El hilo de la memoria, conversando el pasado

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El hilo de la memoria contando el pasado

ď § Club Adulto Mayor GAM


Edición: Manuel Peña Muñoz Diagramación: Marta Suárez Hermosilla Diseño de la cubierta: Daniela Pérez Zúñiga Primera edición: noviembre 2015 Impreso en Max Huber Santiago, diciembre de 2015


El hilo de la memoria

Contenido

Presentación………………………………………………………………………………. 3 El hilo de la memoria………………………………………………………………… 5 NORA PATRICIA ANGULO

Una ventana chiquita que nunca se abría ………………………………….. 7 CÉSAR AVILÉS

Una sinfonía danzante que llena mi memoria …………..………………. 9 ROSA CAÑUMIR

De labios de mi padre en mi lengua nativa ……………………............... 17 MIGUEL FERNÁNDEZ MORIS

Cada parte de mi cuerpo te recordará …….………………………………… 24 GLADYS FIGUEROA

Una luna grande que iluminaba la playa …………………………………… 25 MATEA EUGENIA MÁRQUEZ GUZMÁN En la ruta del precioso silencio…………………………………………………… 28 JOSEFINA NÚÑEZ

Siento el silencio de la noche campesina…………………………………… 43 MERCEDES ÓRDENES

Cuando mamá abría el antiguo baúl de cuero…………………………... 54 SILVIA RODRÍGUEZ

Quedó la mora madura sin coger ……………………………………………… 59 RAQUEL ROSS

Los mejores recuerdos de mi alocada infancia ………………………….. 62 CECILIA SAAVEDRA

Mi peor miedo fue siempre a quedar sola ………………………………… 73 ISABEL SÁNCHEZ

Mi corazón de niña de un romanticismo de época…………………….. 76 EUGENIA SOTOMAYOR

Saltaba entre los rieles sobre la rica tierra………………………………….. 83

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El hilo de la memoria MARÍA INÉS TRONCOSO

Iba envuelta en un mundo de fantasía……………………………………….. 91 BERTA VÁSQUEZ

Siempre creí que la vida era tan simple……………………………………… 100 SONIA VÁSQUEZ

Con mi voz de niña enamorada…………………………………………………. 105 YEHUDITH VILLA

Yo quiero estar arriba de los árboles………………………………………….. 111 WALTRUDIS WALKER CASTRO

Una niñita frágil danzando entre las nubes………………………………… 120 ERA LA RUTA DEL PRECIOSO SILENCIO…………………………………………………… 125

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El hilo de la memoria

Presentación

Este libro reúne narraciones autobiográficas realizadas por un grupo de socias y socios del Club Adulto Mayor GAM, en el taller El hilo de la memoria. Con la guía del profesor Manuel Peña, los participantes

han

realizado

un

recorrido

por

sus

respectivas historias de vida para luego plasmar sus recuerdos en los sencillos, conmovedores y honestos relatos que componen las páginas de esta publicación. La realización del taller El hilo de la memoria surge de la iniciativa del Club. Su financiamiento ha sido posible gracias a la Ilustre Municipalidad de Santiago, a través de sus fondos concursables; y su ejecución, a GAM, centro cultural que respalda las actividades del Club. Agradecemos la generosa entrega del profesor Manuel Peña, así como la constancia y dedicación de cada uno de los participantes, quienes han compartido durante tres meses diversos pasajes de sus vidas, que ahora podremos conocer.

GAM - Centro Cultural Gabriela Mistral Santiago, noviembre de 2015

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El hilo de la memoria

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El hilo de la memoria

El hilo de la memoria Durante tres meses consecutivos, tuve el privilegio de dirigir a un grupo de adultos mayores a través del recuerdo de las primeras emociones de vida. Con paciencia, estos integrantes del taller El hilo de la memoria fueron sacando a la luz aquellos tesoros enterrados en ese vasto pasado de la infancia. Durante cada sesión, todas las mañanas de los días lunes, los integrantes leían sus ejercicios y compartían sus vivencias más escondidas que creían olvidadas. En el arte de recordar, nos fuimos conociendo todos un poco más. Al evocar el pasado, aparecieron sus primeras lecturas, sus juegos y juguetes, sus primeras funciones de cine, sus títeres y figuras de sombras, sus escondites, sus lugares secretos, los patios, los jardines, los sabores…y los miedos… Las

sesiones

fueron

muy

amenas

pues

nos

identificábamos con los relatos. Todos habíamos pasado por las mismas situaciones, leído revistas similares y jugado a los mismos juegos. Los aplausos al final de cada lectura, eran espontáneos. Una mirada detallada nos permitió revisitar la casa de la infancia, oler los roperos, abrir los cajones de las cómodas y revisar la ropa olvidada. Leímos cartas y diarios de vida, abrimos las pequeñas cajas y cofres donde guardamos álbumes, fotos y cintas. Nos asombramos con lo que fuimos descubriendo. Cada clase era motivo de sorpresa pues nos asomábamos a un pasado fascinante que habíamos vivido hacía muchos años y que sin embargo estaba vivo. Bastaba con llamar a la puerta para que apareciera intacto. El acto de recordar se transformó en una pasión y en un modo de entendernos a nosotros mismos. Fue una verdadera catarsis. Muchas veces surgían las lágrimas. No habíamos pensado más en esa situación, pero bastaba tirar el

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El hilo de la memoria hilo de la memoria para que aparecieran las voces y los rostros como si los convocáramos a través del recuerdo. No

hay

escritura

sin

lectura

y

por

eso

complementamos las sesiones con algunos textos literarios que resultaban inspiradores a la hora de evocar. Leímos los poemas

De mis tiempos de María Elena Walsh, Los motivos del lobo de Rubén Darío, Sueño azul del poeta mapuche Elicura Chihuailaf, una carta del libro Cartas a un joven poeta de Rainer María Rilke, el cuento La casa de muñecas de la escritora neo zelandesa Katherine Mansfield y fragmentos del libro de ensayos La poética del espacio del filósofo francés Gaston Bachelard. Los textos que ofrecemos resultan sobrecogedores por su tierna humanidad. Son escuetos, escritos de manera natural, carecen de adornos superfluos. Hablan por sí solos. Reflejan vivencias muy íntimas que ni siquiera se han compartido con la familia. Están muy bien escritos y resultan conmovedores en su sinceridad. Agradezco a los integrantes del taller la confianza que tuvieron para abrir el cofre de los recuerdos y mostrarme su interior. Espero que los lectores se asomen a estos fragmentos de vida y sirvan de aliciente para que cada integrante siga tirando este hilo de la memoria que siempre trae consigo sorpresas mágicas. Manuel Peña Muñoz Escritor y guía del taller El Hilo de la Memoria. 11 noviembre 2015.

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El hilo de la memoria

NORA PATRICIA ANGULO

Una ventana de madera chiquita que nunca se abría Desde niña fui la regalona de mi papá hasta los siete años. En ese tiempo nació mi hermano menor a quien quise mucho. Aún siento un gran cariño por él. Mis estudios desde las preparatorias hasta la Universidad fueron muy satisfactorios. Tengo tres hijas, pero ningún nieto. Al parecer los tiempos se han puesto más difíciles comparándolos con los que a mí me tocó vivir. Hoy día como adulto mayor, estoy feliz con mis hijas. Estamos continuamente retroalimentando nuestra amistad y compartimos con frecuencia. Buscamos juntas el camino de la espiritualidad, entre los muchos que ofrece nuestra cultura. Creo que hemos llegado a buen puerto en esa búsqueda. Recuerdos de infancia Vivíamos en Coquimbo. Yo era la menor de la familia. Mis hermanos eran los que dirigían las actividades en el comedor. Cuando no les gustaba la comida, la mezclaban con ají y tomaban agua para tener la excusa que estaban satisfechos. Me amenazaban para que no contara lo que hacían con la comida. Yo jugaba con Juan Carlos, el hijo de la nana que era menor que yo y lo entretenía. Me preocupaba que le dieran alimento y que su mamá le cambiara los pañales. Con mis hermanos jugábamos en el patio cruzando por una tabla sobre una poza de agua acumulada por la lluvia. Como era pequeña, me caí al agua por falta de equilibrio quedando muy embarrada y sufriendo las risas de todos. A veces jugábamos con los vecinos y mis hermanos inventaban ceremonias de matrimonios. Hacíamos bautizos y fiestas. Jugábamos a las escondidas y nos disfrazábamos. Una vez me arranqué de la casa durante la hora de la siesta y al

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El hilo de la memoria poco caminar, unos vecinos me llamaron y me subieron a una terraza en espera de que alguien me buscara allí. Cuando nos trasladamos a Santiago, pues mi abuela materna enviudó, tuvimos la suerte de vivir en una casa campestre con corredores y un patio que estaba lleno de flores. Podíamos jugar pin pon y andar en patines y bicicleta. En ese corredor, mi hermanito menor aprendió a caminar. Yo puse sus manitos en dos varas y lo hacía caminar hasta que de pronto, aprendió y caminaba solito llevando las varas. A mí me parecía muy chistoso. Yo soy siete años mayor que mi hermano y jugaba con él a los títeres que le gustaban mucho y era su ayudante. Me gustaba leer El tesoro de la Juventud y los libros de la colección Rapa Nui. También leí La Ilíada y La Odisea. Me dio por copiar la figura de la Pequeña Lulú, pero cuando mi papá vio los dibujos, me dijo que no tenía ninguna gracia copiar. Me dio mucha rabia y no dibujé nunca más. Esta casa tenía un eucaliptus nativo gigantesco. Yo lo encontraba milenario. También disfrutábamos mucho del parrón con unas uvas que nunca las he vuelto a ver tan grandes y muy dulces. Había un árbol de lima y varios naranjos. Tuvimos muchas mascotas: cuyes, patos y perros. En la parte posterior de esta casa hubo una acequia que no llevaba agua. Había una ventana hacia el dormitorio de los hombres y al lado, en otro dormitorio, una ventana de madera chiquita que nunca se abría porque estaba llena de cachivaches. Sin embargo, yo siempre miraba esa puerta desde fuera pues tenía una forma muy bonita con unos cuadrados en relieve. Estaba pintada de color oscuro como un negro marengo. Cuando yo la miraba, siempre me atraía aunque yo sabía que por el otro lado no había nada más que cosas en desuso. Hoy día pienso que esa puerta representaba para mí, la espiritualidad.

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El hilo de la memoria

CÉSAR AVILÉS Una sinfonía danzante que llena mi memoria

Soy César Antonio Avilés Goycolea, hijo de Agustín Avilés Orellana y Elena Goycolea Iñíguez. Nací en Santiago el 13 de junio de 1942 en el barrio Italia. Me bautizaron en la iglesia de San Crescente que está en la calle Santa Isabel con Salvador. El sacerdote que me bautizó fue el Curita Bello, hermano del Teniente Bello. Mi entretención favorita fue la lectura que me impulsó a participar en el Club de Adulto Mayor del GAM donde propuse participar en los proyectos concursables de la Ilustre Municipalidad de Santiago con el proyecto “El hilo de la memoria” el cual fue aceptado y hoy puedo decir con satisfacción que he cumplido con la meta que me propuse, gracias a la señorita Marta Suárez, bibliotecaria del GAM, y a nuestro profesor Manuel Peña Muñoz. Recuerdos de una hacienda Fue en el mes de septiembre hace 63 años en vacaciones de invierno, cuando fuimos con mis padres a visitar a un tío en la provincia de Colchagua que aún tenía un campito y las casas que un día fueron las de la hacienda del Carmen Alto. Llegamos allá cuando caía la tarde y nos salieron a recibir primero los perros y detrás, mi tío, mi tía y mis primas que entre besos y abrazos nos condujeron a nuestros dormitorios preparados con sus hermosos catres de bronce, colchones de lana, plumones que invitaban a descansar, una hermosa emperatriz con su gran espejo, lavatorio, jarro de agua y al lado la jabonera y peinetera. Lo que más me llamó la atención fue una cola de caballo colgando supuestamente para colocar las peinetas. A los pies de la cama se encontraba un hermoso baúl de cuero con herrajes de fierro y clavos de bronce que completaba el mobiliario del dormitorio, amén de unos hermosos cuadros de la Virgen y el Niño Dios y una cruz a la

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El hilo de la memoria cabecera de la cama. Mientras tanto mi mamá y mi papá habían pasado al salón de la casa donde había una gran chimenea en la que ardían unos troncos que iluminaban todo, sacando destellos multicolores de las copas y cristales de la vitrina cuyas patas tenían talladas hermosas cabezas de leones. La mesa del comedor era enorme con seis sillas por lado más los sitiales de las cabeceras pero lo que más me impresionó fue la gran lámpara de fierro forjado que había pasado por tantas transformaciones, primero con velas, después a parafina y ahora electrificada, con sus seis brazos que sobresalían del aro que las sostenían. Al costado de la chimenea, destacaba un cuadro al óleo que representaba a una hermosa joven vestida de novia y a un gallardo soldado que lucía un uniforme con guerrera azul y pantalones rojos de la Guerra del Pacifico. Mi padre se paró frente a él y le preguntó a mi tío quienes eran esos personajes, a lo que respondió: —Son don Alfredo y doña

Javiera,

dueña de la

hacienda del Carmen Alto, bisabuelos de la Elenita —que así se llamaba mi mamá. Mientras tanto, el tiempo había cambiado bruscamente y un fuerte aguacero con truenos y relámpagos se dejó caer sobre la casa iluminando el patio principal donde destacaba una gran cruz con seis monolitos a sus pies pero lo que nos tenía como hipnotizados a mi hermano resplandor

siniestro que

y a mí,

era el

emitían un corvo y una carabina

colgados sobre la chimenea. Una vez terminada la cena, mis primas nos invitaron a pasar a la cocina de la casa que se encontraba al final del corredor donde a la orilla de un brasero se juntaban los inquilinos a tomar mate y a contar historias de fantasmas, entierros y aparecidos. Y así fue que uno de los más viejos empezó a relatar la historia de la hacienda del Carmen Alto.

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El hilo de la memoria “Cuentan que fue en una noche de tormenta allá por el año 1879 cuando terminaba la Guerra del Pacifico que se vio llegar a un jinete de poncho negro y uniforme azul y rojo. Era don Alfredo, el hijo del dueño del fundo del Bajo a quien lo había pillado la tormenta y pedía albergue por esa noche. A las voces que se sentían en el patio, salió doña Javiera, única hija heredera de la hacienda de la que se tuvo que hacer cargo a la muerte de sus padres. Al reconocer al jinete, mandó que de inmediato se le preparara una habitación donde pudiera descansar pero quizás fue el destino que esa misma noche se dejaran caer por la hacienda, seis bandidos que asolaban la región sabiendo que en ella solo estaban doña Javiera y sus peones. Y cuentan los lugareños

que en las noches de

tormenta un corvo se ve brillar y en una danza macabra sale a bailar, y entre gritos de agonía, sombras que al despertar

una tras otras caen seis

en el patio de la hacienda, se

transforman en seis cuerpos que tendidos están. Y ahí se los sepultó al pie de la gran cruz que adorna este patio principal”... Esa noche al retirarme a dormir, me figuraba que por los corredores se sentían pasos y carreras de los bandidos que entre

gritos y alaridos que se confundían con el ulular del

viento, enfrentaron a la muerte frente a un solo hombre que después se convertiría en el esposo de doña Javiera de donde desciende la familia de mi madre.

Pajaritos de chocolate Fue en una Pascua perdida en el tiempo cuando una tía nos regaló unos bellos libros de

cuentos. Uno de ellos se

ambientaba en un pequeño pueblo donde vivía Fermín y su mamá, quien para poder tener algo de dinero para su sustento, hacía golosinas que el niño vendía en la feria. Un buen día, la mamá le dijo al niño: —Fermín, no quiero que te comas más de dos pajaritos diarios.

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El hilo de la memoria La vecina doña Clotilde

que en ese momento se

encontraba en su patio, escuchó lo que le decían a Fermín y se horrorizó así que sin más, decidió prestar más atención a lo que sucedía en la casa de al lado. Al día siguiente salió a su patio dispuesta a oír lo que se hablaba en la casa de su vecina y así fue que escuchó nuevamente a la mamá de Fermín diciéndole a su hijo: —Pero Fermín, ayer te dije que solo te comieras dos pajaritos y te comiste cuatro. No sé qué voy hacer contigo. Al escuchar esto, doña Clotilde salió desolada corriendo de su casa a denunciar tamaña atrocidad a la policía y fue así que se difundió la noticia por el pueblo. Se juntó una gran cantidad de gente presidida por doña Clotilde y un sargento de policía a la cabeza. Todos juntos vivían Fermín

se dirigieron a donde

y su mamá. Al llegar a la casa, el sargento

golpeó la puerta en forma enérgica anunciando que abrieran en nombre de la ley. A tal estruendo se asomó la mamá de Fermín con su hijo detrás, preguntando extrañada a qué se debía todo ese alboroto, a lo que doña Clotilde le larga a boca de jarro diciéndole: —¿Es que acaso va usted a negar aquí en presencia de la autoridad, que su hijo se está comiendo los pajaritos del barrio? Al oír esto, la mamá de Fermín estalló en una sonora carcajada, lo que amoscó al sargento quien le dijo que esta era una falta grave y no para la risa. La mamá de Fermín recuperando el habla, le dijo al sargento: —Pero, señor… —¡Qué señor, ni qué cuatro cuartos! —le increpó doña Clotilde interrumpiéndola. Nuevamente la mamá de Fermín prorrumpió en sonoras carcajadas dejando

estupefacto al

sargento y a la demás concurrencia que empezaba a

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El hilo de la memoria impacientarse al ver tamaña desfachatez. La señora, tratando de sacar el habla, se dirigió al sargento diciéndole: —Perdóneme, pero es que esto es tan gracioso…deje que le explique. Desde que murió mi esposo, yo hago algunas golosinas que mi hijo Fermín vende en la feria del pueblo para ayudarnos económicamente y jamás Fermín se ha comido otros pajaritos que no sean los de chocolate. Al oír esto, el sargento fue poniéndose más rojo que una granada, deshaciéndose en explicaciones, mientras

que

con energía cogía a Doña Clotilde por un brazo y con voz amenazante le dijo que

tendría que acompañarlo a

la

comisaría a dar las explicaciones del caso mientras la gente dando disculpas, se retiraba avergonzada. Se cuenta que desde entonces doña Clotilde fue llamada doña Clota, señora Copuchenta, y Fermín pudo seguir comiendo y vendiendo los pajaritos de chocolate que tanto le gustaban.

Navidad Llegaba Diciembre

y en el aire se sentía el ambiente

de

Pascua, Navidad y Año Nuevo. En casa, mi mamá se afanaba en terminar un traje y en preparar el pan de pascua y el cola de mono, mientras nosotros escribíamos la carta al

Viejito

Pascuero pidiéndole juguetes y prometiéndole que el próximo año nos portaríamos bien. Mi papá llegó una tarde con un hermoso pino que despedía un penetrante aroma e inundaba la casa. Todos nos preparamos para adornarlo con guirnaldas, luces de colores, pequeños juguetes y motas de algodón que colgamos de sus ramas. A sus pies armamos el pesebre con el Niño Dios, la Virgen, San José y la Estrella de Belén. Llegó el día 24 y el ambiente estalló en alegría al abrir los regalos entre el ruido de los petardos, guatapiques y voladores que subían hasta el cielo iluminando la noche con sus luces multicolores. Hoy sigo festejando la Navidad y recordando a aquellos que

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El hilo de la memoria han partido y ya no están con nosotros pero del pasado hacen surgir los recuerdos de mis noches de Navidad.

El baúl de los recuerdos El baúl de recuerdos de mi infancia está lleno de libros de cuentos, de revistas como El Peneca, Billiken, Simbad, Okey, tapitas de botellas, llaveros, cajitas de remedio, boletos de micro, cajetillas de cigarrillos y juguetes que salen a jugar en mi memoria como la querida pelota de trapo hecha de calcetines bien cosida con cáñamo para que no se desarmara; el aro de una rueda de triciclo que empujaba con un alambre o con un palito; mi trompo campeón en trollas y luciendo sus heridas de tantas batallas; las bolitas de piedra y de cristal; los tiritos hechos de perillas de catre de bronce rellenos con plomo para jugar al hachita y cuarta, los tres hoyitos, la ratonera o el chocloncito. Completando mi arsenal estaban el ovillo de hilo para los volantines y los chonchos hechos con papel de diario y cola de lana. Ellos eran mis compañeros inseparables con los que salía a la calle a jugar con mis amigos. Éramos toda una patota multicolor de niños y niñas, ellas con sus cochecitos y muñecas, sus cocinitas de lata, con tacitas y platillos donde tomábamos té. Una sinfonía danzante que llena mi memoria. Mi juguete favorito era un gato de felpa que al apretarle la guatita maullaba. Un día murió en las manos de mi hermano que con sus inquietudes científicas lo llevó a hacerle una operación para saber por qué maullaba, abriéndolo de arriba abajo y sacando de su interior una pequeña cajita con hoyitos que al apretarla, producía los sonidos. Una vez satisfecha su científica curiosidad, procedió a rellenarlo con la estopa que le había sacado y depositar en su interior la cajita, mientras yo hacía una pataleta de padre y señor mío que se sentía a una cuadra de distancia. Al oír los gritos llegó mi mama y tomando a mi hermano de un ala, se lo llevó a otra pieza donde lo dejó castigado.

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El hilo de la memoria Con los años, mi hermano cumplió sus deseos científicos convirtiéndose en uno de

los primeros biólogos

marinos que tuvo Chile. El miró el mundo a través de una lupa que le abrió lo más pequeño que se oculta en la naturaleza y buscó en el ancho mar, la respuesta a sus interrogantes.

Mis tesoros El espacio de mi infancia fue mi casa en el barrio Italia, donde nací hace 73 años. Una amplia puerta y mampara de vidrio daba acceso a un pasillo que desembocaba en el living y al salón contiguo al comedor y que continuaba en una galería de hermosos ventanales que daban al jardín, para terminar al final en una escala por la cual se subía al segundo piso donde estaban los dormitorios de mis padres y de mis hermanos. Fue allí, donde un día, arrancando por una maldad, me escondí bajo la escala y al apoyarme contra la pared, noté que en el fondo de uno de los peldaños se había corrido una tabla que dejaba ver un escalón por la parte de atrás convertido en una caja con su correspondiente tapa. Desde ese día, se convirtió en mi lugar secreto en el cual guardé mis tesoros más preciados: un runrún de un gran botón de concha de perla que producía

al girar destellos multicolores; unas monedas

antiguas guardadas en una cajita de lata de pastillas de Magnesia Phillips; una insignia de la Universidad Católica que me había regalado un primo y mi saco de bolitas de cristal guardadas en un calcetín bien amarrado. Quizás hoy cuando ya no vivo en esa casa y el barrio Italia se ha convertido en un barrio muy distinto al que conocí y mi casa, en restaurante, tal vez aun sigan escondidos en ese escalón los tesoros mágicos de mi niñez.

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El hilo de la memoria

Las animitas de Malloco Cuando niño, vi con mis propios ojos a esas ánimas del Purgatorio que como

almas

en pena, se aparecían en las

noches, frente a la iglesia donde se veneraba al Niño Dios de Malloco en la comuna de Peñaflor. Muchos fieles iban a la iglesia una vez al año a encenderle velas a la imagen del Niño Dios en pago de algún favor concedido. Ahí se aparecían estas ánimas corriendo por el camino envueltas en llamas, para desaparecer de improviso. ¡Cómo no sentir miedo al verlas deslizarse con sus luces titilantes en la oscuridad de la noche! Pero todo tiene su explicación ya que el milagro era que los guarenes de un canal cercano se acercaban a las velas a comer esperma, chorreándose con el cerote que al encenderse, los convertía en pequeñas antorchas llameantes ante lo cual corrían despavoridos a tirarse al canal donde se apagaban desprendiendo no un olor a azufre, sino a ratón quemado.

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El hilo de la memoria

ROSA CAÑUMIR De labios de mis padres en mi lengua nativa

Soy Rosa Yolanda Cañumir Huaiquillán. Nací el 6 de septiembre de 1949 en Lonquimay, Novena Región. Fuimos 17 hermanos. Mi madre fue Carmen Huaiquillán. Viví en el campo pero siempre quise conocer la ciudad. Ahora vivo en San Bernardo hace 15 años. Tengo cuatro hijos profesionales que me han dado muchas alegrías y mi nieto Maximiliano que es el tesoro de mi vida. Después de un largo vivir, he ingresado al grupo del Adulto Mayor. He enseñado mi idioma nativo, el mapudungun, por décadas. Soy feliz recordando en este taller del Hilo de la Memoria pues me he emocionado al recordar mi infancia. Mi infancia Mi infancia transcurrió en contacto con la “ñuke Mapu”, entre “cos” y “putacos”. En esos paisajes, mis primeras historias, cuentos y narraciones, los escuché de labios de mis padres en mi lengua nativa, el mapudungun, que por esos años, era solo un dialecto oral. Por eso, cuando a mis siete años fui al colegio, el mundo cambió. Duros días fueron esos. Nada era igual. Nadie hablaba como yo. Escuchaba nuevas palabras, sin embargo, para mí no tenían sentido. Cómo pensar siquiera que “ñe” en este nuevo idioma, era “ojo”. Gran esfuerzo realicé en memorizar letras, comprender los significados de algunas palabras y aún más, en tratar de entender simples escritos. Todo era distinto en aquella escuela rural de Sierra Nevada donde solo asistí ese año. Si bien en esa escuela aprendí algunas palabras con ayuda del Silabario del Ojo, fue recién a mis 42 años que volví a estudiar. Durante muchos años y tras cursar toda mi enseñanza básica y media, conocí un nuevo mundo. Logré leer poemas

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El hilo de la memoria como los de Neruda. Leí la novela Como agua para chocolate de Laura Esquivel y la historia de algunos pueblos. Así, para mí, leer ha sido una forma de conocer a las personas y sus historias.

