el primer tambo de basura que encontró, simulando sin escrúpulos un falso hábito de pepenador. Las esparció minuciosamente. No fuera a ser que alguien las encontrase. Con tantos miserables en la ciudad...
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ientras miraba otra vez a aquella mujer de la esquina, Junco pensó que Pola debería estar ya de regreso con el dinero. Había pasado mucho tiempo. Aquella mujer no se apostaba en ese lugar si el sol no había declinado totalmente. Y cuando Pola salió, el sol estaba en el cenit. La que se paseaba allá abajo era su reloj: habrían transcurrido ya seis horas. Desde el balcón donde él estaba, la mujer parecía más atractiva. Pero Junco la había visto de cerca y sabía que no era una belleza. No la desdeñaría sin embargo, aun sin aquella indumentaria de seductora obvia, demasiado reclamante: aquella falda roja, que desnudaba el escándalo pálido de las piernas; aquella blusa negra, cuyo escote vociferaba la blancura del pecho en la opacidad del aire vespertino; aquellos tacones de aguja, que amenazaban quebrarse a cada paso de la mujer en las aceras cuarteadas, en las hendeduras irregulares del piso en perpetuo deterioro. Pola y Junco la habían visto muchas veces. Era
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fácil constatar la rutina: salía del edificio de enfrente todas las tardes a la misma hora, hacía el trayecto a su esquina en difícil equilibrio sobre la acera quebradiza y, finalmente, sin esperar mucho, se subía a un taxi que al parecer iba específicamente por ella. Pero a veces, abordaba otros automóviles. Primero, el vehículo se detenía sigilosamente a su lado; ella se acercaba a la ventanilla y dialogaba con el conductor con un falso aire de familiaridad. Luego reía y lanzaba el pelo hacia atrás, giraba la cabeza, primero a la derecha, luego a la izquierda, como meditando, como verificando la pertinencia de la decisión en la soledad sucia del entorno; al poco tiempo parecía decidirse y se montaba al auto con meditada parsimonia, como si desde ese momento hubiese empezado a correr el tiempo contratado. Tal vez en alguno de aquellos momentos se les ocurrió la idea, aunque ahora a él le costaba trabajo precisar quién le había dado forma. Quizá ninguno lo hizo, y solo dejaron que la idea insinuada —¿por Pola?— se asentara naturalmente en su ánimo para acostumbrarse a ella, así como los vecinos de aquella colonia se habían acostumbrado a aquella mujer parada en la esquina haciendo su trabajo y ahora les parecía natural su presencia, incluso necesaria en aquel paisaje de burdeles encubiertos, de talleres que parecían siempre improvisados, de perros hurgando en bolsas de basura. Mientras esperaba a que Pola regresara con el dinero, una gota de sudor bajaba por su nuca de cabellos humedecidos. Incluso en el balcón —a donde había salido en busca de la tarde fresca—, el aire se hallaba detenido, solidificado en un gran bloque de vapor. Y el interior del
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cuarto a esas horas lo exponía a un proceso de deshidratación: el ventilador, como un enano molesto que rechazara obsesivamente una orden, lanzaba un viento tibio, desganado, y del techo bajaban ráfagas de humedad ardiente. Las paredes, el piso, los muebles estaban calientes e irradiaban hacia el centro del cuarto bocanadas de bochorno. El calor era un abrazo obeso, pegajoso, obstinado. Muchas veces se preguntó qué hacía en ese lugar si detestaba el clima sofocante de la región. Se lo preguntó desde el mismo momento —hacía ya siete años— en que se bajó del autobús en compañía de Pola y había sentido el cálido tufo marino en el rostro. Al principio, luego del tortuoso viaje de veintiséis horas, el viento salitroso, el olor húmedo del ambiente y la perspectiva de una nueva vida lo habían puesto de excelente humor. Sin embargo, este momento duró muy poco y nunca más se repitió. Cuando tuvieron que hacer a pie el camino desde la estación de autobuses a las zonas populares de los hoteles baratos, supo a lo que debía enfrentarse: aceras quemantes, ráfagas de polvo ardiente y un olor a pobreza y sudor que no lo habría de abandonar desde entonces. Se dirigió al refrigerador, abrió la puerta y se asomó al interior como si no supiera que estaba semivacío, como si no hubiera ido a comprobarlo varias veces durante el día, como si no supiera que únicamente quedaba un trozo de queso rancio, un par de verduras ajadas y un resto del pollo que habían empleado para las tortas. ¡Las tortas! De esto hacía apenas una semana: había sido un intento desesperado, una ocurrencia mal planeada. Se trataba de duplicar el dinero con que contaban en esos momentos (lo poco que quedaba de la
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liquidación nimia de ambos). Compraron algunos ingredientes (mole, pollo y una treintena de bolillos) y prepararon tortas. Ya envueltas en servilletas, las colocaron en sendas canastas de mimbre y las cubrieron con un trozo de tela blanca. Luego, salieron a la calle a vender el alimento, dispuestos a duplicar su inversión. Tuvieron suerte los primeros días y repitieron la operación, ahora con más producto. Siguieron teniendo suerte, aunque ya no era tan fácil repetir el resultado. Observaron que ya habían agotado a los trabajadores de los talleres de toda una zona, y que los empleados de mostrador, las secretarias de algunas modestas oficinas y algunos transeúntes no consumían con la facilidad de antes. Pronto, muy pronto —primero Pola, cuya locuacidad para la venta se estaba volviendo agresiva, pues ya estaba cansada; luego él, con un entusiasmo de cartón piedra en el rostro, consciente de que aquello estaba destinado al fracaso—, se dieron cuenta de que carecían de vocación para tal menester: ella, ex secretaria; él, ex archivista; ambos ahora desempleados. Regresó al balcón. La mujer dialogaba animadamente con el conductor de un Jetta rojo y parecía que el arreglo era cuestión de segundos. La tarde extendía su velo de ceniza y los árboles iban perdiendo paulatinamente su brillo. En el momento más inesperado, los contornos de los edificios se borrarían antes de que se encendieran las bombillas del alumbrado público, antes de que cada ventana contribuyera con su débil iluminación a perforar la oscuridad de la calle. Y Pola no llegaba. Él empezó entonces a concretar un presentimiento: la idea no iba a funcionar.
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Cuando Pola la propuso semanas antes como un alarde, él no la había tomado a broma, como tal vez ella pensó. Al contrario, desarrolló la situación posible y argumentó los inconvenientes casi desechándolos de inmediato, defendiendo las posibilidades de éxito, el resultado en términos prácticos, es decir, en los términos que a ambos preocupaban: los económicos. Propuso incluso una primera manera de proceder, organizó un plan, sugirió una actuación específica. Lo que no alcanzaba a precisar ahora era el momento en que se había dicho todo eso. Tal vez fue después de las visitas de Alonso, cuando sus insinuaciones ante la joven eran muy evidentes mientras todos bebían las cervezas que aquél había invitado. Tal vez fue porque ella lo deslizó durante una plática acerca de las prostitutas que pululaban por la zona, con esa naturalidad con que se solidarizaba con ellas. O quizá fue durante una de las tantas fantasías que engendraban en mutuo silencio al mirar películas pornográficas al calor de las madrugadas que terminaban en abrazos de lujuria desesperada como único telón de fondo en el escenario de utilería en que se había convertido su relación. No, no lo podía precisar. Pero ella se dejó llevar. Seducida por la idea del dinero fácil, se dejó llevar. Excitada por la posibilidad de dar rienda suelta a una facilidad para la entrega sexual exenta de conflictos de conciencia. Hasta entonces, hasta esa relación relativamente estable con él, Pola había ejercido siempre una sexualidad indiscriminada y dispersa, centrada en un placer fácil —asumido, gozoso, sin compromiso—, que no lograba ocultar a veces, sin embargo —sobre todo cuando bebía de más—, la propia historia personal tra-
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mada con hechos tan reiteradamente dramáticos que se habían vuelto tópicos vulgares: el abandono del padre, la violación de los primos y los tíos, la poca estima en que se tenía, la belleza de un cuerpo como única carta de presentación, el cuerpo donde había concentrado las imposibles respuestas al tedio vital, al vacío, a la náusea de sí misma. Así la había conocido, en una de las incontables fiestas que ella y su madre —simpática alcahueta— convocaban con pretextos insostenibles, y que se iban organizando solas, con una planeación improvisada, según el vaivén del entusiasmo etílico de sus participantes, quienes llegaban al apartamento de ellas con bebidas, a veces con comida, siempre con un hambre de la piel de Pola quien se mostraba y se daba y alimentaba a todos ellos con el maná generoso de su sensualidad. Acostumbrada a ser el centro erótico de la fiesta, Pola atraía naturalmente a más varones que mujeres y pronto aquella reunión era una competencia de machos furiosos que se peleaban el cetro melifluo de la colmena. Conociendo sus desventajas en ese terreno, el único mérito de Junco esa noche fue haberse dedicado a beber un poco menos que los demás y quedarse hasta el final, en una madrugada de excesos que acabó poco a poco con las pasiones de la mayoría en desbandada. En el silencio del apartamento antes ruidoso, y con la madre sumida en un sueño de brandy, ella lo llevó a su recámara como pudo haber llevado a cualquiera esa noche. Y él se dejó llevar no solo a un cuerpo sino a una sabiduría siempre presentida, siempre negada, ahora repentinamente cumplida. Él, que se había distinguido —
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aun a su despecho— como el solitario del grupo, veía ahora la convergencia de los hilos de su vida, usualmente enmarañados y resecos, convertidos de pronto en un nudo de puro placer que la inexperiencia de su corazón confundió con sentimiento. Por eso retribuyó esa noche con una permanencia insólita de días, de semanas, de meses, de años, al lado de ella. La joven no esperaba ni comprendía esa dotación de lealtades no pedidas ni creía en los heroísmos del sentimiento, pero no lo rechazó. Su corazón y su cuerpo estaban ya demasiado cansados, a pesar de que ambos —corazón y cuerpo— se habían resignado a una complicidad utilitaria y compensatoria en lechos que se volvían eternas pasarelas de amantes que se usaban mutuamente. El intercambio desigual con los hombres de su vida había arrojado para ella el saldo oneroso de la soledad y el descrédito social, en una comunidad liberal de doble cara. Emparentados por distintas afluentes del desamor, ambos, Pola y Junco, decidieron entonces convertirse, literalmente, de la noche a la mañana, en siameses del sentimiento. Probablemente —pensó Junco— su historia no era muy diferente de la historia de la mujer de la esquina. Por caminos distintos, superando otros escollos, enfrentando las caídas diarias del alma, las frustraciones progresivas del cuerpo, los miserables dramas de cada día, ella había llegado también a su propio límite. Por eso estaba ahí, parada en esa esquina, procurando disimular la tensión que produce el miedo, cuidando ese porte de dueña de un territorio, perfeccionando la supervivencia en el colmo de los vórtices.
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La mujer miró el reloj y Junco se acordó de Pola. Ya no pensaba siquiera en el dinero, cuando de pronto sonó el timbre de la puerta, y él sintió que un dedo pulsaba directamente sobre su corazón. Abrió. Pola antepuso a su entrada la coraza de una sonrisa, pero él percibió debajo de la mueca una especie de fatalidad, el cambio inevitable en el curso habitual de las cosas, la sensación de entrar en declives sin asideros, sin fondo, sin regreso. La joven, sin hablar, se sentó a la mesa. Trató de componer sus rasgos, pero la tensión acentuaba la fealdad de su rostro: su frente, demasiado ancha, atormentada por el sudor; sus labios, estirados por una apócrifa sonrisa; su nariz y su mentón, apuntando ambos hacia el frente como queriendo alcanzarse; toda ella encajando en el alma el nuevo fracaso, la nueva decepción, el ultraje de otra derrota. Extrajo entonces de la pretina de la falda un diminuto monedero de bordes deshilachados. Lo abrió y sacó del interior un billete doblado en pequeños cuadros. Lo extendió y depositó sobre la superficie sin mantel. Era un billete de baja, muy baja denominación, ajado, descolorido, sucio. —No quiso saber nada. Le expliqué, pero no quiso saber más. Me dijo que lo tomara como un préstamo. Estaba sacado de onda cuando me dio el dinero…, bueno…, eso —y señaló el billete como si no quisiera darle más valor que el del material de que estaba hecho—. Luego dijo que estábamos locos... Y a petición de Junco, la joven le contó en detalle la aventura. Y mientras lo hacía, Junco recordó que no era la primera vez que le contaba cómo había estado con otros hombres. Había descubierto que le excitaba la ira
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lenta de los celos que se mezclaban al deseo por poseerla que se apoderaba de él. Y llegó a exigirle tantas veces los relatos que ella acabó por aburrirse. Como Pola carecía de fantasía para mentir, él empezó a completar las historias con un delirio tan desaforado que concluía levantando escenarios desquiciados a la altura de sus pasiones. Cuando ella terminó de hablar, se quedaron varios minutos en silencio. Luego, él fue hacia el balcón, y Pola, al poco rato, lo alcanzó y se acodó en el pretil, a su lado. Ambos miraban ahora a la mujer allá abajo, quien al parecer había terminado de atender al hombre del Jetta rojo. Se paseaba con parsimonia de un lado a otro o se recargaba en la pared. Parecía cansada. “Si yo también...”, pensó Pola. Y luego, dijo en un susurro, lo suficientemente claro para ser escuchado, pero no dirigido a nadie, como si él no estuviese ahí, junto a ella, mirando a aquella mujer de la esquina: —Como lo hemos imaginado hasta ahora no funciona. No tenemos suficientes amigos. Pero tal vez como ella, así, sería más fácil. El problema es el lugar. Si tuviera un lugar para llevarlos, un lugar... como éste. Su vista permanecía fija en la mujer allá abajo. Junco volteó hacia Pola y se sorprendió de aquella nueva expresión. Había una extraña seguridad en esa faz de ángel feo, una determinación de loca que brillaba en los ojos desesperados por la miseria. En el desconcierto de su colisión de lealtades, entre su animalidad acosada y su interés pecuniario, Junco anticipó en el cuerpo de su mujer los olores de los otros, la suma de las caricias repartidas, algo inevitablemente sórdido y excitable en el dinero que anticipaba su quimera.
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Así estuvieron mucho tiempo, hasta que ella, lentamente, inició el movimiento: primero lo miró largamente —como si no reconociese en aquel ser al compañero y estuviese a punto de despedirse del ahora extraño— y luego dio dos lentos pasos hacia atrás antes de girar el cuerpo y entrar de nuevo en el apartamento. Él escuchó los pasos de ella al llegar a la puerta. Escuchó el rechinido del picaporte, el crujir del vano derruido al cerrarse de nuevo, los pasos que se alejaban en la escalera sucia de orines de gato. No pasó más de un minuto cuando la vio salir del edificio, cruzar la acera resquebrajada y dirigirse resueltamente a la esquina, donde la mujer se paseaba con los brazos cruzados y miraba al suelo, como meditando si debía quedarse aún o ya retirarse, luego de un día quizá fructífero. Junco vio cómo Pola se acercaba a la mujer y la abordaba. Las vio conversar e intuyó —desde la incredulidad, la incertidumbre, la esperanza— el contenido de esa conversación. En vilo durante cinco, diez, quince minutos, Junco comprobó que la noche —enseñoreada ya en la turbia calle— palpitaba dentro de sus venas y que el frío de su piel chocaba con el calor que el día tropical le había derramado. Creyó ver que la mujer dirigía una vista sesgada hacia arriba, hacia donde él aguardaba en suspenso, y supuso que el asunto marchaba, puesto que las mujeres, allá abajo, continuaban el imaginado coloquio. Entonces un automóvil se acercó y se detuvo ante ellas. La mujer de la falda roja se recargó en la portezuela, con medio cuerpo dirigido hacia Pola, a quien señalaba, a quien luego llamó, a quien hizo subir al auto.
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Luego, ella también se montó al vehículo, que se enfiló lentamente hacia la esquina, donde dobló. Junco se dirigió entonces a la sala. Sobre la mesa reposaba el billete que Pola había recibido de Alonso, aquel pobre diablo. Lo tomó y salió a la calle. Había decidido comprarse una cerveza. Al menos, para eso le alcanzaba ahora. Probablemente al rato tendrían para cenar.
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Juego de niños
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abíamos acordado reunirnos en el terreno baldío, detrás de los edificios azules de la parte oriental de la Unidad. Estábamos en lo más recóndito de ese paraje, al amparo de miradas extrañas, sentados sobre ladrillos o echados en el suelo arcilloso, al pie del terraplén de hierbal y cascajo. Seis habían pasado ya la prueba, como lo habíamos pactado. El volado lo había decidido: primero las niñas, luego los niños, de manera alternada. La exhibición estuvo marcada por la picardía y el bullicio. Los seis primeros habían mostrado sus genitales como quien muestra a un adulto las manos sucias de dulce después de haber sido sorprendido en el robo de caramelos que de todos modos le pertenecen: travesura divertida y turbación conveniente. Vimos desfilar así, entre la bufonería procaz de los chicos y la risilla nerviosa de las chicas, penes blancuzcos y pequeños, de glandes sonrosados y tersos, algunos muy anchos en la base, otros demasiado afilados, como popotillos de mim-
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bre; y pubis apenas velados por pelusas exiguas y labios mayores inmaculados y más bien tiernos. Consideré una fortuna que a Helena y a mí nos correspondiera cerrar la función. Pensé que, así, la curiosidad y el escándalo serían menores; eso me tranquilizaba un poco. Sin embargo, cuando tocó el turno a Helena, todos guardamos un silencio expectante, tenso; la atmósfera se cargó de excitación. A mí me empezaron a sudar las manos, el estómago pareció hundírseme en un repentino vacío y mi corazón emprendió una marcha desbocada. Helena era “la nueva” de la Unidad y su cuerpo tenía formas de mujer. Sus ojos ámbar y sus maneras arrogantes, que yo odiaba, ejercían sobre mí una atracción que me tenía de mal humor todo el día. Recién había ingresado a nuestro grupo, y de alguna manera, someterse a “la prueba” era una especie de examen de admisión. Aguardó unos segundos antes de llevarse las manos al borde desgastado de la falda. Luego subió lentamente la tela hasta descubrir el triángulo blanco de las bragas. Al llegar a este paso, alcancé a percibir una ligera contracción en las piernas. Entonces, miré su rostro. Una tenue coloración arrebolaba sus mejillas y el labio inferior hizo una breve sacudida, como si reprimiese un espasmo de ira. Toda su expresión era, irónicamente, retadora. Llevó el pulgar a lo alto de la braga y se la bajó de un tirón hasta la mitad de los muslos. El pubis de Helena, en su parte superior estaba ya cubierto por una pelusa tersa de un castaño más oscuro que el de su cabello, un pelillo que no alcanzaba a velar totalmente la parte inferior, en donde destacaban aún los contornos ávidos de los labios mayores. La mata había quedado os-
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J u e go de n iñ os
tensiblemente apelmazada por la presión de la tela, y una raya de bordes suaves la dividía en dos, como si su dueña la hubiese acicalado para aquella ocasión. Nadie hizo bulla como en las exhibiciones anteriores. La actitud de Helena era solemne y más bien digna, y su postura semejaba la de un paje desenrollando por sus extremos un pergamino con un mensaje secreto, turbador, indescifrable. Estábamos pasmados, incluso las otras niñas, y solo reaccionamos cuando Helena, con un rápido movimiento, se subió el calzón, dejó caer el borde de la falda y abandonó el centro del círculo formado por el grupo. De pronto, todos voltearon a verme. Comprendí que era mi turno. Como de alguna manera se trataba de cubrir un mero trámite, pues la parte más atractiva del espectáculo había pasado, me apresuré a cumplir mi papel de la manera más expedita. Todos los ahí presentes, exceptuando Helena, conocían mis genitales; no pensaba demorarme mucho en aquel trámite, ni bufonear como lo había hecho la primeras ocasiones. Me desabroché el pantalón, bajé el cierre de la bragueta y extraje mi pene, blando y oscuro, que me pareció en ese instante muy grotesco. Aunque nunca me había inhibido esta exposición tumultuaria, ahora cierto desasosiego me hacía temblar, pues mi balano se empequeñecía mucho más de lo normal que en estado de reposo, y el glande se hundía inevitablemente como la cabeza de una tortuga ante un inminente peligro. Como no me habían circuncidado, el prepucio se lanzaba hacia el frente formando una terminal rugosa y deforme, como los labios de una octogenaria desdentada. Oprimí la base de mi falo y es-
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tiré el pellejo hacia atrás, de modo que ganara un poco de turgencia. Me sentía avergonzado ante Helena, cuya mirada implacable se clavaba en mi bajo vientre. Su expresión seria era inescrutable, pero mi orgullo herido la convertía en desdeñosa y burlona. Terminé aquella penosa exhibición con una sensación innoble de derrota. Al salir de aquel sitio, no me preocupaban las chanzas procaces de los demás niños ni las risillas cómplices de las niñas, sino la gravedad pensativa de Helena, que caminaba un poco alejada, extrañamente adulta en sus catorce años. Había arrancado varias hojas de fresno y mordisqueaba sus orillas, como si analizara su sabor, sin dejar de mirar al frente. No sé por qué, pero me pareció que se sonreía irónicamente, como impulsada por algún recuerdo íntimo. Era una sonrisa muy ambigua; y tan pronto creí adivinar en ella un dejo de malicia, como si poseyera un saber que a todos escapaba, luego me pareció entrever un fondo extraño de amargura, como si ese saber contuviera, agazapados, abismos que a todos concerniesen, misterios, verdades solo veladas para mí, un sentido oculto que involucraba de manera insólita mi propia felicidad, algo muy íntimo, algo doloroso, quizá anticipando todo aquello que finalmente me ocurriría después, y ya me ha ocurrido y ya no me ocurrirá jamás. Ansiedad, incertidumbre —como piedras atoradas entre garganta y pecho— me tuvieron inquieto toda la tarde, y luego muchas tardes más..., tal vez demasiadas para un evento dotado de malicias que hoy me parecen ingenuas, de intensidades tiernas puerilmente escabrosas, acaso sin efectos. Sobre todo sin más vivencias, pues nunca crucé una palabra con Helena. De hecho, nunca
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más regresé al terreno baldío, aunque supe que los niños seguían con las exhibiciones colectivas. Supe que Helena tampoco regresó después de aquella primera vez. Extrañamente no intenté buscarla. Sin embargo, me dolió cuando me enteré de que se había mudado de la Unidad. Yo también, al poco tiempo, apenas cumplidos los catorce años, salí de aquella zona y no volví a ver a mis amigos.
