d e v e z e n c u e n t o
La suprema Átropos Por Lorena Careaga
L
as tres hermanas —Cloto, Láquesis y Átropos— conocidas en aquella ciudad como las Moiras, no eran unas simples costureras; la suerte de los seres humanos, y hasta el destino de los dioses, estaba en sus manos. De la rueca de Cloto salían los hilos de la existencia: seda y oro para los afortunados, lana y cáñamo para los desdichados. Con su huso, Láquesis los urdía y devanaba, largos o cortos según la duración de cada vida, tejiendo el entramado de la fortuna y la fatalidad. Pero el verdadero arte en la especialidad creativa de las Moiras provenía de la experimentada Átropos y su maestría en el uso de las tijeras. Sus “execrables tijeras” decían las malas lenguas, a sus espaldas. De hecho, a sus espaldas, jamás frente a ella, se decían muchas cosas. Secretamente la apodaban Morta, nombre que ella aborrecía al punto de entrar en un frenesí imparable, cortando a diestra y siniestra, y ¡ay de quien se cruzara por su camino! Otros la conocían como Parca, epíteto que le sonaba áspero, displicente, una afrenta a su rigor obsesivo por la apariencia, la forma y la pulcritud. A veces, la bella Átropos prefería que la llamaran por otro de sus nombres: Aisa, más suave y pronunciable, menos temible y desconcertante. Todo dependía de su estado de ánimo; he ahí el riesgo. Era difícil saber de qué humor despertaría cada mañana, si había tenido un descanso reparador, si sus sueños habían sido apacibles, o bien, si no había pegado el ojo en toda la noche y no había tenido
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Hilos de la Vida/ hilos de la Muerte (2015). Técnica: bordado. Autor: Inés. Imagen tomada del sitio monos con pincel.
más que pesadillas. Pocos, en realidad, se atrevían a llamarla Aisa. Pocos se atrevían a llamarla. Punto. Sus hermanas así la invocaban, cuando deseaban congraciarse con ella y pedirle alguna prenda. El resto del tiempo, y en especial cuando realizaba sus labores, Átropos era Átropos, la inquebrantable, la inclemente, la infalible Átropos. Se decía que era una especie de bruja, y aunque ella jamás se habría descrito así, es verdad que tenía preferencias un tanto insólitas. Gustaba de cultivar plantas. Más bien, una sola planta: la solanácea de nombre belladona, con sus frutos de color negro cuajados de atropina, tan sedantes que, en manos inexpertas, eran en extremo peligrosos. Una sola vez al año —la noche del 30 de abril, en nuestro calendario— la resuelta Átropos hacía salir el espíritu de la belladona, marchitando sus pequeñas flores violáceas y llenando el ambiente de un aroma agridulce, que la gente, extrañada, tenía mucha dificultad en calificar de deleitable o de vomitivo, tan extremas eran las reacciones que provocaba. Una mascota, de nombre Manos de Piedra, la acompañaba por doquier colgada de su cuello. No importaba que se tratase de una serpiente venenosa ni que, con ella, sembrara el pánico a su alrededor. A la impasible Átropos, sobra decirlo, no le afectaban las inquietudes humanas. El padre de las Moiras, poderoso y mujeriego, habituado a cumplir sus caprichos y hacer gala de un carácter atronador, era capaz de electrocutar con un movimiento de sus brazos a quien se le pusiera enfrente. No obstante, una mirada de la osada Átropos, enseguida lo menguaba y lo sujetaba al poder de aquellos ojos grises que todos te-