Helado de nieve Mi niñez entre los ríos y montañas estuvo marcada por los juegos que junto a mis hermanos solíamos realizar. Estos juegos dependían de las condiciones climáticas que las estaciones del año nos proporcionaban. En otoño bajo el pehuén, nuestros juegos surgían sin parar. Trepábamos la araucaria para derribar cabezas de piñones y juntarlas. Ganaba el que más piñones recolectaba durante el periodo de la cosecha. Además corríamos y caminábamos libremente por los hermosos paisajes de la cordillera. Comenzaba la caída de nieve en invierno y parecía que nuestros juegos se acabarían…pero no. En esos primeros días, la escarcha era fantástica para jugar…La nieve era propicia para patinar sin cesar y fabricar nuestros helados con azúcar, chocolate y algo más…la guerra de bolas de nieve que mis padres nos hacían parar porque éramos traviesos y algo nos podía pasar. Si bien tenía 17 hermanos, solo con algunos solía jugar. Con Zoila, Evaristo, Isaías, Doris y Aurora, éramos un equipo genial… Esperábamos la primavera porque nuevas hazañas debíamos superar. Recorríamos el campo en busca de nidos de patos pero en realidad recolectábamos los huevos que en esos nidos había… Corríamos entre los campos solo para jugar. Nada más llegaba el verano y al agua íbamos a dar… Nadábamos y jugábamos sin parar. Aprendimos los peligros que esos ríos pueden provocar. Sin embargo, siempre con astucia esas situaciones logramos superar… Así nuevamente, otro otoño volví a pasar, y tras años de años, solo recuerdo esos días en que solíamos jugar.

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El hilo de la memoria

Conociendo el pueblo Un día de otoño, mi padre nos comentó que iríamos al pueblo. La familia García Muñoz nos esperaba en Curacautín. Junto a mis hermanas Isolina y Verónica, mi padre y yo, emprendimos el viaje una mañana con sol. La aventura comenzó desde aquel momento. Si bien nuestro padre nos advirtió que veríamos nuevas cosas, nadie me dijo que el mundo era tan distinto. Mientras andábamos a caballo y nos encontrábamos prontos a llegar al pueblo, vi por primera vez, a mis quince años, algo que se movía por el camino. De aspecto cuadrado y con ruedas, sus ocupantes amistosamente nos saludaban. Por primera vez había visto un automóvil. Eso había sido algo impresionante. Esa gente se transportaba en algo distinto a un caballo o una carreta pero lo que más me impresionó fue ver una serie de casas de madera, muy grandes, unidas entre sí, que también se movían. La primera casita tenía chimenea. Era aún más rápida y grande que un automóvil. Mi padre dijo que era un tren. En casa de la familia García Muñoz, me reencontré con mi amiga Gabi, la única hija del matrimonio que me estaba esperando pues desde hacía muchos meses, no nos veíamos. Con ella emprendimos varias salidas. Así fue como conocí una gran casa donde el silencio reinaba. En su interior, un hombre nos daba la espalda. Vestía y hablaba de manera distinta. “Es un sacerdote celebrando una misa en latín” fue el comentario de mi padre. Siendo la mayor de mis hermanos, Gabi convenció a sus padres y al mío, para que nos dieran permiso a fin de pasear solas. Salimos, llegamos a la plaza y luego de caminar algo más, entramos a una casa grande, más bien oscura. Sin embargo, sentía que algo extraño había allí dentro. Muy pronto vi que entraban más personas y todas ellas se sentaron como nosotras…Luego, sin avisar, apagaron la luz y comencé a sentir ruidos extraños. Grité no sé qué cosas. Nunca antes había visto

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El hilo de la memoria eso… algo que estaba delante de nosotros y volaba… algo grande estaba ahora sobre nuestras cabezas…al parecer eran aviones…Sin darme cuenta y en pocos instantes, nos rodearon impactantes ruidos. Volví a gritar e insté a Gabi para que nos escondiéramos debajo de los asientos. Algo pasaba y yo solo quería salir de allí. Traté de escapar pero no pude…Pronto, los objetos voladores desaparecieron. Se calmó el ruido. Se prendieron las luces y sentí cómo Gabi comenzaba a reír mientras todas las miradas estaban sobre mí. La gente no entendía por qué yo actuaba así. Había descubierto lo que era el cine.

Señaladas El mes de diciembre me señalaba la llegada del verano pero no por el mes en sí mismo sino por la celebración que en esa fecha se realizaba en mi casa. En los primeros días del mes de diciembre, mi familia comenzaba con los preparativos: las personas, la casa, los animales, todo cobraba vida. Cerca de la fecha de Navidad, mis hermanos mayores con sus esposas y sus hijos llegaban a nuestra casa. Junto a nuestros familiares, también arribaban sus animales y nosotros disfrutábamos viendo tantas crías en el campo. Hermosos potrillos junto a los terneros, chivos y corderos. Mientras mi padre y hermanos mayores armaban la ramada donde se colocaría la mesa y se prendería el fogón, también se hacían el tiempo para juntar sus animales en el corral. Por su parte, mi madre y mis cuñadas preparaban pan, sopaipillas y ensaladas para la celebración. El día de Navidad llegaba. La fiesta se armaba. A eso de la salida del sol comenzaba la marcación de los animales que en Argentina llaman “yerra”. Para mí, esa parte de la celebración era triste porque las crías sufrían. Sin embargo, mis padres me consolaban diciendo que era necesario.

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El hilo de la memoria Pronto, tras el paso de las horas, todo volvía a la calma y nos reuníamos junto al fogón a comer mientras algún familiar contaba esas extrañas historias de campo. Así, sin regalos, sin villancicos, pero en compañía de mi familia, transcurrieron mis primeras Navidades.

Sabores de mi tierra No sé si deba contar un secreto familiar…pero en mi familia, el cariño se entrega a través de la comida…por eso, siempre me esmero en ese quehacer. Mis primeros recuerdos de sabores están asociados a esas reuniones de familia, en especial en los eternos fríos de inviernos de esas tierras gélidas. Siempre que recuerdo esa comida, dicho recuerdo lo encuentro asociado a aquel aroma que golpeaba en mi cerebro y atacaba mi estómago. Simplemente era la mezcla de varios ingredientes: trigo molido, algunas presas de carne de caballo, un trozo de cebolla, cilantro silvestre, aliños del que hubiera y una pizca de sal. Claro que si la suerte nos acompañaba, también algunos trozos de zanahoria y unos granos de choclo también se dejaban ver. Si bien su descripción suena a un simple guiso, en realidad no lo era en absoluto. Dicho guiso era substancioso. Su aroma impregnaba mi hogar en aquellos días fríos o lluviosos de mi infancia. Siempre he pensado que alguno de sus ingredientes o la mezcla de ellos era lo que producía en mí ese estado de ansiedad latente de consumir dicho guiso. En mi familia se comentaba que no había una sola receta, que existen varias, pero en ese nutritivo guiso con carne y verduras, quizás su ingrediente estrella era el locro, un trigo triturado que aportaba su inigualable sabor ahumado. Según se cuenta, la receta va así: se tuestan los granos de trigo. Cuando adquieren un color dorado, se retiran del fuego. Se trituran en un kudi o molinillo hasta que se vean como chuchoca. Aparte, en una olla, se saltean las presas de

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El hilo de la memoria carne junto con los ajos, el cilantro y el aliño completo. Luego se agrega agua con sal. Cuando hierve, se agregan las verduras. Después de veinte minutos de cocción, se añaden junto con el locro y se apaga la olla cuando estén listas las verduras. ¿Cómo se llama este exquisito guiso? “¡Cazuela de caballo con locro!” respondíamos todos los que nos reuníamos en la gran mesa familiar. Dicha mesa se encontraba simple pero hermosamente decorada con esas sopaipillas de campo, pálidas, por carecer de zapallo, pero no más sabrosas que nuestro plato principal: cazuela de caballo con locro.

Miedos Caminaba por el campo un día hermoso como pocos. El sol estaba sobre nosotros. Yo me alejé del grupo para disfrutarlo. Caminé como tantas veces por esos parajes. El sonido del río como siempre se hacía sentir y la sombra de los árboles me permitió seguir caminando por ese estrecho sendero que muchas veces recorrí. Tomé ese sendero a orillas del río. Seguí y seguí por él, sin embargo, no sé por qué extraña razón, llegué a ese lugar: un hermoso prado de color verde celestial, un verde tan intenso que nunca antes había disfrutado. Paré y pronto estaba sentada entre la hierba contemplando el azul del cielo y las escasas nubes que se podían divisar. Respiré aquel aire puro como todo el que existe en la cordillera… ese aire puro pero la calidez fue la que me sorprendió. De pronto, un estruendo, quizás más que uno, hizo girar mis ojos frente a mí. Allí no vi uno, sino varios animales feroces que me miraban a su vez. No pude pensar en nada más. Desconozco cómo pero di un salto, me paré y comencé a correr, correr y correr. Tal fue mi desesperación que hasta hoy siento ese fatal cansancio de mis piernas, el revoloteado pulso y esa sensación de que mi corazón no parecía estar dentro de mi cuerpo.

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El hilo de la memoria Seguí corriendo, corriendo. Mis piernas temblaban. Mis pies parecían quebrarse. Mis rodillas y tobillos apenas soportaban esta corrida loca. Por otra parte, mis manos sudorosas mantenían íntegramente las semillas que llevaba pero aún tengo la sensación de que algunas de ellas se perdieron en dicha eterna carrera. Corrí, corrí y seguí corriendo… Nada me hizo dudar. La salvación estaba allí…No tenía ninguna opción. Debía seguir y seguir…En razón de ello, mis pies entraron en esa extraña sustancia líquida. Muy débiles, con dificultad atravesaron esas correntosas aguas…Traté de correr y fue inútil. Ya no había tierra. Debía nadar. Así crucé el río y me alejé de aquellos feroces animales. Al otro lado del río quedaban con sus bramidos, no menos de seis toros que enojados dejaba atrás. Paré y me recosté en la hierba para recobrar las fuerzas perdidas pero sin saber cómo, nuevamente salté, me paré y comencé a correr. Esta vez debí saltar obstáculos, deslizarme por la quebrada y trepar un árbol. Todo con el fin de mantenerme hasta hoy, viva.

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El hilo de la memoria

MIGUEL FERNÁNDEZ MORIS Cada parte de mi cuerpo te recordará De aspecto elegante, siempre muy bien vestido como un señor de otra época, con trajes muy bien cortados y corbata de seda, Miguel Fernández Moris recuerda sus juegos infantiles en el Parque Cousiño y nos cuenta de su vida como representante de la tienda Los Gobelinos en Paris donde fue diseñador de moda de alta costura. Ahora se integra al Taller El Hilo de la Memoria. Escucha con atención las narraciones de sus compañeros, da sus opiniones y comparte su testimonio de vida personal. Oda a un recuerdo Vivir y soñar. Ser y crecer. ¡¡¡Creer y tenerlo todo!!! Recordar es revivir. ¡¡¡Amar es vivir lo más bello de ser!!! Ser olvidado y sufrir en vida. ¡¡¡La muerte es no existir!!! Sentirse olvidado por quien se ama con toda el alma es saber que nada, ni la muerte te hará olvidar. He olvidado a mis padres, a mis hermanos, a todos… ¡Nunca tus labios, tus ojos, tu voz, tu presencia! ¡Nunca olvidaré tus sueños, tus palabras!... Tu vida eterna anidará en mis recuerdos y bellos, hermosos y eternos, florecerán en cada amanecer. No te merecí. Fuiste lo más hermoso de mi vida. Hoy, vivo el recuerdo de lo que pudo ser. No fue más que una ilusión de un sueño vano. No te olvidaré. Cada parte de mi cuerpo te recordará. Cada pensamiento a tus pies, volará. Cada atardecer, con la luz póstuma, de un día final un pensamiento errante, a tu recuerdo, llegará, entregando un adiós eterno, al olvido de un amor que nunca, nunca, en mí, morirá.

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El hilo de la memoria

GLADYS FIGUEROA Una luna grande que iluminaba la playa

Nacida en la Quinta Región, casada y con dos hijas. Por circunstancias de la vida, desde hace ocho años, me trasladé a esta selva de cemento en la que me he acostumbrado poco a poco, hasta hacerla parte importante de mi vida. Me considero una mujer feliz y realizada. Creo en el amor, en la amistad y en la vida que me ha dado muchas razones para seguir disfrutándola, y conocer a una persona tan especial como nuestro profesor, señor Manuel Peña Muñoz, es otro motivo para dar gracias a la vida. Recuerdos de infancia Los primeros cuentos los escuché de labios de mis papás, infaltables antes de dormir. Cuando aprendí a leer, me gustaban más los de animalitos. Siendo adolescente, leí

Nuestras sombras de María Teresa Budge. ¡Qué emocionante era el diario de vida de una niña! Cuando cursaba las preparatorias y regresaba del colegio, a eso de las cinco de la tarde, ya que iba a clases en las mañanas y en las tardes, recuerdo que cuando llegaba a la casa, sentía el inconfundible aroma a tostadas. Luego escuchaba un programa radial que se transmitía a esa hora llamado “La audición del hada madrina” donde se narraban cuentos personificados por niños y adolescentes y también cantaban y recitaban. En ese ambiente me sentía muy contenta. Ahora atesoro esos recuerdos en mi mente y en mi corazón. Ese fondo festivo más el aroma a tostadas y el sabor de mi leche con Cocoa Peptonizada Raff son inolvidables. Mi papá llegaba más tarde. Él también salía a las cinco de la tarde pero su trabajo quedaba más lejos. Pertenecía a la Armada. Cuando llegaba a la casa, mi mamá le servía unas

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El hilo de la memoria contundentes onces y después bajaba al negocio de mi tía para ayudarla hasta que se cerraba.

La casa del cerro Alegre Mi casa era grande porque vivíamos con la familia de mi papá: mi tía Aída, mi tío Alberto y mi abuelita Juanita. Mis tíos eran comerciantes. Tenían almacén o emporio, bodega o botillería, fuente de soda e incluso peluquería para varones. Esos locales estaban en el primer piso de una gran propiedad ubicada al lado de donde funcionó por años el Colegio Mac Kay en el cerro Alegre de Valparaíso. En el segundo piso vivíamos la familia. Recuerdo que había una terraza grande donde mi abuelita tenía tres perros muy cariñosos a los que todos queríamos mucho. Tuve muchos juguetes porque fui hija, sobrina y nieta única. Todos me regalaban a mí ya que no había más niños. Cuando jugábamos con amiguitas, lo hacíamos en la terraza y si jugaba sola, lo hacía en mi pieza que era el lugar donde guardaba mis juguetes y mis queridas muñecas. ¡Cómo olvidar cuando jugaba en la calle, en las tardes de verano, especialmente frente a mi casa con los niños del barrio! De esa casa, recuerdo en forma muy nítida, los aromas de la Navidad… a pino, a cola de mono, a pan de Pascua…Me gustaba mucho. Me ponía tan contenta, aunque yo no comía pan de Pascua porque no me gustaba como tampoco la mayoría de las comidas caseras y eso que mi mamá tenía fama de cocinar rico. Eso lo comprobé cuando fui más grande, pero de niña no me gustaba casi nada. Como no fui buena para comer, algunas veces terminaban de almorzar y me quedaba llorando sola en el comedor. Muchas veces las lágrimas caían al plato y más asco me daba. Mi tío Alberto me amenazaba con ir a buscar un

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El hilo de la memoria embudo para ponerlo en mi boca y así darme la comida. Eso jamás lo hizo pero yo, como niña, siempre le creía y más lloraba.

Espectáculos imborrables En ese tiempo, mi mamá era quien me llevaba al teatro Avenida de Valparaíso a ver dibujos animados: Bambi, Dumbo y La

Cenicienta son las películas que recuerdo. Tengo fresco en mi memoria cuando mi tío Atilio, hermano de mi mamá, me llevó al Aula Magna de la Universidad Técnica Federico Santa María donde estaban presentando Carmina Burana. Debo haber tenido once o doce años tal vez. Fue muy grande la impresión de ver tantos personajes en el escenario con sus maravillosos trajes y ese coro precioso. No daba crédito a lo que veía…Parecía que estaba soñando. También recuerdo que después de la función, nos regresamos en tren como para finalizar ese inolvidable día. Este tío mío era ferroviario. Tomamos el tren en Portales. Durante el viaje nos acompañó una luna grande que iluminaba la playa, el mar y las olas. Y para que yo apreciara mejor esa maravilla de la creación que Dios nos regalaba, mi tío me llevó a la cola del tren donde había un espacio con baranda, como un balcón, de donde se veía ese espectáculo en toda su magnitud. Duró poco. Nos bajamos en Bellavista.

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El hilo de la memoria

MATEA EUGENIA MÁRQUEZ GUZMÁN Era la ruta del precioso silencio Matea Eugenia se incorpora al taller El Hilo de la Memoria. Escucha atentamente a sus compañeros y lee pausadamente sus ejercicios. Comparte sus experiencias de infancia en Lota Alto donde fue feliz con su familia y hermanos. Juegos y juguetes El trío de hermanos solíamos discurrir el juego acorde a la circunstancia nacida en un instante supremo. Adosado a la casa familiar, había un huerto. Enriquecían esa tierra con abono. Hoy sabemos que la alimentaban con magnesio ya que sus frutos impedían

enfermedades

como

la

artrosis

y

artritis.

Disfrutábamos el ruido presagiante desde el portón: carretas tiradas por bueyes cargadas con guano ¡por favor! Escucharon bien: ¡guano! Vaciadas las bulliciosas carretas con ruedas de madera. Para evitar el desgaste, una cinta de metal envolvía el radio de la circunferencia. Cerrado el portón, uno a uno nos íbamos subiendo al cerco cruzado por gruesos tablones que nos permitían caminar con cierta holgura y poca elegancia hasta ubicarnos frente a la montaña de abono y lanzarnos prosaicamente desde nuestro trampolín al verdoso, seco, acogedor, mullido y oloroso entretenimiento. En una de las vueltas y revueltas por el cerco, Patricio enredó su polera en un clavo y se enganchó. Tuvimos que pedir a Toya que librara a nuestro hermanito de morir colgado. No le asombraba nuestro recreo pero felicitarnos por el baño extra ¡Eso no! Aprovecho esta circunstancia para mostrarles la espaciosa sala de baño de grandes baldosas blancas y negras. La puerta a la izquierda dejaba ver el lavamanos con espejo. Sobre él, una ampolleta. Al fondo, la pared albergaba la gran bañera ostentando sus patas felinas. Al lado contrario del

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El hilo de la memoria lavabo se ubicaba el water closet seguido del bidet. Al costado detrás de la puerta, había un

estante toallero blanco con

puertas de vidrio. Les cuento que el baño era ciego empotrado en pleno cerro. La casa estaba al final del corredor que separaba cuatro piezas porque aún quedaban dos más cuando bajábamos la escala a un descanso. A la izquierda, la puerta que iba al patio y huerto. Al lado contrario íbamos al baño y cocina. La carbonera era una pieza por si sola, su boca alimentada por el piso que daba a la calle. Detrás, bajando, la escala, una demasiado espaciosa pieza muy metida en el cerro, sin luz de día, nos contenía a los de “la mesa del pellejo” sirviendo de comedor de diario. Al fondo, mi papá tenía su banco con herramientas donde fabricaba muebles de cocina, bancos, banquetas, mesas, gallineros y cajones para abejas… Nada de lo descrito se adivinaba desde la calle. Mi diversión particular era observar a papá rasurando su barba con navaja que suavizaba en una tira de cuero muy grueso. En su centro, un madero que terminaba en asa. En su barba ponía espuma de jabón con hisopo y algún suavizante. Afirmada al canto de la puerta, yo observaba en absoluto sosiego el ritual. Ese papá tolerante no hablaba. ¡Escribiendo me doy cuenta que no podía emitir silaba! Su amistoso silencio invitaba sino yo hubiera volado a otro pasatiempo que el de contemplar. No lejos colgando del cerro, otro huerto. Papá reinaba en este mundo después de la oficina, en la hechura más sofisticada: diversos rectángulos de sembradíos. Ahora sé, a la usanza temprana de los pueblos originarios en tablones ordenados cayendo de la loma. Plantaba semillas florales en alguna época del año. Sembraba verduras, choclos, cebollas,

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El hilo de la memoria porotos verdes, tomates, papas y otras fragantes yerbas para vender y para nuestra casa. Cuando cubría su testa una descomunal chupalla, arremangaba la camisa, usaba zapatos viejos, chuzo y hoz… Mi papá iba al huerto más lejano. Yo corría hacia él y asía su mano. Era la ruta del precioso silencio y mis saltitos para alcanzar sus pasos. En una oportunidad tomé la hoz y uno de mis dedos quedó agarrado a mí por un colgajo de piel. Fui a dar al hospital de la Compañía de antiguo estilo inglés por culpa de mi bendita entretención. Cuando celebraban el cumpleaños de mi papá o de mi mamá, mataban cordero o chancho. Alborozados saltábamos y corríamos celebrando el fuego, corriendo a lo indio de las películas norteamericanas, lanzando gritos alrededor de la gran olla que contendría chicharrones. Pero la celebración y juegos más divertidos se producían en la cosecha de miel. Eran diecisiete cajones de abejas en el primer huerto. Los pequeños revoloteábamos y zumbábamos como abejas detrás de un pedazo de celdilla con miel mientras los adultos se disfrazaban de astronautas. Resuena en mis oídos este cántico indolente de niños: ¿Cuántos panes hay en el horno? veintiún quemaos ¿Quién los quemó? el perro judío… Prende fuego que allá voy yo… Yo había advertido que mi papá invitaba a sus colegas a una determinada hora de la noche para oír noticias sobre la Segunda Guerra Mundial. Nos

hicimos

expertos

en

estudiar

lagartijas

tornasoladas. Sabíamos que recuperaban su cola. Estudiábamos grillos rojos, grandes como dedos meñiques pero más gordos;

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El hilo de la memoria plantitas

que

exhibían

unas

diminutas

semillas

como

manzanitas y que no eran venenosas, pues las comíamos y no nos morimos. Los gusanos de tierra eran largos grandes y color rojo vino. Cuidar pajaritos nuevos que caían de algún nido, eran parte de nuestros juegos. Nuestros juguetes eran simples, casi demasiado. Cuando nos los regalaban era para Navidad. La cantidad estaba distribuida durante todos los años de nuestra niñez. Para los niños: emboque, tambor, caballito de madera, palitroques, soldaditos de plomo, pelotas, pitos, cuerdas con asas de madera y triciclo al más pequeño. Para mí: muñeca de trapo, cocinita con ollas y tapas, sartenes, juegos de té y una oca colorida para arrastrar con un delgado cordel. Alrededor de su cuerpo sonaban al girar, unas pelotitas. La belleza de nuestros juegos con la naturaleza opacó brutalmente los anodinos juguetes.

El closet de luz Entrábamos al dormitorio los tres últimos hijos de la familia: Carlos Jaime, yo y el pequeño Patricio. Cualquier mano adulta nos apagaba la luz. Sin un beso, sin las sílabas de las buenas noches. Pareciese que se les hubiera gastado el gesto y el cante amoroso de la despedida. La suma de los hijos: igual a demasiados. Solía barruntar ser invisible, lejana de mis dos hermanos, compañeros de sueños por la noche, compañeros de juegos en el día…Nuestra pieza ostentosamente larga se prolongaba eterna, para terminar al fondo en una ventana amplia con postigos de madera… Al abrirla, una portentosa luz inundaba alegre el lugar: las tres camitas nadaban solitarias en el inmenso rectángulo intentando llenar el espacio infinito. Frente a nuestros catres, la pared sostenía una puerta oscura: al lado de la puerta en la pared se adosaba un lavatorio

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El hilo de la memoria de loza con pedestal muy blanco de loza también. El sentido europeo de aquel adminículo era que bañarse no era indispensable todos los días. Yo, la niña recóndita entre estos dos nenes, tenía matemático frente a mi camita, aquella abertura oscura, que no conmovió la curiosidad de mis dos hermanos. Solía fisgonear más allá de mis límites corpóreos. Nada me era indiferente… Caminé hacia el pórtico, cogí el cerrojo, lo giré, abrí la puertilla y entré al cuarto, busqué el interruptor y encendí la deleitosa luz. Lo que vi me pareció increíble. A ras de piso y hasta el cielo raso del cuadrado exquisito, por sus cuatro flancos, aparecieron aquellas estanterías abarrotadas de libros, revistas, diarios, cuadernos y cartones de estudios, todo ordenado… hasta parecer gracioso. Mis días cambiaron después de este hallazgo. Sentada en una rústica banqueta, probablemente construida por las manos de mi papá, pasé primaveras, veranos, otoños e inviernos, en mi misterioso escondrijo. Llamó fuerte mi atención la colección de El Tesoro de la Juventud de hermosas portadas. Las lecturas me hicieron soñar. Las Fábulas del escritor griego Esopo y las moralejas de ellas desprendidas ¡Increíble! Se dice que nació entre los siglos VII y VI antes de Cristo. Encontré su saber en 1945 después de Cristo. ¡Abismante distancia cronológica! Además, sus libros contenían juegos para observar y zambullir la mirada casi hasta quedar hipnotizada. Con Edmundo de Amicis, lloré por el pequeño anacoreta del libro Corazón. Viajé con el pirata Sandokán y vivimos aventuras en el Mar de las Antillas, la Selva India y muchos ignotos lugares con el Tigre de la Malasia de Emilio Salgari. Disfruté de las revistas argentinas Patoruzito y Billiken. A la segunda arrebaté sus muñequitas del plano en que estaban, llamado ropero. Las recorté con sus atuendos, las vestí;

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El hilo de la memoria las abrigué, desabrigué, las hice elegantes o casuales y soñé y soñé… Volví al cuadrado mágico tantas veces… Y no supe cuando fue que apagué la luz de mi portentosa matriz. Creo fervientemente que nunca nadie supo que ese cuarto existió en casa.