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Ruleta rusa
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i Alfo quería salir a tiempo, tendría que apresurarse. No tardaría en amanecer, y aún tenía que entrar al cuarto de los viejos sin que éstos despertaran. Sería tal vez la operación más difícil, la más tardada, puesto que reunir sus pertenencias —un par de pantalones, un par de camisas, un par de zapatos, la poca ropa interior con que contaba— era asunto de minutos. Miró el reloj de manecillas fosforescentes y se acercó a la ventana abierta de marco desvencijado. Entre los agujeros de la sábana que fungía como cortina, se colaba el aliento tibio de la madrugada que aún dormía. Decidió de cualquier forma llevar el suéter que su madre había tejido para él, por si la mañana llegaba a enfriar. Katia también dormía. Estaba echada sobre un costado, de cara a la pared, y la sábana que la cubría había caído al suelo, inútil, ovillada al pie del catre. El camisón, fruncido en la entrepierna, se había deslizado ligeramente hacia arriba; y a pesar de la penumbra, Alfo percibió la imagen clara de la hermana, el muslo cobrizo
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y firme, la orilla de una braga de atisbos anhelados; la rotunda cadera; la dura redondez de un seno que asomaba bajo la axila del brazo levantado, como si lo llamara, como si lo mirara y le reprochara al mismo tiempo esta contemplación, este abandono. Y se sintió presa de los febriles apremios de tantas noches. Pasó con mucho cuidado debajo de la hamaca donde Pino dormía, y el olor rancio de los pies sucios del hermano menor le golpeó la nariz. No había logrado habituarlo a lavárselos antes de dormir, y el olfato de Alfo había tenido que convivir cotidianamente con esa presencia. Pero no solo con ella: el tufo del cuarto era una mezcla de emanaciones de animales humanos compartiendo un mínimo espacio, a lo cual había que agregar el aroma único de Katia: su perfume de manglar dulce y picante. Ese perfume, tan parecido al efluvio de la vainilla húmeda, se mezclaba con el olor lácteo del sudor de la querida epidermis de la hermana. Era una exhalación que se había impregnado tantas veces en las manos de Alfo, en sus labios, en la memoria más íntima de su piel, primero en juegos tiernos, aparentemente inocentes, luego en juegos conscientemente maliciosos, juegos de adultos que derivaron en una relación soterrada, condenada, imposible. Paseó su mirada por la oscuridad que inundaba el cuchitril, como si pudiera ver. Recorrió con la memoria cada pared, cada rincón, cada objeto, pensando en lo que pudiera hacerle falta. Pero nada de aquello le inspiraba ya algún deseo, alguna nostalgia, alguna sensación de pertenencia: al contrario, su desorden escandaloso (como si el estar de cada objeto en el lugar equivocado fuera un grito), su nítida pobreza (como si la esmerada
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limpieza de la madre trasparentara la penuria), su fealdad promiscua (sobre todo lo que ahora significaba esa promiscuidad), le hacían brotar de nuevo esa gana de vómito, ese asco, esa opresión en el pecho: como si todo aquello se amontonase en él y ganara a cada segundo un peso descomunal que estuviese a punto de asfixiarlo. Nada parecido sin embargo a lo que sintió cuando los descubrió. Tal vez porque aquella era una noche lluviosa, y el padre sabía que en tales ocasiones Alfo ya no regresaba a casa, pues prefería dormir en el hotel antes que atravesar las calles inundadas de esa región. Tal vez porque el padre había bebido lo suficiente como para atreverse, estando la propia madre en el otro cuarto. Tal vez porque el ruido de la cerradura, el de sus pasos, el de su respiración agitada habían sido opacados por el del agua cayendo en los techos de lámina, por el de los chorros corriendo por los arroyos en las enlodadas calles sin pavimentar, por el del viento enfurecido que golpeaba ramas y ventanas. Lo cierto es que ninguno se dio cuenta. El bulto se movía con dificultad encima de Katia, quien con gestos silenciosos de ostentoso rechazo (Pino podía despertar) intentaba alejar de sí aquella atrocidad. Desde el marco de la puerta, en el umbral compartido del cuarto de la madre y el cuarto donde se desarrollaba la escena, Alfo percibía la respiración sorda del encuentro forzado, mezclada con la propia respiración suya, convulsa y ensordecida por los latidos de su corazón adolorido y perturbado. Nunca se perdonaría aquella inmovilidad, aquel miedo, aquella parálisis reveladora de la otra acción, la propia, semejante a la que veía escenificada aho-
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ra por las dos personas que más amaba en aquel sitio. Un arrastrar el paso, un aclararse la garganta, cualquier ruido hubiera bastado para que aquello terminara. Pero Alfo continuó ahí, embotado por la escena de sombras que debatían su destino; aturdido por aquel espectral espectáculo, como si éste le hubiese dado de pronto un golpe en la nuca; entumecido de pies a cabeza no solo por el frío del agua de lluvia que lo había empapado, sino por la insensibilización súbita que había atrofiado cualquier reacción hacia delante. Supo en ese momento que alguna forma de pesadilla se había materializado frente a él y que sería incapaz de vencer aquel pánico. Por eso aquella noche huyó de ahí, presa de un horror nuevo, inquietante, único. Se sacudió aquel recuerdo con un estremecimiento de hombros, abrió un cajón del clóset y sacó el arma. Era un revólver viejo, de culata gruesa y cañón corto, que había pertenecido al padre y que él había heredado al cumplir la mayoría de edad. Cuando el viejo se lo regaló, el enojo de la madre no tuvo medida. Gritó, amenazó, suplicó, pero nada surtió efecto: la bilis derramada por ella tras la imprudencia del padre no pudo evitar aquel “desaguisado”, como definió ella el hecho (término utilizado por la afligida mujer apenas dos veces en su vida: la otra, cuando su novio —hoy cónyuge— la violentó en el sofá de los abuelos ausentes). Su padre había adquirido ese revólver para ahuyentar a los ladrones de la zona, que de pronto empezaron a depredar también los comercios viejos como el suyo, esos pequeños establecimientos de barrio añejo, respetados antes por los primeros maleantes del rumbo, quienes
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trabajaban en general en las supermanzanas ricas, en la zona del centro, algunos en el área de playas. Pero ahora, incluso su tienda de abarrotes había sido asaltada en dos ocasiones, y aunque la pérdida había sido mínima (qué podían llevarse de un tendejón como aquél), la posesión de un arma defensiva dio al padre una seguridad de macho cándido, y a la madre, una preocupación más. Alfo guardó el revólver en el bolsillo amplísimo del pantalón que le quedaba a media nalga. Lo echó prácticamente al fondo como acostumbraba arrojar el manojo de llaves. Sin precaución alguna. ¿Qué precaución debía tener ante un objeto inútil que había demostrado su poder solo en una ocasión? Fue aquella vez cuando él y Katia fueron al ejido más cercano, donde se internaron hasta asegurarse de la soledad de aquella inmensidad verde. Sobre tocones colocaron piedras pintadas con el bilé de Katia, y se retiraron a una prudente distancia. Primero disparó Alfo. La percusión seca del arma fue acompañada de un silbido sordo, como un latigazo de llama delgada que hendiera el aire. Tocó el turno a Katia, quien apuntó, nerviosa y seria. Accionó el disparador: un chirrido de resorte oxidado salió del gatillo y un sonido opaco se agolpó en el tambor. Alfo revisó el arma y probó varias veces hasta constatar que aquello estaba atorado. Lo intentó de nuevo, y el arma tosió trabajosamente. Luego se volvió a atorar; luego funcionó otra vez, y así, sucesivamente. Era una especie de ruleta rusa que tenía como blanco una piedra cuya marca de bilé primero terminó recalentada por el sol antes que marcada por alguna posible bala. En suma, el arma era un cacharro obsoleto.
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Salió del cuarto y se deslizó a la sala. O lo que había sido la sala original y hoy era el espacio de la tienda, atravesado por un enorme mostrador de madera ya gastada. Al frente, en los rincones y entre las ventanas habían sido colocados los exhibidores de frituras, galletas y dulces; los refrigeradores para los refrescos y las paletas congeladas; los muebles de plástico para los garrafones de agua. Y detrás del mostrador se hallaban los estantes de madera con la poca mercancía que la madre comerciaba. La madre. Siempre la recordaría así, trajinando detrás de ese mostrador, mirando obsesivamente la pantalla de la televisión, tejiendo suéteres para una venta improbable en aquella región, dejando sus días, sus años, su vida en cada venta, en cada centavo que entraba en la caja, en cada peso que nunca alcanzaba para amortiguar una existencia cebada en la pobreza, que de alguna manera había que acabar. Alfo tomó algunas bolsas de galletas y latas de comida, y, con la talega al hombro, se enfiló al cuarto de los padres, cuya puerta siempre se mantenía entreabierta. Entró y miró los bultos tendidos. La lenta respiración que salía de aquel lecho parecía la de un animal bicéfalo que pernoctara en su última guarida: el ronquido monótono de él, la carraspera suave e intermitente de ella. Rodeó la cama y sacó el arma. La dirigió primero hacia él. Accionó el gatillo. De nuevo el clic sordo e inútil, confundido con el ronquido. El padre se movió, como si realmente una bala hubiese penetrado su cuerpo, como si ésta hubiese sido un fino clavadista entrando en el agua de la alberca. Luego apuntó hacia ella y movió el disparador, pero en este caso ni siquiera pudo
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empujarlo hacia atrás: estaba definitivamente atorado. Dio vuelta en redondo y quedó frente a la cómoda de su madre. Ahí estaba el cofre de madera, de conteras de alpaca. Lo abrió. Dentro estaban las alhajas de fantasía que su progenitora guardaba como un tesoro y, debajo de ellas, el dinero. Era un fajo gordo de billetes de diversa denominación, atado con una liga y envuelto en una bolsa de plástico y sellado con cinta adhesiva. La madre lo había acumulado durante años y se negaba a guardarlo en el banco por una oscura superstición, por un inexplicable prejuicio, a pesar de los asaltos. Tomó el cofre y lo guardó en la bolsa. Puso en su lugar el revólver, aquel artefacto inservible, voluble, como la vida de papá, como la vida de mamá, acaso como su propia vida. Se dirigía sigilosamente a la puerta cuando su padre se abalanzó sobre él y le apresó el brazo. El viejo había abierto los ojos momentos antes y se había quedado en la cama paralizado por el miedo, observando los movimientos del malhechor. Si bien nunca creyó tener que enfrentarse a un ladrón de verdad, la sorpresa mayúscula fue descubrir en este papel a su propio hijo. La mañana había deslizado un poco del velo de sombra, pero había sido lo suficiente como para que él reconociera la silueta y se llenara de estupor. Fue entonces cuando se decidió. —Deja eso ahí, desgraciado. Alfo, de un tirón, se desprendió fácilmente de la tenaza artrítica del viejo. El fulgor de la luz primeriza del día se dejaba caer por la ventana e iluminaba aquella patética figura: los calzoncillos holgados bajo el redondo vientre, el torso desnudo y flácido sobre las piernas ralas
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y blancuzcas, el sudor reverberando en el albor. Sin prestar más atención, se encaminó a la puerta, pero antes volteó hacia a su madre, quien se encogió aún más cuando su hijo se animó a verla. Alfo sabía que la vieja presenciaba la escena y le extrañaba que no hubiese hecho un escándalo. La madre lloraba en silencio y se tapaba la boca con la punta de la sábana que le cubría el cuerpo. El joven dio media vuelta, decidido a salir de ahí de una vez por todas. —¡Te dije que dejaras eso ahí! Alfo se detuvo y miró de nuevo a su padre. Éste empuñaba ahora el arma con las dos manos y temblaba. Le apuntaba con furia y parecía realmente decidido. Alfo miró con desprecio aquel inútil artefacto, luego lanzó una ojeada burlona sobre el rostro de falso héroe de su progenitor y se encaminó decididamente hacia la puerta de salida, con el padre siguiéndole, pisándole los talones. Franqueó rápidamente la puerta de lámina oxidada, que daba directamente sobre el arroyo pedregoso, pues la banqueta había quedado del otro lado de la calle. Y entró en la madrugaba, que clareaba lentamente. El rocío cayó sobre su rostro, sobre sus manos, sobre su corazón. Sobre la imagen aún fresca de Katia. Miró el cielo. Filones de nubes se unían lentamente hasta formar una capa plúmbea que cubría incluso el horizonte. Sería sin duda un día nublado. Seguramente con lluvia. Entonces escuchó el disparo.
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Un destino
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l salir de la delegación de policía, Renato recibió en pleno rostro el resplandor del alba y sintió vergüenza. Fue como si la mañana que empezaba a calentarse le reclamara el bienestar inmerecido que derramaba sobre él. Como si Renato supiera que las dos noches pasadas en aquel agujero —en medio de malvivientes y en el rincón más cercano al sumidero que fungía como letrina— hubieran marcado su piel con alguna suerte de estigma y nada fuera ya lo suficientemente bueno para extirpárselo. Incluso el entorno le parecía hostil: la acera húmeda de rocío y los reflejos del sol primerizo sobre los escaparates de las tiendas que despertaban, sobre los parabrisas de los automóviles que empezaban su loca carrera matutina, sobre los rezagados charcos de lluvia de madrugada; todo parecía exponerlo a una condena pública. Sus uñas ennegrecidas hurgaron en los bolsillos del pantalón y extrajeron un cigarrillo partido por la mitad, que empezaba a desmoronarse. Lo recompuso a
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pesar del temblor nervioso de sus manos, débiles como su cuerpo por falta de comida —llevaba dos días sin probar alimento—, y pidió lumbre sin éxito a un transeúnte apresurado cuyos ojos se alertaron y huyeron de aquella figura lastimosa. Recordó entonces su facha. Llevaba la ropa embebida de un sudor reciente que remojaba las manchas blancuzcas de un sudor atrasado. Era la ropa con la que había jugado futbol toda la mañana del sábado, antes de que los policías irrumpieran en la cancha improvisada en el callejón del barrio, e intentaran llevarse al portero de su equipo, Mauro, renuente a pagar cierta cuota que le permitía seguir distribuyendo en la zona sin ser molestado. No supo cómo se generalizó la gresca. La agresión artera de los uniformados, las cervezas consumidas desde temprano y los ánimos encendidos por un marcador en contra formaban un coctel peligroso que terminó por estallar en una riña, dejando como saldo varios heridos, entre uniformados y futbolistas callejeros, y curiosos espectadores que se sumaron a la batalla. Al cabo, lo único cierto para él, una vez detenido, era que no tenía dinero para acelerar su salida —no pensaban retenerlo— y tuvo que permanecer encerrado ese fin de semana, atormentado por la encomienda de Mauro —ahora incumplida—, pero, sobre todo, con el corazón acribillado por el dolor cada vez que recordaba a Silvia. Silvia. Días antes, habían acordado verse en un cuchitril acondicionado por Renato para su primer encuentro. El cuchitril era el cuarto de servicio doméstico de la casa de un amigo. Y la cita era el sábado. Y mien-
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tras él procuraba acomodarse para dormitar en el duro piso de la celda colectiva, imaginaba a Silvia subiendo los escalones para acceder al pasillo que conducía a la azotea, abrir la puerta de aquel nido que él había preparado con tanto esmero, sentarse a esperar —expectante y sonriente, tal vez nerviosa—, quedarse dormida finalmente —con la esperanza rota, con la frustración, con el desengaño— ante la certeza de que él no vendría. Supuso Renato que ella ni siquiera concedió que él podría tal vez estar en problemas. El compromiso al que habían llegado la tarde anterior tenía tal solemnidad de pacto que era imposible faltar a la cita. No solo era culminar así un lento acercamiento de las pieles, demasiado caldeadas ya como para soportar una demora más; no solo era una especie de rúbrica al prudente noviazgo en que habían convertido su relación —ellos, tan liberales, que nunca habían necesitado de formalismo alguno para irse a la cama con nadie—, sino era la manera de apostarle-a-un-futuro-en-común, de aceptar jugar con las cartas que les habían tocado y de atreverse a cambiar aquellas que no convenían para una partida en la que de todos modos no creían mucho: él, decidiéndose a abandonar por fin el hogar paterno; ella, esperándolo hasta que se estabilizara (con un trabajo, con una casa, con todo aquello que convierte a los seres humanos en animales de costumbres, en respetables ciudadanos dispuestos a colocarse los yugos necesarios). Al llegar a la avenida, dudó entre ir a su casa a cambiarse la ropa, comer algo, tal vez dormir, o ir directamente a la casa de Silvia. Y antes de darse tiempo para meditar, sus pasos ya habían tomado una decisión.
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Y mientras pulsaba el timbre de aquella puerta y se recomponía un poco para enfrentar el desencanto iracundo de Silvia, percibió una extraña soledad en el entorno, una especie de abandono en aquellos pasillos, en las ventanas, en toda la casa, y un silencio agrandado y burlón tras cada timbrazo desesperado de él. —Los vecinos se mudaron ayer —dijo la voz dura del administrador de aquel fraccionamiento—. ¿Se le ofrece algo? —¿Ayer? Y antes de reponerse de su estupor, Renato se sintió literalmente registrado por la mirada de aquel hombre que parecía emanar destellos de pulcritud: los zapatos recién embetunados, las lustrosas uñas, el gel sobre el cabello, todo compitiendo entre sí para intimidar al joven. Recordó entonces que Silvia le había comentado que la familia tenía preparada la mudanza desde una semana antes y que el padre únicamente esperaba la conclusión de un trámite para completar su traslado laboral, lo cual podía anticiparse y, por tanto, anticipar la mudanza este domingo, aunque no era seguro. —De todas maneras, el sábado, cuando nos veamos, te dejo los datos de mi nuevo domicilio, allá en Querétaro —le había dicho Silvia días antes. Preguntó si la joven había dejado un recado para él, y ante la negativa escrupulosa y desconfiada del administrador, salió como un autómata de aquel lugar y se encaminó a su casa, a donde tenía que llegar luego de quince minutos de recorrido a pie hasta internarse en un barrio de pobres que había quedado enquistado en los linderos de aquella lujosa zona.
