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La suprema Átropos

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PORTAFOLIO

PORTAFOLIO

Por Lorena Careaga

Las tres hermanas —Cloto, Láquesis y Átropos— conocidas en aquella ciudad como las Moiras, no eran unas simples costureras; la suerte de los seres humanos, y hasta el destino de los dioses, estaba en sus manos. De la rueca de Cloto salían los hilos de la existencia: seda y oro para los afortunados, lana y cáñamo para los desdichados. Con su huso, Láquesis los urdía y devanaba, largos o cortos según la duración de cada vida, tejiendo el entramado de la fortuna y la fatalidad.

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Pero el verdadero arte en la especialidad creativa de las Moiras provenía de la experimentada Átropos y su maestría en el uso de las tijeras. Sus “execrables tijeras” decían las malas lenguas, a sus espaldas. De hecho, a sus espaldas, jamás frente a ella, se decían muchas cosas. Secretamente la apodaban Morta, nombre que ella aborrecía al punto de entrar en un frenesí imparable, cortando a diestra y siniestra, y ¡ay de quien se cruzara por su camino! Otros la conocían como Parca, epíteto que le sonaba áspero, displicente, una afrenta a su rigor obsesivo por la apariencia, la forma y la pulcritud.

A veces, la bella Átropos prefería que la llamaran por otro de sus nombres: Aisa, más suave y pronunciable, menos temible y desconcertante. Todo dependía de su estado de ánimo; he ahí el riesgo. Era difícil saber de qué humor despertaría cada mañana, si había tenido un descanso reparador, si sus sueños habían sido apacibles, o bien, si no había pegado el ojo en toda la noche y no había tenido más que pesadillas. Pocos, en realidad, se atrevían a llamarla Aisa. Pocos se atrevían a llamarla. Punto. Sus hermanas así la invocaban, cuando deseaban congraciarse con ella y pedirle alguna prenda. El resto del tiempo, y en especial cuando realizaba sus labores, Átropos era Átropos, la inquebrantable, la inclemente, la infalible Átropos.

Se decía que era una especie de bruja, y aunque ella jamás se habría descrito así, es verdad que tenía preferencias un tanto insólitas. Gustaba de cultivar plantas. Más bien, una sola planta: la solanácea de nombre belladona, con sus frutos de color negro cuajados de atropina, tan sedantes que, en manos inexpertas, eran en extremo peligrosos. Una sola vez al año —la noche del 30 de abril, en nuestro calendario— la resuelta Átropos hacía salir el espíritu de la belladona, marchitando sus pequeñas flores violáceas y llenando el ambiente de un aroma agridulce, que la gente, extrañada, tenía mucha dificultad en calificar de deleitable o de vomitivo, tan extremas eran las reacciones que provocaba. Una mascota, de nombre Manos de Piedra, la acompañaba por doquier colgada de su cuello. No importaba que se tratase de una serpiente venenosa ni que, con ella, sembrara el pánico a su alrededor. A la impasible Átropos, sobra decirlo, no le afectaban las inquietudes humanas.

El padre de las Moiras, poderoso y mujeriego, habituado a cumplir sus caprichos y hacer gala de un carácter atronador, era capaz de electrocutar con un movimiento de sus brazos a quien se le pusiera enfrente. No obstante, una mirada de la osada Átropos, enseguida lo menguaba y lo sujetaba al poder de aquellos ojos grises que todos te-

Hilos de la Vida/ hilos de la Muerte (2015). Técnica: bordado. Autor: Inés. Imagen tomada del sitio monos con pincel.

mían. En cuanto a la madre, nunca se supo quién era la verdadera progenitora de aquellas tres hermanas, pues el padre había cohabitado simultáneamente con tres hembras recias, y las tres habían dado a luz trillizas, el mismo día y a la misma hora. Cada una de esas niñas traía escrito su propio destino, pero las Moiras eran infinitamente más poderosas que sus seis medias hermanas y que cualquier otra de las numerosas medias hermanas engendradas por el padre. La inexorable Átropos, no obstante, las superaba a todas. No por casualidad le había tocado, entre la vastedad de porvenires posibles, la responsabilidad de elegir el mecanismo de la muerte y terminar con la vida de los mortales, cortando con sus abominables tijeras la hebra de su existencia.

Un día —un 2 de noviembre, para ser exactos— la sublime Átropos salió a recorrer los campos. Vio venir por el sendero, a un caballero arrastrando los pies y la armadura. —¿De dónde vienes? —le preguntó. —De ganarle una partida de ajedrez a la Muerte —contestó el caballero. —¡¿Cómo?!

La irascible Átropos sintió que veía rojo y a punto estuvo de empuñar sus nefandas tijeras y arremeter a tijeretazos contra aquel hombre. Sin embargo, pudo más la curiosidad. ¿Quién había osado tratar de suplantarla? ¿Quién se había atrevido a hacerse pasar por ella? —¿Dónde está esa supuesta Muerte? —lo interpeló. —Allá atrás —dijo el caballero, señalando el camino por el que venía—. Viste una capa negra con capucha y porta una guadaña —añadió, mirando con cierta ternura compasiva las tijeras de su interlocutora.

La frenética Átropos salió disparada en esa dirección. Su mente enloquecida brincaba de una duda a otra, en un torbellino esquizofrénico: “¿Quién será? ¿De dónde viene? ¿Qué se propone? ¡Una guadaña! ¡Cómo se atreve!...”

A grandes zancadas, llegó a un cruce de caminos y enseguida la vio. Estaba con la espalda apoyada en el tronco de un viejo roble, los brazos cruzados, observándola, esperándola. La guadaña yacía en el suelo. Aquella actitud la enfureció aún más, pero algo en esa figura la contuvo, quizá su altura y extrema delgadez; quizá su rostro pálido, sus manos de dedos largos y huesudos. La sorprendida Átropos se obligó a avanzar más despacio, hasta quedar a un paso de unos ojos más grises, si cabe, que los suyos.

La incontenible Átropos no resistió asomarse a la profundidad de aquellas cuencas, y lo que vio fue un abismo, el tiempo detenido, la eternidad inconmensurable del universo. Cuando la Muerte la tomó en sus brazos y besó sus labios intocados, la rendida Átropos sintió que una nostalgia desconocida le invadía el pecho, una alegría suprema e incondicional. Supo que caería abatida y, con ella, toda una era. Bajo el roble, quedaron tiradas sus tijeras.

Átropos o Las Parcas (1819-1823). Francisco de Goya. Museo del Prado.

La Parca (Antonio García Vega)

Lorena Careaga Viliesid es antropóloga e historiadora. Su vida académica ha girado en torno a la historia de Quintana Roo, del Yucatán decimonónico y de la Guerra de Castas. Su más reciente obra es Crónicas de Ambarluna (Malix editores, 2021).

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