Rincones de la memoria Mi escondrijo era una habitación no pequeña, con una cama no pequeña, un velador alto y estrecho, más un closet grande, de pared a pared y un singular colgador de chaquetas de hombre. El closet tutelar de la caja no pequeña, de clara madera dorada, una simple obra de carpintería, agradable a la mirada y al tacto. Ella era mi tesoro sin serlo. Yo no había compilado las imágenes que de ella emanaban. Mis manitas sensibles e investigadoras escudriñaban tanto como mi mente. Eran fotos sin serlo, de colores desvaídos, como retocadas, de artistas de cine… reconocí entre ellas a Esther Williams, Joan Crawford, Orson Welles, Dolores del Río, Johnny Weismüller. Eran cientos…eran miles. Visitaba a menudo a todos esos lindos artistas… Jamás persona alguna reclamó el desconcierto proporcionado al lugar o al cajón con aquellas estampas obtenidas de cajetillas de cigarros. El fumador impenitente jamás me delató. Mamá nos mandaba, desde muy pequeños, a Patricio y a mí, a la matinée del Teatro de Lota Alto de la Compañía, de arquitectura modernista Art Decó. Mi querido hermanito, cuando nos encaminábamos hacia el cine, se volvía hacia la mamá y reclamaba: —¡Mamá!, ¡Mire a la Matea cómo se menea! —para luego continuar nuestro camino, refunfuñando él… Entrábamos al amplio foyer y nos dirigíamos a una linda confitería donde comprábamos caramelos. Luego, el acomodador del cine nos situaba en la quinta hilera de la

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El hilo de la memoria platea. Seguíamos la serie de Batman y Tarzán. Vimos Genoveva de Brabante, Bambi y El Tercer Hombre con la melodía del enigmático Harry Lame (Orson Welles). ¡Ustedes pueden observar que no se discriminaba al espectador! Nuestras clases de biología del colegio Thompson Matthew se complementaban en el mismo cine con películas educativas de monitos animados. De cómo fue que soy la única de la familia que nació en el Hospital de la Compañía…. ¡No se los voy a contar! Todos mis hermanos nacieron en casa. Mi papá con una comadrona, siempre la misma señora, recibían a los nuevos retoños. Se preparaban grandes ollas con agua hirviendo y sábanas. Nadie supo contarme más. Visité mucho ese hospital. Se me pasaban los dolores y el miedo por cortarme un dedo con la hoz o comer un fruto que se llamaba copihue, verde pequeñito como el dedo meñique, jugoso y lleno de pepitas que no debí tragar. Así de lindo sentía yo el hospital. Era un edificio europeo estilo inglés antiguo, muy bello. Me llevaba Huga, la más querida de mis hermanas al Economato de la Compañía a comprar y de vuelta a su casa en el Parque Luis, pasábamos a la Fuente de Soda a servirnos una bebida, sentadas en taburetes. Para mí era ¡glorioso! Para el 18 de Septiembre el gimnasio presentaba espectáculos circenses. Allí fue mi primer contacto con el estridente saludo del señor Corales, la aguda, alegre, inconfundible tonadilla de la bandita, la multitud expectante aplaudiendo

a

payasos,

malabaristas,

contorsionistas,

equilibristas y elefantes todos en el ruedo, girando sin cesar. Ricardo, uno de mis predilectos hermanos mayores, me llevó con mis tres sobrinos, a ver lucha libre en ese mismo cuadrilátero.

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El hilo de la memoria Los papás nos llevaron múltiples veces a la Vermouth del teatro. Recuerdo a los Indios Tabajaras: eran grandiosos los hermanos Mussapere y Herundy, músicos brasileros que tocaban guitarra a dúo. Conocimos a Mister Pencil, vimos obras de Jacinto Benavente: La Malquerida. ¡Uf! ¡Que agitada vida infantil de espectadora y artista! Anualmente, los papás asistían a nuestra velada del colegio y escuela de la Compañía. En una celebración bailamos una ronda, con poesía musicalizada de Gabriela Mistral. Dame la mano y danzaremos dame la mano y me amarás como una sola flor seremos como una flor y nada más. El mismo verso cantaremos al mismo paso bailarás Como una espiga ondularemos como una espiga y nada más Te llamas Rosa y yo Esperanza pero tu nombre olvidarás porque seremos una danza en la colina y nada más. Recuerdo la presentación del 21 de Mayo. En la pista azul mar, dos barcos: la fragata Covadonga y el buque escuela Esmeralda y las interlocuciones de Grau y Prat. ¡Grandioso! El espectáculo deslumbrante se celebraba en el gimnasio del Marqués de Carabas… ¿Les suena esto?… Todo le pertenecía a la Compañía Carbonífera de Lota. Sistema paternalista puro.

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El hilo de la memoria

Lota Alto Miro la elevación máxima desde la casa que habitaba en 8 Norte. Desde el porche veo mi calle de adoquines, despejada, limpia; sin vereda su ancho interrumpido por otra calle en altura que baja leve y suave con borde de bajos pilares macizos de concreto unidos por negras y grandes cadenas de hierro. La calle aledaña se junta con mi calle pocos metros más allá de 8 Norte. Las

Cadenas

es

una

angosta

calle

peatonal

interrumpida a su vez por una alta y soberbia muralla de piedra que sostiene la espalda de negocios pequeños. Lo que adivino es el promontorio más alto de Lota y la calle principal del Economato y esos negocitos a los que le veía la espalda. Se adivinan carretas tiradas por bueyes vendiendo sus pequeños frutos por arrobas y góndolas que nos unen con el pueblo de Coronel y la ciudad de Concepción. Hablaré también del Parque Luis Cousiño: cuatro hileras de casas sólidas blancas más elegantes, estilo inglés, de puertas continuas. Allí vivía mi hermana Huga con su marido y sus tres hijitos. Me veo caminando con Patricio. Eran dos cuadras que terminaban en un bosque escarpado de pendiente suave con un triángulo natural de pastizal desde donde se veía bajar el pavimentado camino hacia la mina. Se denominaba Pique Alberto. Ese camino hacia la mina lo bajábamos haciendo peligrosas carreras de bicicleta con mis sobrinos y amigos de Colegio Thompson Mathews o tirándonos cerro abajo “de popó” sobre el herbazal seco. El bosque era una corona que el juego de niños corriendo lo había proporcionado. El vacío centro nos permitía correr a destajo y en la noche perseguir las noctilucas de quienes escribí un cuento. Al comienzo de ese bosque había una gran casa de dos pisos y antejardín de estilo alemán cuyas

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El hilo de la memoria ventanas tenían pestañas en ángulo. Quedaba en altura con respecto del resto de las casas de puertas continuas. A los niños de cuentos de hada que la habitaban no les permitían salir a jugar. Vivían con su madrastra. Los melancólicos niños miraban

tristes

por

las

ventanas

del

segundo

piso

contemplando nuestros juegos. Hoy deben ser prósperos ingenieros como su padre. Desde el Parque de Lota que era peninsular se veía la tierra entrando al agua a mojar sus pies de obrero herido.

Miedo o buuuu No existe el miedo, nos lo crean

siempre los que nos

anteceden en llegar a este mundo. Tienen la necesidad morbosa de crearnos temor. No venimos con él. Existe una crueldad intrínseca en los humanos, una necesidad de mantener a los otros bajo sus plantas y ésta es una buena manera, sino fíjense en los sistemas económicos, en los gobiernos, en el sistema de gobernar de los países, en las principales familias del mundo, en el Poder, en los que dan las noticias que en muchas ocasiones ni son periodistas y sólo asustan a su audiencia como pájaros agoreros: pestes, fin de mundo, terremotos, películas de terror. Y los idiotas los oímos hasta que nos cansamos. Fíjense en los países que dieron con la peor forma de usar las antenas del filántropo e inteligente científico Teslar para provocar temblores y terremotos quien murió en la pobreza más abyecta gracias a los que le robaron su descubrimiento. Si yo no puedo detener el devenir sea bueno o malo y no está en mi detener un suceso tan preocupante y avasallador como un terremoto, qué saco con saber la fecha y hora de ocurrencia. Los pobres no podrán escapar siempre si viven al lado del mar. ¿Qué les provee fuera de la comida? Un magro

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El hilo de la memoria sustento porque del mar son cinco las familias que lo poseen. Los seres humanos somos seres precarios, sabemos que nos rodean millones de bacterias y tantos bichos que nos harían daño en cualquier instante, en cualquier edad. Qué absurdos somos preocupándonos antes de contagiarnos con el bicho o ira que nos matará… El porqué de este preámbulo es que no padecí nunca miedo cuando pequeña. En la noche, no sé la hora, la luna clara, la noche oscura, tirada en la tierra, lejos de casa, más allá del

patio,

mirando

las

profusas

estrellas

del

oscuro

cielo…pensaba…qué solos estamos los seres humanos…y aún pienso lo mismo.

Ñammm ñammm Mi infancia fue inapetente. Comer era un suplicio. Pensaba: “Me odian”. Un huevo a la copa en el desayuno era tan pesado como un banquete. Hoy me sirven un banquete y espero por más. Pero disfrutaba ver cocinar a mi mamá los gnocchis o ñoquis, deliciosos: agua caliente, un huequito en la harina, papa molida, sal, amasijo y darle forma a la masa un poco gruesa en tiras. Luego sus dedos en delicados movimientos iban dando forma a los pedacitos uniformes que tiraba a la olla hirviendo ¡aquello eran genial! y rápido. Luego la salsa blanca con callampas sobre las masitas en el plato y ¡a deleitarse! Chanfaina: era un guiso con hígado, corazón, bofe de vacuno, papas picadas en cuadros, sofrito de cebolla, ajo, tomillo, una cucharadita de aceite y un poquito de ají de color que le daba tonos rojizos, todo esto acompañado de arroz un poco tostado. Apetitoso en invierno, lindo de ver y paladear. Papas con luche: un alga crespita, verde oscura, suave y fina al paladar. Se compraba en la puerta de la casa ya que pasaba la vendedora con su canasto forrado en un mantel blanquísimo y cubriendo el luche humeante de caliente. Creo

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El hilo de la memoria que le compraban todo el canasto. Lo sofreían y lo acompañaban con papas calientes, no muy grandes. Fricasé de acelga: se servía con trozos de carne muy pequeños, cebolla apenas perceptible. El chiste de ese plato era las papas fritas cortadas en cuadrados pequeños muy crujientes. Caracoles de tierra o escargots: su plato estrella. Compraba en la puerta de la casa una caja de cartón grande con caracoles de tierra que envolvía en afrecho por lo menos cinco días para que eliminaran toda su baba. Al quinto o sexto día, lavaba los caracoles uno por uno. Preparaba una gran olla con aceite que perfumaba con algunas ramitas de olor, ajo que quitaba antes de quemarse y trocitos de jamón en cuadrados revolviendo suavemente para no romper la caparazón del caracol. Era lato sacar los caracoles de su caparazón con mondadientes para comerlos. Los adultos bebían vino tinto mosto que era un vino muy seco. Comí hasta el hartazgo. Me empaché. La cazuela de pava, gallina, cordero, chancho o ganso, rara vez de res, porque esta carne se compraba en la carnicería y seguro que era cara. Changles es un hongo que tiene forma de manitos. Se desarrolla en el piso de bosque nativo desde Ñuble a Aysén. Se preparaba como el luche desde la sartén a la tabla de amasar convertido en empanadas pequeñas, ñamm… ñamm… El caldo de la mañana era un caldo para los obreros. Trataré de reproducirlo: Trocitos de longaniza sofritas con cebollitas apenas perceptibles, lo que le daba un color rojizo al agua, papas cortadas en cuadrados y al final, casi desmenuzada, una marraqueta finamente cortada por las manos, un huevo o dos cortados por el caldo hirviendo, tomillo y a la boca. En Lota

Alto, el pan minero gustaba mucho. Una

tarima soporte del amasijo. La harina no era refinada como lo

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El hilo de la memoria es hoy, un poco oscura, probablemente sin levadura o no la dejaban leudar, agua caliente, un huequito en la harina, levadura, sal y amasijo listo. Era un pan muy compacto largo ovalado en forma de lulo. Con tenedor se marcaba y permitía también que no subiera. Se veía las mujeres con un paño como corona sobre la cabeza llevando estas tarimas con mucho garbo por las calles, pues los hornos de barro, se encontraban detrás de los pabellones de obreros. Se calentaba el horno con brasas encendidas que luego se sacaban con palas y se limpiaba la superficie con una escoba de ramas de eucaliptus que a mi parecer era lo que le daba el sabor que adquiría el Pan de Lota. Entraba el pan al horno en unas sorprendentes paletas largas de clara madera que permitía dejar dentro el pan sin que las mujeres se quemaran para una vez cocido no muy dorado, saborearlo con una rica mermelada de rosa mosqueta, mantequilla o miel del huerto. Mmmmmm…. Otro sabor de mi niñez que me regalaba Toya era el siguiente: abría un tarro de Cocoa Peptonizada Raff, me pasaba una cuchara pequeña y me mandaba al fondo del primer huerto a perderme en el boscaje donde merodeaban las abejas, a paladear el contenido. Camarones al martirio: la cacerola, el aceite de oliva, el ajo que luego se saca, alguna ramita de olor y el bichito que se metía vivo a ese aceite, de gris pasaba al rojo vivo. ¡Exquisito! La batalla comenzaba y la boca terminaba herida por degustar entero el crustáceo de diez patas. Éramos muy primitivos comiendo y siempre el vinito mosto acompañando. Mi mamá preparaba en un frasco de vidrio con tapa y lleno con huevos enteros, jugo de limón sin celdillas. Una semana y luego ponía en aguardiente azucarado el resultado de la mezcla. Era un trago de color amarillo patito. Creo que se llamaba rompón.

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El hilo de la memoria Chupilca: vino tinto con harina tostada. Ensalada de Dihueñes: Estos eran unos hongos pintorescos redonditos con pintitas naranjas o nalca preparada igual. Postres: castañas, piñones, chupones y copihues, miel con nata, arroz con leche, leche asada o leche nevada. Por las tardes de invierno: harina tostada en la sartén con un poco de aceite y cebolla muy fina picada, pizca de sal o harina tostada

con leche caliente. Se prefería con algunos

grumos pequeños con azúcar o sal. Notarán que no puedo explicar a cabalidad la preparación de los platos de mamá. Una vez le pedí que me enseñara a cocinar. Su respuesta fue escueta: —Cuando se case aprenderá.

Verde Navidad Nuestra Navidad comenzaba con la gran mesa bien servida con un hermoso blanco mantel bordado Richelieu. Adornaba el centro, un arreglo floral bajito y limpieza del servicio de plaqué que se ensuciaba mucho porque permanentemente las hermanas tenían que sentarse por las tardes a limpiarlo con Brasso. En casa parecía ser lo más importante. Mamá engordaba el gran pavo con nueces día tras día y posterior a la faena, lo rellenaba con manzanas y especias a la hora de ir al horno. Los frutos otorgarían el exquisito y especial sabor de la cena con la típica ensalada de apio preparada el día anterior y dejada en agua que pondría crespo el verde pasto. Postre de frutas cocidas acompañado por ponche a la romana y cola de mono, todo preparado por mi mamá que ya dejaba entrever su espíritu sibarita y Toya, la fiel empleada de toda la vida que lo único que hacía era cocinar, la acompañaba en estos menesteres…Nunca la vi en otro lugar de la casa como no

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El hilo de la memoria fuera en la cocina. Del resto se encargaban las hermanas y yo ayudaba subiéndome sentada al “chancho” cuando enceraban… La casa toda iluminada, entusiasmaba y regocijaba el espíritu y los corazones a la espera de la Natividad del Señor, en oleadas de benevolencia junto al vértigo de las compras que hacían en Concepción, de vestidos, zapatos y cintas para el peinado para lucir en la Misa del Gallo. Los chicos cuando recibíamos regalos era para la Navidad. El centro grandioso de la fiesta pagana y religiosa era el verde y fragante pino que olía como un boscaje instalado en un rincón del comedor. Era hermoso muy alto y macizo. Llegaba a centímetros del cielo raso porque lucía en lo alto una estrella de cristal. Entre todos lo adornábamos profusamente con pequeños adornos de madera pintada y esos globos de colores que se quebraban tanto. Bajo el árbol, un tapete verde redondo pintado con estrellas doradas que albergaba los humildes regalos. También disfrutábamos del largo, ovoide y cóncavo canasto de mimbre con asa muy alta, envuelto en papel celofán amarillo dorado translúcido y un gran moño de ancha cinta dorada, delicioso, que enviaba por esas fechas la Compañía Carbonífera de Lota, a papá. Así conocimos nuevos y exquisitos

sabores

embadurnadas

de

de

las

chocolate,

soñadas

casas

glaseados

de

de

galletas

colores

y

mostacillas, donde yo instalaría en mi imaginación a la bruja que encantaría a Blanca Nieves, galletas glaseadas con sabor a especias indefinidas, mazapanes, hermosas cajas con panes de Pascua y chocolates que ¡sin duda venían de Europa!

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El hilo de la memoria

JOSEFINA NÚÑEZ Siento el silencio de la noche campesina

Soy Josefina Núñez Jorquera. Mis padres Francisco y Hortensia fueron campesinos. Como ellos, soy también campesina. Nací en Melipilla hace 76 años. Viví mi infancia en la hacienda Alhué. Hice la escolaridad en el Internado del Colegio de Religiosas Carmelitas. He tenido siempre la inquietud por todo el conocimiento de modo que mi vida ha estado siempre marcada por los libros. Estudié Bibliotecología en la Universidad de Chile. Trabajé durante 40 años. Durante este tiempo compartí mi vida con un muy buen compañero. Tuve un solo hijo que ha llenado mi vida. Este taller “El hilo de la memoria” me ha dado la oportunidad de materializar mis inquietudes literarias por lo que doy gracias a todos quienes lo han hecho posible. Una vida entre libros Al dar una mirada panorámica a mi vida, tal como ahora en este taller de la memoria, veo cuán importante han sido los libros en mi vida, desde la lejana niñez hasta este largo trayecto recorrido. Desde que empecé a leer, creo que nunca dejé de tener un libro en mis manos…. De niña me transportaron a mundos maravillosos y encantados, y luego a todo el saber humano. No creo que hubiera podido encontrar una profesión más perfecta para mi inquietud por conocerlo todo ya que fui bibliotecaria. Si tuviese que describir mi profesión diría que ninguna otra es capaz

de

cubrir

todo

el

conocimiento

humano.

Los

bibliotecarios lo tenemos todo al alcance de la mano, allá, en las estanterías de una biblioteca.

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El hilo de la memoria

Los libros de mi infancia Vuelvo la vista a mi infancia de niña campesina, y me veo en las rodillas de mi padre mientras él nos cantaba canciones maravillosas relacionadas con aves, animales o con lo hermoso de la naturaleza. Alternaba el canto con el relato de leyendas o cuentos. Conocí así a Pinocho, Caperucita Roja, Los Tres Alpinos y tantos otros personajes que poblaron mi infancia. Junto con contarnos historias a mí y mis hermanas, nos enseñaba juegos con las manos, dibujando animales en las paredes con la luz de la lámpara. Me parece ver ahora, un conejo con sus largas orejas, un perro abriendo y cerrando el hocico y tantas otras figuras simulando letras. Aprendí entonces el alfabeto de los mudos y así él, sin proponérselo, nos enseñaba también las letras de nuestro abecedario. Supe que las letras grandes al lado de las chicas formaban las palabras que eran las que contenían los libros que yo podría leer algún día y que se ordenaban en ese estante que él mismo había hecho. Aprendí a leer antes de ir al colegio y no me di cuenta cómo llegó el tiempo en que esperaba el día que llegaba El

Peneca, una vez por semana, y yo podía leer las maravillosas aventuras que me hacían soñar y donde la palabra “continuará” me dejaba por una larga semana, la ansiedad de saber qué habría pasado con esos personajes que salían dibujados y que me resultaban aun más familiares. Tampoco recuerdo como pasé a leer libros sólo con letras. ¡Qué maravilla tantas páginas para leer! Me las ingenié entonces para abrir el estante con los libros para adultos y al mismo tiempo buscar un escondite donde leerlos a solas, lo que también era una aventura. Fue así como recuerdo haber leído en forma simultánea Pinocho y María de Jorge Isaac. Nunca tuve duda de que quería pasar mi vida rodeada de libros. Por lo que, cuando pude estudiar una carrera –ya bastante adulta– fui bibliotecaria.

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El hilo de la memoria

Juegos de niñez ¡Como separar las sensaciones, sentimientos y emociones al recordar ahora, quizás por primera vez, ese maravilloso y largo periodo, desde mis primeros recuerdos de infancia hasta, más o menos, los diez años de mi vida!... ¡Tuve la suerte de vivir en el campo hasta comienzos de mi adolescencia! Mi casa era lo más parecido a lo que, hasta ahora creo, es el paraíso. Me refiero especialmente a los patios y jardines que la rodeaban. Había un parque con una variedad increíble de árboles ornamentales, mezclados con naranjos, limones, limas, palmas chilenas, magnolios

enormes,

rosales,

retamos

tan

fragantes,

enredaderas enroscadas en las palmas…. Este fue el principal espacio para nuestros juegos de verano. Éramos

siete hermanos, cinco de ellos mujeres, yo era la

menor. En esos veranos eternos de la niñez, junto a mis hermanas,

después

del

almuerzo,

tomábamos

nuestras

muñecas con sus respectivas cajas con su ropa y nos íbamos al final de este jardín donde jugábamos a ser mamás. Yo vestía a mi muñeca de adulta. No me gustaba que fueran guaguas como las de mis hermanas. Mi sentimiento maternal no se despertó hasta que engendré a mi único hijo. Junto con las muñecas, había días en que éramos dueñas de casa y nos convidábamos mutuamente a tomar té. Servíamos

exquisitos

manjares

imaginarios,

cuando

no

habíamos podido sacar de la despensa, algún tarro de leche condensada, duraznos en conserva, galletas o algún postre hecho por la mamá, lo que daba lugar a un banquete en el que todas éramos visitas. Cuando nos cansábamos de las muñecas, nos íbamos al huerto a perseguir culebras, lagartijas, a buscar las cuevas de las arañas pollitos a las que con la crueldad de los niños que por supuesto no lo percibíamos así, les rompíamos sus nidos, obligándolas a salir de su escondite. Recuerdo ese huerto en el que además, cuando era el tiempo de arar la tierra, le pedíamos

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El hilo de la memoria al trabajador, que manejaba los bueyes, que nos dejara subirnos al arado, lo que era para nosotras un viaje imaginariamente largo. En invierno, leíamos Margarita y Don Fausto. Cuando las menores no sabíamos leer, las mayores nos leían, obligándonos a permanecer calladas y bien comportadas. En las noches de invierno eran los juegos con el papá. A la luz de las lámparas o velas, él nos leía cuentos para hacernos dormir. A mí me fascinaba cuando en lugar de leer, nos contaba historias de aparecidos o de bandidos. En esos momentos nos apretábamos a su lado para ahuyentar el miedo. Jugábamos en esas noches aprendiendo a hacer figuras en las paredes con nuestras manos. También nos enseñó el alfabeto de los mudos y hacíamos competencia de quien escribía más rápido las letras… En las noches de verano los juegos eran el patio anterior a la casa. Era más despejado y podíamos mirar el cielo descubriendo estrellas fugaces y aprendiendo el nombre de las constelaciones y estrellas. Nunca he vuelto a ver en ningún lugar, un cielo tan cuajado de estrellas. Hacíamos competencia de quién descubría primero Las Tres Marías, Venus, la Cruz del Sur…. El papá y la mamá eran los jueces. Al recordar esas noches siento de nuevo el silencio de la noche campesina…el canto o graznido de las lechuzas, el croar de los sapos y las ranas, el ladrido de los perros… También en verano jugábamos al corre el anillo con penitencias y a las adivinanzas. Todos los veranos éramos los siete hermanos más tres primos de Curicó que venían a pasar todas las vacaciones a nuestra casa. Recuerdo ahora los primeros besos inocentes y fugaces con alguno de ellos, cuando jugábamos a las escondidas o teníamos que pagar alguna penitencia. Cuando ya estábamos agotadas, la mamá nos pedía que cantáramos. Ella tenía una voz maravillosa. Las hermanas nos juntábamos y cantábamos las canciones que la mayor de

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El hilo de la memoria nosotras, la Mary, elegía la que cantaríamos. ¡Qué ganas ahora de acordarme de alguna de esas canciones…! Pero recuerdo que eran todas relacionadas con animales y la naturaleza! A fines del verano ¡cuando ya nos faltaba tan poco para volver al internado! traían carretas con choclos que guardarían para el invierno. Eran rumas que quedaban en otro patio. Nosotras, las más chicas, nos subíamos y elegíamos los choclos que tenían “el pelo más largo” y los transformábamos en señoritas a las que peinábamos y hacíamos conversar, tal como si fueran muñecas. Ya en los comienzos de mi adolescencia, estaban los juegos en el internado. En el día era la payaya, el luche, las tabas, las naciones y los partidos de basquetbol. En la noche era una inmensa ronda con canto y baile en la que participábamos todas las internas. En domingo, en que los recreos eran muy largos, inventábamos cosas más elaboradas, como elegir una reina de belleza. Le armábamos una carroza y la coronábamos con flores. Creo que era en esas ocasiones, la única vez que nos dejaban sacar flores del jardín. Ya más grande yo le pedía a la madre Agustina que me abriera la biblioteca y me encerraba a leer. Los libros no eran muy variados, casi todos eran sobre vidas de santos pero a mí lo que más me gustaba era el listado de títulos con autores que traían en la contratapa. Retenía en mi mente los que algún día leería.