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Sabía que no encontraría a sus padres —ambos atendiendo “el negocio”, como llamaban al puesto de mercancía pirata que instalaban todas las mañanas en las afueras de una estación del Metro— y que sus hermanos —dispersos en las calles, tal vez alguno en la escuela— se habrían también ausentado toda la mañana de aquella pocilga en la que vivían hacinados. Probablemente en ese momento supo lo que quería hacer, aunque no estaba seguro si era lo que convenía o lo que debía. Solo necesitaba el dinero. Detestaba hacerle eso a Mauro, pero ya no se sentía en condiciones de arriesgarse, menos después de aquellas dos noches en los separos, que se le aparecieron ahora como una providencial advertencia. Se sabía cobarde y no necesitó mucho para comprobarlo. Ahora sabía que no estaba preparado para comprar la mercancía de Mauro —de hacerlo por él, porque éste estaba demasiado vigilado, como lo demostraba la redada del sábado. Y ya con ella en su poder, se sabía incapaz de empezar a distribuirla en la zona —a pesar de que Mauro le había pasado la lista de las casas, de las esquinas secretas, de las tienditas. No. Si bien todo aquello parecía demasiado fácil, también se le antojaba muy arriesgado para él. Era trabajo para otras agallas. Tampoco estaba dispuesto a esperar tanto tiempo antes de reunirse con Silvia como lo habían previsto, menos ahora que sentía la urgencia de explicarse ante ella, de aclararle que su deseo de formalizar su relación era real, que en verdad quería comenzar con ella una vida en Querétaro desde cero, para convertirla en su esposa, para ser
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el padre de sus hijos, para formar una familia y pasarse la vida trabajando por ella. Y mientras se repetía a sí mismo estos nobles propósitos, se daba cuenta de que había una nota falsa en ellos: sonaban a un voluntarismo hueco que no tardó en reconocer también como una providencial advertencia. También para eso se sentía cobarde. Al llegar a su casa, fue directo al armario, de donde sacó algo de ropa y enseres y se hizo la maleta de viaje lo más rápido que pudo, no fuera a aparecerse Mauro. Luego buscó el fajo de billetes. Era más que suficiente para el boleto de autobús, para instalarse en un buen hotel con otro nombre, para rentar una casa, incluso para pasar las primeras semanas sin preocuparse demasiado, antes de encontrar algo en qué ocuparse y tal vez enviarle el dinero de vuelta a Mauro —¿tal vez?— sin que éste fuera a buscarlo él mismo. Y antes de salir de su casa, abarcó velozmente con la mirada aquel recinto en el que tantas veces se había sentido asfixiado. Y se despidió. Había compartido ese ínfimo espacio con seis personas más, aturdiéndose con los ruidos que mataban cualquier tipo de privacidad, sintiendo cómo las paredes parecían venírsele encima en cada momento, sobre todo, viendo cómo sus padres envejecían sin terminar de levantar cabeza, como prometían hacerlo cada vez que podían, aunque la pobreza los aguijoneaba más hondo, sin piedad, sin posibilidad de soltarlos nunca más. Y mientras viajaba en el taxi que había abordado en la esquina y se dirigía a la Estación de Autobuses, supo por fin qué asignación propia le tocaba cumplir: reconoció en un impulso intuitivo y ciego la fecha y hora
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que se le había señalado, una fecha no anotada en ningún almanaque, una hora no marcada en ningún reloj, unos límites no estipulados por nadie, como no fuera por una especie de atmósfera de victoria derrotada, donde ganaba para sí mismo perdiendo lo único que podía salvarlo para los otros. ¿Lo ganaba realmente? Al llegar a la estación, se puso, sin embargo — como tentando una posibilidad—, en la fila para comprar el boleto a Querétaro. Fue como si del naufragio de un plan fraguado hacía tiempo con Silvia se rescatasen algunos objetos valiosos y él los quisiera conservar por inercia, por una especie de lealtad a unos recuerdos que, por más que quisiera, no lograban llenarse de sentido. Fue entonces cuando escuchó la llamada. Era la señal que quizá estaba esperando. Venía en forma de voz infatuada y falsamente cadenciosa de una mujer que anunciaba desde un ubicuo altavoz “la próxima salida con destino a Cancún”, como pudo haber anunciado la salida a Villahermosa, o a Mérida o a Sinaloa, pero no a Querétaro. Y la palabra Destino tomó la dimensión de algo más que un lugar físico y se concretó en una fatalidad inexorable, tan cierta como que algún día tenía que morir: tal vez de vejez en brazos de otra de las tantas Silvias que habría de encontrarse en el camino en cuanto se cansase de huir de una de ellas; tal vez acribillado por Mauro —cuando éste fuese sin duda a recuperar su dinero—, o por alguno de los Mauros en forma de sicarios que habría de encontrarse en el camino que había elegido, aunque éste mostrase el afeite de la honorabilidad, la pureza de las buenas intenciones recién fabricadas, un
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presente cuya fachada escondía el patio trasero de un pasado de leonera. Cuando el autobús salió de la ciudad y entró en la carretera, Renato recibió en pleno rostro el resplandor del ocaso y sintió vergüenza. Fue como si la tarde que empezaba a declinar le reclamara el bienestar inmerecido que derramaba sobre él. Como si Renato supiera que aquel crepúsculo —en que la cobardía y el miedo sellaban su destino— hubiera marcado su alma con alguna suerte de estigma, y nada, absolutamente nada, fuera ya lo suficientemente bueno para extirpárselo.
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Cada quien su paraíso
Así, cada uno pone su propio paraíso en el infierno de los demás. La romana, Alberto Moravia.
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e entrada no lo creyó. Pero alimentar de nuevo la idea de salirse del negocio —algo que había desechado casi fatalmente— la hizo aceptar de inmediato, aunque no le habían quedado muy claros los pormenores de la fuga. Porque de ese negocio no más se salía así: huyendo. Cuando Sonia le propuso el plan, estaban recostadas en este mismo colchón donde ahora se hallaba, un colchón de tela raída, cuyo olor a almizcle estancado se untaba en la nariz como un perfume malsano, y cuyo estampado de flores se ahogaba en el lodo de manchas secas, de color café lechoso. La “cama” era el sitio más bello de sus vidas. Ambas la habían recogido en un lote baldío, allá, en una de las supermanzanas del centro, y ahora saturaba con su presencia el espacio de este tabuco en donde “vivía” Sonia: ahí se habían amado por primera vez, ahí habían tomado la difícil decisión de entrarle juntas al negocio, ahí Sonia ahora le decía que había llegado el momento de pelarse
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porque las cosas se estaban poniendo feas, con tanta competencia peleándose la zona, con el riesgo constante de que las apañaran, con tantos levantones, lo más temible. Pero sobre todo, ahí —en ese raquítico rincón de pringada tela y quejumbrosos resortes— le estaba abriendo nuevamente la posibilidad de una nueva vida juntas, en otro ambiente, con otras personas, con otras opciones de ganar dinero, por ejemplo, en ese barcito que Sonia quería abrir con el ahorro de ambas, con lo que habían reunido en estos meses en que habían trasegado tanta dosis, tanta grapa, meneando la mercancía del compadre del papá de Karla, hundiéndose cada vez más en la locura de ese billete fácil, rápido, que les iba engrosando los bolsillos, que les iba nutriendo los anhelos, que les iba filtrando un miedo nuevo, difícil de digerir, atorado en el centro del estómago como una piedra de alfileres. No era el miedo excitante que suelta adrenalina cada vez que hay que surtir a los consumidores desde este cuarto, donde ahora esperaba a Sonia. Era otro el miedo. El ríspido: un abismo de navajas sin fondo al que cada una se asomaba a su manera cada vez que se enteraban de un levantón, de una redada en las tienditas, de un ajuste de cuentas entre los jefes. Era el puro miedo sin nombre a “no salir de ésta”. Por eso confió su dinero a Sonia y le dijo “sí, vamos a poner el barcito”, aun sabiendo lo difícil de salirse así nomás, con la gente del Rasta —sicario del compadre de papá— vigilándolas, desconfiando, cuidando el movimiento de la pasta, no fuera a ser que las putas le transaran su parte. Qué distinta esta sensación de entrarle a lo grueso, a lo prohibido, de aquellas otras sensaciones similares
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en su vida: una, cuando se dejó llevar por la labia de Sonia, por su condenado encanto, por su arrojo, por su cuerpo; otra, cuando hizo su primera entrega (una bolsita de las que Sonia le había asignado) a un muchacho con pinta de estudiante pobre, más asustado que ella, más alarmado por la belleza de bronce pálido de ese rostro aindiado que no esperaba encontrar; y la otra cuando se atrevió con Elio, su hermano, a compartir caricias hacía apenas algunos años, y quien se sentía obligado desde entonces a cuidar de ella, a buscarla cada vez más (incluso aquí, hoy mismo, según le había avisado, con todo el peligro que ello implicaba), para tratar de convencerla de que abandonara esa vida, de que se fuera con él a trabajar al hotel, donde ya le había conseguido un puesto de camarista. Karla ignoraba qué tanto sabía Elio. Estaba segura, eso sí, de que el hermano sospechaba de sus pasos: sus rondas asiduas en esa región (literalmente una región de mala muerte); su desaparición de las aulas, su repentina bonanza, el retruécano de amistad en que había convertido la relación con Sonia, esa chava célebre en la zona por sus transgresiones. Y por esos recelos ahora se aparecía repentinamente, la importunaba, parecía vigilarla. Y ahora que esperaba a Sonia para agarrar sus escasos trebejos y largarse a Playa a poner el barcito, ésta no llegaba. Aun cuando sabía que solo había ido a “arreglar la cobertura” con el poli Rivas, el mismo que las había apoyado cuidándoles las espaldas de aquellos que buscaban adueñarse de la zona, e incluso agenciarse la distribución del material del compadre. Así que solo esperaba el tintineo de la voz de su Sonia para que la vida le cambiara.
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Pero lo que escuchó fue el silbido del Rasta y lo que sintió fue una estocada en el corazón. Este era otro tipo de miedo y no lo había recordado hasta que oyó el sonido arrastrado que salía entre los labios del Rasta, como si de una fisura se escapara un gas ominoso. Corrió a la puerta para asegurarse de que el pasador estaba corrido y regresó al jergón para hurgar entre la tela. Metió la mano en el bastidor y extrajo un macuto separado del resto de la mercancía, esa cuota extra y alevosa por la que aquél venía de tanto en tanto. Luego se precipitó de nuevo a la puerta, abrió y se enfiló por el oscuro pasillo que conducía a la calle. Pero el Rasta ya se había adentrado en el corredor. La detuvo por los hombros cuando quiso esquivarlo y la repegó contra la pared. —¡Aquí está, aquí está! ¡Toma! —susurró Karla y extendió la mano. —Está bueno —dijo el Rasta y, tras arrebatárselo, se metió el sobre de plástico al bolsillo trasero del holgado pantalón. Pero no la soltaba. Al contrario, atenazó sus muñecas con una mano y con rápido movimiento las torció hacia atrás, de tal modo que los brazos de Karla quedaron inmovilizados en su propia espalda. Luego, pegó un leve rodillazo en la entrepierna de la joven y le fue separando lentamente los muslos. Karla se debatía con furia sorda, jadeante y silenciosa, pero cada vez más sometida. No era la primera vez. El Rasta había demostrado antes ya —en la cerrazón tenebrosa de una esquina, hacía unas semanas apenas— el poder de su cuerpo, membrudo y correoso, que pujó sin mucho esfuerzo sobre la joven. Aquella vez, Karla se defendió más, peleó
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más, pero sintió muchas veces más también el impacto de los puños brutales del Rasta en el pecho, en los riñones, en el propio pubis. —Desgraciado, puto, que se entere Sonia… que ya viene… —decía Karla al oído del bulto aquel que tenía casi encima, en un gemido sordo, como si de palabras cariñosas y alentadoras se tratara y no de una desesperada contención verbal amenazante. —¿Sonia? …si serás pendeja —contestó en un sofoco anhelante y casi festivo el agresor, que había tumbado a la joven en el piso, que había desgarrado el calzón, que buscaba su acomodo despiadado en un sexo humillado tantas veces, en un cuerpo cuyos codos empezaban a lacerase en el cemento pedregoso del pasillo—. Sonia está fajando con el Poli Rivas. Si serás pendeja, machorra de mierda. Karla recordó entonces la fuerza del despecho, la vehemencia extraviada que rebasa cualquier dolor sentido antes sobre su cuerpo excoriado, sobre su piel íntima desgarrada de nuevo, ante el punzante desgarrón del corazón que las palabras de saliva vidriosa del Rasta vertían sobre su rostro. Una lucidez frenética unida a un felino terror, se apoderó de su cuerpo y nunca supo qué tipo de contorsión la desprendió de aquel abrazo de infamia. Pero cuando se vio libre de nuevo, ya en la calle, le pareció extraño (en la extrañeza de la eternidad de un segundo) no sentir sobre ella la anatomía indecente de su atacante. Con esta nueva levedad, voló a la esquina donde sabía que Sonia negociaba con el siniestro oficial (porque de eso se trataba, pinche Sonia, de negociar, solo
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de negociar) y se detuvo a observar desde un árbol, tras del cual se sabía protegida. La patrulla —enfilada en batería frente a un lote abandonado— cubría la mitad de los cuerpos de Rivas y Sonia, pero no impedía ver el final del inequívoco abrazo. Era el final de un gesto, de otros varios gestos también inequívocos: la conclusión de aquello que Karla alcanzó a vislumbrar, en un latigazo de incredulidad, de miedo, con intuición de animal que olfatea el peligro. Entonces tuvo la certeza dolorosa de la pérdida total de fe en ti Sonia, pinche Sonia, y en todo como no fuera salvar el propio pellejo. Y es que, de pronto, los movimientos de Rivas y Sonia estaban deslizando en el aire un lenguaje que parecía cifrar el futuro: el Poli Rivas, con la bocina de la radio pegada a los labios, un nervioso manoseo de la Beretta de .9 mm, y el manoteo imperioso de quien grita órdenes; y la propia Sonia, enfilada ahora hacia otra dirección que no era la de su cuarto (adonde tenías que regresar Sonia, por mí, ¿te acuerdas?, el barcito, ¿te acuerdas?), en una clara urgencia por salir de la zona, por huir. Por eso, Karla —ya llorosa, ya aterrada en la comprensión súbita— regresó a salvar lo poco que podía servirle de aquella droga del compadre, lo poco que tal vez le ayudaría a vivir los próximos días en la espera angustiada de la resolución de varios nuevos enigmas: tal vez el de la captura, seguro el de la venganza, quizá el de la libertad, siempre con el terror como una nueva piel. Pero ya no tuvo tiempo de llegar. Dos patrullas y una camioneta de policía habían rodeado la calle, impidiendo el paso de vehículos y gente. Varios uniformados y
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hombres vestidos de civil —gente del propio Rasta, con éste a la cabeza— salían ya del cuarto de Sonia, llevando a Elio esposado: lo jalaban de la trabilla del cinturón, lo agarraban del cabello oprimiéndole la nuca, y habían desgarrado el uniforme del hotel donde aquél trabajaba. Todos los instantes convergieron de pronto ante Karla, de manera simultánea pero en cámara lenta —como había de recordar meses más tarde—: la figura de Sonia negociando su eliminación con el Poli Rivas (para poder seguir talacheando, para subir de nivel, chula, con protección y todo, ¿para qué trabajar con inexpertas como esa pendeja?), el ataque salvaje de un Rasta que jugaba también cartas dobles, la captura de su hermano (tan inoportuno) y su desaparición dada a conocer días después en los principales titulares (un ajuste de cuentas entre bandas —claro— que se peleaban las narco-tienditas), y su propia huida, empujada por la conmoción rauda de sus piernas empapadas de sudor, de polvo, de orina. Y un conocimiento nuevo encima. Un pánico inédito. La suma de todos los miedos: el pavor impensable de la traición.
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o raro no eran las cartas. Anteriores mudanzas le habían deparado hallazgos más extraños. Tampoco que hubieran sido abiertas. El deseo de fisgonear en las vidas ajenas es grande, más fácil que intentar conocerse a sí mismo y corregir la propia vida, había dicho alguien y ahora no recordaba quién. Lo raro quizá era que luego se hubiera querido disimular aquel fisgoneo, que, pensándolo bien, tampoco era tan grave. Las cartas al parecer habían llegado a esta casa cuando ya estaba desocupada, pero en algún momento una persona muy curiosa cedió a una tentación fácil. Lo verdaderamente extraño era que los sobres siguieran ahí, olvidados sobre aquella repisa, tampoco percibida por él cuando vino a ver el apartamento por primera vez, y que el arrendador no hubiera tenido el tino de destruirlos. O, mejor, de regresarlos al remitente, sobre todo para informarle lo mismo que a él cuando cerraron el trato: que el anterior inquilino (la persona cuyo nombre aparecía como destinatario) no solo ya no
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vivía ahí… sino que ya no vivía, simplemente. Su muerte, ocurrida meses antes, y los trámites subsecuentes, según refirió el casero de pasada, lo habían sometido a experiencias engorrosas y cargantes, pues lo enfrentaron a autoridades, y “hasta tuvo que hacer declaraciones” (frase que dejó escapar a despecho suyo y que le pintó en el rostro un gesto de fastidio, como si le hubiesen pisado los pies en medio de una multitud). Eran dos sobres color vino, cuadrados, pequeños. Los datos del destinatario y del remitente estaban rodeados de manchas azulosas y tenían el aspecto de un ramaje pisoteado luego de una tormenta. La pestaña del sobre había sido levantada con hábil cuidado y luego vuelta a pegar, pero era indudable que el tiempo terminaría por revelar de cualquier forma el ultraje a esa intimidad. Los bordes tampoco habían resistido. Luidos en las esquinas, se habían desgastado y mostraban un poco de su interior con la apariencia de una piel seca, como la de una pierna anciana a la que se le ha corrido la media. Le llamó la atención el nombre de la remitente: porque era mujer, por supuesto; Wislawa Wosniak, sin duda extranjera. Fue tal vez este detalle lo que picó su curiosidad: que fuera extranjera (eslava al parecer), como si el exotismo de este hecho justificara su interés. O quizá que el primer nombre fuera también el de una poeta que había leído hacía tiempo y cuyos versos —frágiles por su minimalismo formal, densos por la intensidad de sus revelaciones— lo habían fascinado. O quizá solo fuera que no era tan distinto de los demás como quería creer, y también cedía fácilmente al deseo de fisgonear en las vidas ajenas. Sin embargo, resistió: colocó de nuevo las
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cartas en la repisa y decidió entregarlas al casero a la primera oportunidad, tal vez mañana temprano, porque hoy ya no tenía tiempo: en la oficina estarían cuestionando su tardanza, y a él le urgía retomar sus ocupaciones —interrumpidas por la mudanza, alteradas por la violenta disputa con Alana—, sobre todo perderse en ellas y no pensar en nada más: en estos momentos su trabajo funcionaría como lo que más había repudiado: una droga que lo enervaba y le chupaba la vida, pero que hoy le permitiría evadirse y no tener que responder al ultimátum de Alana. Varias noches después, al llegar a su casa, encontró diversos sobres en el buzón del edificio. Por hábito de inquilino crecido en edificios tumultuosos, revisó el bulto acumulado a sabiendas de que nada se dirigía a él. Estaba a punto de regresar el paquete a su oxidado recipiente, cuando un sobre le llamó la atención. Reconoció en él las mismas características de aquellos que reposaban en la repisa de su casa, en espera de ser entregados por él al casero. Una sensación de calor y frío simultáneos le erizó la espalda y se instaló en la nuca varios segundos que se le hicieron eternos como si ahí le hubiesen fijado bloques de hielo. Esta última impresión, el escalofrío agolpado en la base del cráneo, le dio una certeza: si no entregaba las cartas hoy mismo al arrendador, llevaría su huroneo hasta esa intimidad. Apartó el sobre del paquete y se lo puso bajo el brazo con sensación culposa. Al entrar a su apartamento miró los datos de nuevo, ahora con más detenimiento, y los comparó con aquellos en los otros sobres. Sin duda se trataba de la misma dirección… y de la misma persona. Decidió abrir
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la que supuso era la primera carta (según la fecha apenas legible del sello postal) y se puso a leer. Se había sentado en el suelo, recargado en la pared, justo debajo de la repisa, y tuvo todavía un último pensamiento para Alana, de cuya casa acababa de salir tan poco airoso. La revisión del buzón y la decisión que acababa de tomar (leer las cartas) habían aplacado un poco su mal humor. La conversación con Alana había sido un desastre (porque cualquier otro calificativo sería un eufemismo para lo que fue aquel concierto de gritos discordantes en que se enfrascaron), y no solo no había servido para llegar a un acuerdo —casarse (algo en lo que ella se había empecinado) o esperar un par de años más (la propuesta de él, desechada a chillidos por ella)—, sino que los había instalado en posturas intransigentes de las que ahora no se querían mover, más por terquedad, obsesión o deseos de vencer al otro que por una racionalidad convincente para ambas partes. Al final, Alana puntualizó su ultimátum: si no se casaban ahora, no estaba dispuesta a ceder más tiempo a una relación tan informal como la establecida con él, a pesar del amor que le profesaba. No lamentaba los cinco años de vida juntos —había dicho—, pero ahora anhelaba estabilidad, un proyecto en común sobre bases sólidas, un respiro de sensatez. Así dijo: “respiro de sensatez”. Y a él le fascinó la frase por dos razones: primero, por su carácter formal, de una concentración poética admirable, rara en mujer de lenguaje tan directo como el de ella; luego, por las realidades subyacentes que escondía y al mismo tiempo revelaba: así que aquellos años de dicha para él habían sido para ella asfixiantes, como
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si se hubiese hallado inmersa en un mar de locura, en el fondo de un desorden del cual ahora necesitaba salir, como si requiriese jalar oxígeno en la superficie de una vida de convencionalismos que siempre había soslayado, varias veces criticado e incluso repudiado, según llegó a interpretar tras años de convivencia. Ahora las cartas de aquella extraña yacían sobre su regazo y la posibilidad de evadirse de su realidad de desencuentros, entrando por un momento en aquella vida, se materializaba en su vientre con un excitante cosquilleo. Lo único que hacía pensar en un sobre venido de otro lado del mundo eran los caracteres correspondientes al nombre y a una dirección escritos en un idioma ilegible para él. Lo demás, el contenido de la carta, estaba redactado en un español deficiente pero comprensible. Era evidente que aquella corresponsal conocía el idioma más allá de lo asimilable en una academia y hacía suponer estancias prolongadas en el país (tal vez durante un intercambio estudiantil). Luego del saludo, que trasparentaba cierto grado de innegable intimidad, pudo comprender que Wislawa estaba muy agradecida por algo que Marcelo había hecho. Y cuando leyó este nombre (Marcelo), volvió a él, pero ahora con mayor intensidad, la misma sensación de irrealidad fantasmal que tuvo cuando lo leyó en el sobre hacía días por primera vez: esta mujer no sabía que le estaba escribiendo a un muerto. No sabía que tal vez, mientras ella pergeñaba su mensaje, aquél se estaba ya despidiendo de la vida (o lo estaban despidiendo). No sabía que la imagen de él en su mente no correspondía a ninguna realidad corporal, ni que mantenía vivo un recuerdo solo sostenido por ella
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con el énfasis de esas palabras que rebosaban emotividad detrás de la gratitud. Esas líneas lo invocaban de tal manera que dudó hasta de la información dada por el casero y tuvo la impresión de que Marcelo entraría en cualquier momento por la puerta, increpándolo por aquel insoportable fisgoneo. Por el tipo de afirmaciones que contenía aquella carta, no era difícil inferir la historia típica del romance entre una visitante extranjera y un servidor turístico. Al parecer, a los pocos días de sus vacaciones, Wislawa se había relacionado íntimamente con Marcelo, representante de ventas en algún momento de su estadía. Por la manera de contar de la joven —un estilo parco debido al léxico frugal, que más que aclarar confundía—, pudo sacar algo en claro, sin embargo. Al cumplir la semana de su estancia en esta ciudad, un suceso desagradable le ocurrió a ella aquí. Por sus palabras (no siempre legibles), o por los términos elegidos (ciertamente imprecisos), pudo haberse tratado de un asalto violento, o incluso de algo más grave (¿tal vez, un secuestro?). Ella le agradecía su intervención y expresaba su sorpresa por la manera en que se había enterado tan a tiempo de dónde estaba (sí, pudo tratarse de un secuestro) y estaba muy reconocida por haberse arriesgado incluso a trasladarla a su casa. Sobre todo, afirmaba, seguía sin entender cómo había podido enfrentar a aquellas personas que la maltrataron así y que parecían dispuestas “a lo peor que te puedas imaginar”. Pero sobre todo, le agradecía que no hubiese tenido que intervenir la policía. Ahora, a la distancia, se atrevía a contactarlo por el único medio que pudo conservar de él, su dirección postal, anotada en su diario de viaje dos
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días antes de su intempestiva despedida. Y lamentaba tener que emplear “este correo de caracoles” y no contar con su dirección electrónica personal. En la agencia de viajes no habían podido darle noticias suyas y ahora le parecía inconcebible que no pudiera entablar contacto de manera más inmediata. Luego lo invitaba a escribirle, y sugería que aquel encuentro no podía quedarse así, sobre todo por haber vivido ambos aquella excepcional aventura, que los vinculaba más allá de un encuentro ocasional, si bien pasional e intenso, al parecer sin futuro, dadas las condiciones tan especiales de sus particulares circunstancias: él, en Cancún; ella, en Varsovia. El segundo sobre contenía una carta y una fotografía. La carta —fechada dos meses después de la primera— era mucho más breve, prácticamente una nota. Saludaba a Marcelo con menos entusiasmo y evidenciaba su tristeza por aquel silencio. No había reclamo aunque tampoco invitaciones. De aquellas líneas destacaba sin embargo una frase que expresaba una extrañeza (y no parecía sincera). Aquella vivencia con él —decía— parecía ahora diluirse en el pasado y el desagradable y violento hecho iba ganando terreno en su memoria como una excrecencia que también parecía secarse. Algo de su visita pudo haberse vuelto macabro, pero ahora solo le parecía un hecho anecdótico cada vez más irreal, más propio para ser referido en charlas de sobremesa como un evento peligroso pero sin consecuencias. La fotografía mostraba a una mujer extraordinariamente guapa, incluso casi hermosa (sí, de rasgos típicamente centroeuropeos). Debajo de una frente mediana y luminosa, los ojos proyectaban una inteligencia despierta, con
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un dejo de inocencia dúctil, confiada; sin embargo, el mentón desmentía indicios de fragilidad: era recto, firme y expresaba fortaleza de carácter. La pasión estaba en los labios: sobre todo en el inferior, más abultado que el superior, que revelaba gran sensualidad (casi fogosa, pensó él, dado a ver más, proclive a suponer, deseoso de imaginar…). El tercer sobre, el llegado hoy, solo contenía una postal. Mostraba el centro de Varsovia y el reverso consignaba un saludo prácticamente frío e impersonal. Aquella postal y aquel saludo configuraban algo más que una despedida. Contenían todo aquello que no expresaban las dos misivas anteriores: resignación y nostalgia, un vago resentimiento. La lejanía total. A la realidad fantasmal de Marcelo se sumó la de ella con todo y su enigma. ¿Por qué no había certificado la correspondencia? ¿Cómo habían migrado esas cartas del buzón al apartamento? ¿Conocería en realidad el casero la existencia de los sobres? Ahora lo dudaba. Si el casero los hubiera recogido del buzón, no los habría dejado en ese apartamento, sobre todo si había tenido que “hacer declaraciones” tras la muerte de Marcelo. ¿Qué tipo de muerte había sido ésta? Wislawa daba indicios en su carta de que algo muy desagradable le había ocurrido durante su estancia en Cancún. Unos hombres le habían hecho algún tipo de daño, que seguramente hubiese sido mayor de no haber sido por la intervención oportuna (quizá demasiado oportuna, ahora pensaba él) de Marcelo. ¿Tenía algo que ver Marcelo con esos hombres? Las preguntas sin respuesta se arremolinaron en su mente y formaron una danza extraña que lo fue mareando cada vez más hasta formar una intrincada madeja que ya no le permitía pensar.
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Se fue a acostar con la imagen de Wislawa rondándole la cabeza. Vio a una joven turista llegar a la ciudad, planificar sus primeras salidas, recibir información de un joven que la abordaba para venderle uno de los viajes. Nada fuera de lo usual, nada extraño en la relación entre un empleado turístico servicial y entrenado para el contacto cordial, y una extranjera con disposición de ánimo feliz, pronta para la sonrisa franca, incluso efusiva ante la emoción del viaje. Nada fuera de lo normal hasta que fueron surgiendo señales de una simpatía extra: encantadora por parte de ella (tal vez inconscientemente cautivadora, no ajena a un atisbo de seducción); segura por parte de él (conscientemente fascinador, como si su manera de ser atractivo fuera parte de su trabajo, pero además dispuesto a no perder la oportunidad de una aventura). En qué momento aquello derivó en intimidad ya no tuvo tiempo de imaginarlo porque de pronto recibió una sacudida. Descubrió con sorpresa que aquella mujer seguramente había conocido este apartamento, tal vez había pernoctado ahí, quizá había recostado su cuerpo en esa cama donde ahora él se hallaba tendido. Hasta este momento la historia entrevista en aquellas cartas y los dos personajes que la protagonizaban eran pura ficción, algo con lo que no tenía nada que ver, formando parte de un ámbito a través de cuyas rendijas entreabiertas se había atrevido a atisbar. Pero ahora, las figuras se materializaban con una cercanía pasmosa. Embotado por el esfuerzo imaginativo que había cansado sus emociones (y luego de un día especialmente difícil: problemas en el trabajo donde estaban a punto de despedirlo, la discusión amarga con una Alana empe-
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cinada), entrecerró los ojos y se fue quedando dormido mientras veía cómo Wislawa también entrecerraba los ojos y acercaba los labios a un hombre que la tomaba con fuerza, que sabía cómo tratar a estas extranjeras liberales que se jugaban una aventura fácilmente poco antes de partir a sus lugares de origen, sin necesidad ambos de simular arrebatos sentimentales ni mostrar voracidades abruptas, sino entregándose simplemente al ritmo propio de una intimidad gozosa, sabia en su sentido del placer, consciente del ritual erótico cumplido, invocando tal vez posibilidades de nuevos encuentros, abriendo las señales para nuevas rutas que quizá valdría la pena explorar, como la que él ahora exploraba en una ensoñación sin ataduras, sin una Alana que le impidiera continuar este diálogo de las pieles donde él era el nuevo interlocutor, donde su intervención sustituta adquiría legitimidad ante la ausencia del otro, ese otro sin rostro para él, sin cuerpo ya para nadie, y menos ya para Wislawa que entrecerraba los ojos y acercaba los labios a los suyos y se le entregaba con el vigor soberano de su belleza, con una grácil salacidad, ya extrañada por él, ya insatisfecha, porque Alana había agregado a sus urgentes reclamos de legalidad conyugal una continencia castigadora que rebasaba ya los ciclos en común de su vida sexual acostumbrada… Varios días estuvo a la caza del arrendador. No sabía cómo ni exactamente qué, pero necesitaba hacerle algunas preguntas sobre el inquilino que lo había precedido. Temía que en este momento su curiosidad pudiera convertirse en una impertinencia, e intuía que se hallaba a un paso de aquella curiosidad mórbida a la que era
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tan proclive. Sin embargo, también sabía (aunque no se lo confesaba abiertamente) que no se iba a detener. El hijo del casero le facilitó las cosas. Un día, cuando ya desesperaba de encontrar al hombre que también hacía de portero, aquél le informó que su padre había ido a su pueblo debido a una emergencia y que se ausentaría algunas semanas. También le dijo, a instancias de sus preguntas hábilmente deslizadas, preguntas sobre lo ocurrido con el inquilino anterior, que varios hombres habían venido un día a la casa de Marcelo y se lo habían llevado con lujo de violencia. El casero y varios vecinos —aseguró el muchacho, encantado de poder hacer el relato— vieron la escena, ostentosa, prepotente, intimidatoria, y por supuesto nadie hizo nada por intervenir. Al poco tiempo —según se supo—, se publicó una noticia en los periódicos, una más entre la vorágine de notas sangrientas que salpicaban la cotidianidad local, una más acerca de las ejecuciones implacables entre miembros del crimen organizado, una más que él pudo corroborar días después en la hemeroteca digital, donde la información era replicada en varios periódicos, algunos solo consignando el hecho (¿para qué abundar más en la rutina de sangre?) y otros, especialmente uno, desplegando la foto insultante de la muerte obscena de un hombre hallado en el “monte”, mutilado y con la cara cubierta con una bolsa negra de plástico, y con el pie de foto certificando increíblemente el nombre ya familiar para él a fuerza de verlo aparecer varias veces en las cartas. El hijo del casero, llegado de su pueblo tiempo después de ocurridos los hechos, siguió repartiendo la correspondencia varada en el buzón como si cualquier cosa, y se enteró de todo
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por casualidad a través de su padre, pero él refería la historia con la pasión de quien la ha vivido de cerca. Y, por supuesto (y esto ya lo completó él), la mujer de la intendencia, que había encontrado esos sobres en el suelo, deslizados bajo la puerta del departamento vacío, los colocó en la repisa donde él los había encontrado. Todo parecía encajar… salvo lo más importante. De nuevo, su mente se disparó en varias direcciones estableciendo conjeturas. Así que quizá Marcelo se había presentado ante la señorita Wosniak con la fachada del servidor turístico. Probablemente, como miembro de una banda de secuestradores, su labor consistía en ubicar a ciertas turistas (solas, expuestas, incautas), no necesariamente enamorarlas (pero él se la jugó por ahí, y tal vez ése fue su error) y luego ponerlas a modo para completar la operación de sus compinches. ¿En qué momento Marcelo decidió traicionarlos? ¿Y con qué objeto lo hizo? La historia de amor no le cuadraba por ningún lado. ¿Estaba jugando por partida doble? ¿Le servía a otro grupo y en el intercambio ella se le deslizó de las manos? ¿O quiso salvarla realmente? Como fuera, no debía ignorar que se jugaba la vida si daba un paso como ése. Y lo dio. Y pagó por eso. Como fuera (y nunca podría saberse en realidad qué había detrás de todo aquello), parecía tratarse de una historia muy sórdida. En otro tiempo a él le hubiera parecido demasiado novelesca —siniestra y novelesca—, pero ahora le parecía sumamente posible, si bien improbable, con un final envuelto en un halo de sentimentalismo un tanto patético, sobre todo increíble: un maleante, enamorado de su víctima, y arrepentido del mal que le ha estado ocasionando, decide salvarla y
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dejarla huir dispuesto a enfrentar la ira de sus compinches a quienes ha traicionado. No. No checaba. De todo aquello, lo único cierto al parecer era que Wislawa se había quedado con la imagen de un Marcelo heroico, casi un paladín que la había arrancado de las garras de sus agresores. Y no solo había quedado muy agradecida con él, sino que incluso llegó a pensar que podían continuar viéndose, fomentando una relación que había rebasado el ámbito del affaire un tanto folclórico en un viaje turístico y se había convertido en un vínculo sellado por el peligro, el heroísmo y la generosidad. Consideró que ahora le correspondía actuar a él. Podía emplear su sentido común y entregar las cartas al casero, desentendiéndose por completo y poniendo punto final a aquel fisgoneo. Podía destruirlas, tirarlas al cesto de la basura, y olvidarse del asunto. O podía escribirle a Wislawa y enterarla de la realidad irrebatible, al menos de la parte fatídica. Todo lo demás, los cómos y los porqués, muy bien podía quedarse en el consumo local y en la especulación. Ya que se había inmiscuido hasta ese punto en aquella vida —se dijo—, siquiera podía hacer aquello por Wislawa: regalarle de nuevo la imagen de Marcelo que se había llevado a su país. Por lo pronto, dejó las cartas nuevamente en la repisa y se prometió tomar una decisión en cualquier sentido lo antes posible. Un sábado, semanas después, llegó a su apartamento poseído por una furia que le fluía por los poros. Venía de ver a Alana y estaba muy alterado por el resultado catastrófico de la entrevista. Alana no solo se mantenía firme en su reclamo, prohibiéndole además acercarse a aquel lugar donde habían vivido juntos. Ahora
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incluso se negaba a una intimidad que él había intentado al cabo de esa plática que comenzó en buenos términos y que terminó en un forcejeo humillante: con la joven decidida a no dejarse tocar, parapetada tras las murallas de su ultimátum; y con él, intentando inútilmente beber de ese cuerpo cuyo maná nutricio siempre a la mano durante los últimos años se le negaba ahora con determinación insólita. Y entonces, por primera vez desde su ruptura con Alana, se dio cuenta de que en realidad lo que más le dolía era ese escamoteo a su deseo pertinaz, como si le violentasen un derecho a un placer que le correspondía, a un placer siempre ejercido a plenitud, y ahora lo sometiesen a un régimen de restricciones bárbaras contrarias a una ley natural. Pudo comprobar, sin embargo, que aquel apetito sexual exacerbado por la separación —que acuciaba su sensualidad sin clemencia alguna— no tenía nada que ver con aquellos otros sentimientos que había experimentado en algún tiempo por la joven con la que supuso habría de vivir por muchos años. Descubrió, con una naturalidad que le asustó, que cada vez le resultaba más fácil prescindir de la compañía de Alana. Con esa sensación de orfandad de emociones recién reconocida, como si lo último que le quedaba de Alana también lo hubiese abandonado, puso la mirada en la foto de Wislawa, que ahora reposaba en la silla que hacía las veces de mesita de noche, a un costado de su cama. Hasta ahí había recalado luego de haber mudado de lugar varias veces, mientras iba siendo mirada, auscultada y manoseada por él reiteradamente. Ahí la veía todas las noches al llegar del trabajo y ahí se iba familiarizando con ella, así como se familiarizaba con la
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idea de escribirle. Y ahora la joven parecía reclamarle de nuevo su atención y obligarlo a pensar otra vez en ella y su historia, esa historia teñida de aventura y peligro que le había hecho olvidar la vulgaridad de su propia existencia. Y, como en anteriores ocasiones, ahora también sintió una urgente necesidad de evadirse y de entrar en la otra vida, de conocer más de Wislawa, de saber más de su circunstancia, sobre todo de vincularse a ella. Buscó entonces pluma y papel y se puso a escribir. Luego de presentarse como amigo íntimo de Marcelo, pasó a darle la noticia de la muerte abrupta de “nuestro querido amigo”. Se trató, dijo, de “un ataque fulminante al corazón, cosa extraña pero no imposible en una persona de esa edad”. Le había confiado sus pertenencias y esto le había permitido a él tomarse el atrevimiento de leer cartas tan personales una vez enterado de la existencia de éstas. Le dijo que poco antes del suceso lamentable, Marcelo había tenido ocasión de hablarle de ella, con quien esperaba continuar en contacto. Estaba seguro —le decía— que ella comprendería ahora el silencio de Marcelo y deseaba en verdad que con esto quedara reivindicada la imagen de “nuestro amigo”, la imagen de este joven valiente, casi arrojado, que la había ayudado a sobrellevar momentos tan difíciles. Mientras escribía aquellas frases, ligeramente teñidas de elocuencia y solemnidad, imaginaba puntualmente la secuencia de reacciones de Wislawa: primero su sorpresa (¡la tan esperada carta de Cancún!); luego sus dudas (¿por qué la firma un extraño?); después su expectativa mientras descifraba su contenido y finalmente su conmoción tras el conocimiento de la terrible noticia. Dibujó mentalmente las sucesivas
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expresiones en el rostro de Wislawa y se emocionó tanto como supuso que ella se emocionaba. No olvidó informar que, por circunstancias personales, ahora vivía en el apartamento que Marcelo había ocupado al momento de su deceso, el mismo “probablemente” por ella conocido. Anotó finalmente una dirección electrónica (“por si deseas contestar, lo hagas por este medio para todos más cómodo”). Al día siguiente fue temprano a la oficina de correos y despachó la carta, que tardaría un par de semanas en llegar a su destino, según le informaron. A partir de ese momento su única motivación fue recibir algún tipo de respuesta. Al cabo del mes calculado entre el envío y la recepción, empezó a revisar insistentemente el buzón todos los días y a mirar su correo electrónico con asiduidad obsesiva. No pensaba ya en otra cosa más que en la posibilidad de esa retroalimentación y en el probable establecimiento de una relación eventual con esa extranjera que de pronto se le había vuelto tan cercana y cuya vida se le antojaba en todo punto deseable, una especie de tierra prometida donde él iba colocando todos los sitios de interés que su fantasía y su soledad deseaban visitar. No obstante, la respuesta no llegaba. Y apenas se dio cuenta de que ésta tardaba más de lo natural, por ahí de los cuatro meses, empezó a sospechar que Wislawa no contestaría. Ésta era una posibilidad que no había considerado. Incluso si la joven se hubiese indignado por la intromisión a su privacidad, a él le parecía que debía mostrar una reacción de elemental cortesía, un mínimo agradecimiento ante quien se tomaba la molestia de informarle de un hecho que sin duda le resultaría signifi-
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cativo. Quizá la chica no se había sentido en obligación de hacerlo a pesar de haber conocido la trágica noticia. Imaginó que había recibido la carta con cautela—si es que la había recibido—, incluso con recelo, pues tal vez hasta pudo haberla vinculado con personajes involucrados en el evento traumático vivido en Cancún. Elaboró varias hipótesis, pero al final, lo único que le quedó de aquella historia, conforme iban transcurriendo los meses y la respuesta no llegaba, era una sensación desagradable, incómoda, que tardó mucho en definir. A la noción de haber hecho el ridículo, se sumó una clara percepción de haber sido desairado. Y algo peor: su fascinación curiosa se sentía frustrada. Con el silencio de aquella mujer perdía la posibilidad de conocer más aquella vida que había aguijoneado su curiosidad, que había sugestionado de tal manera su imaginación, que le había dado un vicario sentido de realidad, autenticidad y aventura a su propia vida, particularmente desprovista de alicientes. Para ese entonces su vida había caído en una especie de inercia catatónica solo impulsada penosamente por la rutina laboral. En su trabajo, donde buscaban un pretexto mínimo para despedirlo, lo soportaban solo porque últimamente había mostrado un celo incuestionable en sus tareas y había corregido su puntualidad de manera sorprendente. Era el primero en llegar y el último en retirarse. Se le veía siempre encerrado en su cubículo cumpliendo oficiosamente todos los encargos y sus largos silencios ya no llamaban la atención de nadie, pues únicamente habían hecho más evidente su natural tendencia a retraerse, a mostrarse poco sociable, nada platicador. Había dejado de pensar totalmente en Alana,
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y cuando se dio cuenta de que la imagen de su expareja se había diluido casi por completo de su mente (fue un día, cuando pasó cerca de calles familiares a ambos) se sorprendió de la facilidad con que se perdía en el pasado una relación que él había creído tan significativa. A veces incluso se descubría pensando en Wislawa con tanta intensidad —como si se tratara de una amiga muy cercana— que se asombraba de que aquella extraña le pareciera más real que la propia Alana. Por eso, cada vez que su mirada se topaba con los sobres encima de la repisa, desviaba la cabeza rápidamente, avergonzado, como si aquéllos le recordasen un asunto culposo, como si hubiese dañado una relación fraterna. Y cuando veía la fotografía de la joven en esa misma repisa, a donde ya la había regresado, creía percibir en aquellos ojos, en aquella boca, en aquel mentón, un dejo de burla y desprecio, como si desde la potestad de aquel mundo al que ella pertenecía se le mandase un aviso de destierro, el recordatorio de un ser inaccesible. Por eso, cuando recibió la respuesta de Wislawa, ocho meses después del envío de su propia carta, había perdido ya toda esperanza de contactar con ella. Vio el mensaje en la bandeja de entrada de su buzón, en la computadora de su trabajo, y tardó mucho en reaccionar. Se sentía sacudido. Era una emoción parecida a aquélla cuando revisó el otro buzón hacía ya varios meses y encontró el sobre que complementaba a los otros dos que aguardaban en su casa y que lo había decidido a indagar en esta intimidad. Posicionó el cursor sobre el nombre “Wislawa” y antes de dar doble click miró largamente aquel “hola” que señalaba el asunto, que seña-
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laba su vida, que anudaba sus historias. Sintió un tirón en el estómago. Fue consciente de la sudoración de sus manos que secó en la pernera del pantalón y se supo inmerso en una atmósfera de irrealidad, como si de pronto se hubiese transportado a una ficción inventada por él, a una dimensión que lo absorbía y que lo volvía personaje de la historia creada por sus propios anhelos, por sus propias inconsistencias vitales, por su innombrable deseo de vivir otra vida. Pulsó el botón derecho del ratón y en la pantalla se desplegó un mensaje de mediana extensión. Wislawa le agradecía el haber tenido la gentileza de informarle de ese hecho (la muerte de Marcelo) que no terminaba de creer —decía— y que tardó mucho en asimilar. Explicaba que había dejado su respuesta en suspenso —a más tardar para un par de días después—, pero las ocupaciones, los viajes, la vida misma la habían enrolado de tal manera en su propio ritmo que, sinceramente, había olvidado hacerlo, olvido que contó con la complicidad del extravío de la carta. Fue justamente el hallazgo fortuito de la misiva en cajones casi nunca revisados la causa de que ahora estuviese subsanando aquella omisión. De aquellas aclaraciones, lo único que a él le importaba ahora era un apunte breve y casual de Wislawa casi al final del mensaje. Le decía que, a causa de su trabajo, era muy probable que se trasladara a México, al Sureste, y que consideraba la oportunidad para acercarse nuevamente a Cancún… y, tal vez, conocerse. Él, exultante, contestó de inmediato; ella, condescendiente, respondió sin tardanza; y a partir de ese momento la correspondencia virtual entre ambos durante varias semanas fluyó
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con regularidad, con la regularidad con que empezó a fluir la vida de él, como si de pronto se hubiesen abierto las compuertas de una presa que soltara el precioso líquido que necesitaba para sobrevivir. Y en todos los casos el hilo de los diálogos era aquella promesa informal de viaje por parte de ella que él había dimensionado al tamaño de su sed y que recordaba siempre en sus mensajes. Sin embargo, el líquido de aquella presa también se fue agotando. Conforme pasaba el tiempo y la promesa no se concretaba, él iba derivando nuevamente hacia el desaliento, hacia la inercia, hacia la certeza de que no entraría nunca en aquella vida. Era evidente que para Wislawa él no resultaba un aliciente, y el tiempo de llegada entre un mensaje y otro se traducía en un espacio que se iba haciendo cada vez más amplio hasta formar una llanura en la que él ya no podía transitar sin agotarse, y luego aquello fue un desierto en el que no pudo encontrar ya la fuente para saciar su sed, el oasis que ella había representado en algún momento, y que ahora más bien le parecía un espejismo que se alejaba conforme él se acercaba, y que proyectaba sobre la superficie de su vida la imagen inversa de una Wislawa inexistente. Cuando Alana llegó un día a su apartamento de manera sorpresiva, él era prácticamente una piltrafa humana. Toda su vida se sostenía con alfileres. En su trabajo únicamente estaban esperando la llegada del jefe de personal (de vacaciones en ese momento) para concretar su despido, que cuadraba perfectamente con la nueva política de recortes, y él lo sabía: se encontraba en la posición de un condenado a muerte, de pie frente al paredón, con el pelotón de fusilamiento esperando la lle-