Disfraces y vestuarios mágicos Recuerdo en forma tan confusa, los disfraces que nos hacíamos con mis hermanas: las camisas de dormir adornadas con flores o géneros de colores que sacábamos del baúl de costuras de la mamá. Nos creíamos reinas, princesas o pordioseras cargando un saco en la espalda. Inventábamos ceremonias religiosas donde éramos vírgenes o ángeles. Pero en realidad, lo que de

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El hilo de la memoria veras me impresionó y que en algún momento lo sentí como una representación teatral, fue cuando siendo muy chica, acompañé a la mamá a ver a la Celia, que trabajaba en nuestra casa, porque se le había muerto su guagüita. Recuerdo lo impresionante que fue para mí ver a esa niñita sentada en su sillita arriba de una mesa, vestida de blanco como una novia con una corona de flores blancas, su cara muy pintada y rodeada de velas encendidas. Alrededor de esta mesa había muchos campesinos sentados. A nosotras también nos pidieron sentarnos. Servían un mate de cuya bombilla todos tomaban unas chupadas y luego lo pasaban al siguiente. Así todos tomamos un poco. Pero lo que más me gustó fue cuando Cruz, un trabajador al que yo quería mucho, empezó a tocar la guitarra y a cantar, como si llorara. Eran versos inventados por él, para que la niñita se fuera contenta al cielo. Muchos años después asistí a otro campo, donde una de mis hermanas era profesora, a esta ceremonia llamada “el velorio del angelito”. Ya entonces era una tradición casi extinguida. Siento ahora al recordarla, después de tantos años, una emoción muy profunda y el sentimiento de ser tan afortunada por haberla presenciado y por haber conocido el alma de la gente del campo, tan sencilla, tan autentica, tan sabia…

Funciones de cine El cine lo conocí como a los diez años. Estando interna en el colegio, teníamos salida una vez al mes. No alcanzábamos a ir al campo por lo que nos quedábamos en la casa de la tía María que vivía en la ciudad. Ella no tuvo hijos y creo que no sabía manejarse con estas cuatro niñas a las que les gustaba mucho jugar. Se desesperaba porque le desordenábamos su casa…y creo que también su vida. Tal vez esto la hizo pensar que llevándonos a la matinée del sábado nos tendría más calmadas.

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El hilo de la memoria ¡Qué suerte para nosotras! Fue así como vimos películas de vaqueros y muchas películas bíblicas. De las películas de esas matinés, no se me olvidó jamás Sansón y Dalila Admiré profundamente la fuerza increíble de ese hombre. Luego del primer impacto de ver en la pantalla a esos personajes moviéndose en ese espacio mágico donde yo no podía entrar y ellos no podían salir, le pregunté entonces a la tía qué era aquello. Me pareció algo tan extraordinario, que esa sensación de incredulidad la sentí por mucho tiempo. Creo que me marcó para toda la vida ya que he sido cinéfila hasta el día de hoy.

La Navidad ¡Cómo no olvidar el ajetreo anterior a la Noche Buena en que empezábamos a juntar juguetes, frutas y adornos para decorar el árbol de Pascua! La aventura comenzaba cuando ayudábamos a elegir la rama del pino que había al final de la casa. Luego mirar como la enterraban en un cajón que ayudábamos a forrar con papeles de regalo. Después participábamos en la ceremonia de colgar los adornos y ver donde pondríamos nuestros zapatos para los regalos. Pero creo que lo más emocionante era para mí y mis hermanos, cuando cerca de la medianoche, el papá nos autorizaba para tocar la campana que estaba fuera de la casa, colgada en un árbol que yo veía enorme. Esa campana se tocaba habitualmente al mediodía para que los trabajadores fueran a almorzar y luego en la tarde cuando el trabajo terminaba. Había una persona encargada de tocarla. A nosotras nos tenían prohibido hacerlo. Esa campana tenía para mí un atractivo irresistible, por lo que esa noche, en que hacíamos fila con mis hermanas para tocarla, era lo más importante de la Nochebuena.

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El hilo de la memoria

Comidas de mi infancia Desde chica fui mala para comer, sólo me gustaba lo dulce. Además que el papá era muy regodeón para las comidas y yo me apoyaba en eso para que no me sirvieran lo que no me gustaba. Pero recuerdo las empanadas hechas por la mamá. ¡Nunca he vuelto a comerlas tan ricas! Además que se cocían en el horno de barro. Me encantaba mirar como calentaban el horno con llamas chispeantes. Luego sacaban brasas y cenizas para terminar barriendo con escobas de ramas de árboles. Eso ya era un espectáculo que no me gustaba perdérmelo. También en ese horno se hacía el pan de huevo y los “pajaritos” que eran una variedad de este pan, pero con una capa de betún de huevo y con la forma de un pájaro. Recuerdo a la mamá, cuando llegábamos del internado en vacaciones de invierno, después de varios meses sin ir a la casa, esperarnos con una mesa con mantel blanco, llena de estos dulces maravillosos, además de postres hechos por ella. ¡Cuánto amor debe haber puesto cocinando estas exquisiteces para sus niñitas! No puedo dejar de pensar cuánto sufrí con las comidas en el internado ¡No me gustaba ninguna! ¿Sería por la cantidad que la María, la cocinera, tenía que hacer todos los días que nada le quedaba sabroso? Descubrí entonces algunos trucos para comer menos. El primero fue vaciar los tallarines en la servilleta puesta en mi falda, metérmela en el bolsillo del delantal y tirarla luego en el papelero del baño. Esto me duró hasta que me descubrieron ya que la servilleta estaba marcada, como toda nuestra ropa, con el número que se nos asignaba. El segundo de estos trucos fue con la ayuda de la María Luisa que se sentaba frente a mí en el comedor. Ella era gorda y buena para comer. Yo le propuse un trato: ella se comía rápido el primer plato, y cuando la monja que nos cuidaba se daba vuelta, intercambiábamos los platos. Por supuesto yo quedaba

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El hilo de la memoria con el desocupado. Nunca nos descubrieron. Yo seguí siendo muy flacuchenta y ella engordaba cada día más. ¡Qué pena que nunca más supe de ella! Creo que nunca se imaginó lo importante que fue en mi vida, como para recordarla con tanto agradecimiento.

La Buitra Fueron tantas las historias de aparecidos, de entierros que cuidaba el diablo, de brujas que se transformaban en pájaros o de perros que cuando aullaban, era porque veían al diablo… Todas ellas contadas por la Manuela, la mujer que nos cuidaba cuando los papás viajaban a la ciudad. Para mí, esas historias eran como un cuento más ya que no me producían tanto miedo como me hubiera gustado, porque a mis hermanas sí que les causaban terror. El primer miedo real lo experimenté el día que encontraron a la Buitra colgado de un árbol en el cerro. Él había llegado desde el norte. Era minero. Por lo tanto, un afuerino. Vivía solo en una pieza sin ventanas, sólo una puerta de fierro. No sé bien por qué nos llamaba tanto la atención y gozábamos con mis hermanas en molestarlo golpeándole la puerta para que saliera muy enojado a perseguirnos. Siempre estaba borracho y sólo se tambaleaba al querer pillarnos. Era un pasatiempo muy malvado. Y creo que lo sabíamos. Por eso, mi impresión fue tan grande al saber que estaba muerto y se lo llevaban los carabineros en ese camión, tapado con sacos como si fuera un bulto. Yo le vi los pies colgando con sus zapatos tan viejos. Tuve ganas de llorar. Fue mi primera pena de la que tengo memoria. Esa noche no pude dormir. Quería levantarme para ir donde la mamá pero el miedo me impedía moverme en mi cama. Veía luces, oía cosas que se movían y sentía la voz gangosa de la Buitra al lado de mi cama. Nunca volví a experimentar un miedo igual en mi vida.

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El hilo de la memoria Por muchos años no volví a recordar esa experiencia. Hasta que ya adulta tuve la oportunidad de bajar a las profundidades de una mina. Íbamos con un grupo de mujeres con un guía que nos explicaba el funcionamiento de cada parte de la mina. De pronto vi en una puerta que decía con grandes letras “BUITRA”. Fue como si se apareciera la Buitra de mi infancia. El guía me explicó que esa puerta abría a un túnel que llevaba el material de la mina hasta la planta procesadora. Era la boca que alimentaba la mina. Había un hombre encargado, día y noche, de mantener siempre lleno ese túnel. Ese era el trabajo que había hecho la Buitra.

Peligros Al final de nuestro jardín estaba la casa vieja, que en su tiempo fue la casa de Mateo de Toro y Zambrano. Era de dos pisos y servía como bodega en la parte baja. En el segundo piso se guardaba la paja. Tenía un corredor a lo largo de la construcción, pero sólo estaban los travesaños verticales, por lo que el piso de este corredor tenía espacios de casi un metro entre travesaños. Nos tenían prohibido subir a esa casa. Además que para asustarnos, nos habían contado que en la única ventana que aun no estaba tapiada, aparecía un señor gordo con anteojos, sentado en un sillón leyendo el diario. Recuerdo que con el corazón saltándonos en el pecho, nos asomábamos de a poquito para ver a este señor tan misterioso. Yo no lo vi nunca, pero ¡qué bien me lo imaginaba! Pese a la prohibición de “caminar” por ese largo corredor, casi sin piso, hacíamos apuestas entre los hermanos, a ver quien era capaz de llegar hasta el final. Nunca ninguno se cayó. Ahora creo que el “Ángel de la Guarda” al que la mamá nos tenía tan encomendadas, realmente nos protegía. También nos debe haber protegido de las lechuzas que vivían en los rincones de esa casa para que no nos atacaran cuando les

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El hilo de la memoria robábamos sus polluelos, mientras ellas salían de los nidos a buscarles comida.

Rincones encantados Sentada en ese escaño, desde donde podía ver y oír las conversaciones del papá con sus amigos, soñaba entonces cómo sería yo a los veinticinco años, paseando con alguno de esos hombres buenos mozos que hablaban de sus aventuras amorosas con lindas mujeres de veinticinco años. Vuelvo a sentir la emoción que me producían esas voces masculinas hablando tan libremente sin saber que yo los escuchaba. Ese escaño fue para mí como un sitio encantado que me llevaba a un futuro que ansiaba conocer… Pero había también tantos otros lugares que eran sólo míos. Existía un rinconcito tan minúsculo entre unos arbustos en el huerto que sólo yo había descubierto porque era como si hubiera sido hecho para mi pequeño cuerpo. Iba allí sólo a pensar… ¡que fresco era en las tardes de verano! y qué felicidad sentía allí al saber que ese lugar seria para siempre sólo mío… Estoy segura que nunca nadie lo descubrió. Igual sensación tenía al subirme a los árboles y sentarme en el lugar más escondido del follaje en el que me sentía libre y que además me servía para leer sin que nadie me molestara.

Esa

sensación

de

libertad

la

experimentaba

profundamente cuando jugaba sola. Me imaginaba que si cerraba los ojos, nadie podía saber que yo estaba allí, porque me parecía que flotaba por sobre las personas.

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El hilo de la memoria

MERCEDES ÓRDENES Cuando mamá abría el antiguo baúl de cuero

Me llamo Mercedes Mireya Estela Órdenes Guerra. Tengo 82 años. Nací en Antofagasta. Soy hija de Óscar Armando Órdenes Carrizo y María Laura Elena Guerra Alcaíno. Cuando tenía un año y medio, en 1935, mi familia se trasladó de Antofagasta a Santiago donde he vivido la mayor parte de mi vida. Trabajé en el Canal 9 TV de la Universidad de Chile y luego en el Departamento del Derecho de Autor cuando aún pertenecía a dicha Universidad. Me jubilé como secretaria jefe en el año 1978 para luego partir a Prato, Florencia, con mi marido italiano y mi pequeña hija. Mi marido tenía hermanos en Italia que nos recibieron con mucho cariño y alegría. Allá en Italia viví 36 años. Fui feliz con mi marido e hija y viajamos mucho por toda Europa. Cuando él falleció en Italia, decidí regresar a Chile. Al poco tiempo, pasé a integrar el Club del Adulto Mayor del GAM desde hace tres años. El taller “El hilo de la memoria” es excelente y le agradezco enormemente al profesor por hacerme rememorar los años de mi infancia. Mi infancia Mi infancia fue muy feliz. Fui la quinta de ocho hermanos, desgraciadamente cinco fallecieron. Hasta la fecha respiramos tres. Mi hermana, la mayor de los hermanos, con 90 años, yo, con 82 y el menor, con 68. Mis queridos e inolvidables padres nos inculcaron valores que todos tratamos de cumplir lo mejor posible, amén respecto de las personas que nos rodearon. Mi padre fue severo en relación con los estudios, obligándonos a que cada uno tuviera su profesión. Él era contador auditor, por lo tanto estudiaba todas las leyes pertinentes a su ramo, lo mismo que leía todos los libros que caían a sus manos. Esta actitud la copiamos nosotros que nos peleábamos por leer todas las revistas y libros que compraban

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El hilo de la memoria en la casa. Yo de muy pequeña trataba de comprender las ilustraciones en colores que traían unos tomos de la Revolución Francesa y de la Divina Comedia. Eran libros valiosísimos que tenían

las

tapas

forradas

en

verdadero

cuero.

Desgraciadamente con el pasar del tiempo y casándose mis hermanos mayores, se los pidieron prestados a mi padre y jamás los devolvieron. También quedaba fascinada al leer las aventuras de

Simbad el Marino, Caperucita Roja, Pinocho, La Cenicienta, Blanca Nieves, Rapunzel, Corazón de Edmundo d´Amicis y tantos otros libros. A la fecha estoy leyendo por segunda vez Frontera de Luis Durand pues me encantan las aventuras que tenían los colonos con los araucanos. Además tengo

la colección

completa de los libros escritos por Isabel Allende, las poesías de Pablo Neruda, Gabriela Mistral y tantos otros. Me encanta la lectura.

Los juguetes de mi infancia Mis recuerdos asociados de los juguetes de mi infancia me remontan al tiempo en que vivíamos en Curacautín, un pequeño pueblo ubicado en la Araucanía, a pocos kilómetros de Lonquimay. Nos trasladamos a vivir allá porque a mi padre lo nombraron contador jefe de la Fábrica de Maderas Terciadas Mosso. Nos dieron una casa de tres pisos junto a la fábrica separada solo por un muro y plantas de laureles en flor regadas por una acequia de aguas cristalinas. Dicha casa era de madera en forma de A, sujeta por cuatro cables de acero para protegerla del fuerte viento reinante llamado Puelche. En el último piso había una mansarda donde teníamos nuestros juguetes. Como con mi hermano menor éramos los más pequeños, fuimos los únicos que nos quedamos en casa durante el periodo escolar. Mi hermano mayor fue al Internado

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El hilo de la memoria Inglés de Temuco, otra hermana a Victoria y las otras dos a Traiguén, así que como estábamos solos, pasábamos gran parte del día con nuestros juguetes. Yo tenía gran cantidad de muñecas, cocinas, ollitas y una mesa chica con dos sillitas donde sentaba a mi hermano y le servía té con galletitas y otras cosas ricas que nos llevaba nuestra niñera. También peleábamos bastante ya que él tenía cuatro años y yo, cinco años y medio. Como era curioso, quería saber qué tenían mis muñecas dentro de la guatita. Pedía tijeras para cortar papelitos pero la verdad era que las quería para cortar a mis muñecas y ver qué tenían dentro. Las pobres que tenían el relleno de aserrín o paja, quedaban vacías y yo lloraba con mucha pena al creer que estaban muertas. Finalmente mi queridísima mamá que tenía paciencia de santa, las volvía a rellenar y a coser explicándome que siempre había una solución para todo. Con esto quedaba tranquila. También jugábamos con soldaditos de plomo, palitroques y un triciclo que tenía mi hermano. Son recuerdos que han perdurado para siempre en mi memoria. También teníamos un pequeño corderito y un perro ovejero

que

queríamos

inmensamente,

muy

regalones.

Jugábamos con ellos casi todo el día cuando nos cansábamos de los juguetes. Con el pasar del tiempo, tuvimos que ir a la escuela que estaba en un pequeño cerro. Nos acompañaba el hijo del jardinero y cuando entrábamos a la sala de clases, nos enterábamos que detrás nuestro estaban el perro y el corderito que no se querían quedar solos y nos acompañaban a clases, produciendo un gran alboroto y risas de los otros alumnos. Nuestros animalitos nos esperaban hasta que terminaban las clases y se iban con nosotros acompañándonos de vuelta a la casa. Fueron muy hermosos estos momentos de mi niñez. Inolvidables.

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El hilo de la memoria

Navidades Las Navidades eran para mí y mis hermanos, las fiestas más esperadas durante todo el año. El periodo escolar se hacía cada vez más largo. Soñábamos con adornar el arbolito y comprábamos figuritas, guardándolas hasta que llegara el lindo día en que nacía el Bambino Jesús. Mamá y papá se esmeraban por hacer que este día fueran los más gratos para nosotros y compraban obsequios correspondientes a nuestra edad para que así no peleáramos y quedáramos contentos con ellos. El día 25 abríamos los regalos y salíamos a mostrarlos a nuestros amigos para jugar con ellos. A la hora de almuerzo, mamá nos sorprendía con un rico menú y exquisitos postres. Llegaban a saludarnos tíos y primos con más regalos y jugábamos tanto que al atardecer, al irnos a la cama, nos dormíamos muy contentos y cansadísimos por el agotador día. Las Navidades que más me conmueven son las del año 1956. Fue el último año en que papá estuvo con vida ya que falleció en 1957 a los 56 años. Como dije, el año anterior a su muerte, la noche del 24, me desperté para ir al baño. Los dormitorios estaban en el segundo piso. Al ver luz en el living comedor, divisé a mis queridos padres haciendo paquetitos con los regalos que nos obsequiaban. Papá los envolvía y mamá les escribía nuestros nombres. Yo me escondí para que no me vieran y lloré en silencio, emocionada al comprobar el sacrificio de ellos, a pesar del gran cansancio del agitado día. Al correr de los años, ahora que soy anciana, me viene a la mente este episodio y lloro de nostalgia y cariño.

Armarios y baúles De pequeña me encantaba estar al lado de mamá cuando comenzaba a ordenar su ropa que tenía en su ropero. Tenía vestidos largos para fiestas y vestidos bonitos para el diario vivir. También abrigos de piel y una cantidad de sombreros con flores y velitos que yo me probaba encantada. Mamá me

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El hilo de la memoria reprendía porque me los ponía chuecos y los podía deformar. También su ropa interior, de seda, olía a un suave perfume. También teníamos en casa un antiguo baúl de cuero que

mis

padres

trajeron

cuando

nos

trasladamos

de

Antofagasta a Santiago en 1935. Ahí mamá guardaba sus cosas más valiosas: medallas con cadenitas de oro que pertenecían a cada una de nosotras. Tenía una máquina fotográfica cuadrada de cajón, muy antigua, que sacaba hermosas fotos. Era valiosa y ya no se encontraba en el comercio. También había manteles de hilo y sábanas con hermosos bordados que usaba cuando teníamos visitas. Cuando nacieron mis dos hermanos mayores, les regalaban unas muñecas articuladas que al ponerlas de pie y tomarlas de la mano, movían sus piernas dando pequeños pasos. Tenían una cara preciosa de porcelana y lindos vestidos. Cuando mamá abría el baúl de cuero, con gran ansiedad esperábamos con mis hermanas, ver estas hermosas muñecas pidiendo que nos las prestara para jugar un ratito. Bajo la atenta mirada de mamá, cuando nos cansábamos de hacerles cariño, se las entregábamos de vuelta para que las volviera a guardar.

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El hilo de la memoria

SILVIA RODRÍGUEZ Quedó la mora madura sin coger

Soy Silvia Rodríguez Cáceres, osornina, profesora normalista jubilada, hija de José Luis y Rosario. Soy la cuarta de los hijos. A los once años subí por primera vez a un escenario. Las letras fueron mi mayor afán. Luego, la orden paterna fue buscar marido. Luego vinieron los hijos que me llevaron por el camino de “las obligaciones”. Volví a actuar y a escribir cuando jubilé y con hijos independientes. Hice mimo y actué en varias obras teatrales entre ellas Edipo. Me dirigió el director Pierre Sauré en la obra “Seré Patrimonio”. Actualmente estoy en vacaciones sin límite. Casa grande —¡Chao! ¡Hasta luego! —grita un escolar un poco atrasado al salir de su casa. —Espera –ordena el padre. —Aquí se dice “hasta pronto, mamá”, mirando a los ojos. La orden es “ser niña otra vez”. No necesito un pasaje para ir al pasado como fue para ir a la ciudad. No alcancé a pedir. Solo pensé y aquí voy sola. En secreto digo y ya están conmigo los de siempre. — “Ven, no te quedes” —me ordenan y allí está el tren sin sonido, sin paradas. Cada uno se baja a su gusto. Bajamos en Curicó los de El Peneca, Don Fausto y otros. —Tres chauchas y un diez —me pedía la diuca. El Chucho me pregunta por el tío Agustín. Estos sonidos me confirman que estoy en la casa grande. Aquí cabíamos todos: las bromas, las risas, y algunos reclamos. Estaba tan contenta que cantaba “Dónde estás, corazón” con las hermanas. Era muy tierna la historia de un señor que buscaba a su hija sin ayuda de Quintín, el aventurero. Les bastaba con conservar su amor. El amor es más fuerte.

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El hilo de la memoria Salimos de la casa grande los hermanos y las hermanas, ayudando como podíamos con los bártulos preparados ayer y Violín ladrando a gusto. Fuimos al mundo verde donde el río cruzaba el bosque antes que García Lorca. Supe del verde que te quiero verde, todos los verdes reflejándose en el agua. No cabía otro color y bien puede haber sido 1936, el año en que fue asesinado el poeta. Volvimos cantando “Dónde estás, corazón”. Entramos cansadas de gozar aquel día en la casa grande. ¡Cómo fue que crecimos sin darnos cuenta hasta que un “grande” tren nos sacó del patio, del huerto, de los pájaros que cantaban al amanecer, del agua cristalina que pasaba por el fondo del sitio! Quedó la mora madura sin coger. A los diez años cerraron esta casa grande y crecimos.

Muebles distintos Confío en el silencio de las letras y en el sonido que le dará cada lector. Sobre madera, lino sobre lino, flores alrededor, amores. Aquí cabe toda mesa que ofrece compañía, calor y pan. El ropero era como un abuelo chileno, instalado en el dormitorio matrimonial. Todavía existe, corregido y encogido porque la hermana que se lo llevó, no pudo entrarlo a su casa nueva. “Lo vamos a rehacer, porque así no me sirve”. “¡Qué horror!” dice el carpintero. “Intervenir esta joya de madera de ulmo”. Ante la insistencia del cliente, el maestro acepta.

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El hilo de la memoria Solo, quedó este gigante mueble orgulloso de sus formas, llorando en silencio, preparándose para la operación. Vinieron por la noche trayéndole consuelo los duendes que en él habían encontrado “todo lugar”. Recorren la parte baja, abren el cajón con doble fondo, brillante de recuerdos por las monedas y joyas que allí atesoró. Sigue la revisión. ¡Cómo han dejado olvidada la caja azul con las tarjetas de bautizo, los “cinquitos encintados” que tenía esta caja reservada en lo alto de la sombrerera! Aquí dormían estos entes vigilantes de la casa, de lo bueno para cada uno de los vivientes, escuchan cuando la madre ruega en especial por uno de los suyos. Van entonces por la meica, la machi, la bruja y hasta la casa del médico. “Ven, te necesitan”. Cuidaron mantener el amor de todos. La partición de los maderos fue el final para nosotros de estos amigos invisibles. Se llevaron mucho de lo que ellos sabían dar, más de alguna vez colocaron el chupete al niño que lloraba a media noche, mecieron la cuna o le cantaron al oído. La madre, al mirarlo, dice: “Parece que estuviera riéndose”. Los muebles veladores tienen pesadas tareas. La cubierta de mármol con lámpara y botella de agua, más la figura del santo consagrado al niño. Cada uno para su cada uno. Al mayor lo cuida el Niño Jesús de Praga. Las niñas vamos amparadas por Santa Cecilia, la Reina de los Músicos, que falló en su intento con nosotras. A los chicos, muy atareado, vela San Judas Tadeo, “el abogado de imposibles”. En momentos cruciales, la madre lo coloca “patas arriba” con una vela al frente. La cómoda con espejo de luna ha pasado a la casa de un nieto. En mi hogar los mantengo en mi recuerdo.

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El hilo de la memoria

RAQUEL ROSS Encaramada en un árbol de un inmenso sitio

Fui la segunda de tres hermanas. Me titulé de abogado, viajé mucho y viví en España. Fui jueza durante muchos años y ahora estoy jubilada. Me gusta leer y participar en actividades de lectura y escritura. Escribí un libro autobiográfico titulado “Delirio”. Estoy siempre muy activa, voy al teatro y lo mejor es que tengo mucho sentido del humor. Nunca me casé. Nunca tuve hijos. Y pasada la mitad del camino de la vida, digo con el poeta “Vida nada me debes, vida estamos en paz”. Eran otros tiempos Mis recuerdos de infancia van indisolublemente unidos a la imagen de la casa fiscal de San Antonio donde vivimos entre 1946 y 1952, es decir desde que yo tenía como cinco hasta los diez u once años. Era un caserón inmenso. No sé quién ni para qué lo construyó. Estaba pegado a la comisaría de carabineros donde mi papá era el comisario. Se pasaba de un lugar a otro por una puerta que había en el muro del jardín. Tenía un jardín largo con conchuela, hortensias, rayitos de sol y una serie de flores que casi no recuerdo. Un año plantamos choclos ahí. Además, tenía como tres pasillos, dos patios, un inmenso sitio, un gran living independiente de un inmenso comedor con una mesa para doce personas, un comedor de diario, cuatro dormitorios, cocina con estufa a leña, una despensa, dos baños, pieza de empleada con su baño y el escritorio de mi papá… Nuestra casa sigue pegada a la comisaría. Está pintada de celeste. Su destino es ahora el de casino de la comisaría y en el sitio se construyó un edificio de departamento de cuatro pisos. Además tenía dos garajes y un vehículo fiscal. No puedo dejar de lado a los carabineros, nuestros vecinos, en cuyos patios

se guardaban pingüinos, ovejas, cabritos, varios

caballos….y dos calabozos para los ebrios. Y en esos tiempos,

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El hilo de la memoria teníamos chofer vestido de uniforme negro, ordenanza y jardinero. Todo eso ahora se suprimió. Eran otros tiempos. Para mis recuerdos infantiles, son inolvidables los vecinos de San Antonio, el señor panadero, el señor bodeguero, lo señores de la zapatería, de la ferretería, el doctor, el dentista, la parroquia con los dos curas donde hice mi Primera Comunión, el liceo Sara Cruchaga, el colegio de monjas que me cobijó cuando mi hermana tuvo un grave accidente y la familia partió urgente a Santiago. Eso duró como tres o cuatro meses hasta que mi hermana sanó y estuvo un año vestida de celeste de manda de Lourdes. En Santiago, entramos a las Monjas Argentinas de la calle Pedro de Valdivia que ya no existen. Llegué a Primero de Humanidades. Recuerdo que fracasé en el examen de madurez pero mi papá habló con las monjas y me dejaron seguir...