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gada del capitán que daría la orden de abrir fuego. En su relación con Wislawa (porque él insistía en llamar de esa manera a aquel nexo de fantasía), se había producido un impasse de silencio que ya duraba varias semanas: al parecer, a ella le había empezado a molestar la insistencia de él en recordar en cada ocasión la tan mentada promesa de venir a México, sobre todo tras su comentario sobre la posibilidad de su propio viaje (algo disparatado, prácticamente irrealizable, dado los nulos recursos con que contaba). Y en el pasado había una planicie yerma en cuyo horizonte a veces alcanzaba a distinguir la imagen borrosa de Alana, como si fuera la luz mortecina de una vela que titilaba heroicamente, frágil y temerosa, en espera de una postrera ráfaga de viento que la apagara. Por eso, cuando vio a Alana en el umbral de su puerta tuvo la sensación de que aquella luz, aparentemente débil, se fortalecía de manera pasmosa. Apenas habían pasado dos años desde su rechazo a cualquier tipo de contacto, pero a él le parecía que había transcurrido una inmensidad, como si ella perteneciese a otro tiempo, a otro mundo, a otra época. Era como si viniese de un lugar donde alguien como él había llevado otra vida, que ahora le resultaba muy extraña. E incluso tuvo que hacer un esfuerzo por ajustar la imagen de la Alana que recordaba con ésta que ahora se presentaba ante él. Aquélla había dejado en su memoria fragmentos de una vehemencia castigadora e inclemente que al unirse formaban la figura de una guerrera bárbara dispuesta a defender su honor y a no dejarse vencer en la batalla que había emprendido con él. Ésta se mostraba pacífica y conciliadora, con gestos amigables y triunfantes que, sin embargo, no
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lograban ocultar la expresión conmovida de una mirada que lo escrutaba minuciosamente, con un interés no exento de curiosidad científica, como si se encontrase ante un bicho raro digno de estudio. Físicamente era la misma: el mismo porte esbelto de aquel cuerpo de equilibradas formas que proyectaba una fuerza telúrica y primigenia; el mismo rostro de piel cetrina y rasgos angulosos, como tallados por un artista primitivo que utilizase materia prima imbuida de poderes sagrados, imperecederos. Pero en el fondo, la Alana que había llegado irradiaba la seguridad victoriosa de un general que pisa el campo de batalla donde yace el enemigo derrotado. Alana pidió permiso para entrar —pues él estaba aún demudado y se había olvidado de invitarla a pasar— y se paseó lentamente por la estancia. Lo que la joven pudo apreciar en un rápido escaneo era la viva imagen del desastre. Sabía por amigos comunes que su expareja pasaba por un mal momento —incluso algunos mencionaron una “peligrosa depresión”—, pero nunca había imaginado esto. Al desorden y la suciedad del apartamento se sumaba un aroma avejentado, descompuesto, un olor peculiar de abandono cuyo origen no lograba precisar. Hasta que descubrió, con sorpresa, que aquel efluvio no era físico sino moral, y que provenía de aquella persona que tenía enfrente. Aquel joven que había sido parte de su vida era un auténtico guiñapo. Lo vio enjuto y demacrado, con una delgadez enfermiza; los ojos, antes tan vivaces y calados por una avidez sensual, eran dos oquedades en cuyos bordes se extendían las ojeras de la desgracia. Alana —que repudiaba las especulaciones y la imaginación mórbida— no se paró
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a preguntar por el origen de aquel derrumbe hecho carne. Simplemente se le acercó y lo cobijó con un abrazo prudente y maternal, y le echó encima la frazada de su compañía, las cálidas telas de su compasión. Y él la recibió sin oponer resistencia alguna, pero sin mayor participación, como el sobreviviente de un naufragio que de pronto se ve favorecido por corrientes promisorias. A partir de entonces, Alana inició una paciente labor de reconstrucción. Lo visitaba frecuentemente, y en cada ocasión operaba sobre él algún tipo de influencia, ya fuera desde el exterior —con pequeños arreglos al apartamento, con delicados cambios a su propia persona, incluso con discretas provisiones al refrigerador (pues la guillotina del desempleo había caído sobre él)—, ya fuera desde el interior —con ese tipo de medicina que solo puede proveer una mujer, con la voz, con la mirada, con la simple presencia. Era como si estuviera zurciendo una prenda frágil y sutil, lastimosamente ajada, que necesitase el concurso de unas manos como las de ella: costuró las partes más dañadas, reforzó con parches aquellas donde ya no había tela y enhebró los hilos de su vida para que pudiese transcurrir de nuevo. Lo condujo lentamente por un camino de regreso hasta llegar al punto donde habían dejado la discusión hacía dos años. Lo condujo lentamente pero con la seguridad de que ahora él no tendría argumentos válidos para retrasar la decisión (de hecho, en cuanto al tiempo, él había obtenido una pírrica victoria). La boda se celebró en la más absoluta discreción, en la oficina impersonal de la dependencia oficial, con la presencia azarosa de testigos que esperaban el cumplimiento de su propio trámite.
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Poco a poco, ya en la casa común, él se fue reponiendo de su anemia espiritual, y con el paso del tiempo la debacle física en que ella lo había encontrado parecía ocurrida a otra persona. Solo su mirada —con cierto sesgo oblicuo, con una caída desquiciada que se perdía en ciertas simas interiores— recordaba a un ser enfermo. Por eso, a pesar de su aspecto sano y de sus proyectos futuros, ella lo seguía tratando como a un convaleciente. En calidad de tal, lo llevaba a pasear por las tardes al parque más cercano y lo invitaba a hacer recorridos cada vez más largos, por los recovecos de esas calles engañosas del centro que parecían acortar las distancias y que terminaban por enredar los trayectos. Así, un día de muchas vueltas desembocaron frente a la fachada deslavada del edificio donde él había vivido los dos años anteriores. Y ante la vista de aquel inmueble de fealdad ominosa, con sus paredes y ventanas asoleándose en la soledad descascarada de una tarde indolente, la calidad de la sorpresa para ambos fue distinta. Mientras para ella aquella vista representaba el enfadoso símbolo de una cesura tal vez demasiado larga en la historia de su vida, para él significaba el recinto de un pasado cuya intensidad era tan plena que ahora resultaba incluso dolorosa, como si palpara el velo de una realidad diluida cuyo tacto fuera el vehículo de una aflicción muy dulce. Esa realidad recordada —tal vez perdida para siempre, nunca más añorada— se armaba con los retazos varios de su vida reciente: había hechos, hechos desnudos y simples, nada heroicos, rodeados sin embargo de una soledad espectral que ahora le resultaba fascinante;
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había imágenes —sobrecogedoras por la fuerza de su invocación— que le parecían más reales que la vida que llevaba ahora; y había visiones, muchas visiones, con cuya realidad había convivido hasta el final, especialmente una, la visión de Wislawa, que había adquirido tal corporeidad que poco le faltó para verla salir por la puerta de ese edificio. Y cuando en realidad la joven apareció en el umbral del inmueble (sí, esa frente, esos ojos, esos labios, la réplica exacta de la foto que aún guardaba), el choque emocional no se debió a la verdad de esa aparición sino a la clara noción de haber experimentado ya antes esto, el encuentro, la despedida… Y mientras escuchaba al nuevo portero que la acompañaba hasta la puerta, cómo se lamentaba de no serle útil, “señorita, porque no lo conocí, lo siento, se fue hace meses y yo acabo de llegar”, y se dirigía al taxi que la esperaba puntual en el borde de la acera cercana, los ojos de la joven eslava se cruzaron fugazmente con los de aquella pareja que no pudo evitar una fijeza exhaustiva en su persona, la de Alana, impresionada por la belleza foránea, la de él, sobre todo la de él, teñida de una rara familiaridad que la incomodó, con muestras de reconocimiento evidente, inaudito, y a la que no tuvo tiempo de reaccionar porque ya le abrían la puerta del vehículo, porque ya lo abordaba apresuradamente, porque a través de la ventanilla solo alcanzó a intuir aquello que era imposible ya comprobar, pero que le daba, también a ella, esa rara sensación de algo ya vivido, de algo sentido, como si su memoria hubiera recuperado un sueño engendrado en algún momento del pasado reciente… y ahora recordara.
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Con la sensación de haberse despedido definitivamente de un anhelo muy extraño, cada quien retomó su rumbo. Él sintió, además, un poco de resignación y nostalgia, un vago resentimiento. La lejanía total.
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o único que no esperaba Sergio aquella mañana de domingo era una visita de Milena. La había dejado de ver hacía un par de años y creía haberla olvidado. Ahora, al abrir la puerta que nadie había tocado en semanas, y ver aquella sonrisa de colegiala tímida, recordó de golpe que hubo un tiempo en que había deseado a aquella mujer con la furia de una juventud sin amigas. La sensación fue tan contundente como una patada en el bajo vientre; más, cuando recordó otro detalle: parecía que apenas ayer lo hubiese abofeteado. Verla vestida como en aquella época avivó rescoldos que creía consumidos. Milena llevaba el uniforme de su indigencia: un vestido de costuras visibles en los costados y unos zapatos con la punta sin betún, de tacón bajo, cerrados, como los que usan las monjas. Le dijo que pasara y le ofreció algo de tomar, y mientras iba a la cocina a buscar vasos y cerveza, se percató de que el vestido era mucho más corto y de que por primera vez le veía la gordura desnuda de los muslos.
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Milena miró en derredor sin ánimo crítico, pero hasta ese momento él se dio cuenta del apartamento en ruinas, como si lo viera por primera vez: la cama de sábanas sin tender conservaba vestigios de noches de insomne; sobre la mesa había restos de comidas de solitario, y desde hacía semanas el polvo flotaba a cada paso, en leves corpúsculos, demasiado visibles ya a contraluz. —Disculpa la leonera —gritó Sergio desde el refrigerador semivacío. Cuántas veces había soñado con esta visita. Sobre todo al principio, cuando se mudó a este apartamento en el oriente de la ciudad, él, que siempre había vivido en el sur, solo por acercarse a la casa de Milena, acercamiento inútil por cierto, pues ella se había cambiado sin dejar rastro alguno. El apartamento de Sergio consistía en un cuarto angosto, de techo bajo y duela rechinante, una cocina con paredes que mostraban texturas de cochambre y un baño sin puerta, que permitía ver diseño de mugre verdosa y orín en los mosaicos. La cama derrengada, que ocupaba media estancia, y la mesa de madera atacada de manchas de grasa y quemaduras de cigarro, con dos sillas rengas, conformaban el mobiliario. —No, discúlpame tú... que venga así... Conoció a Milena en el supermercado, donde ambos trabajaban en aquel entonces. Había codiciado su cuerpo desde la vez en que ella se entrevistó con el jefe de personal para solicitar el puesto, y luego, desde que él mismo se convirtió en su instructor. Mientras la capacitaba en el manejo de catálogos y le mostraba la clasificación de artículos en los estantes, observaba con descaro su piel lactescente, su cabello de oro desteñido
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y, sobre todo, sus ojos aceitunados, de mirada un tanto alienada. Esa mirada, redonda, de perpetuo asombro felino, y ese vestido que cubría unas caderas vastas y un torso espigado, de senos pequeños, lo encandilaron durante toda esa época, cuando convivió semanas enteras con esa extraña joven que no paraba de hablar de sus amantes, que no paraba de inventar historias sucias con ellos, que no sabía acercarse a Sergio de otra manera, a él, que tampoco se animaba a besarla, a abrazarla como quería, a tomar ese cuerpo que se le ofrecía en el lecho del verbo erotizado. —Vine para... quiero explicarte... —insinuó de pronto, y el rostro se le inflamó con arrebol fácil. —No... —atajó él, mientras llenaba los vasos, apenas levantando la mirada hacia aquellos ojos glaucos y presintiendo la mórbida piel de ese cuerpo siempre negado para sus manos—. No tienes nada que explicar —añadió. Efectivamente, de súbito, Milena se dio cuenta de que no tenía nada que explicar. De hecho, fue en ese momento cuando descubrió, de pronto, que su seguridad se afincaba en terreno movedizo: primero, cuando sorprendió las miradas de Sergio y, luego, cuando percibió que el desorden de aquel apartamento le revelaba una especie de desorden interior —en él, en ella—, un desorden que no debía mostrarse, nunca, mucho menos explicarse. Qué torpe había sido su creencia en la recuperación de una amistad pura, la única que ella quería dar, la única que sabía darle a Sergio. Cuando encontró la dirección del joven, perdida en las páginas de un libro, supuso —todo fue una obstinación gratuita, un querer
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convencerse— que era posible recobrar al camarada de los primeros días, al que había prestado oídos a sus crisis existenciales, al amigo que había escuchado luego, comprensivo, desinteresado, sus dudas artísticas —ella, que siempre quiso ser pintora—, pero, sobre todo, al inusual confidente —inusual porque era hombre el que recibía el contenido lúbrico de aquellas anécdotas— que había sabido albergar secretos íntimos, graves confesiones que ella solo sabía decir a un hombre, aquellas intimidades de pareja que ni siquiera contaba a sus mejores amigas, quienes hubieran estropeado todo con el realismo grosero de sus preguntas. Para ella, el encanto de esa hermandad con ese joven —feo y confiable— radicaba en eso: exacerbar la propia imaginación con el relato de intimidades a él, justamente a un él, intimidades que nunca pasarían de lo verbal, de la imaginación excitada, de una vicaria satisfacción en la que ella había encontrado un nuevo placer. Por eso lo abofeteó aquella vez, cuando él quiso abandonar su papel de oyente, confundiéndolo todo, queriéndose encarnar en el personaje que ella había compuesto con los retazos de muchos otros personajes forjados en la más pura fantasía, poniendo en riesgo aquel precioso estado de fraternidad lúbrica al que ella lo había conducido con el poder de sus palabras. Por eso lo abofeteó. Había que darle un escarmiento, hacerle comprender que el deseo cumplido en las pieles arruinaría la continuidad de la amistad única que ella le ofrecía. Además, no había sido siquiera una real bofetada. Fue la reacción del cuerpo femenino que esquivaba, que repudiaba el acercamiento del hombre; luego, el
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empujón leve en el pecho de él, para alejar las manos, la boca, el sucio deseo, el procaz impulso de su pelvis, y, finalmente, ante el acoso abierto, en un momento casi brutal, la mano de ella que se posaba en el rostro, así, solo posándose, empujando la mejilla, ni siquiera golpeando, frenada casi en el inicial impulso. Pero la mirada de Sergio en aquel momento del roce, en aquel momento del contacto de la palma de ella en su rostro, había sido inequívoca, feroz, iluminada ya con una realidad de hombre que ella nunca quiso ver. Y ahora, aquí, en esta torpe visita, aparecía de nuevo aquella mirada ofendida, el resplandor de fuego en las pupilas, en este bruto dispuesto a vengar el rechazo añejo, como si la bofetada de ella palpitara aún en la mejilla del antiguo compañero de trabajo. No cabía la menor duda: era un error estar aquí. Sergio apuró el contenido del vaso de un trago y se sirvió de nuevo. Milena vio en aquella prisa una mala señal. Intentó concentrarse en el trámite pueril de una visita que ahora constataba absurda, difícil de continuar. Mojó los labios en la bebida y luego, lentamente, dio dos largos sorbos. Limpió con la lengua el bigote de espuma, soltó frases deshilvanadas, información que, supuso Sergio, preparaban el verdadero motivo de aquella presencia, la entrega largamente postergada, la conclusión lúbrica de un relato antiguo, la muestra concreta del contenido ideal de una conversación iniciada hacía años por ella solo para él. Sí —¿de qué otra manera podría ser?—: ella venía a rubricar en este momento aquellas alusiones casi explícitas, aquellas sugestivas promesas, aquellas conversaciones ardientes.
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Pero Milena, luego de hablarle de su nuevo trabajo en la fábrica de textiles, de los problemas laborales, de su obstinada afición a la pintura, de la madre que oscilaba entre la histeria y los chantajes..., de todo aquello que a él nunca le había interesado, se levantó de la silla, se despidió con una premura nerviosa y se dirigió a la puerta. Sergio le impidió entonces el paso, la arrinconó contra la pared e intentó besarla. La joven ladeó el rostro y el beso de él se estampó, húmedo, en la barbilla. Él renovó el ataque y buscó forzarla ahí, junto a la puerta. En el forcejeo, en medio del repudio de aquel cuerpo que se le abalanzaba, entre pellizcos en aquellas manos que hurgaban con descaro, que tocaban sin caricias, que palpaban con urgencia grosera, Milena supo de pronto que aquella lucha estaba perdida y que ella se había equivocado. Aunque sabía defenderse —y pudo haber empleado fácilmente un saber aprendido en las calles de una ciudad sexualmente hostil— la joven fue aflojando los músculos, fue soltando las amarras de su cuerpo ya sin voluntad para oponerse, y paró en seco todo indicio de rechazo. La inesperada anuencia desconcertó a Sergio, que también cesó el acoso. Con la mirada vidriosa y el deseo recalando en los poros, tomó a la joven del brazo y la llevó a la cama. Ahí, Milena clavó una mirada de asco en Sergio y le pidió tiempo con un gesto de la mano, como si solicitara permiso para intervenir a su manera en una discusión acalorada. Se despojó entonces de su ropa, con lentitud, sin atisbo de seducción alguna, como si el otro no estuviera, con una naturalidad gélida que desagradó al joven
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—que no había pensado siquiera en desnudarla— y se recostó en la cama como quien se dispone a tomar un merecido descanso y luego en la posición de una paciente que espera someterse a una auscultación obligatoria. Sergio se desvistió lo más rápido que pudo y, ya desnudo, recorrió con la vista el cuerpo de la mujer que se le entregaba así, fácil, en silencio, y no pudo evitar el recuerdo infame de sus desahogos de trámite con las prostitutas. Sintió miedo y una parálisis que lo alarmó. Había imaginado muchas veces el cuerpo de Milena y lo había poseído en sus fantasías cientos de veces. Pero ahora descubría con horror que había perdido la urgencia del deseo y que su virilidad no reaccionaba como lo hacía cuando la joven vertía en sus oídos la miel candente de sus palabras, el derroche verbal con que levantaba orgías descomunales, la incontinencia oral que lo dejaba estupefacto y temblando de ganas de perderse en el laberinto de aquella piel. Subió a la cama como un condenado. Acarició a la joven de frente y de perfil, manipuló aquellos miembros que se asentaban en las sábanas sin voluntad propia. Los cambió de posición, los levantó y los volteó. Le dijo a la joven que abriera las piernas, que las cerrara, que se hincara y que se pusiera de cabeza. Y ella obedecía con una sumisión sorda, reaccionando con una voluntad de gimnasta novata, como aprendiz de una danza primitiva que no comprende el sentido de cada paso. Humillado por el reconocimiento de su impotencia ante esa muñeca de trapo, y al borde de la desesperación, Sergio comprendió: le hacia falta aquella voz que guiara su imaginación, aquellas palabras que levantaban, ante él, el palacio magnífico de sus fantasías más procaces.
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—Dime algo, por favor —suplicó, con la cara hundida en el cabello de oro desteñido de la joven. Pero ella, obstinada, resuelta a vencer con su silencio, esperó a que el joven se convenciera de que para él ya no habría palabras. Sergio se sentó en la orilla de la cama, mientras ella, luego de percibir que él no intentaría más acercamientos, se levantó, recogió su ropa y se dirigió al baño. Ya vestida, se acercó a la puerta y miró al joven: —¿Recuerdas la última vez que nos vimos... cuando intentaste besarme? Te di... una cachetada... Él, que se había vestido también y que se había acercado a ella, aún presa del pasmo, movió la cabeza. —Fue porque pensé que te habías confundido... que no habías entendido... Milena abrió la puerta y salió al rellano. Entonces, se detuvo y volvió a mirar a Sergio. Luego, sin meditarlo mucho, le estampó un fuerte bofetón. —No te habías confundido. Solo lo entendiste tarde... y mal.
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odos deseábamos a Abril con tal intensidad en aquellos días, que se podía casi sentir cómo se caldeaba la penumbra fría de la librería donde trabajábamos. Para acercarme a ella, un día se me ocurrió pedirle que me ayudara a etiquetar los manuales de sexualidad ilustrados recién surtidos al local. Ciertamente, era un pretexto poco imaginativo, incluso burdo, pero en aquella trémula cercanía, las imágenes de parejas en propedéuticas cópulas, que mostraban un sexo explícito muy higiénico, didáctico, nada sucio, eran convertidas por mí en algo casi pornográfico. Roque, el encargado de compras, de carácter levantisco, se amargaba mucho ante mis amagos de seducción. Torpes, pero al fin avances. Y se volvió activamente hostil cuando descubrió que la nueva empleada prefería mi compañía. Un día, mientras hojeábamos los libros y Abril me contaba algunos detalles del amor que le tenía su novio (que la ataba a la cabecera de la cama y la poseía con fiereza), Roque, sin que lo sospecháramos,
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sacó una pila de libros de las mesas de exhibición. Cuando don Nicolás llegó para el primer corte de caja, y notó la falta, se armó un escándalo. Aunque yo era el responsable, Abril era la más mortificada, ella que casi obtenía de don Nicolás un préstamo recién solicitado. El total de los libros sustraídos equivalía a dos de mis quincenas, pero eso era lo de menos: la evidencia de mi descuido era humillante. Cuando aquello parecía no tener otra salida que el descuento y quizá el despido, entró Roque con el material “robado” y lo puso en su lugar. —Tengan cuidado —dijo, intentando un tono paternal que tocó timbres de advertencia—. La próxima vez puede ser un desconocido. —Y remató—: aquí es muy fácil irse sin pagar. A partir de aquella turbia broma, don Nicolás llegaba más temprano a cada corte de caja y se quedaba más tiempo, haciendo el inventario de la bodega grande, un tapanco donde también había estantes con libros descontinuados, saldos y reposiciones. Una vez llamó a Abril desde lo alto. Roque y yo nos quedamos expectantes: allí se trataban los asuntos laborales de importancia. Yo le hice un guiño a la joven y le deseé suerte con el préstamo. Cuando bajó, una hora después, el arrebol le llegaba hasta la frente. Le lancé el balde fresco de mis miradas, buscando llamar su atención, pero a pesar de mi insistencia, no aflojó su parquedad. —Lo conseguí —dijo, frotando con furia el dije que colgaba de su cuello. Sin duda la privaba la contrariedad y no parecía feliz. Yo conocía la relevancia de ese dinero que le daría inicial independencia de una madre controladora, y no
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entendía que no festinara más ese préstamo del que tanto habíamos hablado. Días después de este incidente, por fin me confesó que cuando don Nicolás le había dado un anticipo, le declaró sin rodeos que la quería como amante. —Fue tan práctico —dijo Abril con asco—. Parecía que estaba cerrando un contrato de compraventa. —¿Y qué le dijiste? —pregunté con la inercia de una bola en el paño de una mesa de billar. —¿Cómo que qué le dije? —preguntó Abril, mirándome con dureza—. Que sí, por supuesto. Esta es la oportunidad de mi vida. ¿No crees? La sorna escondida en aquella respuesta impidió percatarme de su ambigüedad. Sentí vergüenza por partida doble. Primero, porque había insinuado brutalmente que había otra respuesta que la negativa inapelable; segundo, porque mis propias incursiones en ese mismo terreno me colocaban en el nivel despreciable en que veía ahora a don Nicolás. En efecto, yo había acosado a Abril desde un inicio y había logrado de ella más de un beso detrás de los libreros, en los recodos oscuros del pasillo. Y cuando un par de veces la toqué, atrevido e incluso soez, sentí en su firme rechazo un secreto consentimiento. La primera vez fue detrás del mostrador, donde ella atendía la caja. Detrás del banco donde se sentaba, había una pequeña trampa que daba acceso a una mínima bodega, a la cual se entraba casi a gatas. Cada vez que lo hacía, los muslos de Abril me rozaban las mejillas y a mi vista se ofrecían sus pantorrillas carnosas y sus caderas rebosantes tensando la tela basta; y a mi olfato llegaba el aroma de su piel, su perfume barato, como a rosas apisonadas. Un día no resistí. En cuclillas, agazapa-
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do entre el banco y el mostrador, y sin mirarla, acerqué una mano a la pantorrilla y fui rozando muy suavemente la zona sin depilar. En mi pecho el corazón cabalgaba en praderas de lujuria, rumbo al abismo, totalmente desbocado. Sentí la tensión de su piel cuando las yemas de mis dedos alcanzaron la zona anterior de las rodillas, y una ligera resistencia cuando se atoraron en la entrepierna rolliza debajo de la falda. Pero cuando empezó a separar las piernas, enloqueció mi deseo: me latían las sienes y la boca era pasto seco. De pronto, Abril cerró aquella pinza de carne y atrapó mi mano, inmovilizándola. Cuando levanté la vista, sus ojos clavados en los míos soltaron las navajas de una mirada que deshizo mi lascivia. La segunda fue en el estacionamiento de aquella plaza comercial donde se encontraba la librería. Ella había ido a vaciar la bolsa de la aspiradora a los depósitos de basura, y yo la seguí, aturdido por el deseo y envalentonado porque en ese momento de la mañana el lugar aparecía vacío. La arrinconé entre dos autos, contra la pared, e intenté besarla con la habilidad torpe de un precoz adolescente. La joven, ya repuesta de la sorpresa, giró el rostro e inmovilizó mis manos. En el mar de su ojos flotaba la desilusión, como un pez en agonía, y no tuve arrestos para seguir una lucha tan desigual: su rechazo era una condena y al mismo tiempo una esperanza. —Así no —me dijo, con voz empañada, mientras recogía el dije que accidentalmente le había arrancado yo en el forcejeo. Ahora, mientras me contaba las intenciones de don Nicolás, recordé este asedio de mi parte y me abrumó un prurito de vergüenza.
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Luego de la confesión, Abril se volvió retraída. Varias veces quise acompañarla a la esquina donde esperaba el autobús que la acercaba a su casa, en un intento por conservar el terreno ganado a su confianza, pero mis avances fueron infructuosos. Un día, me percaté de que Abril no había registrado una venta reciente. Le hice notar su descuido, sin malicia, como si acomodara un tiesto a punto de caer, pero recibí una respuesta inesperada. —Por uno no se va a dar cuenta —me dijo, y en su mirada había una súplica tiesa que exigía complicidad. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que no era uno, sino muchos. Abril llevaba semanas efectuando una labor hormiga de sustracción, casi imposible de detectar. Los libros no registrados correspondían a saldos no inventariados aún y el dinero de las ventas no anotadas era retirado fácilmente en cualquiera de los tiempos muertos de la librería. Para descubrir una anomalía de este tipo debían anudarse varios hilos administrativos demasiado sueltos, entre ellos el cabo principal: Don Nicolás. Confiado, más por pereza que por indulgencia, don Nicolás conducía su negocio sin angustias ni aspavientos, bogando en una deriva complaciente, ajeno al mínimo cuidado contable. Imposibilitado además por sus debilidades, el hombre de abdomen prominente e incipiente calva prefería satisfacer una sensualidad cebada en los placeres nimios de una vida de pequeño burgués decimonónico. Muchas veces, cuando supuestamente hacía el dichoso inventario en el tapanco, lo sorprendí haciendo la siesta, jugando dominó con algún
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amigo ocioso como él, leyendo alguna novedad literaria, fumando. Últimamente, su más reciente ocupación era seducir a Abril, a quien hacía subir al entrepiso con pretextos inverosímiles. Empujado por el despecho, un día subí dispuesto a enterarme de lo que ahí sucedía. Sigiloso, gané las escaleras mullidas por la alfombra y me aposté detrás de cajas apiladas en la penumbra húmeda. Don Nicolás negaba un nuevo préstamo a una Abril, tensa, llorosa, ruborizada, quien se dejaba acariciar las mejillas, el pecho, las nalgas como una autómata que tiene frente a sí el precipicio. A veces retiraba las manos del viejo, débilmente, sin fuerza, como si no entendiera cómo se había dejado utilizar tan torpemente por un avaro del cual ya no obtendría nada. —Que me pague al menos con esto sus asquerosos arrumacos —dijo por lo bajo, semanas después, cuando la descubrí robando de la caja. No sabía yo hasta dónde había cedido ella a las pretensiones de aquel hombre, pues “arrumacos” podría significar muchas cosas, pero don Nicolás sin duda había faltado a alguna promesa. Abril se vengaba con diminutos hurtos y materializaba su odio secreto en cada peso sustraído. Cuando ella compartió sus ganancias conmigo, no tuve escrúpulos en aceptar. Necesitaba dinero para pequeños gastos y la quincena ya no alcanzaba para más. Aquel dinero extra aliviaba apuros y hasta caprichos. No me importaba nada la lealtad a un patrón como don Nicolás, a quien, además, veía como un abusador que merecía castigo. No ignoraba yo que esta justificación bene-
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ficiaba más mi mala conciencia que mi sed de justicia. Roque hasta ese momento era una presencia fantasmal. Conocíamos su afición a la bebida y sabíamos que todos los días, a media mañana, iba a los baños de la plaza por su dotación. Antes de que llegara don Nicolás, repetía el itinerario, y siempre nos preguntamos cómo el viejo no le decía nada, pues era notorio el hedor etílico del empleado. Probablemente, lo soportaba porque hacía bien su trabajo, porque él no atendía al público, o porque deseaba regenerarlo aplicando una fórmula extraña de permisividad y ocupación laboral intensa con la que esperaba que el otro perdiera interés por el vicio. Roque se había visto envuelto en varios escándalos en la plaza comercial, algunos graves —incluso con policía de por medio—, y siempre había sido ayudado por don Nicolás, quien se había impuesto la consigna de “enmendar al muchacho”. Era una mezcla de caridad e interés, pues “el muchacho” prácticamente le trabajaba gratis al viejo. Había logrado, eso sí, que Roque no ostentara más la pistola que una vez le descubrió en una de las borracheras del joven, pero no había conseguido evitar que cargara con un burdo puñal hechizo que se guardaba en el calcetín apretado, bajo la pernera del pantalón. “Éste no, don Nico. Usted no sabe cómo se las gastan en mi barrio.” Por eso seguramente se hacía de la vista gorda cuando Roque tomaba sus pequeñas dosis de alcohólico, más o menos controlado por la carga laboral. Pero cuando me invitó un trago dentro del negocio y, luego, más confiado, me ofreció un pitillo de hierba, aquello se volvió francamente alarmante. La fanfarronería de aquella invitación parecía más un reto que una
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muestra de confianza. No fue difícil descubrir que la provocación no iba dirigida a mí. Roque estaba al tanto de los hurtos de Abril. Y casi estoy seguro de que para ese momento ya era el más beneficiado con aquella combinación. El sueldo de Roque no daba para aquellos gastos. Estaba además su otro interés. Como una cobra que percibe a su presa, se deslizaba lentamente hacia la caja, levantaba la cabeza de cuello rígido y lanzaba miradas sin pudor a las piernas de Abril. Al principio, no eran miradas distintas a las otras que le había lanzado desde que la joven había entrado a trabajar al lugar. Era el tipo de miradas que la chica recogía todos los días en los autobuses, en los parques, en las calles, y a las cuales se había acostumbrado, como habituadas estaban todas las jóvenes de la urbe. Miradas procaces, miradas de rayos equis que desnudaban y requerían, miradas que eran en sí mismas caricias impúdicas, que Abril ignoraba como se ignora la basura de las esquinas, la polución del ambiente, el ruido sordo de la ciudad. La diferencia estaba en la sonrisa con que Roque las acompañaba. Era una sonrisa mueca, un tajo casi en la cara, de labios que caen lentamente hacia un costado, como un barco a punto de zozobrar. Era una sonrisa torva que parecía responder a una broma que Abril no había formulado, como si Roque reaccionara a señales que hubiesen escapado de la joven sin que ésta las hubiese emitido. Quizá en ese momento, Abril comprendió que Roque era más peligroso que don Nicolás… o que yo, y empezó a extremar los cuidados. Registraba cada venta puntualmente y no quiso hablar conmigo más del tema, aunque yo le había insinuado mis renovadas carencias.
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Una vez, los sorprendí en una discusión sorda. Ella desplegaba un índice frente a él y lo agitaba, o extendía las palmas vueltas ante su pecho en actitud tensa. Él aceleraba su tic característico: abría y cerraba los puños, como si ejercitara los músculos de las muñecas con una pelota de esponja, y luego se tomaba el antebrazo y abría y cerraba la mano como si quisiera que se le saltasen las venas de sus correosas extremidades para una toma de sangre. Estaban en el rincón más oscuro de la librería, en un ángulo al que hacía sombra otro librero en perfecta equidistancia. Era el lugar ideal para hurtar libros, el más vigilado por nosotros y el más solitario cuando no había gente en los pasillos. —Se va a dar cuenta —decía Abril, desesperada. —No se da cuenta. Tú sabes cómo lo haces y no se da cuenta… A menos que alguien se lo diga... Yo estaba en el pasillo, y quise acercarme más para escuchar mejor, pero ambos se percataron y se separaron rápidamente. Lo que ocurrió en el tapanco nunca me quedó claro, ni siquiera cuando el propio Roque, meses después en la cárcel (la única vez que lo visité), me lo dejó entrever. Solo sé que aquella mañana el encargado de compras había subido a verificar existencias y que, al poco rato, Abril subió apresurada, luego de varias ventas no registradas. No era difícil darme cuenta de los hurtos. Yo surtía los libros a los clientes y conocía los títulos de los volúmenes descontinuados. Un vistazo rápido al cuaderno de registros me permitía saber que nada había sido anotado. Lo que siempre admiré fue la habilidad de la joven para embolsarse el dinero. Lo juro: nunca pude sorprender esa operación.
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Tardaron mucho en el tapanco. La librería estaba desierta. No me preocupé y me puse a acomodar las nuevas remesas en los estantes. Pero cuando empezaron a entrar varios clientes y uno francamente se molestó porque no había quién le cobrara, lancé un grito a Abril. Y cuando estaba a punto de subir, puesto que aquélla no bajaba, Roque descendió casi corriendo y salió de la librería. Subí. Abril, recargada entre las cajas, frotaba como una autómata su dije de plata. Sus ojos eran piedras húmedas, y las facciones de su rostro, irregulares, como si la tristeza y la reflexión se disputaran un árido paisaje; su figura descompuesta y su ropa desordenada eran las de un títere desmadejado en un rincón. A sus pies se hallaba el puñal hechizo de Roque. Estaba en el linde del pie izquierdo de Abril, como si lo hubiesen colocado ahí a propósito, aun cuando estuviese fuera de lugar, sobre todo del lugar al que pertenecía por naturaleza —la zona anterior de la pantorrilla de Roque—, ese lugar donde siempre supe que estaba aunque solo lo hubiese visto un par de veces, sobre todo en aquella en que él —fanfarrón ebrio— lo ostentó levantándose el pantalón con un gesto tal que parecía una dama vieja presumiendo con hedionda coquetería su desnudez ajada. —Ya voy. Ahora bajo —dijo en un duro susurro que no admitía réplica ni urgencia. Y cuando ya me iba, atisbé (o creí distinguir eso en la cenicienta atmósfera del lugar) cómo la chica pisaba suavemente el puñal, casi con ternura, como si fuera a dañarlo, y lo arrastraba hacia sí, sin interés, abstraída aún, como si dibujara con el pie sobre la arena los dibujos inverosímiles que cifrarían su futuro.
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Días después, días en los que Abril permaneció distante y muda, me llamó al tapanco y me dijo: —Esto es para ti. Sin comprender aún, tomé el objeto que me tendía. La miré, y con un gesto de los hombros la interrogué. —Me voy. Hoy fue mi último día. Antes de irme, quise darte esto. Era su dije de plata, un diminuto estilete no mayor que una moneda, perfectamente labrado, que la chica acostumbraba tocar con la alienada fe con que se toca un talismán. Decía que la protegía de la maldad de su propio corazón. Pero que, cuando fallara, lo regalaría a aquella persona que hubiese demostrado por ella un interés sincero, o que la amara. Nunca la tomé en serio. Para mí, aquél no era más que un insignificante objeto, uno de los tantos que abundan en tiendas de bisutería y mercados. Empecé a balbucear preguntas, pero no pude hilvanar nada coherente porque don Nicolás llegó en ese momento. Las facciones impasibles del viejo no ocultaban la contrariedad: las líneas de expresión de su rostro se encajaban de tal manera en mejillas, frente y mentón que parecían a punto de quebrar la máscara de piedra que el tiempo había esculpido. Comprendí que debía retirarme. Giré el rostro hacia Abril y quise decirle con la mirada que la buscaría, que tenía que contarme qué había ocurrido, que ya no la acosaría, que yo la quería bien, ahora me daba cuenta, y que deseaba verla, explicarle, ofrecerle no sé qué. Pero supe en ese momento que no importaba nada de lo que yo hiciera, que me encontraba muy lejos del asunto que
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ahí se trataba (quizá la cuestión del finiquito, el descuento por los préstamos, la minucia contable de la entrega de la caja), lejos más aún de Abril. Me disponía a bajar, pero creo que Abril — como en una súbita inspiración— se precipitó a propósito, para que yo me diera cuenta. Fueron dos o tres golpes secos, como cuando se pica un bloque de hielo. El cuerpo del viejo cayó. Fue una caída seca, lo recuerdo bien, como cuando dejábamos caer sobre la alfombra una caja de libros muy pesada. En la espalda había quedado el puñal de Roque, encajado hasta la empuñadura de cinta negra y resobada, y la mancha de sangre era muy pequeña, como si el propio cuerpo se negara a dejar fluir por ahí la vida del viejo. Abril, en cambio, parecía haber vaciado toda la sangre del cuerpo. Sus labios se habían blanqueado como si alguien hubiese tallado sobre ellos tintura color crema. Y cuando se me acercó y me pasó un brazo por el hombro para conducir mi cuerpo de autómata, pude percibir el temblor del suyo, como si un motor silencioso le sacudiera las entrañas. Bajamos las escaleras como en un sueño, cruzamos la librería en penumbras y salimos a la plaza vacía a esas horas. La luz de neón del anuncio encima de la puerta principal pintaba en el piso sus intermitencias rojizas y amarillentas, y esperaba a Roque a que viniera del encargo de última hora y la apagara. Cuando volteamos al negocio oscuro y silencioso, supimos que algo precioso se había quedado atrapado ahí para siempre. Supimos de pronto que nuestros caminos se habían catapultado por derroteros interiores incomprensibles, pero que cancelaban todo aquello que habíamos imaginado como posible.