Las niñitas del Mayor Los mejores recuerdos de mi alocada infancia, son de cuando mi papá era el Mayor de Carabineros de San Antonio, por allá por los años 1944. Yo no sé si mis padres estudiaron algún método de educación, pero las tres hermanas que éramos en ese tiempo, hicimos de todo en San Antonio: vendíamos tallos de plantitas que nadie nos compraba, solíamos disfrazarnos con ropas de mi mamá o de unas primas mayores que nosotras y salíamos a pasearnos a la plaza para que todos nos miraran. También se nos ocurrió pedirle la firma a cada carabinero de la vecina Comisaría, no sé para qué, lo ignoro, talvez anticipando mi futura carrera de abogado. Y lo que colmó la paciencia de los habitantes de la vecina Comisaría, fue el descubrimiento que hicimos de los inmensos fardos de paja que servían de alimento a los caballos que ahí se guardaban. En primer lugar, había que escalar los fardos….y a continuación, nos lanzábamos desde gran altura a un lecho de pasto desparramado….con la consiguiente

destrucción

de

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los

empaquetados


El hilo de la memoria montones…Jamás hubo un accidente, pero se nos prohibió ir a jugar nunca más a la Comisaría. También leíamos, encaramadas en un árbol del inmenso sitio. Particularmente, recuerdo Papelucho. Cada cierto tiempo, mi papá nos llevaba a un kiosco de la calle Centenario, y nos decía: “¡Llegaron las revistas!”. En medio de gran felicidad, las repartía. A la mayor, le correspondía el Billiken, a mí, que soy la segunda, el Patorucito,

a mi hermana menor, que en paz

descanse, El pato Donald, a mi mama, el Para ti y para mi papá, el Rico Tipo.

El Peneca, El Cabrito y el Okey, eran lujos que nos permitíamos cuando íbamos de visita. Ha pasado mucho tiempo desde entonces... En general mis recuerdos del pasado están guardados en una mochila que dejo fuera de la puerta de mi casa, pero me he permitido esta distracción…..que me ha arrancado más de una lágrima.

Juegos de mi infancia En la inmensa casa de San Antonio hicimos en uno de los patios, una piscina de papel de diario….es decir, el agua era representada por infinitas hojas de papel de diario…En el sitio hicimos carpas, con frazadas no muy viejas, que fueron armadas por el maravilloso ordenanza…En la pieza de nosotras jugábamos a la pieza oscura. Ahí no

hubo lesionados pero

alguien se quebró una mano al arrancar de la cacería con un gran lazo y otro casi se aturde con una funda que suponía ser una almohada. En los árboles del sitio, nos desplazábamos como Tarzán, sobre todo cuando iban niñitos a jugar con nosotros, hijos de los amigos de mis padres. Uno de estos amiguitos, quedó experto en vestir muñequitas de papel, con tenidas también de papel, aunque de adulto fue ingeniero, no modisto. También jugábamos a la canasta con unos naipes infinitos…Y al

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El hilo de la memoria metrópolis, con el novio de mi prima Nora. La verdad es que nosotros de todo hacíamos un juego. Mi hermana Mónica presidía el juego de la princesa con la niña de visita como la princesa. Todas nos disfrazábamos y cuando estábamos listas, se llevaban a la visita y se acababa el juego. La verdad es que éramos bastante famosas, nos decían “las Roscas Ross” o las Terremotos. Nada de raro, porque mi papá era conocido en su infancia como “el Mono”…..y fue un travieso aspirante.

Cines, circos y teatros San Antonio tiene algo mágico hasta el día de hoy…..como que fue la inspiración para esa obra maestra que es La Negra Ester… En el cine vi Fantasía de Walt Disney, hermosa, con los hipopótamos bailando y las escobas barriendo al compás de la música, pero para el novio de mi prima Nora, lo más importante eran los monos animados. Mi papá un día se dio el gusto de estornudar en el teatro y alguien le dijo “salud” en plena oscuridad. Mi papa contestó “gracias”. Y la gente disfrutaba adivinando en medio de la película quienes metían tanto ruido… Un día llegó el circo. Hubo una rifa y me saqué una alcancía. El circo se ponía en las dunas de Barrancas y ahí íbamos las hermanas con la nana o con la abuela que también nos llevaba al cine de Barrancas a ver películas mejicanas, como La perla con Jorge Negrete. Un día en Cartagena vimos los títeres y comimos churros con chocolate. En el colegio Sara Cruchaga había una presentación una vez al año y nosotros con mi hermana Mónica salíamos frecuentemente haciendo diferentes papeles, como cuando fuimos los muñecos de un reloj y bailamos el Danubio Azul. Mi hermana Verónica salió de angelito chupándose el dedo a los pies de la virgen que era una alumna de los cursos superiores.

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El hilo de la memoria Cuando nos vinimos a Santiago, participábamos en las revistas de gimnasia que presidía la destacada alumna Marta Harnecker, descendiente de austriacos, que se convertiría en una destacada socióloga y escritora de pensamiento crítico con el correr de los años.

El escritorio de mi papá El escritorio de mi papá se manejaba siempre con candado y era el lugar que a mí me intrigaba. Para nosotras, las tres hermanas, era un lugar prohibido, y cuando mi papá se olvidaba de cerrarlo con llave, nosotras entrábamos. Dentro había libros, un mueble donde mi papá escribía en su máquina de escribir, un kárdex de madera, papeles, perforador, corchetera, linterna, lámpara, unas pequeñas estatua de un indio, creo que era Caupolicán, con que se sujetaban libros, un sillón Bergére de cuero, una silla que giraba para sentarse al escritorio... Tenía además una ventana y un busto de algún personaje como en los cuentos de Edgard Allan Poe… El fascinante escritorio era un lugar enigmático en el que mi papá se encerraba con sus misteriosos amigos que para nosotros eran “la gente grande” y pasado un tiempo, fue el refugio de mi papá con sus monedas. Él jubiló y se hizo numismático, profesión que ahora no existe casi, pero que en aquellos tiempos permitía estudiar historia de los países de donde eran las monedas, intercambiarlas y hacer nuevos amigos. Mi papá llegó a juntar una de las mejores colecciones de fichas salitreras de Chile y de esa colección existe un catálogo del cual yo guardo un ejemplar. Nosotras entrábamos al escritorio y tal como entrábamos, salíamos expulsadas por un grito estridente de mi papá que decía: “¡¡¡By fora a ver volar l´eroplano!!!” que era una especie de inglés e italiano deformados intencionalmente y que traducido sería algo así como “váyanse afuera a ver volar el

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El hilo de la memoria avión” o una convincente orden de mi mamá quien era la que mandaba en mi familia… cosa mi papa nunca se enteró. En todas las casas en que vivimos, existió el escritorio de mi papá y después ya en Santiago, cuando él falleció, durante mucho tiempo siguió existiendo tal como quedó ese día 25 de mayo de 1976 hasta que las necesidades familiares hicieron imperioso destinar ese lugar a dormitorio para algún sobrino. Había en ese escritorio una caja de fondos, comprada en Santiago, de la que solo recuerdo su triste final, cuando fue bajada en andas desde un segundo piso, con el resultado de un escalón quebrado por el peso.

Mi papá Mi papá nació en Tocopilla el día 16 de enero del año 1909. Como era del norte, su historia está ligada a épicos episodios de la historia de Chile. Su padre, es decir, mi abuelo, nació en Antofagasta y su papá y hermanos mayores, fueron bolivianos pues Antofagasta era boliviano en esa época. Recuerdo a mi tía Hortensia, su hermana mayor, que se educó en las Monjas Francesas de La Paz. El papá de mi abuelo se llamaba Pedro Ross Pardo y fue el último Prefecto boliviano de Antofagasta y según mi hermana Mónica, en un libro de historia sale que no obedeció al Almirante Blanco Encalada manifestándole que no tenía autorización de su gobierno boliviano para rendirse. Como era de suponer, mi abuelo Alfredo Ross James, era salitrero. Tenía lo que se llamaban “estacas salitreras”. No sé cuántas eran pero era bastante rico. Era muy bohemio y murió a los 44 años, dejando a mi abuela Sofía Prado con cuatro hijos, dos mujeres y dos hombres. Mi papá era el menor y tenía como unos cuatro años cuando su padre murió. Mi abuela nada sabía hacer. Heredó propiedades de su marido que perdió seguramente en manos de abogados o malos administradores y conservó una casa en

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El hilo de la memoria calle Santa Filomena del barrio Bellavista de Santiago y ahí hacía clases a niños chicos en una época en que no había parvularios. Mi papá se educó en el Liceo Valentín Letelier y cuando le tocó decidir su destino, entró a la recién fundada Escuela de Carabineros en

1928. Ahí conoció a su jefe, don Eduardo

Maldonado Mercado que llegó a ser su cuñado, pues se casó con su hermana Raquel que fue mi mamá. Mi papá logró el grado de Coronel y una vez jubilado en 1958 se dedicó a juntar monedas, lo que le permitió viajar dos veces a Europa con mi mamá. Después del segundo viaje, mi papá a los trece días de llegado, falleció por un problema cardiaco. Las tres hijas ya éramos profesionales, como fue su sueño. La mayor es médico, yo soy abogado y la menor que en paz descanse, era arquitecto. Yo tengo 74 años y ellos están bajo tierra. Mi mamá no hace mucho murió, en el año 2007, a la edad de 96 años.

Mis miedos Recuerdo que cuando tenía como uno o dos años, mi papa me tiró a la nieve en Sewell y yo lloré mucho. Por ahí hay una foto de este momento en el que estoy con un gorrito azul a rayas con mi hermana Mónica, ella feliz retozando en la mismísima nieve helada que a mí me hacía llorar. También dicen que yo era muy llorona y que cuando me llevaron en San Antonio a ver una película de Lassie, tuvieron que sacarme del

cine pues

lloraba a gritos

destemplados cuando el perro cruzaba montañas, nieve y ríos tras su amo. Me sacaron del teatro y yo seguía llorando… Además, un día en misa, me asusté del santo y también tuvieron que sacarme de la iglesia. Ya como a los cuatro años, en Iquique, llegamos a vivir a una casa vecina de unos ingleses que tenían una lora. La lora

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El hilo de la memoria imitaba mi llanto...y eso me producía tal asombro, que me quedaba callada. Yendo a los miedos de la infancia, yo era bastante petulante, respaldada por la unión monolítica de mis padres que me mantenían a salvo de muchos temores, como la oscuridad, terremotos, inundaciones que ni sospechaba que existieran, hambrunas, guerras y demás males que acosaban a la humanidad. Si es cierta mi teoría de que los temores de ahora tienen su germen en lo que uno escucha a temprana edad, debo decir que siempre le he tenido miedo a los perros y los caballos, y cuando veo

un botecito

luchando con

ríos

o

mares

embravecidos, me da mucho miedo si llego a imaginarme arriba, lo que no quita que ame los cruceros. Me obsesionaban algunas enfermedades, como la misteriosa lepra y las enfermedades con nombres raros, como la difteria o la escarlatina. Yo creo que debo haberle tenido miedo al infierno, a los pecados y los delitos pues estudié en un colegio de monjas y viví al lado de comisarías de carabineros. Una vez entró en San Antonio un pobre borrachito a mi casa…Solo recuerdo el resplandor de un balazo disparado por mi papá y después el estampido. Resultó con una pierna herida el borrachito. Respecto de la muerte, propalaba la convicción de que no le temía a la muerte. Pero yo creo que sí me preocupaba el tema y ahora a estas alturas de mi vida, me sorprendo pensando en el más allá...y yo creo que hay algo más allá. En fin, mis temores realmente ahora no me desvelan…Y yo creo que en aquel entonces… tampoco.

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El hilo de la memoria

Navidades Mis abuelos maternos Manuel y Doralisa emigraron del sur a Santiago en algún momento crítico que pasaba el mundo en tiempos de entre guerras y llegaron a vivir a la comuna de San Miguel. Compraron casa en la calle Salesianos con sus ahorros y ayuda de un hijo bien colocado y dos hijas que entraron a la Escuela Normal y trabajaron en Santiago. Carecían de jubilación. Llegaron con sacos de porotos y papas y antes de agotar sus ahorros pudieron comprar esa casa y darle trabajo a sus hijos. Mi mamá trabajó de secretaria. Conoció a mi papá y se casaron en esa casa. Cuando yo tenía como siete años, en 1948 más o menos, pasamos todos los primos una Navidad en esa casa que tenía dos pisos. Quedaba cerca del Hogar de Ciegos y la última vez que pasé por ahí aún estaba la casa, pero ya era solo de un piso. Nunca me olvidaré de esa Pascua pues fue cuando descubrí

a mi tío Pancho que vestía como moreno Viejo

Pascuero con sus negros bigotazos colocando juguetes en el arbolito. También mi tío Eduardo llegaba cargado de juguetes. Él juraba que nadie se daría cuenta porque todo esto sucedía de noche. No me acuerdo que pasó durante la Navidad pero desde ese día siempre amanecía buscando juguetes a los pies de mi cama. No necesitaba ni Pascua ni cumpleaños para merecer en mi pensamiento semejante retribución. Por supuesto que en esa Pascua y en todas las Pascuas hasta el día de hoy, se comía pan de Pascua, se tomaba ponche de cola de mono y había algún pavo o pollo o pierna de cordero para la cena de Navidad. Los niños nada regalábamos a los adultos y sentíamos que esa era una fiesta para nosotros. La Noche Buena era el 24 de diciembre, como en todo el mundo, y se cantaba la hermosa canción “Noche de Paz”

Noche de paz Noche de amor….

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El hilo de la memoria Todo duerme derredor… Después ya adulta, me sorprendí cuando en España no recibí ningún regalo, comí Roscón de Reyes, higos secos y pasas, y el 6 de enero vi desfilar a los Reyes Magos cabalgando sobre

camellos por la Gran Vía de Madrid, cargados de

juguetes.

Comidas y bebidas En mi primera infancia, mi mamá tuvo mucha leche y mi primito Jorge fue mi hermano de leche. En mis recuerdos, me remonto a la casa de San Antonio con sus desayunos, almuerzos, onces y comidas como era en aquellos tiempos. Servían hasta tres o cuatro platos por comida, con lo cual, la gente era esbelta. Los domingos tomábamos churros con chocolate al desayuno; de almuerzo, empanadas y tallarines con carne y salsa de tomate; de postre, duraznos en conserva con crema. Los días de semana, tomábamos Milo con leche y pan con mermelada o mantequilla. Al almuerzo, una ensalada de lechuga, tomate o betarraga, según la estación. Después una cazuela o sopa y luego, charquicán, papas con mote, guiso de cochayuyo o carbonada. En verano, humitas o pastel de choclo. A mí no me gustaba la salsa blanca. Seguramente como don Quijote, comíamos lentejas los viernes. En el norte comíamos calapurca que era un guiso cocinado en piedras calientes. Y si hubiéramos vivido en el sur, habríamos comido curanto. Los postres eran leche asada, maicena, sandía, melón, duraznos o cerezas. Inolvidable el algodón

dulce o la sustancia. De adulta, me gustaban las

castañas. Las comidas principales se comían alrededor de una gran mesa con toda la familia y desde chicas estaban acompañadas de una copita de vino generalmente tinto. Cómo no recordar el pan de pascua, las tortas de cumpleaños o

pajaritos para el Dieciocho. Estos pajaritos eran unas especies de argollas de masa envuelta en merengue, tradición que se ha

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El hilo de la memoria ido perdiendo. Una vez una señora en la televisión mostró sus dulces dieciocheros que eran precisamente esos pajaritos. La receta era de mi abuela, heredada por mi mamá y después mi hermana menor se llevó el secreto a la tumba. También se usaba en ese tiempo comer dulce de membrillo, de durazno, de damasco y de alcayota, preparados en la casa en una gran olla que contenía agua con la fruta y azúcar. Se revolvía todo mucho rato con una cuchara de palo para que no se pegara.

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El hilo de la memoria

CECILIA SAAVEDRA Mi peor miedo fue siempre a quedar sola

Mi nombre es Cecilia Saavedra Soto. Nací en Concepción el 1°de Mayo de 1943. Mi vida siempre ha estado ligada al arte. En primer lugar, gracias al impulso de mis padres María Jesús y Luis Alberto, estudié diez años de ballet clásico de los siete a los diecisiete años. Después ya casada y con tres hijos, incursioné en el teatro. Integré dos compañías: el Teatro Itinerante de la Región del Bío Bío, dirigida por Cecilia Zapata y la Compañía de Teatro "Ymca" dirigida por Sergio Liberona y Cecilia Verdugo. A la literatura llegué gracias a dos escritores de mi zona: la señora Vitalia Sagristá y don Juan Saavedra. Gracias a él nos ganamos un proyecto de SENAMA y publicamos un libro titulado Entre versos y sueños. Hoy, a mis 72 años, gracias a otro proyecto en Santiago, estoy publicando algunos de mis trabajos literarios en este libro. Espero seguir como hasta ahora, actuando y escribiendo... Mi rincón Nunca tuve un rincón especial, pero sí muebles especiales, como esos grandes roperos de tres cuerpos donde mi madre guardaba sus ropas. Para mí, era un mundo mágico ver esos hermosos vestidos de fiesta, los trajes de sastre, abrigos, chaquetones de piel legítima y para qué decir sus zapatos de taco aguja y las maravillosas enaguas de raso con encajes que cobraban vida cuando me los ponía a escondidas de todos. Era como un cuento de hadas.

Para qué decir el mueble de

tocador, donde abundaban las cremas, cajitas de polvos, los perfumes de exquisitos aromas, rouges, rubores, cepillos, peinetas y tantas otras cosas que se posaban encima del “tocador”. Ahora que lo pienso, en realidad, este era mi rincón íntimo porque me permitía soñar.

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El hilo de la memoria

Miedos De niña tuve muchos miedos. Al cuco, al viejo del saco, a los borrachos, a los insectos, a los truenos y relámpagos, a los perros, a los tropeles de animales, a la indefensión y a la muerte. Pero mi peor miedo fue siempre a quedar sola.

Sabores de la infancia Qué rico era, para mí, llegar del colegio y sentarme a la mesa y saborear esas ricas cazuelas de ave, de pava o de vacuno, con sabor a campo, los porotos con rienda como los llamaban, pero lo más exquisito era cuando llegaban los fines de semana y servían el pastel de choclo: una delicia, un manjar de dioses, aunque requería de mucho trabajo. Y para qué decir las humitas, las empanadas de horno y fritas. Pero lo más delicioso eran los postres: leche asada, leche nevada, sémola con leche, arroz con leche, duraznos con crema y los infaltables tutti-frutti. ¡Qué tiempos aquellos! ¡Tantas delicias!

La casa de la infancia Recuerdo haber vivido en esa casa, más o menos, hasta como los siete años. Era una casa muy grande, con corredor. Mi padre criaba chanchos, gallinas y pavos. Era como una casa de campo, pero en la ciudad. Cerca de esta casa, mis padres habían comprado un sitio muy grande donde plantaron árboles frutales:

cerezos,

ciruelos,

manzanos,

algunos

parrones,

higueras, choclos, tomates, acelgas, lechugas, zanahorias y muchas flores como rosas, pensamientos, claveles, perritos y gladiolos de varios colores. Después nos cambiamos a una casa más moderna de dos pisos. Era muy linda y estaba muy central. Aquí viví hasta los diecinueve años. Luego vinieron muchos cambios más, pero para mí eran solamente casas, no eran “mi casa”.

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El hilo de la memoria

Juegos y juguetes Mis juegos de niña fueron, como creo yo, los juegos que en este tiempo jugábamos todas las niñas: a las muñecas, las tacitas, las ollas. Pero había uno que a mí me gustaba mucho que era el almacén. Hacíamos una especie de pesa y yo llevaba arena, piedras y las vendía como harina y azúcar, y las envolvía en papel de diario. Para mí era muy entretenido. Pero hay algo que hoy me llama mucho la atención: yo jugaba con mis muñecas pero sin sacarlas de las cajas.

Lecturas Se viene a mi mente mi primer día de clases. Mi profesora, la señorita Adelina era una persona muy peculiar, una especie de directora de internado y madrastra de Cenicienta. En sus manos, un gran manojo de llaves. Al comenzar la clase, nos hace sacar nuestro libro de lectura: el Silabario del Ojo un libro que me marcó para todos los días de mi vida, ya que me enseñó a leer muy rápido: la primera semana de clases yo ya sabía leer. Para mí fue algo maravilloso, me abrió el mundo de expectativas ya que en mi casa habían muchas revistas que solo podía hojear y por fin pude saber lo que decían.

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El hilo de la memoria

ISABEL SÁNCHEZ Mi corazón de niña de un romanticismo de época Nací en Santiago en 1939. Tengo 76 años. Soy madre y dueña de casa. Después de los 70 años decidí tomar mi vida en mis manos. Hice muchas cosas, quería conocerme a mí misma en busca del “yo soy”. Hice talleres sobre las emociones, yoga, teatro y este taller literario que me ha permitido plasmar en el papel, momentos olvidados con una nostalgia que no conocía. Estos momentos me han ayudado a agradecer todo lo que se recibe en el día a día. El taller “El hilo de la memoria” ha sido todo un descubrimiento gracias a un maestro estimulante y positivo que ha ensalzado nuestro ego. Mis primeras lecturas No fui lectora en mis inicios escolares. Fui al colegio Arriarán donde descubrí el Silabario Matte que fue una sorpresa para mí. Reconocer las letras, dibujarlas, formar palabras, me llevaron a un mundo distinto. Mi familia era analfabeta, campesina, obrera. No había libros en la casa como tampoco nos contaban cuentos antes de dormir. Mis padres eran de pocas palabras y gestos. Los afectos se demostraban con la comida: platos grandes y generosos que a mí en particular, me quitaban el apetito. De libros, uno en particular, me tocó sensiblemente:

Corazón de Edmundo d´Amicis. Lloré y acompañé a ese niño en su historia…que era también mi historia… María de Jorge Issac. No recuerdo por qué lo leí. Quizás era una tarea del colegio. También me emocionó y llenó mi corazón de niña de un romanticismo de época. Después de pasar los cursos preparatorios, mi papá, ya con un trabajo estable, nos regaló a mis hermanas y a mí, la colección de libros de Tom Sawyer, las aventuras de un niño que nos hacía recorrer otros paisajes de un mundo que no

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El hilo de la memoria conocíamos…Recuerdo La cabaña del tío Tom, Oliver Twist,

Huckleberry Finn, el amigo de Tom Sawyer y tantas otras historias que recreábamos en nuestra mente. Sufríamos y llorábamos compartiendo tantas aventuras y hazañas bañadas de alegría o dolor de niños discriminados.

Juguetes y juegos Con mi hermana compartíamos los juguetes. Eran juguetes de madera y muñecas de cartón con caras pintadas. Cuando entramos al colegio nos regalaron un escritorio de madera igual al que teníamos en el colegio. Se ponía el tintero en un orificio al lado derecho y se levantaba su tapa para guardar adentro los cuadernos. ¡Era lo máximo! Aunque también este pupitre generaba discusiones con mi hermana porque ambas queríamos sentarnos en él. No sé cómo se dirimía este conflicto. Lo que sí sé es que peleábamos y después nos castigaban por no saber compartir el pupitre. Generalmente jugábamos en la calle con otros niños con la idea de mostrarles nuestros juguetes y a la vez jugar con otros. Había muchos juegos de grupo porque en el barrio había muchos niños de nuestra edad. También inventábamos matrimonios y bautizos que organizábamos con colaboración de nuestros padres. Ellos nos daban pan y galletas mientras

nosotros preparábamos

granadina que nos regalaba el señor de la botillería de la esquina. Nos vestíamos para la ocasión, según fuera matrimonio o bautizo. Había también un cura. Todos estos juegos eran imitaciones porque éramos niños de parroquia ya que nos llevaban a la iglesia a catecismo. Allí nos daban chocolate caliente con leche, galletas y nos enseñaban a tejer y a bordar. Yo hice la Primera Comunión a los siete años. Era pequeña pero la religión se vivía muy intensamente. “El opio del pueblo”, decía mi padre.

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El hilo de la memoria

Secretos de una casa No tenía un lugar determinado para leer ya que mi casa era pequeña. Sus espacios eran reducidos. Con mi hermana dormíamos en la misma cama y compartíamos un escritorio donde hacíamos las tareas. Todo se compartía o se heredaba. Aún hoy día mis hermanas se quejan de que yo era la privilegiada. Como era la mayor, todo pasaba primero a mí: ropa, zapatos y libros, pero yo era tan cuidadosa que las cosas podían pasar por nuevas y eran eternas. Los zapatos, hechos de suela y cuero por un tío zapatero, nos duraban más de un año. Luego los heredaba mi hermana. Había que ser cuidadoso ya que los tiempos no eran para el derroche. Recuerdo un lugar secreto donde me gustaba jugar. Estaba debajo del descanso de la escalera que era cerrada con una puerta. Se usaba indistintamente para esconderse o jugar con un primito de mi edad, rubio como un querubín, al que yo arrastraba hasta ese rincón para darle besos robados. Tenía seis años.

Cines y teatros Vivíamos en un barrio que era como una ciudadela o un ghetto como quiera mirarse. Todo estaba cerca en varias manzanas a la redonda. Así como había una fábrica de calzados Guante con sus casas para los trabajadores, había también un Club Social donde se practicaban deportes y se hacían reuniones. También estaba la casa del médico de la familia, la fuente de soda “El Molino” donde se pedían onces completas, el colegio de niñas Arriarán y el colegio de niños Olea. También había algunos teatros donde se pasaban películas y había espectáculos. Ahí íbamos a galería por lo económico y también por lo entretenido. Allí la gente interactuaba con lo que se veía. Si eran películas o seriales, el público tomaba partido por “el bueno” o “el malo” como también se sufría por “la niña”. Se era

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El hilo de la memoria algún espectáculo, se cantaba con el cantante y se echaban tallas de humor blanco. Se reía mucho. Uno de esos teatros era el Coliseo Arturo Prat donde los colegios celebraban sus aniversarios con actuaciones de sus alumnos. Mi hermana menor era la estrella y actuaba todos los años. Era nuestro orgullo y llorábamos de alegría de verla tan graciosa y pequeña. Demás está decir que la aplaudíamos a rabiar. Yo gritaba: “¡¡¡Bravo!!! ¡¡¡Bravo!!! ¡¡¡Esa es mi hermana!!!” a quien me miraba, sorprendidos de mi entusiasmo. Había otros teatros como el Caupolicán donde íbamos al circo en el mes de septiembre, tradición que se conserva y donde el Tony Caluga y sus payasos acompañantes eran mis favoritos. ¡Qué tiempos aquellos cuando gozábamos de los pequeños momentos de una comunidad de barrio! Éramos todos

vecinos

solidarios

y

amables

donde

todos

nos

conocíamos y el estrés aún no se vislumbraba.