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Al salir a la calle fría y ventosa de aquel invierno, Abril sintió mi miedo y mi dolor. Tal vez por eso me abrazó, tal vez por eso, como si todo fuera parte de un ritmo preestablecido, de una secuencia, me besó largamente. Pero algo me dijo que ese beso sin pasión, tan anhelado, tan distinto de los robados por mí durante mis acosos, era un beso de despedida. De alguna manera me pedía con ese contacto que no le preguntara más, a pesar de que había intentado hacerlo poco antes. —Tú estás fuera de peligro. Nadie te vio. Y todos sabían que habías salido una hora antes. Y mi carta de renuncia tiene la fecha de hace dos días. Para estos efectos, yo ya no trabajaba ahí. ¿Verdad? Roque está solo. No te quiebres. No me viste. Y no viste nada. No quiso que la acompañara y prometió que más adelante, cuando todo se apaciguara, me buscaría en mi casa, cuya dirección tenía. Pero yo pude percibir en un instante que no la volvería a ver más. Sin embargo, casi un año después, mientras buscaba empleo en el centro de la ciudad, vi a Abril del otro lado de la acera. Embarazada se veía hermosa. ¿Don Nicolás? ¿Roque? No me atreví a abordarla. Además, iba acompañada de un hombre. Seguramente, su novio, el que la ataba para hacerle el amor…
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Un poeta maldito
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uando Xavier entró, el Chácharas estaba tirado en el piso. Hubiera supuesto que únicamente dormía, pero la posición —como la de un muñeco de trapo abandonado— le indicaba que había caído y rodado hacia el centro del cuarto. Era una figura desmadejada que atravesaba ese diminuto espacio de cuatro por dos: el torso estaba girado como si aquel ser hubiese querido levantarse en un postrer esfuerzo, supremo e inútil; las piernas, cruzadas a la altura de las pantorrillas, se hallaban dobladas como si ejecutaran un complicado paso de ballet; los brazos, grotescamente levantados, eran aspas rotas, una de las cuales cruzaba el rostro volcado hacia la entrada de aquel pequeño recinto, como si esperara a un visitante y no quisiera ser descortés dándole la espalda. Xavier había detectado el olor mucho antes de llegar a la azotea. Estaba apenas en el cuarto piso de ese edificio de apartamentos cuando un aroma a pastizales incendiados, leve pero cierto, lo había detenido en seco.
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Era como si una enorme tela de pasto quemado sacudiese sus efluvios desde la lejanía y hubiese levantado ante él un muro de contención. Pero lejos de inhibirse, enfiló hacia uno de los pasillos del ala en donde estaba el cuarto de servicio donde vivía Chácharas. Y constató lo que más temía. Se acercó al cuerpo y lo sacudió por los hombros, pero este no reaccionaba. A su alrededor había indicios de un desorden antiguo: de las paredes colgaban reproducciones de desnudos de mujeres cuyas pieles alguna vez brillaron en papel couché y hoy mostraban harapos de moho; sobre una repisa en frágil equilibrio reposaban papeles, velas, libros, todo disperso entre una bolsa rellena de estopa, un pisapapeles de cristal en cuyo interior se había eternizado una tormenta de nieve, ceniceros con una dotación de colillas viejas y nuevas, y diversos tarros y latas con sustancias que no pudo identificar. Los dedos de la mano del Chácharas sostenían aún el pitillo, que en realidad era un cigarro grueso consumido a la mitad y embebido de una sustancia ocre, resinosa. ¡Cuántos de estos tendría que haber fumado para quedar así! ¿Solo había fumado? Como pudo, enderezó aquella figura y, tomándola de las axilas, la arrastró a un rincón del cuarto y la colocó sobre una colchoneta olorosa a humedad —la cama del Chácharas—. Luego se sentó en el piso a esperar a que aquel guiñapo despertara. La tarde estaba a punto de morir. Las sombras se espesaban en el techo y empezaban a bajar como las alas de un cuervo que agoniza. Xavier tanteó en la pared el interruptor de luz y lo accionó, pero de la bombilla salió un destello fugaz
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y un susurro sordo, como un suspiro o un gas que escapa. Encendió entonces una vela de sebo y la atoró en el cogote de una botella. Por un momento había pensado en largarse de ahí, pero la carpeta que sostenía bajo el brazo parecía ejercer un peso descomunal que lo anclaba al piso. Era la carpeta que contenía sus poemas, y éste era el momento acordado con Chácharas para que los leyera. Semanas antes, cuando había decidido descubrirle a aquel extravagante que él también escribía, que él también hacía “algunas cosillas”, y que deseaba mostrárselas, el mayor reparo no había sido su pudor —superado fácilmente por el alto sentido de su propio mérito—, sino el temor de no encontrar al Chácharas lo suficientemente lúcido para que los oyera. —Órale. Vamos a escuchar uno... —le dijo Chácharas cuando, en aquel entonces, le había pedido conocer su opinión—. Dale, te oigo... Y estiró los labios en una mueca que semejaba la sonrisa de un gaznápiro. Xavier también sonrió, consecuente, y aclaró que deseaba leérselos luego, en otro lugar. El Chácharas seguramente anticipaba que él era incapaz de recordar sus propios poemas de memoria y mucho menos soltar uno completo, así nomás, en la primera ocasión que se presentase. Ese alarde le pertenecía únicamente a él, al Chácharas, que lo había hecho tantas veces no solo en corrillos de la banda o en las tertulias improvisadas en apartamentos o en las veladas interminables en los cuartos de azotea, sino en bares y cantinas e incluso en plena avenida, en los semáforos, disputándoles las propinas a limpiaparabrisas, mendi-
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gos y estudiantes metidos a tragafuegos. Oscilando entre la bufonería envanecida, la insolencia pueril y una auténtica libertad, las extravagancias del Chácharas eran parte ya de la leyenda urbana. Su vestimenta —que parecía más bien disfraz de poeta maldito o de híbrido personaje (entre darketo y saltimbanqui callejero)— había reforzado este halo iconoclasta. Así se había aparecido un buen día en aquella zona, y su imagen había quedado grabada en la memoria de todos con la fuerza de una aparición sobrenatural que difícilmente habría de repetirse. Llevaba un saco de solapa ancha que se sobreponía directamente sobre una camiseta luida, pues no usaba camisa; de sus pantalones holgados, sostenidos con tirantes, había colgado imperdibles y pegado lentejuelas. Las botas de cuero, visiblemente femeninas, llegaban a la altura de la rodilla, y sus manos, enfundadas en mitones también de cuero, anudaban y desanudaban continuamente una corbata de mariposa que parecía querer volar de aquel cuello enflaquecido. Coronaba su cabeza de enmarañados cabellos un chambergo, mohoso en el redondel, con una cinta de grecas desvaídas. Finalmente, una capa de bruno satín con forro guinda descosido caía sobre aquel esqueleto apenas cubierto con magras carnes. Sus facciones eran las de un joven viejo, muy decaído. O las de un viejo con un aire juvenil a pesar de achaques propios de la edad. Lo cierto es que a los veintiocho años el Chácharas mostraba un cutis reseco y verdoso que le daba la apariencia de un enfermo. Con la conjuntiva permanentemente vidriosa, y el interior de los párpados descamados por falta de lubricación, y los
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labios marchitos con grietas en las comisuras, su aspecto ejercía una morbosa repulsa. Si no fuera por su sonrisa, que subía al rostro como del fondo de un abismo —como un náufrago que saliese de un mar de amargura y se aferrara a una imposible tabla de luz—, hubiese podido pensarse que aquel ser sufría graves desarreglos corporales y que necesitaba urgente atención médica. Pero al parecer Chácharas era feliz con su modo de vida. Entregado por entero a la vagancia, todos ignoraban cómo se sustentaba, aunque nadie desconocía que había establecido —al igual que ociosos y cínicos ilustres— un sistema de comidas por rotación entre una veintena de amigos que lo toleraban a cambio de sus exhibiciones de humor negro y autoescarnio. Su mayor extravagancia —vender poemas a usuarios de cantinas, a los amigos o a los transeúntes de la zona, que se habían acostumbrado a esa presencia—, había dejado de serlo, pues otras extrañezas habían venido a sustituirla. Probablemente, si la banda del barrio hubiera prestado atención al fondo de aquella acción (los poemas mismos) y no a la teatralidad (la chaladura de recitárselos al mundo a voz en cuello), hubiese percibido, acaso superficialmente, lo que Xavier había descubierto con pasmo, con avidez, con secreta envidia, con la perspicacia del experto que él era. Se hubiesen dado cuenta de que aquel engendro, auténtico poeta, sabía vivir en un mundo de imágenes, de sonidos, de palabras que habían impuesto jerarquías de belleza sobre una realidad de mugre y desencanto. Justo lo que el propio Xavier había intentado oscuramente, inútilmente acaso, desde hacía años. Pero no solo era la venturosa revelación de aque-
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llos poemas lo que hería la soberbia del joven: era la cualidad de vida del poeta andrajoso que los creaba; era aquella desvencijada y riesgosa elección de libertad, y la secreta sabiduría con que la vivía, lo que punzaba el ánimo de Xavier, incapaz de vivir en ese borde, incapaz de tal abandono, incapaz de jugarse el acto vital en un acto poético que lindaba locura, perdición, la oscuridad del anonimato. Porque, en el fondo, Chácharas descreía de los prestigios editoriales, de la administración de la fama, de todo aquello que sustentaba la jactancia del amor propio. Era esto, justamente este desorden suicida, lo que había encandilado a todos. Más que los vicios, la forma de consumir del Chácharas era proverbial. Todos, que se distinguían por su incontinencia servil a los excesos, y que no se asustaban con nada que tuviese que ver con drogas, no dejaban de fascinarse —en la medida en que se puede fascinar quien lo ha visto todo— ante la voracidad adicta de aquel ser de perdición. Chácharas, por ejemplo, iniciaba la mañana con tres tragos de tequila, puros y largos, antes de cualquier actividad. Luego, mientras el mundo se instalaba en la rutina, él se entregaba a una brega dispersa y azarosa, que le allegaba casi milagrosamente todo tipo de enervantes, todo tipo de sustancias tan esenciales para su supervivencia como el oxígeno para los demás mortales. Chácharas se movió de pronto y Xavier tuvo un sobresalto. Casi había olvidado donde estaba. Aquella figura se incorporó lentamente y fijó la mirada en él; luego recorrió las sombras del cuarto, como si necesitara diferenciar este mundo de aquel otro, abisal, del que acababa de salir. Centró la vista en la llama de la vela.
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—Se fundió el foco —informó Xavier, quien se distendió al decir algo. Pero Chácharas empezó su accionar como si estuviese solo. Se restregó la cara y masticó el aire estancado de su aliento: un olor acre llegó hasta Xavier, que intentó disimular una mueca de asco. Luego, el recién despierto se puso a gatas y comenzó a palpar el piso. Encontró fácilmente el pitillo al pie de la pared y lo colgó de sus labios. Estiró entonces el rostro hasta la flama y aspiró con avidez. A cada inhalación, sus carrillos correspondían con una expansión que transformaba su rostro en el de un sapo que reclamara a su hembra en medio de la charca. Su expresión se relajó poco a poco. Entonces reparó en Xavier y en la carpeta que llevaba. —Qué —espetó, luego de un rato—. ¿No vas a leer nada? No esperaba esa urgencia, ni tampoco leer ya, convencido de que Chácharas acababa de entrar en una especie de trance de imbecilidad. Lo menos que quería era leerle sus poemas a un intoxicado. Pero tampoco quería irse sin hacerlo, ya que había esperado tanto este momento. Abrió la carpeta y hojeó su contenido. Luego eligió una hoja que mostraba una carilla impresa. Empezó a leer. Mientras lo hacía, el Chácharas permaneció impávido, como si contemplara una pared. Cuando Xavier terminó, el oyente pidió que continuara. Así lo hizo. Y cuando concluyó también éste, el otro pidió que los leyera todos. Xavier se sentía inseguro y cada vez más fuera de lugar. Mientras leía sus poemas, dechados de belleza formal, percibía cierta vaciedad en las palabras, cierta
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esfumada tonalidad, una especie de uniformidad temática autocomplaciente, con brumosas quejas existenciales, una exposición pacata de su problemática narcisista, todo tan ajeno a la sordidez vivísima del entorno en que se hallaba. Comprendió que sus poemas no lo entusiasmaban ni a él, y una lenta cólera de vergüenza lo fue inflamando hasta llevarlo a un silencio humillado. Chácharas le pidió que repitiera la lectura de algunos versos que no le habían quedado claros, dijo; y mientras Xavier obedecía con extraña humildad, aquél se levantó y se dirigió a la repisa. Hurgó en la superficie hasta hallar una bolsa de plástico. Luego, tomó una de las latas que el visitante había visto al entrar. La destapó y vertió su contenido: la sustancia amarilla resbaló al fondo de la bolsa como lenta lava. Como si las acciones del Chácharas fueran piedras en un camino ya de por sí accidentado, Xavier tropezó varias veces en distintos vocablos, que tuvo que repetir, y equivocó la lectura de todo un verso. Conocía por distintas versiones la deriva de los excesos del aquel hombre. Las historias mencionaban la irracionalidad pura, la violencia, el delirio. Xavier, definitivamente asustado, deseaba únicamente salir de ahí. —No vuelan, carnal —le dijo Chácharas cuando la última vibración de la voz del que leía resbalaba aún por las paredes—. Hay cosas chidas, pero tus versos no vuelan. Y al decir esto, se pegaba a la nariz la boquilla de la bolsa: la empuñaba con una mano, mientras con la otra le estrujaba el fondo, como si pulsara una pelota de goma. Y cada vez que inhalaba se acercaba a Xavier
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hasta casi tocarle las pestañas. —Las alas, hijo, las alas...; lo más importante son las alas... —dijo de pronto el Chácharas en un susurro—. Hay que dejar que vuelen... Y entonces el Chácharas empezó a hablar. O eso pareció. Era como un discurso muy enfático, fluido a ratos, lento en otros, que versaba sobre el carácter sagrado del idioma, sobre su condición etérea, sobre su capacidad de vehicular la pura emoción; luego era una retahíla de frases incoherentes, arrastradas, hilvanadas apenas por una secreta resonancia, sin sentido, como una avalancha de vocablos en cámara lenta que al estrellarse entre sí dejaran escapar una empatía primitiva emanada del puro sonido. Cuando aquél entró en un bache de silencio, Xavier movió el cuerpo en dirección de la puerta, balbució un torpe agradecimiento y anunció su despedida. Y cuando dio un paso hacia la salida, Chácharas se abalanzó en el mismo sentido. Xavier soltó una exclamación ahogada y defensiva, y se pegó a la pared. Pero el otro siguió de frente, se acuclilló en una esquina del cuarto y empezó a remover cajas, tiras de tela, basura, y extrajo una carpeta de plástico sellada por un listón. De ahí sacó hojas y empezó a leer lo escrito en ellas. Con el corazón batiendo la urgencia de escapar, Xavier escuchó paralizado. Eran los poemas del Chácharas, aquellos poemas cuya apasionada belleza tanto le dolía, aquellos versos que expresaban su hondo sentir, el del propio Xavier, su más sufriente visión del mundo en una lengua muy antigua, el primer idioma del mundo, tal y como debieron expresar su pasmo de ser los
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primeros hombres sobre la tierra, si el lenguaje les hubiese sido dado entonces. Y sintió de nuevo la punzada de la envidia, la imposibilidad de goce pleno de aquellos poemas no escritos por él, la conciencia patética de su propia mediocridad. De pronto, Chácharas, cuando dejó de leer, le ofreció la bolsa que aún sostenía en la mano, como si le ofreciera líquido vital a un sediento. Xavier se echó instintivamente hacia atrás. Pero el otro insistió acompañando el gesto con una carcajada sorda. Xavier, al sentir tan cerca el aliento pegajoso del Chácharas, le pegó un empujón que hizo caer la carpeta con los poemas del otro, quien se golpeó levemente la espalda con la repisa y gruñó casi fuera de sí. Entonces, sacó una navaja del pantalón, la abrió y la blandió burlonamente en las narices del joven. Y al hacerlo, de sus labios brotaba la sonrisa de gaznápiro que tan bien le conocía. Pero ahora, la sonrisa era además feroz, y la navaja estaba ciertamente afilada. Cómo ocurrió lo demás, ni el propio Xavier podía recordarlo claramente años después, cuando —ya poeta con varios libros en su haber y reconocido como una de las voces más originales de su generación— intentaba calmar el terror primigenio que lo atosigaba cada vez que su memoria traía obsesivamente aquel instante. Lo único que recordaba es que Chácharas se había abalanzado hacia él en algún momento y que había tenido la certeza de que lo iba a matar. Por eso, soltó aquel manotazo. ¿Cuándo tomó el pisapapeles? No lo podía precisar. Pero lo cierto es que en algún momento apareció en su mano aferrada a la repisa para no caer. Aquel pesado
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objeto de vidrio, que eternizaba una tormenta de nieve, parecía eternizar también en su memoria, hoy, el golpe aquel que dio en la frente del Chácharas. Huyó entonces hacia los peldaños a oscuras, donde se detuvo en medio del silencio. El aire de la noche avanzada le golpeó el rostro y llenó de frescura la frente trasminada de sudor. Desde abajo, por el cubo de la escalera, subía el resplandor de los vestíbulos de los pisos inferiores, en donde veía su salvación. Pero no avanzó ni un paso. Un prurito de resabio moral, confundido con nerviosismo, ansiedad, pánico, lo anclaba en la soledad del acto que ahora sopesaba: tenía que regresar al cuarto del Chácharas y atreverse. No podía dejar aquello tirado ahí. Regresó entonces sigilosamente, y su entrada hizo vacilar la llama de la vela. Miró al Chácharas, inmóvil, sangrante, quizá muerto, con la mitad del rostro sumido en la sombra. Se acercó lenta, muy lentamente, al cuerpo desmadejado en el piso y lo sacudió con asco por los hombros, como para comprobar que no despertaría. Luego, buscó con la mirada alrededor del cuerpo, tomó la carpeta con los poemas del Chácharas, que habían quedado ahí, como esperando a que él los rescatara del desastre de aquel turbio anonimato, y salió del cuarto como una exhalación.
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Navidad sin Carolina
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uando llegábamos a celebrar las festividades a casa de mis tíos —familia recién descubierta por línea materna—, Carolina se abalanzaba prácticamente sobre mí y no me soltaba en toda la noche. Me acaparaba de tal manera que lo ocurrido luego —los saludos, los abrazos, el brindis, la comida— permanecía confundido mucho tiempo después en mi memoria con el olor de lima de su cuerpo de muñeca de ballet, y toda aquella época —a pesar del suceso— tintineó durante muchos años con los largos aretes dorados de Carolina, supo a sus brazos y cuello como pan recién horneado, brilló con el color de sus pupilas castañas, que rieron todo aquel tiempo para mí aun cuando estuviese enfadada. Carolina fue capaz de vencer mis reticencias al baile y no solo mantuvo en movimiento mis desmandados pies, torpes y hueros de sentido, sino mi propio corazón, que tanteaba en la oscuridad de sus emociones, encandilado de pronto con luces de amor primerizo que era incapaz de comprender.
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Según me enteré después por la abuela, Carolina esperaba con trémula ansiedad nuestra llegada cada año y soportaba estoicamente las amonestaciones de la vieja, quien le recordaba con brusca llaneza los prohibitivos parentescos, cercanías filiales que me tenían sin cuidado: para mí, Carolina era la aparición deseable más reciente en mi vida. Y la abuela me resultaba tan ajena como el vendedor de la esquina, aunque a éste probablemente le tenía más simpatía en el momento en que me presentaron a la vieja. Sin embargo, trataba yo de entender aquel respeto casi reverencial por parte de mi prima, pues prácticamente había sido educada por aquella señora cuyas arrugas le inspiraban consideraciones casi sagradas, y a mí todo, menos ternura. Lo cierto es que la abuela era la única que percibía detrás de aquellos flirteos las inminencias de un desaguisado familiar. Mis tíos, en cambio, veían en aquellas expansivas efusiones una manifestación natural de “la chiquilla” en pleno crecimiento, acostumbrados al desorden hormonal que la coquetería de su hija había ocasionado en gran parte de la colonia adolescente. Yo sabía —lo había vivido en carne propia— que aquel desacato a los convencionalismos de la edad iba más allá de la simple coquetería. Y que en los alrededores, Carolina tenía varios noviecillos —algunos no tan pequeños—, con quienes compartía algo más que caricias inocentes. Incapaz de aguardar al cumplimiento anual del ritual festivo, yo había empezado a frecuentarla en diversos momentos del año, y aquellos encuentros casi clandestinos exacerbaban a tal grado nuestros sentidos que ambos solo esperábamos de alguna incierta manera la
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conclusión pasional de aquel desbordamiento fraterno. Nos encontrábamos en la casa de mis tíos —ausentes siempre en atención de sus varios negocios— y nos sentábamos a mirar televisión. Al amparo de una frazada que nos cubría del frío rezagado del invierno, nuestras manos —ciegas en aquella cálida oquedad del deseo— se perdían en la piel del otro, lentas, cautelosas, temerosas de movimientos que nos delataran ante mis primos, absortos en el programa insufrible que nos había convocado. Aquellas caricias subrepticias, tan ingenuas en la historia del placer de mis manos, fueron para mí, sin embargo, la más intensa lección de erotismo, aun cuando nunca llegaron más allá de una entrepierna, más imaginada que sentida, o de un abultamiento en el pecho, más suave, más trémulo, más engrandecido a fuerza de deseo y fantasía. Ignoro qué le ocurría a Carolina —tan ensimismado estaba yo en mi propio afán—, pero seguramente su urgencia era tanta como la mía: aquella mirada suya de intensa ensoñación líquida era nueva, aquel color inaugural en sus mejillas, aquella suave salivación que saboreaba sus palabras cuando me comentaba las anodinas escenas de la pantalla, todo me indicaba que ella también vivía un cataclismo interior. Continuábamos por teléfono nuestros escarceos mórbidos. Y entonces descubríamos los otros senderos del deseo, aquellos escenarios lúbricos que aprendíamos a levantar solo con el sonido de las palabras —cuyo contenido banal disfrazaba a medias las empatías soterradas del ardor—, armando con la voz del otro, con sus tonalidades y registros, la escena final presentida y añorada.
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Fue en una de esas tardes por teléfono —una semana antes de Navidad— cuando acordamos encontrarnos en el hotel. Ella vivía en el norte de la ciudad y tenía que ir al centro a comprar telas, hilos, botones para la abuela costurera, incapaz ya de hacer estas salidas debido a su mal. Yo, que vivía en el sur, podía encontrarla en un sitio intermedio —una estación del Metro, recuerdo— desde donde no sería difícil hallar un establecimiento barato en cuya recepción no se hicieran demasiadas preguntas, acostumbrados a no cuestionar a parejas tan jóvenes, en tanto los cuartos se mantuvieran ocupados en esa zona casi de tolerancia. Sin embargo, cuando llegamos al cuarto, descubrí que iba paralizado por el miedo. Tieso e inhibido desde que nos habíamos encontrado en el tumulto de la estación, me sentía intempestivamente forastero hasta en mis propias emociones, a las que alcanzaba a percibir como enajenadas y torpes. Y Carolina, en lugar de tomar la iniciativa, como generalmente lo hacía en los fogosos devaneos vespertinos en el sofá, dejó en mí la responsabilidad de un encuentro cuyos mecanismos sutiles me eran totalmente desconocidos. No recuerdo ahora qué platicamos ni qué hicimos ni cuánto tiempo estuvimos ahí antes de que Carolina entrara al cuarto de baño a desnudarse. Pero tengo claro en la memoria el momento en que salió envuelta en una sábana y se tumbó sobre la cama. Recuerdo nítidamente que —en el colmo de la timidez— intenté arrancarle la tela y que la suave resistencia de mi prima bastó para impedirlo, luego de algo que ni siquiera merece el nombre de forcejeo. Ella también, de pronto
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extrañamente cohibida, intempestivamente consciente y lejana, me envolvió en una mirada de lastimosa compasión que también la incluía a ella. Aunque no lo hizo notar, supe con emergente intuición que no era mi inexperiencia ni falta de deseo común, sino un escrúpulo compartido, sabiamente inoculado por la imagen castradora de la abuela, que se había erigido de pronto ante nosotros y nos recordaba de nuevo los prohibitivos parentescos y estaba impidiendo toda soltura. Cuando comprendimos, mudos y avergonzados, que no pasaría nada en ese momento empezamos a vestirnos y emprendimos el regreso en silencio, ridículos en el vagón del Metro que compartimos por un tramo, envarados y culpables como si hubiésemos fornicado toda la tarde. La noche de Navidad, después de aquella cita de desencanto, no hubiera ocurrido nada tampoco si no hubiese muerto la abuela. Se hallaba recluida en su cama a causa de un tumor maligno hallado meses antes, cuyo avance —combinado con su mal cardíaco— se había manifestado fulminante y agresivo días antes de la cena, que, por lo mismo, sería discreta según acuerdo familiar. Varios brindis desangelados comenzaron ya muy temprano, algunas conversaciones de murmullos discurrían esporádicamente como un moscardón moribundo golpeando contra la ventana, y la música de fondo inopinadamente orquestal, anticipaba el ambiente desganado de una fiesta de compromiso en la que nadie se sentía muy a gusto. Los primos salimos a la calle a brindar con los amigos, algunos de los cuales ya habían bebido tal vez
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demasiada sidra. Nosotros también estábamos un poco achispados, y así hubiésemos quedado de no ser por las tres botellas de Padre Kino que empezaron a circular clandestinamente, cuyo origen nadie quiso averiguar y que mostraron el fondo vacío quizá demasiado pronto para bebedores tan incipientes. Ahora pienso que la rápida mezcla de sidra y vino tuvo la culpa. Quizá también fue el aire invernal que me volvía más audaz y despierto. Tal vez fue solo el deseo puro por el cuerpo nítido de Carolina, que se mostraba bajo aquel atuendo, tan sugerente, tan provocativo, tan escaso a pesar del frío. Lo cierto es que si bien habíamos evitado mirarnos durante toda la velada dentro de la casa, ahora nos buscábamos ávidamente los ojos y empezábamos a pactar en silencio una nueva posibilidad, un nuevo camino para encontrarnos, una manera de tirarnos al abismo y acabar un asunto que ambos sabíamos pendiente. Incapaces ya de contenernos, y a unos minutos de la cena, resolvimos encontrarnos en el patio trasero de la casa, subir por una escalera de servicio y acceder a uno de los pasillos que conducía a las habitaciones del primer piso. En el cuarto en semipenumbras al que entramos, el resplandor opaco de la calle perfilaba sobre un sofá los bultos de sombras de los bolsos y abrigos de los invitados —según supusimos—. Ahí, a un costado de la puerta entrecerrada, de pie, nos fundimos en un abrazo de furor, vehemente y desenfrenado. Soy incapaz de responder ahora si en ese momento habríamos completado una cópula propiamente hablando. Lo que sé es que habíamos llegado a caricias
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impensables para mí y a una inminencia de explosión, y al parecer con eso nos bastaba. También sé —y cuánto lo lamento— que fue entonces cuando escuchamos el estertor. Era un sonido rasposo, como si se arrastrara el aire por la pared, o como si las uñas de la luminosidad opaca rasgaran el ambiente caldeado por nuestros cuerpos para filtrar otra luz, la de aquellos ojos que ahora alcanzábamos a percibir —acostumbrados los nuestros ya a la oscuridad— y que nos taladraban con furia congelada. Carolina activó el interruptor y la luz de la lámpara de techo pareció emitir el grito que salía de la garganta de mi prima. El cuerpo de la abuela estaba casi caído al piso —sostenido apenas por las colchas que la cubrían—, las pupilas fijas en una especie de visión del infierno anticipado y los brazos estirados hacia nosotros, como si quisiera separarnos en aquella casi desnudez que solo intuyó, y quisiera acomodar el desarreglo de nuestras ropas, el desorden de nuestros sentidos. Reconozco ahora que fui yo quien impidió que Carolina auxiliara a la abuela como ya lo indicaba el súbito impulso de su cuerpo. Trenzada aún en mi abrazo, trabé el movimiento liberador que intentaba y la obligué a continuar, incluso así, ante los ojos cadavéricos de aquella anciana que no impediría de nuevo culminar el abrazo final, anhelado durante largo tiempo. Y así fue. Se lo hice impulsado por una fuerza macabra y un ardor que parecía salir de mis propios huesos, de la sangre misma, del flujo egoísta del deseo, como si se alimentara de aquella degradación en el sofá que iniciaba su camino hacia la nada. Cuando terminamos, aun en los lindes de un placer doloroso, Carolina estaba llorando, en silencio,
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dejando caer un hilo de voz que todavía hoy recuerdo. Era un quejidito suave, agudo, infinitamente atroz. Y su mirada era tan parecida a aquella otra que ya le había visto antes en el hotel, esa mirada de lastimosa compasión que también la incluía a ella. Apagó la luz y nos separamos en silencio, luego de recomponernos la ropa, el gesto, el ánimo. Abandonamos el cuarto juntos y bajamos por las escaleras de servicio, en cuyo rellano nos separamos. Yo salí a la calle y ella entró por la puerta de la cocina. Y cuando rodeé la casa e ingresé por la entrada principal media hora después, el escándalo fúnebre del descubrimiento de la abuela nos envolvió en la confusión de las llamadas inútiles al doctor, en el griterío de los lamentos, en el llanto tormentoso de los familiares desconcertados. Desde entonces, cada año, con una puntualidad truculenta, el rostro de la abuela se me aparece —distorsionado por la mueca de asfixia desesperada que fijó su último gesto en vida—; se me aparece ya no solo la misma noche de Navidad, sino desde semanas antes, desde que la puerilidad aborrecible del festejo empieza a rondar almacenes, clima y horarios. Lo peor es que antes bastaba recordar a mi prima para exorcizar la imagen espectral de la vieja —aun cuando Carolina se negó a verme más desde el día siguiente del entierro, pese a mis insistencias, cada vez más ineficaces pues mis tíos se mudaron al norte del país. Y ahora su rostro se ha empezado a diluir poco a poco, en una neblina semejante a la que aparece en mis pesadillas, una neblina que oculta un camino seguro, de pronto lo hace inestable y se abre al borde de un precipicio. Ese rostro entonces empieza
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a adquirir los rasgos de la anciana cadavĂŠrica, sus ojos congelados en una expresiĂłn desesperada, sus labios distorsionados en una mueca de terror anticipado, su piel colgante y floja como a punto de desprenderse a jirones, y ya no logro distinguir mĂĄs los de mi prima. Por eso repudio la Navidad. Y Carolina es la culpable.
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Alcoba de arena
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l joven llegó al bar, a la orilla de la playa, cuando los cuerpos ya resplandecían de sudor y un olor a bestias en celo flotaba en el ambiente electrizado. En la reducida pista, varias parejas liberaban inhibiciones al ritmo de la música y exploraban la propia sensualidad en medio de disparos de luces que descoyuntaban sus miembros, disgregaban los gestos, los robotizaban. El recién llegado detuvo su mirada con avidez en aquellos contactos complacientes y se inundó de la energía licenciosa del entorno. Su olfato de cazador solitario buscaba también satisfacer anhelos perentorios, de turbiedad inmediata, aun de riesgo solapado. Por eso, cuando vio a la mujer recargada en el extremo de la barra, supo que no había mucho más que buscar. Estaba rodeada por varios jóvenes, y acechada insistentemente por un hombre mayor: ellos, con camisas desfajadas, visiblemente borrachos; él, con el cabo de un puro en los labios, ostensiblemente expectante. La sensualidad de la joven los había atrapado a todos, y ella, para
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complacer aquella insistencia obscena, acaso le permitía al hombre una cópula visual permanente, y a los jóvenes, ligeros roces de pezones, besos de duración inmerecida y sutiles contactos epidérmicos que solo exacerbaban más, sin complacer, las pasiones de los descarriados. Su vestimenta sencilla era atrevida, regia. Al desenfado habitual de las mujeres del lugar, ella agregaba franca provocación. Su vestido negro, ceñido en la cintura, dejaba parte del busto al descubierto y caía suelto hasta cubrirle la cadera, permitiendo atisbar, en ligeros contoneos, lo más alto de los muslos, la invitación casi agresiva. Para el recién llegado, no era difícil darse cuenta de que también ella buscaba. El brillo de sus ojos, la untuosidad de sus movimientos, la delataban. El diálogo visual no tardó en producirse: el tácito entendimiento no permitía equívocos. En la barra de bebidas, el encuentro llenó el requisito apócrifo de los acercamientos fortuitos. Hubo un intercambio pueril de datos inútiles mientras las emanaciones de los cuerpos constataban empatías eróticas y el flujo enfático del deseo. Acordaron la cita, por afinidades lúdicas, en un azaroso lugar de la playa. Y para evitar posibles desconfianzas, la joven selló el pacto con un beso púdico desmentido por la opresión de la mano de afiladas uñas sobre la cercana bragueta, ya dilatada. El tocó sin premura el borde opulento de los senos, la tibia elasticidad de las nalgas, pero ella se desprendió sin malicia, y se dirigió sin rodeos a la escalera que llevaba a la playa, aquella enorme alcoba de arena que lanzaba suspiros allá en el fondo. Sin contemplaciones, el joven apuró el whisky, y esperó a que el líquido se atemperara en su cuerpo, cal-
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deado ya al máximo por la inminencia de la satisfacción lúbrica deseada, esperada, instalada casi en la rutina. No le fue difícil encontrar a la joven. Lo esperaba jadeante, sudorosa, sentada en una roca en la penumbra salada. Cuando él se acercó, ella ofrecía ya su orquídea negra, y él pudo ver en aquellos mojados pétalos centellas de azogue: la luna los miraba. Mojó los labios en aquella ácida vegetación, con morosos rodeos, hasta que la hembra lo detuvo, y en el íntimo contacto tuvo tiempo de meditar la única precaución, la prevención insólita en la azarosa aventura. Luego, le urgió con susurros desesperados. La virilidad enhiesta y ahora arropada la levantó en vilo varias veces. Luego, la tumbó en el arenoso y húmedo lecho, donde ambos imprimieron formas feroces durante demorados minutos. Cuando los espasmos quebraron el sigilo caliente de la noche, el otro hombre, con el cabo del puro apagado, colgante de los labios, salió de la sombra en donde se hallaba agazapado. Se acercó cuando ya se separaban, exhaustos y embotados, y miró a la mujer con errantes ojos de noctámbulo. Y en la pupila, el quicio de la mirada se había desencajado. El recuerdo de la febril escena avivaba rescoldos en su memoria. El joven, inicialmente desconcertado, contempló la plácida expresión de su provisional pareja, y quizá entonces comprendió. El hombre ayudó a la joven a levantarse, le sacudió la ropa y le acarició el rostro con renovada ternura, mientras una mirada agradecida, infinitamente amorosa, ratificaba ambiguas complicidades: el cumplimiento exacto de la aventura, la mutua fantasía. Abrazados por la cintura, se alejaron lentamente en el
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horizonte que clareaba. Solo una vez volteó la joven para mirar a su fugaz amante, y en su expresión había gratitud inaudita y confusa nostalgia. Clavado en su sitio, el joven vio su flácida virilidad, patética en su envoltura previsora, y la sintió ridícula, como un soldado derrotado tras una feroz emboscada.
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El aroma de su piel
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Julia le gustaba hablar durante el coito. Le gustaba asediar el orgasmo lentamente y demorarlo de muchas maneras, principalmente recordando historias, inventándolas, jugando a que ellos eran desconocidos cuyas intimidades había que contarse por primera vez, como si descubrieran secretos indecentes y realidades fascinantes por obscenas. El sonido de su propia voz, alterado por las modulaciones del placer, aumentaba su voluptuosidad. —¿Me atreveré? Es que no lo he contado nunca. El juego había comenzado, y él casi podía adivinar lo que vendría después, mientras sus cuerpos se mecían en olas de furor. —Muchas jóvenes han tenido experiencias así — continuó la voz de Julia opacada por algodones de sensualidad—. Amigas mías, para no ir más lejos. La excitaba imaginar a otras mujeres envueltas en la concupiscencia, pero más contárselo a él para exacerbar su imaginación.
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Se habían encontrado unas horas antes, luego de meses de no haberse visto. Habían coincidido en el centro de la pista de baile de una discoteca igual a tantas otras, cuyo mayor mérito consistía en propiciar estos encuentros, sin futuro la mayoría de las veces, hedonistas en ocasiones, o con trascendencia insólita, como ahora, cuando el destino jugaba socarronamente sus cartas. Cuando empataron sin complicaciones sus corrientes lascivas, él recordó nuevamente esa característica oral suya. Y supo que tendría que experimentar largas sesiones de sexo y conversación simultáneas. En su vida sensual no recordaba a ninguna mujer que además de amante gustosa y sabia, fuera inteligente conversadora, al mismo tiempo. Literalmente: al mismo tiempo. —Espera, no tan rápido —dijo Julia, de pronto, con voz de terciopelo—. No te muevas —susurró, como disculpándose de una voracidad de colegiala. Y luego, suavemente, soltó aquella historia, conocedora de que esa ligera atención a la lógica distraería el placer, alargándolo. La contaba bien, en un orden que contravenía el desorden inflamado de sus cuerpos, dándose los tiempos para atraerlo, para alejarlo, para palpar su sostenida erección, y mantenerla en vilo, como en vilo le tenían sus palabras, como si en vez de tenerlo así, apresado entre los muslos húmedos, cálidos, irritados casi por la pasión demorada, estuviesen en una reunión de amigos, picante reunión de amigos calientes, pero desnudos. Cuando sucedió aquello, Julia era una jovencita de diecisiete años. Esa había sido una semana de hallazgos, incluso para ella, que pese a su edad ya contaba con
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cierta experiencia. Joel, un norteño guapo, amigo de su hermano, pasaba en Cancún sus vacaciones, se hospedaba en su casa y había manifestado explícitamente su deseo. A pocas horas de conocerlo, lo sorprendió varias veces mirándole las piernas con descaro, incluso con obscenidad. Y ella se divertía jugando con su pasión, abriéndolas un poco, solo un poco, permitiéndole atisbar brevemente el centro de sus anhelos, deteniéndose cuando notaba el volumen de aquella turbación, que aumentaba ostensiblemente. Pronto pasaron a los escarceos preliminares, con toqueteos suaves primero, luego con roces atrevidos, al parecer involuntarios. Los juegos se volvieron más audaces: se besaban en cada rincón de la casa cada rincón de los cuerpos, sin quitarse totalmente las ropas, sin llegar aún a completar una cópula propiamente dicha. Y las manos de él recorrían la piel de la hembra con la avidez fetichista que solo puede tener un joven que inaugura en cada encuentro el desnudo territorio femenino, y se deja guiar por el instinto. O por sus obsesiones, nada extraordinarias, pero cuya fijación rayaba en la extravagancia. A ella, más que excitarla, la divertían o la llenaban de ternura casi maternal. Por ejemplo, su fervor por los senos no tenía límites: los besaba, los lamía y los estrujaba; chupándolos, mordisqueándolos. Y podía pasarse también horas enteras besándole las nalgas como si en ello le fuera la vida. Ella no permanecía pasiva, de ninguna manera. Estaba descubriendo también zonas inexploradas de su sensualidad. Así que besar el centro de aquellos muslos masculinos le causaba fascinaciones insospechadas. Su boca se llenaba frecuentemente de él, que pasaba de la
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flacidez a la turgencia con una rapidez que pocas veces había vuelto a encontrar. Fue en esa época cuando aprendió a besar así y a proporcionar el placer más intenso, prolongándolo hasta conseguir descargas abruptas. Fue durante aquellas felaciones desaforadas cuando conoció aquel viscoso sabor. Su hermano estaba al tanto de la aventura. Ella quizá no hubiera notado que los observaba, si no hubiera sido por su aroma. Su hermano, fanático de los perfumes, se llenaba el cuerpo de fragancias exóticas, aun estando dentro de la casa. Y ella se había acostumbrado a ubicarlo incluso antes de que hiciera su aparición. Cuando se dio cuenta de que los atisbaba, estaba con Joel en un desván. La noche naciente los había sorprendido y la penumbra era tan espesa que apenas permitía distinguir aquella silueta. Pero el efluvio le llegó desde un rincón. Desde donde ella estaba con Joel —que la besaba de aquella manera tan obsesiva—, vio los ojos de su hermano clavados en su cuerpo, y ninguno de los dos hizo nada. El último día de vacaciones y, como despedida a Joel, organizaron una velada que transcurrió entre pláticas, bromas y abundante vino. Aquél anhelaba cerrar con broche de oro una semana voluptuosa y ella estaba dispuesta a no escamotearle nada. Así que, de alguna forma, pese a que estaba demasiado borracho, acordaron verse en la habitación de ella, luego de que él se bajara con una ducha la enorme felpa que se cargaba. Al poco rato, lo esperaba ya desnuda sobre la cama y empezaba a desesperarse cuando oyó que abrían la puerta. Tras segundos de vacilación, sin las condiciones para meditar el impulso, se abalanzó hacia la figura
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que entraba y en unos segundos lo ayudó a despojarse de sus ropas. Se dejaron arrastrar por la pasión ya sin control, envueltos en aquel aroma tan característico, en ese olor de su piel tan natural, tan artificial, tan familiar, que pronto inundó la habitación. Y a partir de ahí, no dudaron un segundo. Quizá lo supieron desde antes de que Joel llegara a la casa, pero lo confirmaron aquellas tardes ambiguas cuando los ojos de ambos se encontraron en la penumbra del desván o en cualquier otro rincón de la casa, mientras aquel vicario del deseo, aquella bestia propiciatoria, la besaba de aquella manera tan suya, tan extraña, tan salaz. Y ahora, mientras Julia recordaba, con la voz vibrante y los ojos húmedos, alcanzó a susurrar: —¡No te muevas aún! ¡No he terminado de contarte! Pero él casi gritó en la imposibilidad de contenerse. —¡No te muevas, te digo! —insistió ella—. Sin embargo, el dique de aquella pasión se había desbordado, y Julia recibió de nuevo a aquél como esa primera vez, incapaz ya de sustraerse al abismo al que la arrojaban sus recuerdos.
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Índice Una cicatriz
9
Se dejó llevar
17
Juego de niños
29
Ruleta rusa
35
Un destino
43
Cada quien su paraíso
51
Otra vida
59
El verbo acosado
85
Días de Abril
93
Un poeta maldito
1 07
Navidad sin Carolina
119
Alcoba de arena
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El aroma de su piel
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