Recuerdos de Navidad De las Navidades de niña, recuerdo la Misa del Gallo y la alegría y respeto que significaba esta fecha en el mundo católico ya que nos recordaba el nacimiento del Niño Jesús. Íbamos a la misa con mi abuela y de vuelta, llegábamos a casa para dormir rápido y despertar lo antes posible para descubrir con sorpresa los regalos que nos había dejado el Viejito Pascuero. Gozábamos con nuestros regalos y salíamos a la calle a mostrarlos a los otros niños. Todo era algarabía y cada niño disfrutaba compartiendo sus nuevos juguetes. En la década de los años 50, recuerdo una Navidad especial cuando tenía quince años y mis hermanas trece y ocho respectivamente, pues era la mayor. En los días previos, nos pusimos de acuerdo y juntamos nuestros ahorros para comprar un árbol de Pascua. Era nuestro primer árbol de Navidad…lo que sería también una sorpresa para nuestra mamá. Así lo hicimos. Lo compramos en Falabella. Era un pino artificial

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El hilo de la memoria tamaño grande. Lo trajimos a la casa y lo adornamos lo mejor que pudimos con globos de vidrio, luces y guirnaldas. Y bajo el árbol, pusimos nuestros regalos de Navidad. Mi mamá trabajaba y al llegar en la noche a la casa, se encontró con la sorpresa y reaccionó como un niño. ¡¡¡Lloró de emoción!!! Fue la mejor Navidad para nosotras. De ahí en adelante fue una tradición. El árbol fue guardado cuidadosamente y nos duró muchos años. ¡Y mi mamá era la que más gozaba con la Navidad!

Sabores de la infancia Siempre la comida fue un tema para mí. De chica fui mañosa, regodeona. Cada vez que un plato no me gustaba, me dejaban sentada horas y por supuesto con amenazas de las penas del infierno, sin postre, sin salir a jugar y además con la letanía de siempre: “¡Hay tantos niños que mueren de hambre en el mundo!” ya que era la post guerra. Esos platos que mi abuela cocinaba para un regimiento ya que tenía una pensión donde llegaba gente pobre en busca de trabajo, no me seducían en absoluto. De adulta, nunca los cociné, quizás algunos mejorados con más sazón y mejores ingredientes. Recuerdo un guiso llamado chanfaina parecido a la carbonada pero en vez de carne, llevaba corazón o interiores. También recuerdo un guiso de harina dorada que llevaba papas, carne y la harina tostada en la sartén. También hacían papas con chuchoca, papas con mote, papas con sémola, carbonada y platos de origen mapuche campesino con muchas papas que eran baratas y sabrosas especialmente la coraila. Ninguno de estos platos me gustaba. Prefería los platos de los domingos como la cazuela de ave, las empanadas de pino horneadas o fritas, el pastel de papas con base de pino y el pescado frito de merluza que a mi abuela le quedaba espectacular con un batido crujiente y dorado que era único.

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El hilo de la memoria Pero lo que más me gustaba eran las papas rellenas de pino. Se hacían con puré frío al que se le deba forma ovoide con las manos. Luego se rellenaba con carne molida frita con cebollita y aliños, se cerraba y se fría. Aún hoy día me fascinan aunque nunca logré hacerlas porque se me desarman. También me gustaban los postres ya que lo dulce es lo mío: leche asada, churros, flan de vainilla y flan de pan añejo que es mi preferido aún hoy día. Y también las tortas rellenas de crema Chantilly con lúcuma, almendras y manjar con nuez. Nada de mermeladas ni chocolate. El chocolate que tanto gusta a los niños, a mí me dejó una asociación a castigo, culpa o penitencia ya que nos daban en la iglesia después del catecismo. En casa bebíamos la Cocoa Peptonizada Raff con leche traída del establo. Aún hoy día no tomo leche porque tengo intolerancia a la lactosa.

Miedos Solía tener miedo a la oscuridad. Debe haber sido por todos esos cuentos campesinos y sus mitos de miedo. Miedo al diablo, al pecado que la iglesia pregonaba y al infierno al que no quería ir. Solía dormir con la luz prendida, alumbrada por ampolletas de 25 watts que daban un aspecto fantasmagórico a los muebles y cortinas que parecían cobrar vida en esas piezas grandes y altas. Recuerdo un ropero de donde saldría una sombra tenebrosa. Fui niña sonámbula. Tenía pesadillas y hablaba dormida. Seguramente pensaban que estaba poseída. Mi papá se enojaba porque esta escandalera los despertaba y él, por supuesto, lo atribuía a la influencia de la iglesia donde mi abuela me llevaba.

Mi escondite No tenía un lugar propio en la casa ya que no había intimidad. Como era una pensión, teníamos piezas compartidas. Siendo preadolescente, descubrí un lugar, un escondite bajo la cama.

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El hilo de la memoria Recuerdo las camas más altas, bajo ellas tenía mi escondite privilegiado. Me escondía a leer novelas románticas, rosa, de amores prohibidos y secretos, de besos robados y supongo que esas no eran lecturas adecuadas para una niña. Pero lo que sí recuerdo como algo anecdótico, fue cuando llevé a casa un libro que me prestó una compañera de colegio cuyo papá tenía una librería. Era un libro de educación sexual o enciclopedia sexual con mucha información y dibujos didácticos, no pornográficos. Estábamos escondidas con una prima bajo la cama cuando de repente…empezó un temblor fuertísimo mezclado al ruido de la galería que como era de vidrio y madera, aumentaba el miedo. Mi prima se golpeaba el pecho y pedía perdón con un mea

culpa. Una vez pasado el susto, me recriminaba diciendo que por las cochinadas que leíamos, Dios nos castigaba. Era pecado…mientras yo me reía, no solo de susto también de su ignorancia. Yo siempre fui precoz y mi curiosidad era mayor.

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El hilo de la memoria

EUGENIA SOTOMAYOR Saltaba entre los rieles sobre la rica tierra

Fui profesional y estoy jubilada. Tengo dos hijos y dos nietos honestos y maravillas de amor y respeto. Me gusta la música, el arte y la lectura. He realizado lozas y esculturas en cerámica. Con mis pinceles creo cuadros irrepetibles. En ocasiones escribo y logro emocionar. Siempre me ha gustado leer y escribir. Vuelan mis pensamientos serios, tristes, risueños y salvajes que a veces emocionan y logran un objetivo. Últimamente he incursionado en obras de teatro compartiendo con un hermoso grupo del GAM. El taller El Hilo de la Memoria me ha removido el alma. Comidas de infancia Lo que más me alegraba de pequeña, era retirar los huevitos del gallinero y la escena más dramática, era cuando mi madre le tiraba el cogote a la gallina y la desplumaba. Al empezar a servirme la cazuela, al principio se repetía la escena vista pero la preparaba con tantos olores y colores que era un gozo. Recuerdo el pan con chicharrones, exquisito, sus sopaipillas únicas, estofados sabrosos, pescados con sus batidos y ya fritos, deliciosos. Las tortas navideñas y de cumpleaños hechas con tanto esmero por tía Juana, hermana de mamá, estaban llenas de cariño. Mi tía viajaba largas distancias a Santiago para visitar a sus niños, como ella decía, y para nosotros era una dicha plena recibirla.

¿Sueño o realidad? Tendría nueve o diez años, cuando me acosté en mi cama. La pieza era compartida con mi hermano, bien retirada del dormitorio de mis padres por una gran sala y largos pasillos.

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El hilo de la memoria Esa noche ellos fueron al cine. Lloré en mi cama porque los extrañaba. Mi hermano estudiaba o leía en otra pieza lejana. Dejé de llorar y de repente vi una luz que avanzaba lentamente por los pasillos hacia mi pieza. Rápidamente me senté en la cama. La luz se acercaba. Al entrar a la pieza vi una vela en manos de una niña que venía con un camisón igual al mío. Lentamente, al poner la vela frente a mí, vi que era yo misma. Pensé que iba a morir. El corazón me latía fuertemente. Apenas respiraba. La niña acercó la vela a mi rostro y sentí el olor del pelo chamuscado. Seriamente me miró y sigilosamente como llegó, se retiró. Creo que fue un momento emocionante y real en mi vida. Al otro día me corté algo de chasquilla. Aún me emociono.

Infancia y lectura De pequeña, mi padre me leía El Peneca, Billiken, los cuentos tradicionales como Caperucita Roja, La Bella Durmiente,

Pinocho y otros. Yo me asustaba mucho con el lobo, los enanitos, los ositos, pero le decía “siga, siga”… Pocos años después, aprendí a leer y viajé junto a Corazón de Edmundo d´Amicis y conocí las emociones, el dolor de la perdidas y la soledad. En la escuela tuve una profesora genial: Raquel Cabello de Arias. Ella nos hacía cantar las rondas de Gabriela Mistral, nos leía los poemas de Gustavo Adolfo Becker y varios más. En todos los programas fue dedicada. En Pascuas como buena alumna debía elegir el regalo. Mi elección fue un gran diccionario. Atónitos los de la comisión me dieron a elegir un segundo regalo. Yo elegí una hermosa caja de lápices de colores. En clases pintábamos frases de escritores famosos en nuestros cuadernos y una que otra pequeña frase en los volantines que confeccionaba mi hermano. Él se indignaba y así a través del tiempo, amé la lectura. Aprendí a sumar letras y letras, con distintos matices, serios, tristes o salvajes, creando así mis propios escritos.

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El hilo de la memoria

Juegos peligrosos En la calle San Alfonso de Santiago, vivimos en una inmensa casa en un segundo piso, invitados aparentemente con mucho cariño y amor por la madre y la hermana de mi papá, pero íbamos engañados. Nuestra madre debía hacer las compras, cargada de bolsas, lavando ropas y ropas, encerando y cocinando a la vez. Una empleada total sin ser considerada persona y a nosotros nos llamaban la atención por todo. Pasábamos bastante tiempo encerrados en el dormitorio. Duramos como cinco meses. Para nosotros que veníamos de casas grandes de San Miguel era una verdadera angustia. Entré a la Escuela Normal Santa Teresa con sus hermosos patios y cuadros religiosos que aún recuerdo. El día que volvimos a San Miguel, estaba la mudanza así que nosotros aprovechamos de bajar a la calle. Siempre que podía, bajaba a la vereda y entre los rieles jugaba a la pata coja, un, dos, tres… Ese día, libre como un pájaro, saltaba entre los rieles sobre la rica tierra, un, dos, tres… De pronto, mi hermano me gritó “¡¡¡El carro, el carro!!!”. Salté y salté. Quedé frente al parachoque del tranvía, dándome un pequeño topón ya frenado. Caí y como pude me levanté con las rodillas sangrantes. Mi hermano desapareció por las calles cercanas. El maquinista bajó asustado al igual que la mayoría de los pasajeros. Sin encontrarme, retrocedió el carro. No sé cómo subí al segundo piso de la casa por escaleras altísimas. Había un sillón grande de cuero negro, donde me desplomé y desmayé. Fue una experiencia de peligro. Mi padre, el chofer y un sinfín de personas me llevaron al hospital más cercano. Me hicieron unas costuras en las rodillas. Estuve dos o tres días hospitalizada. Al darme el alta, algo me dolían las rodillas, pero feliz de volver a San Miguel. Recibimos con mi hermano unos fuertes retos. Mi padre estuvo muchos días impresionado. Aún me veo entre los rieles; un, dos, tres…

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El hilo de la memoria

El baúl Al morir mi madre descubrimos con mi hermano que tenía un baúl con recuerdos: rizos de pelo de mi hermano y míos, de pequeños, envueltos en respectivas cintas celestes y rosadas. También un guardapelo con fotos de mi padre y mi madre que aún conservo, de oro, como se usaba antes. Ella era modista muy buena. Había muchos modelos confeccionados por ella y variadas revistas extranjeras de moda como la revista Burda, trozos de sedas preciosas, algunas fotos de su juventud, tarjetas de bautizos muy elaboradas, sus hilos, sus dedales, sus agujas, pañuelos bordados, diferentes botones y entre medio, bolones de cristal y un cuaderno encintado donde escribía todas sus vivencias, alegrías y dolores. Fue un momento de gran emoción. ¡Tantos recuerdos! Corrían las lágrimas por nuestros rostros.

Recuerdos de cine A mi madre le gustaba mucho el cine. Tenía como siete y ocho años cuando fuimos en tranvía a ver una película en una salita en la calle Franklin. Al entrar, había mucha oscuridad. Mi mano pegada a la suya. La emoción era fuerte. Mi primera experiencia en el cine fue una película argentina titulada Stella, en blanco y negro. Mi memoria me trae a la niña quizás de nueve años, con grandes rizos y cintas al pelo como mi madre me peinaba. Stella estaba en silla de ruedas. Había un dolor o un drama romántico de los padres. Algo nebuloso en mi mente. Se rezaba mucho por la niña. Yo lo único que quería era que ella caminara. Mi desazón y el llanto al final fueron inmensos pues ella seguía entre la silla y su cama. A lo mejor falleció, no lo tengo claro. Que no caminara lo encontré injusto, tan terrible, que sollozaba y sollozaba. No tenía explicación alguna. Esa noche mi padre discutió con mi madre. A ratos alzaron la voz de lo poco que recuerdo. Luego de un tiempo, el cine volvió a mí con una película de Shirley Temple en el cine Metro con el león que me hacía estremecer. ¡Oh! y con los años

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El hilo de la memoria vi Mujercitas que me hizo llorar con la muerte de la hija menor, encarnada por Margaret O´Brien. Vimos películas de Charles Chaplin y de Cantinflas y ya más adulta, películas de cine arte con nuevas historias.

Pascuas Las Pascuas en San Miguel siempre fueron muy unidas. En todas las casas había arbolitos de pascua de pinos verdaderos. En casa los adornábamos con estrellas y cintas de colores que confeccionaban nuestros padres. Recuerdo la Natividad con el hermoso niñito Jesús acompañado por los Reyes Magos, los corderitos y la estrella de Belén. Todo era de recogimiento. El cura pasaba y se servía algo acompañado de un vinito. Mis sigilosos y benditos padres en la noche nos dejaban en el ventanuco, juguetes para mi hermano y para mí: soldaditos de plomo, un juego de palitos de construcción de variados colores, tacitas y muñecas. Mis padres dejaron el recuerdo del cariño hasta hoy. En otra oportunidad, también para una Pascua, una prima un poco mayor que yo, me invitó a dar una vuelta en la noche y fuimos a Santa Rosa cerca de La Legua que quedaba a una buena distancia de la casa. Para llegar a ese sector debíamos atravesar una ancha acequia. Lograr pasarla fue una gran hazaña entre palos atravesados y el torrente vertiginoso. Llegamos a un poblado de casas muy sencillas iluminadas con velitas. Al ir caminando encontramos una puerta abierta y una abuelita bien viejita, nos hizo pasar a su morada. En una esquina de la pieza tenía una vela que iluminaba el Niño Jesús. Ella estaba muy agradecida de nuestra visita. Muy sorprendida. Nosotros íbamos totalmente emperifolladas con cintas, vestidos y zapatos nuevos. Ella rezaba y estaba feliz. Nos sentamos un ratito mientras ella nos dejó solas un momento. Al cabo de un rato, volvió con dos platos de loza saltados y en ellos humeaba una exquisita sopa. La tomamos

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El hilo de la memoria muy contentas y luego, la abuelita junto a otras personas nos ayudó a atravesar de vuelta hasta la casa de donde nos habíamos ausentado durante dos o tres horas. Al llegar a casa después de estar perdidas en el campo, nuestros padres y vecinos estaban muy preocupados. Mi prima me echó la culpa a mí diciéndome que yo la había hecho cruzar la acequia. Mi madre trastornada de susto y rabia, me dio unos fuertes correazos mandándome a acostar. Cuando me fui a mi cama, le dije a mi padre entre sollozos: “Me serví una rica sopa”. Fue algo distinto y muy especial en mi vida que siempre voy a recordar…

Juegos inocentes En San Bernardo, me regaloneaban mucho en la casa de mis tíos y prima donde siempre iba un mes en el verano y una semana en invierno. A ratitos era vendedora y cajera en la carnicería “La sin envidia” que tenían en el pueblo. Eduardo, un primo que casi siempre coincidía en mis vacaciones, era pendenciero,

enamoradizo

y

loquillo.

Siempre

estaba

inventando nuevas osadías y yo como era la menor recibía órdenes que debía cumplirle. En la iglesia de San Bernardo, cerca de la puerta principal, había una virgen con una alcancía pegada bajo ella. El juego en el que mi primo nos mandaba participar, consistía en que teníamos que intentar sacar el dinero de la alcancía, cada ciertos días. Yo era la lora, es decir, la mirona como mandaba él. Con el corazón expectante, y muy asustada, vigilaba y vigilaba que nadie apareciera por el camino, mientras mis primos Eduardo y Magalita, vaciaban la alcancía. Luego corríamos felices hasta la heladería y volvíamos a casa con barquillos en ambas manos saboreándolos de uno en uno. Un día nos pilló el tío Juan y dirigiéndose a mí, me habló seriamente: “Usted, Eugenia, me parece que anda en malos pasos. ¿De dónde ha sacado ese dinero para tantos

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El hilo de la memoria helados? ¡Usted es mi cajera en la carnicería!”. Yo, entre hipos y sollozos, toda estremecida, le conté lo sucedido. Mi tío quedó confuso sin imaginar siquiera tamaña desvergüenza ya que la realidad era más inverosímil de lo que él suponía, pero para mí era natural porque lo hacíamos siempre.

Iván Vivíamos en San Miguel. Todas las casas eran muy grandes. Sus fachadas se prolongaban hasta el hospital Barros Luco. Algunas tenían diversos patios, llenos de paltos, columpios entre los aromos en flor, sauces, frutillares, espárragos y tréboles. Yo tuve un vecino, para mi, mi Iván. Él era un año menor que yo. Él era mi esposo, mi cocinero, mi cura, todo lo que yo imaginara. De pequeña atravesábamos una acequia para llegar al fondo del hospital,

donde

se

paseaban

los

tísicos

a

quienes

acompañábamos un momento y luego regresábamos a casa. Nunca nos pillaron. Iván cuidaba mis muñecas y mi muñeco especial de goma. Él lo lavaba. Fuimos grandes vecinos y amigos desde los tres a los doce años, hasta que nos cambiamos de casa. Yo era muy querida en todo el vecindario. Su tata me confeccionaba cinturones y carteritas, pues era talabartero. Junto a Iván también jugábamos a las cartas por dinero, con muchachos de dieciséis o diecisiete años, en una casa que parecía castillo. Uno de los muchachos era mi pareja en el juego y con movimientos de cuerpo y sonidos junto a mis pies, teníamos un leguaje secreto y ganador. Al terminar el tiempo de juego, mi pareja me hacía elegir entre los billetitos y las monedas. Iván acercaba la bolsa de dinero y echábamos felices las monedas. Luego nos íbamos saltando alegremente hasta repartirnos el botín. En la casa de Iván, había una tremenda artesa, donde nos bañábamos con ropa interior. Mis vacaciones de verano eran un mes en Valparaíso y un mes en San Bernardo, donde era cajera y vendedora,

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El hilo de la memoria durante algunos momentos, en la carnicería de mi tío Juan donde Iván iba a visitarme. En el verano coincidíamos en el puerto y la artesa pasaba a ser nuestro mar. Al irme del barrio hice nuevas amistades, con lo cual a Iván lo vi cada vez menos. Nos volvimos a ver por casualidad hace unos ocho años, dándonos los respectivos teléfonos. Lo llamé como hace unos cinco años, y me contó que se le había muerto una hija. Quedamos de visitarnos junto a nuestras familias, lo que nunca hicimos, sin perder el contacto telefónico. Hace un par de años me contó que tenía un cáncer avanzado. Así seguimos comunicándonos todos los meses. Mi última llamada estuvo cargada de dolor porque hacía unos días atrás, había fallecido. Hoy al recordarlo, siento lo mucho que lo quise y lo inmensamente feliz que fue nuestra infancia.

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El hilo de la memoria

MARÍA INÉS TRONCOSO Iba envuelta en un mundo de fantasía

Nací en Santiago, pero soy curicana por adopción, tierra en la que viví por 43 años. Hoy de vuelta en Santiago, soy madre feliz de seis hijos, cuatro niñas y dos varones, uno de ellos fallecido, catorce nietos, seis niños y ocho damitas, tres bisnietos y un cuarto en camino, una nieta putativa, además de una familia numerosa y excepcional. Estudié en un liceo nocturno siendo madre de tres vástagos. Ingresé a la universidad a primer año con un cuarto embarazo y el segundo año con una nueva hermana para mi grupo familiar, en total cinco. Con mucho esfuerzo y sacrificio terminé mi carrera, profesora de castellano, por vocación. Afortunada por pertenecer a un grupo muy especial de amigas, Las Brujas de Curicó, una de ellas, Alejandra Fuentealba fue llamada por el Señor y se quedó dormida en sus brazos el 21 de octubre de 2015. Puedo decir que soy feliz sintiendo el canto de la lluvia en los tejados, el ruido que producen las hojas secas al ser pisadas, el mirar al nieto que se asoma a la vida, el sentir que hay brotes y renuevos que surgen de lo que yo fui capaz de sembrar. Siento la nostalgia, a veces, de los niños revoloteando alrededor, de sus risas, de sus carreras y de ese nido que hoy quedó vacío, pero ellos tienen ya su nido lleno. Proyecto la mirada hacia el futuro que no sé si mañana será o no una realidad y me siento realizada. Pienso en mi presente…Es lo que tengo y…es mío, me pertenece ¿el mañana? No se sabe, entonces… ¡a vivir el hoy! El cofre Abro el cofre del tiempo para encontrarme con un pasado que hace poco era olvido y emergen de él, los fantasmas desvaídos con sus caricias de madre para encantarme con lo que un día, hace ya mucho, fue parte de mi vida.

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El hilo de la memoria En estos escritos he despertado lo bello, triste y amable de mi ayer. Benditos recuerdos, con ellos he vuelto a ser niña.

Sólo un beso ¿Puede un beso ser mágico? Fue un 25 de diciembre de 1952. Era el día de mi Primera Comunión. Yo tenía diez años y en mi hogar reinaba el nerviosismo. Mi madre, inolvidable en mi espíritu, me observaba silenciosamente. En sus ojos amorosos brillaba la ternura y tal vez sentía en su interior, la desazón natural que nos acomete cuando sentimos que los hijos están creciendo y nos preocupa su futuro. El dinero en mi hogar era algo muy escaso y fue por eso que mi madrina de bautismo, junto a la que sería mi madrina de confirmación, me habían comprado un hermoso vestido, un misal, guantes y hermosos zapatos, todo en color blanco y en la mano, una azucena natural en el mismo tono que llevaba una albísima cinta adherida con mi nombre escrito en letras doradas, la fecha y el magno evento que se llevaba a cabo. Yo me sentía una princesa. Era un sueño lo que estaba viviendo. Quería que todos me vieran y caminaba orgullosa por la calle. Iba envuelta en un mundo de fantasía. Me sentía única y no sé en qué momento levanté la vista y vi a mi padre, al que recuerdo como a un coloso invencible, que al verme, corrió hacia mí, se agachó, me estrechó con fuerza entre sus brazos y me dijo: —¡¡¡Mi niñita linda!!! ¡¡¡Mi hija querida!!!— y a continuación, me estampó un sonoro beso en la boca. Han pasado los años. Él murió a los 94 años de edad y ese

beso

siempre

ha

estado

ahí,

acompañándome

silenciosamente. A veces revolotea en mi cerebro, juguetea, se esconde y reaparece para

sumergirme en ese pasado tan

lejano, pero sin embargo tan cercano y adherido a mi alma. Sé que soy la única de mis nueve hermanos que ha vivido un momento como ese, la única que recibió un beso en

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El hilo de la memoria la boca pues el papá no demostraba su sentir pero sabíamos que nos amaba. Los años me han dado momentos tristes y muy felices, pero lo que viví un día de Navidad no se puede comparar con nada porque ese beso hasta mi último día será...único e inolvidable.

El dormitorio de mi infancia Mi madre me llevó al dormitorio donde dormía con mis hermanas, tomada de la mano y con los ojos tapados. Mi corazón latía fuerte. Sentía que me ahogaba ¿Qué sería lo que me esperaba al llegar al lugar al cual me dirigía? Cuando pude abrir los ojos sentí un nudo en la garganta y lágrimas silenciosas rodaron por mis mejillas: habían escondido a mis amigos bajo una capa de color blanco. Nunca más vería a los duendes, los árboles, los niños, los ríos y tantos otros seres con los que conversaba cada noche. Ahora ya nada sería igual: ellos habían sido apresados por un tarro de pintura y una brocha malvada.

Aromas y sabores Cómo no sentirme impregnada de sentimientos cuando percibo mis amados recuerdos y percibo la fragancia de tantos momentos con los que crecí y que hoy conservo casi intactos en la memoria y en mi espíritu. Cierro los ojos para reiniciar el reencuentro y éstos se abalanzan sobre mí para obligarme a liberarlos y darles un lugar preferencial en el momento presente. Hurgo en mi mente y aparece ese pan amasado calientito, cocinado en ese horno de lata, la fosfatina hecha con harina cruda y leche, las papas con luche, las papas con mote, el mote con leche y sal, y la harina cruda que se tostaba en la sartén hasta que adquiría un color café oscuro. Se disolvía en agua y se le ponía a los porotos en lugar de arroz o tallarines.

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El hilo de la memoria Era una exquisitez y qué decir del aroma de la cazuela de cerdo con chuchoca, los aliños cada cual en su lugar. Los siento aquí como recién inventados: el olor a tierra mojada me hacía cerrar los ojos para aspirar su fragancia pero también hay otros aromas como el del recién nacido o ese perfume que nos lleva a recordar a personas o momentos vividos en alguna etapa de nuestro deambular por un antes que sigue aquí, vivo y presente. Recuerdo

los sabores que me acompañaron tiempo

atrás y me apena reconocer que se han ido perdiendo. He buscado transmitirles a mis hijos el gusto por las comidas caseras en donde el ingrediente principal era el amor y lo he conseguido, pero en los nietos, la comida chatarra ha ido ganando un lugar que no me agrada en absoluto. Siento que las palabras saborear y oler no solo nos remiten lo que comemos u olemos sino también están las reminiscencias de lo que en un instante nos llenó y que al momento de traerlos al presente cobran vida y se posesionan de nosotros para que no los olvidemos. Son parte de nuestra historia.

Juegos y juguetes La memoria es el cofre en el que se atesoran imágenes, rostros desvaídos en el tiempo y que, aunque desdibujados, dejaron una huella que el paso de los años no logró borrar. Los juguetes, en la mente infantil, siempre ocupan un lugar especial. ¿Juguetes? No. Fueron escasos. El Viejo Pascuero no era generoso con la familia. Mamá decía que a él no le gustaba como dejábamos los zapatos. No se veían bien lustrados y aunque año a año nos afanáramos por dejarlos más brillantes (los dejábamos en la ventana), el Viejito nunca estaba conforme. Con el paso de los años nos dimos cuenta que había sido la falta de medios lo que impedía que nos llegara el tan

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El hilo de la memoria ansiado regalo. En la escuela, eso sí, recibíamos un muñeco o un camión de madera. A fin de año, dependiendo del sexo, eran juguetes muy simples pero que nos dejaban muy felices. Pero no olvido, que cuando sólo éramos dos hijas, recibimos una Pascua, un pato balancín con dos asientos para mi hermana y yo. ¡Cuánto sacrificio debe haber costado a mi madre ese juguete de madera! ¿Los juegos? Esos no costaban nada. Eran gratis. Bastaba un grupo de niños o niñas para disfrutarlos: Vamos

jugando al hilo de oro, Mambrú se fue a la guerra, Arroz con leche, La escondida, 1, 2, 3 momia es, Ha llegado carta, El caballito de bronce, Las naciones, El pillarse y tantos más. Grandes amistades se gestaron en esa etapa de la infancia en que se corría. La comunicación era frontal. Los alimentos, sanos y la tecnología no había hecho los estragos en las mentes de quienes se preparaban para ser los hombres y mujeres del mañana. Los recuerdos despiertan después de un largo sueño y vuelven a un presente que siendo placentero y cómodo, no tiene el sabor, la mística y el sabor de antaño.

La infancia y la lectura Cómo no sentir aletear las alas de la nostalgia al introducirme en el mundo del pasado que en un momento me envolvió avaricioso en su manto de frescor, de vida pujante e inconsciente, para llevarme poco a poco al mundo de la madurez, responsabilidades y obligaciones que impone una sociedad que evoluciona rápida y avasallante. Cierro los ojos y veo a mi madre con sus ojos dulces de oveja mansa, con sus manos ahítas de calor y dulzor, con sus brazos largos, capaz de contener en ellos el mundo de sus hijos y mucho más. ¡Qué delicia los cuentos junto al fogón, en esa pieza de adobes, de un color indefinido! Pieza de familia pobre, de

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El hilo de la memoria zapatos rotos, de carencias materiales, sin embargo qué poco se notaba, pues cuando el hambre se hacía sentir, en esas largas noches de invierno, surgía de la voz de la madre con esa historia, ese cuento, esa fábula… La flor del Liliray, Pulgarcito, La

Bella durmiente, Edipo Rey, Las mil y una noches, Don Juan Tenorio, en rima y memorizado, Pedro Urdemales, además de tantos poemas como Las penas de Fermín, Profecía, Río río, El violín de Yanko, En paz y tantos otros. Al momento de irnos a dormir lo hacíamos felices, pensando en esos mundos maravillosos a los que ella nos llevaba en esa montura de voz dulce y apacible. Nunca fui más feliz que en esa etapa de la vida en la que no teníamos nada y lo teníamos todo.

El ambiente navideño Siempre que me envuelvo en el velo del tiempo y retrocedo, lo primero que veo es a mi madre, tan única, tan especial, siempre mostrándonos un mundo mágico, inexistente, pero real para sus hijos e hijas. Siempre entonando una melodía, recitándonos o contando una historia. Un pino navideño, solo adornado con algodones o caramelos era un regalo maravilloso y… la cena, amábamos sus tallarines tan jugosos y exquisitos que sólo los he probado de su mano, esa sierra al horno que deleitaba a todos. No tuvimos grandes fiestas navideñas donde hay regalos alrededor del arbolito. Tampoco nos decepcionábamos. Era normal, natural. Lo importante era estar en familia. Desde que nació mi primera hija, jamás dejó de haber un árbol navideño en el hogar ni tampoco un presente para cada uno, pues me preocupé que eso no pasara. Tal vez guardé alguna añoranza, pero no estoy segura. El padre de mis hijos jamás

se

preocupó

de

eso.

desorganizado.

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Era

frío,

irresponsable,


El hilo de la memoria Mis hijos, al igual que yo, han seguido el ejemplo y al iniciar el año empezamos a comprar lo que nos parece sería un lindo regalo. Conocemos los gustos de todos. En mi caso, cuatro hijas, un hijo, catorce nietos, cuatro bisnietos, hermanos, amigos, etc. Y siempre hay regalos sin nombre por si llega alguien sin avisar. Somos un clan en el cual el pasado ha jugado un papel importante pues nos preparó para un futuro que ya dejó de serlo.

El cine y la radio Para un niño o niña carente de cosas materiales, ver una película era un acontecimiento. En una ocasión en la escuela, nos deleitaron con una. No recuerdo nada de ella, pero sí sé que causó un gran revuelo, pues al parecer había un beso, lo que causó molestias

en los apoderados quienes hicieron el

reclamo respectivo. Más tarde, recuerdo las seriales: Fu Man Chu, El llanero solitario, Roy Rogers, Flash Gordon. Esto era sólo los domingos, por lo que esperábamos ese día con ansiedad… pero ir a un parque de entretenciones, eso, eso, era espectacular. Cuando de tiempo en tiempo llegaba al lugar, nos hacía sentirnos únicos. Los columpios, el carrusel, la puntería que se afinaba para derribar los patos y tantas cosas mágicas que traía consigo. Pero lo emocionante se vivía al caer la oración. El lugar se llenaba de vida. Las canciones no sólo nos contaban una historia que por la edad no entendíamos, sino que los jóvenes por unos pocos pesos las dedicaban al objeto de sus amores para expresar un sentimiento que no se atrevían a declarar abiertamente. Esos boleros, tangos y canciones mejicanas los atesoro como algo único e inolvidable. Pero había algo que hacía que mi corazón latiera en forma acelerada en ese lugar. Era la cortina musical que era el preludio para presentar al artista que vendría a continuación a

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El hilo de la memoria ese escenario típico de esos tiempos. A veces era un declamador, como Guillermo Gana Edwards, otras, un payaso, un fonomímico o un cantante. Cómo olvidar aquella noche, en la que ya acostada, oí a lo lejos la cortina musical y en forma subrepticia salí de la cama para gozar del espectáculo. Disfruté del fonomímico y volví con el alma rebosante de alegría. Entré sigilosamente al dormitorio. Allí me esperaba mi mamá que con un par de correazos me bajó de un golpe la ilusión del momento recién pasado. Poco o mucho fue lo que se vivió en una etapa de la vida pero nunca dejará de ser único, porque es lo que a través de los años ha ido escribiendo una historia de vida…que es la mía.

Miedos y temores Somos seres vivos y desde que nacemos, traemos ya una carga genética que nos acompañará de por vida y no es de extrañar que en ella venga también una buena porción de miedos, temores y peligros a los que deberemos hacer frente. En mi infancia y adolescencia me acompañaron las historias en las que abundaba lo sobrenatural. En el campo y alrededor de una fogata, nos acercábamos para sentirnos más unidos y protegidos, pues en cualquier momento podría aparecer el demonio, envuelto en una manta negra, elegante, con sombrero y unos dientes de oro que brillaban en la oscuridad. Recuerdo la historia en la se debía velar a ese hombre adinerado que tenía un pacto con el Malulo y para salvarlo, debían velarlo, diciendo las palabras que evitarían que se lo llevara en cuerpo y alma al infierno. La persona que realizaba el exorcismo no debía equivocarse, pues hacerlo significaba la muerte de ambos. Muchas fueron las historias que me atemorizaron.

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El hilo de la memoria Cuando ya tenía 18 años me aterraba pensar que no iba a casarme. Esa inquietud hizo que me casara sin saber lo que hacía. No me arrepiento y tengo cinco hijos maravillosos. Mi timidez, mi temor a enfrentarme a otras personas en una conversación, también me producía temor. Tenía miedo de todo. Me asustaba que alguien pensara mal de mí, pero reconozco que esto se debía a cómo fui criada. Me produce miedo aún todo lo que sea violencia. No me agradan las discusiones sin sentido o absurdas, esto debido a que mi padre, con unas copas de más, era violento. Fue lo que vi de niña en el hogar. Con los hijos no era agresivo, pero a mí me aterraba su forma de actuar. Ya casada, seguí viviendo lo mismo, pero elevado al cubo, pero era sólo conmigo. Esto duró hasta que me liberé. Hoy es mi “ex”… Los años han ido haciendo un camino que me ha permitido avanzar, con muchos tropiezos y venciendo mis fantasmas violentos, he podido enfrentar a un pasado, a un presente y aún falta el futuro, que no sé si exista. Eso el tiempo lo dirá…..si es que aún hay tiempo.

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El hilo de la memoria

BERTA VÁSQUEZ Siempre creí que la vida era tan simple

Tengo 80 años. Soy de la Araucanía. Nací en Lonquimay. Siempre tuve inquietud por la lectura y escritura. Por casarme a temprana edad, no estudié en colegios formales pero fui secretaria, modista, tejedora y bordadora. Hoy estoy feliz terminando mis actividades en un taller de teatro y me felicito por pertenecer a este taller literario del Hilo de la Memoria donde he sido feliz recordando mi infancia. Infancia en Lonquimay Para mí, los juegos fueron casi siempre en el exterior de la casa ya sea subiendo a un árbol, correteando a perros o gatos por el sitio y haciendo piruetas en la nieve cuando estaba escarchada y dura. Cuando estaba blanda, jugábamos a la guerra tirando bolas de nieve al enemigo...a otros niños. También jugábamos con pelotas hechas de medias o calcetines viejos pues no había dinero para comprar pelotas de goma. Creo que para mí, la diversión más grande, fuera de estudiar y leer, la encontraba con La Niña María, Alicia va en el coche, la Ronda de San

Miguel, Buenos días, su señoría y otros juegos más. También en el colegio jugábamos al palitroque y a la chueca, un juego mapuche. Para mí, fue una infancia maravillosa. Pese a lo inhóspito del clima, nunca sentí frío ni me escocía nada. Siempre creí que la vida era tan simple y llevadera como yo la veía. Es por eso que ahora, al escribir mis vivencias, me emocioné al recordar aquellos felices días de mi infancia.

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El hilo de la memoria

Cines y teatros Creo que tenía seis años cuando vi por primera vez una película que pasaron en la iglesia para Navidad. Fue impactante ver a personajes que se movían y hablaban. No podía coordinar la magnitud de aquel acontecimiento. Para mí, fue otro mundo, tanto, que pasaron los días y yo volví al lugar donde proyectaron la película para ver si encontraba indicios o rastros de lo que vi. Miré el piso, las paredes y el techo… Nada. Todo se había esfumado. Creo que para mí fue algo mágico lo que sucedió. Posteriormente a los doce años, conocí un teatro en otro

pueblo

más

civilizado.

Era

Curacautín.

Estando

cómodamente sentada, no recuerdo si en una silla o en una butaca, aparece en la pantalla “el león de la noche”… Me asusté tanto que me eché hacia atrás con tal fuerza que le pegué en la cabeza a un niño al cual le salió un chorro de sangre de la nariz. Se pidió ayuda. Se cortó la película. Se encendió la luz. Mi prima que me había llevado a la matinée, me tomó de la mano y me saco corriendo. Creo y estoy convencida de que muy dentro de mí, existe un trauma pues no soy muy aficionada al cine…

Navidad Reconozco que tuve que recurrir a mi hermana mayor para que me dijera qué edad tenía yo. Por lo que ella recordaba, me dijo que tenía seis años. “O sea”, me dijo, “desde esa edad hasta más o menos los diez años, recitabas en la iglesia para Navidad. Cuando aprendiste a escribir, hacías unos cuentos que solo tu imaginación los podía descifrar”. Esa fue su respuesta. Durante la Navidad, toda la familia se preparaba para ir a la Misa del Gallo que era a medianoche y se decía en latín. La Navidad giraba alrededor de la iglesia con un lindo pesebre y adornos alusivos al nacimiento del Niño Dios. Las monjas durante el año, hacían juguetes artesanales y regalaban dulces y

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El hilo de la memoria golosinas a los niños. Una Navidad me regalaron un burrito que me duró muchos años pues estaba muy bien confeccionado. Cuando chica, siempre nevaba. Se veía todo blanco y los árboles estaban llenos de copos de nieve. Recién ahora, al recordar, aprecio este espectáculo. Después me llamaba mucho la atención que a los pinos les colocaban motas de algodón imitando la nieve. No recuerdo mucho que se hablara del Viejo Pascuero. Siempre supe que la muñeca la había confeccionado mi mamá y los dulces los había comprado en el almacén único que había en el pueblo. Lo que sí me alegraba mucho de la Pascua era que nos acostábamos tarde jugando y cantando y mi mamá nos regalaba a cada uno, un paquete entero de Pascua con pastillas Pololeo. Cuando les cuento esto a mis nietos, me preguntan: “Abuela, ¿vienes de los países nórdicos o estás soñando?”. Yo les respondo: “Vengo de mi querido pueblo que todos deberán conocer: Lonquimay”.

Sabores de la infancia Recuerdo la leche con chocolate, infaltable en los cumpleaños y Navidad, los dulces chilenos, hechos con mucho amor por mi mamá. Nos peleábamos la fuente del batido de los huevos para rasparlo. Gozábamos con el pan recién salido del horno con mantequilla. Esperábamos con ansias que se tostaran los piñones en la callana* para comerlos como el mejor de los manjares. A propósito de manjar, la olla donde mi mamá hacía el manjar de leche, la recuerdo como si fuera ahora, pues me intrigaba mucho ya que había que estar revolviéndola constantemente o si no, el manjar se pegaba. Al llegar el verano, la naturaleza nos premiaba con frutas silvestres como frambuesas, frutillas, quillay, llenque, maqui, murtilla y también cultivadas como peras y manzanas.

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El hilo de la memoria En mi casa había árboles de manzanos. Hasta el día de hoy existe uno al cual yo me subía a esconderme cuando hacía una maldad, mientras comía dulces manzanas. El sabor a tantas cosas ricas hoy todavía lo recuerdo…

* callana: palabra de origen quechua empleada en zonas andinas y en tierras cordilleranas del sur de Chile para designar un tipo de vasija de greda o metal que se emplea para tostar cereales como avellanas, maíz o piñones. Nota del editor. ** Cuando salí de mi casa

dos cosas no más sentía la callana en que tostaba y la piedra en que molía. Copla del folclore poético chileno citada por el integrante del taller Gonzalo del Solar.

Las lecturas de la infancia Difícil recordar a qué edad aprendí a leer pero bien tengo presente el Silabario Matte que llegó a mis manos a mal traer lo que se justificaba ya que era la menor de cinco germanos y los libros eran muy escasos. Pasaban de mano en mano. Esto era por el hecho de vivir lejos de la civilización en un pueblo tan alejado como Lonquimay. Rara vez llegaban diarios y revistas. La revista que me era familiar era Billiken de impresión argentina. Otra revista que no sé cómo llegó a mis manos se llamaba En Guardia. Me llamó mucho la atención por lo grande y brillante de sus páginas. Quizás la encontraba yo importante al ser yo tan chica. En esta revista me relacioné con personajes totalmente ajenos para mí. De tanto leerlos y releerlos me los aprendí de memoria: Eisenhower, Mussollini, Mac Arthur, Stalin, Hitler. A los muchos años después, me enteré que esa revista y sus personajes trataban de la Segunda Guerra Mundial. Incursionando en la lectura, reconozco que muchas veces leía libros que no entendía cabalmente pero insistía y los

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El hilo de la memoria volvía a leer. Entre los libros que me costó entender estaban

Cien años de soledad de Gabriel García Márquez y El capital de Carlos Marx.

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El hilo de la memoria

SONIA VÁSQUEZ Con mi voz de niña enamorada

Nací en Santiago allá por los años 50. Estuve por años entre la vida y la muerte, pero afortunadamente salí con vida. Trabajé y me pensioné en un servicio de urgencias de salud. Soy madre de tres hijos y abuela de cinco nietos. En este periodo de mi vida participo en un taller de teatro y en el taller “El hilo de la memoria”. Gracias a mis compañeros por escuchar mis historias. Hoy me siento completamente realizada y feliz. Mi padre Mis recuerdos son vagos y lejanos. En ellos escucho los pasos de mi padre inconfundibles en el silencio de la noche, acercándose a mi cama para despedirse y leerme un cuento, a veces, de un libro, otras, quizás, para contarme cosas cotidianas del diario vivir o, tal vez, recuerdos de su niñez. Pero el cuento más recurrente en mi memoria fue Rapunzel. Este cuento lo veía tan ¡real!, ¡tal vez! por el relato de mi padre que era de mucho entusiasmo, donde me hacía responder a este príncipe hermoso con mi voz de niña enamorada. Al poco tiempo, estos encuentros terminarían porque mis padres decidieron separarse, por lo tanto, ya no tendría a esa persona a la cual yo esperaba cada noche. Tal vez, por mi corta edad, no pude comprender lo que pasaba. Lloré y mucho recordando aquellas noches frías y lluviosas donde las noches eran eternas, solo me consolaba pensar que despertaría y vería a mi padre sentado a los pies de mi cama, esperando mi despertar para leerme este tan anhelado y ansiado cuento.

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El hilo de la memoria

Infancia Nuestra familia vivía en la casa de mi abuela que era muy grande y de mucho espacio, donde uno podía entretenerse a solas, como era mi caso. En mi dormitorio podía jugar. Era un lugar simple. Tenía mi cama, un ropero con una luna muy grande de cristal, que al despertar me mostraba cómo llegaba la mañana con la luz del día y un sol radiante. Lo feliz que era al saber que en ese espacio podía jugar, construyendo mi propia vida. Por ser la única niña, muchas veces jugaba sola e invitaba a mis amigos imaginarios a quienes hacía participar conmigo. Los entraba a esa casa en miniatura, que tenía living, comedor y cocina, todo de madera pintado de rosa y un juego de tacitas de loza para servir el té. En el dormitorio, también de madera color rosa, descansaba mi hermosa muñeca que era mi hija de grandes ojos celestes y abundantes pestañas. Sus compañeros eran un oso blanco y un gran payaso a cuerda. Ellos la acompañaban. Ya en los meses cuando el sol se hacía presente para quedarse y el calor inundaba las calles, podíamos salir para juntarnos con nuestros vecinos y divertirnos, jugando a las naciones, al pillarse, a las escondidas y, también, a saltar la cuerda. Los fines de semana nos llevaban al Parque Cousiño con una canasta con comida y fruta y nuestro padre, nos subía a los botes para dar un paseo por la laguna. Él y mis hermanos remaban en aguas, que para mí, eran maravillosas y después descansábamos a la sombra de árboles añosos. Esos árboles, sin egoísmo, nos prestaban sus ramas que nos daban brisa fresca al mecer sus hojas. Luego podíamos servirnos la comida de esa canasta de sabores inconfundibles que aun recuerdo con añoranza. Así pasaba nuestra niñez, muy feliz y sin nada que entorpeciera esos días.

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El hilo de la memoria

Septiembre ¡Por fin septiembre! Es lo que decíamos con mis hermanos porque ya, empezando el mes, se respiraba ese aire tibio y el olor perfumado del viento que arrastraba las flores de los duraznos y los cerezos en flor. Ya eso daba alegría y, más aún, que llegaban los circos a Santiago. Nuestros padres nos llevaban a esas funciones maravillosas. La compañía se llamaba Las Águilas Humanas y era en el Teatro Caupolicán. Este aún existe pero ya para otro tipo de eventos. Ahí llegaban los grandes artistas circenses de ese tiempo del mundo. Recuerdo que un año llego el circo ruso. Realmente era espectacular, pero lo que me marcó fue que un año llego una famosa compañía circense de patinaje en el hielo. Fue tanta mi emoción que soñé por mucho tiempo bailando en el hielo como todas esas lindas chicas, sintiendo en mis oídos el sonido de los patines, cómo cortaban el hielo con esas cuchillas relucientes que con las luces de la pista se veían como destellos de verdaderos brillantes que iluminaban el suelo. Septiembre es un mes que me gusta mucho, y mucho más aún que todo es fiesta, sobretodo en esos años donde nos compraban ropa nueva. Las casas se pintaban y arreglaban para las Fiestas Patrias. También íbamos a pasear al parque para elevar volantines y verlos en el cielo como verdaderos enjambres de colores. ¡Maravilloso!

Navidad Una de las tantas Navidades, mi padre en el living de la casa, sentó un muñeco vestido en forma humana. Era un señor con su cara de goma ¡tan natural!, con una mano de goma en la que le puso un cigarrillo cuya punta la pintó de rojo para que pareciera encendido. Con las luces tenues del living más el árbol de Navidad encendido, daba la sensación de que era muy real. Todo aquel que entraba a esta sala, se sorprendía de verlo.

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El hilo de la memoria La Nochebuena, como todos los niños, teníamos que dejar nuestros zapatos en la ventana y su respectiva carta hecha por mis hermanos mayores. La verdad es que de la lista que uno dejaba no todo llegaba, pero igual se recibían muchos juguetes y lindos. A mí me llega un especial recuerdo de una Navidad. Mi padre trabajaba en una institución y estaba a cargo de la mantención eléctrica del recinto. Ellos tenían una Asociación de Empleados donde se hacían fiestas navideñas hermosas. En una de estas fiestas, el Viejito Pascuero me entregó un bebé moreno, hermoso, que tenia una mamadera. Al darle la papa al muñeco, se mojaba su pañal.

Era, para la época, muy

vanguardista y yo estaba feliz. Teníamos una vecina que vivía frente a nuestra casa y sus papás no celebraban la Navidad, y menos aún recibían regalos, por lo tanto cuando le mostré mi bebe, días previos a Navidad, ella quedo impactada por el muñeco. Vi sus ojos verdes, bajo sus lentes, que brillaban ante tan espectacular regalo. Como ellos no celebraban estas fiestas, se encerraban en sus casas, mampara y puerta de calle cerradas. Nunca pudimos entenderlo pero, mi hermano y yo, como otros años, a través de la ventana del dormitorio de mi amiga que daba a la calle, le llevábamos comida y golosinas, y ¡ese año no fue diferente!, pero más aún que conversamos con mi hermano y llegamos a la conclusión que debía regalarle mi muñeco que tanto le había gustado. ¡Yo lo pensé y me daba pena porque a mi también me gustaba!, pero ella lo quería y era lo único que iba a recibir. Así es que fuimos a su ventana y se lo regalé. No lo podía creer pero de verle su cara tan feliz, yo quedé tranquila. Nosotras aún somos amigas y nos vemos. Ella, hasta el día de hoy, conserva ese amado muñeco.

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El hilo de la memoria

Sabores ¡Como vienen a la memoria los recuerdos de nuestra cocina! No recuerdo muy bien quién realmente cocinaba, sí mi madre o mi abuela. La verdad es que mi madre no sabía cocinar, porque nunca nadie le enseñó. Fue criada en un internado, por lo tanto, nunca cocinó pero sí hacía postres, como la famosa sémola con leche y su dorado caramelo, leche asada, arroz con leche y leche nevada. En nuestra casa se cocinaba mucho el pescado de diferentes formas y mucho marisco. También se cocinaba la inolvidable cazuela de carne y pollo con sus sabores tan característicos y olores inconfundibles. Recuerdo, también, en el tiempo de los choclos, haber visto cómo molían el maíz en una piedra grande en la que se ponía el choclo y otra piedra lo aplastaba. ¡Con qué agilidad y destreza se hacía! Recuerdo que se arrodillaban en el suelo para hacer esta pasta exquisita con la que se hacían las humitas y el tan apetecido pastel de choclo, acompañado de una rica ensalada de tomates y albahaca ¡Qué tiempos!

Miedos y temores En la casa de mi abuela había una higuera y mis hermanos comentaban que para la noche de San Juan, aparecía una flor blanca entre el follaje de sus ramas y seguida de la flor, aparecía el diablo. Todo esto a las doce de la noche y había que esperar hasta esa hora. Nosotros por ser los más pequeños, nos acostábamos muy temprano, lo que significó que nunca lo viéramos.

Mis hermanos, al día siguiente, nos contaban

historias de terror con lujo de detalles relatándonos lo que habían visto y escuchado. A nosotros nos dolía el estómago de miedo y los considerábamos nuestros héroes por atreverse a esperar la medianoche, escondidos y que no supieran nuestros papás. Según ellos, no dormían en toda la noche esperando que este personaje siniestro no los molestara y se los llevara.

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El hilo de la memoria También recuerdo el fallecimiento de mi abuela que fue velada en la casa y el olor a flores se mantuvo por mucho tiempo. Eso me daba un poco de miedo y el pasar de la carroza tirada por caballos, todos de negro que, después de darle la misa de despedida, pasó por nuestra casa como el último adiós. Eso fue imborrable y difícil de olvidar.

El baúl En el dormitorio de mi abuela había dos grandes baúles, uno de cuero negro y otro café, rodeados de correas y hebillas hermosas. A nosotros nunca se nos dejó ver lo que había en estos baúles que, para nosotros, eran todo un misterio. Sí recuerdo, en forma vaga, haber visto a ver a mi abuela abrirlos y ordenar lo que había dentro, pero lo que más me queda en mi subconsciente, es el olor inconfundible a naftalina y quillay. Claro que en esos años, no sabía lo que era pero después reconocí esos olores. Cuando ella falleció, estos baúles fueron abiertos por mi padre y pudimos ver su contenido. Mi padre encontró ropa y fotos. Dentro de la ropa, había estolas de zorro con su cabeza que daban un poco de miedo. Se veían reales y, por qué no decir, aterrorizaban. Yo por eso, tal vez, también tengo mi baúl donde guardo papeles, fotos y recuerdos de mis hijos, como dibujos y tarjetas. El baúl de mi abuela se perdió en el tiempo y nunca supe donde quedo o quien se lo dejó.

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El hilo de la memoria

YEHUDITH VILLA Yo quiero estar arriba de los árboles

Mi nombre es Yehudith Villa Muñoz. Nací en la Araucanía. Hoy, a mis 60 años, he comenzado esta nueva etapa de adulto mayor cuando llegó el momento de reinventarme. A través del taller “El hilo de la memoria” he recuperado la belleza, las emociones y los sentimientos que creía olvidados en el tiempo. Soy madre de dos hijos maravillosos y una nieta genial que me brindan momentos muy bellos. Me felicito por haberme atrevido a mostrar mis bellos recuerdos y agradezco esta oportunidad de compartir estos momentos del pasado con mis compañeros de taller. Lecturas Emprendo este maravilloso viaje dentro de mí para comenzar a recordar la hermosa infancia que me tocó vivir en el sur. Busco en mi pasado y la imagen que me viene a la mente es la de mi hermana Aidée, trece años mayor que yo, contándome cuentos. Yo, acostadita en mi pieza y ella a mi lado leyéndome cuentos para que me comenzara a dormir. Esos cuentos los tenía guardados en una caja de zapatos pues eran chiquitos. Plata que me daban, la destinaba a esos cuentos. Iba a un kiosko, los compraba y seguía coleccionándolos. Esta caja la tenía guardada en el closet porque era una niña ordenada y cuidadosa. Tanto quería mis cuentos que no quería prestárselos a nadie. Los cuentos eran Blanca Nieves y los siete enanitos,

Caperucita Roja, Pulgarcito, Simbad el marino, Pinocho, El príncipe feliz, El gato con botas, Alí Babá y los cuarenta ladrones, Los tres chiflados y El Conejo de la suerte. También tenía libritos religiosos como Samuel, Pablo, Jacob, Jonás, Juan el Bautista, Jesús el Nazareno y muchos otros.

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El hilo de la memoria En casa, el único buen lector era mi padre. Tenía las Selecciones del Reader´s Digest, Adiós al Séptimo de Línea, La

Guerra del Pacífico, la revista Life. También estaban Mujercitas, Sissi emperatriz, El Quijote de la Mancha y muchos otros. Papá tenía su propia biblioteca que en lo personal no me llamaba la atención porque sus libros no tenían ilustraciones. Mis cuentos favoritos cuando niña fueron siempre La

Cenicienta y La Bella Durmiente que en algo marcaron mi vida. ¡Claro que sí! La Cenicienta en el aprovecharse de la buena voluntad, su humildad, sin quejarse nunca y finalmente en el cuento triunfan el amor, la verdad y la justicia divina. Y en La

Bella Durmiente, aparecen el engaño, la mentira pero también triunfan el amor y la verdad. En ambos cuentos aparecen el tema del amor y el hombre sacado de la fantasía que es perfecto pero que no existe en la realidad. Y “tan tan” apagué la luz de estos recuerdos en mi memoria.

La casa Nuestra casa estaba ubicada en el pueblito de Lautaro, a veinte minutos de Temuco. Era una casa grande, espaciosa, soleada, toda de madera y con grandes ventanales. La habitábamos mis papás, una nana y seis hermanos. Además siempre teníamos visitas. Mi dormitorio era color rosado y el de mis hermanos, celeste. En mi pieza había dos camitas CIC de una plaza. Al medio, el velador y un inmenso ropero para compartir. El piso era de madera y en el medio de las camas, había una bajada de cama. Cuando comencé a escribir, tenía un diario de vida cerrado con un candado que lo escondía debajo del colchón para que nadie se enterara de mis secretos y cuando lo terminé, lo quemé en una inmensa cocina a leña. En el comedor chico comíamos los cuatro hermanos más pequeños con cuatro sillas tan chiquititas que parecían de

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El hilo de la memoria cuento. Alcanzaban justo los platos. Comíamos allí mientras papá, mamá y las otras dos hermanas mayores comían en el comedor de diario que era grande, calentito y soleado. En el comedor chico casi siempre peleábamos y cuando nos iba a ver la mamá o la empleada, estaba todo sucio porque nos tirábamos la comida. Mi mayor parte de la infancia transcurrió en el patio ya sea arriba de los árboles o en el gallinero. Dentro de la casa no me gustaba mucho estar a pesar de ser espaciosa y bonita, con muchos ventanales y bastante sol pero yo era libre y feliz afuera corriendo. Me gustaba más que estar quieta. Además que el dormitorio era solo para apagar la luz y dormir. El comedor, para las tareas y el living, para las visitas. Yo prefería estar siempre afuera pues a mi madre le gustaba tener su casa impecable. Mamá era modista. Tenía sus operarias. Se dedicaba más a este trabajo que a jugar con nosotros o a leernos cuentos. Mi hermana Aidée era la que me daba el calor de madre.

Me

daba

consejos

y

mucha

ternura.

También

compartíamos juegos. Cuando ella no estaba, yo la extrañaba. Afuera de la casa había lavandería, gallinero y baño para los grandes y los pequeños. También había una inmensa quinta con árboles frutales. Todo lo que queríamos, ahí estaba. Todo era sacar y comer. Y eso era lo que yo más hacía. Me gustaba llegar hasta lo más arriba de los árboles a comer manzanas, duraznos, cerezas, ciruelas, peras, guindas. También me iba a comer grosellas, maqui y cardo. De la huerta sacábamos lechugas, zanahorias, choclos, cilantro, perejil, cebollines y papas. En la despensa de la mamá se guardaban los dulces en conserva para todo el año. También iban a dejar la harina en sacos. Había abundancia de todo. Recuerdo que quería estar siempre con papá. Un día que se fue en la moto y yo salí corriendo detrás de él, llorando,

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El hilo de la memoria mientras la mamá me gritaba: “¡Judy, dónde vas. Ven para acá!” Era peor pues más corría pero justo en ese momento mi papá frenó y me caí. Me llevaron de urgencia al hospital porque se me partieron los labios y me pusieron puntos. “Pero, hija”, decía papá. “¿Por qué eres tan desobediente? ¡Mira lo que te ha pasado!”. “Es que quiero estar contigo siempre y mi mamá lo único que quiere es que esté adentro de la casa y a mí no me gusta. Yo quiero estar arriba de los árboles pero me reta porque llego sucia a la casa y me tiene que bañar. Además, lo que menos me gusta es peinarme”. Mi mamá me regañaba y regañaba siempre hasta que por cansancio y por no dejarme peinar, un día me llevó a la peluquería y me cortaron mi lindo pelo largo. Me hizo la permanente. Más rabia tenía con ella porque no me entendía. Cuando llegó papá, se enojó y preguntó: “¿Por qué le cortaron el pelo?”. “Esta niñita me aburrió” dijo mi mamá. “Por desobediente le di su merecido”. Otras veces me decía: “Cuidado con acercarte a la cocina porque te puedes quemar”, “Cuidado con los patines”, “Cuidado al cruzar las calles”. Lo bonito de mamá era que me hacía abrigos y vestidos hermosos, llenos de vuelos por debajo. Me ponía enaguas Can Can y el domingo me llevaba a la iglesia para que recitara y tocara la guitarra. Mis padres tenían distintas religiones pero no recuerdo que discutieran por ello. Se respetaban y turnaban para llevarnos a las distintas iglesias semana por medio. También nos llevaban casi siempre a todas las funciones del circo Las Águilas Humanas. Luego, cuando llegábamos a la casa, nuestro papá hacía figuras de sombras en la pared con las manos, muy graciosas, imitando lo que habíamos visto. Como no había grandes obras teatrales en Lautaro, mis padres nos llevaban a Temuco donde una vez vimos un espectáculo maravilloso de Patinaje en Hielo. En la matinée mi papá nos compraba unos paquetes grandes de maní con

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El hilo de la memoria cáscara para comer en casa donde teníamos una vida feliz, unida y armoniosa. Gracias, hermosa infancia. Fui una niña feliz, amada y consentida sobre todo por mi padre.

Juguetes Fui una niña juguetona y traviesa que siempre estuvo regalada pero lo que más me gustaba era ser parte de la naturaleza y esconderme ente los árboles. Bien arriba de sus ramas no le tenía miedo al peligro. Los juguetes que recibí fueron siempre muñecas, peluches, cuerdas para saltar y juegos de té, entre otros. Al hula hula jugábamos con una argolla que hacíamos bailar alrededor de la cintura. Una noche de invierno, cuando tenía unos cinco añitos, yo estaba muy enferma en cama. Afuera llovía muy fuerte. Papá ese día llegó muy tarde y al verme así, me preguntó: “¿Qué le pasó a mi niñita? ¿Qué quiere? No la quiero así”. Me abrazaba al decirme estas palabras. Me acariciaba y me daba besitos porque era muy de piel. “Hijita, mejórate, no quiero verla así, no quiero que le vuelva a pasar esto, te quiero, te amo”. Entonces, papá salió en busca de un regalo muy especial. No fue fácil ya que después me enteré que tuvo que despertar a su amigo de la juguetería para dar cumplimiento a lo prometido. Recuerdo esa noche y me parece verlo entrar todo mojado con una inmensa jirafa de género toda rellena de dulces en su interior. No olvido esa sensación de ver cómo caía a mi cama una lluvia de caramelos de distintos colores y formas. Hubo besos y llanto de emociones de parte de los dos. Hoy le digo: “Gracias, papito, por tu regalo pero más que el regalo, fue tu gesto de amor”.

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El hilo de la memoria

Juegos Cuando niña, el juego que más me gustaba era jugar a las escondidas con mi papá y mi hermana Aidée. Me gustaba subirme a los árboles, andar en patines, andar en triciclo y luego en bicicleta sin rueditas a los costados. Hacíamos competencias con mis hermanos o vecinitas. Nos gustaba jugar a los juegos de mesa como los naipes, las carreras de autos, la Gran Ciudad y dominó. Ahora estoy recordando también el luche que era saltando y pegándole con el pie a una caja de betún de zapatos que tenía que deslizarse en unos cuadrados dibujados en la tierra. A la tiña era correr y correr. A las Naciones, lo mismo. Saltábamos al cordel a las diez: con la cabeza, con la frente, con la rodilla, por la espalda, darse una vuelta…todo esto con una pelota golpeándola en la pared. Jugábamos al puente está quebrado, a disfrazarnos, a bailar, a cantar, a actuar en obras de teatro, a dar títeres, al bachillerato, a pintar y dibujar. ¡Qué tiempos bellos fueron! Jugaba todo el día y me acostaba rendida. Fueron muchas las veces que tenía las rodillas heridas porque me caía en los patines o en la bicicleta, mas no tenía miedo al día siguiente. Con las vendas puestas, seguía jugando mientras escuchaba a mamá decir: “¡Hija, no se suba a la bicicleta!”. Por supuesto que me subía, me caía nuevamente y era feliz. Otro juego peligroso era subirme con mi triciclo al hombro al techo de la casa y me iba a la otra punta para venirme en el triciclo bajando por el techo. Allí abajo, mi madre nuevamente me suplicaba que no lo hiciera porque me podía caer. Nunca, gracias a Dios, me pasó algo grave. Me gustaba esa sensación. También me gustaba tirarme del techo de la casa a un montón de arena. Era como volar. Ese juego siempre lo hacía. También recuerdo columpiarme mucho en los árboles frutales de mi abuelo y también en nuestra casa donde teníamos una quinta.

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El hilo de la memoria También me gustaba mucho disfrazarme. En una ocasión fui La Bella Durmiente. Me puse un vestido celeste largo que mi madre me había hecho para un acto en el colegio donde bailé. Estábamos jugando con mis primos y primas en el patio de nuestra casa y entre todos hicimos una camita de piedra, pasto, frazadas, almohada y encima, de tapa, una linda “colcha” que así se llamaba, de color crudo. Lo bonito de este juego era caminar entre medio de los choclos y escondernos ahí. De pronto, me caía y entre todos me tomaban y me llevaban a esta camita y es ahí donde aparecía el príncipe con su traje de capa y espada montado en su caballo de palo. Me daba el besito a solicitud de todos con los que estábamos jugando. Despierto y se termina el juego. Después le tocaba a otra prima y así nos entreteníamos en esas tarde de campo.

Navidad Cada vez que llegaba la Navidad, era una fiesta familiar y celebración además de mi cumpleaños. Para esta fiesta mi abuelo siempre me regalaba un cordero por lo tanto se juntaban muchos familiares y amistades. Cuando cumplí diez años, un primo que tenía un conjunto musical, fue a festejarme para que bailáramos tanto los grandes como los chicos. ¡Qué bonita fiesta! ¡Aún la recuerdo con todos sus detalles! En la víspera de la Navidad, nuestros padres nos decían que dejáramos los zapatos para que el Viejito Pascuero nos trajera unos nuevos. Éramos cuatro hermanos así que había luego cuatro pares de zaparos nuevos. El arbolito era un pino grande, verdadero, que pasaban vendiendo en un carretón. Entre toda la familia se vestía. Me parece percibir su aroma. Se impregnaba el hogar de su fragancia durante todos esos días. El árbol navideño lo sentaban en un cajón grande con tierra que se forraba con papel dorado. Lo adornábamos con chiches, globos, chocolates, dulces y motitas de algodón que parecían copos de nieve. Las

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El hilo de la memoria luces eran como farolitos que hervían de burbujas de colores. También había guirnaldas de luces pequeñitas que se prendían y apagaban solas. Nos gustaba quedarnos en silencio contemplando los destellos del arbolito. Los dulces no se sacaban del árbol hasta su cosecha respectiva. Debajo de las ramas, el gran pesebre y los regalos para todos los miembros de la familia. Cenábamos temprano para que cuando pasara por ahí el Viejito, viera que ya todos estábamos durmiendo. Entonces ahí bajaría por la chimenea a dejarnos nuestros regalos. La cena era pavo con ensalada y de postre, cerezas corazón de paloma. Al día siguiente salíamos a mostrarnos los regalos. Era eso lo que se hacía siempre. Así era la tradición. Inclusive recuerdo que nos prestábamos las bicicletas, patines, muñecas y juegos de té. Saltábamos al cordel con una vecinita. Era jugar y jugar. Nos acostábamos rendidas. En la tarde del 25, los que podían venían a comer torta y a jugar. Papá se encargaba de las golosinas, las bebidas y los helados. Una Navidad recibí una muñeca grande, de loza. Estas muñecas se llamaban “las dormilonas”. Hablaban, caminaban y cerraban sus grandes ojos azules. Esta muñeca era bellísima y dormía con ella. La cuidé mucho tiempo y un día, jugando con una amiguita, se me ocurre acostarla en el cemento, a la entrada de mi casa y le digo: “Te apuesto a que salto encima de ella y no le pasa nada”. Salté un par de veces sin que nada ocurriera hasta que de pronto, me caí encima de mi muñeca y la quebré. No me castigaron pero el papá me dijo: “Creo que no vas a tener otra muñeca como ésa pues no sabes cuidarla”. Y así fue. Nunca más tuve otra. Las demás siempre fueron de goma o plástico. Lloré mucho. Además, era muy pequeña. Tenía seis o siete años. Otro regalo que se me quedó grabado fue una pareja de muñequitos negros y un camión grande de madera que era de mi hermano.

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El hilo de la memoria

Sabores Las frutas que más comía eran las cerezas corazón de paloma y las manzanas cabeza de niño que me las comía raspándolas con una cuchara. Los duraznos y peras me los comía en el mismo árbol. Las manzanas verdes me las comía con sal. Me causaba risa verme cómo se veía mi boca cuando comía maqui. Me gustaba cuando llegaba el 18 de septiembre y mamá preparaba su pino para las empanadas y al otro día íbamos todos en familia a ayudarlas a hacer mientras escuchábamos y cantábamos cuecas y canciones del folclore chileno. Era una verdadera fiesta. También hacían una buena cazuela de ave de campo con chuchoca y de postre, comíamos mote con huesillo bien helado. En la mesa, a la hora de once, había brazo de reina,

kuchen de frambuesas, queque y empolvados. También le quedaba rica a mi mamá la leche asada, la leche nevada y el arroz con leche. Cuando hervía sus tarros de leche condensada, yo raspaba después el tarro al igual que las ollas donde preparaba sus postres. Me subía en un pisito para verla cocinar y ayudarle en lo que me dejara. Sus pasteles de choclo eran una delicia. Mi plato favorito eran los tallarines con bastante salsa. Solo a mi madre le quedaban en ese tiempo los sabores tan especiales. Ahora, a sus 92 años ya no cocina.

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El hilo de la memoria

WALTRUDIS WALKER CASTRO Una niñita frágil danzando entre las nubes Nací en Santiago donde hice mis estudios recibiéndome de abogado en la Universidad de Chile el año 1959. Fui aficionada a escribir desde los doce años publicando mis poemas en revistas y diarios. Posteriormente publiqué varios libros, entre ellos Sed de eternidad, Entreabro la puerta y En el umbral del silencio que dediqué a mi marido y madre fallecidos, a mi hija residente en Estados Unidos y a mis amigos. Una visita al Gran Cañón del Colorado en Estados Unidos me inspiró para escribir un conjunto de poemas de alabanza a la naturaleza. Hoy me encuentro muy realizada integrando este taller literario “El hilo de la memoria” que me ha hecho muy feliz recordando momentos gratos de mi infancia. La casita encantada Esa infancia lejana en el tiempo…la veo y la contemplo tras una nube blanca que se agranda y se mece en el cielo infinito, cubriendo un gran espacio de cielo azul celeste desde donde aparece cual hada misteriosa, una niñita frágil danzando entre las nubes y dibujando con ellas, ángeles, mariposas, flores, hadas y duendes y con la nieve blanca adornando y engalanando los cerros majestuosos y eternos. Ese mundo infinito, sin tiempo…solo espacio…lo viví con mis tías, siendo yo la princesa de ese mundo encantado. Mi palacio era un cuarto hecho de dos frazadas debajo de la higuera, y mis tesoros, una piedra brillante, anaranjada, una hoja gigante y una flor misteriosa que vivía solo un día. Mis amigos de infancia eran el ángel de la guarda que aún conservo, la higuera frondosa y solitaria bajo cuyo follaje estaba mi palacio y cuya flor nunca antes vista tratábamos de descubrir con mis primos el día de San Juan; el naranjo florido

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El hilo de la memoria cuya fragante azahar perfumaba el ambiente y otros árboles y arbustos con los que conversaba después de saludarlos; la luna y una que otra estrella y una niñita de cabello negruzco de mi misma edad con la que yo jugaba a ser artista…cantábamos, danzábamos,

recitábamos

versos…en

nuestro

escenario.

Nuestro público, eran las rosas y los lirios que mecía la brisa, las aves de corral y los gatos y el Chiruco y el Tuto que años después murieron de viejos. De esa niñita no supe nunca más de ella y hoy ni siquiera recuerdo su nombre. En los primeros años de mi infancia una pena infinita, sin motivo aparente embargaba mi alma…Era una niña triste. Sonreía con llanto, reía con tristeza… Cantaba con voz entrecortada mientras las aguas de una acequia que cruzaba nuestra casa fluían cristalinas, añorando tal vez a mis padres y hermanos. En mi mágico mundo de árboles, de estrellas, de gatos, pollitos, mariposas, aprendí a sentir el amor, la ternura…La vida para mí era un enigma. No sabía su origen ni el misterio que rodea su esencia. Así fue que cuando vi que los huevos que empollaba una gallina a las tres semanas ya había vida en ellos y al nacer los pollitos hicieron surgir en mí la ternura, las ansias de proteger, de acariciar… También vi y contemplé en casa de mi abuela, dos gatas gordas y hurañas… y a las pocas semanas las vi flacas y con varios gatitos lo que me hizo pensar en mi origen… en el enigma de la vida que hasta hoy me persigue. En el colegio era una buena alumna. Recitaba y actuaba en los aniversarios. Era tímida y respetuosa. Sacaba buenas notas. Cursé las preparatorias en las Monjas Francesas. Después vino el cambio. La pequeña casita que habitábamos no era de mis tías. El propietario era un sobrino de ellas quien decidió venderla originando así nuestra salida de mi mundo encantado, dejando a mis diez años atrás mi infancia, mi casita, mi barrio, mi colegio, mis amigos…

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El hilo de la memoria Aún siento el dolor de ese cambio brutal y me emociono al recordarlo como si esto hubiera sucedido ayer. Mi nuevo hogar: una casa sin patio, sin jardín, sin árboles. Mi colegio: un liceo fiscal donde las alumnas eran gritonas, las profesoras, muy serias y enojonas. Para mí y mis tías, la vida nos cambió…Ellas pasaban encerradas en su dormitorio rezando y aceptando la voluntad de Dios y yo, soñando con mi casita encantada.

Recuerdos de infancia Cierro mis ojos y pienso…Me concentro…Trato de trascender el tiempo y me veo como una niñita de seis años de ojos claros y cabellos dorados, de textura frágil, que corre por un prado bordeado de lirios tras una mariposa amarilla con negro que se balancea en el aire posándose luego en un naranjo en flor. Estoy muy cerca de la cordillera que se levanta orgullosa con sus nieves eternas mientras unas nubes blanco doradas le adornan sus picachos. La casita que habito es encantada…Lo que pasa en ella es un misterio. Cuando llego a su puerta, ésta se abre lentamente y dentro de ella aparece un templo lleno de imágenes sagradas: un Jesús muy rubio y cariñoso que lleva de la mano a un pequeño, una Virgen cargando entre sus brazos a un pequeño bebé, una cruz con un Cristo doliente. Esta casa encantada es habitada por dos vírgenes sabias y una niñita solitaria. Una de las viejitas: la artesana, la artista; la otra, la que siempre estaba al servicio de los demás…ya sea cuidando a un enfermo, enseñando al que no sabe, dando comida a un hambriento. Luego fue esta viejita quien me encontró en una noche de lluvia gateando por la parte baja de un parrón mojada y tiritando de frío. Al verme me tomó en sus brazos. Me abrigó y me dio su cariño y ternura hasta el día de su muerte. En mi retina aún conservo la imagen de esa viejecita fina, delgada, de rostro bondadoso, comprensivo, cariñoso,

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El hilo de la memoria como el de una madre, de una abuela o de un ser con el corazón pleno de amor. La viejita artesana tejía guantes y gorritos mantitas y chalecos para la niñita del hogar. Le diseñaba abrigos, sombreritos, vestidos que la niña lucía con gracia en cualquier ocasión. Pintaba cuadros que enmarcaba y colgaba en las murallas de nuestra casita misteriosa. La viejita servicial cuidaba de las plantas, del jardín, de las aves. Les daba la comida y recogía los huevos. Cocinaba en ollas chiquitas que hervían en el brasero siempre encendido con sus brasas rojas brillantes. Mis días comenzaban temprano pues mis viejitas me hacían rezar y recitar los diez mandamientos, el Ave María y el Padre Nuestro en voz alta todos los días. Después tenía que tomar mi desayuno, ir al colegio de las Monjas Francesas donde pasaba el día estudiando, rezando, conversando y jugando. Almorzaba en el colegio y regresaba a mi hogar a tomar onces. Luego venía una sesión de lectura, de algunos rezos y trozos de poesías de poetas chilenos o extranjeros. Aprendí a conocer a Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Constancio Vigil y otros. Mi padre cuando cumplí diez años de edad me regaló una Antología de Gabriela Mistral. Allí aprendí a conocerla. Confieso que para mí fue una revelación. Aprendí de memoria muchos versos de ella. En mi casita que aún recuerdo, teníamos una sala de estar donde había un gran brasero que permanecía todo el día encendido y encima de él, una teterita siempre con el agua hirviendo y una ollita con algún sabroso guiso que se cocinaba a fuego lento. Nunca fui al cine ni a fiestas fuera del hogar. Las Pascuas las pasábamos en casita comiendo algo especial y haciendo un pesebre con la Virgen, el Niño Dios, San José y muchos animalitos en miniatura. Los valores que puedo decir que tengo, me lo enseñaron mis viejitas: ser solidaria, compartir con los demás,

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El hilo de la memoria ayudar al que lo necesita, no mentir, no robar y sobre todo, servir a nuestro prójimo. Las primeras caricias, los primeros gestos de amor y mis ansias infinitas de lo eterno los aprendí en mi casita encantada. Mi viejita linda tomaba mis deditos y jugaba con ellos. En las noches estrelladas mirando el cielo infinito, descubríamos en la luna, el Santo Pesebre. En el cielo encontrábamos las Tres Marías, a Venus y a Marte y a las estrellas fugaces. Mi tía Menche, la viejita servicial, hermana de mi abuela y tía de mi padre, falleció cuando yo tenía diecisiete años terminando así, la primera etapa de mi vida.

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El hilo de la memoria

ERA LA RUTA DEL PRECIOSO SILENCIO Poema colectivo escrito por los integrantes del taller El hilo de la memoria

Una ventana de madera chiquita que nunca se abría Una sinfonía danzante que llena mi memoria De labios de mis padres en mi lengua nativa Cada parte de mi cuerpo te recordará Una luna grande que iluminaba la playa Siento el silencio de la noche campesina Cuando mamá abría el antiguo baúl de cuero Quedó la mora madura sin coger Los mejores recuerdos de mi alocada infancia Mi peor miedo fue siempre a quedar sola Mi corazón de niña de un romanticismo de otra época Saltaba entre los rieles entre la rica tierra Iba envuelta en un mundo de fantasía Siempre creí que la vida era tan simple Con mi voz de niña enamorada Yo quiero estar arriba de los árboles Una niñita frágil danzando entre las nubes.

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